sábado, 1 de septiembre de 2012

Freud


Una de las mejores explicaciones de la génesis de la obra de Freud que he visto es esta:

Freud, Sigmund (1856‑1939) Nació en Freiberg (hoy Príbor), pequeño pueblo de Moravia (hoy Checoslovaquia) el 6 de mayo de 1856 y murió en Londres ‑exiliado‑ el 23 de septiembre de 1939. La vida de Sigmund Freud transcurre en Viena, ciudad a la que sus padres se mudan cuando tiene apenas cuatro años. Los datos de cierta crónica ‑proporcionada por el mismo Frcud en su Presentación autobiográfica‑ refieren que durante siete años es el primer alumno de Gymnasium, y que sin encontrar obstáculos en la difícil situación familiar, el padre lo incita a elegir carrera y a que lo haga exclusivamente según sus inclinaciones. Pero algo sucede en el ínterin; mientras su apetito de saber se dirige antes a lo humanístico que a la biología, a pesar de no sentir preferencias por la posición y la actividad del médico, estudia medicina. Freud atribuye su decisión al “hermoso ensayo de Goethe* Die Natur”, que escucha en una conferencia; ello configura un verdadero anuncio de lo que habría de resultar: su “medicina” no estaría a tono con la consabida posición del médico; sin interesarse en curar como la ciencia estipulaba daría cuerpo a una modalidad inédita de tratamiento para el trastorno mental, que tiene a la palabra como único instrumento. La “naturaleza” que le ocuparía no estaba en los tratados de biología sino en aquel atribuido a Goethe; Freud se inspira en su genio literario. El correr del tiempo pone las cosas en su lugar cuando recibe la única distinción oficial que se le dedica en vida: el Premio Goethe, conferido a quien por su obra e influencia creadora fuera digno de su memoria. Si bien produce con anterioridad trabajos de importancia, la obra de Freud se desarrolla principalmente en el siglo XX, a partir de La interpretación de los sueños, fechada en 1900. Quizá de ningún otro pensador de este siglo se haya escrito y debatido tanto y con tal intensidad; es la situación sin par de quien descubre, describe, inventa la noción de un espacio de la vida anímica, el inconsciente* freudiano, capaz de llevar su objeto teórico a la excelencia de algo no superable por continuadores o adversarios. “Si en lo que sigue hago contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico ‑afirma Freud al ocuparse del devenir del psicoanálisis‑ nadie tendrá derecho a asombrarse por su carácter subjetivo ni por el papel que en esa historia cabe a mi persona. En efecto, el psicoanálisis es creación mía, yo fui durante diez años el único que se ocupó de él, y todo el disgusto que el nuevo fenómeno provocó en los contemporáneos se descargó sobre mi cabeza en forma de crítica. Me juzgo con derecho de defender este punto de vista: todavía hoy, cuando hace mucho he dejado de ser el único psicoanalista, nadie puede saber mejor que yo lo que el psicoanálisis es, en qué se distingue de otros modos de explicar la vida anímica, qué debe correr bajo su nombre y qué sería mejor llamar de otra manera”. Quien aún hoy se diga psicoanalista no tiene otra alternativa que mantener a Freud como referente. Nótese que decimos inconsciente freudiano o Freud a secas como símil de su obra, y él mismo destaca el modo en que su persona se entrevera con la teoría por él formulada. Esto lo aproxima al ar­tista, lo distancia del científico; solemos decir “un Picasso”, “un Klee”, “un Kandinsky” de las obras en las que ellos dibujaran sus firmas dado el carácter singular, irrepetible del trazos de autor, mientras es condición del científico quedar velado, abstraído por el asunto al que se dedica. Damos con una paradoja, porque la pre­sencia fuerte de Freud no equivale a que el psi­ coanalista deba reverenciar al dogma en su teoría; el propio Freud, advirtiendo que es preciso estar alertas contra el riesgo del dogma es­peculativo, se inclina hacia “una ciencia construida sobre la interpretación