martes, 12 de agosto de 2014

Muerte de un cómico

Si siempre acongoja la muerte de alguien, porque estamos unidos a la humanidad, como quería John Donne, el poeta inglés, la de un cómico lo es mucho más. Porque sabe encontrarle la gracia a la vida y hacer durar esa ilusión. Pero que se quite la vida es aún peor, nos deja el escenario vacío, con el verdadero protagonista delante. Como cuando cerramos los ojos y descubrimos donde estamos en realidad. Como dijo otro gran actor antes del tránsito: "Morirse es fácil, la comedia es difícil". Es difícil encontrarse todas las mañanas con el mismo cuerpo que animar, esa marioneta que pende de capilares de pasión y nervios de razón, víctima de los siempre trillados caminos de las rutinas y los apegos, viviendo la fotocopia del mismo día, todavía más borrosa, para la que había que buscar el apoyo de la cocaína y el alcohol, excusas que servían, en su caso, para agostar el brillo asesino del genio: "La cocaína excita a los demás, a mí me frena", decía. Robin Williams. Se cansó de sucedáneos y no encontró otra paz que la perpetua, pero mientras se resistía nos dejó una gran estela de papeles cómicos; incluso le devolvió las ganas de vivir a otro actor, su amigo tetrapléjico, el actor Christopher Reeve, que hacía de Supermán, a quien hizo reír por primera vez desde el accidente que lo baldó. Los humoristas siempre están entre los que gusta recordar, dígalo Yorick; su ejemplo de actores da fuerzas para fingir hasta el final esta representación, aunque envejecer, morir, sea el verdadero argumento de la obra. Debemos aplaudir, como aplaudimos a ese otro compañero que se lleva en el camino, el misionero que ayudaba a enfermos de ébola: también hizo bien por sus semejantes, pero representando una tragedia. Y aplaudir, confortar o amar a la gente que tenemos cerca, si no queremos estar solos cuando llegue el tren. Por ellos hay que seguir.

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