jueves, 25 de mayo de 2017

Reseña de la Historia mínima de la lengua española de Luis Fernando Lara

Reseña:

Lara, Luis Fernando. 2013. Historia mínima de la lengua española. México: El Colegio de México

Autor/a de la reseña: Soledad Chávez Fajardo

Información en la web de Infoling:
http://infoling.org/resenas/Review224.html

Con un texto voluminoso, que comprende veintidós capítulos1 y un apartado de apéndices2, esta Historia mínima viene a engrosar la lista de esa suerte de panteón para quien se quiera internar en el mundo de la historia de la lengua española, es decir, esas “obras fundamentales” a las que se refiere el autor mismo: la Historia de Lapesa ([1942] 1980), la Historia que coordinó Rafael Cano (2005) y los Orígenes de Menéndez Pidal, editada por Diego Catalán (2006); sin dejar de lado el Manual de gramática histórica (1904) y la Crestomatía del español medieval  (1966), ambas del mismo Menéndez Pidal, así como From Latin to Spanish (1987) de Paul M. Lloyd y la Gramática histórica del español de Ralph Penny (2006).

Lara, con esta Historia mínima, quiere presentarnos, nos enuncia, una obra completa, exhaustiva, así como nueva y en esto último radica, valga la redundancia, su novedad. Respecto al título, puede extrañarnos el adjetivo mínima elegido para la nominación del libro, por tener una extensión este de 580 páginas: ¿Será por la definición de mínimo en tanto “minucioso”? ¿O habrá algo de irónico en eso de adjetivar como “lo más pequeño en su especie” a un texto como este? Nos quedamos con la primera posibilidad, pues en ello de completo y exhaustivo hay mucho de minuciosidad. Hay, además, una propuesta ideológica en esta Historia mínima de la lengua española, que el autor revela en el último párrafo de su libro, y tiene que ver con tres –los llama él– valores: el entendimiento, la identidad y la unidad en la lengua española, valores que, por diferentes mecanismos, lineamientos y temáticas, desarrollará a lo largo de este libro, los cuales se concretan, a fin de cuentas, por medio de la fijación de una tradición culta (cfr. cap. XXII, p. 502), concepto de cuño propio de Lara y  que bien se encarga de definir y delimitar, como veremos más adelante. De esta forma, Lara cierra el texto con esta propuesta ideológica, la de: “impulsar todas las tradiciones verbales cultas en la comunicación internacional hispánica, mediante la difusión de textos escritos, películas, programas de televisión” (p. 502), para, así, conservar la unidad idiomática en el siglo XXI. De alguna forma, creemos, allí radica la novedad de este libro, así como por otros aspectos que queremos presentar en esta reseña.

Los receptores de esta Historia mínima, precisa Lara, serán estudiantes españoles e hispanoamericanos que empiezan con estudios de lingüística, literatura e historia. Estos, las más veces, no manejan los conceptos técnicos que suelen utilizarse en la historiografía de la lengua española. Por lo mismo, Lara reducirá los conceptos instrumentales, así como los datos técnicos; asimismo, para una lectura fluida, el libro no posee notas al pie. Además, esta Historia mínima tiene un DVD para reforzar e ilustrar el texto con mapas, gráficos, escritos y una serie de apéndices ilustrativos. Sin embargo, creemos, este anexo material debería modificarse por otro tipo de refuerzo, más práctico (¿quizás algún link en una página de internet?), puesto que no siempre tenemos a la mano un lector de DVD.

1. Un hito glotopolítico.

Luis Fernando Lara presenta a Ramón Menéndez Pidal como una figura intelectual fundamental dentro de la generación del 98 (y lo que esto, histórica e ideológicamente implica), así como una figura clave en la fundación de un modelo historiográfico que se ha impuesto, por su indiscutible solidez, en la forma de hacer historia de la lengua española hasta el día de hoy. Del momento que Lara quiere cambiar este paradigma con una propuesta historiográfica otra habrá, sin lugar a dudas, un hito glotopolítico. Vamos por partes: este modelo de historia de la lengua española pidaliana se ha estructurado como una historia nacional española, en donde se nos presenta, incluso, una elevación de Castilla, más que “una historia de la lengua compartida” con Hispanoamérica, sobre todo. Lara, por el contrario, sostiene que la historia de la lengua española, con referencia a Hispanoamérica, se ha construido siempre como un capítulo marginal, al que solo se le concede un capítulo en las obras generales y no integrada a la historia a partir del siglo XVI3. Pues la propuesta de Lara será presentar, por un lado, una historia de la lengua española “sin el sesgo nacional característico españolista” y, por otro lado, que el español de América se presente como materia de estudio y no como parte de la propia historia. Su propósito, entonces, será dar cuenta de una historia que sea libre de la tradición castellanista, heredera de Menéndez Pidal y de Lapesa (empero, “sin dejar de valorar su magisterio”, afirma Lara).

