jueves, 13 de febrero de 2014

El ego y otras drogas

Más que la droga en sí misma es detestable el concepto de la droga, de la misma manera que Shakespeare, a su manera siempre distanciada de todo, sentenciaba que no se puede tener miedo sino del miedo mismo. La droga es una idea y no una sustancia. Y como idea cabe distinguirla de la farmacopea o de lo que Michel Hulin llama mystique sauvage o de esa forma de satanismo flojo o soft que soler solemos llamar hedonía. Porque la droga es solo una forma de renunciar a la emancipación, y como tal resulta ser un signo de identidad de todo lo inmaduro e infatiloide,

Por eso la tele, la comida rápida y la futbolidad o arte de patear, e incluso la política, la mala educación, los chismes y el ego desaforado son drogas (especialmente dura esta última, a que se reducen las demás). Se supone que curan la falta de identidad del niñato que no tiene suficientes años para tener pasado al que agarrarse y sufre el peso de todo un interminable futuro para angustiarse, pero lo único que hacen estos elementos nada primigenios y las yerbas africanas es agravar u ocultar los problemas. Algo exactamente igual que las ideas fijas, que no son ideas, sino pasiones cristalizadas o manías. De las drogas a los dogmas solo hay unas pocas letras y ambas cosas son igual de difíciles de abandonar. Con criterio estrictamente sanitario, los opiáceos o estupefacientes nos castigan, como Madrid, que también tiene algo de psicotrópico y polirrizo:

De Madrid al cielo,
porque es notorio
que va al cielo quien sale
del Purgatorio.

De La Mancha al Infierno
porque se sabe
que adorarse a sí mismo
es falta grave.

Las drogas permiten a la gente ausentarse de la realidad, de sus tribulaciones y de sus obligaciones, a veces incluso definitivamente. Sus causas, muchas, se reducen al decaecimiento de la voluntad, algo de que ya nos quejábamos al filo del Novecientos, llamándolo spleen, mal del siglo o enfermedad metafísica. Por entonces, como por ahora, el mundo se había vuelto absurdamente complejo, ruidoso y tan indesliable como el nudo gordiano; hasta Spengler, coco privilegiado, vino a escribirnos La decadencia de Occidente. Para librarnos de la angustia producida por esa monstruosa multiplicación de expectativas y de pasillos laberínticos, de ese nihilismo fatigado de que hablaba Nietzsche, uno tenía que subir al autobús colectivo del adoctrinamiento simplificador y ser amasado por las ideologías hasta terminar hecho un fantoche fascista o comunista, o lo que su paralelo liberal capitalista hacía en la sociedad de consumo, un perfecto y extraplano Ken o Barbie. Y eso que ya por entonces los que más sedicentemente padecían la abulia encontraban en la farmacia lo que la sociedad no debía, podía o quería dar al señorito común, ensoñador y malcriado.

Hoy la sensación de lo complejo nos la teje la entretela de Internet, un texto sin fin, una crucifixión infinita de caminos, perspectivas y distancias. La internética se ha constituido en el administrador inhumano de un campo de concentración de alienados, cebollinos enfermos que piden más y más conexión umbilical pero en el fondo están cerrados en su placenta de electrones. Esta demanda de información absoluta, de mística a la carta, ya solo la puede  satisfacer una droga hecha a la medida del individuo, la química, que conecte la sensibilidad individual a todo el universo, porque las drogas de masas no venden tanto como vendían; el descrédito de la ideología ha objetivado nuestras demandas a lo meramente individual, desconectándonos del mundo real, en que tenemos que convivir con gente real agria y cabrona, que se acopla tarde, mal y nunca a nuestros propósitos de señoritos egosoñadores y malcriados. Hasta en Pandora todo el mundo quiere enchufarse al gran árbol de los cables y diluirse en electrones como Leopardi se diluía en el dulce mar del infinito. Es el nirvana virtual. Los chavales es que ya hasta se acuestan con lo que más quieren, el móvil, reducidos a voraces neuronas de Internet cada vez más ansiosas de dendritas. Renuncian a ser una parte de un todo conjuntado y salvaguardian a toda costa su independencia y su pequeño espacio en lo colectivo. Inversamente, contra todo esto reacciona un movimiento fundamentalmente anticuado y reaccionario, aunque se vende como progresista, la alternativa verde o ecologismo, que nos quiere reenchufar a la naturaleza mediante el músculo, no el nervio.

En el orden jurídico, la droga incurre en paradojas presuntamente insalvables, sea tratar al enfermo como un delincuente pese a que lo primero genera lo segundo, sea confundir la medicina con el veneno, lo que cura con lo que mata. Un ejemplo lo ofrece el LSD, la más poderosa de las drogas y, sin embargo, la más inocua, pues no produce adicción a la gente normal. De ahí que se venda tan poco, siendo tan fácil de fabricar, pese a ser el mejor producto posible del ilegal mercado del deleite farmacológico, como bien explica nuestro famoso Escohotado, gurú habitual en estas materias en español. Pero más curioso y alarmante aún es que, estando prohibido el LSD, resulte ser una poderosa medicina, un instrumento terapéutico de primer orden, porque con supervisión médica se sabe que ha batido todos los récords de efectividad para curar adicciones terminales a sustancias peligrosas que, inversamente, son legales, como el alcohol. Algo que no logran otros tratamientos que sí son lícitos. Es más, cura depresiones desahuciadas por tratamientos convencionales y ha inspirado e inspira la creación artística. ¿Por qué, pues, no se permite solo a los médicos usar el LSD para curar patologías como el alcoholismo o la depresión, o experimentar sobre otras aplicaciones médicas? No voy a mencionar, por consabida, la aplicación anestésica de uno de los componentes de la marihuana, que podría venderse sin las otras sustancias que vuelven ponzoñosa tan mala hierba y que algunos estados han decidido permitir. Por otra parte, esos difusos límites legales hacen que los avispados burlen las leyes consumiendo fórmulas que varían la fórmula de la droga en solo un átomo, de manera que se vuelve sustancia legal aunque sus efectos sean prácticamente los mismos, como bien saben los que han usado ese procedimiento para consumir sin restricciones en los Estados Unidos.

El retorno nada heroico de la heroína, que empieza a cargarse a los actores más mentirosos, es un síntoma de nuevos tiempos. Hay algo se está descomponiendo aceleradamente en nuestra sociedad. La heroína provoca una dependencia física más que psíquica, y eso ya indica por donde van los tiros. La presión alienadora de la sociedad sobre el individuo en estos tiempos está alcanzando nuevas cotas, se ha objetivado mucho más que antes. Está volviendo el nihilismo del siglo XX, pero ahora el papel que hicieron las ideologías lo ejerce la ciencia, su farmacia y su internet, impidiendo la emancipación del individuo por nuevas formas que ya no derivan del estado, aunque este se implique destruyendo las estructuras que pueden regenerar el orden y hacernos crecer mediante el cultivo y desarrollo de la voluntad común.

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