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jueves, 14 de mayo de 2020

Romance del Café Gijón

Víctor Hurtado Oviedo

Romance del Café Gijón 


El Gran Café de Gijón
(paseo de los Recoletos)
es donde le tout Madrid
poetiza con sus muertos.
Es piso de un solo piso
(que en Hispania es ‘piso cero’)
con frente de tres ventanas
para que los indiscretos
se pinten de Las meninas
hacia el museo callejero.
Mármol y vidrios dialogan
en el frontis de maderos;
puertas dobles se definen
sin dudas del lado izquierdo.
Dentro: el bar, columnatas,
mesas y doctos meseros
que alfiles de blanco son
sobre el piso de tablero.
Bajo: viaje hacia la cava,
sotanillo, cripta, seno,
catacumba, cava-tumba,
donde ―si alcanzan los euros― 
ha de gustarse, jocundo,
el más pecador sustento.
Todas son bajas pasiones
si lo son en hipogeo.
La madre de los cafés
―o el padre de los cafetos― 
es Parnaso horizontal
y hospicio de los bohemios;
de damas de pelo lila,
trabalenguas, murmureo;
receso de los turistas;
coso, arena, burladero
de tertulias bien habladas
de malhablados poetos,
poetisas, genetliacos
más rapsodas y troveros
(mester de cafetería
y bon vino de Berceo);
de un autor de cantautores
y espadachín del solfeo,
que, a un ritmo pop-cuaternario,
corta en cuatro el silencio;
de dramaturgos lucientes
de risas cual propio estreno,
e histriones que hasta en el público
infunden el miedo escénico.
Censores de a ciencia incierta
―librescos de libro ajeno―
los hay en estado crítico,
y prosistas prosa-cero,
y estilistas más finolis
que los más finos aceros
toledanos que, a lo largo,
de un Tajo tajan un pelo.
El Gijón es breve Prado,
mini-Thyssen y museo
princesa (filo-Sofía)
de pintores pintureros
ateos o consagrados:
unos, paletas paletos
que dejan una silueta
de rimas cual un scherzo
de curvas para el oído;
otros, genios celebérrimos
que, en la cava y las paredes,
han ya sembrado al voleo
el relámpago del iris
y luces en blanco y negro.
Caricaturas y cuadros
son acuarelas, bocetos,
gouaches, carbones y tintas.
Fueron pintados al fresco
de la memoria y son mapas
para que torne el recuerdo
al abrirse aquellas puertas
del café de los aedos.
Ya cruzado el poco o paco
umbral que dará el acceso,
transida que sea la entrada
y ad portas sin ser portero,
habrá de verse, atildado,
a don Alfonso en su puesto:
embajador de los años,
anarquista y cerillero;
vale decir, el ministro
del Tabaco y del Fogueo
con que se encienden los ánimos
prendidos de este ateneo.
Nada que ver este Alfonso
con el decimotercero
Borbón de bigote en cera
que huyó a Roma de romero
antes de que le estallase
aquel resonado estruendo
―niebla de grandes de España,
guateque de los pequeños―
al que llamaron República:
la fuente de los deseos;
palacio, mas no de Oriente,
sí norte de los plebeyos.
Alfonso es chaval de guerra
que asperges de bombarderos
rociaron de agua maldita:
aviones, buitres violentos
que en cada niño estrenaban
eterno mandil de huérfano.
Cerillero iluminado,
libertario fiero y bueno,
más príncipe que Kropotkin,
acratista y caballero,
al más pintado insumiso,
Alfonso hace hermano lego.
―¿Qué es la acracia, don Alfonso?
―La acracia es un toro negro
umbroso como una pena
y alegre como un lucero
sobre la feria del mundo,
que en las puntas de los cuernos
izará chulos, parásitos,
nobles, curas y banqueros.
Muertes tempranas engendran
bakuninista cabreo.
Entre la puerta y el fondo,
y al lado aun más izquierdo
de don Alfonso el flamígero,
llueve de luces, sidéreo,
cual copa de árbol de copas,
de botellas y reflejos,
ancho bar donde se toman
vino y palabra. Madero
del mostrador es esquife
del bar mar de los mareos;
mas todo va a las discretas
pues damas y caballeros
antídotos natos son de
―vulgo― horteras y horteros.
En lo más alto de un muro
(más que un muro, es un velero),
cual bandera ondea el retrato
de un terrestre marinero
a medias pintor-poeta
y tres cuartos de torero:
de Machado a Federico,
de Federico a Frascuelo,
del Puerto a Madrid y a Roma
desde los bravos esteros
del Paraná; y, desnucado
el toro exilio matrero,
de vuelta hacia los Madriles,
al café del ruido ibérico.
De un muro, pues, en lo alto,
de su mar rocía el salero
―tertuliano gaditano―
Alberti, don Rafaelo.
De profundis cristalinos,
estanques de los espejos
son Narcisos que se miran
en nosotros; somos ecos
luminosos de un café
disuelto en la agua del tiempo.
Ante estas mesas de mármol
con rayos de gris marengo
entre su noche de piedra,
y en carmín de terciopelo
de los sofás y las sillas,
sentaron cátedra y cuerpos
cansados de odios y guerra,
depurados académicos,
profesores depurados
(por falso y Franco deseo),
censores y censurados,
presidiarios como Buero
y «nacionales» cual Ruano.
Juntos y ―al final― revueltos,
revivirán en lo suyo
y en la memoria del pueblo.
El cielo es un cabaret
con licencia de convento:
por tapas, unos hostiones;
por brindis, un kyrie eleison;
sobremesas de oración;
tertulias de aburrimiento;
en resumen ―¡vive Dios!―:
un gregoriano jaleo.
El buen cielo es así,
para artistas gijoneros
hechos de ameno desorden, 
un paradisiaco infierno:
no café, sí refectorio
donde se enervan los nervios.
Una celeste mañana,
toma su caña san Pedro
(‘caña de pescar’, se entiende)
pues no puede con su genio.
De incógnito va a Galilea,
pero descuida el llavero:
¡tentación divina es
para fuga de talentos!
Formados en fila indiana
y tras de Gerardo Diego,
vuelan al café de artistas
en cualquier tranvía viejo
que rece Cielo-Cibeles.
Llegan vestidos de espectro
y cruzan paredes y saludos
desde otros tiempos:
los de Franco deterioro,
Movida sin Movimiento;
y aun más atrás, desde edades
de hambre, cárcel y estraperlo.
Regresan «a por» las mesas
al lado de los sombreros
de sepias multicolores.
Piden un vino, un café o la humildad
del agua pura a meseros
de otros sueños; y tornan
los comentarios demosteciceroneos
y la ocurrencia saeta
y los alados silencios;
y, conversando entre sombras,
cada brindis es un verso,
cada discurso es un canto
y cada amigo es un puerto.
El tiempo cierra las puertas
para que no pase el tiempo,
pero las luces se acercan
porque se acercan los nuevos
mozos y musas adonde
fantasmean los maestros.
Un ¡tin! de copa suspende
la sesión: ha sido un juego,
una querencia galana,
una ilusión de lo etéreo.
Si sólo Madrid es Corte,
sólo el Gijón es Centro.
Se atenúan los artistas,
se despiertan a su ensueño, 
cantan su canto canoro
y van de Madrid al cielo.

martes, 30 de octubre de 2018

Clases de alumnos, según el AS


1. El empollón
No confundir con aquel que es un hacha en alguna asignatura. El empollón supera al especialista en Historia o Matemáticas sin despeinarse. Sabe de absolutamente todas las materias y responde cualquier pregunta del profesor, incluso aquellas que parecía no tener respuesta.

2. El que come en clase
Siempre hay alguien en clase que aprovecha cualquier momento para darle un bocado a ese sándwich, bolsa de patatas o bizcocho que tiene para el recreo. Tiene mucho apetito y las clases no son impedimento alguno para saciar su gula.

3. El del móvil
Los millennials nacidos hasta 1992 o 1993 afortunadamente no han vivido el boom de los smartphones. De haber tenido conexión a internet en los móviles, muchos no se habrían sacado ni el graduado escolar, como ese estudiante que no para de utilizar el móvil en clase.

4. El que siempre llega tarde
Un día es el atasco, otro la climatología la que le juega una mala pasada pero lo cierto es que siempre hay un estudiante que jamás llega a la hora a clase. La impuntualidad es una falta de educación pero él siempre le echará la culpa al empedrado.

5. El que tiene siempre excusas
Miente más que habla para disimular su vagueza extrema. Siempre hubo un compañero de clase que dijo que su perro se había comido los deberes. Pues bien, es este tipo de estudiante el que siempre tiene excusas.

6. El pelota
No es brillante como el empollón pero tiene cierto encanto y sabe medir bien el momento de piropear al profesor y ganarse así su confianza. Es un adulador nato siempre y cuando pueda conseguir algo de la persona a la que adula.

7. El de las chuletas
Siempre hay un estudiante que pone en riesgo su continuidad en el examen fabricando varias chuletas y utilizándolas en los exámenes. Normalmente suelen pillarle porque no es lo suficientemente inteligente para no ser descubierto pero él lo sigue intentando.

8. El que siempre se queja
Porque el profesor va muy deprisa, porque le ponen deberes en época de exámenes o porque no le dejan terminar un control en la hora del recreo. Se queja por activa y por pasiva de todo lo que ocurra en el instituto. Es más quejica que contestatario.