Veamos algunos casos en la Historia mínima que reflejan esta óptica nueva y crítica: por ejemplo, con referencia a las Glosas emilianenses insiste Lara en que “son documentos, más bien, de una situación de los romances en la península en la época, en que hay constantes vacilaciones, ultracorrecciones e ignorancia. Son documentos, por lo tanto, de lo que debe haber sucedido por todas partes y en ese sentido tienen su verdadero valor” (p. 137), más que los primeros documentos “del castellano”. O las referencias críticas

–características del discurso de Lara– por ejemplo, respecto a esa suerte de imperialismo en la lengua, por medio de sus entidades españolas: “El estatuto académico de 1870 definió a las academias hispanoamericanas como meras sucursales de la española, sin libertad para organizarse por sí mismas” (p. 452). Además, con estas academias correspondientes entendidas como “sucursales”, no se ha apreciado un trabajo de investigación, desarrollo y divulgación, digamos, estrictamente lingüístico respecto a las propias variedades de español: “[las academias correspondientes] casi no tuvieron ningún papel en el estudio [de] sus propios dialectos, ni en la elaboración de ideas propias acerca de la lengua durante el siglo XIX y la mayor parte del XX. La Española se fue convirtiendo cada vez más en parte del aparato político del Estado español” (p. 452). De hecho, nuestro autor concluye su libro insistiendo en este tipo de reflexiones, por ejemplo, respecto a qué se ha entendido como lengua ejemplar: “España ha supuesto siempre que el español de Castilla es la lengua ejemplar. Durante siglos los miembros de la Real Academia y de las academias hispanoamericanas han pensando lo mismo. Esta idea es monocéntrica: sólo reconoce un centro de irradiación y de establecimiento de los criterios de corrección, que es la Academia madrileña; reproduce el esquema colonial de una metrópoli española y una periferia hispanoamericana” (p. 496). Es más, Lara insiste en su postura, la cual se adscribe a la tesis de que la lengua española es policéntrica: “Cada país forma un centro de irradiación y de establecimientos de normas para su propia comunidad, y ninguno puede suponer que su español sea mejor o no deba imponerse sobre los otros” (p. 499) y multipolar: “algunos de los centros de la lengua española son más poderosos en su difusión del español que otros y se convierten en polos de difusión” (p. 501), aspectos que refuerzan la tesis anteriormente referida, de la instalación de una tradición culta, la cual, en lengua española, debería ser necesariamente policéntrica y multipolar.

2. El discurso crítico de Lara.

Un punto especial, frente a lo novedoso que pueda resultar un texto como este, merece el conjunto de capítulos donde se puede ver claramente la actitud del autor frente a determinados momentos de la historia; es decir, cómo construye Lara su discurso y qué tipos de juicios de valor podemos determinar en su discurso historiográfico. Veamos algunos casos, por ejemplo, su posición frente al mundo sefardí (las cursivas son nuestras): “llevaron a cabo una trágica y repugnante política de expulsión” (p. 223); “Sobre esta acusación, falsa e injusta, pero fácilmente adaptable por varias ideologías [esto es, culpar a los judíos de la muerte de Jesucristo]” (p. 223); “En general, eran más educados que los cristianos” (p. 224); “Cuando los Reyes Católicos volvieron más intensa la persecución e introdujeron la obligación de llevar un círculo amarillo o rojo en sus ropas para distinguirlos (la señal infamante que Hitler copió en el siglo XX)” (p. 224); “La expulsión de los judíos fue una fuerte sangría, no solo a la población de la península, sino a su economía y su cultura” (p. 225).

O cómo expone los datos que tienen que ver con la situación crítica en la conquista de América: “Pero además, la explotación del trabajo humano en tareas que no solían realizar –o al menos no con la intensidad demandada por los españoles–, como el buceo de perlas en las islas, o el trabajo en las minas, y después con el cultivo de caña de azúcar, llevado por los colonizadores, contribuyeron aun más que los enfrentamientos armados a acabar con las poblaciones indígenas” (p. 247); “El primer siglo de la colonización produjo en todo el continente un despoblamiento catastrófico, debido principalmente a las enfermedades, la explotación en el trabajo, las guerras y el “desgano vital”, como lo llama Sánchez de Albornoz: la depresión que sufrieron los indios ante la desaparición de su mundo y el consecuente rechazo a reproducirse” (p. 254); “al grado de que se puede hablar de verdadero exterminio de sus habitantes” (p. 256). O cuando, en el capítulo XVIII, hace mención a la Pragmática de 1770 que ordenó Carlos III: “[…] pero en vez de resultar una ventaja, lo que lograron fue enmascarar y negar la existencia de los indios, y someterlos aun más a la explotación” (p. 398). O, posteriormente, el papel del ciudadano hispanoamericano en las Cortes de Cádiz: “Cádiz se implantó un sistema de representación proporcional de las regiones y municipios españoles, incluida América; aunque con retraso […] llegaron los representantes americanos, cuyo considerable número hizo que los españoles los redujeran de manera injusta e inequitativa” (p. 410).

No solo el discurso es crítico respecto a la cuestión indígena, sino con la africana, por ejemplo, cuando critica el rol de figuras clave en la defensa del indio, frente la situación del esclavismo negro: “Es grotesco y profundamente trágico, más que paradójico que, en tanto fray Bartolomé de las Casas y fray Antonio de Montesinos defendían, con cierto éxito, la naturaleza de los indios y atacaban la esclavitud a la que los sometían los colonizadores, no pusieran reparos a la esclavitud de los negros” (p. 265). Así como desde una óptica que toca la lingüística misionera: “[lenguas africanas] no se consideraban dignas de atención por parte de los colonizadores y los misioneros (el jesuita Sandoval o san Pedro Clavé, que hicieron labor religiosa entre los negros que llegaban a Cartagena de Indias y a Lima, y que llegaron a conocer un poco de esas lenguas, no se interesaron lo suficiente por ellas como para apoyar su conservación; todo lo contrario, se trataba de hispanizarlos al mismo tiempo que los evangelizaban)” (p. 267).

