sábado, 16 de mayo de 2015

Blade runner en el siglo XV

En El jardin de las delicias, más en concreto en el pasaje "Infierno del músico" de Hieronimus Bosch, ya está todo Blade runner, ese tratado miltoniano de Teología. Por demás,

"¿Le gusta nuestro búho?" (Rachael)

"¿Es artificial?" (Deckard)

"Naturalmente" (Rachael)



La atmósfera de Bosch, y su teología amaurista, es el nudo germinal, a mi juicio, de la estética y parte de la temática de Blade runner, junto con la paranoia del visionario Philip K. Dick; desde luego, la imaginería visual de Ridley Scott es opulenta y llena de citas, pero la película desborda también estos planteamientos: es además una de las mejores historias de amor y se encuentra en el estado de gracia permanente que hace de la obra de arte una maravilla absoluta: se llama quid divinum; otros lo llaman poesía. Intenté definirlo hace años, algo imposible, porque una de sus propiedades (aparte de no repetirse nunca y causar cohesión social) es la de generar una glosa infinita.

Por lo general, la poesía es terreno vedado para la cinematografía: habla en serio; se pueden contar con los dedos de una mano las veces que la ronda: La noche del cazador, de Charles Laughton; El séptimo sello, de Ingmar Bergman; tal vez El fantasma y la señora Muir de Joseph Mankiewicz o La commare seca de Bertolucci. Es más fácil hallar momentos aislados que películas enteras poseídas por el don; pero tenemos Blade runner.

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