9. El que hace los deberes en clase
Llamado también 'monje copista' si además de hacerlos en clase los copia de un compañero. Se ha pasado toda la tarde anterior sin hacer nada y aprovecha la misma clase para hacer los ejercicios. Todo un clásico.

10. El cotilla
Se entera de absolutamente todos los líos y tejemanejes de la clase y además es una persona que le encanta criticar a los demás. En ocasiones es capaz de crear bulos y así provocar conflictos.

11. El despistado
No se suele enterar de cuándo tiene excursión y es el típico que se queda solo esperando en clase a que venga el profesor cuando todos los alumnos ya están en clase de audiovisuales. El despiste es parte de su vida y sufre a menudo las consecuencias.

12. El que se cree gracioso
No es el gracioso de la clase sino esa persona que se quiere parecer al gracioso. De su boca saldrán los chistes más fáciles y estúpidos posibles. Suele provocar sentimiento de vergüenza ajena tanto en profesores como en el alumnado.

13. El que se chiva de los deberes
El profesor se ha olvidado de corregir los ejercicios pero siempre está el típico listo, muy cercano al empollón, que dice que tiene deberes que corregir y que debe pasar lista. Poco solidario con sus compañeros.

14. El deportista
Es capaz de traerse pesas a clase, de hacer flexiones en el cambio de clase o de jugar con la pelota de fútbol entre pupitre y pupitre. Vigoréxico desde joven.

15. El que pide cosas todo el rato
No tiene lápiz, ni bolígrafo ni seguramente cuaderno, folios o goma de borrar. O es un absoluto desastre o no tiene dinero para comprarse lo básico para ir al instituto.

16. El que huele mal
Persona totalmente rechazable debido a la falta de higiene aunque posiblemente él no sepa que huele un 'poco' fuerte.

17. El repetidor
Tiene tres o cuatros años más que el resto de alumnos de la clase y parece tu padre. Seguramente trabajó durante unos meses en un taller o en una obra como peón antes de volver al instituto por mandato de sus padres. Suele tener barba cerrada

lunes, 22 de octubre de 2018

Caminar

Caminar es actividad redundante; se empieza buscando otra cosa pero se termina siempre en uno mismo o en casa. Al menos esto permite constatar que hay cruces, bifurcaciones, otros caminos distintos que a veces confluyen. Muchos van deprisa pensando que van a alguna parte, que lo suyo importa; en moto incluso lo señalan con harto ruido. Parecería como si hubiera muchos sentidos y direcciones diferentes. Pero no.

Aunque la sociedad y la información parecen redes complejas, no lo son. Cualquiera que vaya a un punto de reunión cualquiera (llamémosle bar) encontrará siempre los mismos periódicos de derechas... o nada; el mismo fútbol, la misma conversación. Desde luego, La Razón es un periódico moderno y al día, con sus columnas fijas de los septuagenarios Cañizares, Ussía, Amilibia etc. De La Tribuna no digo nada: ha mejorado mucho desde que la critiqué; quien tenga el mérito de ello, que se lo arrogue. 

Inspeccioné otros lugares públicos de reunión en Ciudad Real, y saqué algunas conclusiones. Los únicos suscritos a publicaciones contestatarias (El Jueves, por ejemplo, que esta semana es el único que habla de la corrupción del rey emérito) son la taberna Living Room, cierta peluquería para caballeros regentada por gays y la Biblioteca Pública. Deduzcan lo que quieran. Menos mal que las infantas no son elefantas, al emérito se le podrían escapar algunas balas sin querer (que ya le ha pasado), como a su amigo el príncipe saudí.

La capital está llena de letreros de se alquila y se vende. La mayoría son antiguos, pero hay muchos nuevos. Evidentemente, la libido está bastante baja; hasta el único sex-shop que hay va a cerrar y está vendiendo rebajadas sus existencias al cincuenta por ciento de su valor. Las damas del alba están por los rastrojos. A cambio, proliferan las casas de apuestas, las tiendas que compran oro, las clínicas dentales, las peluquerías. Hay mucha desesperación encubierta y sobre todo que se quiere encubrir incluso con un buen peinado o una buena sonrisa. De los pocos jóvenes que hay, unos cuantos que ven la tele (muy pocos) lo único que aprenden es a discutirlo todo: es lo que ven a diario en la tele, discusiones, problemas, angustia. La mayor parte de ellos están simplemente acojonados; no se extrañen si se aficionan a la botella o al botellón, la esperanza se vende cara y la sonrisa falsa o la mordedura (clínicas dentales) están a la orden del día. Que no les engañe tanta hipocresía. 

Son días grises estos días. Dentro de poco habrá que homenajear a algunos de nuestros muertos, los que tienen nombre y un lugar donde estar.

viernes, 18 de mayo de 2018

Un inglés agradecido

“A lo mejor no me creéis, pero no os miento si os digo que en España todo es mejor”

En esta carta abierta, el pianista y escritor James Rhodes, que se instaló en Madrid en 2017, muestra verdadero entusiasmo con su país de acogida. Consiguió un enorme éxito con 'Instrumental', libro en el que narra cómo la música le ayudó a superar el trauma de los abusos sexuales cuando era niño

JAMES RHODES

18 MAY 2018 - 10:10 CEST

Nunca he entendido del todo eso de tener un hogar. Vale, es el sitio donde duermes y estás a cubierto, pero al margen de eso el concepto hogar no tenía para mí demasiado sentido. Supongo que me he pasado media vida huyendo. De mí o de los desastres que yo mismo he provocado, por norma general. Pero hace nueve meses dejé de huir. Me instalé en Madrid. Encontré un hogar. Y descubrí en qué consiste tenerlo.

Una cosa es conocer ese Madrid que nos ofrece el Prado, el Thyssen, el Reina Sofía. Escaparte a la hora de la comida para ir a ver el Guernica y después hacer un picnic en el Retiro, visitar el Palacio Real y tomarte una caña en la plaza Mayor. Pero enamorarse de la Cava Baja o de la calle del Espíritu Santo, que a vosotros os parecerán de lo más normal pero que para mí están llenas de magia, es otro nivel.

Ver a la gente de paseo, tan tranquila (imposible en Londres), o esperando a que el semáforo se ponga en verde (no lo había visto en la vida)

Ver a la gente de paseo, tan tranquila (imposible en Londres), o esperando a que el semáforo se ponga en verde (no lo había visto en la vida). Contar la cantidad de parejas que van por ahí de la mano. Sonreír al contemplar la majestuosidad de Serrano, donde una chaqueta cuesta lo mismo que un coche. Ver una obra increíble en El Pavón Teatro Kamikaze, picar unas croquetas que literalmente pueden cambiarte la vida en el restaurante Santerra, reírte de lo buenos que están los cruasanes del Café Comercial, presenciar cómo los profesionales de Sálvame analizan el lenguaje corporal de Letizia frente a un público embelesado.

Las diferencias entre este país y el Reino Unido son incontables. Estoy escribiendo esto enfermo, desde la cama, a las dos de la madrugada, tras un viaje de tres días en Reino Unido en el que he pillado la gripe del Brexit. Al llegar Madrid, llamé a mi seguro médico. Una hora después un médico se presentó en mi casa y me recetó antibióticos. Aquí pago treinta y cinco euros al mes por el seguro médico (puede parecer un lujo, pero lo necesito por mis operaciones de espalda pasadas). En Londres pagaba diez veces más. Y allí las visitas médicas en tu domicilio cuestan unos doscientos euros.

Estoy escribiendo esto enfermo, desde la cama, a las dos de la madrugada, tras un viaje de tres días en Reino Unido en el que he pillado la gripe del Brexit

A lo mejor no me creéis, pero no os miento si os digo que aquí todo es mejor. Los trenes, el metro, los taxistas, los desconocidos amabilísimos, el ritmo de vida tranquilo, la asombrosa capacidad de insultaros los unos a los otros (pasando de la madre o de la actividad sexual de nadie, vosotros recurrís a peces, espárragos y leche, un arte digno de Cervantes), el idioma increíble (contáis con quisquilloso, rifirrafe, ñaca-ñaca, sollozo, zurdo o tiquismiquis, que podría ser mi apodo). Vuestro diccionario es el equivalente verbal de Chopin. Me parece guay de Paraguay la cantidad de fumadores empedernidos que hay aquí, mandando a la mierda a todos los médicos y a los gilipollas moralistas de Los Ángeles. Son asombrosas la cordialidad del vive y deja vivir y la generosidad. El premio a la croqueta del año. El respeto que os inspiran los libros, el arte, la música. El tiempo que dedicáis a la familia y al descanso. A las cosas que importan.

Impresiona también la cantidad de gente con talento que se llama Javier (Bardem, Cámara, Calvo, Ambrossi, Manquillo, Del Pino, Marías, Perianes, Navarrete, entre muchos otros. Adivinad cómo voy a llamar a mi próximo hijo).

Me parece guay de Paraguay la cantidad de fumadores empedernidos que hay aquí, mandando a la mierda a todos los médicos y a los gilipollas moralistas de Los Ángeles

Vosotros inventasteis la siesta, y aun así trabajáis más horas que casi en cualquier otro país de Europa.

