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martes, 21 de abril de 2020

Félix Mejía, confinado en El Hierro

Este artículo parece haber utilizado datos de mi investigación:

Confinados en El Hierro
José Vicente González Bethencourt , en El Día. La Opinión de Tenerife, 18.04.2020 | 22:59

Una isla siempre abandonada por los poderes de la metrópoli, que la utilizó para destierro de enemigos, y hasta su conquistador, Maciot de Bethencourt, fue confinado en 1446, escapando con un navío portugués que acudió a rescatarlo. En el siglo XVIII, el comandante general de Canarias, Lorenzo Fernández de Villavicencio y Cárdenas, marqués de Vallehermoso, molesto con los regidores perpetuos de Tenerife, Alonso de Fonseca de la Serina y Antonio Riquel y Angulo, decidió desterrarlos a El Hierro. En el siglo XIX, reinando Fernando VII e Isabel II, fue desterrado en 1823 el médico tinerfeño Leandro Pérez, que al convertirse en el primer médico que tuvo El Hierro, comprobó las propiedades curativas de las aguas del Pozo de la Salud de Sabinosa, según cuenta Carlos Quintero Reboso en su libro El Hierro, una isla singular. Ya en El Hierro, Leandro Pérez fue condenado a muerte, que esquivó porque los herreños lo ayudaron a huir a América.

Eran épocas convulsas e inestables donde los capitanes generales de Canarias ejercían el mando absoluto más como virreyes y adelantados que como militares profesionales, aunque por poco tiempo por las intrigas y vaivenes políticos. Al destierro también recurrió otro comandante general de Canarias, el duque del Parque Castrillo, que retuvo para sí el mando que correspondía a su sucesor, el teniente general Pedro Rodríguez de la Buria, a lo que se opuso Juan Bautista Antequera, principal de Consolidación de Canarias, por lo que, según denunció éste de puño y letra el 10 de febrero de 1812, fue desterrado a El Hierro.

El sucesor de Rodríguez de la Buria fue Polo Nieto, muy contestado en el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife por la deportación a Cádiz de vecinos de la ciudad, colaborando en el destierro a El Hierro de Félix Mejía, editor del popular semanario satírico El Zurriago, así como de otros periodistas exaltados y molestos con el padre Blas de Ostolaza, antaño educador de Fernando VII, acusado de degenerado corruptor de menores, lo que en aquella época significaba en la práctica condenarlos a muerte al dejarlos a merced de sus enemigos.

Pero lograron fugarse en un barco norteamericano con ayuda de la organización comunera canaria y la carbonería internacional, llegando a Filadelfia en 1824 en medio de la más absoluta miseria. Mejía recibió la protección de liberales estadounidenses, masones y bonapartistas allí exiliados, entre ellos José Bonaparte (José I), exrey de España, que con el título de Duque de Survilliers vivía refugiado en Filadelfia convertido en un hombre rico gracias al saqueo y venta de joyas de la corona española, por lo que, al enterarse los periodistas compañeros de Mejía, salvo este, todos marcharon a Méjico.

En el siglo XX, gobernando Alejandro Lerroux en la II República, fue desterrado el dirigente comunista Florencio Sosa Acevedo, diputado, maestro y alcalde de Puerto de la Cruz, si bien por pocos meses, porque en las elecciones del 16 de febrero de 1936 ganó el acta de diputado a Cortes por Santa Cruz de Tenerife.

Confinados unos seis meses durante 1962 estuvieron Iñigo Cavero y José Luis Ruiz-Navarro, profesores de la Universidad Complutense de Madrid, represaliados por su asistencia en Múnich al Congreso del Movimiento Europeo, al que el régimen franquista denigró urbi et orbi denominándolo contubernio de Múnich, que no pretendía una oposición a la dictadura porque era tarea impensable, aunque sí aspiraba a la unidad de Europa y a organizar una alternativa para cuando Franco expirase. Con la Transición, en 1977, por la UCD, José Luis Ruiz-Navarro fue elegido diputado a Cortes, e Iñigo Cavero ministro de Justicia y Cultura, que tan agradecido se sentía con el trato de los herreños, que 18 años después acudió a unas fiestas en El Hierro.