Pero no solo en el mismo discurso de nuestro autor se puede ver su posición crítica, sino, además, en la construcción del discurso histórico en sí. Pongamos, como ejemplo, el manejo de las estadísticas en la historia, con los datos de la población india en América en los diferentes momentos de la Conquista. Lara lo ejemplifica con dos polos: por un lado, con Ángel Rosenblat, quien intentó “reducir el tamaño de la tragedia demográfica que significó la colonización española, en un aparente afán de engrandecimiento del papel de los conquistadores y disminución del de los indios” o, por el contrario, Henry Farmer Dobyns, ejemplo de quien tendió a aumentarla.

Asimismo, no podía faltar (es Luis Fernando Lara) la visión crítica hacia la Real Academia Española en relación con la política lingüística referida al español hablado en América. Para ello no escatima en información, por ejemplo, dentro de los procesos independentistas: “La Academia Española todavía no se quería dar por enterada de las independencias americanas” (p. 449), así como, en definitiva, llegar a sus propias evaluaciones historiográficas respecto a la Academia: “De ahí que, entre ese desdén, ese sentimiento de metrópoli que no sabía cómo volverse a relacionar con sus antiguas posesiones; su restricción al lenguaje literario, seleccionando al gusto de los diversos integrantes de la Academia, y la necesidad de una unidad de la lengua, que añadió Bello al juego de valores sociales que dan lugar a la normatividad, se haya operado una clara distinción en la evaluación del español en América y en España” (p. 450). Hasta llegar a la idea de que el español de Madrid se considera el español general y patrón de corrección de la lengua, frente a los dialectos hispánicos “no solo de América, sino incluso de las Islas Canarias, de Andalucía, de Extremadura o de Murcia, se consideraron periféricos, “provinciales” y proclives al barbarismo” (p. 450).

3. Norma lingüística.

Destacamos, además, el rastreo histórico que Lara hace de las políticas lingüísticas. Tomemos el caso de posturas casticista o purista ante el uso de la lengua. La primera, el casticismo, se fija y refuerza en pleno neoclasicismo: “es una ideología defensiva, pero dispuesta a la creación de neologismos, necesarios para significar todas las experiencias nuevas” (p. 400-401), junto con la segunda, el purismo: “más rígida y empobrecida […] refractaria a la evolución histórica y al contacto e influencia mutuas con otras lenguas” (p. 401), herencia directa de las lecturas de Malherbe en la España del XVIII, algo que Lara  justifica con una pertinente radiografía de la época: “si se considera que la España del siglo XVIII, sumida en la confusión entre la conservación de sus valores tradicionales, fuertemente sometidos por la moral católica, y la necesidad de adoptar los nuevos, que procedían de la Ilustración francesa, era un terreno fértil para que aparecieran individuos que sublimaban su temor al pensamiento ilustrado y su odio al dominio francés atacando la influencia de la lengua y buscando la pureza lingüística y moral del español” (p. 403).

Estrechamente relacionada con esta dicotomía normativa y tal como nos referimos hace unos párrafos atrás, Lara se encargará de definir qué entiende por tradición culta, concepto clave en Historia mínima: “no es un conjunto de normas prescriptivas de uso del español, ni una idea fosilizada de la lengua, como la sostiene el purismo, sino un resultado múltiple de la práctica de la lengua en cada una de sus funciones sociales; se manifiesta en las obras literarias, jurídicas, científicas, en diccionarios y gramáticas. Esta tradición es el objetivo fundamental de la educación en español y requiere conocimiento y cultivo” (p. 501), una tradición que “no tiene nacionalidad, no está atada a una historia patria y no se puede someter a una agencia normativa, por consecuente y poderosa que sea” (p. 501-2) y un concepto que, en rigor, es la idea fundante del presente libro.

4. Cómo textualizar la historia.

Luis Fernando Lara, además, se interesa por desentrañar las condiciones geográficas, demográficas, sociales, políticas y culturales en las que se desenvolvió la evolución de la lengua española. Es decir, esa, en sus palabras: “relación intrínseca, de relaciones concomitantes, causales o condicionantes, entre los acontecimientos sociales y culturales y su evolución” (p. 15), por ello se propone revisar críticamente los datos de los que se dispone.  Es innovador, para este caso, y tal como él lo va informando, el uso de las nuevas tecnologías para hacerse de datos, como Wikipedia, la Biblioteca virtual Cervantes o Creative Commons y CORDE, para las citas de fuentes. El libro, entonces, abunda en mapas, ilustraciones y ejemplos textuales, la mayoría a disposición como anexo en el DVD.

Lara insiste, además, en la descripción geográfica porque “tiene un papel central en la historia antigua de la lengua”, de ahí que se agradecen los datos específicos que ayudan a tener un mayor contexto, como los del cuarto y quinto capítulos, por ejemplo, en relación con la expansión musulmana. Otros ejemplos que queremos destacar son varios pasajes por su síntesis y prosa clarificadora, como la llegada del cristianismo con el usual discurso crítico de Lara: “[el cristianismo], que después de ser perseguido y masacrado, se volvió fanático, perseguidor y masacrador” (p. 39). Además, la magnífica síntesis respecto a la situación musulmana desde sus orígenes, tan cara sobre todo en nuestros días. Así como las exhaustivas explicaciones de algunos de los grandes hitos de la historia de España, como el reinado de Alfonso X, con la relevancia fundamental y única en la historia de ser una monarquía que fusionó conocimiento y autoridad. Misma cosa el contexto de la llegada de Carlos I a España, con una breve, pero relevante referencia a la Guerra de las Comunidades de Castilla. Destacamos, además, las objetivas descripciones de las personalidades y reinados de Felipe II (cap. XVI), Felipe V (cap. XVII) o Fernando VII (cap. XIX), entre otros. Misma cosa con algunos contextos relevantes, como la crisis y decadencia de los Habsburgo, con detalles fundamentales para poder comprender la sociedad española del siglo XVII (cap. XVI), más cercanos a una prosa de historia social y destacables en un texto de historia de la lengua.