He conocido a extraños en el metro con los que he acabado interpretando a Beethoven, a abuelas que me han hecho torrijas y me han hablado de cuando tocaban el piano, a pacientes de psiquiátricos cuya valentía me ha dejado flipado, a un chaval que toca el piano muchísimo mejor que yo a su edad y a quien he podido dar algunas clases gratis. Hasta Despacito suena de puta madre en el metro a las ocho y media de la mañana si la toca un anciano que sonríe, y al observar a los demás pasajeros me doy cuenta de que es una sonrisa contagiosa. Me he tirado horas en el Carrefour de Peñalver abrumado por los colores, los sabores, los olores y lo fresco que es todo (en Londres algo así es impensable), he visto tomates del tamaño de un balón de fútbol en la frutería de mi calle, he recibido bizcochos de unos vecinos que, en lugar de quejarse por el ruido, me piden que toque el piano un poco más fuerte. He descubierto las natillas.

Y así podría seguir horas.

Aquí hay un montón de cosas buenas, a veces escondidas. He sido testigo de la extraordinaria labor que llevan a cabo organizaciones como la Fundación Manantial, Save the Childen, la Fundación Vicki Bernadet, Plan International y tantas otras, grandes y pequeñas, capaces de aliviar parte del dolor que hay en este mundo. Y no piden elogios, premios ni agradecimientos.

Vosotros inventasteis la siesta, y aun así trabajáis más horas que casi en cualquier otro país de Europa.

Evidentemente también hay problemas. Cómo no iba a haberlos. Las leyes espantosas, ofensivas e inhumanas que se aplican a las agresiones sexuales (vistas en el caso de La Manada) que desde luego tienen que cambiar. Las drogas, la indigencia, el tráfico de personas, los abusos, los recortes en sanidad, las enfermedades mentales, los problemas económicos. La corrupción en el poder. Los políticos (en serio: ¿por qué no dejamos que Manuela Carmena, la superabuela, se encargue de España unos años y la arregle?). Los azotes diarios y desde tiempos inmemoriales. Sin embargo todo esto no os ha vuelto insensibles, fríos, desagradables y cerrados como ha pasado en tantos países, sino que os ha hecho abiertos, ha sacado a la luz un poquito de la pureza y de la bondad que hay en el mundo, y, joder, qué orgulloso estoy de ser una figura diminuta y solitaria que deambula por este país asombrándose por su vitalidad colectiva.

Este año, por trabajo, voy a ir a Ibiza, Sitges, Sevilla, Granada, la Costa Brava, Cuenca, Vigo, Vitoria, Zaragoza y a muchos otros sitios increíbles. He visitado docenas de ciudades a lo largo de los últimos dos años. Soy un extranjero, un huésped, y, en tanto que anglosajón, no creo que tenga el derecho de hablar de política, pero lo que sí puedo decir es que en Barcelona, Gijón, Madrid, Santiago o Girona, en todas partes, siempre me he encontrado lo mismo: cariño, hospitalidad, sonrisas, generosidad. Tambien distintas gastronomías: la paella valenciana es la única de verdad, obvio, y lo mismo pasa con los churros en Madrid y el salmorejo en Andalucía. Lo mejor que puedes llevarte a la boca lo encontrarás en San Sebastián (bueno, a lo mejor la estoy liando, así que mejor lo dejo). He encontrado diferentes acentos (Galicia, lo siento, pero no entiendo ni una sola palabra de lo que dicen tus habitantes, ni siquiera cuando veo First Dates con subtítulos; la culpa es mía, pero es que hablan demasiado deprisa), pero tras cara acento siempre había un corazón enorme, dedicación al trabajo, abrazos, una tremenda hospitalidad.

Antes nunca miraba hacia arriba; caminaba con la vista clavada en la acera o el móvil. Aquí en España lo miro todo con asombro

Me encanta este país. Para mí, está en lo más alto. Metafórica y literalmente. Antes nunca miraba hacia arriba; caminaba con la vista clavada en la acera o el móvil. Aquí en España lo miro todo con asombro. Os miro a vosotros y vuestra belleza me ciega. Ahora sí miro hacia arriba. Porque me siento a salvo. Y visible. Y apoyado. Y bienvenido.

Hace poco estuve en Londres y visité a Billy, mi psiquiatra. Me dijo que hace diez años dudaba de mi supervivencia. Que incluso hace un año no lo tenía nada claro, y con razón. Y que jamás me había visto tan bien como me ve ahora. Y ¿sabéis qué? Mucho se lo debo a España.

Algunos dirán que la gente me trata distinto debido a mi éxito relativo, al hecho de que me alojo en hoteles bonitos y ceno en buenos restaurantes. Así que permitidme que acabe con un recuerdo.

Qué orgulloso estoy de ser una figura diminuta y solitaria que deambula por este país asombrándose por su vitalidad colectiva

Hace mucho tiempo (demasiado), cuando era muy pequeño, veraneábamos en Mallorca todos los años. En agosto nos alojábamos un par de semanas en un apartamentito de mierda que estaba en la playa de Peguera. En mi memoria, esas vacaciones son el refugio más seguro, perfecto e increíble de mi infancia. Significaba alejarme de la zona en guerra que era mi vida en Londres: violenta, monocromática, dominada por las violaciones que sufría. Durante un breve período de tiempo, con ocho o nueve años, pude comprarle tabaco (un paquete de Fortuna por pocas pesetas), en la tiendecita de la playa de Pedro. Pude beber Rioja calentorro (gracias de nuevo, Pedro), contemplar las estrellas, bañarme en el mar, engañar de vez en cuando a alguien para que me invitara a hacer esquí acuático, disfrutar del sol. Y, sobre todo, disfrutar de la sensación de estar a salvo, protegido. Treinta años después, me brindáis lo mismo. Y nunca podré expresaros mi gratitud por ello.

miércoles, 18 de abril de 2018

Los clientes más odiosos para los camareros

LOS CLIENTES QUE MÁS ODIAN LOS CAMAREROS
Pelmazos. Déspotas. Babosos. Enfermos con el culo al aire. Varios camareros hablan de los peores clientes que han tenido que soportar, y sus anécdotas son oro puro.

A estos señores en algún momento les van a tocar las comandas. 

MIGUEL ÁNGEL PALOMO  18/04/2018 - 08:03 CEST

“Jefe, ¿y mi cafelito?”. “¡Oye, pollo, la cuenta!” Cuando hay que insultar a España, se nos reduce a un país de camareros, pero uno de los gremios más desprestigiados aguanta estoico el peso de la rutina diaria. El primer carajillo del día, la comunión de la niña, el desfase nocturno, la comida de empresa, la despedida de soltero. El horror. Detrás de cada representación de esparcimiento hay un camarero sudando la gota gorda. Y frente a él, un cliente: el plasta, el borrachuzo, el intenso, el agonías, el gritón, el indeciso, el impaciente, el grosero y hasta el ladrón.

Si no reparamos en nuestra actitud como clientes, tampoco en la santa paciencia que estos currelas acumulan, en las toneladas de bilis que tragan o en el equilibrismo circense que demuestran al desfilar con una bandeja a pulso llena de peligros. Lidian con jornadas interminables, les obligan a veces a cobrar en negro y, de premio, han de memorizar comandas imposibles y sufrir la liberación ociosa del cuñadismo. Nos olvidamos de que trabajar en un chiringuito de playa equivale a muchos másteres de Cifuentes y derretirse con la pajarita anudada convalida una tesis doctoral en antropología cañí, donde la firma en el aire para pedir la cuenta es la marca del zorro del biotipo español.

Caballeros adormilados y argentinas que se embadurnan la cara con jamón. Chalados con el culo al aire y tuppers de pil-pil en la disco. Hasta fiestas salvajes de swingers, aunque esa sea una historia bajo secreto de sumario. Nos quejamos mucho de los camareros; que si no son profesionales, que si son bordes. Pero ¿cómo somos los que permanecemos al otro lado de la barra? Ellos nos retratan con su testimonio: necesitan desahogarse, porque el cliente no siempre tiene la razón.

El cliente plasta/impaciente/insufrible vs listillo

“Con los clientes pesados desarrollas un filtro que te permite apagar la frecuencia en la que emiten para centrarte en tu trabajo mientras contestas amable y mecánicamente con monosílabos”, se arranca Carmelo, un joven aunque ya experto camarero de un bar de tapeo del madrileño barrio de Conde Duque.

La tralla de 30 años como camarero, 24 de ellos dentro de uno de los locales imprescindibles en la noche bilbaína, explica el expediente de alguien como Íñigo que lo ha visto casi todo y que se las sabe todas. Sin el casi. “No soporto al impaciente. Es muy típico el que te dice que lleva media hora y acaba de llegar”, dispara Íñigo, que reconoce detectar a este tipo de listillo “a kilómetros”. El responsable del bar admite que “normalmente los camareros sabemos quién va a intentar irse sin pagar. Lo lleva escrito. Por su lenguaje corporal está diciendo te la voy a liar. Los fines de semana fuerzas para que te paguen al instante porque hay un tipo de cliente que parece estar mirando a la luna”. A Íñigo también le irrita el cagaprisas: “Podría entender más impaciencia en un sitio de menú del día, pero si vas a pasar la noche en el bar… ¿Qué prisa tienes?”; y los pesados: “Los que creen que en el precio está incluido el camarero psicólogo, los que te dan la chapa y tú te tienes que aguantar”. El plasta de diván, un clásico.