Maciot de Bethencourt, en 1446, pasó de conquistador de El Hierro a confinado.

lunes, 15 de junio de 2015

Un error de Leonardo Padura

Acaban de otorgar (muy merecidamente, sin duda) el premio Princesa de Asturias de este año a Leonardo Padura, el gran escritor cubano. Pero llama la atención que nadie haya hecho notar el profundo error en que se incurre en su obra más célebre, si bien no lo cometió él directamente, sino el autor de una de las fuentes en que inspira su Novela de mi vida (2002), cuyo complejo argumento se centra en la biografía del primer gran poeta romántico cubano, José María Heredia (1803-1839). En esta obra Padura imagina que la primera novela histórica escrita en español en América, el Jicoténcal (Filadelfia, 1826), publicada anónima, fue compuesta en realidad por el citado Heredia (antepasado, por cierto, del famoso poeta simbolista francés homónimo). Esta otra novela desarrolla principalmente la resistencia del general indígena tlascalteca Jicoténcal a la alianza de su pueblo con Hernán Cortés para conquistar el imperio azteca, su fracaso y su ejecución por parte del conquistador español, y utiliza varios textos de los cronistas de indias Las Casas y Solís.

Padura se inspiró en las teorías del cubano exiliado en México Alejandro González Acosta (Habana, 1953-), investigador al que he tratado personalmente solo por correo electrónico (ha intentado convencerme en vano de su parecer). Es doctor en Letras Iberoamericanas por la UNAM, investigador titular del prestigioso Instituto de Investigaciones Bibliográficas (Biblioteca y Hemeroteca Nacionales) y profesor y catedrático de la División de Estudios de Postgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de esa misma universidad mexicana o mejicana. Es, además, correspondiente de la RAE (1983) y miembro de la Academia Cubana de la Lengua en el exilio (está en México desde 1987). Ha colaborado en Gramma, Bohemia, Cine Cubano, Revolución y Cultura, El Caimán Barbudo, La Nueva Gaceta, Juventud Rebelde, Paz y Soberanía, Mujeres, Cartelera, Uno más uno, Excélsior, Cuadernos Americanos y Plural (México), Revista de Historia de América (Argentina), Anthropos (España) y Revista Iberoamericana (EE. UU.) y... no les voy a aburrir con su dilatado currículum.

El caso es que se equivoca de medio a medio al suponer, muy sibilinamente y poco a poco, por cierto, que José M.ª Heredia es el autor del Jicotencal (Filadelfia: Stavely & Bringhurst, 1826, 2 vols.). Esta entelequia se fue levantando en dos libros sucesivos suyos:  El enigma de Jicotencal (México: UNAM, 1997), donde no se atreve sino a insinuarlo, acumulando falacia tras falacia, y en su posterior edición de la novela, que ya osa atribuir al gran poeta cubano y publica junto con la réplica española nacionalista de Salvador García Ba(h)amonde Jicotencal / José María Heredia, Xicoténcal, príncipe americano / (México: UNAM, 2002). Su edición es buena en los detalles técnicos; Acosta es un filólogo solvente, pero la tesis de atribución es, por completo, tan errónea en su planteamiento como en sus conclusiones. Para ser justos, hay que admitir también, pese a todo, que se trata de uno de los problemas ecdóticos más complejos que existen por arreglar en el hispanoamericanismo. Pero hoy que conocemos mejor el contexto de esa época, algunos contornos empiezan a vislumbrarse con claridad y en ellos no se percibe lo que adivina González Acosta.

