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lunes, 11 de diciembre de 2023

Formas de aliviarse una depresión

No hay un mismo tratamiento para todo el mundo, sino que cada persona necesita más de esto o lo otro o medidas diferentes. 

También es preciso distinguir entre depresión menor y mayor, porque algunas cosas para atacar la primera son contraproducentes en la segunda (véase en 2). 

Las hay endógenas, exógenas , enquistadas y provocadas por medicación. 

Las peores son las primeras: son obra de desequilibrios químicos en el sistema nervioso, como la falta de litio o litemia en los maniacodepresivos o bipolares, o desequilibrios en los neurotransmisores: una serotonina descontrolada. 

Es imprescindible ir al médico especialista: si uno se rompe un brazo va al traumatólogo, si uno está deprimido al psiquiatra y al psicólogo. Si es exógena uno nota que está entrando en depresión y busca la causa externa que fastidia la vida para eliminarla. Hay otras personas que la tienen invisible o soterrada: son las enquistadas (empiezan insufladas por problemas externos, pero se convierten en un hábito de pensamiento) y necesitan terapia; pero las pastillas no les van a ayudar, y otros que tienen problemas bioquímicos y necesitan aprender a reconocer los síntomas, pero además pastillas.

1. Una psicóloga recomienda lo siguiente:

Hacer ejercicio intenso

Escribir todo lo que pase por la cabeza

Alimentarse correctamente

Hablar con alguien que te apoye de verdad

Un entorno adecuado, muy fundamental

Ayuda profesional terapia +antidepresivos

Querer salir de ahí de verdad

Cambio de look (importante, aunque parezca una tontería)

Buscar la raíz de los problemas y tratar de solucionarlo poco a poco

Un cambio de perspectiva, sentarse a pensar que se está enfermo y que a partir de ahí puedes actuar.

Yo añadiría además:

Evitar personas tóxicas cercanas.

2.

Si está gravemente deprimido, hay tres consejos que no debe seguir y que son comunes en las respuestas a las preguntas sobre depresión:

a) Haz lo que disfrutes.

Si está muy deprimido, probablemente no haya nada que le guste hacer. Por lo tanto, algunos escritores le aconsejan que "haga cosas que solía disfrutar". Puede hacer esto si recuerda lo que solía disfrutar. Pero para las personas gravemente deprimidas, la experiencia de hacer algo que solían amar, y no sienten nada, les destruye el alma. En otras palabras, cuando hacen cosas que solían disfrutar, se sienten peor.

b) Lectura: lea en busca de inspiración, lea para mantener su mente activa, lea por placer.

Es muy probable que una persona gravemente deprimida no pueda leer nada más extenso que un párrafo corto y se desanime y se frustre con estos intentos.

c) Practica la gratitud

Una persona severamente deprimida generalmente no está agradecida por las cosas buenas de la vida. Ella se siente culpable, siente que no se merece estas cosas, especialmente cuando otras personas más dignas no las tienen. ¿Por qué debería tener una familia amorosa cuando tanta gente está sola? ¿Por qué debería tener un apartamento, cuando hay tantas personas sin hogar?

Es probable que este consejo sea útil para las personas con depresión leve o para las que ya están en camino. Pero, en el mejor de los casos, son inútiles y, en el peor, dañinos para alguien con depresión mayor.

martes, 15 de agosto de 2023

Formas de criar depresión por acoso ambiental

 -Las malas experiencias.

-Estar bajo la influencia de mucho stress.

-Las decepciones: que las cosas no te salgan como esperabas.

-Hacer cosas que no quieres o no te gustan.

-Estar confundidos, perdidos, no saber qué hacer, o como afrontar una situación.

-Estar rodeado de gente inconforme que solo te critica, te juzga, te humilla, que no le gusta lo que haces, o siempre le encuentra un pero.

-Que trates de encajar con personas que no te comprenden, o que son diferentes a ti, ya sea porque tienen gustos distintos a los tuyos.

-Que las cosas te salgan mal o al revés.

-Meterte en problemas, en situaciones difíciles inesperadamente, o en cosas que te parecen injustas.

-Ganarte enemigos gratis que te meten en dramas, polémicas o en envidias.

-Que no se vean los resultados de tus esfuerzos, que lo que haces sea en vano, nadie lo reconozca, y sea mal remunerado o mal recompensado.

-Que no consigas superar una situación, y siempre estés estancado tratando de superarlo sin conseguir resultados favorables. (Todo te sale mal, y por mucho tiempo sigues en la misma.)

-Que te traicionen, se aprovechen de ti, perder dignidad, te engañen, jueguen con tus sentimientos, burlas, menosprecios, insultos, que te hagan sentir poca cosa, que te dejen en tus peores momentos, que nadie te ayude, y que te quieran ver mal.

-Nos hace negativos perder la esperanza, la fe, la confianza, el creer que las cosas no se pueden lograr, no pueden mejorar, el creer que somos insuficientes, incapaces, que no merecemos estar mejor, nos hace inseguros, cobardes y baja nuestra autoestima.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Giacomo Leopardi dando ánimos

Tutto è male. Cioè tutto quello che è, è male; che ciascuna cosa esista è un male; ciascuna cosa esiste per fin di male; l'esistenza è un male e ordinata al male; il fine dell'universo è il male; l'ordine e lo stato, le leggi, l'andamento naturale dell'universo non sono altro che male, né diretti ad altro che al male. Non v'è altro bene che il non essere; non v'ha altro di buono che quel che non è; le cose che non son cose: tutte le cose sono cattive. Il tutto esistente; il complesso dei tanti mondi che esistono; l'universo; non è che un neo, un bruscolo in metafisica. L'esistenza, per sua natura ed essenza propria e generale, è un'imperfezione, un'irregolarità, una mostruosità. Ma questa imperfezione è una piccolissima cosa, un vero neo, perché tutti i mondi che esistono, per quanti e quanto grandi che essi sieno, non essendo però certamente infiniti né di numero né di grandezza, sono per conseguenza infinitamente piccoli a paragone di ciò che l'universo potrebbe essere se fosse infinito; e il tutto esistente è infinitamente piccolo a paragone della infinità vera, per dir così, del non esistente, del nulla. (4174, Bologna, 17 aprile 1826; 1898, vol. VII, pp. 104-105)

Todo es malo. Esto es, todo aquello que existe es malo; que cada cosa exista es un mal; cada cosa existe para el mal; la existencia es un mal y ordenada al mal; el fin del universo es el mal; el orden y el Estado, las leyes, el curso natural del universo no son más que el mal, ni están dirigidos a nada que no sea el mal. No hay otro bien que el no ser; no hay nada más bueno que lo que no es; las cosas que no son cosas: todas las cosas son malas. El Todo existente; el complejo de los muchos mundos que existen; el universo; no es más que un lunar, un moratón en la metafísica. La existencia, por su naturaleza y esencia propia y general, es una imperfección, una irregularidad, una monstruosidad. Pero esta imperfección es una pequeñísima cosa, un lunar real, porque todos los mundos que existen, por muchos y grandes que sean, no siendo ciertamente infinito ni en número ni en tamaño, son en consecuencia infinitamente pequeños en comparación con lo que el universo podría ser si fuera infinito; y el todo existente es infinitamente pequeño en comparación con el infinito verdadero, por así decirlo, de lo inexistente, de la nada. (4174 , Bolonia, 17 de abril de 1826; 1898, vol. VII, pp. 104-105)

martes, 9 de mayo de 2017

La enfermedad como lucha

LUCÍA ETXEBARRIA Un enfermo no es un soldado, en El Periódico de Cataluña, 9 de abril de 2017:

En los últimos tiempos me he especializado en impartir talleres de grafoterapia.

"Escribir sirve para estimular la protección inmunológica, relajar y mejorar la calidad del sueño, ayudar a controlar la presión arterial y reducir el consumo de alcohol y fármacos. Además, reordena el pensamiento, promueve la conexión con los otros y disminuye las crisis depresivas. Parece mágico". Son palabras de James Pennebaker, psicólogo de la Universidad de Texas, que estudia los beneficios de la escritura terapéutica desde hace más de tres décadas.

Escribir cicatriza las heridas espirituales: Pennebaker se trasladó a Madrid tras las bombas de la estación de Atocha y trabajó en la escritura terapéutica con víctimas del atentado. En el 2009 publicó sus conclusiones: "La confrontación de hechos traumáticos mediante expresión escrita, tiene efectos positivos sustanciales".

Pero escribir cicatriza también las heridas físicas: Elizabeth Broadbent, de la Universidad de Auckland, asevera que la escritura funciona como cicatrizante

De momento, se ha realizado un estudio con 49 participantes a los que se les practicó una biopsia que les dejó una herida en el brazo y a los que se les pidió que escribieran durante 20 minutos al día.

