jueves, 28 de marzo de 2019

Internet. La ceremonia de la confusión.

Los medios de expresión que requerían el introspectivo esfuerzo de abstraer han sido sustituidos por otros más extrovertidos, caracterizados por su visibilidad y ostensibilidad. Una llamada blogosfera nos rodea y nos apresa en una red cuya extensión, como la del desierto, simula un espejismo de ficticia e inencontrable libertad.

Existe una frase anónima que hace pensar: "La informática es estupenda para solucionar problemas que no teníamos antes de la informática". Podría ser que haya generado más dificultades y complicaciones de las que soluciona, al menos en los ámbitos no tecnológicos que son los que más debían importar a las personas. Creo yo que la generación del mayo californiano-francés o del 68, al darse cuenta de que no podía cambiar el mundo, creó otro no necesariamente mejor: la Internet. Una forma viscosa, lisérgica y obscena de interconectarse por mil maneras y modos diferentes y de reciclarlo todo en una mierda común. De anecdótico origen militar, pasó a ser civil e incluso incivil: una jungla vietnamita anarcoide y terrorista de donde está proscrita toda ética, no solo en la red profunda: el anonimato bajo un mote o nick hace posible el fenómeno de los trolls o energúmenos, de los haters u hostiles, de los lurkers o pasotas de las listas de correo, de los posicionadores, de los viralizadores y de los hackers o bandoleros informáticos.

Dentro de lo llamado genéricamente posmoderno (hipstérico o alejandrino,  si queremos negarnos a reciclar vocablos) la informática lo mancha todo con su viscosa y alucinada interconexión; se trata de la orgía de todo lo diverso, que no por ello es menos divertida... y agotadora: exige un tiempo que se arranca a la vida. Es una manifestación de lo que el psicólogo y comunicólogo de Palo Alto (en el mismo meollo de Silicon valley) Paul Watzlawick llamaba El arte de amargarse la vida (1989): razonamientos que no concluyen, sino cuyo mero propósito es no concluir; como las discusiones televisivas, que nunca llegan a acuerdo, solución  o término: el único propósito es mantener la conexión, el canal, generar relaciones de dependencia, "fidelización", drogadicción u obsolescencia programada. No hay que ir muy allá si vemos que individuos como Jobs, Wozniak, Gates y Zuckerberg padecían diversas patologías del comportamiento humano y problemas de espectro autista para relacionarse con personas que no fueran de su "esfera", tan plana y unidimensional que parece puro Marcuse. Watzlawick afirmaba que "es imposible no comunicarse, ya que todo comportamiento es una forma de comunicación" y, puesto que no existe forma contraria al comportamiento (un «no comportamiento» o incluso «anticomportamiento»), tampoco existe la «no comunicación».

De ahí deriva el problema que padecemos actualmente y sobre todo en Internet: una sobreinformación y una actitud tan abierta que nos deja en una pelada y perniciosa pelotez; estamos demasiado comunicados y de muy diversas maneras: no hay forma de aislarse y de ser un yo, no hay forma de pensar individualmente: nos dejamos llevar por la corriente colectiva, se nos quita tiempo para no hacer nada, esto es, para ser unos mismos, que es lo más importante que podemos ser, y es precisamente porque conectados no hacemos nada; algo que, paradójicamente, nos aísla en ese mundo unidimensional que es la pantalla. Internet nos disuelve en atomización y fragmentarismo. Si para el siglo XIX y buena parte del XX la patología mental más frecuente era la histeria a causa de la represión, en nuestra época la falta de represión, el carácter demasiado abierto de toda comunicación expande tanto el rostro y la identidad que la rompe y fractura; genera un narcisismo hueco y maligno; una falsa interactividad; en cuestiones políticas, incluso un nazisismo intolerante que es en realidad el reflejo de esa pérdida de yo, de sustancia identitaria. Las verdades han dejado de ser apofánticas (en lógica, las que afirman o niegan algo) para ser simplemente retóricas; ya no existe lo verdadero o lo falso, sino lo absurdo, puesto que el carácter demasiado abierto de los razonamientos impide llegar a conclusiones. Como dijo Berlusconi,  un político nacido de la comunicación, el espectáculo y la  corrupción, "la verdad no cambia nada". Ya había señalado el comunicólogo Jean François Revel que "la más importante de las fuerzas que mueven el mundo es la mentira". Yo matizaría un poco más esa palabra: es el absurdo, lo que no es ni verdadero ni falso. Un dicho cualquiera de Berlusconi, Trump, Salvini, Putin, Duterte, Abascal o cualquiera de las plagas de políticos nazisistas que padecemos es eso. En la teoría de los infortunios de John Langshaw Austin se sostiene que existen dos tipos de enunciados: los constatativos, que son verdaderos o falsos,  porque son comprobables, y los realizativos, que son aquellos que no son ni una cosa ni otra, porque solo poseen "intención"; en cierta forma, son siempre autorreflexivos. Narcisistas. No es de extrañar que ya no se pague por la información, sino por la publicidad, y que los canales de pago de televisión que antes se anunciaban sin publicidad ahora la ofrezcan, pero cobrando lo mismo. La red es gratuita porque la costeamos dejando vender nuestros datos a compañías de publicidad y mercadotectnia / marketing. La prensa ya no se sostiene económicamente, y por eso se encuentra por entero mediatizada /mercadizada por la publicidad y las subvenciones que la mantienen; pero por eso mismo ha dejado de ser información para ser publicidad o lo que Gramsci llamaba hegemonía cultural del capitalismo. De ahí que toda la prensa se redacte con anteojeras y tapones en los oídos y siempre mire hacia el lado que le conviene al dinero. Es un sesgo cognitivo general, una censura que se confunde con lo que llamamos impropiamente "información" y solo es conformista conformación.