Nos interesa, además, los datos con que Lara ilustra algunos aspectos fundamentales de la conquista y colonización americana, como estadísticas relacionadas con la población aborigen en continente americano, así como su decrecimiento acelerado (cap. XIII). Destacamos, además, la estadística relacionada con la población española en América (cap. XIII) o la población africana (cap. XIV). En este último aspecto es relevante, en el capítulo XIII, la información que se entrega acerca de las lenguas que hablaban los africanos, respecto de su procedencia y cuáles podrían haber sido las lenguas predominantes, así como ciertas características generales de estas.

5. Hispanoamérica, sus problemáticas historiográficas.

Uno de los aportes más significativos de esta Historia mínima es el detenimiento con que el autor trata el tema Hispanoamérica, el cual empieza a aparecer en el capítulo XIII (siglo XV para Europa) con un subcapítulo llamado “La prehistoria americana”. Son constantes las reflexiones relacionadas con el origen de las lenguas americanas y su posible filiación con las lenguas orientales, así como la conciencia de que los intentos de emparentar las lenguas indígenas son todo un desafío, sobre todo por falta de datos; misma cosa las problemáticas que generan las lenguas extintas y ágrafas existentes durante la llegada de los conquistadores. Por las problemáticas que este aspecto genera, concluye Lara: “Es imposible pasar a un recuento pormenorizado de las lenguas amerindias durante la colonia y de sus diversos aportes al español como lenguas de sustrato. Ni el espacio disponible, ni la investigación actual, tan dispersa, permiten formar un cuadro de conjunto” (p. 279).

Por otro lado, destacamos algunas comparaciones pedagógicamente pertinentes, por ejemplo, la de las civilizaciones según épocas: “Es decir, la época Preclásica Tardía de Cuicuilco es relativamente contemporánea de los pueblos celtíberos, íberos y cantábricos, en tanto que Teotihuacán es contemporáneo del último periodo del imperio romano” (p. 249); “El clásico, de 200 a 900 d. C es la época de gran esplendor de las culturas teotihuacana, maya de Copán, Tikal, Palenque y Calakmul, y zapoteca de Montealbán; corresponde a la Alta Edad Media europea, antes de que se escribieran las glosas emilianenses” (p. 249). Así como el orden cronológico de algunas zonas conquistadas, como la de las Antillas, por ejemplo, con un orden riguroso de rutas, descubrimientos y colonizaciones. Así como la presencia de tablas estadísticas relacionadas con la población indígena y su descenso (cap. XIII) o de la cantidad de españoles o africanos que llegaron a América, dando cuenta de las falencias en los estudios históricos de estos últimos. O críticas reflexiones relacionadas con el mestizaje: “las indias tenían otro particular estímulo para unirse con los foráneos, aun prefiriéndoles a hombres de su propia raza. Los hijos con los advenedizos quedarían exentos de tributos y otras cargas propias de los indios y gozarían de mayor reputación social” (p. 277), citando la clásica historiografía de Magnus Mörner.

Sin embargo, no podemos obviar que, frente a los detalles que Lara entrega de Mesoamérica, los de Sudamérica son escasos y altamente criticables. Si bien se aprecia una detención en la zona peruana, es menor en extensión y detalles. La información correspondiente a Chile y Argentina es parcial e imprecisa: “hay que destacar los araucanos [sic.] y los mapuches; en el sur de Argentina a los patagones; en el noroeste de Argentina, Uruguay, Paraguay y el sur de Brasil, los guaraníes” (p. 250). La misma situación la apreciamos, ya en la colonia, en relación con la detallada información entregada para Nueva España, por ejemplo, con los datos referidos a la población negra (p. 266). O, más adelante, en el caso de los movimientos independentistas, omitir información relacionada con ciertas colonias (ver p. 415). O con ciertos detalles relacionados con la historiografía lingüística, como datar el diccionario de Pichardo para 1862, siendo que la primera edición fue de 1836.

El mismo autor, empero,  argumenta las razones de por qué, muchas veces, se centra en el caso de Nueva España: “Como no hay todavía suficiente investigación de la caída demográfica en el resto del continente y, en cambio, en cuanto a México se dispone de suficientes datos, se tomará lo sucedido en la Nueva España como ejemplo” (p. 255); “Por eso y puesto que el autor de este libro es mexicano y, en consecuencia, dispone de mayor información a propósito de este territorio, se tratará la influencia del náhuatl sobre la expansión del español por México, para ilustrar el conjunto de fenómenos semejantes que deben haberse producido en el resto de Hispanoamérica” (279). Asimismo, nos respondemos nosotros, junto con el autor, sobre todo por estas falencias, que ya no se puede elaborar una historia de la lengua por medio de una autoría, por lo que, si bien estamos ante una historia con autoría singular (Luis Fernando Lara) se aboga, en las investigaciones venideras, por un trabajo colectivo, sobre todo por la complejidad de que uno solo pueda abarcar un trabajo de investigación con estas características, justamente, por aspectos como el que acabamos de criticar.

