miércoles, 21 de mayo de 2014

El ayuno de los perros

Me resisto. Me resisto a escribir. Una parte de mí quiere y otra no y así ha sido siempre sin que una venza a la otra, porque el resultado es un equilibrio de pulso: por cada renglón hay un espacio en blanco y, tras cada palabra, otro.

Por supuesto, hace falta una diferencia de potencial para que cruce la energía hasta el punto final, pero la palabra que más resuena en mi conciencia es "no", el polo negativo. No creo nada, ni siquiera de mí mismo, y eso es muy molesto, incluso para levantarse por las mañanas: exige una reconstrucción perpetua, sin planos y sin manos. Cuando uno se ha vuelto líquido y correoso no puede levantar ninguna ridícula pirámide truncada masónica con sillares o sílabas de agua. Los masones siempre me han parecido ridículos individualmente, no en conjunto, con su mandilito y su mallete y su compás de niño de primaria. Por lo menos hacen obra benéfica, es lo único para lo que valen.

Porque en esto de escribir lo que importa es lo que uno echa fuera, la higiene que hace ver lo hermoso y limpio de la casa. No es raro ver a bellísimas personas que andan taradas y mal envueltas porque han vomitado su diablo a tiempo, antes de dejarlo cuidadosamente empaquetado para regalar a traición. Así es mucha gente: te pueden estrangular con un lacito; el perfecto vecino criminal.

Eso de que cuanto más se conoce a los hombres más se quiere al perro no es misantropía, es bestialismo. Es injusto con los perros, quienes, si se vieran en el caso, te consumirían como alimento espiritual al cabo de una larga ascética de ayuno.

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