domingo, 13 de marzo de 2016

Fantasmas de Ciudad Real


Entre los libros heterodoxos publicados en La Mancha en el siglo XIX me topé con uno que no había sido reseñado por nadie. Controversias religiosas, filosóficas y científicas coleccionadas por una Sociedad amante de la Ilustración y del progreso humano (Ciudad Real: imprenta privada de la Sociedad, 1873). Por el título y el año me hice incluso algunas ilusiones... ¡una "sociedad amante de la Ilustración y del progreso humano"! ¡Y en Ciudad Real! ¡En plena Primera República!

Y era cuestión de bulto: trescientas páginas de primer tomo y la "amenaza" de un segundo. Hablar de esas cosas (sin nihil obstat o permiso clerico-frailuno) solo era posible en unos tiempos en que España podía soñar (sueños son, incluso ahora) con alguna democracia al margen de militares de cualquier sesgo, incluidos monarcas de genética dudosa (hay motivos más que suficientes para pensar que los Borbones se extinguieron en 1819 y el trono de España lo ocupa una rama bastarda sin legitimidad ni honra). Tras algunas inquisiciones vine a averiguar que el único ejemplar conocido estaba en Sevilla. Y vino la desilusión: probablemente había sido escrito por el espiritista y filósofo aficionado Manuel González Soriano (1836-1885), un jefe de telégrafos nacido en Cartagena que se encontraba en Ciudad Real expulsado de su puesto en Andújar a causa de las intrigas de las fuerzas reaccionarias giennenses, encabezadas por la Iglesia soi-disant católica. En este y en otros libros este personaje, integérrimo al parecer, había intentado llegar a una especie de síntesis imposible entre el Krausismo y el Espiritismo que pregonaba su papa francés Allan Kardec.

González Soriano estuvo nada más que siete años en Ciudad Real: entre 1869 y 1876, siendo escarnecido por la ortodoxia manchega y otros tipos de ignorancia, por si no tuviera bastante con la suya, hasta el punto de no poder encontrar siquiera casa donde hospedarse. Para poder mantener a una familia compuesta por su mujer y prole, su madre y una tía suya a las que había acogido como un buen hijo, tuvo que ganarse un dinero extra estableciendo un estudio fotográfico, algo que puede interesar tal vez a los historiadores de  la fotografía en Ciudad Real como Isidro Sánchez. Pero nadie venía a retratarse porque… ¡olía a azufre! El olor del demonio, como habían pregonado los curillas católicos. Así lo cuenta en una carta que ha llegado hasta nosotros.

La Europa protestante del norte era mucho menos analfabeta que la del sur, entre la que por supuesto se encontraba España. Lutero exigía que se aprendiera a leer y escribir para poder interpretar directa y personalmente la palabra de Dios en la Biblia, ya que cada cual era su propio sacerdote. Además había que cantar la himnografía sacra de que tan espléndidas orquestaciones nos ha dejado Bach en sus Pasiones. De poder leer dependía, nada menos, que la salvación del alma. Así que la instrucción elemental se tomaba muy en serio a las orillas del Báltico y desde luego mucho más que en las del Mediterráneo. Aquí costó "Dios y ayuda" poder traducir los evangelios a la lengua vulgar y aun cuando se hizo fue en una versión bilingüe, con notas y tan hermosamente ilustrada con grabados coloreados a mano que los pobres no podían siquiera soñar en comprarla, cuanto más leerla, si es que habían podido aprender a juntar letras con maestros muertos de hambre que, en general, eran sacristanes que solo enseñaban las oraciones. Por el contrario, en el norte de Europa las sociedades bíblicas daban gratis los evangelios a quien no los podían sufragar e incluso establecían escuelas para aprender a leer y escribir, como hizo el gran Federico Fliedner, hijo de Teodoro, el fundador de las enfermeras Diaconisas, en La Mancha (y más en concreto en el cantón de Camuñas, donde todavía subsiste un buen grupo de evangélicos). Es más, llevaron la palabra sagrada a aquellas ovejas de mal pelaje a las que los curas ni siquiera soñaban en arrimarse: a los gitanos, traduciendo los evangelios al dialecto caló español, como hicieron George Borrow y otros. Era una España mantenida en la ignorancia por curas tan cerriles como el carlista manchego cardenal Monescillo, cuya mediocridad intelectual no deja de asombrarme todavía hoy (las diez necias notitas a su traducción de Bouvier). Para Monescillo no había otra lectura posible para las clases populares que el catecismo. Y, como es natural, las creencias espiritistas de doña Helena Petrovna Blavatski y Alan Kardek eran solo una emanación bien azufrada del infierno. Pero se habían difundido mucho (eran algo así como  la New Age de ahora, que es la secta que más teme la Iglesia, según leo en sus documentos especializados)

El pobrecillo Manuel González Soriano se había peleado en los papeles con los padres Arévalo, Díaz y el Magistral de Córdoba; pero de sus trifulcas manchegas nada sabemos por el momento; el caso es que en 1876 y a petición propia fue trasladado a Manzanares, donde permaneció trece meses sufriendo el mismo desprecio y aislamiento hasta que, por conveniencia familiar, consiguió volver a Andújar. Más traslados tuvo que sufrir por una u otra razón: a Jaén, a Motril, a Linares, a Vilches y a Andújar otra vez, donde por fin, como decían los de su secta, "desencarnó" en 1885, dos años después de que el gran periodista y librepensador manchego de Almadenejos Fernando Lozano Montes fundara en Madrid uno de los más importantes órganos de expresión del pensamiento democrático, Las Dominicales del Libre Pensamiento (1883-1909), de lo que podemos estar justamente orgullosos.

Aperciban que la Iglesia Católica no tiene doctrina sobre los fantasmas y rehúye el tema con todo lo que puede. Es natural: adora a un fantasma llamado Cristo que se ha aparecido unas pocas veces, y sigue a unos mediums llamados santos y a unos chamanes llamados curas a secas. Tratar el tema de las apariciones profanas (distintas a las hierofanías o apariciones sagradas, como las llama el antropólogo cultural Mircea Elíade) pone los pelos de punta a toda su teología. Un exorcista y demonólogo solvente, el padre José Antonio Fortea, trató el tema en una parte de su tesis doctoral, pero tuvo que publicarla aparte precisamente por eso: porque la Iglesia no se pronuncia ni piensa pronunciarse sobre esa materia. Da igual que la gente vea fantasmas en experiencias más allá de la muerte, da igual que los católicos crean en milagros y apariciones religiosas y las celebren en Semana Santa. La obra del padre Fortea se titula Tratado sobre las almas errantes. Yo la he leído y es muy interesante. Ya lo ven: creemos en que Jesús vivió después de la muerte y se apareció como un fantasma, pero no podemos creer en fantasmas de otro pelaje. Después de todo, hasta el demonio se puede aparecer. Qué digo, hasta Rajoy, que es un plasmao.

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