lunes, 8 de octubre de 2018

Medir los sentimientos

No hay aparato que pueda medir los sentimientos, pero los romanos, gente práctica donde las haya, inventaron el lacrimatorio, una pequeña vasija de cristal donde podían guardarse las lágrimas por cualquier desgracia. Se han encontrado muchas de estas pequeñas ánforas en las tumbas: así se podía cuantificar la tristeza que había producido el óbito del difunto... aunque muchas de esas lágrimas hubieran sido compradas y procedieran de las plañideras.

Uno podía conservarlas y al final de la vida averiguar cuál había sido el mayor dolor de la misma: si la pérdida de la primera esposa o la segunda, si la de un hijo o una hija, si la de un perro o una esclava... Pero nosotros desperdiciamos las lágrimas, a pesar de lo que cuestan. Hoy el dolor es la sustancia más desaprovechada y despreciada del mundo: solo le importa al que lo sufre. Así nos va. No hay cumpassio, compasión, verdadera, y ni siquiera συμπάθεια, simpatía, que es el vocablo griego que el término latino calca. Para medir los sentimientos actuales haría falta algo parecido a un sismógrafo y serían solo los que uno siente por sigo mismo.

Solo hay que leer la prensa de derechas (o sea, toda la impresa y la mayor parte de la otra) para constatar el miedo que la acojona y la caga ante el terror de una izquierditis. Se entiende. Han dicho que el castillo de naipes de las pensiones se vendrá abajo en diez años, o antes quizá, si vuelve otra más que posible Gran Recesión, no habiendo podido salir siquiera de esta (salvo los islandeses, que encarcelaron a todos sus banqueros y se negaron a pagar la deuda; ahora les va mejor que a nosotros, putillas de madame Merkel). Dicen los de Europa que no adoptemos solos la tasa Tobin a la banca, que da cosa y yuyu y después el diluvio... Después de que encima les hayan sacado los colores por sus comisiones ilegales, posibles gracias al fascismo financiero heredado de la Franquicia (el cuerpo corrupto del santo dicen que va a la Sagrada Familia, pero hay una propuesta que quiere enviarlo a una cuneta desconocida; no sé, incinerarlo estaría bien, como al genocida Ben Laden). Pero alguien tiene que ser el primero. 

Seguramente temen que fuera un precedente gravísimo eso de que la banca empezara a pagar cuentas (lo que, por otra parte, es casi lo que hace: hay quien roba los bancos por fuera y hay quien los roba por dentro, decía el cantautor Quintín Cabrera). Causaría una seria pandemia de virus islandés y se propagaría de forma irreparable para el capitalismo, ahora que empezaba a perder el rostro humano que había adquirido en su combate con las socialdemocracias avanzadas y el dizque comunismo. Precisamente don Lorenzo Trujillo, el antiguo rector del Seminario, va a publicar una distopía situada en el año 2040, El rostro,  donde se refleja la evolución que espera a nuestra sociedad. La presentará mañana en el museo López Villaseñor; sin duda será una obra valiente sobre lo que nos espera, pues a muchos nos asusta mirar al futuro, que es algo que se hace no solo con la imaginación, sino con la mente. 

El posible retorno de la socialdemocracia caga que no veas a los partidos bancarios y a los medios que les lamen el apetitoso culo. Su sentimiento predominante es el miedo por el futuro. Pero el de los pobres y el de los débiles es uno peor: es la tristeza, es el dolor por lo presente. Que no cotiza en los medios.

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