Cuando se imprimía en Filadelfia el Jicotencal el ciudarrealeño Félix Mejía llevaba allí emigrado varios años a la fuerza, protegido por una serie de liberales y masones norteamericanos después de evadirse con otros periodistas (entre ellos el futuro amigo de Larra y responsable de sus fracasados devaneos políticos, Ramón Ceruti) de la prisión en que los tenían en la isla de El Hierro (Canarias), la más alejada de la Península, poco antes de que llegara desde Madrid la orden de ejecutarlos que había sido promulgada por los secuaces absolutistas de Fernando VII. La prensa estadounidense declara que todos marcharon a México o Méjico, salvo el ciudarrealeño o ciudadrealeño, que se quedó en Estados Unidos para escribir la historia de la revolución española... una revolución fracasada que había tirado todos los palos del sombrajo al deprimido manchego. Lo hizo, a fe mía, a conciencia, primero con las duras notas a la Carta de su fusilado amigo y coeditor de El Zurriago (1821-1823) Benigno Morales, y después (de forma anónima, para evitar los problemas diplomáticos que podrían sobrevenir tras el advenimiento del Congreso Anfictiónico de Panamá y la subsecuente doctrina Monroe) en su aspérrima Vida de Fernando VII y los Retratos políticos de la Revolución en España, publicados también anónimos en 1826 y que quienes no los han leído atribuyen a su editor (o, según  la legislación estadounidense, proprietor de la obra, no autor de la misma), Charles Le Brun, un intérprete francés naturalizado estadounidense que era la cara visible de los diversos grupos americanos interesados (no solo política, sino económicamente) en desprestigiar a Fernando VII (y más en general, a los Borbones). Félix Mejía, por su parte, sí firmaba con su nombre otras publicaciones que no podían conducir a su expatriación de los Estados Unidos por motivos políticos ante las presiones de España, ya que carecía de pasaporte y se proclamaba apátrida o refugiado político sin status legal; solo a fines de 1827 marchó del país con un pasaporte guatemalteco para defender las libertades democráticas en América Central.

Reemprender todas estas investigaciones me ha supuesto cierto esfuerzo; había dejado los cinco tomos y las tres mil setecientas páginas de mi tesis hace once años, trabajo largo, caro (fotocopias, viajes, libros) difícil y detectivesco, y le cogí bastante antipatía a un personaje cuya trayectoria tantos problemas me había ofrecido despejar; pero la insistencia del señor González Acosta en afirmar cosas que no son ciertas me ha hecho retomar estos trabajos, volver a la carga y centrarme, en el escaso tiempo de que dispongo, en escribir artículos donde divulgo y amplío las informaciones de mi tesis, no informatizada aún ni divulgada en la red, pero premiada por individuos como Diego Carcedo o Román Gubern y cuyas conclusiones conocen bien los especialistas. Jicoténcal fue escrita por Félix Mejía, un manchego. Y por razones mucho más sólidas que las que imputan esta novela a Félix Varela o a su discípulo Heredia. Y son estas:

1. Los usos ortográficos de la novela son los de un europeo, y más en concreto Félix Mejía. Por ejemplo, un mexicano o un cubano habrían titulado su novela Xicoténcatl. Es más, hay rasgos dialectales manchegos que identifican la lengua de la obra como de Félix Mejía (esto se verá en el artículo que preparo)

2. Hay muchos textos en las obras de Félix Mejía que se parafrasean en el Jicoténcal, y después de la novela el mismo autor usa un párrafo de ella con otro propósito. Pero González Acosta no aduce sino fuentes comunes que ambos escritores conocían de sobra, y alega semejanzas de palabras, no de textos; apurando ese tipo de argumentos podría decirse que todas las obras del mundo han sido escritas por el mismo autor porque usan las mismas palabras. 

3. El Jicotencal se publicó en la misma imprenta en la que Félix Mejía publicó sus otras obras, en las que, además, hay textos, puntos de vista, ideologías, pensamientos e intenciones semejantes a los que aparecen en el Jicotencal.

4. Heredia proyectó escribir una tragedia sobre Xicoténcatl y nos han quedado los restos de ese plan: ninguno de los personajes, aparte de Xicoténcatl, que aparecen en esos apuntes, pertenece a la novela publicada en 1826. Y eso es imposible si realmente Heredia hubiese escrito la novela: basta recordar las adaptaciones de Galdós de sus propias novelas, en las que los mismos personajes reaparecen y se sigue el mismo argumento. 

5. La novela histórica posee una interpretación histórica concreta que obedece a los intereses revolucionarios del carbonarismo, al cual pertenecía Félix Mejía, como he demostrado en mi tesis; Mejía estaba relacionado con el carbonario Orazio Atellis y vendía sus obras sobre el Congreso Anfictiónico de Panamá: se temía una intervención de la Santa Alianza en México y la novela identifica a Cortés como símbolo de la misma; en otras obras contemporáneas Mejía refleja esta preocupación.

