lunes, 7 de noviembre de 2016

In God we Trump. El nuevo Hítler

I
JOHN CARLIN, "El problema no es Trump. Decenas de millones de estadounidenses apoyan a un candidato que no tiene causa, sino enemigos", en El País, 7 NOV 2016

"El demagogo es aquel que predica doctrinas que sabe que son mentira a gente que sabe que es idiota".

H.L. Mencken

El problema no es Donald Trump. El problema es el trumpismo, un cóctel de odio y fascismo repleto de mentiras e incoherencias confeccionado sobre la marcha por Trump y sus aduladores en un proceso febril de incitación mutua.

Los ingredientes del odio los conoce cualquiera que ha prestado una mínima atención a la campaña presidencial de Estados Unidos: denigra a los mexicanos, a los musulmanes, a los judíos, a los negros, a los inmigrantes en general, a los minusválidos, a los intelectuales y a las mujeres, especialmente las mujeres modernas, postfeministas e independientes, cuya imagen más visible es su rival para la presidencia de Estados Unidos, Hillary Clinton.

Los ingredientes fascistas tampoco han sido difíciles de identificar: Trump, apoyado en su candidatura por el diario oficial del Ku Klux Klan, expone que si llega a la presidencia encarcelará a Clinton, desdeñando el principio democrático de la independencia judicial; que si no llega, no respetará el resultado, sugiriendo a la vez que podría animar a sus partidarios a alzarse en armas; que la tortura es deseable como método de interrogación; que los musulmanes en Estados Unidos, como los judíos en la época nazi, deben estar todos identificados en una base de datos.

Pero el problema no es Donald Trump, por más que sea la expresión hecha carne de casi todo lo que es vil en el ser humano. El problema es la gente que cree que semejante bicho es digno de ser el presidente de Estados Unidos, el país con más poder sobre la humanidad que cualquier otro. El problema es que decenas de millones de estadounidenses piensen votar por un hombre que dice que el gobernante que más admira en el mundo es el dictador ruso y exoficial del KGB Vladímir Putin. El problema es la idiotez de la jauría trumpista.

“Amo a los que no tienen educación”, declara Trump, y las multitudes le vitorean. Les ama porque no saben distinguir entre la verdad y las mentiras en las que se basa, que, como está bien documentado, conforman el 70% de lo que dice.

Un ejemplo entre miles. Trump insiste en que el índice de homicidios en Estados Unidos hoy es el más alto en 45 años. Trump se queja ante sus devotos de que la prensa jamás lo menciona. No lo hace porque es mentira. El índice de homicidios fue el doble en 1980 que en 2015.

Lo que hace Trump es presentar una imagen de Estados Unidos aterradora, una especie de Estado fallido hundido en la criminalidad y la miseria. Es el viejo truco del demagogo fascista, sea este Hitler, Franco o Mussolini, sea el enemigo el comunismo o la conspiración judía. Confiad en mí; solo yo soy capaz de salvaros.

El problema no es Trump; el problema son los que creen en él. Como nos recuerda una crítica en el New York Times de la biografía más reciente de Hitler, escrita por un historiador alemán llamado Volker Ullrich: “Lo que realmente da miedo en el libro de Ullrich no es que Hitler pudiera haber existido, sino que tanta gente parece haber estado esperando que apareciera”.

Es verdad que el apelativo de fascista se ha escupido con exagerada frecuencia y ligereza desde los años treinta. Pero en este caso, ya que de lo que se habla es la campaña de Trump para ascender al poder, la comparación no es frívola. Reputados intelectuales de izquierda y derecha en Estados Unidos, entre ellos el profesor universitario de economía Robert Reich y el historiador Robert Kagan, han definido explícitamente como de carácter fascista el culto al hombre fuerte redentor que se ha creado alrededor de la figura de Trump.

La victoria electoral de Hitler en 1933 fue el triunfo del odio, la barbarie y la estupidez. Una victoria para Trump en las elecciones de mañana sería lo mismo. No existe lógica alguna para que decenas de millones de estadounidenses, el grueso de ellos aparentemente hombres blancos que se sienten marginados y resentidos, vean en Trump el hombre que les devolverá a la prosperidad. La parte del cerebro que utiliza la razón no entra en juego. Trump es un billonario que no ha pagado impuestos en 20 años y está favor de que se recorten los impuestos de los mega ricos aún más.