Los investigadores fotografiaron sus lesiones hasta que curaron. Una mitad relataba en un papel sus pensamientos, experiencias traumáticas y emociones. La otra mitad escribía sobre sus planes del día evitando mencionar aspectos sentimentales.

A los 11 días, a un 76,2% de integrantes del primer grupo se les había curado la herida. Frente al 42,1% del segundo.

Escribir también ayuda a comunicarse con familiares y amigos, a asumir el duelo y la perdida. Incluso a moderar el dolor, porque el dolor depende de la percepción, y es más fácil de sobrellevar si se percibe con calma.

Pero escribir no cura el cáncer. La actitud no cura el cáncer. Ninguna palabra cura el cáncer. Tenemos que tener mucho cuidado con las palabras. Por ejemplo: tenemos que tener cuidado con la palabra 'luchador'. Cuando decimos "una luchadora contra el cáncer" o "la batalla contra el cáncer".

Se está poniendo últimamente de moda convertir a los enfermos en luchadores. Depositando en ellos y ellas toda la responsabilidad para curarse. Ocultando que para curarse de una enfermedad nada es más influyente que la inversión pública que se haga en investigación y en la calidad del sistema público de salud. Porque si llamamos "luchadores" a los enfermos, cuando la persona fallece parece que no ha luchado lo suficiente, que el responsable de perder la batalla es del propio enfermo.

Por no hablar de cuando se dice que si compras tal o cual producto, el producto invertirá en investigación contra el cáncer. Y suele ser un producto que utiliza componentes cancerígenos (compresas o tampones con blanqueantes, desodorantes con aluminio) y que invierte en investigación mucho menos de lo que invierte en la propia campaña de promoción del producto.

Es perverso. El enfermo no se cura solo con su actitud. Se cura con atención médica. Y si no se cura, nunca será, jamás, porque no puso de su parte.

Nuestro sistema está obsesionado con convertirlo todo en fracasos o éxitos individuales. Por eso parece que luchar es suficiente para curarse. Pero no lo es. La actitud cuenta, por supuesto, pero una enfermedad es arbitraria y azarosa, nadie la elige. La curación no depende de una lucha o un lacito sino de un diagnóstico a tiempo, de un buen tratamiento, de un buen equipo médico, de que se gaste dinero público en investigación.

Mientras escribo esto mi cuñada, en Estados Unidos, lleva meses esperando que le den hora para operarle de un cáncer, en una agonía de dolor. Después de pagar durante años un carísimo seguro médico. Y si no lo hubiera pagado habría fallecido, sin más. Ese es el sistema que quieren implantar aquí.

Por eso en lugar de exigirle a las personas enfermas que "luchen", deberíamos luchar todos porque no implanten aquí el sistema de salud norteamericano.

Porque nadie sale airoso de un cáncer luchando como si fuera un atleta olímpico. Porque nadie tiene un buen día solo sonriendo como recomienda el cuqui de Mr. Wonderful. Y porque nadie se hace a sí mismo, que es la frase preferida del sueño americano, de la insolidaridad, del neoliberalismo, del individualismo y de los narcisistas.

Porque todos nos hacemos unos a otros.

miércoles, 3 de mayo de 2017

Nada

Uno llega al final del trayecto y antevé, como el aviador de Yeats, que no hay ya tiempo para hacer nada, ni siquiera para forjarse ilusiones, antes de estrellarse. Aunque desde las alturas de la edad empiecen a verse, por lo menos, algunas trazas de lo que uno y los demás han hecho y dejado de hacer.

Kant preguntaba a fines del XVIII: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? Y las resumía en una sola: ¿Qué es el hombre? Y Giacomo Leopardi respondía a comienzos del XIX:

El género humano no creerá nunca no saber nada, no ser nada, no poder llegar a alcanzar nada. Ningún filósofo que enseñase una de estas tres cosas habría fortuna ni haría secta, especialmente entre el pueblo, porque, fuera de que todas estas tres cosas son poco a propósito para quien quiera vivir, las dos primeras ofenden la soberbia de los hombres, la tercera, aunque después de las otras, requiere coraje y fortaleza de ánimo para ser creída

Y de ahí viene la desgana, el spleen que decían los ingleses a fines del XVIII; Tomás de Iriarte lo llamaba esplín:

Es el esplín, señora, una dolencia / que de Inglaterra dicen que nos vino. / Es mal humor, manía, displicencia, / es amar la aflicción, perder el tino, / aborrecer un hombre su existencia, / renegar de su genio y su destino...

Ciertamente en el quicio que va del siglo XVIII al siglo XIX cambiaron muchas cosas. La idea preconcebida de lo que era el ser humano, la primera. Luego va Baudelaire y pone el spleen de moda. Con lo antiguo que es. Los antiguos cristianos lo llamaban acidia, uno de los ocho pecados capitales que había antes de que los redujeran a siete, y sus demonólogos hasta conocían el nombre del demonio que lo provocaba, el demonio Meridiano. Sin saber cómo escarbar en su propia tradición, los modernistas del siglo XIX copiaron a Baudelaire, en especial ese vago metafísico, Manuel Machado: "Nada sé, / nada quiero, / nada espero, / nada".  Y lo repetía como un loro sin plumas Luis Cernuda:  “No sé nada, no quiero nada, no espero nada. Y si aún pudiera esperar algo, sólo sería morir allí donde no hubiese penetrado aún esa grotesca civilización que envanece a los hombres". Flaubert, más práctico, había utilizado la frase para caracterizar al soso de Charles Bovary ante los ojos de Emma: "Il n'enseignait rien, celui‑là, ne savait rien, ne souhaitait rien".

¡Cuanta repetición! Y hasta esto está repetido, pues ya lo dijo Virgilio: "Todo está dicho" (he intentado infructuosamente localizar la cita, que leí hace muchos años, pero he fatigado la selva en vano). Y sin embargo siempre hay narcisistas que salvan su yo de pasar a los anales de la insignificancia, como el ebúrneo Juan Ramón Jiménez, amante de que la belleza hiciera strip-tease ante sus ojos antaño lujuriosos, en su soneto a la Nada: "A tu abandono opongo la elevada / torre de mi divino pensamiento..." La Nada de nada de esa cantautora que me enamoró de niño, Cecilia: "Nada de nada, nada de nadie". El "Soy tuya" de Alfonsina Storni y el "Después de todo" de José Hierro. El Nunca llegarás a nada de Juan Benet.

El itinerario educativo de La Mancha te hace escoger entre la Religión y la Nada. Eso de la Nada es muy metafísico, demasiado como para habérsele ocurrido a unas mentes vacías y más huecas que la Nada como las de la Junta de Calamidades (hasta los cosmólogos dicen que en la Nada hay algo, aunque no hayan contestado a la esencial pregunta de que por qué hay algo en vez de Mariano Rajoy). Aunque, bien pensado, sólo a las Calamidades, vacías como están, podría habérseles ocurrido. O sea, que quien no sea cristiano, tiene que escoger Existencialismo y ser arrojado a las entradas de la Néant, al No-ser parmenideo, al No-yo fichteano, o agarrarse al borde del abismo, al compromiso o engagément de Sartre. Jolines. Nada, o el puro aburrimiento de Carmen Laforet, nada, conjunto vacío en Matemáticas, ausencia de cualquier ente en filosofía. Ángel Crespo ha escrito un hermoso poema de título Sobre la nada, que ya es algo:

La nada: ese inmenso cajón, alacena o lago del que Dios ha exiliado a todas las cosas; bosque en el que se escucha el balido de todos los pájaros habidos y por no haber.

Desgraciado de aquel que no tiene su nada, habrá de conformarse con lo que le den los demás, sacando de sus bolsillos o de sus temibles armarios; vivirá como nuncio, como vicario, como ministro, pero jamás con soberanía, porque no tendrá nada.

La mía es el recuerdo, las escamas de los pescados que platean en los mares de medianoche -y del mediodía en que el sol nada-; la nada por crear.

O bien el largo olor a vida de la nada.

Si no tuviéramos la nada no tendríamos nada que hacer. De nada.

miércoles, 5 de abril de 2017

Rajoy y Oblómov

Enrique Vila-Matas, "El joven tumbado (Oblómov). El hastío como medida de salvación. El personaje del escritor ruso Iván A. Goncharov, héroe absoluto de los indolentes y el protagonista de la mejor novela que se ha escrito sobre la ociosidad, representa también el sueño de todos", en El País, 10-III-2012:

Me acuerdo de Rilke, para quien la vida en sí, pura y libre de las determinaciones particulares que la califican y delimitan, se parecía a la muerte; lo era en tanto que puro espacio hueco e impreciso, ausencia y concavidad. “¿Cuándo es el presente?”, llegó a preguntarse, influenciado por J. P. Jacobsen, autor de Niels Lyhne (1880), novela en la que se fomenta la sospecha de que la existencia, la vida, “no es jamás”.