de la empiria”. “Esta última ‑opima en una de sus obras nodales, Introducción del narcisismo‑ no envidiará a la especulación el privilegio de una fundamentación tersa, incontrastable desde el punto de vista lógico; de buena gana se contentará con unos pensamientos básicos que se pierden en lo nebuloso y apenas se dejan concebir; espera aprehenderlos con mayor claridad en el cur so de su desarrollo en cuanto ciencia y, llegado el caso está dispuesta a cambiarlos por otros”. Esta cita nos sirve para formular un interrogante: ¿Cómo es que quien revoluciona la manera de concebir no sólo la teoría del aparato mental [véase aparato psíquico*]sino la concepción misma del hombre, afirma que sus teorías se fundan antes en una interpretación de la empiria que en la rigurosa lógica especulativa? A lo largo de su obra hay reiteradas menciones del peligro de que el psicoanálisis se convierta en un sistema filosófico capaz de brindar una “visión del mundo”. Freud se propone algo distinto, que aparentando modestia constituye, en verdad, un desafío mayor: liberar a su teonzación de la cancel de una determinada concepción del mundo, siempre sospechosa de teologismo. Interpretación de la empiria, llama en consecuencia a su psicoanálisis, y tal vez sea ésa la razón de mencionar como “material” al registro de sesiones utilizado para una consideración clínica. Asunto de palabras, la empiria que concierne al psicoanalista. Lejos de cualquier empinsmo, antes que otra cosa Freud propicia un estilo de abordaje a la problemática humana. Su nombre se incluye en la exigua lista de quienes subvirtieron el instrumento del que surge una idea del hombre: la interpretación. Aquí es preciso volver sobre lo antedicho: la teoría freudiana se diferencia de aquellas que buscan el encuentro con una verdad última, que tarde o temprano desembocan en el vislumbre de un Dios. Declaradamente ateo, Freud hace de la interpretación un ejercicio de‑constructivo (que no equivale a destruir) del sentido que un sujeto cree haber encontrado para su vida. ¿Cómo llega a esto? Merced al estudio de los síntomas* neuróticos, consistentes en ocurrencias, impulsos o actos que se presentan a la conciencia de alguien sin que atine a explicarse su procedencia ni su finalidad. Interesado en la pregunta por el trastorno mental, en 1885 viaja a París, gracias a una beca, para pasar una temporada en el servicio de Jean Martin Charcot* en La Salpêtrière. El eminente psiquiatra ensañaba un punto de vista distinto del que era consenso en la época; la histeria*, entidad que tenía en jaque a los médicos, no consistiría en mera simulación. Charcot había percibido que los enfermos presentaban una exquisita sensibilidad en ciertos lugares del cuerpo, los llamó “zonas histerógenas”; al tocarse o presionarse en ellas se despertaba un ataque histérico o cesaba si ya había comenzado. Freud suma a esta y otras observaciones una acotación vertida por el maestro en el transcurso de una velada en su casa: mientras un colega narra el caso de una joven pareja, la mujer aquejada de una grave padecimiento y el marido de impotencia, Charcot lo interrumpe con una frase terminante: “Mais dans des cas pareils c'est toujours a chose génitale, toujours... toujours... toujours!” Los tratados médicos no registraban osadía semejante, ni el mismo Charcot se hubiera atrevido a suscribirla en ámbito académico, y la frase queda reverberando en el joven Freud junto a otras dos: la escucha de boca de Josef Breuer* ‑colega vienés que trataba mujeres histéricas‑ la vez que al referirse al síntoma de una paciente le confía amigablemente que siempre consisten en “secretos de alcoba”; y la ironía de Rudolf Chrobak  ‑eminente profesor de ginecología en Viena‑ cuando al derivarle una paciente con ataques de angustia, que a pesar de haberse casado hacía 18 años permanecía virgo intacta, le dice que para ella hay una receta:
Rp,
Penis normalis,
dosim, repetatur!
