sábado, 29 de julio de 2017

Magnífico día para ser otro día

Uno no tendría demasiado que hacer; haga lo que haga, la vida se tomará siempre el mismo paciente trabajo de ir matándolo y olvidándolo poco a poco. La vida o el asco, si es que no son la misma cosa. ¿Para qué hacer nada? Unos no quieren saber, otros huyen, otros se ensimisman. Son los tres tipos de mal del budismo: la ignorancia, el desapego y el apego. En sánscrito los llaman klesa, como la marca de leche.

No se puede huir si llevas contigo tus rutinas, que son tú mismo. A los viejos, por ejemplo, los atan de pies y manos para dejarlos siempre en su mismo sitio. Las rutinas matan la vida, porque falsean el contenido del tiempo haciendo que un día sea el mismo que otro... reduciendo, en suma, la extensión de la vida, de la experiencia humana. Y de las rutinas que más odio, hay una, el ruido, que es extraordinaria.

La abuela materna de mis hijos, por ejemplo. Tiene que ver siempre un concurso memo de los que excretan por la tele, donde las risitas tontas y continuas (muchas veces auspiciadas por los letreros ocultos, las memeces del presentador y la ignorancia lastimosa de los pardillos invitados a competir) terminan por envolverla en un sedoso capullo de completa indolencia. No escucha el concurso para aprender: está casi sorda, sino para sentirse acompañada. El error continuo de tanto concursante termina disculpando cualquier tipo de ignorancia y los aplausos y las risas la confortan más que, por ejemplo, conocer la inútil capital de Burkina Faso.

Sin duda algunos, como la abuela, habitan un mundo de hiperreducidas proporciones, con el horizonte que puede contemplarse solo desde lo hondo de un pozo. Es un infierno budista, pues existe la reencarnación. La tele, al menos, es uno de esos pozos en los que se suele embotellar la gente: continuamente repiten las mismas películas y series y los mismos personajes, temas y tópicos en esas películas y series. Incluso repiten las historias haciendo secuelas una y otra vez, reboots, spinoffs y vete a saber qué más. Las series se han vuelto no ya gemelas o mellizas, sino clónicas y aun siamesas. Por no hablar de esa forma de eterno retorno que es la publicidad, una publicidad chillona y maleducada, que es también ruido, simplemente.

Qué lejos anda la originalidad y la cultura. El ruido de la televisión y el privilegio desmesurado (e interesado) hacia la música y el deporte, al lado del ninguneo del teatro, el cine, la lectura y el cómic, han separado definitivamente a la juventud de la cultura. Se ha producido una ruptura generacional: no hay juventud en la tele, solo mierda y viejos hablando todo el tiempo de cosas de viejos.

Tanto espectáculo repetido acaba a uno por dejarle el talante mortífago de un Hanecke. Lo mismo ocurre con los documentales: guerras y más guerras, se diría que siempre la misma guerra: la guerra contra la cultura. Y supersticiones, mucha superstición, cientos de mentiras que usurpan ese nombre: "cultura". Violencia y mentira es lo que venden los documentales.

Y en los telediarios, las mismas chorradas, los mismos partidos políticos tarados repitiendo lo mismo desde hace cuarenta años y la misma desvergüenza tanto por los políticos como por sus cómplices, los periodistas, en divulgar lo que es pura y simplemente posverdad. Una sola cosa es cierta: la televisión no ilumina el futuro. Incluso podría decirse que, según ella, no lo hay. Deleita y mueve (o más bien aburre y enerva), pero no instruye, no nos hace mejores personas, no habla de la gente "real" (y no me refiero a las figuras "reales" que adornan el couché, que son tan de papel como el propio couché) de ahora, sino de la de ayer. Desde luego, no es ética (una categoría según nuestro manchego filósofo José Antonio Marina muy superior a la de la religión). Si hubiera ética no "echarían", perdón, quiero decir "vomitarían" cosas como las de la teleteta 5.

Me despierto a las cinco de la mañana, y pongo la radio. Hay que ver con qué desprecio, con qué klesa ignorancia tratan los periodistas lo nuevo. Por ejemplo, la idea de liberar y ampliar la idea de una España común, o la idea de someter a un mayor control ético y ciudadano los poderes fácticos que nos gobiernan. No es que lo nuevo dé miedo, es que es el miedo. Y también hay una enorme falta de cojones para emprender la reforma de la enseñanza, de la administración o la más necesaria de todas, la de la justicia. En vez de separación de poderes quieren todo el poder. Eso de repartirlo, que es lo civilizado, ni lo han considerado.

Lo dijo ya Hobbes: la inclinación malvada de los hombres hace de nuevo necesaria la alianza del poder con el mal mismo para producir los resultados adecuados de la convivencia y la paz. Para el liberalismo, el poder es un mal, desde luego... y un mal necesario, pero, por eso mismo, si queremos disfrutar de la seguridad que produce frente a la anarquía, también debemos controlarlo y limitarlo, ya que sin esta contención no es útil, no produce sus funciones asignadas, que son la seguridad, la paz y la convivencia; el mal, pues, ya que nos es necesario, ha de ser domado (esgrimiendo frente a él nuestros derechos), sometido (al consentimiento de los obedientes), vuelto sensible a nuestros intereses (mediante la representación), despedazado (dividiendo sus poderes), regulado (sometiéndolo al imperio de la ley). 

Pero el miedo se refugia en el poder del statu quo y no quiere de ninguna forma cederlo a la novedad y se repite la inercia repetidora de lo viejo, de lo de siempre. Por eso a los viejos que controlan España no les interesa nada lo nuevo, por eso gracias a sus políticas ya no quedan apenas jóvenes, se subemplean o se van. Ni siquiera esos jóvenes que vienen de fuera, de China, de Marruecos, de Ecuador: esos jóvenes son como las golondrinas y al ver lo vieja que se ha quedado España, el bar de Europa, se toman eso sí una copa y se marchan a países más jóvenes.

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