¡No es jamás! Esto casi suena a Beckett y recuerda a Martin Amis cuando dijo que si alguien quisiera imitar el estilo beckettiano podría fácilmente salir del paso escribiendo: “No, nunca, jamás, no”.

Pero volvamos a la existencia y a la sospecha sobre ella. A Jacobsen le inquietaban los seres “que viven como si eso fuese la cosa más natural del mundo”. No es extraño pues que para el Niels Lyhne de su novela la vida hubiera perdido toda naturaleza y contenido y no fuera nunca algo obvio en su transcurrir, sino algo vacío e irreal: la vida vista como algo que puede que estuviera pasando a su lado, pero no a través de él.

Niels Lyhne nos recuerda a esos solitarios que alguna vez hemos visto sentados en orillas extrañas, contemplando la vida muda de la que se alejan. Y también a la novela Oblómov del escritor ruso Iván A. Goncharov, donde los habitantes del pueblo de Oblomovka ven discurrir la vida “a su lado, como un río que contemplan desde la ribera”.

Y es que si la existencia es sólo una incesante despedida de sí misma, sobre su fuga planea constantemente esta cuestión: “¿Cuándo se vive?”. La pregunta la hace Oblómov, el haragán por excelencia de la literatura rusa y pariente secreto de Niels Lyhne. Si Lyhne es alguien “medio Werther, medio Hamlet, vencido por un pesado cansancio” (eso decía Zweig de él), Oblómov también es una persona fatigada, en realidad es el héroe absoluto de los indolentes y el protagonista de la mejor novela que se ha escrito sobre la ociosidad.

Su inmovilismo atrae a muchas almas hoy más que nunca. Ni un movimiento. No hacer nada. No colaborar.

Veamos: Oblómov es un joven y desvalido aristócrata, incapaz de hacer nada con su vida. Duerme mucho, bosteza continuamente dentro de su bata deshilachada. No hace nada, pero es que nada. Encogerse de hombros es su gesto preferido. Es de esa clase de personas que tienen la costumbre de irse a dormir antes de fatigarse. Estar tumbado cuanto más tiempo mejor parece su única aspiración, su modesta aunque envenenada rebeldía. A lo largo de toda la novela de Goncharov, el joven Oblómov raramente deja su habitación, donde permanece tumbado en un diván intentando evitar las propuestas y las obligaciones que le llegan del exterior, y sólo hasta muy avanzado el libro no le veremos, por primera vez, salir de la cama. Ha perdido la costumbre de moverse, de vivir, de ver gente, le parece que se ahoga en medio de la multitud. Es alguien que dio por terminada hace tiempo su vida en sociedad, y vive literalmente como un joven tumbado o, mejor dicho, como un muerto: la vida fluye pero sólo a su lado, sólo al lado de su diván, en realidad la vida nunca ha pasado por él.

Amado por Olga, ésta desiste de su empeño en llevarlo al altar cuando comprende que el joven elegirá siempre el reposo si ha de decidir entre el reposo y ella. Tal convicción la lleva entonces a casarse con Stolz, amigo de infancia de Oblómov y contrapunto exacto de éste, porque es un trabajador infatigable y un entusiasta de Europa y del progreso y un tipo absolutamente convencido de que lo natural es vivir… La novela de Goncharov —en realidad irresumible como todas las buenas novelas— fue durante tiempo vista como una crítica de la nobleza rusa y del régimen zarista, pero lo que ha perdurado del libro no ha sido su conciencia política, sino el talento del autor al crear el paradigmático personaje de Oblómov, de quien en el libro se nos explica, con moroso detalle y mucha gracia, su desdichada forma de ser. ¿Desdichada? Quizás sea al revés y Oblómov, alejado de toda acción, sea un alma feliz, completamente feliz.

Vivir mentalmente con naturaleza hamletiana, en la atmósfera de estos días de transición incierta y de indeterminación fluctuante

Su inmovilismo atrae a muchas almas hoy más que nunca. Hoy, cuando la crisis empieza a propiciar una modesta pero envenenada rebelión, en el fondo inquietante para el poder económico: la silenciosa rebelión de los oblomovs que surgen de entre las gavillas de jóvenes tumbados por el paro. La consigna es apartarse, hacer uso del “derecho de irse” que reclamaba Baudelaire. Para ejercer ese derecho y afiliarse al oblomovismo la solución más práctica es quedarse quieto, descubrir que para huir de un lugar lo mejor es quedarse en él. En la novela de Goncharov la acción está prácticamente ausente de ella, y aun así parece que pase algo, quizás sea sólo la vida pasando al lado de la trama. El muy casero protagonista y cansado héroe de la nada no inicia jamás una acción ni actividad alguna que no sean sus vodevilescas disputas con su criado Zakhar en pasajes haraganes, pasajes del libro lógicamente gandules, pues éstos no hacen más que describir las monótonas jornadas de un indolente, de un ser abúlico, no nacido siquiera para hacer novelas: “Escribir de noche —pensó Oblómov— ¿cuándo dormirá? Seguramente gana más de cinco mil al año. ¡No está nada mal! Pero escribir todo el tiempo, derrochar el alma, el pensamiento en menudencias, cambiar de convicciones, comerciar con la inteligencia, la imaginación, violentar la propia naturaleza, sufrir la inquietud, la indignación, no conocer el reposo y estar siempre en movimiento… Y escribir, escribir siempre, ser como una rueda, una máquina: escribir mañana y pasado mañana, en días de fiesta, en verano, escribir constantemente. ¿Cuándo podrá detenerse y descansar? ¡Qué desgraciado!”.

Me parece que Oblómov acertó de lleno. ¿Qué es eso de comerciar con la inteligencia? ¿Cómo no darle la razón a este ocioso ruso tumbado, al joven que inspiró aquel sorprendente grafiti de Guy Debord en un muro del Quartier Latin de París en los años cincuenta? Ese grafiti decía: “No trabajéis nunca”.

¿Y quién, al fin y al cabo, no es oblomovista? ¿Quién no intuyó alguna vez que ser ocioso es precisamente aquello con lo que sueña todo el mundo, “pues todo lo que el hombre hace es un intento por recuperar el paraíso perdido”? ¿Y quién no sospecha que los seres humanos lo que realmente ambicionan es la paz y el descanso?

Oblómov —apunta Christopher Domínguez Michael en El XIX en el XXI— es puente que une a los hombres superfluos de Gógol con los seres vacíos de Beckett o de Robert Walser. Y aquí cabría recordar también al joven tumbado de Un hombre que duerme, de Perec, aficionado a quedarse quieto y buen discípulo del Kafka que escribía una noche en Praga: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches…”.

Oblómov, con su indolencia de siglos concentrada en su casa de San Petersburgo y a la búsqueda del paraíso perdido, parece querer recomendarnos a todos lo que Eugeni D’Ors recetaba en su más memorable libro: el hastío como única medida para la salvación, es decir, nos recomendaba encasquetarnos el tedio al pie de la letra, sin paliativos, sin matiz alguno, calarse el puro cansancio: “No excursión: chaise longue. No conversación, silencio. No lectura, letargo. En lo posible, ¡ni un movimiento, ni un pensamiento!”.

Exacto. Ni un movimiento. No hacer nada. No colaborar. Que se estrellen ellos. Vivir mentalmente con naturaleza hamletiana, en la atmósfera de estos días de transición incierta y de indeterminación fluctuante. Y dejar que sea lo impetuoso, con sus finanzas de lenguaje criminal, lo más parecido a ese río vulgar de la vida que pasa a nuestro lado; una vida que por suerte a veces fluye ajena a nosotros, en el más puro espacio hueco e impreciso. 

Niels Lyhne. Jens Peter Jacobsen. Traducción de Ana Sofía Pascual. Acantilado, 2003. Oblómov. Ivan A. Goncharov. Traducción de Lidia Kuder de Velasco. Debolsillo, 2009. El XIX en el XXI. Christopher Domínguez Michael. Sexto Piso, 2010. Un hombre que duerme. Georges Perec. Traducción de Eugenie Russek-Gérardin. Anagrama, 1990. Oceanografía del tedio. Eugeni D’Ors. Tusquets, 1981.

domingo, 17 de julio de 2016

Siete razones por las que se te pueden quitar las ganas de enseñar

Melissa Bowers, profesora de instituto reconvertida en escritora, madre de dos hijos y aventurera accidental "Siete razones por las que se te pueden quitar las ganas de enseñar", en Huffington Post, 15/07/2016 

Ya ha pasado más de un año desde que dejé la enseñanza, una decisión que tomé porque íbamos a mudarnos a la otra punta del país. Para conmemorar la ocasión, compartiré la frase que -con diferencia- más introduce la gente en los buscadores para llegar hasta mi página web.

"No quiero enseñar más".