6. Textualizaciones, escritura.

Destacamos, además, la inclusión de fragmentos relacionados con producciones textuales, sean literarias o no. Por ello valoramos, por su función de ejemplificar o clarificar ciertos aspectos, algunos fragmentos como los que se toman de El cerco de Numancia de Cervantes, para ilustrar la segunda guerra púnica. En las referencias breves, pero fundamentales, a la historia de la lengua latina, aplaudimos que haya fragmentos de la Eneida o el detallado espacio que le da a Probo. Especial atención le da Lara a una de las más grandes y primeras textualizaciones: el Cantar del mío Cid. (cap. VIII), donde se establece una maravillosa síntesis del poema respecto a su escritura y a la dificultad de establecer qué castellano es. Así como referencias a personajes históricos en relación con una semblanza más real, como equiparar al Cid con un condottiero.  Ya, con las primeras textualizaciones en nuestra propia tradición, destacamos fragmentos de los romances de Don Rodrigo, del Juramento de Santa Gadea, del Libro de Alexandre, de obras de Berceo, de Don Juan Manuel, de Sem Tob o del Arcipreste de Hita. Misma cosa con extractos del Arte de trovar de Enrique de Villena o del Amadís. También comparaciones, como la escritura de sonetos entre Petrarca y Pedro de Padilla, carísimas al momento de ver cómo se genera esta introducción en la tradición hispánica. Así como la maravillosa comparación entre epistolarios del siglo XV entre una carta con distancia comunicativa (Hernán Cortés a Carlos V) o de proximidad (Diego de Ordaz a su sobrino). Con la entrada de los siglos de oro, encontramos sonetos de Boscán, de Garcilaso o extractos la Tragicomedia de Calisto y Melibea, así como fragmentos de poesías de Góngora y sor Juana Inés de la Cruz. A propósito de esta última, destacamos las primeras textualizaciones en Latinoamérica que nos entrega Lara, desde las primeras cartas de Cristóbal Colón, pasando por los catálogos de Francisco Hernández (catálogos del mundo natural, en particular el de las plantas), de Juan de Cárdenas (hierbas medicinales); de Carlos de Sigüenza y Góngora (estudios cosmográficos e hidrológicos) y de Alejandro Malaspina (mapas marinos, noticias del mundo natural).

Recalcamos, por lo demás, la importancia que Lara le da a algunos autores, como Quevedo y Cervantes. Del primero, partes del Buscón, así como constantes ejemplificaciones y reflexiones de su obra. Del segundo, hay un amplio espacio dedicado al Quijote. Ya, dentro de la crisis de la lengua literaria barroquizante, encontramos un extracto del Fray Gerundio o fragmentos de las Cartas eruditas de Feijoo, así como de curiosos autores dieciochescos, como Diego de Torres Villarroel o Juan Pablo Forner. Ya, con una tradición hispanoamericana independentista, tenemos un fragmento del ensayo de Simón Bolívar, posteriormente denominado “Doctrina del Libertador” o su Carta de Jamaica, también de fray Servando Teresa de Mier; misma cosa de algún contemporáneo liberal español, como José María Blanco White Crespo y fragmentos de su autobiografía. También nos encontramos con muestras de las tradiciones discursivas hispanoamericanas donde se presenta el continente en tanto referente exótico, como el Lazarillo de ciegos caminantes de Carrió de la Vandera, el Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi o las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, contemporáneas a un costumbrismo de Mariano José de Larra con un fragmento de “El café”. Así como presentar fragmentos de poesías contemporáneas entre sí y compararlas, como en el caso de “El dos de mayo” de Juan Nicasio Gallego y “La victoria de Junín. Canto a Bolívar” de José Joaquín de Olmedo. O dar cuenta de la poesía romántica con un fragmento del “incansablemente leído” (p. 474) Gustavo Adolfo Bécquer o de tradiciones modernistas y noventayochistas, como Antonio Machado y Rubén Darío. Dentro de las tradiciones hispanoamericanas más específicas, aplaudimos que existan partes de la “Silva a la agricultura de la zona tórrida” de Andrés Bello o un fragmento del prólogo de su Gramática, así como una entrada del Diccionario de Construcción y régimen de Rufino José Cuervo o algunas definiciones del “Vocabulario” de Alcedo; parte del prólogo del diccionario de Pichardo, otro de García Icazbalceta o ensayos críticos, acerca del español de América, del mismo García Icazbalceta. Destacamos, además, la inclusión de otras tradiciones, caras al momento de hacer historia de la lengua, como las indoamericanas, por ejemplo, con parte de un canto nahua o una elegía quechua a la muerte de Atahualpa, ambas acopiadas por León Portilla en su El reverso de la Conquista. Junto con estas tradiciones discursivas, tenemos perlas, como muestras de poesía anónima del español bozal o un texto del papiamento. O la presentación, en el último capítulo, de diferentes muestras (con el apoyo del DVD) de atlas lingüísticos.

Fuera de las textualizaciones, encontramos aportes interesantísimos, muchos de los cuales los relacionamos más con la microhistoria que con la historia de la lengua española clásica. Por ejemplo, con reflexiones en torno a la historia de la escritura en el segundo y cuarto capítulos (pp. 46-50), así como noticias relacionadas, por ejemplo, con la llegada del papel a la Península, en el siglo IX, en el emirato de Abderramán II (p. 95) o a la llegada de la imprenta y lo que implica que se eliminara la variación en los tipos de letras y, posteriormente, la variación ortográfica (cap. XII), así como la misma difusión de los textos “que se volvieron más baratos y asequibles, lo cual dio un nuevo impulso a la lectura y a la capacidad de los escritores para dar a conocer sus textos y multiplicar su variedad” (227).

