viernes, 26 de mayo de 2017

La muerte de Larmig

David Felipe Arranz, filólogo y periodista, "Núñez de Arce y la muerte de Larmig", 25 de junio de 2014, 

Hoy como ayer, el ajuar de versos portátil está demodé, cualquiera sale a la calle con él en la cabeza. “Hablemos de poesía”, dijo uno que al poco tiempo se quedó solo. Aunque parezca lo contrario, tampoco en el siglo XIX se podía vivir de las letras y eso que poetas hubo de amplia gama que pasearon sus hambres por la España de Galdós. En el mundo de los letraheridos, cuanta mayor es la escasez de medios de subsistencia, más ganas les entran a los vates de poner negro sobre blanco sus figuras y metáforas. En España no se ha valorado nunca el talento, lo que en tiempos de fray Luis de León, Cervantes, Jovellanos, Bécquer y Azorín se denominaba “ingenio”. 

El político y escritor Manuel Silvela, tras escribir el juguete cómico en un acto Negro y blanco (1851), dijo que España era un país sin pulso, pues al hacer la liquidación su editor se descolgó con que el vate tenía que pagar treinta duros. –Si escribo cuatro al mes, me cuestan ciento veinte duros. Mis recursos no me permiten ser autor dramático– dijo, y decidió reunir en un solo volumen sus artículos y enviárselos a un editor madrileño. La respuesta bien hubiese podido dársela hoy: –No tengo inconveniente –me dijo– en publicar el librito; pero como en este país nadie lee ni nada se vende, no puedo dar a usted nada por la propiedad.

Se habla mucho de Espronceda, Rosalía de Castro, el Duque de Rivas, Clarín y Emilia Pardo Bazán, pero muy poco de las decenas de poetas de la segunda mitad del XIX que crearon el sustrato alimenticio para que las letras románticas floreciesen y la cruel historia ha hecho que empeñaran la pluma de su talento en la casa del olvido. Son poetas con cabeza de retrato, que nunca acabaron de quitarse del todo los ropajes del barroco y seguían poniéndose una camisa de Cervantes o de Quevedo por la mañana y unos pantalones de Gracián y Calderón por la noche, para no perder la costumbre. Ocupación exótica la de escribir, que los decepcionados de España se venden al por mayor y su producto se malbarata con la golosina de las musas que son los amores y los versos. 

El vallisoletano Gaspar Núñez de Arce, que es un Larra al contrario, publicaba a comienzos de 1870 artículos de fondo sobre la actualidad política y cultural en El Observador. Aunque su verdadera vocación era la de las letras, el que luego se convirtió en ministro de Ultramar picaba en el periodismo para poder sobrevivir. Uno de sus primeros colegas en el heroico ejercicio de las letras en el Madrid post-Larra fue Luis Antonio Ramírez Martínez y Güertero, alias Larmig, poeta, dramaturgo, director del Banco de La Coruña y después diputado en Cortes (1867-1868). Las letras, el hambre y la juventud hacen mucha amenidad y pueden ser varias letras, hambre y juventudes en un Madrid mágico y nocherniego. 

