miércoles, 12 de diciembre de 2012

La importancia de la vida

Desde hace unos días hay un principito más y una enfermera menos en el mundo. La importancia, sea cual fuere el significado de esta palabra, que habrían tenido en él estas personas, suponiendo que sepamos qué sea ser persona, solo les incumbe a ellas, pero yo creo, como John Donne, el poeta metafísico inglés de ¿Por quién doblan las campanas?, que también a nosotros.

El principito era más irresponsable: nada más quería vivir, por el impulso primordial de su genoma, mientras que la enfermera, consciente, siguió un impulso inverso y dejó, también irresponsable, sin madre a sus hijos. ¿Quién estaba más protegido? ¿El niño en su monárquica placenta inglesa, o la enfermera india y sus hijos en la asquerosa sociedad anglosajona? Shakespeare habría escrito que la conciencia nos hace culpables a todos, y nadie ha mencionado, eso es significativo, qué tipo de contrato laboral tenía esa señora. Creo que uno muy distinto del no escrito que tendrá el futuro principito. John Donne:

Nadie es una isla, completo en sí mismo;
cada hombre es una pieza del continente,
un trozo de tierra; si el mar arrebata
una parte, toda Europa queda
achicada como si se tratara de un promontorio,
de la casa de uno de tus amigos, o incluso de la tuya. 
La muerte de cualquier hombre me reduce
porque estoy unido a la humanidad;
por tanto, no preguntes nunca
por quién doblan las campanas: doblan por ti.

Las profesiones en las que hay que tratar con personas son particularmente desagradables: agobian o estresan mucho: la sanidad, la educación, la policía, el periodismo... Pero no tanto como las miserias que un padre o una madre sin trabajo deben afrontar cada día si carecen de lo imprescindible para tener lo mínimo que uno debe tener, dignidad. Esa dignidad que roban a manos llenas y consumen a mansalva los políticos en sus tronos de mierda, tirándose la caca unos a otros como niños de guardería. Un padre y una madre deben aguantar las embestidas del mar y los terremotos de la tierra sin desmoronarse, y eso es duro, muy duro, si nadie te ayuda, si, incluso, se burlan de ti, como hicieron con esa pobre enfermera hindú y ahora harán linchando a los periodistas que la embromaron. Si la patogenia del ser humano lo hace dañino como individuo, como colectividad produce auténticos horrores epidémicos; basta con ver, por ejemplo, a esos políticos mentirosos que nunca pasarían un test de empatía y que no tienen sentimientos, porque los simulan, como cualquier psicópata camaleón. No me hablen de humanidad: la humanidad es humana para lo mejor y para lo peor, y tan humano era el vegetariano y amante de los animales Adolfo Hítler como el doctor Federico Shipman, artífice, que no artista, de cuatrocientos asesinatos entre sus pacientes ancianos, pero también salvador de su compañero de celda, que intentó ahorcarse. No me digan que necesitaba compañía: un poco más  de espacio y unos pedos menos en una celda estrecha son de agradecer. Eso lo saben bien los reclusos o internos españoles, que deben soportar la ternura eterna de sus abades, e incluso la de los sacristanes, si no se hacen valer.

Si la vida humana tiene algún valor, ha de ser el de poder ayudar a los demás a ser más válidos y felices con los otros. Y parece de Perogrullo: es muy difícil si no se hace con sencillez, esto es, somos responsables si lo complicamos más de lo debido. En la película Fresas salvajes de Ingmar Bergman lo pone bien claro: "Escriba usted en la pizarra el primer deber de un médico". Si quieren saberlo, vean la película. No es de las que ponen en los canales de pago o venden en los quioscos (así prefiere escribirlo el diccionarillo de la Real Cacademia Española).

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