7. Tradiciones discursivas.

Destacamos, además, cómo organiza Lara su historia de la lengua a partir de la relevancia de estas textualizaciones, marcando cada una de sus apariciones, en tanto esquemas o patrones de género, es decir, como tradiciones discursivas. Lara, entonces, hace historia de la lengua por medio de estas tradiciones discursivas, por lo que va refiriéndose a las que se van consolidando, como el discurso jurídico, con Alfonso X o la inclusión de nuevas tradiciones discursivas, como las novelas de caballería en el XV (cap. XV) o el esplendor, en los siglos de oro, con el Quijote o con ejemplos de un discurso elevado que solo podría generar una reflexión satírica del metalenguaje, con Quevedo (cap. XVII). Así como la crisis en el lenguaje literario barroquizante (cap. XVII), con ejemplos extremos, como los de Francisco de Soto Marne o fray Félix Valles, frente a las indicaciones de estilo de un Bartolomé Jiménez Patón, cuyo desenlace sería, ni más ni menos, que la fundación de la RAE (cap. XVIII). O la aparición de discursos extendidos a las ciencias, con la obra de Diego Mateo Zapata, Tomás Vicente Tosca o Juan Caramuel. Misma cosa, dentro de la consolidación del neoclasicismo, al rechazo a todo discurso barroquizante, incluso el de los siglos de oro, hasta llegar a la prohibición de los auto sacramentales barrocos, como los de Calderón, en la época de Carlos III. Lo mismo con la importancia de la prensa y del epistolario en el XIX para dar cuenta del sustento ideológico y el estado de las cosas en España e Hispanoamérica o la interesante inclusión de tradiciones discursivas populares, como las adivinanzas o coplas.

8. Estandarización.

Quizás uno de los aspectos más destacables de esta Historia mínima sea el tratamiento de la estandarización como proceso esperable en la consolidación de lo que entendemos por Estado moderno, a partir de la conformación de las grandes monarquías europeas. Por ejemplo, cuando en el siglo XII empieza a manifestarse una conciencia propia de hablar de los castellanos (cap. VIII) o, en el capítulo X, cuando se insiste en la fase de institucionalización del castellano en el reinado de Alfonso X, con la escritura de leyes en esta lengua, siendo que “lo importante para él no era fijar una lengua, declarar una lengua oficial, sino aprovechar aquellas lenguas que, para lograr el entendimiento con sus súbditos y los trovadores que llegaban a vivir por cierto tiempo en su corte, le resultaban más eficaces” (p. 185). Institucionalización que empezará a determinarse con Nebrija (cap. XII), a partir de la necesidad de un arte que fije la lengua y contribuya a conservarla; asimismo, un arte contribuya a dar al Estado “el lustre que corresponde a los grandes imperios, como Grecia y Roma” (p. 234), por lo que Nebrija, según Lara, da vida a un nuevo valor: la identidad de la lengua, “un valor que no solo la identifica, sino que la instituye como unidad” (p. 235). O casi, simultáneamente, su internacionalización (cap. XVI): “El deslumbrante florecimiento de la tradición culta del español, que en el siglo XVI y después en el XVII se destaca en relación con toda la evolución anterior, y realmente pone una marca de calidad en los años posteriores de la lengua, unido al predominio político de España sobre Europa hizo que el español comenzara a influir sobre las demás lenguas; es decir, se invirtió la relación de influencia, por ejemplo hacia el francés y el italiano […] el español se volvió una lengua que cualquier europeo culto debía saber hablar” (p. 334) o que se impusiera como lengua oficial en la administración española, con Felipe V (p. 371), así como el mandato, en 1768, de publicar solo en español, con el objetivo de acelerar la integración lingüística.

En esta dinámica de la estandarización, son relevantes los datos que Lara va entregando respecto a los procesos de codificación, como el Arte de trovar de Enrique de Villena, el que “viene siendo una especie de primer tratado de fonética y escritura castellana” (p. 216) o, gracias a la influencia del humanismo italiano, la aparición por el interés filológico, con la edición, bajo el reinado de los reyes católicos, de la Biblia Políglota o complutense. Así como, y volvemos nuevamente a él, la obra de Nebrija, fundamental tanto por su relevancia política como por su enorme influencia en tradiciones lingüísticas posteriores, con su Diccionario latino-español (1492), su Vocabulario español-latino (1495) o sus Reglas de orthographia en la lengua castellana (1517), con el principio fonológico que retoma a Quintiliano: “Así tenemos de escrevir como hablamos, i hablar como escribimos”. Sin embargo, su gran obra fue la Gramática de la lengua castellana (1492), la primera de una lengua europea moderna, gestada bajo la lógica humanista, es decir, donde un arte tenía un objetivo preciso: fijar y guiar el uso de una lengua para evitar que, al paso del tiempo, como le sucedió al latín, al griego, al hebreo, se “corrompiera” (p. 232) y, claro está, con el esquema de las lenguas clásicas. Destacamos, respecto a la Gramática, las reflexiones de Lara cercanas a las nuevas escuelas de teoría de la recepción: “El haberse adelantado a escribir una gramática de la lengua que hablaba la gente hizo de su obra un libro raro, pues no se entendía qué valor podría tener un estudio de lo que todos, más o menos, manejaban espontáneamente” (p. 233). O cuando reflexiona en relación, por ejemplo, con una posible reforma ortográfica, la de Correas: “No tuvo éxito porque, como muchos otros después de él, no pudo comprender que la ortografía no depende del arbitrio de una persona o de unas cuantas, sino de la eficacia de la comunicación escrita que, ya para entonces, llevaba 400 años de práctica en español” (p. 353).

