miércoles, 31 de diciembre de 2014

La Mancha en 1845 para el viajero y escritor ruso Vasily Petrovich Potkin

Tras la pequeña ciudad de Ocaña la naturaleza ofrece cambios: estamos en La Mancha. Esta triste provincia consiste en su totalidad en llanuras de nada: sin  agua, sin colinas, sin árboles. El ojo peregrina libremente en la distancia sin encontrar nada más que tierra rojigrís y azul cielo despejado; justo al sur, como una niebla espesa, se columbra en este desierto Sierra Morena; de vez en cuando, a dos o tres horas de distancia, se contemplan aldeas fuera del camino. No hay rejas para la soledad: en los bordes de la carretera no hay siquiera arbustos o hierba. ¡No sé qué qué pueda haber en el mundo más triste que este desierto! Imagínense un silencio de muerte bajo el brillo deslumbrante de un sol flamígero que agrieta la tierra pelada. Es realmente un desierto, solo que más prosaico: sin África, sin arena de mar, sin fuerte viento. Aquí y allá, a través de aldeas tejadas de arcilla y con casas de tapial y polvoriento ladrillo, rara vez se vislumbra otra cosa que pequeñas arboledas de olivar y viña pronto sustituidas por el campo desolado y yermo. A las personas les afecta esta grave naturaleza: el habitante de La Mancha, como no tiene nada que esperar de su trabajo en ámbito tan estólido y pobre, nace vagabundo. A cada pueblo lo rodea muchedumbre de niños entrenada en la mendicidad, envueltos en harapos y casi desnudos sean pequeños o mayores. Todo es mendigar en manchegos de aspecto frágil y depauperado; la ropa más frecuente es de un pardo oscuro, siempre con un chaleco largo remendado, pantalones cortos y botas largas gastadas. 

Fuera de esto, la gente de La Mancha posee muy mala reputación: tienen fama de salteadores, rateros, estafadores, contrabandistas y, sobre todo, de matar a los viajeros solitarios, a diferencia de aquellos hidalgos arruinados y cuatreros que solo robaban y mataban por necesidad. Por cierto os digo que en la última guerra carlista casi toda la pandilla que asaltaba los caminos era de manchegos. ¡Ah! Se me olvidó decir que el vino de La Mancha en España goza de gran fama, sobre todo el viñedo cultivado en torno a la localidad de Valdepeñas. No es como la mayoría de los vinos españoles: es espeso y agradable, el único en España que se puede beber en mesa sin aguarlo. ¡Y no huele a cuero cuando se empina el codo para arriba!

     Pero la gran fama de la Mancha proviene de su inmortal Don Quijote. En este triste país nació y murió el Caballero de la Triste Figura e hizo sus famosas hazañas caballerescas; la gente todavía te muestra los lugares donde acaecieron. A pocos kilómetros de la localidad de Quintanar de la Orden me mostraron El Toboso, lugar de Dulcinea, y luego la venta donde fue nombrado caballero Don Quijote. ¡La gente común incluso cree en la existencia real de Don Quijote! Pregunté a un chico en este mismo pueblo:

-¿Has oído hablar de Don Quijote?

-Sí, señor, era un cabalero manchego muy valiente.

-¿Cuánto tiempo hace que vivió?

-Hará más de mil años.

El propietario de un ventorrillo donde paramos a tomar agua me dijo con orgullo que en su casa se quedó dormido Don Quijote.

Toda La Mancha andaba revuelta por historias sobre el robo a una diligencia hacía pocos días. Causaba escándalo no el robo en sí, algo bastante corriente, sino que los ladrones comenzaron su ataque disparando los trabucos contra los compartimentos de la diligencia. Afortunadamente la carga fue a parar toda bajo la ventana. Oímos hablar por primera vez sobre esto en Ocaña y, de repente, todos los rostros adquirieron una mirada preocupada. Como yo ya había decidido, solo por el placer de reunirme con los ladrones, pagar trescientos francos, esperaba a la diligencia no con agrado, sino como el público que espera tras un telón la nueva y emocionante obra.

   Fuera de algunos lugares de la costa y partes de las provincias del Norte y de Andalucía, en España la tierra es de carácter sombrío, duro y árido: montañas rocosas y peladas, campo desierto. Si en alguna parte de ella hay árboles, los agacha en cuclillas el calor y la sequía, pobres. Existe un silencio de muerte en medio de los campos vacíos; ni el canto de los pájaros se oye; sí hay algunas águilas y buitres que se ven por el cielo volando entre las montañas. Los ojos desolados y quemados sólo ocasionalmente se reúnen. La mayor parte son pequeñas aldeas pobres; las torres y murallas de las fortificaciones que dejaron los árabes, o las antiguas guerras intestinas, se desmoronan. La Mancha despierta una ardiente y apasionada melancolía; a veces te encuentras pastores con su manada silvestre o apoyados sobre el cayado, el trabuco o el pistolón. Lo más común son desocupados perezosos y miradas indiferentes en un camino donde uno se cruza raramente con gallinas o mulas o puestos cargados de mercancías para cuya defensa los propietarios se hallan sedentes con sus armas, o un hidalgo viajero a caballo con la escopeta y la inseparable pistola; fuera de estos raros encuentros, el mismo cálido cielo brillante y azul, la misma estepa y carretera vacías.

Sin embargo, estas mismas razones hacen cada respiro individual muy interesante; durante el verano todo este pueblo errabundo que no quiere viajar bajo el fuego se para en una venta cualquiera y esta toma un aspecto muy pintoresco y animado. Traen mulas y caballos a los establos, que suelen estar situados bajo el mismo largo umbral de la entrada. Ya he dicho que en España cada provincia tiene su propio traje ¡y aquí hay cuarenta provincias! ¿Te imaginas lo que es un baile de máscaras reunido en una posada?

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