domingo, 12 de enero de 2020

La banalidad del bien

Se suele hablar del mal menor como si fuera un bien. Es lo que ha posibilitado el maquiavelismo en política y la llamada "razón de estado": eso de que sea legítimo matar a cien mil para que no muera un millón, y de que "es más seguro ser temido que ser amado", que escribió el famoso humanista florentino.

Me gustaría conocer sin embargo al que lleva la contabilidad moral de esos ceros "a la izquierda", esos muertos evitados e hipotéticos; me gustaría saber con exactitud qué han evitado esos adivinos de barbaries y horrores sin cuento que siempre justifican el mal presente para evitar los (no tan evidentes) "males mayores", y se llaman a sí mismos, como el almirantito frustrado gallego de voz de pito, "grandes timoneles" de la horaciana "nave del estado".  Son ellos los que afirman que el fin justifica quinquenalmente los medios sin apercibir que no hay fines, sino medios, porque es lo único que podemos controlar de verdad, ya que la vida es una carrera de relevos, un proceso colectivo de mejora y no de corrupción sistemática del Estado. Me gustaría conocer a esos terroristas que ven el coco de las políticas sociales que se lleva a los niños que duermen poco (porque ven demasiada tele idiotizante y las simplezas y comentarios de otros medios desinformativos igual de comprados). Sloterdijk ponía a caldo a esos políticos corruptivos y "de fines" en su Crítica de la razón cínica (2003).

Los muertos por morir siempre justifican los muertos que se han facturado para las necesidades del poder de ahora mismo; las estadísticas de Stalin, los dos millones sin cuento de chinos muertos por Nixon y compañeros héroes, que para muchos son cuentos chinos; los innúmeros de Hitler y Leopoldo II, incluso aquellos que valiéndose del capitalismo matan, como hace el capitalismo, indirectamente, con instrumentos como una sanidad chamanista o una política educativa que no solo es paupérrima, sino que genera pauperismo; la patriotería nacionalista, la injusticia y su connatural guerra congénita  o la congelación económica en Insanoamérica, que estamos a punto de imitar. Son muertos como los de ese avión de Irán, que tal vez estarían vivos si a Trump no se le hubiera subido el impeachment  a las barbas y no hubiera necesitado una inyección de patriotería para mantener enhiesta su fláccida banderita. Siempre se hacen guerras pequeñas para evitar "males mayores", que dicen, pero la historia demuestra que la más pequeña de las guerras acaba siendo más incontrolable y extensa que un huracán, y llena de colateralazos. Hasta el más devastador incendio nació de la brasa de una sola colilla. El uso de las armas es lo que tiene, y así el asesinato de un archiduque, realizado con una pistola que se encasquilló tres veces, provocó la I Guerra Mundial, y esta provocó a su vez la segunda, más grande, como las olas de un charco. Y ninguna habría sido posible sin esa previa y absurda Guerra franco-prusiana que creó ese también absurdo sistema de guerra fría entre las alianzas patrioteras de Alemania y las de Francia, lo que en las novelas de espías se llamaba "el gran juego", luego sustituido por la tensión fresquita entre soviéticos y yanquis. Siempre la ha habido, desde Atenas y Esparta, desde Roma y Cartago, desde Bizancio y los Seléucidas, desde el Papa y Lutero. 

La novela de espías es más transparente que la novela negra, se ve más claro la calada de la moral individual en la colectiva. Noel Behn la definió muy bien al escribir que "en una novela policíaca se castiga un crimen; en una de espías, se comete uno". Joroba que todas las guerras se hagan siempre para evitar la guerra, con esa estupidez del mal menor. La humillación seminal de todo nacionalismo forja siempre las flores de la muerte, son pasiones, creencias, ideologías y al cabo utopías que exigen sacrificios humanos, sean mártires o héroes. Es lo que suelen usar, por ejemplo, los fascistas "españoles" que destruyeron la apenas esbozada república, que en unos pocos años construyó más escuelas que los regímenes militares que en todo el siglo XIX se limitaron a acaparar el presupuesto y librar tres guerras civiles y varias coloniales para justificar un gasto que podría haberse hecho en educación, agricultura y sanidad. Critican los neofascistas españoles que los extranjeros son los que más violan a las españolas de sangre; me gustaría que fueran a un prostíbulo, a preguntar si los clientes hispanos prefieren a las nacionales sobre las extranjeras, porque todo es cuestión de gustos. O que fuera Rocío Monasterio, la de los "menas", que no en vano ha recibido hace un par de días el reputado premio "Corazón de Piedra" concedido por la  Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales (con 1.158 votos, el 60,3% del censo) y se cuenta entre los méritos de personajes tan indiscutibles como Ana Mato o Mariano Rajoy.  

¿No será que se le llama mal menor porque es el mal que hacen los pocos, esto es, ese uno por ciento que acapara la mitad de la riqueza mundial, cuya única política es no pagar impuestos y que siempre saca beneficio de la crisis de los demás?

Tenemos un mar Menor que ha sido contaminado y ahora es un mar Muerto. El mar de Aral ya se ha secado, y el Titicaca va camino. Y como de los males pequeños vienen los males mayores, veremos como terminan nuestros pobres, ácidos y cada vez más calientes y deshabitados océanos.

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