sábado, 19 de abril de 2014

Eremitas de la investigación

Hay algo que no me cuesta ningún esfuerzo hacer: investigar. Puedo pasarme ocho horas o más  consultando bibliografía, buscando informaciones, traduciendo y resumiendo textos y evaluando datos y me parece que han pasado solo dos minutos. Esto es de locos. ¿Y quién se aprovecha de ello? Desde luego, no yo; en todo caso, la Wikipedia. La costumbre de leer proporciona una especial habilidad para poderse orientar en el caos de la sobreinformación y poder llegar a buen puerto, incluso con la bodega cargada con buena pesca, pues no solo hay que llegar al final, sino llegar al final con algo ganado en la travesía. Estos días, sin ir más lejos, he escrito biobibliografías de unos cuantos personajes importantes en la historia de nuestra cultura que me daba pena no la tuvieran. Entre ellos, Manuel Valbuena, el famoso humanista y traductor del XIX que compuso el diccionario latino-español más utilizado en el siglo XIX. Lo mismo respecto al latinista dieciochesco Rodrigo de Oviedo, o el historiador toledano Francisco de Ajofrín. Y respecto a otro, Pablo Hodar, un arabista sirio que trabajó a las órdenes de Miguel Casiri en la Biblioteca Real y la de El Escorial, me he tomado la molestia de sintetizar lo que ha recogido en un precioso trabajo una señorita que nadie se ha leído mas que yo. Ya he perdido la cuenta de las biografías que he escrito. Las de casi todos los hispanistas que hay en esa enciclopedia colaborativa, por ejemplo, las he compuesto yo. También he traducido casi todo el índice de autores de la Patrología latina de Migne. A ver si me animo a terminarla.

Pocos conocen la voluntad que hace falta para encontrar una fecha de nacimiento o defunción, descartar homónimos, sumar ítems bibliográficos, deslindar ediciones y decantar errores, simplificaciones, erratas y falacias. De los libros y las bibliografías hemos pasado a registrar una selva aún más oscura, la Internet o Entrerred. Entretela, podríamos decir. Los anticuarios somos esos bichos raros que peregrinan por las librerías de viejo y van inspeccionando los rastrillos para levantar las guardas de las encuadernaciones, abrir los forros de los abrigos y destripar los sofaes o sofás. Encontrar el segundo apellido de una persona solo célebre para una nutrida familia de tumbas del cementerio te puede llevar dos años o más leyendo protocolos notariales, padrones municipales y partidas de bautismo, casamiento, velación o defunción. Labor de chinos y que solo pueden soportar los que tienen una paciencia rayana en la obsesión compulsiva y una constancia a prueba de bomba. Requiere además la imaginación suficiente como para encontrar nuevas trochas en el monte sombrío y boscoso. Y luego viene lo peor, ordenar y revisar las notas para formar el esqueleto andante de la obra. Para desquiciarse.

Solo entrar en una época produce ya la misma grima que sentía Bernal Díaz del Castillo antes de entrar en batalla. Uno intenta escabullirse como puede del momento fatídico. Y, cuando no queda más remedio, atado ya a la silla, empiezan los círculos espirales y el mareo hasta que entras en el meollo ya ahogado en sudor frío, como un buzo encerrado en su escafrandra y enterrado por todo el océano, en busca a través de la corta mirilla de un tesoro que debe andar por algún lugar del enorme desierto del lecho oceánico. Sí, tienes una vaga idea de donde están los pecios, llevas tanto tiempo estudiando a los peces que casi te han salido branquias y te conoces estas aguas. Pero no te gusta ser tan poca cosa en medio de la enormidad del espacio interior. Te sientes incluso a gusto con menos peso, como dando saltitos por la cara oscura de la Luna, estás absolutamente solo en el reino de lo desconocido y viendo cosas que solo tú puedes ver; y te ocurre lo que describía al principio: el tiempo vuela y el día entero se te pasa en un suspiro, como si estuvieras en una dimensión desconocida, haciendo un viaje a la velocidad de la luz o viendo una película entretenida: sales del cine y resulta que se ha hecho de noche, que el tiempo se ha contraído o ha marchado más lento. Entonces te miras las manos y, si no has encontrado ni siquiera una mísera perla, sabes que tendrás que volver a sumergirte otra vez y que, probablemente, algún día descansarás allí, en esa sepultura donde tanta gente muerta se reúne.

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