lunes, 20 de octubre de 2014

Viejo en esta plaza

El encomio ajeno se vende a precio de oro en estos tiempos en que la voluntad general se ha vuelto tan exigente. No he visto mejor análisis del asunto que el Abel Sánchez de Miguel de Unamuno, que reduce el vicio a un arte y la virtud a una ciencia. Coincidiría en decir que la envidia es el defecto capital del español. Aquí, en esta tierra, y en especial en la del bachiller Sansón Carrasco, se envidia incluso hasta lo malo, hasta la locura, hasta el sufrimiento se envidia. Cervantes bien que lo sabía, y al respecto compuso el célebre El curioso impertinente en su primer Quijote. Un hombre feliz no logra creérselo porque necesita la envidia para poder sentirse vivo, aunque tal cosa le cueste la muerte. Hay gente así: necesita sufrir para vivir, porque se ha pasado la vida sufriendo y ya no sabe vivir, no reconoce la vida aunque la haya alcanzado al fin. En consecuencia, está ya muerta, aunque el protagonista se muera de verdad al quedarse sin honor, sin dignidad y sin autoestima. ¿Por qué tiene que avergonzarse uno de ser uno mismo y de hacer aquello que le gusta hacer y que hace bien? ¿Y por qué se le tiene que negar el derecho al elogio que exige la franqueza? ¿La sociedad no puede vivir sin mentira ni competencia?¿Por qué se mira siempre a lo malo y no a lo bueno?

Cualquiera que se apreste a hacer un acto público (sin sacrificar ningún becerro) ha de esperar sin duda más un baño de ingratitudes que de multitudes, y si alguna multitud se congrega en alabanza, será porque hay interesados en sí mismos, pues sólo lo que redunda en propio beneficio es lo que interesa "en general"; un trozo del becerro, adecuadamente cocinado con especias. De ahí las grandes cenas: si uno no puede merendarse un buen plato, tendría que merendarse a su vecino. Los dientes necesitan despedazar algo.

Por eso se elogia siempre a los que sostienen la cara más sonriente; los que enseñan más los dientes son los más poderosos del rebaño, los que más pueden morder y dirigir la caza. Los que sufren son, como quiere Walking dead, "ganado", no "carniceros": unos insociables que nos quieren contagiar la lepra. Los que se preocupan de pequeñas cosas han de verse quedar en nada y pasar a los anales de la insignificancia, los pobres, luchando a brazo partido por perder en las eliminatorias o semifinales de la muerte. Son eso, perturbados que van por sendas poco trilladas y en el campo buscan más los cardamomos que las amapolas. Los perdedores en el campo de Agramante del nihilismo. Otros, sin embargo, reciben el tratamiento conveniente para las patologías de su cargo; son delegados del infierno en la región y se relamen las prebendas con gusto. Los que investigan la miseria al pormenor solo quieren sentirse acompañados y comprendidos por aquellos que estudian en su mismo campo o comparten similares aficiones, porque se estudian a ellos mismos. Quieren compartir lo que han descubierto, ese pedacito de verdad que tanto les ha costado desenterrar y del que se sienten legítimamente satisfechos. Pero eso es mucha vanidad, hay que ponerse a cultivar margaritas con una blanca dentadura de pétalos para que se las coman los de siempre.

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