miércoles, 23 de julio de 2014

Enfermedades de transmisión textual

El porqué de escribir ha sido siempre materia de discusión aguerrida y aspérrima. Materia oscura, desde luego. En un poema dije: "Escribo para ver si es verdad", actitud que expresaba algo del desconcierto y la enajenación que produce una rama tan frondosa del quehacer. Umberto Eco afirma que la escritura sirve para ordenar la experiencia, pero no indicó si lograba su fin o no; para muchos escritores la anchurosa botella es la alternativa, el lubricante social; para el asexuado Alonso Quijano era la locura; para un profesor de latín muy conocido en nuestros lares, no precisamente indeclinable, sino defectivo y semideponente, un escritor necesita en primer lugar una paranoia de primer orden. Benedetti compiló en un hermoso artículo todas las razones que fue coleccionando a lo largo de los años, y redujo la "alquimia verbal" de Rimbaud a una sola y oximorónica conclusión: "Soledad comunicante". No voy ahora a meterme en camisas de once varas, o, en camisas aún más largas, en camisas de América, donde hasta los kilómetros son más largos y los llaman millas, pero sí incluiré un soneto malo que he compuesto en diez minutos y glosa al llorado uruguayo:

Este palabrerío menos mío
es cada que lo suelto, porque es vuestro
y anida en la oreja que secuestro 
aunque vuelva silencio de vacío.

Otorgáis porque doy mi propio frío,
algo que para todos es siniestro
y provoca temblores si demuestro
que es un mutuo y común escalofrío.

Pero si la palabra surge y bruñe
el color del calor que nos conforta,
no habrá poeta aquí que refunfuñe;

la vida es miserable, ruda y corta;
desde luego nos sobra quien nos gruñe;
el que la hace agradable nos importa.

La tristeza es la más común de las enfermedades de transmisión textual; menores parecen los virus de las erratas, con los que ahora me enfrento al corregir una edición de fábulas para Castalia; son pecata minuta las comunes bacterias de las faltas de ortografía, las inconsecuencias, los anacolutos, los respingos de las frases sin equilibrar y los hipérbatos, los adjetivos imprecisos, los odiados adverbios y demás. Y la retórica, ay la retórica, a la que he dedicado un concurrido portal de internet. "¿Qué no habrá que no perviertan la retórica y la literatura?" exclamaba Francisco Sánchez en su Quod nihil scitur, "Que nada se sabe". Cada vez que escribro me desequilibro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario