lunes, 13 de octubre de 2014

Sermón del kiosco ardiente

Lo malo de la corrupción es su sostenibilidad. Emana de una fuente tan inagotable como la injusticia y la perpetúa la futilidad de un estado que nunca se logra identificar con la realidad, con lo que la suplanta transformándola en una ficción no quijotil, sino valleingrotesca. La corrupción es una infraestructura y el estado emana de ella como Überbau, porque es su proyección. El estado es eso, una tapadera, el evangelio o, como dicen los protestantes, un Nuevo pacto, más breve que el anterior (el Moderno Testamento no pasará de una docena de párrafos). Y, como el gobierno es solo una ilusión sin ilusiones, si antes uno rezaba plegarias ahora ni le servirán siquiera las instancias. Porque el estado es ahora una religión en que nos vemos con la necesidad (casi siempre económica, pero otras veces de expresión más urgente) de descreer. Y lo que venga a sustituirlo, quizá la dictadura de un antropólogo vegetariano, todavía está lejos de llegar en un planeta donde aún hay lugares en la Edad Media y no hay ya recursos para todos, sino para unos pocos.

Leer la prensa es terminar tan ciego como Jorge de Burgos y deseando prender fuego a todo el ordenador, ahora kiosco (ojo, que se escribe así). Y no porque la prensa se ría de lo más sagrado, sino porque lo más sagrado se ríe de mí, de usted, de todos, a través de la prensa. Esta solo se limita a apretar el zapato malo de la realidad. No sirve para pensar, ni tampoco para encontrar salida. En su fragmentarismo, funciona como un pleonasmo que resalta el ahogo de las circunstancias, las condiciones y si acaso las causas; no la salida de las consecuencias, las complicaciones y los fines. Estas subordinadas, tan poco adverbiales, abundan poco en su destejido texto, desperdigado e inconexo. 

La opinión debía encauzarse en soluciones y reunir, con una argamasa de coyunturas futuribles, el armazón que falta para dar consistencia al futuro. Pero flotamos en una balsa de instituciones económicas generalistas, escogidas indirectamente de forma nunca democrática, al avío de los vientos de especulación, y cualquier tormenta nos hunde, sin que nos sirva no ya patalear, sino ni siquiera nadar, para llegar a una orilla, cuanto más a un otro mundo. Cuando nos embarcamos pensábamos en otro destino.

Como bien sabemos los profesores de lengua, lo último que se aprende, lo más difícil de averiguar, son las consecuencias, las complicaciones y los fines, no las circunstancias, las causas y las condiciones, que son siempre los argumentos que esgrimen los alumnos y los políticos malos para no haber hecho los deberes. De hecho, se va al trullo por causas, porque por soluciones solo se va al gobierno, a enriquecerse. Como en esta seguidilla que os regalo:

Para no hacer las cosas
siempre hay razones;
para poder hacerlas,
solo cojones. 

Algo procura proponer la prensa de la entretela o cibernética, a pesar de la batiburricie de iracundos donde solo sobrevive el psicópata más enterado; pero la prensa papelera lo único que pone es la mano, como los monos del zoo. Uno querría ver ideas, ya incluso más escasas que la honradez, y menos opiniones: son como el culo, todo el mundo tiene una. Algo mejor son los duelos high noon, pero lo único que termina uno haciendo, ya lo digo, es tirar la estrella a Podemos, porque lo único que quiere la gente es que deje de juntarse el capital en tan pocos y que, en vez de ello, se junte el personal humano para trabajar y repartir aunque sea la miseria. Pero siempre faltan los mismos, los que más salen en la tele y sus amigos los bancos, que se han comido todas nuestras cajas de ahorros, pero no nuestras ganas de recuperarlos.