Así recordaba a Larmig su amigo Núñez de Arce en el periódico Gente vieja: “Siendo casi un niño, a poco de mi venida a Madrid desde el rincón de una provincia, deseoso de abrirme paso, si podía, en la república de las letras, contraje estrecha y leal amistad con un joven poeta, próximamente de mi misma edad y, como yo, desconocido. Era a la sazón Luis Martínez Güertero, que así se llamaba mi nuevo camarada, aunque ocultase su nombre –no sé por qué– bajo el extraño seudónimo de Larmig, mitad enigma y mitad anagrama, un mancebo apuesto y gallardo, de fisonomía byroniana, de ingenio vivaz y sagaz, y si bien de índole algún tanto voluntariosa y autoritaria, como niño mimado, de trato cariñoso y expansivo. Todavía recuerdo con melancólico encanto aquellas hermosas tardes de otoño, en que él, Carlos Rubio, otro gran poeta malogrado, y yo paseábamos juntos por las frondosas arboledas del Retiro […]. Entregados a vanas imaginaciones vagábamos solos entre el bullicio de la gente, sin cuidarnos de nada, declamando versos, confiándonos en el calor de la intimidad nuestros propósitos, nuestros amoríos, nuestros apuros de dinero, nuestras penas fugaces, y fijo el pensamiento en lo porvenir, alimentando nuestra sed de gloria con risueñas y doradas esperanzas. […] Comprendiendo con exacto sentido de la realidad que el camino de la literatura, donde ya había empezado a cosechar laureles, no era el más apropiado, sobre todo en España, para recuperar la riqueza perdida abandonó sus estudios universitarios, rompió, sin vacilaciones, su áurea pluma de poeta y, sin despedirse de nadie, marchó a Londres, en donde, con su conocimiento del inglés y algunas recomendaciones valiosas no le fue difícil colocarse en una casa de Banca española”. Y el artículo se extiende relatando a los lectores el desafortunado final del escritor.

La de Larmig fue una de aquellas vidas acabadas a impulsos de su propia mano, una existencia españolísima y, a la vez, cosmopolita, truncada tras atesorar el contento de los amigos de aquel “escribir en Madrid es llorar” tan nuestro. En castiza expresión, muchos años después Núñez de Arce dio con Larmig “de manos a boca” en la Puerta del Sol. Larmig puso a su viejo amigo al corriente de sus hazañas, de mucho sobresalto y poca satisfacción, pues se había casado en La Coruña y, huyendo del tálamo, se había instalado en Madrid con su única hija, “a la vez su preocupación y su encanto”. 

Larmig le pidió a Núñez de Arce que le escribiese un prólogo para un manuscrito, Mujeres del Evangelio. Cantos religiosos, al que le estaba buscando editor, y el autor de El haz de leña se quedó subyugado por “la magia de aquellas vibrantes estrofas, llenas de magnificencia lírica, diáfanas como la atmósfera de un día de estío y conmovedoras”, tras cuya lectura se quedó –recuerda Núñez de Arce– “confuso o más bien maravillado”. Larmig le preguntó con timidez si tendría inconveniente en escribirle un prólogo para presentarlo al público, pues libro primerizo sin apoyo de padrino –mejor si es persona querida, razonó el autor– es más difícil que salga a flote y se conozca. “Acepté con júbilo su proposición y, sin levantar mano, hice en pocas horas el trabajo que me había pedido […] Larmig me demostró su gratitud con apretado abrazo, recogió el prólogo, y al cabo de un mes me trajo el primer ejemplar de las Mujeres del Evangelio, libro cuya fama, desde su aparición, ha ido creciendo día a día”, explica en su artículo el autor de La última lamentación de Lord Byron (1879).

Los escritores románticos forman un gremio dentro de la literatura y en él abundan las vidas urgentes que se mueren de pena, deprisa o despacio, según su aguante el sujeto. Larmig sobrellevó una existencia rota por el desamor. Tras leer a Núñez de Arce su último poema, “Las hijas de Milton”, el primero de una colección que tenía proyectada en edición de gran lujo, con láminas grabadas en Inglaterra, se despidió así del vate periodista: –Adiós, voy a hacer un drama y, si tiene buen éxito, lo celebraremos con una francachela como las que solíamos tener en la juventud. Echaremos una cana al aire–. La mañana del día siguiente, el 5 de junio de 1874, Larmig se degolló con una navaja de afeitar delante de un espejo, en su cuarto de dormir. Dicen que por una decepción amorosa. Yo digo que el nuestro, el país de Garcilaso y Cernuda, de Lope y Alberti, paradoja de paradojas, nunca ha sido país para poetas. 

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