martes, 21 de junio de 2016

El Ateneo toledano de 1838

Rafael del Cerro Malagón, "El Ateneo Toledano en 1838" en Abc de Toledo, 23-V-2016:

La inauguración contó con la presencia del jefe político, el ilustre protector y una audiencia «no muy numerosa», en la sala capitular «del insigne Colegio de Santa Catalina V. y M., Universidad de esta Ciudad»

León Carbonero y Sol (Villatobas 1812-Madrid 1902) presidente y fundador del Ateneo de Toledo; Vizconde Palazuelos, alcalde de Toledo entre 1846 y 1848 y Sixto Ramón Parro, abogado, profesor, historiador y alcalde de Toledo entre 1848 y 1850 (Archivo Municipal de Toledo)

En junio de 1837, la regente María Cristina sancionaba una Constitución de matiz progresista mientras que el carlismo mantenía una rebelión generalizada que resistiría hasta 1840, ya solo, en el Maestrazgo. En nuestra región operaron agrupaciones carlistas que, para el Gobierno, eran cuadrillas facciosas, asaltantes de pueblos, bienes o personas, cuyos miembros, al ser detenidos, solían ajusticiarse públicamente. En Toledo, en 1838, se declaró el estado de sitio ante los avances de algunas partidas, como la de Jara -que bajó hasta los cigarrales-, además de verse cuerdas de presos, marchas de tropas, detenciones de clérigos carlistas, fusilamientos y ejecuciones a garrote en San Lázaro, el Tránsito o Zocodover. En aquel difícil año, en la ciudad, considerablemente mutilada desde la francesada de 1808 y con muchos cenobios ya vacíos por las recientes leyes desamortizadoras, residían poco más de 14.000 vecinos.

Sin embargo, sorprende que por entonces tratasen de funcionar dos iniciativas alejadas de aquellos conflictos: un foro de debate científico, o Ateneo, y la reactivación de la Sociedad Económica de Amigos del País de Toledo, fundada en 1776. Esta última, con el respaldo de 136 miembros vinculados a las instituciones locales, el comercio o la industria, actualizaba sus estatutos y se ratificaba en mejorar las fuentes de riqueza disponibles y elevar la instrucción de la ciudadanía, destacando especialmente la labor que efectuó Sixto Ramón Parro, en el cargo de presidente, desde 1839.

Así pues, en tanto que la «Económica» se encauzaba hacia sus metas, otro grupo de personas, con menor número de participantes, pero deseosas de hacerse oír, gestaban un ateneo, lo que se daba a conocer el 29 de mayo de 1838 en el Boletín Oficial de Toledo. El texto revela que ya existían algunos jóvenes afanosos de cultivar el saber y comunicar sus conocimientos, pero que carecían del apoyo suficiente para abrirse al público como «asociación literaria», por lo que buscaron la ayuda de una «persona notable»: Jerónimo Hierro Rojas y Roble, vizconde Palazuelos, que ocuparía la alcaldía de Toledo entre 1846 y 1848. Al verse atendidos por este prohombre le nombraron «Protector del Ateneo de Toledo», lo que les facilitaba crear una entidad como las ya implantadas en otras ciudades -por ejemplo en Madrid, desde 1835- para adentrase en la «ilustración en las bellas artes y en algunas ramas de las ciencias».

Según el organigrama que salía a la luz, como presidente y fundador, aparecía el licenciado León Carbonero y Sol (1812-1902), junto con cuatro consiliarios -Isidro Ruiz Albornoz, Jesús Rodríguez, Nicolás Magán y Juan González-, el secretario Carlos Bécker y, como vicesecretario, José Sáez. Se mencionaban las nueve cátedras que funcionarían en torno a la Religión, la Literatura, la Filosofía, la Oratoria, la Historia y el Derecho, siendo dirigidas por varios miembros orgánicos, además de Sixto Ramón Parro o el intelectual y librero Blas Hernández. También se publicaban los nombres de ocho socios ligados al ámbito universitario, entre ellos Narciso Barsi. Y es que este ramillete de personajes era el núcleo intelectual de la ciudad, formados casi todos -como señala Jesús Cobo en la revista Archivo Secreto (2002), al estudiar la figura del polifacético Parro-, en la estricta ortodoxia católica de la vieja universidad toledana.

El viernes 1 de junio de 1838 tuvo lugar la pública inauguración del Ateneo con la presencia del jefe político, el ilustre protector y una audiencia «no muy numerosa», en la sala capitular «del insigne Colegio de Santa Catalina V. y M., Universidad de esta Ciudad». Carbonero y Sol pronunció un discurso institucional seguido de la lectura de una oda de Nicolás Magán alusiva a la naciente institución. El Boletín del 21 de junio publicaba el alta de once nuevos socios vinculados esencialmente a la universidad y a la abogacía, avisándose de una sesión, el 2 de septiembre, para aprobar las «constituciones» que luego firmarían, el nuevo presidente, José Izquierdo Rey, y del secretario, Manuel Jesús de Rioja. En los estatutos se ratificaba la idea de propiciar «la mutua comunicación de ideas de manera metódica y provechosa» y de ser una sociedad literaria. Se articulaban las clases de socios (50 numerarios y un número indefinido de supernumerarios), su admisión, sus derechos y obligaciones (como el pago mensual de una cuota), el funcionamiento de las sesiones (las ordinarias, martes y sábado), las disertaciones de los catedráticos, las elecciones de cargos y sus atribuciones.

El 13 de septiembre se efectuó otra reunión para debatir sobre el impuesto decimal y otras contribuciones vigentes. El día 23, a través del dato que aporta Luis Alba, sabemos que la «Económica» y el Ateneo solicitaban el uso compartido de la Sala de Juntas a la Academia de Nobles Artes de Santa Isabel -fundada en 1817 y alojada en el palacio de los marqueses de Malpica, en la plaza de Santa Clara-, petición que fue denegada. Este dato menor revela los problemas que atravesaban ambas instituciones para mantener incluso un domicilio propio e independiente. En los meses finales de 1838, no hallamos más datos sobre la actividad del referido y joven Ateneo.

Es posible que, a la vista de las claves de su peculiar y pequeño cuerpo social, este foro debió tener una corta vida que, muy posiblemente, nunca pasaría de 1845. Y es que, en dicho año, entraría en vigor el llamado Plan Pidal que redujo a una decena de campus la vida universitaria española, quedando suprimido el de Toledo, como dijo Parro, por el «pecado de no distar de Madrid más que 12 leguas», para convertirse en un instituto provincial. La muerte administrativa de la antigua vida universitaria de la Ciudad Imperial también borraría el recuerdo del Colegio de Santa Catalina y, con él, la fugaz vida del temprano Ateneo de Toledo cuyos restos, por ahora, son pecios naufragados en las hemerotecas, los archivos o en colecciones de devotos bibliófilos.

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