En mis doce años de experiencia como profesora de Inglés, he visto a gente dejar la profesión en estampida. El clima es diferente. La cultura es diferente. El sistema se desmorona y los profesionales de la educación se dispersan para evitar ser aplastados por los escombros cuando todo se venga abajo.

No entraré en detalles sobre los recortes de presupuesto, la cantidad masiva de alumnos que hay por clase o el sueldo medio; de todo eso ya se ha hablado hasta la saciedad. No voy a hablar sobre el agotamiento profundo que implica estar todo el día sobre la tarima ni sobre la sensación de ahogo que te embarga esas noches y fines de semana en los que tienes cientos de trabajos que corregir.

Hay mucho más: cosas que solo comprenderás si tienes una llave de la sala de profesores.

1. Eres una figura de autoridad pero no tienes autoridad real.

Una amiga me dijo en una ocasión: "No sabes lo que es tener un trabajo de verdad, con entregas y adultos vigilándote constantemente. Tú puedes ser tu propia jefa". La ignorancia pura de su comentario lleva años conmigo, y sigue afectándome, en gran parte porque ese pensamiento erróneo es muy común.

Cuando cerramos la puerta cada día y nos dirigimos hacia la parte delantera de la clase, es fácil ser presa del espejismo de que estamos al mando. Después de todo, es tu nombre el que está escrito en la puerta, así que debes de ser quien manda.

Dosis de realidad: tú no eres quien manda.

Los padres mandan sobre ti. La administración manda sobre ti. Los alumnos lo notan. Es cierto. Y, como es cierto, comprometer tu integridad implica una presión inmensa: aprobar a un niño que no ha demostrado maestría, permitir la entrega tardía de un trabajo que mandaste hace dos meses, ser menos estricta al poner menos deberes, proyectos diferentes o notas; porque a veces se espera que no eches más leña al fuego.

2. Tu día no se parece en nada a la jornada del típico trabajador de oficina.

A pesar de la ignorancia de la amiga de la que he hablado antes, tengo que concederle esto: a veces somos dolorosamente conscientes de que nuestro "trabajo de verdad" se diferencia sospechosamente de otros "trabajos de verdad" que requieren tener un título universitario.

Tus amigos pueden hacer cosas como estas en el trabajo:

1. Hacer pis
2. Tomar café
3. Hablar un rato con un compañero sin prisa
4. Salir a comer
5. Hacer papeleo y otras tareas relacionadas con el trabajo mientras están en el trabajo
6. Sentarse de vez en cuando

Estoy segura de que las vacaciones de verano existen porque los Dioses del Colegio cuentan todos los segundos que no tenemos para ir al baño y nos los devuelven todos juntos de golpe. Los 25 minutos para comer no propician comidas relajantes fuera de los muros del colegio o del instituto, y solo puedes aliviarte un poco durante el cambio de clase que, por desgracia, es la única oportunidad que tienen todos los demás profesores para ir al baño.

Porque ¿sabes quién más manda sobre ti? La campana.

3. Todo el mundo se cree que sabe cómo hacer tu trabajo. TODO EL MUNDO.

Además del hecho de que no tienes autoridad, hay muchas personas que sí la tienen y que, literalmente, no han pasado ni un día de su vida enseñando; y aun así muchos están seguros de que saben hacer tu trabajo mejor que tú.

Mucha gente tiene luz en casa, pero eso no los convierte en electricistas. Mi marido no sabe cómo llevar un restaurante solo porque hayamos salido a cenar fuera. ¿Puedo declararme experta en derecho por ver Ley y orden: Unidad de víctimas especiales una vez a la semana?

Pero, por supuesto, la enseñanza es diferente, ¿verdad? En algún punto de nuestras vidas, todos nos hemos sentado en una clase. Todos hemos sido alumnos, después de todo. Durante seis, siete u ocho horas al día, desde preescolar, todo el mundo lo ve, así que todo el mundo puede opinar.

Pero incluso los que llevan poco tiempo enseñando pueden confirmarlo: todo se ve de una forma diferente desde detrás de la mesa del profesor. Así que cuando tus superiores son comités de personas que solo saben cómo es el asunto desde la perspectiva del estudiante, es como pedir a un equipo de contables que cableen un edificio.

¿Sabes lo que probablemente acabará pasando? Que saldrá ardiendo.

4. Querías fomentar la imaginación, no machacarla.

Los profesores llevan mucho tiempo luchando contra la presión cada vez mayor de "enseñar para aprobar un examen". A pesar de nuestros gritos de advertencia, la situación no mejora. Los cursos o asignaturas con valor para la vida real (como, por ejemplo, la economía doméstica o las clases de compra) van muriendo, y no de una forma gradual, precisamente; y no hay ninguna parte de "Alimentación y Nutrición" en el examen de selectividad. Los programas de arte y música corren un grave peligro y en algunos lugares prácticamente han desaparecido.

Una profesora de primaria a la que conozco -que trabaja en uno de los distritos más ricos y respetables de su estado- asistió hace poco a una reunión en la que se pedía a los miembros del personal que "limitaran o eliminaran por completo" la lectura de cuentos. "No está lo suficientemente diferenciada", les dijeron, "y, además, supone un desperdicio de las valiosas horas de clase".

Sus alumnos son de tercero de primaria. Se merecen que les lean un cuento, que alimenten su imaginación. Merecen la magia de una historia cautivadora. Merecen aprender que se puede leer por placer en vez de estrictamente para buscar información.

Y las asignaturas "más importantes" de secundaria tampoco son inmunes. Los profesores de Lengua contemplan con impotencia cómo van desapareciendo del programa las obras de ficción y cómo se van reemplazando por obras basadas en hechos reales. Aunque a veces se nos invita a asistir a comités curriculares (a los que he ido) para darnos la falsa impresión de que tenemos voz y voto, no son más que una trampa: tenemos la libertad que nos permiten los estándares nacionales y estatales. Ahora mismo, se apuesta de manera implacable por los HECHOS. LOS DATOS. LAS ESTADÍSTICAS.

Y eso no deja mucho espacio para la fantasía.

Pero la cuestión es la siguiente: los debates sobre ficción llevan a debates enriquecedores sobre la vida, que conducen a algo mucho más importante que el crecimiento de un estudiante: guían el crecimiento de un ser humano.

5. La obsesión por la tecnología está acabando con tu cordura.

Las cifras y los hechos no son los únicos que están dando de lado a nuestras queridas obras de ficción. El demoledor ritmo de la tecnología también las está aplastando. "¡Los niños deben aprenderlo TODO SOBRE LA TECNOLOGÍA!", afirma todo el mundo mientras agita los brazos y se dirige hacia la tienda Apple más cercana. "¡Es el futuro!"

Entonces, ¿por qué los directores generales de las empresas de tecnología más importantes envían a sus hijos a los Centros Educativos Waldorf, en los que no hay ordenadores? Tiene que haber una aplicación... No, perdón, quería decir "explicación".

Es un asunto peliagudo. POR SUPUESTO, como profesores que somos, nuestro trabajo es adaptarnos a los tiempos que corren. Pero me atrevería a decir que nuestro trabajo también es retar a nuestros alumnos con cosas novedosas; y, para esta generación, la tecnología no lo es. De hecho, es lo único de lo que saben. Los niños no necesitan saber más sobre ella -la mayoría lleva viendo una pantalla y haciendo clic desde que eran bebés- y seguirán haciéndolo en mitad de tu explicación (probablemente basada en hechos reales) sobre un libro (que probablemente no será de ficción), por cierto. Resulta increíblemente frustrante que todas estas gloriosas innovaciones sirvan más como una distracción que como una herramienta de aprendizaje.

P.D.: Podrías detectar a alumnos escribiendo mensajes con el móvil aunque estuvieras ciega, ¡se te da demasiado bien!

Aunque los profesores tendemos a juntarnos, yo tengo amigos y familiares con vidas profesionales muy variadas: desde empresarios de éxito hasta ingenieros mecánicos pasando por directores de recursos humanos. Todos ellos llevan entrevistando a candidatos durante más de una década, y todos se quejan de algo similar: les resulta casi imposible encontrar a un aspirante al que realmente quieran contratar.

Hay tres ces que parece que faltan hoy en día: curiosidad, creatividad y comunicación.

La tecnología es maravillosa -en realidad no, pero es necesaria- para un montón de cosas, pero está acabando con estas tres preciosas ces. Y, como profesores que somos, no solo somos testigos de su muerte, sino que se espera que asistamos a su asesinato. Por culpa de las expectativas estandarizadas, tenemos que incorporar cada vez más tecnología, aunque lo único que queramos sea pegarle un martillazo a todo lo que tenga pantalla.

6. Los privilegios, los trofeos, la apatía... y todo eso.

Probablemente, dentro de las cuatro paredes de clase el aire esté algo cargado de un tufo a "no es culpa mía, es tu culpa", y ese hedor proviene de los alumnos.

Por irónico que parezca, no es su culpa.