Una versión alternativa del cliente fatigoso es con la que suele lidiar Óscar, desde los 16 años trabajando en el restaurante familiar, en una localidad playera del norte del país, y hoy ya propietario. Por su cercanía con un hospital, al restaurante “vienen muchos médicos que son un poco altivos. Siempre tienen prisa y quieren que les atiendas rápido”, nos pone en antecedentes. “Y luego se tiran cuatro horas hablando en la mesa y quieren que les saques chupitos”, sentencia Óscar algo amargado.


"No soy fan de oír lo que la gente tiene que decir". EZGIF.COM
El cliente tostado

“Un día abro el bar a las diez de la mañana y se me cuela un tío todo pedo”, da comienzo a su vibrante relato una camarera de un bar de Alonso Martínez, en Madrid. “Como soy tan buena, le serví lo que me pidió, creo que un whisky, y se puso a darme la chapa. El pavo era un faltoso. Empezó a decir bobadas”, recuerda. “Me dijo: ‘¿No crees que el papel de las camareras es el de dar coba al cliente?’ Yo le dije que no pero él soltó: ‘pues haberte dedicado a otra cosa’. Ahí ya fue cuando le dije que se pirara”.

No quedó ahí la cosa: “Lejos de hacerlo se acomodó en una mesa. Entonces amenacé con llamar a la policía, pero al tío le daba igual. Al final me vio bastante cabreada y se piró”. Un valiente, “un tonto”, en su retrato robot de este cliente que no pasaría de los treinta y pico. “El tío ya me estaba tocando la vaina como mujer”, continúa, “además de como persona. Estábamos solos en el bar y se me subió a la chepa.”

Es su peor vez, aunque no la primera: “Nada más abrir la gente ya quiere entrar en el bar. Me preguntan: ‘Oye, ¿ponéis música y servís?’ No sirvo alcohol hasta una hora para que no se metan los del after”, puntualiza. Otro trance de dudoso gusto fue con “un cliente que ya había venido el día anterior. Me había quedado con su cara, era como raruno. Estaba sin dormir o algo así, y me pidió vino. Se sentó y el tío se quedaba sopa. ¡Por la mañana!”, grita la pobre sin dar crédito. “Yo le decía: ‘Perdona, es que te estás quedando dormido’. Da una imagen bastante chunga. Y él: ‘Sí, lo siento’. Fui como tres veces a decírselo. La última me dijo: ‘Ay, es que se está tan a gusto aquí, con la musiquita… Si ves que me duermo, vienes y me lo dices’. Otro le hubiera echado, pero yo aguanté el chaparrón. Tampoco me estaba faltando al respeto”, acaba reconociendo.

Menos desagradable fue para Carmelo la siguiente situación kafkiana: “Tuve que convencer a un cliente, que llevaba una merluza importante, de que ya me había pagado y que no hacía falta que me diese otros 500 euros. Casi una hora enseñándole el recibo de la tarjeta con su propia firma y que él no reconocía. Cada mes te pasan de media dos bizarradas parecidas”.


El gorila que lo quiere todo 
El cliente provecto

También el restaurante de Óscar se nutre de “gente mayor que se ha pasado el día con su familiar en el hospital y te quieren contar su vida”. Retrata así a esa tercera edad que “por el mero hecho de ser mayor piensa que tiene derecho a todo”. Pone un ejemplo ilustrativo: “Un señor que ya conozco y con el que tengo mucha paciencia estaba comiendo en una mesa y me llama:

– Oye, tú, ¡capullo! Este rabo estofado es el más rico que me he comido en mi vida. ¿Me puedes poner lo que sobra para llevar?

– Claro, pero ¿por eso me tiene que llamar capullo? ¿Era necesario?” El perfil mezcla edad vetusta y espíritu impertinente, véase a continuación.

El cliente faltón

Al actual responsable de la restauración de un grupo hotelero en Granada, con otros 4 años más de experiencia en un hotel de lujo en Ibiza, casi tuvimos que taparle la boca. “Los peores son los maleducados”, arremete José sin esperar a los preliminares. Una última “movida” en la que unas chicas reservaron un cumpleaños en el restaurante y le “montaron un pollo que no veas”, le sirve para defender que “el cliente muchas veces no lleva la razón”.

A tumba abierta, rememora alguna jugarreta sonada. “En Ibiza tuvimos un grupo de 300 judíos franceses celebrando la Semana Santa judía y fue la peor experiencia de mi vida laboral”, nos cuenta. “Las personas más maleducadas, exigentes y sinvergüenzas que te puedes echar a la cara. Te dan ganas de pelearte con el cliente: usted me revienta, yo le reviento… Alucinante”. Glups. José sigue con aquel infierno: “Tiraban los cubiertos al suelo para que los recogiéramos, como si fuéramos sus esclavos. Lo camareros hicimos un motín en mitad del restaurante para no servirles nada más hasta que la organización nos pidió perdón”.

“Aquí gozamos de un 95% de clientela de calidad”, nos cuenta al otro lado de la barra un camarero venezolano. Nótese que gradúa al público como lo haría con sus pócimas alcohólicas en un bar que prepara sus propios macerados. “No tenemos gente pesada, tenemos muy buenos clientes”, continúa con la sana publicidad. Habrá que quedarse entonces con el 5% restante. ¿Qué es lo que más odias de un cliente?, ataco. “Más que la indecisión, es la forma de hablar”, nos dice. Venden un tipo de alcohol distinto y al explicar de qué se trata “ese 5% suele ser un poco arrogante”. ¿En plan yo sé más que tú?, pregunto. “¡Sí!”, responde conciso. Bingo, nos suena de algo esa gente.

“Tengo un restaurante de menú y doy con gente que se las da de millonario”, nos cuenta Óscar. “El típico que te da palmaditas o que te chista, gente muy maleducada que luego resulta ser la más miserable. Gente que te pide que le hagas descuento por cualquier razón. Y si no, se lleva las naranjas, las manzanas o las botellas de agua”. A José le silban no por piropearle sino para pedirle la cuenta. “Yo me acerco educadamente”, recrea el camarero andaluz, “y le digo: disculpe caballero, no veo ningún perro por aquí”.

El cliente guiri

Además de explicarnos la extraña manera de pedir la cuenta que tienen los japoneses, “haciendo una cruz con los dedos”, al tirar de anecdotario profesional Carmelo se acuerda de una clienta argentina “a la que le habían dicho que la grasa del jamón era buena para la piel, por lo que se frotó una ración de jamón ibérico por los brazos y la cara ante la atónita mirada del personal del bar”. Un testimonio espeluznante que merecería sin duda engrosar asimismo la categoría de cliente rarito.

Sin embargo, si para la joven camarera de Alonso Martínez, la “gente borde, desagradable y maleducada es el pan de cada día”, coincide con el camarero venezolano en su análisis del cliente español, al que según él le falta “un poquito a la hora de pedir por favor, dar las gracias, entrar y decir buenos días, buenas tardes”.

 El cliente rencoroso y cibernauta

Nuestro Óscar no evita tocar un tema espinoso: TripAdvisor. “Un señor me había reservado una mesa en pleno verano, un sábado a las tres. Eran las tres menos cinco y el señor muy nervioso. A las tres y tres minutos tenía la mesa lista, pero con sus santos cojones me puso en TripAdvisor un pésimo como una catedral. Tiempo después, el hombre volvió. Me dijo que lo sentía, que se había equivocado. Pero con sus santos cojones no rectificó en TripAdvisor”, concluye demostrando que lo tiene superado. “Otro vino con una familia de ocho personas sin reserva en pleno verano”, prosigue un Óscar lanzado. “Les hice esperar un poco, obviamente, pero les puse una mesa y quedaron todos encantados. Menos este tocahuevos que me plantó una nota negativa en Tripadvisor diciendo que no iba a volver. La familia sigue viniendo y él también. Sé que es él, pero no le he dicho nada”, revela resignado.

“Tienes que tragar ahora con demasiadas cosas para no recibir una mala crítica”, admite. “Te dicen que has tardado más de la cuenta, que no les gusta como está decorado el local, que el papel del baño les raspa el culo. Me parece injustísimo”, se queja Óscar antes de brindarnos el extra de un bonito simpa: “Un matrimonio se levantó, dijeron que se iban a fumar un cigarro y se piraron”.

El cliente rarito

“Das con cada loco que alucinas”, conviene el mismo Óscar. “Me ha llegado a salir un tipo del hospital con la bata y el culo al aire a tomarse chupitos porque le iban a dar una mala noticia y venir luego a buscarle los enfermeros”.

El pozo inagotable de batallitas que es José comparte su recuerdo más álgido. “Lo más gracioso que me ha pasado fue en Ibiza cuando tuvimos a un grupo de 400 swingers”, recuerda divertido. Ante mi estupor por la impresionante cifra y mi consiguiente avidez de detalles, José sólo nos contó que “un hombre se acercó a la barra a pedir un cóctel fuerte porque su mujer se estaba cepillando a otro enfrente de él”. Mal de Amores, se llamaba el cóctel. Un contrato de confidencialidad le impide hacer más sangre de aquello.