Estos comentarios, hechos al pasar, quedan tan grabados en Freud como desestimados por quienes los formulan; Freud podría luego reclamar legítimamente derechos de autor sobre ellos. Encontramos aquí una vez más su estima acerca de la interpretación de la empiria; resulta notorio que el psicoanálisis no consiste en una suerte de adivinación sino en saber escuchar lo que de todos modos se dice y en repetir sin redundancia. De regreso a Viena luego de la estadía en París, Freud se preocupa en constatar la pertinencia de estas aseveraciones en los pacientes neuróticos que llegan a su consulta y comienza a destacarse la singularidad de su pensamiento: A propósito de una joven histérica, a la que llama Elisabeth von R.* escribe lo siguiente: “Cuando en un enfermo orgánico o en un neurasténico se estimula un lugar doloroso, su fisonomía muestra la expresión, inconfundible, del desasosiego o del dolor físico; además el enfermo se sobresalta, se sustrae del examen, se defiende. Pero cuando en la señorita Von R. se pellizcaba u oprimía la piel y la musculatura hiperalgésicas de la pierna, su rostro cobraba una peculiar expresión, más de placer que de dolor; lanzaba unos chillidos ‑yo no podía menos que pensar: como a raíz de unas voluptuosas cosquillas‑, su rostro enrojecía, echaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos, su tronco se arqueaba hacia atrás. Nada de esto era de­masiado grueso, pero sí lo bastante nítido, y compatible sólo con la concepción de que esa dolencia era una histeria y la estimulación afectaba una zona histerógena”. Despunta en este relato el arte freudiano de la interpretación. La mención de una “zona histerógena” no era nueva, pero Freud avanza a partir de ella ‑‑llegando a concebir la noción de “zona eróge­na”; en un mismo movimiento discrimina al trastorno histérico de la enfermedad orgánica y distingue algo específico: la voluptuosidad que presenta un cuerpo transido por un raro goce*. “Era preciso inferir que su atención estaba de­ morada en algo otro ‑probablemente en pensamientos y sensaciones que se entramaban con los dolores”, agrega. Esos pensamientos, cuya singularidad consistía en asociarse a lo voluptuoso y no ser conscientes para la paciente, configuran ese algo otro del sujeto, lo incons­ciente. Freud también advierte que ignorando el íntimo origen de los pensamientos y sensaciones despertados, la paciente suponía al médico causante de su sentir. “Falso enlace” deno­mina en consecuencia a esta estima por la que el recuerdo de cierta historia, determinante del padecer, es sustituido por la ilusoria realidad del vínculo con el terapeuta. Tiempo después Freud comprende que este acontecer es un pi­lar de la clínica y lo rebautiza “transferencia”*. Vale que nos hayamos detenido en esta in­terpretación princeps de Freud porque destaca los vectores de su teorización, que pueden enunciarse del siguiente modo: el núcleo del padecimiento neurótico, expresado como síntoma (o como lapsus*, sueños*, incluso chistes*) es un entrecruzamiento de ilaciones inconscientes que por transferencia se enlazan a un suceso actual, cuyo origen concierne a cierta volup­tuosidad que abre una dimensión del cuerpo distinta de la inherente a las necesidades orgá­nicas. Y según fuera adelantado a propósito de la transferencia, al abarcar con el análisis además de los síntomas a los sueños, lapsus, olvidos, chistes, Freud trasciende el área restringida de la psicopatología* para enunciar una teoría ge­neral del aparato mental. Es preciso tomar en cuenta que la noción de psiquis* resulta absolu­tamente alterada según la concepción que de ella se tenía, pues la teoría y la clínica de lo inconsciente obligan a abandonar, por falta dei pertinencia, la clásica dicotomía: cuerpo (estu­ diado por la biología) ‑mente (en pie de igualdad con la conciencia). En este plano de clivaje ubica lo atinente a la pulsión sexual. El mencionado caso de Elisabeth von R. integra los Estudios sobre la histeria, que Freud publica juntamente con Breuer, colega de gran importancia en su inicial preocupación por el enigma histérico. Breuer, médico de prestigio, había respaldado el juvenil interés de Freud, quien