Como el olor a tabaco, lo traen de casa, sale de sus mochilas, va adherido al tejido de su ropa y a las fibras de su educación. Durante toda su vida, estas generaciones de "niños únicos y diferentes" han recibido premios y conmemoraciones por participar -y no por ganar- así que queda bastante claro por qué los niños han llegado a esperar un sobresaliente "por haberlo intentado". Pero a veces un insuficiente no es más que un insuficiente, que no significa que Johnny tenga un profesor nefasto. Significa que posiblemente Johnny se lo haya ganado esta vez. Significa que a lo mejor no ha entregado un trabajo perfecto. Significa que a lo mejor no tiene que empezar a hacer un trabajo que le llevará unas tres semanas el día antes de la entrega.

Pero Johnny no sabe que un insuficiente significa todo eso, porque lo que oye en su casa es que sus padres están increíblemente enfadados porque su profesor haya tenido las narices de suspender a su niñito. (Prepárate para la llamada encolerizada a la mañana siguiente).

Evidentemente, igual que hay padres de este tipo, los hay que son devastadoramente ausentes, igual que los hay tan comprensivos que hacen que te preguntes si son reales. Que son generosos, amables y responsables y en las reuniones de padres y profesores les dices que lo están haciendo muy bien porque lo piensas de verdad.

Espero ser como ese último tipo de padres.

Me convertí en madre hace unos años y debo admitir, no sin vergüenza, que ahora lo entiendo. Mis hijos SON especiales. Mis hijos LO INTENTAN. No quiero que tengan que sentirse NUNCA como si no fueran las personas más importantes del mundo. Cuando la profesora de preescolar de mi hija le puso una nota en la que decía que no había estado muy receptiva en clase, me sentí frustrada e impotente y estaba prácticamente segura de que la profesora estaba siendo demasiado exigente. Cuando corrió su primera carrera de Acción de Gracias el pasado mes de noviembre, los organizadores me preguntaron si quería comprarle una medalla. "Sí, claro", contesté. "Pues claro que tendría una medalla". Sin dudar, aflojé el dinero para contribuir.

Como madre que soy, lo entiendo.

Pero, como profesora, lo que me gustaría es decir: dejad de ponerles excusas a los niños. BASTA YA. Hay que enseñarles a ganarse las cosas, no a pedirlas. A tener ambiciones. Hay que plantearles desafíos. De esa manera, cuando yo intente retarlos, sabrán que eso es lo que ambos esperamos.

Sabrán que estamos en el mismo equipo.

Abandonados a sus propios medios, los niños son los primeros que te dirán: Sí, se me había olvidado por completo que habías mandado ese trabajo. No me esforcé al máximo. No me apetecía terminar la lectura. ¡Ups! Lo siento, profe. Y se encogerán de hombros, levantando las cejas y haciendo gala de una adorable conciencia de sí mismos.


Querida señorita Bowers: 

Creo que eres una profesora genial e incluso mejor persona. Sé que no soy muy buen estudiante. Esta era una de mis clases favoritas, aunque la suspendiera, pero eso es culpa mía. Y me siento mal por no haberme esforzado al máximo aunque tú lo hayas hecho.

Lo saben. En el fondo, a pesar de esos aires de privilegio que les rodean, saben exactamente lo que está pasando. Son mucho más listos y capaces de fracasar -y, por consiguiente, de tener éxito- mucho más de lo que el mundo les deja experimentar.

7. No hay ninguna manera fiable de evaluar quién lo está haciendo bien de verdad.

Cualquier profesor que se precie sabe que probablemente esto sea lo más inquietante.

Para que la gente sepa lo bien que estás haciendo tu trabajo, necesitan verte trabajar. Pero, si solo hay un director por cada treinta y tantos profesores, la supervisión adecuada se convierte en algo físicamente imposible. Incluso aunque el único deber de un director fuera tragarse una clase tras otra, seguirían faltándole horas al día, así que los legisladores y los superiores del distrito luchan por encontrar una forma de tapar agujeros.

Una idea que está cobrando fuerza consiste en analizar las calificaciones de los exámenes de los alumnos. En teoría, esto debería funcionar; pero, en la práctica, no pueden ir en serio. Los alumnos no son productos de una cadena de montaje. Son seres humanos, y en cada clase hay unos 30, y reciben influencias más allá de la lección de vocabulario de ayer. Un profesor no es responsable de cuánto han dormido sus alumnos, de si la semana pasada rompieron con su pareja o de si en casa no desayunan porque su familia no está bien de dinero; pero todas esas cosas influyen en los resultados de los exámenes.

Querida señorita Bowers: 

Me lo he pasado genial en tus clases y creo que he aprendido un montón al tenerte como profesora. Aunque mi gramática y mi ortografía siguen sin ser las mejores, sí que he mejorado. Has trabajado conmigo, con mi déficit de atención y con mi dislexia. He aprendido a expresarme mejor con la poesía y la escritura y eso significa mucho para mí. Gracias. Te voy a echar de menos.

A medida que cada vez más distritos vayan aplicando estas prácticas sin sentido, ¿quién enseñará a los niños que tengan dificultades? ¿Qué educadores van a sacrificar potencialmente sus propias carreras para guiar a los alumnos que se esfuerzan mucho por un aprobado raspado? Algunos de los mejores profesores ya actúan así, y lo único que los retiene es la motivación intrínseca.

Otro método consiste en cargar con el peso de la prueba al profesor. En vez de pasar el domingo por la noche preparando una brillante clase para el próximo día o calificando las decenas de trabajos que recogiste el viernes, tienes que pasar ese tiempo pensando en cómo cumplir con objetivos arbitrarios que se quedarán obsoletos y serán irrelevantes para el próximo curso. Después de eso, debes malgastar emplear más tiempo de clase aplicando dichos objetivos e iniciativas, y después debes emplear más tiempo los domingos por la noche redactando informes para demostrar lo bien que los has implementado. Eso, junto con las puntuaciones que obtengan tus alumnos en los exámenes, determinará si eres un educador eficaz o no.

¿En vez de eso, podemos limitarnos a hablar de De ratones y hombres? ¿Podemos emplear el tiempo en aprender por qué algunas palabras impresas en una página nos hacen llorar? Esas son las cosas importantes. Eso es lo que importa de verdad. Esas son las cosas que nos enseñan quiénes somos.

Querida señorita Bowers: 

A lo largo de este año, en su clase, he descubierto partes de mí que no habría encontrado si no hubiera estado en esta clase. Me ha encantado poder ser yo mismo a través de todos los proyectos creativos que hemos hecho. Especialmente poder ser yo mismo y estar a gusto con todo el mundo en clase. Tengo que decir que es el profesor el que hace la clase. Tú, como profesora, has hecho de esta clase una de las más divertidas para mí. Sinceramente, he aprendido mucho más que gramática o redacción, esta clase me ha permitido aprender cosas nuevas sobre mí mismo también. Gracias por compartir esta experiencia de aprendizaje conmigo, ¡es todo un honor! También quiero darte las gracias por enseñar la materia de formas comprensibles. 
¡Que tengas un verano fantástico!

Estas son las cosas verdaderamente importantes: ayudar a un grupo de alumnos a lidiar de forma cívica con los desacuerdos, conseguir que todo el mundo mantenga la calma cuando alguien vomita dentro del aula o ver cómo el alumno más tímido de la clase -ese que en septiembre nunca abría la boca- se presenta voluntario para leer en voz alta una parte de Las brujas de Salem, pone acentos y hace dos nuevos amigos porque por fin se permite ser vulnerable.

Tu trabajo es mucho más que puntuaciones de exámenes, objetivos irrelevantes e iniciativas cínicas. Es atar cordones y poner tiritas. Es consolar a un padre que te cuenta que su matrimonio se derrumba. Es enseñar a los adolescentes a debatir, a pensar de forma crítica, a mostrar su desacuerdo respetuosamente. Es ver que, cuando se gradúan, los antiguos alumnos te dicen que tus clases de Francés son las que les han hecho querer estudiar en el extranjero, que tus clases de Biología les han hecho matricularse en Bioquímica, que tus ánimos durante sus etapas más oscuras les convencieron para seguir yendo a clase cada día.

¿En qué categoría cabe todo eso? ¿Cómo se puede documentar ese tipo de impacto de efecto retardado? No puede medirse en sobresalientes ni en suficientes, ni con controles semanales. Normal que los profesores se frustren.

Normal que se te quiten las ganas de seguir enseñando.

Esas son las razones que pueden hacer que se te quiten las ganas de enseñar, pero hay una razón por la que merece la pena seguir haciéndolo: los niños. Después de un año sin ellos, quizá eches de menos su desenfrenado espíritu durante la última semana de curso, su contagioso sentido del humor, la forma que tienen de saludarte por los pasillos y de regalarte dibujos. Quizá eches de menos su capacidad para hacerte olvidar lo mal que has empezado la mañana, o las miradas de asombro que se les quedan cuando aprenden algo verdaderamente importante.