La historia de codificaciones, dentro de un panorama de la historia de la estandarización, se engrosa con otros grandes hitos, como los del segundo siglo de oro (cap. XVI), con Del origen y principio de la lengua castellana o romance que oi se usa en España de Bernardo de Alderete (1606); la Ortografía de Mateo Alemán (1608); el Vocabulario de refranes de Gonzalo Correas (1627) o su revolucionaria Arte grande de la lengua española castellana (1626), así como el adelantado  Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Sebastián de Covarrubias.  Misma cosa los hitos institucionales en el siglo XVIII, como la fundación de la Biblioteca Nacional de España (1712) o la fundación de la Real Academia Española (1714) y una especial descripción del primer diccionario que publica esta entidad, conocido como Diccionario de Autoridades (1726-1739), así como una sesgada crítica al diccionario usual (1780), referencias a la Orthographia española (1741) y su Gramática (1771). Así como otros hitos lexicográficos, como el diccionario del jesuita Esteban Terreros y Pando, el Diccionario del castellano con las voces de ciencias y artes (1767-1783). Así como el rol fundamental de ciertos intelectuales, como Gregorio Mayans y Siscar, con textos en donde se genera otro tipo de textualización: el de la consagración de la lengua española con, por ejemplo, sus Orígenes de la lengua española (1737), donde se dan a conocer los Diálogos de la lengua de Juan de Valdés, así como una Rhetórica (1757), que es una suerte de antología de la literatura española, donde aparece la primera biografía de Cervantes. Así como grandes hitos peninsulares del XIX, como el Nuevo diccionario de la lengua castellana de Vicente Salvá (1845) o el Diccionario nacional o gran diccionario clásico de la lengua española de Ramón Joaquín Domínguez (1847).

Otros datos que destacamos son los relacionados, por ejemplo, con las fuentes que influyeron en la redacción de determinadas gramáticas, tal es el caso de la repercusión de la filosofía de Locke, sobre todo con su discípulo francés más radical, Bonnot de Condillac, cuya filosofía repercutió en España, con la traducción de Bernardo María de la Calzada de su La lógica o los elementos primeros del pensar (1784). Algo similar ocurrió con Antoine Luis Claude Destutt de Tracy, de cuya escuela e influjo surgen las primeras gramáticas generales: la Gramática filosófica de la lengua española, de José de Jesús Muñoz Capilla (1831), los Principios de gramática general (1826) y los Elementos de gramática general (1835), de José Gómez Hermosilla y, en Latinoamérica, específicamente en México, Del pensamiento y su enunciación considerado en sí mismo (1852) de Clemente de Jesús Munguía; Apuntaciones sobre gramática general (1877) de José Zalce o la Gramática teórica y práctica de la lengua castellana, de Rafael Ángel de la Peña (1898). Sin dejar de lado al mismo Andrés Bello quien, en el prólogo de su Gramática, deja ver el conocimiento que tuvo de esta corriente de gramática general. Es esta Gramática, la de Bello, según Lara, la gramática más importante y con la mayor repercusión “incluso, hasta nuestros días” (p. 432), misma cosa el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana de Rufino José Cuervo (comenzado en París en 1872, su primer tomo se publicó en 1886).

Asimismo, valiosas son las reflexiones en torno al castellano, por ejemplo, en relación con su importancia transversal: “El castellano, además, no se gestaba como lengua exclusiva de los letrados y los eruditos, sino como lengua del pueblo, compartida con aquellos, ejercida desde el trono: una lengua popular, en el sentido más legítimo de la palabra” (p. 199), algo que se ejemplifica con algunos autores clave, como el marqués de Santillana (cap XII) con la reivindicación de la poesía popular en castellano y, al mismo tiempo, al componer en versos de arte mayor. Un ejemplo emblemático, en este caso, lo confirmamos con el Quijote (cap. XVI), símbolo internacional de la lengua española, afirma Lara. Así como la cientificidad en el discurso, con la producción de textos, sobre todo en el siglo XVIII, con la llegada del racionalismo (cap. XVII) y la presencia de los novatores, como Diego Mateo Zapata (medicina), Tomás Vicente Tosca (matemáticas y arquitectura), Juan Caramuel (matemáticas, lingüística, arquitectura), entre otros.

Así, como, finalmente, la consolidación de la estandarización: “producto de la formación de comunidades y espacios de comunicación, determinados por la consolidación de los estados nacionales mediante la educación pública universal, la formación de culturas nacionales, el poder de difusión de noticias, ideas y valores de la prensa, el cine, el [sic.] radio y la televisión, los aparatos jurídicos, las redes carreteras y de ferrocarril que comunican localidades, etc.” (p. 491). Pues Lara sigue celebrando el castellano y lo califica como la más temprana y adelantada lengua de cultura entre las modernas de Europa  a fines de la Edad Media, puesto que se usó, antes que otra lengua,  para nuevas tradiciones discursivas como la filosofía, la teología y el pensamiento orientado a la ciencia: “el latín se implantó en el resto de Europa como lengua de comunicación culta, a diferencia de lo que sucedía en España, en donde el conocimiento transmitido por el árabe y la fuerte presencia de la civilización musulmana contribuyeron a determinar su horizonte histórico de tal manera, que el castellano resultaba la solución más práctica para transmitir el conocimiento, reducido el latín al uso clerical y diplomático” (pp. 198-199).