encuentra en él aliento intelectual y ayuda económica. Pero cuando comienza a resultar ostensible la implicancia sexual en las neurosis se produce una divisoria de aguas: Freud se interesa decididamente en la novedad que sale al encuentro de su interpretación, Breuer abjura de ello renunciando al camino emprendido. Antes que ocurriese de modo de­ finitivo, Breuer recibe a otro joven, proveniente de Berlín, dedicado a la otorrinolaringología, al que recomienda asistir a las conferen­cias que por entonces Freud pronuncia en un servicio hospitalario. De edad pareja y comu­nes ansias de investigar en territorios no convencionales para la ciencia médica, ambos inti­man rápidamente. Cuando Wilhelm Fliess* -que así se llamaba‑ retorna a Berlín, Freud inicia con él una correspondencia que habría de du­rar 17 años (1887‑1904). “Si bien es cierto que mi carta de hoy responde a un motivo estricta­mente práctico, debo iniciarla confesándole que abrigo la esperanza de mantener con usted una relación permanente y que la profunda impre­sión que usted me ha causado, fácilmente po­dría inducirme a declararle con toda franqueza en qué categoría de seres humanos me veo im­pulsado a incluirlo” le escribe el 24 de noviembre de 1887 en su primera carta. La “categoría” del amigo, excelsa en el comienzo y durante gran parte de la amistad, cedería paso, hacia el final, a una estima diferente, que ubicaría a Fliess en el registro de la paranoia*. Importa destacar esta relación pues resulta una verdadera encrucijada para Freud, legada posteriormente a cada analista en formación [véase candidato*] cuando debe combinar el estudio teórico y la reflexión clínica con su propio análisis; veamos por qué: Fliess es una figura netamente transferencial, y el carácter epistolar del vínculo favorece que la palabra ‑escrita‑ viajando entre Viena y Berlín cobre relevancia por so­bre la realidad concreta de los interlocutores. A través de ello Freud lleva a cabo la creación por develamiento de los ejes fundamentales de la teoría psicoanalítica: el pulsionar sexual, su carácter primordialmente infantil y reprimido, la noción de escena (traumática) y la dramática de la fantasía* trabada por el deseo*, el espacio virtual de lo inconsciente en relación al sistema preconsciente‑consciente, el estatuto del cuerpo erógeno y el espacio del Yo*, el complejo de Edipo*, la estratificación psicopatológica.  Pero todo ello sigue el curso del trabajo riguro­so de análisis que Freud dedica a sí mismo, principalmente referido a sus sueños y sustentado transferencialmente por Fliess. Al con­cluir la amistad en 1904, el psicoanálisis llega al fin de su principio como ciencia de lo in­consciente; para ese entonces Freud ha editado algunos textos decisivos. Estudios sobre la histe­ria y La interpretación de los sueños principal­mente; otros, el historial del caso Dora -que articula la clínica de la histeria al análisis de los sueños‑, Psicopatología de la vida cotidiana, El chiste y su relación con lo inconsciente y Tres ensayos de teoría sexual están listos para ser publicados. Además de la resistencia que su obra y tarea clínica despiertan en el ámbito médico, diversas personas interesadas en la en­ señanza de esta nueva disciplina se acercan a él en calidad de discípulos; el movimiento psi­coanalítico inicia su marcha y durante más de tres décadas Freud desarrolla los vislumbres anteriores, confiriéndoles unas veces caracte­res más definidos, incluyendo otras un nuevo parámetro teórico ‑como el de narcisismo*‑‑ o reformulando su propia teoría para incluso por esta vía alcanzar nociones aún informuladas, como la discutida pulsión de muerte*. Comprobará el lector que en este momento, del despegue del psicoanálisis como tal, le­vantamos la pluma para dejar concluir estas palabras acerca de Sigmund Freud. Es que tal vez el mayor interés en el enfoque de un crea­dor y su producción concierne al contexto de descubrimiento. Lo demás, la fatigosa decan­tación, es menos la obra del genio que la del rigor empeñado en establecer categorías, y seguramente figura en cualquier (otra) enciclopedia. [Carlos Pérez]

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