sábado, 1 de noviembre de 2014

El narcisismo como signo de incompetencia

El historiador, periodista y sociólogo canadiense Malcolm Gladwell atribuye gran parte de los males de la política a la mala evaluación del talento que provoca un sistema como el actual para escoger dirigentes. En primer lugar, no los forma, sino que los elige ya hechos y con mucha probabilidad corruptos por su deseo de diferenciarse. Nunca se ha pretendido elegir al más capaz, sino al más, por así decirlo, sinvergüenza. Al narcisista no se le mira el currículo, sino solo el contorno, la silueta, el traje de pequeño Nicolás; de ahí, por ejemplo, que la mayoría de las diputadas de grandes partidos sean rubias y que alguna incluso responda al prototipo rubiatontil. Los políticos son dos veces personas (persona significa máscara en latín) y más que personas, caretas. Asumen un ego sobrecrecido y sobrecogedor y encima están encantados de haberse conocido y quieren más, más, más, como un catalán cualquiera. 

Desde hace poco se conoce que los peores psicópatas son los narcisistas; no sienten empatía, no se ponen en el lugar de los demás y quieren que todos se pongan en el suyo; la simpatía para ellos es un útil que sirve para sobrevivir camuflados como el cazador en el pantano, haciendo sonar el reclamo asesino de la consigna de su secta, como ese socialista francés que era incapaz de ver a una mujer sin sentir ganas de aliviarse cazándola a escopeta tiesa. Esto, a uno como yo, que lleva estudiando el problema social de la gilipollez (o tonticie orgullosa de sí misma) desde hace mucho tiempo, y que tiene inédito un ensayo sobre el asunto que no se atreve a publicar por miedo a que le llamen gilipollas, las teoréticas del canadiense le parecen muy dignas de tener en cuenta no solo cuando se va a elegir cualquier jefe, sino cuando se vota cualquier cosa. 

Desde luego, una cierta psicopatía es buena para gobernar, aunque la palabra adecuada para nombrar a esa virtud, que lo es, es la frialdad o crueldad calculada; se trata del arte de no dejarse llevar por las pasiones y los sentimientos segregacionistas propios o ajenos. Maquiavelo sabía que la crueldad calculada era el atributo de un buen gobierno: evitar, cuando no había otro remedio, el mal mayor con el menor. Y, sin embargo, se declaraba por la utopía republicana si prescindía de esa misma frialdad y se arrimaba a sus sentimientos. Describir sin pasión la política que se ejercía en su tiempo no empecía que la desaprobase en lo moral; lo que ocurre es que no sabía cómo llegar al gobierno justo y cabal cuya única aproximación imperfecta, hasta ahora, hemos ido llamando democracia.

Si los políticos españoles se inflan a cargos no solo es por delirios de grandeza, sino para que nadie les haga sombra en sus proximidades. Este beneficio repercute además en sus atestadísimos bolsillos visibles (los invisibles hay que descubrirlos poco a poco, con la ayuda de Dios y unos pocos jueces). Por eso las juventudes de los partidos envejecen irremisiblemente en sus gettos hasta que los echan por protestar. Resulta que estos individuos, que se devoran a sí mismos, como los uróboros, no enflaquecen con ese desgaste, antes bien, desbordan carnes glotonas y chorrean lenta incompetencia cerril alcanzando la vacua esfericidad de la burbuja pestífera y corrupta.

Los egomaniacos no se sostienen solos: necesitan cánticos gozosos y una larga corte de lameculos empalagados que, como pequeñines nicolases, les sirvan de aislante ante la grotesca y sucísima realidad del espejito mágico en que no se reconocen, como sí lo hacen los animales inteligentes, incluidos delfines, elefantes y bonobos. Mientras otros les sacan la basura, ellos se pintan las uñas con que arrancan del presupuesto colectivo nuevas preseas, y se lamen las prebendas y tarjetas opacas con lujuria digna de mejor causa. Porque, aunque muy bien pagados de sí mismos, quieren que sean otros los que paguen, y, desde luego, no con su dinero, que se halla oculto debajo de una piedra, o más bien unos Alpes suizos, junto con las sabandijas del opio, los escorpiones del oro defraudado y la ponzoña de la prostitución, la extorsión y otros crímenes. Dicen los jueces que hay "organizaciones criminales" (sic) en los partidos políticos que nos gobiernan. ¿Ahora se dan cuenta? ¿Por qué ahora y no antes? Eso es mucho más grave aún. Tan grave que exige, por lo menos, no ya una dimisión, sino un cambio en la forma de gobierno y nuevas leyes emanadas de una nueva constitución.

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