El cliente comidista

Un bar como el de Íñigo ha visto pasar varias generaciones de clientes fieles, por lo que su anecdotario tiene mucho de inconfesable. Para compensar nos regala un par de chascarrillos que rebosan espíritu 100% Comidista. “Las cosas gastronómicas más raras que nos hemos encontrado en el bar…”, anticipa. “¡A una señora se le cayó un tupper con bacalao al pil-pil a las cinco de la mañana!”, clama todavía pasmado. Cosas de Bilbao. “Hace un par de semanas a una señora”, otra distinta, suponemos, “se le cayó una botella de aceite de oliva. Imagina la que lías en un bar, ¡cómo patina!” La gente viene a tu bar con cosas muy raras, hacemos ver a Íñigo. “Sí, ese es el rollo”, y se parte la caja. “Y un tío, del que nunca supimos nada”, insiste a modo de colofón, “se dejó una paella de metro y medio de diámetro. Nunca volvió. Vendría de un txoko, iría muy pedo, no sé… ¿Por qué vas con una paella de metro y medio? En aquella época no debíamos tener portero”, apunta intentando hacer memoria. Está claro: la noche es infinita. Y más en Bilbao.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Novela autobiográfica de Sergio del Molino sobre su juventud y un profesor de filosofía suicida

Carmen Morán, "Adolescencia y culpa en la última novela de Sergio del Molino. El suicidio de un profesor y activista local permite al autor de 'La España vacía' abordar su época en un instituto en Zaragoza", en El País, 8-IX-2017:

La adolescencia le ha proporcionado a Sergio del Molino un buen caldo para el libro que ya tienen en las tiendas: La mirada de los peces (Random House). Un caldo donde se recuecen la música de vinilo y los sinsabores generacionales, el aburrimiento en un banco del parque con los pies enterrados en cáscaras de pipas, las ganas de coger un tren que lleve lejos, los primeros coqueteos con la literatura, las drogas y la violencia, el amor y los estudios, el instituto. Así estaba el tema, dando vueltas en la cabeza, cuando la llamada de un viejo profesor que anuncia que ha decidido poner fin a su vida ordenó las ideas en 200 páginas escritas “a borbotones” en unos pocos meses.

El profesor de filosofía es Antonio Aramayona, uno de esos maestros que los alumnos guardan siempre en la memoria porque sacan lo mejor de ellos, un personaje controvertido que pasó sus últimos meses de vida defendiendo unas pocas causas: el laicismo, la enseñanza pública, el derecho a morir dignamente, y que se apostó frente a la puerta de la consejera de Educación de Aragón durante meses acumulando multas de la policía que se negó a pagar. Aramayona se transformó en un héroe local de Zaragoza, donde se desarrolla esta historia, estaba enfermo, se movía en silla de ruedas y decidió que se quitaría la vida. Hizo de ello partícipes a varios amigos y antiguos alumnos. Sergio fue uno de ellos y de ahí nació esta obra, muy autobiográfica aunque, como avisa el autor, se trata de su mirada, distorsionada "por la miopía y el astigmatismo", sobre una época y un lugar.

Un barrio periférico de Zaragoza con nombre de santo, como tantos barrios obreros, el San José es el escenario donde un puñado de muchachos aburridos e hiperactivos orbitan alrededor del profesor que les agita las conciencias. “La adolescencia es muy atractiva literariamente porque permite abordar las contradicciones. Somos unos idiotas inconscientes a los que se suelta al mundo sin que sepamos qué hacer con él. Pero es bueno ser idiota a esa edad, porque aquel que no lo practica entonces corre el riesgo de hacerlo a los 50 y causar mucho daño. De jóvenes deberíamos tener una reserva animal, una barra libre de idioteces para llegar saludables a la edad adulta. El adolescente transita entre la infancia y la edad adulta, entra y sale, entre la irresponsabilidad de ser un niño y las consecuencias de sus acciones. Tiene la posibilidad de ser cínico y entonces habrá mordido la manzana, ahí está ya el pecado original. Es una etapa idónea para plantear dilemas morales”, dice Del Molino.

El autor moldea una crónica social de la España de los años ochenta, cuando las drogas hacían estragos

Periodista también, el autor moldea una crónica social de la España de los años ochenta, cuando las drogas hacían estragos sin que las casas de la juventud ni los maestros más esmerados pudieran hacer mucho por los muchachos que daban vueltas alrededor de los descampados que bordeaban su barrio y la ciudad entera. Y la entremezcla con la actualidad, en la que esos alumnos han crecido y se dedican a sus vidas que, en ocasiones, como es el caso de Sergio, autor y protagonista, ya les ha dado algún zarpazo sin remedio. No hay tiempo que dedicar a esos viejos maestros, sus causas ya no son las propias, a veces hay que disimular, tristemente, el desinterés. Y de ahí nace la culpa. “Eso es lo que es este libro, la asunción de la culpa por haber dejado de lado a estos maestros a lo que un día idealizábamos y con el tiempo los hemos visto solo como humanos. Pero es a la edad adulta cuando, si lo sabes mirar bien adquieren todo su interés”, dice. Cuando ya no se mira por encima del hombro se ve al amigo y quizá la distancia se ha vuelto insalvable.

Del Molino pasó el 15-M viendo morir poco a poco a su hijo en un hospital. Cuando salió de aquella cámara aislante España se había transformado un poco, el friso político era distinto, muchas causas que compartía habían salido a la calle y su viejo profesor era el protagonista de provincias de varias de ellas. “Lo habían convertido en un santo, lo habían beatificado. Se hicieron de él semblanzas donde yo casi no le reconocía. Era casi un gurú. No me irritaba lo que él hace sino lo que los demás hicieron de él y que él mismo impidiera ver al hombre real, mil veces más interesante, amable y querible que aquel de resonancia pública. Él lo alentó, en eso sí puedo tener un reproche”, explica Del Molino.

En un barrio periférico de Zaragoza un puñado de muchachos orbitan alrededor del profesor que agita sus conciencias

Pero este libro no es sobre Antonio Aramayona, es sobre Sergio del Molino. Él es el protagonista que se desnuda ante los que le conocen evitando el pudor que congela a algunos escritores. “Eso es justo lo que no hizo Antonio. En los libros que escribió él no estaba, no se oía su voz, ni se percibía su aguda ironía, ni su forma de hablar”. Ya no era aquel personaje del que se enamoraron los alumnos, por el que ciegamente podían convertirse en terroristas si él se lo pedía, que los arrastraba como una ola en bromas macabras que exprimía sin piedad para extraer el sentimiento crítico con el que un maestro enseña a sus alumnos a pasar a la edad adulta.

No era fácil en aquella época. La fauna de los institutos era cruel e impía, y entonces, dice Del Molino, “cerraban la puerta de la sala de profesores y que el patio del recreo ardiera si quería”. Cristales rotos, mesas con las patas destornilladas, maltrato adolescente que ahora tiene nombre propio: bullying. “Aquella España ya no existe, ahora somos más civilizados, las familias se ocupan de que sus hijos no sufran maltrato, las Administraciones procuran combatirlo, los periódicos lo cuentan, lo mismo que pasa con la violencia contra las mujeres. Y los chicos tienen más recursos y se aburren menos. Hasta en la España más tocada por la crisis se vive mejor que entonces, cuando no había ni sesión doble ni simple, es que no había cine, ni hablar de móviles o tabletas. Yo creo, con Steven Pinker, que le pone cifras a esto, que el mundo cada vez esta mejor”.

Para demostrarlo, en este libro vuelve a asomarse con maestría aquella España que se fue vaciando para reunirse en las periferias de las ciudades, en barrios con nombre de santo donde algunos maestros se empeñaban en que sus alumnos pudieran soñar sin que fuera en un tren que les llevara lejos.

martes, 30 de agosto de 2016

El álbum

Muchos recordarán aquellos álbumes de cromos de futbolistas, razas africanas, locomotoras y otras materias. Se pegaban según la razón social de cada uno: los pobres con harina y agua; los burgueses con cola y los más modernos con pegamento Imedio, creado por Gregorio Imedio, un manchego de  Calzada de Calatrava, en 1944. Completar uno era imposible: hacía falta demasiado dinero o un trapicheo sin límites.

No voy a esbozar ahora la fascinante biografía del gran empresario Gregorio Imedio, químico de secano al que tanto debemos, ni mucho menos haré chistes con su benemérito apellido; tan solo me referiré a la manía de coleccionar, atributo que suele caracterizar a gente interesante. Por eso se está perdiendo en una época como esta, en la que solo se coleccionan efímeros pokemon. Un conocido mío colecciona búhos; los posee de muchas especies: abstractos, funcionales (llaveros, posavasos, abrebotellas con forma de búho...), comestibles, artísticos (cerámicos, pintados, de alambre)... Su hermano, no queriendo parecerse a él y deseando restringirse a una serie limitada, pensó en el proverbio "más vale pájaro en mano que ciento volando" y decidió coleccionar solo cien pájaros vulgares: gorriones y tal. Estos debían cumplir tres condiciones: que cupieran en la mano, que no fueran excesivamente caros y que fueran rigurosamente vulgares (no podían entrar reproducciones del pato Donald, de águilas heráldicas, de Piolín). Su primera adquisición fue una pajarita pisapapeles de acero dorado; luego unos pendientes de pajaritos que anidaban en la oreja; siguieron los funcionales (reclamos de caza en forma de pájaro; bolígrafos con el dios Ibis egipcio, cajas de cerillas con pájaros; monederillos con pico al abrirse y que se refugian en el nido del bolsillo)...

