miércoles, 14 de febrero de 2018

Análisis de la timidez

Timidez: historia de un malentendido (con modestas soluciones)
El anecdotario del apuro no es tan conocido como el de la audacia, pero su interés es mayor que nunca en esta época de intimidad retransmitida a todas horas

CARLOS ZÚMER

Madrid 13 FEB 2018 - 19:05 CET

La palabra latina solitudo significa soledad, pero también desierto. El explorador británico Alexander Kinglake estuvo vagando por el Sinaí durante días hasta que se cruzó con otro explorador, también inglés. Sólo se tocaron un momento los sombreros. Nadie en su país, sin embargo, se habría sorprendido demasiado ante una escena tan escueta. La introversión británica celebró la inauguración, algunos años después, en 1840, de la era de la privacidad postal. No había hasta entonces sellos, sobres cerrados ni buzones en las ­calles. El postmaster de cada pueblo dejó de ser la fuente oficial de cotilleos y la timidez encontró por fin su desahogo epistolar.

Es un reto seguir la pista de la introversión en la historia. Deja escaso rastro y sus estragos suelen esconderse bajo todo tipo de malentendidos. El futbolista norirlandés George Best, por ejemplo, figura como modelo de deportista disoluto en los años sesenta y setenta, pero detrás de sus vicios y sus espantadas (una vez no se presentó en la concentración de Irlanda de Norte y se escapó a Marbella, donde le dijo a un periodista que ya se había retirado), Best escondía una timidez atroz que le impedía, si no llevaba una copa encima, llamar para reservar mesa en un restaurante. "Nunca he superado mi timidez", dijo años después en su autobiografía. En el campo nunca fue un problema.

Joe Moran, historiador cultural detrás del libro Shrinking Violets (violetas que se encogen, por la forma cohibida de erguirse de estas flores), rastrea el origen y el desarrollo de la timidez en la historia de los pueblos y países y en biografías grandes y pequeñas. El recorrido es apasionante: desde actores que sobrevivieron a las playas de Normandía, pero se rindieron al pánico escénico, hasta el extraño caso del carisma del gélido Charles de Gaulle. A Charles Darwin, padre del naturalismo moderno, no le pasó en absoluto inadvertido este "extraño estado mental, la rara capacidad de autoatención" o de autopensarse del sapiens sapiens. ¿Qué sentido evolutivo podía tener una forma compulsiva de vacilación?

Los biólogos hablan de una selección natural fluctuante entre ejemplares tímidos y extrovertidos. Entre salamandras, por ejemplo, las valientes tuvieron más posibilidades de imponerse a los depredadores, pero los especímenes más observadores y menos impulsivos se expusieron a menores riesgos. La introversión y la extroversión son, por tanto, un cierto código binario evolutivo, los ceros y unos que han jalonado el desarrollo zigzagueante de las especies. También la de los humanos.

Adviértase que las pinturas rupestres, en su mayoría, se encuentran en lugares profundos de las cuevas. Apuesta la zoóloga autista Temple Grandin que el arte nace, posiblemente, de homínidos aburridos de estar alrededor del fuego y de oír presumir sobre caza a los machos alfa. Imagina Grandin que algunos antepasados algo diferentes debieron levantarse en algún momento y aislarse de la tribu, "aspergers sentados en el fondo de una cueva". Joe Moran lo llama el momento de la "explosión creativa". Miles de años después, algunas sociedades han visto sedimentar esa tibieza social como parte reconocible de su idiosincrasia.

La primera vez que se usó en inglés la palabra timidez (shyness) fue en el siglo XIII para referirse a caballos que se asustaban fácilmente. Seiscientos años después, los cocheros anglosajones eran conocidos por una práctica que chocaba a los extranjeros: no dirigir la palabra a sus equinos. Por su parte, en Suecia, Ingmar Bergman no entendía de niño por qué nadie lloraba en los funerales, hasta que por fin muchos lo hicieron a moco tendido (sobre todo inmigrantes de primera generación, no tanto nativos) cuando asesinaron a balazos al primer ministro Olof Palme.

Para los psicólogos, un factor distingue al simple introvertido del tímido: el sufrimiento. Un sufrimiento derivado del miedo al rechazo y al ridículo. "Sentirte horriblemente invisible la mayor parte del tiempo y horriblemente visible el resto", dice el autor de Shrinking Violets. La psicóloga y divulgadora en radio y televisión Pilar Varela, que publicó en 2008 Tímida-mente, lo resume con sencillez: "El introvertido no habla porque no quiere y el tímido no lo hace porque no puede". El doctor Henry J. Heimlich, en la descripción de su famosa maniobra de emergencia, aseguraba que "a veces, una víctima de atragantamiento siente vergüenza por lo que le está pasando y se va del sitio sin que nadie se dé cuenta. En un lugar cercano perderá el conocimiento y, si nadie le encuentra, podrá morir o sufrir daños cerebrales irreversibles".

La timidez como desorden emocional no fue materia posible para las aseguradoras médicas estadounidenses hasta que apareció en el llamado Manual diagnóstico y estadístico de desórdenes mentales. En su tercera edición (1980), la cuestión ocupaba apenas unos párrafos; en la quinta (2013), siete páginas completas. Hoy el asunto llena estanterías enteras y da trabajo a terapeutas de todo el mundo. Según un estudio de 2011 del National Institute of Mental Health estadounidense, casi uno de cado ocho adolescentes de EE UU presenta el cuadro característico de la denominada fobia social.

Desvitualizar el mundo

Cabe preguntarse si, como advirtió el investigador Philip Zimbardo (responsable del famoso experimento de la cárcel de Stanford), las nuevas tecnologías pueden abocarnos a una "edad de hielo de la no-comunicación". Paradojas como el alone together (conectados pero solos) de la socióloga best seller Sherry Turkle encarnan la contradicción de una sociedad que se expone más que nunca, pero que lo hace con termostato. Regulamos nuestras relaciones en función de diferentes estrategias y elegimos, por ejemplo, un e-mail en lugar de una llamada de teléfono, o un simple whatsapp antes que una respuesta en persona. "Lo que está claro es que las relaciones personales son insustituibles", responde Pilar Varela al ser preguntada por el riesgo de que las nuevas generaciones sufran, al empezar a desvirtualizar su mundo. Por ejemplo, cuando inician su vida laboral.

Ya sean jóvenes o mayores, alguien con problemas de timidez se hace la misma pregunta que un paciente de psoriasis o uno con vértigo: ¿tiene remedio? No hay una respuesta tajante. "Si la timidez no es solucionable, sí es, al menos, muy manejable", asegura Varela, que advierte de que, en realidad, todos tenemos algunas conductas de timidez: la clave reside en conseguir, mediante diagnóstico y entrenamiento, no convertirlas en conductas incapacitantes. Por su parte, Joe Moran tiene una frase contra milagreros: "Todas las personas sobre las que he escrito en este libro eran tímidas tanto al principio como al final de sus vidas". De Bobby Charlton a Oliver Sacks. De Alan Turing a Nick Drake.

Lo ilustra bien una anécdota de Agatha Christie. En la cresta de su éxito editorial y teatral, Christie acudió feliz a una gran fiesta en su honor en el hotel Savoy de Londres. Pasó, sin embargo, más de una hora sin atreverse a cruzar el umbral de la puerta. El portero no la había reconocido y le negó el paso. Ella no se atrevió a identificarse. "Aún tengo la sensación de que pretendo ser escritora", dijo en su autobiografía 20 años después.

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