Quien defiende su privacidad y no se comunica ni tiene presencia en la red es mirado como la estatua de Don Tancredo: mal. Tarde o temprano recibirá cornadas. El móvil es patógeno y provoca comportamientos como la nomofobia y que los niños accedan al porno o puedan ser excomulgados de grupos de afinidad por sus rasgos de "propiedad". Los críos están demasiado socializados, demasiado abiertos como para poder ser unos mismos. Malcriados, en suma. La gente duerme con el móvil porque hasta dormir se ha vuelto un acto social; incluso ¿confían? el cuidado de los hijos a la tecnología. La misma palabra móvil sugiere algo lábil, inasentado, que no tiene esencia, estabilidad ni continuidad. Resulta curioso que los hijos de los magnates de Internet se eduquen alejados de esta nubosa lacra, pues que la odian, y que ya se oiga (cada vez más fuerte, porque estamos distraídos con estas cosas) a los hijos quejándose de la "ausencia" de sus padres cuando los encuentran encadenados a ellos (a los móviles, me refiero). Y eso cuando se trata de hijos que no nos imitan habitando su propia burbuja de información fatua y prescindible, una Nube tan alta como la de Heidi. Una información que nunca se queda, que no deja poso, que no sirve para construir. Junto a esto está la llamada infoxicación: el carácter meramente cuantitativo de la información en Internet impide jerarquizar y clasificar debidamente lo importante y lo sustancial en la misma, casi siempre relacionado con el individuo precisamente. Por no hablar de la deturpación de la ortografía y de la sustitución del elaborado mensaje escrito por el impreciso y desmadejado mensaje oral.

En semántica formal, un predicado es una expresión que define a un subconjunto de un conjunto, pero un predicado es un significado, es decir, no es un individuo. Lo individual, lo subjetivo, en tanto que sustancia es, precisamente, lo único que no puede ser predicado: y en Internet, mucho menos. En efecto, Watzlawick  afirma que toda comunicación tiene un nivel de contenido y un nivel de relación, de tal manera que el último clasifica al primero, y es por tanto, una metacomunicación. En Internet eso significa que el anonimato y la distancia son esenciales en esta nueva manera de relacionarse, al parecer, "humanamente". Esto provoca una estética alienante, cosificadora y narcisista porque es acumulativa y carece de centro. La patología de los instagramers que suman ingentes copias de imágenes propias o parecidas, como en un laberinto de espejos. Uno se define en tanto que influencer de otro: el infierno son los demás, que decía Sartre en A puerta cerrada. Esto es lo que genera una gran soledad: el fenómeno de los poseídos por un tipo de fobia social que los japoneses denominan otakus e hikikomoris: jóvenes aislados en sus habitaciones que se niegan a salir y envejecen en ellas, enganchados a la tecnología, pero distanciados de las familias que viven a su lado.

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