La gente extrañará que se coleccione algo que no tiene en sí valor alguno; pero es que hay coleccionistas desinteresados que no coleccionan cosas cotizables que se pueden cambiar en dinero, como arte, sellos o monedas. Pertenecen a otro nivel; son, en realidad, ávidos perseguidores de metáforas y fantasías. Pablo Neruda coleccionaba mascarones de proa y conchas marinas, estas últimas como otro orillero del Pacífico, el emperador del Japón. Antonio Gala reúne bastones; algunos recortan letras mayúsculas iniciales adornadas de manuscritos y libros antiguos, con sus rosetones y floripondios; otros reúnen llaves o piedras como un Marcel Duchamp cualquiera. Hay gente que compila plumas, servilletas de bar, nudos marineros, chapas y tapones de botella, las botellas mismas, pins, mercandishing, fotografías, gorras, camisetas, mapas, llaveros, postales, pegatinas, muñecos, periódicos antiguos, relojes, tazas, cartas, libros, tarjetas, acciones que ya no valen un duro, carteles, programas de cine... En cuestión de papeles, lo generalmente llamado ephemera. ¿A quién le ha dado por coleccionar tornillos, picaportes, mirillas telescópicas o llamadores de puerta? Seguro que anda alguno por ahí. En el siglo XIX las damas de copete contaban con un álbum en que los artistas y poetas que conocían dejaban siempre un testimonio de su galantería. Otros, más prácticos, recortaban los artículos de prensa que les interesaban, hojas de árbol de días inmarcesibles, anotaciones de diario.

Todos somos en realidad coleccionistas de días; "nos componemos de días", como escribió César Vallejo: unos nos gustan más que otros, pero todos tienen más o menos la misma catadura. Hay algunos que son excepcionales y se valoran más por su rareza o su mala u óptima factura, como los que justificaban la vida del califa andalusí. En una película de Wayne Wang, Smoke (1995), con un excepcional guion del escritor Paul Auster, que no creía en las casualidades, el estanquero que interpreta Harvey Keitel hace siempre la misma fotografía a la misma hora frente a su establecimiento y las colecciona en un álbum en el que su amigo, el escritor, reconoce de pronto a su mujer fallecida. Un fragmento más de algo roto en mil pedazos y una metáfora más. Quién lo iba a decir: el inventor del pegamento Imedio fue un gran coleccionista de trenes eléctricos. ¿Marchar hacia el paraíso perdido de la infancia?

sábado, 20 de agosto de 2016

España hiberna en agosto

España hiberna en agosto, aunque alguno diría que es el año entero. Solo iglesias y tabernáculos andan abiertos por las tardes. El único periódico que hay en estos es La Razón, no por ser mejor, sino el más barato: se ofrece con su lameculos La Tribuna detrás. Es el periódico más vendido. Las conversaciones son por el estilo: el pantuflismo y el futbolismo habituales mamados también de la tele. La masa está tan enchufada al poder como la tele y los otros medios que la trajinan. Los jóvenes, como no tienen donde ir, ni siquiera a la biblioteca, que cierra, van al botellón o a la caza del gamusino / pokemon del día. Muchos de ellos no dan cuentas de nada: no coinciden con sus familiares ni a las horas de comer y, como viven de noche y duermen de día (gracias a quienes no prohíben el botellón), los exámenes de septiembre los van a pillar con el pie cambiado. Su idea de la felicidad es el buen look o trapo que les consiga novia o novio: ese es su sentido de la vida: no hay otro horizonte tras ese. Son profundamente cortoplacistas, como los políticos a los que pronto ni siquiera se molestarán en votar; ¿para qué, si no hay futuro? Ya lo dijo el comandante Tom de David Bowie en su Odisea espacial: "El planeta es blue, y no hay nada que pueda hacer". Nuestros jóvenes no pueden hacer nada; es más, están en paro. Para ellos la frase de Kennedy sobre su tumba, la de hacer algo como sea, no es frase españoide.


La idea de la cultura del español medio es la de los concursos de preguntas de la tele; hasta la abuela de mis hijas dice que son paletos... y no se pierde uno. Sobre todo aquel en que son abducidos. Se nota que han preparado las presentaciones para evitar la sosez, pues lo que más se odia en esta España degenerada es la sosería. Kant, por ejemplo, es un soso para el español medio. La frase más española es "¡arsa pilili!", no una cita del moraco Averroes, del jodío Maimónides o del protestante manchego Juan de Valdés; a moros, judíos y herejes, todos unos sosos, ya nos ocupamos de echarlos fuera a lo largo de la historia, y nos quedamos con el ¡arsa pilili! Es muy blue, muy gris, si hemos de escoger el color en español de lo triste. El color de la cultura que nos queda.

Si Cecilia resucitara creo yo que volvería a componer la misma Mi querida España que entonces compuso. Poco va de la charanga y pandereta de ayer a la de hoy. Y entre esas dos canciones, la de Bowie y la de Evangelina Sobredo, nos hemos quedado, quizá para siempre.

jueves, 14 de julio de 2016

Calimero

O Rajoy. Nadie le quiere. O solo sus clones. Qué se le va a hacer, que haga política consigo mismo usando su mano invisible, la de Adam Smith. Pero como hacer eso es tan aburrido como mencionarlo, hagamos costumbrismo, que es tan veraniego como irse a comer fuera. La mejor paella, en Las Vegas; el menú más económico, en la EUITA; el mejor cocido, en La Abuelita; la mejor ensaladilla, en Nuevo Centro... y así. A no ser que seamos estómagos pijos, gastosos y degenerados a lo Ferrán Adriá. Por cierto, que una vez fue a comer al Bulli Bear Grylls, capaz de digerir hasta criadillas de cabra, y le dijo:

-¡He comido mierdas mejores que esta!

A lo cual, con súbito interés, respondió por lo bajito Ferrán Adriá:

-Y... ejem, ¿le importaría darme la receta?

Por no hablar de la fastuosa economía de la comienda. Hasta el dómine Cabra habría pasado gazuza. Los pases de modelos se han vuelto una danza macabra y lucir buena osamenta (por no hablar de esos ojos sumidos en pozos sombríos de rimmel) tiene a las chicas exangües estudiando gótico y bebiendo vinagre como los poetas románticos. La lujuria, a hacer puñetas. No hay ternura alguna a que aferrarse, y culos antes ingentes se han rebajado víctimas de la crueldad de los gimnasios o se han vuelto oblongos y estirados y las tetas se redujeron a forúnculos. ¿Dónde está el equilibrio clásico? Como dice la coplilla: Teta que mano no cubre, / teta no es, sino ubre. / Teta que no cubre mano, / no es teta, sino grano. Tanta bella despeluchada y andrógina invitaría a ahorcarse en un armario empotrado si no fuese porque eso también nos dejaría en los huesos. Una enorme epidemia de disentería tiene a nuestras muchachas al borde de la espiritualidad, con lo poco espiritadas que son, que no tienen ni para inflar un suspiro.

sábado, 18 de junio de 2016

Rara época

                RARA ÉPOCA

     Rara época. Llévanse a la cama
las nenas a sus móviles. Los chicos
se besan entre ellos los hocicos
y mirar su futuro es todo un drama,
     pues, ahora en que todo se programa,
el porvenir no existe: se hizo añicos
o se ha vuelto producto para ricos
como el saber (o la salud) proclama.
     Trabajar ya no es bíblico castigo
y, si exiges tenerlo, te condenan;
de poder conseguir, no vale un higo.
     Y al ver esto los jóvenes ¿se apenan?
Se divierten o se miran el ombligo
y todavía más se desenfrenan.

lunes, 23 de mayo de 2016

Prehistoria del botellón


Aquí. Canción con un  poder de evocación más vulgar no hay.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Un restaurante horroroso y con ínfulas

Kiko Amat, "Humillación en el restaurante con ínfulas", en El País, 4/05/2016:

Mal servicio, mala comida y sablazo final: la desastrosa visita de Kiko Amat a un antro peripuesto de la Costa Brava inaugura una sección en la que nuestros escritores favoritos hablan de restaurantes.

El otro día mi familia y yo fuimos víctimas de un atraco que se perpetró a plena luz del día ante la aterrorizada mirada de medio centenar de víctimas (en proceso de ser también victimizadas). El delito en cuestión no fue cometido por un caco toxicómano ni un psicópata en busca y captura, sino por un restaurante ampurdanés llamado La Timoteca (1). Un lugar cuyo espíritu es una combinación perfectamente espantosa de inoperancia, desinterés, clasismo e ínfulas abochornantes, casi punibles por la ley.

Éramos siete: mi mujer, mis dos hijos y una familia de tres que ahora me tiene bloqueado en el Whatsapp. Y yo, que había escogido –por razones que soy incapaz de comprender– aquel vergonzante vertedero sin virtud. Teníamos mesa reservada a las 14:30, y el propio dueño nos acomodó solo llegar. Eso, de hecho, es todo lo que va a decirse aquí a su favor: que nos proporcionó sillas y nos permitió sentarnos en ellas, en lugar de atarnos las muñecas a las rodillas y dejarnos medio morir de hambre y sed, al modo Guantánamo, en el duro suelo.