Ideológicamente, Mejía, declarado lector en América de Thomas Paine y conocedor de su polémica con Edmund Burke, asume la defensa de una concepción del derecho iusnaturalista según la cual todos los hombres son iguales y el derecho antiguo debe adaptarse a los nuevos tiempos para poder estar vivo: los pueblos pueden derogar las leyes y forjarse ellos mismos otras nuevas, frente a una concepción del derecho positivista y consuetudinarista, según la cual los hombres son esclavos de las leyes antiguas y no las pueden derogar, adaptar o renovar. Exactamente el gran problema político del paso de una sociedad estamental reaccionaria a una sociedad burguesa liberal y revolucionaria. En la novela de Mejía, el personaje de Jicoténcal, un indígena que se expresa, poco verosímilmente, como uno de los griegos de Plutarco, al igual que en la crónica de Antonio de Solís que sigue principalmente, representa esa primera actitud en dos esferas distintas: una, moral y ética; la otra, política; Hernán Cortés, su oponente finalmente victorioso, representa la segunda: pura hipocresía en el primer caso y pura razón de estado en la segunda. El personaje del héroe tlascalteca Jicoténcal parafrasea en la novela de Mejía el De officiis ciceroniano; Cortés, por el contrario, El príncipe de Maquiavelo. Y eso es muy frecuente en otras obras contra los tiranos de Félix Mejía, incluso en varias casi coetáneas.

viernes, 5 de junio de 2015

Los principios políticos del periodista ciudadrealeño Félix Mejía

Hace más o menos ciento setenta años, el 16 de mayo de 1844, Félix Mejía editó el primer número de la tercera, última y hasta ahora desconocida época de El Zurriago; como no tenía suficiente dinero para pagar el tremendo depósito que exigía la ley para editar un periódico nuevo, y a pesar de haberlo ya anunciado en un prospecto, decidió imprimirlo sin título como "Suplemento" del principal periódico del Partido Progresista, El Eco del Comercio; por un pleito la anterior redacción se había casi desmantelado por completo y se reconstruyó poco más o menos casi a tientas. El Suplemento se publicó dos veces por semana hasta que lo prohibió el cabreado general Narváez en 1845 con una argucia legal.

Tuve que ahorrar seis meses para poder comprarme una edición más o menos completa del dichoso Suplemento, aunque está disponible en la Hemeroteca Nacional Digital. El decano del periodismo manchego escribió entonces (y de forma anónima, pues su situación de bígamo no le permitía firmar con su nombre sin correr algún riesgo, pese a lo cual dedicó algún artículo a Manuela Echeverría, la esposa que se había traído de América, lo que no impedía que cortejase a una tal Paca, bailaora de mucho tronío) un artículo con el que avisaba de los principios que iban a regir sus artículos hasta el momento bajo uno de los pseudónimos que utilizó en esta publicación, "El Galán Duende"; también uso los de "Perico el de los Palotes", "La Abuela" y "El Campanero de San Pablo", y otros de menor curso. Se identifica como jamancio (del verbo gitano jamar, "comer", esto es, liberal extremista, en alusión a la Jamancia, la revolución barcelonesa de 1843). Y, como mucho de lo que dice se puede aplicar a los periodistas y a la España de hoy, copiaré casi íntegro el artículo liminar, para que disfruten además de su estilo, inimitable mezcla de cultura y gracejo popular:

Si los calores no nos derriten y nuestros enemigos nos dejan medrar, vamos a daros, carísimos hermanos, muestras certeras de nuestro buen humor y cortesanía respondiendo a las cartas que nos dirijáis en vuestros ratos de ocio y festivas inspiraciones, con tal que vengan francas de porte, ya que no es posible que traigan dentro el cuarto del repartidor.
Si esta correspondencia aumenta las suscripciones hasta el punto de poder hombrearnos con los que tienen ayudas de otro género, bien de acá o del extranjis, os daremos de vez en cuando algunos mascarones y os pintaremos algunos monigotes [se refiere a grabados] que a vuestro sabor aplicaréis a quien convenga. Siempre, empero, teniendo presente los decretos-leyes...