9. Las tablas en la escritura de Lara.

En síntesis, constatamos, por lo demás, en el estilo escritural, a un autor que ya tiene familiaridad con el arte este de componer y redactar. Por ejemplo, se presenta un manejo escritural que le permite jugar con prolepsis y analepsis (vid. final capítulo V y cap. XVIII); asimismo, puede darse el gusto de escribir párrafos de 12 a 13 líneas sin puntos y seguido (cfr. p. 199). Encontramos, además, un acercamiento familiar al lector, por ejemplo, con exclamaciones, al explicar la fundación mítica de la identidad castellana (p. 110); la sorpresa con ciertos datos, para lograr un efectismo en el lector (p. 119). Así como comentarios amenos: “Las tradiciones discursivas de la prosa se ampliaron con la aparición de las novelas de caballería (que tanto daño hicieron a don Quijote de la Mancha)” (p. 217); “([…] parece que se les decía así a los habitantes de Cantabria, güeros y de ojos claros)” (p. 340); “[…] y se dirigió a Napoleón como árbitro para dirimir el litigio con su hijo. ¡A buen juez se encomendaron!” (p. 406); “Se convocó a una asamblea nacional –por supuesto, sin representantes hispanoamericanos– y se impuso la Constitución de Bayona” (p. 406). Así como dar manifiesta cuenta de sus gustos, sin tapujos: “Pese a lo retorcido que son estos versos, y a la dificultad de la lectura de la poesía de Góngora, he aquí estos bellísimos fragmentos” (p. 345); “Pues una cosa es la lengua de los grandes escritores, como Góngora, Quevedo o sor Juana, y otra la lengua de sus imitadores de mala calidad […] la mayoría de los que siguieron el estilo barroco produjeron verdaderos adefesios” (p. 362); “Destaca entre los autores de la época –y no por su calidad literaria, sino por la pobreza de sus ideas–Ignacio Luzán, quien publicó en 1737 su famosa Poética o reglas de la poesía en general y de sus principales especies” (p. 399). Hay mucho, además, de afán pedagógico, por ejemplo, cuando explica las tradiciones discursivas como el cantar de gesta, da cuenta de su continuidad y actualidad con el actual corrido mexicano. Destacamos, asimismo, ciertos cuidados y detenimientos en ciertas temáticas, como con las jarchas, detalladamente explicadas y ejemplificadas (pp. 108-109), lo mismo con las Glosas emilianenses (pp. 132-134), las explicaciones métricas, relacionadas con los cambios en las composiciones poéticas en el siglo XV (cap. XII) o las sucintas pero eficaces explicaciones de fonología y fonética en relación a lo expuesto por Villena (cap. XII). Se da, por lo demás, un tiempo considerable para explicar el contexto lingüístico de finales del siglo XIX y comienzos del XX para poder dar cuenta de los avances en la historia de la lengua y cómo, claro está, se empezaron a confeccionar estos manuales de historia de la lengua.

10. Por hacer.

A lo largo del texto el autor reclama una serie de aspectos que deben profundizarse; por ejemplo, el estudio del español del siglo XIX, cuyo estado de lengua no se ha investigado lo suficiente. O retomar los estudios dialectológicos, con una interesante demanda: “La dialectología y la geografía lingüística constituyen la base de todo estudio lingüístico, por cuanto llevan a cabo la taxonomía de los fenómenos lingüísticos que después sistematizará y teorizará la lingüística. Lamentablemente, en lingüística, como en muchas actividades humanas, hay modas, y ahora no están de moda los estudios dialectológicos y de geografía lingüística, a pesar de la necesidad que tenemos de ellos para formarnos una idea más real del estado de las lenguas y del español en particular” (p. 484). Asimismo, por la virtud de la multipolaridad, queda por hacer un estudio sociológico basado en datos como el tamaño de la población hispanohablante, el grado de alfabetismo y de educación de la población, su producción de libros, revistas y periódicos, radio y televisión y de las actitudes compartidas por las comunidades hacia sus propios dialectos y los de los demás países y, de esta forma, no imponer centros, sino irradiar la tradición culta de cada uno de estos (cfr. cap. XXII). Además, desde una perspectiva histórica, es necesario, reclama Lara, por los pocos datos que se tienen, hacer un estudio pormenorizado de cada una de las zonas hispanoamericanas. Sirva este defecto, dice el autor, para hacer historia de estas: “Hacen falta muchos estudios sobre la población de América entre los siglos XVI y XIX, así como sobre las características que fueron tomando las sociedades hispanoamericanas” (p. 271).

Como se ve, entonces, y como una patente característica al hacer historia e historiografía, quedan muchos aspectos por desarrollar, así como constatamos, después de leer esta Historia mínima, cómo se enriquecen ciertos puntos de vista por medio de nuevas formas de hacer historia.


Notas

1 Con un orden, diríamos, usual dentro de la bibliografía existente: I. Sustrato prerromano; II. La colonización latina; III. Caracterización del latín hispánico; IV. Las invasiones germánicas y la decadencia del Imperio; V. Al-Andalús; VI. El surgimiento de los reinos cristianos y la influencia franca; VII. Los primeros documentos romance; VIII. Primer reconocimiento del castellano; IX. Las primeras tradiciones discursivas del castellano; X. El castellano de Alfonso el Sabio; XI. El castellano al comienzo del Renacimiento; XII. El castellano de los reyes católicos; XIII. La época de Carlos V y la colonización de América; XIV. El español que llegó a América; XV. Sevilla frente a Madrid; XVI. Los siglos de oro; XVII. La reacción contra el barroco y el neoclasicismo; XVIII. La Real Academia Española y el Neoclásico; XIX. El siglo de las independencias; XX. Concepciones de la lengua en el siglo XIX; XXI. Las tradiciones discursivas del siglo XIX; XXII. El español contemporáneo: estudio y situación.
2 Con un apartado que comprende seis apéndices: 1. Aparato fonatorio; 2. Correspondencia letras-fonemas; 3. Glosario de términos especializados de lingüística; 4. Vocabulario; 5. Topónimos; 6. Nombres propios.
3 Una excepción sería el libro de divulgación  Los mil y un años de la lengua española, de  Antonio Alatorre (1979).

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