domingo, 18 de noviembre de 2012

Estreno columna en MiCiudadReal

Eusebio García del Castillo me ha propuesto colaborar en MiCiudadReal y yo he accedido con gusto a tener una sección llamada Contornos, a pesar de que me asedia un trabajo continuo que no me aturde tanto como la angustia incesante de dar vueltas en torno a él como una mosca anoréxica de detritus, siempre con el mismo zumbido ¿para qué? 

Desde luego que no tendría sentido formular esta pregunta si la contestase una serie de consideraciones prácticas como ganar los garbanzos, pagar las hipotecas y tener perro que me ladre y lugar donde caerme muerto. Lo que (me) ocurre es que planteo esta pregunta desde un punto de vista más subjetivo: ¿me satisface realmente esto? ¿Obtengo placer por cumplir con mi oficio? ¿Merece la pena? ¿No son mi libertad y mis expectativas algo más modestas o algo más grandes? ¿No prefiero algo más sencillo, humilde y simple? ¿No prefiero algo más variado, más peligroso o más activo?

Una montaña de exámenes, otra de trabajos, una edición de fábulas del XVIII a medio hacer, investigaciones, poemas, historias, proyectos, deseos que me rondan por la cabeza y, encima, esa enfermiza e insaciable curiosidad, ese infantil deseo de saberlo todo (y no tanto de experimentarlo todo) que me ha hecho acumular una biblioteca bastarda de respuestas posibles a una única pregunta, informulable por más que Kant dijera haberla hallado. 

Steiner nos informa de que el último hombre sabio omnímodo que pudo asegurar "tengo una vaga idea de todo", quizá incluso de sí mismo, fue Leibniz, que aún creía en la consistencia y positividad del mundo; después ha venido la era de los especialistas y ahora mismo la de los pantallófilos; desde luego no nos comparamos, no podemos, con esas grandes y enciclopédicas cabezas, pese a lo cual, muchos, como yo mismo, insistimos en rodearnos de libros y cabezas pensantes como una muralla china contra la presunta barbarie o prolongar nuestra feble memoria con otra de papel y discos duros con la vaga esperanza de entender algo, aunque sea lo más cercano, o por lo menos hacer un mapa o una brújula que no nos desoriente.

Pero te das cuenta de que todo eso es en el fondo un derrubio, un delta, un estercolero, unas afueras, una muralla de aislamiento o muro a lo Pink Floyd, una fáustica declaración de derrota y de insuficiencia suma. Hasta los libros, lejos de asumirla, se forran contra la hostilidad exterior, como si tuvieran frío de esa desértica y caótica intemperie, tan estimulante para Nietzsche

¿Merece la pena? te inquieren en el examen de fin de existencia, tras una corta sesión de auto-powerpoint. Nadie se atreve a formular respuesta. Y uno tiene la sensación de que es precisamente esa cuestión la fundamental, no la del ¿para qué? ni la de Kant. Algo tiene que ser merecedor de tanto sufrimiento. Pues si tus males tienen remedio, ¿por qué preocuparte? Y si no lo tienen ¿para qué te vas a preocupar? Pero ese algo es lo que el amor tiene de simpatía o compasión, no precisamente lo que tiene de sexo o hipoteca. Echar una mano al otro sin que ello te esclavice. Así de sencillo, así de complicado.

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