Pero me contradigo: el servicio de La Timoteca sí nos dejó morir de hambre y sed. Un chico y una chica con la expresión perpetuamente abatida de los que han sido abandonados a su suerte, y el chef, que se paseaba por entre las mesas impávido y altivo como el almirante Mountbatten en plena campaña naval, pusieron en práctica una táctica de atrición que uno solo relacionaría con los grandes cercos bélicos de la historia (El Álamo, quizás; Stalingrado, incluso): cerrar el flujo de víveres, quizás esperando que la hambruna y la ausencia de líquidos provocasen nuestro desfallecimiento (si bien breve, para poder cobrarnos igual).

Pasaron entonces muchos minutos, y los minutos empezaron a agruparse en mitades de hora, siguiendo su costumbre, antes de que nadie se dignase siquiera a echarnos un vistazo cauteloso, como el que echarías desde la puerta al interior de una leprosería. No pedíamos ni cariño, solo algo de obsequiosidad y una mísera muestra de interés, pero no hubo manera: se inventaron seis métodos nuevos de comunicación sin hilos y los científicos hallaron un nuevo combustible no-fósil, y solo entonces el servicio –un risible dúo– se rebajó a reparar en nuestra innoble presencia. Gracias a Dios. Habíamos empezado a palparnos los unos a los otros, sospechando que alguien nos había echado por encima el manto de invisibilidad de Frodo Bolsón.

Al final llegó el camarero. Nos pusimos muy contentos, un poco como los rescatados de ¡Viven!, aunque lo cierto es que aquel pájaro llegaba 30 minutos tarde. Sudando a mares, además, como si acabase de realizar alguna desaconsejable pentatlón transampurdanesa, pero, eso sí, sin emplear con nosotros la menor disculpa. Acto seguido, y luciendo su mejor rictus de repóquer, nos hizo entrega de las anheladas cartas. Seré franco: ¿todo lo que había en aquella carta, redactada de forma ampulosa y gongorina? Era una birria. Una birria de nombre aparente y regio, con múltiples ornamentos y servido haciendo malabares con platos chinos encima del cegador prepucio del chef, pero una pura birria igual.

Y: sed. Una sed atroz. Ni los reos de Tenko pasaban la sed que pasamos nosotros en La Timoteca, y ellos al menos tenían agua fecal. En La Timoteca no. Allí no te ofrecen ni la disentería. Ni, desde luego, cerveza (pues se ve que es bebida de pobres). En su lugar nos presentaron una esencia turbulenta en estado líquido llamada Inedit Damm servida en copas muy aparentes (el equivalente de servir coca-colas tibias en el Santo Grial), pero solo tras quince nuevos minutos de espera.

Mientras trasegábamos, algo abatidos, aquellos tres buches de cripto-cerveza caldosa transportada en carruaje de vizconde, desfilaron sobre nuestra mesa los primeros embustes: una cosa que llamaron, sin asomo alguno de ironía, “reducido crujiente de paella”, o lo que en países menos dados a la fantasía hiperbólica sería conocido como Do-ri-tos. Jodidos doritos, acompañados poco después de un qué-me-estás-contando explosivo, y casi etéreo en su insignificancia, de tomate con una anchoa. Pan con tomate en pildorita, para astronautas. O para gilipollas, como todo apuntaba que era nuestro caso.

Oh: y el pan. El viejo pan. El nuevo pan. El pan que nunca llegó, ni del frío ni de ninguna otra parte. Lo fabrican allí, ¿saben? En SU PROPIO HORNO. Por supuesto, eso da lo mismo, porque ustedes jamás llegarán a verlo. Para el caso podrían anunciar que está amasado al unísono por las nalgas de la Virgen María y el chirri de la pornstar Ann Davis. Su pan es de fantasía, como los Reyes magos o el advenimiento del comunismo internacional. Una deseable quimera. A lo único que podrán hincarle el diente, queridos comensales de La Timoteca, es a su propia fe; y esta va a desintegrarse en unos instantes. Se lo garantizo.

Así estábamos los siete, rezándole a un elusivo pan mágico, cuando (otra quincena de minutos más tarde) se materializó en nuestra mesa el paté, que –ya lo imaginan- tuvimos que degustar a machetazo salvaje hacia nuestras bocas, como hotentotes, pues el trigo de las santificadas obleas de SU PROPIO HORNO estaba aún siendo sembrado en SU PROPIO HUERTO (inciso: me gustaría ver a qué llaman “huerto”. Si todo funciona en base a la misma escala de demencia reductiva, su “huerto” es un triste tiesto de supermercado chino con dos hojas de menta chuchurridas y una rama osificada de romero).

Pero al menos hubo vino. Es un decir.

Aquí, debo admitírselo, perdimos la compostura y empezamos a carcajearnos de aquel vil vodevil. Pues la carta de vinos estaba en Ipad, un cachivache capaz de almacenar gigas y gigas de información vinícola, y que en La Timoteca consideran indispensable para exponer su fastuosa bodega de 8 vinos. Sí: ocho. Ja, ja es lo único que procede expresar aquí. Admitan que ustedes también se habrían reído como locos a cada pasada de dedo sobre la carta de vinos más ridícula de la historia. Aquella carta digital era como un brik de Don Simón envuelto en armiño y piedras preciosas, empuñando un cetro y dando órdenes descabelladas al vulgo. Mucho-mucho para luego, a la que le arrancas la pirotecnia, nada-de-nada.

Sigamos: tras dos eras geológicas, la extinción de doce razas de insecto y seis temporadas de una serie de HBO, aterrizaron los segundos platos. No llegué a ver qué les sirvieron a mis pobres hijos, pues desapareció como la tripulación de Alien el Octavo pasajero: de un mordisco. Les digo con absoluta sinceridad que nunca había visto a nadie comer con tal apetito primigenio, que me hizo pensar en los terribles azotes de hambruna del año mil.

En todo caso no culpo a mis niños por deglutir de ese modo, desoyendo los requisitos respiratorios mínimos e ignorando el uso de cubertería básica: eran ya las 16h de la tarde, corcho. Sobre esa hora, tiempo de merienda en toda Europa, unos instantes antes de que trajesen nuestros platos, yo empecé a aullar “¡pan con Nocilla! ¡traigan pan con Nocilla!”, medio turulato por el hambre y el maltrato.

Sigamos con los segundos platos. Se antoja complicado describir cómo eran, y la web de La Timoteca no esclarece la cuestión (no cuelgan el menú, imagino que temerosos del escarnio universal). Pero puedo decirles esto: que todo sabía medio hervido, sin enjundia ni sazón, ni (huelga decir) estaba aquello cocinado con amor de ningún tipo, y las únicas lágrimas que fuimos capaces de distinguir en el plato de “Calamarcitos con lágrimas de guisantes” que pidió mi amigo David las estaba derramando él mismo, sobre el mantel, incapaz de contenerse, ya consciente del homérico timo culinario del que había sido víctima. Cada uno de dichos platos valía unos 30 Euros. 30 del ala de inmundicia hervida, de no-entidad pasada por agua, 120 euros en segundos platos de la más espeluznante NADA que he tragado en toda mi existencia.

No pregunten por postres, copas, cafés. Como habrán empezado a sospechar, no nos quedamos para experimentarlos. Y quiero decirles ahora que no me considero un hombre poco razonable, ni de espíritu cruel. Sé lo que es un mal día. No esperaba una procesión de flagelantes del Medioevo rumbo a nuestra mesa, arrancándose la piel con sonoros restallidos de látigo a cada paso, implorando nuestra clemencia, ni tampoco que el chef se practicase un vistoso harakiri. Pero un miserable “eh, lo sentimos mucho, hoy estábamos completamente desbordados, nos sentimos fatal”, acompañado de algún tipo de descuento, hubiese sido lo elegante. Lo decente. No por regatear, ni por racanería, maldita sea, sino por puras razones de justicia fundamental y de dignidad elemental.

Pero en La Timoteca no opinan lo mismo. Ni en broma, vaya. Nos cobraron los más de 200 euros de la cuenta sin pestañear, tras dos horas y media de servicio infame y cocina lamentable. Su idea de disculpa fue servirnos (agárrense) cuatro chupitos de garnatxa (2), sí, garnatxa (carcajéense ahora, sin temor), lo que (convendrán conmigo) es más un insulto directo a la propia madre que un acto de reparación o contrición, en cualquier cultura de bípedos dotados de alma. Para entonces, el chef ya había dejado de pasearse, impertérrito, por entre las mesas, consciente de que los comensales de aquella absurda ilusión con nombre de restaurante iban a desembuchar igual.

Conclusión: si quieren ser humillados, mal servidos, mal alimentados y para colmo atracados, diríjanse a La Timoteca. Sale algo más caro que una visita a una madama de sadomaso, pero les dominará e insultará de formas mucho más imaginativas, y encima no hay palabra de seguridad ni forma de escape. La tortura está servida.

(1) Le hemos cambiado el nombre por razones legales. Aunque no lo merezcan.

(2) Vino de licor dulce, típico del Ampurdán y similar al moscatel.

sábado, 30 de abril de 2016

Hijos que se quedan en casa


El joven no ha terminado su licenciatura, pero ahora quiere hacer un curso de cine experimental en otra ciudad.

El padre dijo al juez que estaba harto de estar manteniendo a un adulto que no se busca la vida por sí mismo.

Un juzgado de Italia obliga a un padre a seguir pagando la manutención y costeando los estudios de un hijo que ya tiene 28 años y que vive con la madre.