Por desgracia no podemos regoldar de ricos, pues somos jamancios y, como tales, las vacas flacas de Egipto que descifró el bueno y casto José nos devoraron y dejaron en los huesos. Tenemos que esperar y ver cómo nos reciben nuestros hermanos y si adquirimos alguna boga para salir de nuestro estado miserable.
Dicen los economistas que la acumulación y abundancia de efectos disminuye los precios y, como en el mercado literario exceden los vendedores a los que compran, llegará el caso de que ni aun por un soneto del señor Salido darán dos cuartos. Esto es lo que tiene haber llegado al siglo ilustrado en el que todos son publicistas, economistas y poetas... Sin embargo, fortuna te dé Dios, hijo, [que el saber poco te vale, dice el refrán], pues todos conocemos a publicistas, economistas y poetas, menos que medianos, que se han hecho poderosos en cuatro meses y convertídose sus casas en palacios. ¡Ah! ¡Si viniese también para nosotros esta fortunilla! Allá veremos. Entretanto, os rogamos que nos dispenséis benevolencia y muchas suscriciones, si es que gustáis de nuestros articulejos olla podrida, que tal será el Suplemento, según la comezón que de escribir tenemos sin la aridez y secatura del vetusto Eco nuestro padre, que ya va rayando en regañón abacio [abacio, en griego, es el que no tiene derecho a voz ni voto]. VALETE, si lo entendéis.

MI CREDO POLÍTICO. 

Si hay tres cosas en el mundo que pueda decirse a la orden del día, y sin las cuales seria imposible que pasara esta vida ningún ciudadano español, son el comer, el dormir y el hablar de política. No hay más diferencia entre todas ellas sino el que, mientras para comer puede bastar con un par de reales por día y para dormir no es menester otra cosa que una cama, para darse el gustazo de decir cuatro friolerillas en política se necesitan seis mil durillos disponibles... y lo demás que se calla. Nosotros contamos, a Dios gracias, con ese dinerillo, y mal pudiéramos renunciar a saborearnos algunos ratos con satirizar a los gobernantes y gobernados al mismo tiempo que morderemos caritativamente a nuestros prójimos, sacando a plaza cuanto de ridículo veamos en ellos y en esta bendita sociedad a que pertenecen.

Esto vale tanto como decir que el Suplemento con que El Eco del Comercio obsequiará a sus lectores dos veces por semana desde hoy en adelante contendrá entre otras cosas sus artículos de política-burlesca. Ustedes no lo extrañarán, porque ya habrán visto en otras partes que esto de decir cuatro cosas a tiempo sobre lo que viene de por allá arriba es la comidilla favorita del GALÁN DUENDE. Pero como el oficio de periodista burlón, aun contando con los seis mil duros y todo, no deja de tener sus inconvenientes y sus tropiezos y como yo soy hombre que no gusto de que hoy me busquen, mañana me prendan y pasado mañana me envíen a Fernando Poo, ni mucho menos me acomoda que unos me llamen progresista, otros moderado, otros republicano y otros carlista, sin tomar en cuenta lo de jamancio, ayacucho y mil otros nombres que no entiendo ni sé lo que significan, he resuelto manifestar a mis lectores mis creencias acerca de tan importante materia, comenzando mis tareas con un credo político.
Desde luego me paso por alto todas aquellas verdades que en las altas regiones de la ciencia son de fe, porque esas las creo desde luego a ojos cerrados. Dicen, verbigracia, que el Pontífice romano es infalible y que el Monarca, siempre que habla, dice verdad. Pues ya saben ustedes que, en hablando el Santo Padre y el Rey, me callo y hago cuenta que estoy oyendo verdades como puños. Así que solo voy a manifestar a ustedes lo que yo creo acerca de aquellas cosas en que opina cada uno como mejor le parece.
Creo, lo primero de todo, que no hay en política una sola cosa que se pueda creer en todas sus partes; que la mayor parte de las verdades de esta ciencia engañan porque se presentan a la vista como muy sencillas, siendo así que comprenden, cada una, otra porción de ellas en las cuales viene a encontrarse luego el busilis. Entiendo, por lo mismo, que las cosas políticas deben creerse con su cuenta y razón. 
Veo por España y por las demás naciones de Europa muchas escuelas donde se predica que todos los hombres que no somos reyes ni ministros estamos aquí para servirles a estos de agradable entretenimiento, y más en donde se enseña que la rebelión y la anarquía son unos deberes muy santos y muy buenos y que el pueblo debe levantarse contra el gobierno siquiera una vez a la semana; creo que convendría mucho cerrar todas estas cátedras, y abrir escuelas de juicio y de buen sentido en materia de política.
Creo que la mayor parte de las cuestiones de gobierno no son cuestiones de gobierno, sino cuestiones de personas, y que mientras este interés personal no se aleje y separe de ellas enteramente (lo cual no hemos de ver en muchos años en la tierra de la madre Celestina), no habrá una cuestión gubernamental por cuyo fondo se puedan dar seis maravedises en moneda de Castilla.
Creo que a todos los hombres les gusta mucho ser libres y que la libertad es una de aquellas cosas de que todos se hacen lenguas a porfía; la única diferencia que existe entre los hombres bajo este respecto es que unos quieren la libertad para todos al paso que otros no la quieren sino para sí mismos. 
Creo que un gobierno que obra fuera del círculo de la ley por evitar obstáculos a su marcha no es gobierno. Que para gobernar es menester contar con que la gente está viva y se ha de menear y bullir; que el regir un estado por medio de la ilegalidad y el terror no tiene maldita la gracia ni revela otro don que el de la incapacidad y que un gobierno elevado sobre semejantes principios es tan efímero cono una pirámide que descansase sobre la punta. 