Que un monje cualquiera queme una iglesia del saber o biblioteca donde se rinde tributo a la diosa Razón sin que por ello se le pierda el respeto a la Fe e incluso otros diosecillos menores, es algo relativamente frecuente en tierras aspérrimas y celtíberas cual estas, e incluso en Calzada de Calatrava, y si se quema un kiosco, creo yo que hasta me absolverían los filósofos y el propio Guillermo de Baskerville, quien era partidario de dejar los hechos pelados a navaja de Occam. Yo propondría quemar bancos, ahora que sabemos que, como quería el cantautor uruguayo Quintín Cabrera, que hoy sería bolivariano, 

Hay quien asalta los bancos
y hay quien los roba allá dentro

Pero hacer eso contravendría el primer mandamiento de la Ley económica mundial, que no rompe sus tablas por nada, ya que siempre han adorado al becerro. Dentro del de Falaris los metía yo. Como me detestan, los destexto, pues no hay nadie que destete a tantos mamones.

Algo podrían hacer los jóvenes, los Adso de Melk. Ingmar Bergman, en La linterna mágica, decía que lo único que envidiaba de la juventud era el entusiasmo, combustible que la mayor parte de los atacados por los años ha gastado no solo en batallitas, sino también en una feroz guerra de trincheras. Juntar viejos y jóvenes siempre dio fruto y mereció la pena: aquellos previenen los errores bisoños y estos les comunican su energía volviéndolos fértiles de nuevo, a la agronómica manera de una vid injertada. Esa fue la fórmula que tantas glorias dio a las universidades europeas: sumar al carcamal más vetusto el más rebelde retoño hijo del tiempo. Pero la sociedad actual desprecia por igual a los viejos y a los jóvenes. A los primeros los retira, acalla y margina. A los segundos los adocena, los deprime y por último los mete en la tumba del paro hasta que los ha convertido en algo peor que unos viejos, unos viejos sin pensión, para que mueran. Es increíble cómo se vende el estereotipo del nini en esa obscena publicidad, que todavía se encuentra más al margen de la realidad que el gobierno, que ya es decir. Incluso puede engañar mejor: el entusiasmo, la energía y el infantilismo se venden mejor que la paciencia, el método y el orden. Uno, que continúa siendo un bruto pese a la edad, ha envidiado más de una vez a los viejos, porque gracias a su orden han podido obtener los mismos resultados que yo, pero gastando menos energía. Es lo bueno que tiene la experiencia: cometes menos errores y te dispersas menos, mientras quiera Alois Alzhéimer.

Los viejos ven volver todo una vez y otra. Por ejemplo, el siglo XIX. En una Ciudad Real como esta se proclamó la "República Iberiana"  (de que se espantaba con horror el periodista manchego Agustín de Castro presagiando la horrible tiranía de los "mamones, caparrotas, cuácaros, lameplatos y ceposquedos", pues estos y otros graciosos nombres daba a los liberales en su Atalaya de la Mancha). Uno preferiría algo menos autóctono que una asquerosa Constitución de Cádiz, por ejemplo  la Carta de Mandén, que ni siquiera tuvo en cuenta en su tesis sobre constitucionalismo africano el señor Herrero de Miñón, una de las momias padres de la carta otorgada que nos sojuzga, que un jurista tan eminente como Karl Loewenstein llamaría constitución semántica. La Carta de Mandén se redactaba cuando todavía andábamos en Cruzadas; tardamos cinco siglos en llegar a lo mismo y formular unos derechos humanos que ya había suscrito Sundiata, emperador de Mali. Pero no voy a predicar aquí tampoco la moral ubuntu del bantú Mandela, porque seguro que más de uno ya se ha reído bastante con lo que vengo diciendo; nuestros africanos no son negros, aunque gasten tarjeta negra.

Después de todo, es lógico que los neofranquistas de pepoe, sindicatos, bancos y demás mamosos roben la iniciativa al pueblo de elegir su destino. Después de todo, ya le han robado todo lo demás. El sha Rajoy, que presume ahora de cien mil empleos (algo a lo que no llega la decena larga que asume su emperatriz Soraya) no quiere romper las tablas de la Constitución, porque sigue adorando al becerro alemán. Está muy tranquilo, porque sabe que el tiempo y unas elecciones locales bastarán para desinflar a un ayatola trotkista inteligente como Pablito, con más retórica que Lausberg y Perelman juntos. ¿Y Pedrín? Perdido.

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