Si no fuera por ellos, en vez de buscar en Google "no quiero enseñar más", ya lo habríais dejado.

Este post fue publicado originalmente en Michifornia Girl.

El texto se publicó con anterioridad en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.

miércoles, 2 de marzo de 2016

La mitad de los psicólogos está deprimida


Javier Hernández La mitad de los psicólogos británicos dice estar deprimida El País, 2-III-2016:
Más de 350 millones de personas en todo el mundo se sienten tristes, no pueden dormir, no son capaces de sentir placer, de concentrarse y, en muchas ocasiones, ni siquiera de encontrar un motivo por el que levantarse de la cama. Según la OMS (Organización Mundial de la Salud), el 5% de la población mundial sufre depresión. Y el panorama no parece muy halagüeño: solo en Reino Unido, casi la mitad de los psicólogos, profesionales encargados de atender a la población con esta dolencia, la padecen, según una encuesta de la British Psychological Society.
“Estoy tan decepcionado que me he resignado”. “Cargo con mi desesperanza cada día y tengo la sensación de estar a punto de rendirme”. Son solo dos de los 1.300 testimonios recogidos por la encuesta. Los resultados presentan un panorama general de agotamiento, baja moral y niveles preocupantes de estrés y depresión en un sector que es responsable de mejorar la salud mental del público. El 46% de los psicólogos encuestados dice estar deprimido y el 49,5% se siente un fracaso.
Los resultados se presentaron en la IX Conferencia Anual sobre Terapias de Psicología de Reino Unido a principios de mes. Solo unos días después, un psicólogo —que no quiso identificarse— escribió un artículo para el periódico The Guardian en el que confesaba que se había dado cuenta de que sufría depresión mientras trataba a un paciente con esa misma enfermedad.
“Un pensamiento fugaz atravesó mi mente: en ese momento había dos personas con depresión en la consulta”
"Estaba hablando con uno de mis pacientes sobre sus síntomas. Empecé a sentirme identificado y, de pronto, un pensamiento fugaz atravesó mi mente: en ese momento había dos personas con depresión en la sala de consulta". Durante varios meses no quiso ver lo que le estaba pasando. Empezó a tener problemas para dormir y a sentirse decaído hasta que un día, simplemente, no pudo levantarse de la cama.
Después de trabajar muchos años como un psicólogo cualificado, este profesional creía que era inmune a cualquier desafío que le impusiera su mente. Pero no fue así. A pesar de su experiencia y conocimientos, resultó ser tan vulnerable como el resto de la población.
Además de ayudar a los pacientes a lidiar con sus problemas, los psicólogos en Reino Unido se enfrentan a un sistema de salud que les parece cada vez más restrictivo, según el comunicado de la British Psychological Society. Los plazos improrrogables, hacer más trabajo en menos tiempo, las horas extra sin pagar y una reducción de los recursos sanitarios que "impide a los profesionales proporcionar un tratamiento adecuado", son solo algunas de las quejas de los psicólogos encuestados.
"La psicología ha pasado de ser una de las carreras más atractivas y satisfactorias a convertirse en la profesión con los niveles de satisfacción más bajos de nuestro sistema sanitario", explica la British Psychological Society. Parece que la tendencia continúa. Los preocupantes resultados obtenidos en la encuesta de este año son un 12% más altos que los de 2014. Y, además, el número de incidentes de intimidación y acoso se ha doblado de un año para otro.
“Lidiamos con 20 o 30 tragedias diarias y tenemos que esconder los sentimientos que nos genera lo que estamos viendo”
Toda una combinación de factores llevó a nuestro psicólogo anónimo a la depresión: las presiones en el hogar, las dificultades financieras... y el trabajo en la primera línea de los servicios de salud mental de Reino Unido. En España no hay una encuesta similar a esta y no hay datos registrados sobre el bienestar de los psicólogos ni de los psiquiatras. Aun así, Miguel Gutiérrez, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, no cree que la situación sea tan grave como en Reino Unido.
Sin embargo, reconoce que todos los profesionales que tratan a personas enfermas tienen una presión psicológica muy importante. "Lidiamos con 20 o 30 tragedias diarias y, por profesionalidad, tenemos que esconder los sentimientos que nos genera lo que estamos viendo", explica Gutiérrez. "También tenemos que tomar decisiones difíciles y rápidas. Es fácil que los errores y el sentimiento de culpabilidad te pasen factura". 
La depresión es una de las enfermedades mentales más incapacitantes. Tanto, que la OMS estima que en 2020 será la segunda causa principal de discapacidad en todo el mundo. En muchas ocasiones las personas que la padecen tienen que abandonar su trabajo, al menos temporalmente. Así lo hizo el psicólogo que escribió a The Guardian contando su experiencia.
Tras varios meses de baja y en tratamiento, volvió a la consulta y se dio cuenta de que la experiencia le había cambiado. Para bien. "Creo que la depresión me ha hecho un psicólogo mejor. Ahora puedo empatizar con la gente a un nivel más profundo que antes. Y a veces, cuando procede, le digo a mis pacientes que sé lo que sienten porque yo también he estado en ese profundo valle". 

domingo, 27 de diciembre de 2015

Contornos de la muerte

El suicida siente que el mundo ya no va con él. El mundo marcha por carriles que lo dejan de lado. Al suicida lo rodea una serie de cosas y personas que andan a lo suyo y lo dejan al margen. Nadie está más solo que un suicida. Es como la antítesis del amor. Como el poema Alone de Poe. Le resulta imposible encajar en el mundo. 

Entre esas cosas están las medicinas. Algunas de ellas las ha abandonado porque ellas lo han abandonado ya a él. No le hacen efecto, o le provocan efectos secundarios indeseables en la piel, en el humor, en el ánimo, descargándole energías, empalideciendo sus emociones, aturdiéndolo, durmiéndolo o negándole visión periférica. Al cabo termina pensando que le disimulan la realidad o pegan sus pedazos para hacer aparecer un fantasma o incluso peor, un fantoche. Y los suicidas no quieren ser nada, ni siquiera un fantasma. Eso lo he observado en muchos astistas suicidas: intentan destruir todas sus obras, sus fotografías, su mismo recuerdo.

Otras cosas que hay a su alrededor son las inútiles, las que no necesita o las que lo agobian: trabajo por hacer, cuentas por pagar, enfermedades por curar, sentencias legales por esperar  (y que, sabiamente, el estado, con su potestad sobre la injusticia, demora y demora para que la desesperanza cale hasta en los más profundos huesos del alma)...  Las cosas que necesita las ha perdido él mismo o se las perdieron los otros con su indiferencia: incluso las gafas para leer (con las ganas para leer: ¿para qué hacerlo si nada va a cambiar ni nada va a recordar?), las gafas para ver lejos y reconocer las manchas de las caras de los desconocidos que no lo aman, el teléfono móvil, al que ni siquiera carga las pilas porque no tiene a quien llamar y si llama no lo van a escuchar o serán los que tiene cerca en casa y no le quieren oír porque si lo oyen no lo van a entender o van a entender lo que ellos quieren entender. Más soledad, en suma. Y lo que es peor: ha perdido hasta las ganas de encontrar los objetos que necesita, las palabras que quiere oír... cree que le harán pagar un precio por eso, y el suicida está harto de pagar, está harto de esforzarse, porque ha visto que todos sus esfuerzos han sido inútiles, han sido mal comprendidos o no han valido de nada, porque tiene unos deseos de arreglar las cosas superiores a sus propias y menguadas capacidades para hacerlo. Ni siquiera ha podido cambiar su vida, o hacer lo que le gustaba, o ser comprendido por quienes amaba y sigue amando, pero de una manera que ellos ya son absolutamente incapaces de comprender. Nada ya lo puede distraer: en la televisión ponen las mismas películas que ha visto una y mil veces, en el cine nuevas versiones de historias que ya se conoce... El arte ha dejado de existir, porque ya no puede enseñar nada nuevo ni entusiasmar a nadie.

El suicida piensa que la soledad es peor que la muerte. Por eso se suicida: para no estar ni siquiera solo. Así que muchos suicidas en realidad solo intentan suicidarse para que la gente acuda cerca de ellos y se sientan menos solos. Porque la soledad es, sin duda alguna, para un suicida, la principal causa del acto.

El suicida padece lo que Freud llamaba pulsión de muerte. Si tuviera ganas, leería a Lucrecio, a Poe, a Leopardi, a Feuerbach, a Thomas Hardy. Pero no tiene ganas: "Quien sabe de sufrir, todo lo sabe". Desea ir a un lugar donde todo ya no importe; un lugar de simplicidad absoluta, al Jardín de Proserpina que poetizó Swinburne. En ese jardín no hay felicidad, solo paz y tranquilidad; Espronceda ya lo cantó en su poema a la Muerte, incluido en El diablo mundo.