Creo, sin embargo de esto, que mientras se nos ponga entre ceja y ceja que los hombres que mandan, cualesquiera que ellos sean, han de hacer divinidades desde las sillas ministeriales y nos han de pintar pajaritas en el aire, tenemos para rato; y que si nos proponemos hacerles la guerra hasta que no se dejen cosa buena por hacer, no se nos ha de acabar tan pronto el oficio. 
Creo que es una insigne locura el imaginar que una constitución política es un talismán misterioso que lleve consigo por sí solo la felicidad de los pueblos; pero creo, al mismo tiempo, que no puede haber mayor calamidad para un país que el convertir la Constitución en un traje de capricho que se muda a placer de cada uno de los ministerios que vayan subiendo al poder. Encargamos, por lo mismo, a los señores secretarios del despacho, que anden a la moda en todo lo que gusten menos en esto.
Creo que es otra locura de marca mayor el figurarse que en este país andamos todos discordes y desalentados hasta el extremo de no convenir en cosa alguna sobre materias políticas. Precisamente es todo lo contrario: aquí los hombres, todos, cualesquiera que sean sus doctrinas y su color político, desean una sola y única cosa: el poder para ellos y sus amigos.

Creo que la monarquía absoluta y las formas inquisitoriales se han gastado hace mucho tiempo; que no estamos aquí dispuestos para república y que esa teoría popular tiene más de agradable al oído que de otra cosa; entiendo, por lo mismo, que los gobiernos mixtos son los mejores de todos ellos y creo que los que se obstinan en negar esta verdad no han saludado la historia o han empleado inútilmente todo el tiempo que han gastado en leerla.
Creo que no hay un partido político capaz de hacer por sí solo la felicidad de la España; creo también que no habrá por ahora coalición alguna que pueda durar arriba de un mes. Esto vale tanto como decir que yo creo imposible el que eso que llaman algunos felicidad dure más de treinta días seguidos en la España de estos tiempos. Así como así, en estas materias, es muy dueño cada uno de creer lo que le acomode.

Creo que los que se van a Roma en busca de libertad no son muy fuertes en la historia de aquel pueblo de esclavos y señores; que los que se van a Grecia por una carga de virtudes cívicas para traerlas a esta tierra han soñado sin duda en alguna hora tonta con los espartanos y con el paso de las Termópilas, y que los que andan a caza de gangas en los Estados Unidos para importarnos aquí buenas semillas no conocen ni con cien leguas el estado de su pobre patria. Partiendo, por lo mismo, que aquí debemos tomar las cosas como están y no soñar con Grecia ni con Roma, que nada tienen que ver con lo que ahora está pasando en la tierra de don Pelayo.
Creo que la instrucción pública es una de aquellas cosas que en España se encuentran en mejor estado y hacen más rápidos y asombrosos progresos. Tanto que, si seguimos como hasta aquí, estoy seguro de que los escritores públicos que deseamos ser entendidos no solo debemos abstenernos de hojear en adelante libro alguno, sino que hemos de aplicarnos a olvidar lo poquillo que hasta ahora tenemos estudiado.
Creo que nuestra expedición a Marruecos se parece mucho a la influencia política de la Rusia en la balanza europea: con otros podríamos hacer allí cosas muy buenas y de mucho gusto, no contando con quienes son los marroquíes y con las habilidades que allí se estilan. La Rusia también pudiera hacer mucho bueno por la Europa y por el Asia, no contando con quienes son los rusos. Cuando ellos sean mejores de condición, creo que ya estaremos nosotros en estado de marchar hacia Marruecos. 