La parte del cerebro que sí entra en juego es la más primaria y animal. La del miedo y la agresión, la de la manada. Tony Schwartz, que hace 30 años vendió su alma y escribió para Trump su libro El arte de la negociación, llegó a conocer al actual candidato presidencial mejor que casi nadie. “Trump está solo un eslabón por encima de la jungla”, dijo en una entrevista la semana pasada con el Times de Londres. “Su visión del mundo es tribal”.

Lo cual sería solo un problema para aquellos de sus familiares y conocidos que lo tienen que aguantar si no fuera por el hecho de que las masas descerebradas le adoran y existe el serio riesgo de que acabe ocupando la Casa Blanca. No hay análisis político que lo explique. Esa herramienta sobra. Para entender el fenómeno Trump hay que recurrir a la antropología, en este caso al estudio del animal humano en su versión más salvaje y primitiva. Porque el trumpismo no tiene causa; tiene enemigos. No propone esperanza; propone odio.

El problema no es Trump. Lo fantástico, lo grotesco, lo surreal es que en vísperas de las elecciones las encuestas digan que el odio, la barbarie y la estupidez tienen una razonable posibilidad de triunfar, que no es disparatado pensar que Trump consiga los votos necesarios para ser coronado presidente de Estados Unidos. Lo fantástico, lo grotesco, lo surreal es que tantos millones de los habitantes del país más próspero del mundo compartan su visión tribal, que no solo Trump sino sus devotos estén solo un eslabón por encima de la jungla.


II

Ariel Dorfman, "Faulkner ante la América de Trump", en El País7 NOV 2016:

El autor de El sonido y la furia se preguntó públicamente si Estados Unidos merecía sobrevivir después del linchamiento de un niño negro. Hubiera sentido espanto, aunque no extrañeza, frente a la figura del candidato republicano.

¿Merece sobrevivir este país? Esa fue la pregunta que lanzó públicamente William Faulkner en 1955 cuando supo que Emmett Till, un joven negro de 14 años, había sido mutilado y muerto en un pueblito de Misisipi por la osadía de silbarle a una mujer blanca —un acto de linchamiento que constituyó un hito fundamental en la creación del movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos—.

Esa pregunta no era la que yo esperaba plantearme en este peregrinaje literario que mi mujer y yo hemos emprendido a Oxford, Misisipi, donde Faulkner vivió la mayoría de su vida y donde escribió las obras maestras torrenciales que lo convirtieron en el novelista norteamericano más influyente del siglo XX. Habíamos estado planificando un viaje como este hace muchos años, viéndolo como una ocasión para meditar sobre la existencia y la ficción de un autor que me había desafiado, desde mi adolescencia chilena, a romper con todas las convenciones narrativas, arriesgarlo todo como la única manera de representar la múltiple fluidez del tiempo y la conciencia y la aflicción, instándome a que tratara de expresar lo que significa “estar vivo y saberlo a fondo” en mi Sur chileno aún más remoto y perdido que el desdichado Sur de Faulkner. Y, sin embargo, esa pregunta acerca de la supervivencia de Estados Unidos es la que me ronda al visitar el sepulcro donde descansa, hace 54 años, el cuerpo del gran escritor, se me asoma cuando caminamos las calles que él caminó, es una pregunta que no puedo evitar al recorrer Rowan Oak, la vieja mansión que fue para él su más permanente hogar.

Puesto que, si el autor de El sonido y la furia estuviese vivo hoy, cuando su patria encara la elección más decisiva de nuestra época turbulenta, donde un demagogo demencial aspira, insólitamente, a ocupar la Casa Blanca, no cabe duda de que, ante “un momento incomprensible de terror”, volvería a proponer esa dolorosa pregunta a los seguidores de Trump, retándoles a rechazar una política de odio. Faulkner lo haría, creo yo, recordando a los personajes de sus propias novelas que, poseídos por un exceso de rabia y frustración, terminan autodestruyéndose a sí mismos y a la tierra que aman, incapaces de superar el pasado oscuro y salvaje que han heredado.