Cuando ese alguno ya ha intentado suicidarse bastante, encuentra al fin la manera de hacerlo con disimulo para que la gente no sufra por él y lo hará pasar como un accidente o simple muerte común; nadie sabrá cómo lo hizo, no le verán motivos para hacerlo, será su pequeño secreto. El pequeño secreto de quien perdió toda esperanza de amor, de quien negó el mismo amor, la mera posibilidad de amor. Se dio cuenta incluso de que no hay Dios y, si lo hubiera, no se interesaría de ningún modo por nadie y ni siquiera nos odiaría, ya que, tras habernos dado cuerda, nos deja desmenuzarnos con perfecta indiferencia. Y será enterrado en una sima con cruz y todo, como si hubiera creído realmente en algo.

jueves, 18 de junio de 2015

Un nuevo juego electrónico "educativo": matar al profesor

Julio Llamazares, "Pegar al profe", en El País, 18 JUN 2015:

No se sabe qué juego es peor; si el virtual de una juventud que pega a los profesores como diversión o el real de una sociedad que lo hace con su desconsideración.

Tras el juego de atropellar ancianos, tan divertido, parece que ahora el que va a triunfar entre nuestros jóvenes es uno que consiste en pegar al profesor, ese enemigo público para muchos de ellos y más en tiempo de exámenes como el de estos días. Las imágenes que he visto por la televisión no pueden ser más explícitas: el alumno le pega al profesor con una silla, le clava unas tijeras en el cuello, se ensaña con él cuando está en el suelo… Comparado con el de atropellar ancianos, tal vez sea un poco ligth, pero a buen seguro que tendrá éxito.

Sin reparar en el trauma que pueden provocar en nuestros jóvenes, muchas personas han pedido enseguida la prohibición del juego, algo difícil de conseguir porque la libertad de expresión ampara su difusión y, si no, tampoco importa demasiado: la piratería ya se encargará de que llegue al último iPad, PC, Mac, smartphone, iPhone, Play Station y demás apéndices tecnológicos a los que nuestra población más joven permanece conectada día y noche como los enfermos a sus goteros en el hospital. El prestigio del que gozan los piratas informáticos no lo han ganado a la lotería.

Como miembro de una familia de profesores (uno prefiere decir maestros, una palabra que debería recuperarse por lo que significó y significa para mucha gente), el cuerpo también me pide rasgarme las vestiduras y poner el grito en el cielo por lo que parece un paso más hacia el envilecimiento de una juventud que, al parecer, ya no respeta ni a los ancianos, ni a sus padres, ni a los profesores; es más, que disfruta despreciándolos y humillándolos, ya sea en sus juegos, ya sea en la realidad. El problema con el que me encuentro es que comparto aún menos las opiniones de los que se escandalizan del jueguecito, entre los que reconozco a muchas personas que llevan culpando a los profesores de todos los problemas de sus hijos y desautorizándolos ante éstos, que han aprendido a verlos así como sus enemigos. Que políticos que han acusado de vagos y de ignorantes a nuestros profesores, que tertulianos que han opinado de ellos que son unos egoístas por oponerse a ciertas políticas ministeriales de restricción más que por ellos por sus alumnos, que la misma sociedad que los considera unos pobres hombres sin aspiraciones por dedicarse a una actividad tan poco gratificada económicamente se erijan ahora en sus defensores invita a uno a situarse en la trinchera opuesta. Juego por juego, no sé cuál es peor, si el virtual de una juventud que pega a los profesores como diversión o el real de una sociedad que lo hace de verdad desde hace tiempo con su desconsideración.

martes, 16 de junio de 2015

Síndrome de Burnout

I
Ana Torres Menárquez, "El síndrome del trabajador quemado", en El País, hoy:

El desgaste profesional puede deberse a una mala organización de las tareas por parte de la empresa o a la propia autoexigencia. 

Sobrecarga de trabajo, expectativas demasiado altas o falta de directrices claras por parte de los responsables de una empresa. Hay múltiples factores que pueden conducir a un empleado a sufrir burnout, en español síndrome del trabajador quemado. “Todavía se está estudiando la definición más exacta, pero se refiere a un estado de agotamiento y un sentimiento de falta de eficiencia que derivan en negligencia con los objetivos a cumplir por parte del trabajador”, señala Jesús Montero-Marín, psicólogo clínico e investigador en el Instituto Aragonés de Ciencias de la Salud.

El término no es nuevo. El psiquiatra estadounidense Herbert Freudenberger lo acuñó en 1974 en el libro Burnout: The High Cost of High Achievement y lo definía como la falta de motivación o incentivos, especialmente cuando no se alcanzan los resultados deseados. Freudenberger publicó este estudio después de trabajar como voluntario en una clínica de desintoxicación neoyorkina y observar que la mayoría de sus compañeros sufría una progresiva pérdida de energía al año de empezar a trabajar, acompañada de síntomas de ansiedad y depresión. Todo ello por la falta de recompensa o satisfacción con ese tipo de empleo.

“El síndrome se origina por el padecimiento de estrés laboral crónico y la principal diferencia con una depresión es que mientras ésta conlleva agotamiento y falta de ilusión por la vida en general, el burnout se restringe al ámbito del trabajo. Si no se trata a tiempo, puede acabar afectando a todos los niveles”, señala Antonio Cano, catedrático de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid y presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y la Depresión.

¿Cómo puede una persona saber si lo padece? Si se levanta habitualmente cansado y sin ganas de ir a trabajar pese a haber descansado más de siete horas, siente que está dejando de lado su vida personal para atender sus tareas laborales y lo que inicialmente le proporcionaba desafíos y gratificaciones le resulta indiferente, ahí puede saltar la alarma. Otro indicador es que la calidad de las interacciones con las personas a las que atiende sea cada vez peor, o que tenga el sentimiento permanente de ser ineficiente. “A nivel psicosomático se puede manifestar con insomnio, problemas en la piel, dolor de cabeza… A cada uno se le puede manifestar de una forma distinta, según su tolerancia al estrés y sus características personales”, indica el psicólogo Jesús Montero-Marín, miembro de un grupo de investigación sobre burnout integrado por la Universidad de Zaragoza y el Instituto Aragonés de Ciencias de la Salud.

Tres niveles de burnout

El grupo de investigadores de la Universidad de Zaragoza y el Instituto Aragonés de Ciencias de la Salud ha identificado tres perfiles de burnout:

- Frenéticos: son aquellos trabajadores que tienen la sensación de estar sobrecargados, abandonando su vida personal y su salud para atender las tareas laborales.

- Sin desafíos: se sienten indiferentes hacia las tareas que tienen que realizar. No se sienten motivados y tienen en mente cambiar de trabajo. Suele asociarse a profesionales ligados a trabajos de tipo administrativo o burocrático.

- Desgastados: sienten que no controlan los resultados de su trabajo y que no se les reconoce el esfuerzo. Finalmente, optan por ser negligentes y por abandonar sus responsabilidades.

Los tres estadios requieren de un terapeuta que diagnostique el grado y ayude a reorganizar los pensamientos, sentimientos y conductas.

Montero sostiene que el papel de las empresas para prevenir este síndrome es esencial, ya que muchas veces se debe a la falta de organización de la propia compañía. “Estilos de mando excesivamente rígidos que no permiten al trabajador tomar decisiones, horarios poco flexibles o formas inconsistentes de premiar o castigar el esfuerzo son algunas de las dinámicas que deben analizarse y modificarse”, asegura el psicólogo. Una de sus recomendaciones es que las empresas integren en sus programas formativos talleres que enseñen a sus empleados herramientas para hacer frente al estrés. El procedimiento a seguir es que un grupo de expertos evalúe el nivel de agotamiento de la plantilla, diagnostique el estado de los trabajadores y ofrezca un tipo determinado de intervención, normalmente basado en técnicas de relajación como el Mindfulness -práctica de origen budista que sirve para tratar problemas a asociados al estrés y al dolor crónico-.

Su última experiencia fue con el grupo Inditex, donde comprobaron que tras dedicar los últimos diez minutos de la jornada laboral a realizar ejercicios de estiramientos, los indicadores de agotamiento de los empleados se redujeron de forma notable. “El capital humano es un valor muy importante de las compañías. A una persona formada que desempeña bien su trabajo, hay que cuidarla”, remarca Montero.