Creo por fin otra porción de cosas, tanto en esto que llaman política general como en nuestros asuntos de política particular, las cuales ni tengo tiempo de enumerarlas más despacio ni me parece preciso decírselas hoy a mis lectores. El tiempo les irá enseñando poco a poco lo que yo pienso acerca de nuestras cosas y cuáles son mis opiniones en la ciencia gubernamental, aplicada al estado de nuestra patria. Únicamente les suplico desde ahora que cuando oigan por ahí a mis prójimos bautizarme con alguno de los nombres que distinguen a los ciento y tantos colores políticos que hay en España, lean antes de conformarse con esta denominación mi Credo político. Y solo me la apliquen cuando vean que concuerda con los principios que en él deja sentados.

viernes, 15 de mayo de 2015

Intenciones

Ahora que te tengo sentado en mi propia silla te comunico, mi mejor y único friend, que quiero dar otra orientación a mi blog. El hecho de que me hayan pedido que colabore en Mi Ciudad Real y publique artículos allí me ha hecho volverme demasiado político, pero nunca me ha gustado la mierda: no soy una mosca. Es algo que puede envenenarme y subleva mi alma de franciscano exclaustrado, pues en realidad solo soy un escritor, ni bueno ni malo; un investigador que ha resuelto algunos enigmas y un profesor cansadísimo y más que harto. Aunque me considero quemado, no sé por qué todavía ardo con inusitada vehemencia; el día que me lo explique supongo que ya estaré muerto; tal vez necesito pelearme con algo para poder seguir vivo. Entre los muchos proyectos de ego que me he ido haciendo durante estos años ya he explorado suficientemente el de articulista; a veces atisbo caminos interesante por los que luego me olvido de ir; ordenando los artículos del blog por temas me he dado cuenta: son más caminos de los que quisiera; la conciencia de todo lo que me he dejado en el tintero y en la vida me hace cabrearme mucho más todavía. 

Escribiendo artículos veo que quizá habría podido orientar la opinión o ayudar a crearla, pero no soy tan soberbio como para creer que puedo dedicarme a ello, pues la gente cada vez lee menos y es más egoísta, algo que, increíblemente, consigue combinar con habilidades sociales aparentemente más constructivas. A mí solo me han educado para ser útil y escribir artículos de opinión es inútil y solo acarrea gente que te mira como si fueses un Gregor Samsa o bicho raro. Solo escribo porque soy vehemente, como todos los que se vierten en los vasos del arte: la indignación me puede. Solo hay que ver el número de sátiras y epigramas que acumulo en este blog.

Porque este blog es también una radiografía de su autor: solo hay que comparar el volumen de entradas de cada apartado. Me obsesiona la ética, me indigna la injusticia, me gusta acumular conocimientos sobre pedagogía, psicología, literatura, humanidades, historia de Castilla-La Mancha. Y soy muy criticón y cabezón. Tengo una lengua, o más bien una literatura, bífida y capaz de despellejar un armadillo. Y, sobre todo, una curiosidad enorme y enfermiza. Por otra parte, la gente es tan estúpida que te juzga por la facha, por el vestido, por la cara que pones, por cualquier cosa menos que por el significado de lo que dices o por tu trato continuo. Eso me descorazona de la gente y me hace despreciar a gran número de personas que, eso sí, van bien arregladas y perfumadas, visten bien, sonríen y dicen cosas convencionales que has oído cientos de veces y que ya han perdido su significado de tanto como se han gastado. El español, que siempre ha sido un inerte, es especialmente superficial. Incluso es capaz de votar a un sinvergüenza solo porque está bien vestido o sale en la tele o dicen que es guapo. 