Habría mucho, por cierto, en Estados Unidos de hoy que Faulkner no reconocería. Aunque escribió sobre el dilema de los afroamericanos con notable inteligencia emocional, describiendo cómo los descendientes de esclavos sobrellevaron, “con orgullo inflexible y severo”, la carga impuesta por un sistema injusto y corrosivo, este hijo del Sur de Estados Unidos, sospechoso de los cambios drásticos, predicaba la paciencia y el gradualismo para vencer las barreras del racismo. Un hombre que no alcanzó a escuchar el discurso de Martin Luther King en Washington y al que le hubiera parecido inverosímil que alguien nacido del mestizaje pudiera ser presidente, tendría poco que enseñarle a esta América tan multicultural y atiborrada de nuevos inmigrantes. Igualmente difícil para Faulkner hubiera sido entender a las mujeres del siglo XXI, cuya emancipación y autosuficiencia feministas jamás anticipó.

Otros, menos envidiables, aspectos contemporáneos de Estados Unidos le serían, sin embargo, tristemente familiares a Faulkner.

Hubiera sentido espanto —aunque no extrañeza— frente a la peligrosa figura de Donald Trump. En su vasto y devastador universo ficticio, Faulkner ya había creado una encarnación sureña de Trump, si bien en una escala menor: Flem Snopes, un depredador voraz e inescrupuloso con “ojos del color de agua estancada”, que sube al poder mediante mentiras e intimidación, burlando y raposeando a los ingenuos que creen ser más astutos que él. Flem y su clan representaban para Faulkner aquellos conciudadanos suyos que “lo único que saben y lo único en que creen es el dinero, importándoles un carajo cómo se consigue”. Si una caterva como la de los Snopes llegase a proliferar y tomar las riendas del Gobierno el resultado sería, según Faulkner, catastrófico. Las últimas encuestas indican que semejante apocalipsis electoral, salvo una sorpresa estilo Brexit, es cada vez más improbable, pero el mero hecho de que un ser tan patológico y amoral sea siquiera un candidato viable hubiera llenado al autor de Absalón, Absalón de asco y pavor.

Los adeptos de Trump suscitarían hoy una reacción muy diferente de parte de Faulkner. Aunque era, para su época, políticamente liberal y progresista, trazó con cariño y humor las vidas de aquellos que hoy constituyen —pido excusas por tal generalización, siempre reductiva— el núcleo central de los partidarios de Trump: cazadores y patriotas que temen una conspiración para quitarles sus armas de fuego; hombres escasamente informados que se aferran a una virilidad amenazada y tradiciones atávicas; habitantes de comunidades rurales o económicamente deprimidas que se sienten sobrepasados por la marea incontenible de la modernidad, indefensos ante una globalización que no pueden controlar. Faulkner condenó siempre los prejuicios raciales y la paranoia de estos desconcertados coterráneos suyos, pero nunca fue condescendiente con ellos, acordándoles siempre aquello que deseaban con fervor tanto ayer como hoy: el respeto hacia su plena dignidad humana. Faulkner hubiera comprendido las raíces de la desafección de esa gente a la que le tenía tanto apego, la desazón irracional de muchos norteamericanos de raza blanca ante el asedio a su identidad y privilegios.

Es lo que hace hoy tan valiosa la voz de Faulkner.

La simpatía que manifestó este novelista insigne y sofisticado por los pobladores menos educados, religiosamente conservadores, de su imaginario condado de Yoknapatawpha, el hecho de que prefería la compañía de esa ralea popular y menospreciada a las tertulias y el elitismo abstracto de intelectuales exquisitos, lo hace el emisario ideal para abordar a los sostenedores de Trump con un mensaje en contra de la intolerancia y el miedo, un mensaje desde más allá de la muerte que no contiene ni un mínimo dejo de paternalismo o desdén.

Al contemplar el diminuto y frágil escritorio del estudio de Faulkner en Rowan Oak donde compuso el discurso que pronunció para la graduación de su hija Jill en el colegio local, oigo el eco de esas palabras tan pertinentes para su país actual. Urgió a esos compañeros de clase de su hija a transformarse en “hombres y mujeres que nunca han de rendirse ante el engaño, el temor o el soborno”. Les dijo, y lo reitera empecinadamente a sus compatriotas en 2016, que “tenemos no solamente el derecho, sino que el deber de elegir entre el coraje y la cobardía”, exigiéndoles a “nunca tener miedo de alzar la voz en pro de la honestidad y la verdad y la compasión, y contra la injusticia y la mentira y la avaricia”.

¿Caerá Estados Unidos en el abismo y el desconsuelo?


¿Se encuentra hoy este país marchando fatalmente a un destino trágico, como tantos personajes implacables de Faulkner, o sus ciudadanos tendrán la sabiduría para probar en forma contundente y avasalladora que, en efecto, su país merece sobrevivir?

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