Aunque las personas que sufren este síndrome requieren la intervención de un terapeuta para restaurar sus pensamientos, emociones y conductas, este especialista recomienda seguir estas pautas:

Reducir los niveles de activación. “Se trata de hacer higiene a nivel de carga de trabajo”, señala Montero. Si en la oficina es complicado disminuir las tareas, hay que buscar un momento del día para dedicarse al ocio, tanto a practicar deporte como a hacer vida social para no tener la sensación de soledad y aislamiento. Este punto también implica cambiar los esquemas mentales. “Hay mucha gente que cree que si no hace las cosas perfectas no están bien hechas. Hay que enseñarles que los resultados no dependen únicamente de ellos. Otros piensan que no se valora su esfuerzo y que hagan lo que hagan cobrarán lo mismo a final de mes. Esa es una respuesta de adaptación al estrés que provoca que de manera inconsciente vayan reduciendo su nivel de implicación”, explica.
Llenar de significado el trabajo. Consiste en identificar nuevas metas y desafíos. El modo de conseguirlo es abandonar la conducta de hacer las tareas de forma rutinaria y hacerlas de manera consciente. “A través de técnicas como el Mindfulness se desarrolla la atención plena que permite ser consciente de lo que se hace en cada momento y centrarse solo en eso”.

Disfrutar con el mero hecho de hacer bien las cosas. Esperar únicamente gratificaciones económicas al final de mes es un error. “Aprender a sentirse satisfecho con un trabajo bien hecho es crucial, entender que las recompensas nunca van a ser al 100% porque no existe la perfección”, detalla Montero.

En España no existen datos del nivel de burnout entre los trabajadores. El grupo de investigadores de la Universidad de Zaragoza y el Instituto Aragonés de Ciencias de la Salud publicó en 2011 un estudio que señala que el 30% de los profesores de primaria de las escuelas públicas aragonesas podría sufrir el síndrome, un porcentaje que en el caso de los docentes de secundaria podría superar el 40% y en el de los empleados de las universidades -personal administrativo, investigadores y profesores- podría rondar el 18%. “El diagnóstico no es fácil. En España hay muy pocos psicólogos especializados en burnout. Todavía queda mucho por investigar”, apunta Jesús Montero.


II

Ana Torres Menárqguez, "Calentar la silla no es productivo" El País, 17 FEB 2015:

Pese a las políticas de conciliación, los trabajadores hacen más horas por la presión de los jefes y la cultura del presentismo en España. Los horarios flexibles aumentan hasta un 19% la productividad.

En los países nórdicos a las 17.00 horas se apagan las luces de la oficina. Si alguno de los empleados sigue ocupando su silla, debe tener un motivo de peso. La jornada laboral está programada para trabajar de forma intensiva y obtener a cambio un equilibrio entre la vida personal y la profesional. En España ya se han empezado a instaurar los horarios flexibles, que dan un margen de varias horas tanto en la entrada como en la salida, también funciona el trabajo a tiempo parcial o el remoto desde casa. Pero a diferencia de lo que sucede en países como Noruega, se sigue valorando el presentismo. Pasar largas horas frente al ordenador está bien visto.

“Muchas empresas del IBEX 35 tienen políticas de conciliación, pero no siempre se cumplen”, opina Esther Jiménez, investigadora del Centro Internacional Trabajo y Familia de IESE Business School. Tras haber realizado un estudio en 23 países de África, Asia, Europa y América Latina con más de 30.000 personas, una de las conclusiones es que en una misma compañía unos departamentos fomentan la conciliación y otros no; depende de los jefes y no del protocolo aprobado. “Se crean entornos contaminantes en los que los trabajadores sufren mayores niveles de estrés, tienen mayor intención de dejar la empresa y baja su productividad. Todo como respuesta a las exigencias de sus superiores”, señala Jiménez. Por el contrario, según esta investigación, el rendimiento se incrementa un 19% en entornos laborales que promueven la flexibilidad.

Uno de los retos en España es conseguir que las compañías implanten “horarios racionales”, que implican flexibilidad en el acceso y la salida, un máximo de 45 minutos para comer y que la jornada no finalice más tarde de las 17 horas, defiende Ignacio Buqueras, presidente de la Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios Españoles. Estas medidas aumentan la productividad entre un 11 y un 15% y reducen considerablemente los gastos de las empresas (entre ellos el energético), según las estimaciones de este organismo. “El presentismo está muy arraigado a nuestra concepción del trabajo. Es un gran error y debería ser reemplazado por prácticas que promuevan la eficiencia”, destaca.

Pero más allá de las buenas intenciones de las empresas, está la cultura laboral, y el hecho de abandonar la oficina después que el jefe es un hábito difícil de esquivar. Un ejemplo de ello es lo que le sucedió al estudio de arquitectura noruego Snohetta en 2005. La apertura de una sede en Nueva York y su intento por implantar su modelo se dio de bruces contra el modus operandi de los estadounidenses. El horario de 9 a 17 horas no casaba con su estilo de vida; estaban acostumbrados a entrar más tarde, hacer largos descansos para comer y marcharse después de las ocho de la tarde, siempre después que su responsable. Los gerentes insistían para que se ciñeran al horario noruego pero no había forma, relata la investigadora Elin Kvande, que estudió el caso de esta empresa y lo presentó en la Nordic Working Life Conference, organizada en 2012 por el centro nacional de investigaciones sociales danés.

El equilibrio entre el trabajo y la vida familiar es básico para esta compañía noruega y por ello sus empleados gozan de cinco semanas al año de vacaciones. Algo que levantó ampollas entre sus trabajadores al otro lado del Atlántico y que finalmente se calmó con un pacto: solo descansarían tres semanas y por ese motivo cobrarían más que el resto de sus compañeros de la sede escandinava.

Buenas prácticas para la conciliación:

Promover horarios inteligentes. Reducir los periodos de descanso (desayuno, almuerzo y comida) y adelantar el final de la jornada. 

Flexibilizar el horario de entrada y salida e implantar jornadas intensivas.

Formar a los directivos en liderazgo flexible. El directivo líder inspira confianza y construye vínculos fuertes y estables con la gente de la empresa. Lidera una cultura empresarial que tiene en cuenta el bienestar de las personas.

Potenciar el talento de las mujeres. "El mundo empresarial está dominado por valores masculinos y una visión rígida y cortoplacista de la empresa. Es necesario valorar la incorporación de la mujer a puestos directivos”, señala Esther Jiménez, investigadora del Centro Internacional Trabajo y Familia de IESE Business School. “La mujer es más dada al trabajo en equipo, utiliza más el lado derecho del cerebro y por lo tanto tiene mayor capacidad de conexión con las emociones. El hombre utiliza más el izquierdo y es más sistemático”, explica en relación al libro Cerebro de mujer y cerebro de varón, de Natalia López Moratalla, catedrática de la Universidad de Navarra.

Armonizar los horarios españoles con los de los países europeos.

Conceder ayudas para guarderías.

Estos consejos han sido proporcionados por Esther Jiménez, investigadora del Centro Internacional Trabajo y Familia de IESE Business School..

En España compañías como Iberdrola han dado un paso al frente en cuanto a la racionalización de horarios. En 2008 acordó con su plantilla, unos 9.000 trabajadores, universalizar la jornada intensiva y trabajar de 7.15 a 14.50 con 45 minutos de flexibilidad a la hora de entrar o salir. Según datos de la propia empresa, han mejorado la productividad; ganado más de medio millón de horas de trabajo al año; reducido en un 20% el absentismo y un 16% los accidentes laborales.

Otras más pequeñas, como Grupo17 (1.000 trabajores), dedicada a la prevención de riesgos laborales, también se han puesto las pilas. Hace cuatro años establecieron para algunos de sus empleados el teletrabajo, disponen de una hora para comer y de 45 minutos de margen tanto a la entrada como a la salida. A las 18 horas todos están fuera. La productividad de los empleados ha aumentado un 30%. “Los trabajadores saben que pueden contar con la empresa. Les escuchamos y si tienen motivos para llegar dos horas más tarde, no les pedimos justificantes”, explica María Jiménez, gerente del grupo.

En compañías como la consultora tecnológica Neoris, con más de 3.500 empleados en todo el mundo (750 en España), los horarios no son fijos; ya hace tiempo que se mide a los trabajadores por objetivos. “Hay muchas empresas en las que nadie ficha. Importan los resultados y se incentiva la autogestión”, asegura el vicepresidente de la compañía en Europa, Oriente Próximo y África, Pedro Irujo. Ahora están volcados en el “bienestar” de su plantilla y les pasan encuestas para medir su grado de satisfacción con los jefes, la luminosidad de sus lugares de trabajo, el ruido o el salario. Su intención es que sus empleados sientan que se preocupan por ellos. “Ya lo dijo Napoleón, un soldado motivado vale por tres”, añade Irujo.


Además, han contratado una serie de servicios para “hacerles la vida más fácil”, como uno de lavandería en la misma sede, o los conocidos tiques guardería o restaurante, con los que la empresa paga en especies y los trabajadores tributan menos IRPF. “Programamos actividades fuera de la oficina como carreras para fomentar el team building (trabajo en equipo). En el ambiente laboral se está más cohibido. Al salir, se habla de otros temas, se crea compañerismo y se confía”. No hay retorno económico. “Es una inversión en la felicidad de los trabajadores”, zanja.