El joven no ha terminado su licenciatura en la Facultad, pero ha decidido inscribirse en un curso de “ cinematografía experimental” que se imparte en otra ciudad.

El padre, que tras su divorcio paga la correspondiente pensión a su exmujer, se negó a asumir el coste adicional. Argumentó que ya estaba cansado de mantener a un adulto que no trabaja y no hace nada para buscarse la vida por sí mismo. La madre, que estaba de acuerdo con los deseos del hijo, recurrió a los tribunales de la ciudad para solicitar un aumento en la pensión.

Los jueces de la sala segunda del Tribunal Civil de Módena han decidido dejar las cosas como están. Ni el padre va a dejar de pagar la pensión ni la madre obtendrá un aumento. Consideran que las cosas no han cambiado: que el padre puede seguir pagando, que el hijo sigue en paro y que tampoco se le puede impedir al joven que intente realizarse “en sus nuevas aspiraciones”.

No había hecho méritos

Según informa la Gazzetta di Modena, el padre solicitó que al menos le redujeran la cuantía de manutención, puesto que había pagado los estudios del hijo más años de los que duraba la carrera de Letras. Con 28 años, sólo había aprobado tres cursos, lo que equivale a una diplomatura.

Por este motivo, cuando el hijo requirió de su padre que asumiera los gastos de un curso que se imparte en otra ciudad, con los correspondientes gastos de hospedaje y manutención, este último se negó en redondo. Entonces escribió al juez que su hijo no merecía un mayor apoyo económico, puesto que no había hecho méritos para terminar su carrera ni para continuar con estudios adecuados a su formación previa.

En Italia hay una seria preocupación por los hijos que están demasiado tiempo en casa de sus padres.En Italia hay una seria preocupación por los hijos que están demasiado tiempo en casa de sus padres.

Sin embargo, el tribunal estima que los estudios de cinematografía sí tienen relación con la formación anterior del joven en Letras, y que el padre, cuyos ingresos no se han reducido (aunque son modestos), está en la obligación de seguir manteniendo a su hijo “hasta que sea independiente económicamente”.

La sentencia no indica a hasta qué edad un padre debe seguir sufragando los estudios que permitan a los hijo realizarse “en nuevas aspiraciones”.

Los "bamboccioni" y los "mammoni"

Así como en España existe una preocupación social con tiempo que los jóvenes permanecen en casa de sus padres por falta de trabajo o de incentivos para cambiar de residencia, en Italia ocurre otro tanto. Popularmente se conoce como “bamboccioni” (algo así como “ niño grande”) a estos jóvenes que no quieren dejar de depender de sus padres.

Hace cinco años, unos padres tuvieron que recurrir a los tribunales para desalojar de la casa a su hijo, que ya había cumplido 41 años, y que tenía un buen trabajo. Cada año se produce 8.000 juicios similares en Italia.

Muchos jóvenes italianos están en situación parecida. En los últimos años se han publicado estudios que revelan que el 48% de los ciudadanos entre 18 y 39 años aún viven en la residencia paterna. Son conocidos como “mammoni” (en singular, "mammone") o “chicos de mamá”

viernes, 22 de abril de 2016

Feria del libro

Como no hacía costumbrismo desde el año de mis anginas, salí a guisa de notario para ver qué eventos consuetudinarios acontecían en la rúa. Cada vez más parecida a Calcuta, Ciudad Real acusa unas diferencias sociales crecientes. Por ahí andaban los mendigos de la Gran Recesión de Zapatero y Rajoy, más los importados por Merkel, ya por activa (pidiendo y en pos de la gente), ya por pasiva (al lado de iglesias y supermercados, no a la puerta de los bancos, que es lo propio). A estos se añadían las madres minusburguesas con cochecito que piden para comer estos últimos de mes y los revolvedores de basura. Y hay que ver lo que echa a los contenedores la gente. He visto desde quijotes de escayola a zapatos viudos y consoladores fundidos. La gente pobre debía tener más dinero para hacer obras de caridad y echar a la basura cosas de más fundamento.

Como una nueva Egeria, quise peregrinar por el curso del meridiano que une los polos de un cuchitril tan marchoso como el Living, lleno de jevis moteros, colgones y artistas (el otro día me encontré allí a Paco Carrión), con el para desahuciados de La Abuelita, de cocido eminente y frecuentado por culturetas de segundo filón como este cura (el otro día me encontré allí a Joaquín González Cuenca). Pero me entró pereza y flato y me dije que no, que no, que no estoy para esos tambores tan lejanos.

Para quitarme, pues, tanta depresión, pensé si tomar un poco de esa droga permitida que es el jarabe para la tos Inistón (yo lo recomiendo con un ibuprofeno, que da más paz), pero opté por un té con limón más y marché a pisar como suelo las calles de esta ciudad, antes villa, aprovechando que se reunía el club de la lluvia: todos esos que solo salen de casa cuando la lluvia espanta las moscas de los sociables y los conduce adonde estamos apaciblemente los asqueados para joder la marrana, expresión intraducible que no alude precisamente a la hembra del porcino, sino al eje de una noria, que se denomina y llama así, malpensados, cuyo chirrido gruñe como el animal. Se trata de una vulgar expresión hortícola o poblachulesca, si preferís, y la única obscenidad que se le apercibe nace de que el eje dé tantas vueltas jodiendo u hozando con insistencia. Se jode la marrana cuando se la atranca con un palo o una piedra; y marrano viene del árabe "muharrám", que significa "cosa prohibida o tabú", como el cerdo para los musulmanes o la vergüenza para el pepero.

Así que me introduje en el antiguo Casino, donde se ha montado sin noria ni carrusel la Feria del Libro. La agenda de actividades infantiles era interminable; el Ayuntamiento ha hecho una gran labor. Por lo general la izquierda sucedánea valora las humanidades; incluso una cosa así como el idimitible e idimitido Josmari Barreda hizo una Biblioteca Municipal magnificente; eso ni se le habría pasado por las circunvoluciones a una Hermandad de Cabezones Huecos como la pepeíta, que tiene sin embargo a cantores del calibre de su dulce y enamoradísima La Tribuna, por más que el Lanza corresponda con lírica psoesía. Subiendo el iva del libro por encima del porno, su expelencia Gargajoy se ha convertido por el contrario en el Gargamel de la pitufería, a la que impide comprar cultura en baratillo; más que un Marriano lo que es es un Luciano capo di tutti capi que preside la gran Comisión del Saqueo de España, con familias mafiosas en Valencia, Madrid, Baleares y Granada, que se sepa. Más o menos el diez por ciento del iceberg, pues todas esas familias pagan protección al sindicato central de Alibabárcenas, el Fuerte. Eso es lo que son, más todo el pijerío fascineroso y psoricero que no paga a satanasa Hacienda, ajenos como han sido siempre al amargo rocío de la lágrima y el recorte, que en Sanidad ha provocado muertos.

Y hete aquí ante mí las últimas novedades librarias: las benditas nuevas novelas de las esperanzas locales, como Polvo, de la ilustre infanteña Maribel Riaza Chaparro; El abrigo de la corona, de Domingo Sánchez Parra, novela histórica sobre los orígenes de la actual Ciudad Real, publicada por Serendipia, editorial y librería que no para de hacer grandes cosas;  la Qal'at rabah del premiado narrador y dramaturgo torralbeño Francisco Romero Fernández; la Trilogía de Ciudad Real y los Microrrelatos de Carlos Barba Salvador... Muchos y muy buenos autores que no merecen el abandono en que los tienen los primates (segunda acepción) que administran la cultura local, solo atentos a fraguar enormes mazapanes cervantinos. 

Me han impresionado además los imaginativos dibujos de María José Fúnez Delgado (Membrilla, 1990), impresos en un volumen de Serendipia con un prólogo metodológico inspirado en el binomio fantástico de Gianni Rodari; se titula Fantasticario y por él circulan colegialas unicornadas, jirafas ciempiés, peces obús, cerebros anidados, orejas por los suelos, marmeladas y falenas marca Philips. Por otra parte, Raúl Sierra y José Luis Sobrino publican su álbum de historietas, tebeo o cómic La cruz de los casados, inspirada en la leyenda medieval ciudarrealeña, y mi amigo Pedro González Coello saca en comandita sus Relatos de Liliput. En la puerta, aprovecha Malvados para vender su cerveza manchega de autor y más allá el colectivo RAW expone sus fotografías. De los nacionales y asimilados no voy a hablar, salvo de la última novela del sobrevalorado Mario Bragas Rosa, hoy amante del azulejo porcelanoso, porque se ha salido de peruano y ya no es siquiera un nacionalizado españoide, sino un panameñil; un poco más y se vuelve hombre universal o ladrón extensible.

Los puestos (hay quien prefiere stands) de la Diputación y del IEM están muy bien; en este último hay auténticas antigüedades, como una cutre edición (1954) del jurista José María Martínez Val sobre La eutelegenesia y su tratamiento penal, en la que se contemplaba ¡ya entonces! la reproducción asistida, pero como algo criminógeno. Estas eruditas consideraciones sobre los aspectos jurídicos y utilitarios de la paja me recuerdan al ilustre capítulo "Amor propio" de La Habana para un infante difunto de Guillermo Cabrera Infante, fecundo en paronomasias; pero más al agotador Lamento de Portnoy de Philip Roth, que exprime el tema de un modo profundamente judío.