lunes, 28 de septiembre de 2015

Saer, Deudas con el Quijote

Juan José Saer, "Nuevas deudas con el 'Quijote'", en El País, 19 ABR 2003:

Desde su aparición en 1605, la influencia del Quijote en la narrativa occidental (para limitarnos a Occidente y al género narrativo) ha sido cada vez más importante y podría decirse que, a partir sobre todo del siglo XVIII, fue ganando cada día un poco más de actualidad. Los más grandes nombres de la creación novelística posteriores a Cervantes se confiesan deudores de ese texto inagotable. Muchos personajes célebres de la ficción moderna tienen rasgos comunes con don Quijote: Madame Bovary, ciertos héroes dostoievskianos como el príncipe Mishkin o Aliocha Karamazov, los protagonistas de El proceso y El castillo, de Kafka; Lord Jim, de Conrad, pero también hay un Quijote en cada una de las novelas de Faulkner, que una vez declaró: "Leo el Quijote todos los años, como otros leen la Biblia". La psicología y el comportamiento de Philip Marlowe, el célebre detective privado creado por Raymond Chandler, serían incomprensibles sin tener en cuenta uno de los aportes fundamentales de Cervantes a la narrativa moderna: la moral del fracaso.

El mito es simplista y edificante; la novela, compleja y, al mismo tiempo, compasiva y cruel
Esa moral del fracaso constituye el golpe de gracia que el Quijote asesta a los valores de la epopeya, arrumbando definitivamente el género en el pasado. Lo que Adorno llama "la ingenuidad épica", o sea la irreflexiva inconciencia con que el héroe de la epopeya se arroja al mar de los acontecimientos para obtener la realización de un objetivo definido, pierde toda vigencia a partir del Quijote, donde no únicamente los objetivos del Caballero Andante son vagos o irrealizables, sino donde también los acontecimientos son de condición incierta, puesto que tienen para el héroe un sentido diferente del que tienen para los otros personajes, para el autor y para los lectores (por ejemplo, los molinos de viento son gigantes únicamente para don Quijote y siguen siendo vulgares molinos para todos los demás). A diferencia del héroe épico, que espera un progreso como resultado de sus aventuras, y que gana terreno, en muchos planos diferentes, a medida que esas aventuras se producen, don Quijote se encuentra al final de cada una de las suyas en el mismo lugar, defraudado e incluso malherido, física y moralmente, y sin embargo, aun habiendo anticipado vagamente su fracaso, decide continuar sus aventuras. Tal es la moral del fracaso que inaugura Don Quijote de La Mancha, y que está presente en la casi totalidad de la narrativa occidental moderna.

Sterne y Flaubert, Dostoievski y Kafka, Faulkner y John Dos Passos, Chandler y Borges, e incluso Thomas Mann, que una noche, en un barco que lo llevaba a Nueva York, soñó a don Quijote con los rasgos de Nietzsche-Zaratustra, hicieron suya esa inestimable lección de Cervantes. Pero otros aportes originales del Quijote han dejado también sus huellas en la narrativa ulterior. Por primera vez, la autonomía de la ficción aparece afirmada, con una discreta alusión, en el comienzo mismo del libro. La célebre primera frase: "En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme", puede ser interpretada en por lo menos tres sentidos diferentes: la fórmula no quiero acordarme, puede leerse también como no puedo acordarme, lo cual le resta importancia al lugar preciso donde los hechos ocurrieron, introduciendo de ese modo la tipicidad propia de los hechos de todo relato realista, de modo que cualquier lugar de que se trate vale para todos los otros lugares similares que ese lugar representa; pero si interpretamos literalmente el no quiero acordarme, es porque se trata de un lugar preciso que debe mantenerse secreto para que el lector no lo identifique, así como tampoco a los acontecimientos y a las personas de que se habla en el relato; y, por último, en paradójica contradicción con el sentido anterior, el no querer acordarse sugiere que importa poco cuál es ese lugar, puesto que la ficción debe preservar siempre su autonomía respecto de su referente, creando un mundo propio que no se limita a ser la copia del que supuestamente existe fuera del texto. Por otra parte, la elección de La Mancha como escenario para la novela, supone también cierta burla de la epopeya, porque La Mancha, en las intenciones de Cervantes, es el lugar más pobre y menos prestigioso que pudo encontrar, en oposición a los lugares legendarios de que provienen los héroes de las novelas de caballerías, que son el último avatar, ya un poco simplificado, del género épico.

Estos grandes hallazgos del Quijote, moral del fracaso y autonomía de la ficción, representan únicamente dos de los muchos aportes del libro a la narrativa. Podría señalarse también la superposición de un mundo ideal a un tratamiento realista de la materia ficticia, ya que el héroe vive en dos mundos a la vez, lo que volvemos a encontrar en el siglo XX en el Ulises de Joyce, donde cada uno de los capítulos del libro, minuciosamente realista, sigue el esquema ideal de un canto de la Odisea, construcción que, en definitiva, también constituye un desmantelamiento de la epopeya. Pero la crítica ha puesto asimismo de relieve el paralelo que puede hacerse entre el Quijote y ciertos relatos de Kafka, a partir de la misma imposibilidad en que se encuentran los personajes de progresar hacia un objetivo que es a la vez incierto e inalcanzable. Y si en Joyce encontramos rarísimas alusiones al Quijote, en los diarios y en los relatos de Kafka las referencias son abundantes.

Aunque las figuras de don Quijote

y Sancho se han vuelto no solamente universales sino también populares, a la manera de otros arquetipos literarios, como el binomio Sherlock Holmes/Watson, o el monstruo creado por el Dr. Frankestein que termina apropiándose del nombre de su creador, o el personaje doble que encarna en su persona el Bien y el Mal (Dr. Jekyll y Mr. Hyde), lo que diferencia a Don Quijote de La Mancha de esos mitos modernos, exceptuando quizá la novela de Mary Shelley, es la superioridad del texto literario a la versión estilizada del mito. La creación de un mito no es el objetivo principal de una obra literaria, sino la plenitud del goce intelectual, sensual y emocional que nos depara su lectura. También en ese sentido el texto del Quijote es ejemplar. La novela es infinitamente más rica que los arquetipos que segrega: el dúo don Quijote-Sancho es groseramente contrastado en el mito, pero sutilmente matizado en el texto; el mito, con la supuesta claridad de sus figuras, es imprudentemente afirmativo, en tanto que el texto, en su enmarañada minucia, suscita, al mismo tiempo que la imprescindible exaltación, dudas e interrogaciones; a diferencia del libro, el mito, que creemos conocer de una vez y para siempre, nos dispensa de la reflexión y de la relectura. El mito es simplista y edificante; la novela, compleja y al mismo tiempo compasiva y cruel.

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