Quiero volver a la cultura. Durante algún tiempo he pensado en cómo administrar los años de vida que me quedan. He intentado vivir fuera de la escritura, pero no he podido. Tengo que resignarme ya y dedicar el decenio o algo más que resta a leer algunos libros que no puedo estar sin conocer y escribir al menos los cinco libros que me ocupan más el pensamiento y, resuelto ya el problema del enigmático Lidoro de Sirene ciudarrealeño del siglo XVIII,  resolver de nuevo otro problema o rompecabezas erudito, el de justificar de una vez por todas la autoría de Félix Mejía en las obras mal atribuidas a Lebrun y la anónima Jicotencal. Esto, y añadir nuevos capítulos a mi Historia de la literatura manchega, es lo que me debe llenar el tiempo. Dedicaré este verano a estos proyectos y a preparar la edición definitiva de las obras completas de Félix Mejía, que ya tengo bastante avanzada, y a gestionar la publicación de otros libros que ya tengo escritos, aunque sea en edición electrónica: la Autobiografía de Juan Calderón, la biografía de Félix Mejía, una colección de biografías de figuras del periodismo manchego. Quizá me sobre tiempo para darle un empujón a esa novela negra policiaca ambientada en Puertollano que he empezado y con la que tanto disfruto, pues con ella me encuentro en el terreno en que siempre he deseado vivir: la creación literaria. Y, más lejos, los proyectos de otros libros que me rondan y quizá ya nadie escriba: la novela El danés, otra histórica ambientada en el siglo XIX y otra sobre la movida, bastante autobiográfica.

jueves, 7 de mayo de 2015

Una perla entre las innumerables de Félix Mejía


Vida de Fernando VII, (1826) anécdota 173, p. 237-238:


Dice Fernando en una Real Orden de 10 de junio de 1823 que encarga a su consejo le consulte cuanto le parezca conveniente para hacer que desaparezca para siempre del pueblo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en su real persona: "Con el justo fin de que mis pueblos", dice, "conozcan que jamás entraré en la más pequeña alteración de las leyes fundamentales de esta monarquía.

¿Cómo es como se echan las ideas de los terrenos? ¿Es oseándolas, como a las moscas? Del mismo modo podía encargar a su consejo que viese el modo de que desapareciese también la luz del Sol del terreno español, tan luminosa y necesaria como ella es la idea de la soberanía de la nación. ¿Qué hombres serán los que tiene Fernando a su lado para que lo dirijan cuando no se abochornan de inspirarle o aprobarle en el siglo decimonono ideas tan desatinadas, siglo en que ni aun los teólogos las pueden ya sostener a cara descubierta. Ni el ridículo título de la divinidad (que suponían estos en los reyes para mandar a despecho de los pueblos) da hoy alguna apariencia de verosimilitud a este error grosero que ya no se puede pronunciar sin excitar la risa y la compasión aun en las cabañas de los pastores. Es menester haber perdido aun la más remota idea de pudor para prestarse a presentar al público de una nación palabras tan vacías de ideas y de sentido como si fueran más que ruido y aire; todo para adular al poder, que jamás será más que una violencia como la que nos pudiera hacer un tigre u otra bestia feroz que nos lograse intimidar.

¿Y cómo se hacen desaparecer ideas con decretos y consultas de un consejo que no las puede ver ni asir sino en la naturaleza de las cosas, que está identificada con ese suelo mismo de que se quiere desaparezcan y con esos hombres de que se quieren arrancar? A Fernando se le ha figurado sin duda que es el Rey de la naturaleza universal según quiere mandar y manda con sus quiméricos decretos al tiempo, a las opiniones, a las ideas y a la naturaleza misma de los seres. ¿Qué le aconsejará pues ese tribunal, que consulta en su delirio, para que salga para siempre de la cabeza de los españoles la idea de que la fuerza de todos es mayor infinitamente que la de uno solo y que éste no podrá nunca hacer sino lo que quiera o le permita la fuerza preponderante de todos los demás, esto es, para que ningún español pueda creer ya en lo sucesivo, que el todo es mayor que su parte? ¿De qué medios se valdrá ese consejo sin consejo, que consulta Fernando, para cambiar la naturaleza de las cosas y de las ideas, haciendo que las impresiones que nos hacen los objetos manden a nuestro cerebro otras imágenes que las que les son propias por su esencia y naturaleza, y el juicio de los hombres las combine de otro modo que de aquel en que ellas mismas se presentan, determinándole sin recurso y haciendo que resulte que uno, cuando es Rey, es más que diez millones de unidades, que no le podrán resistir, consideradas en sí mismas, y sin quitarles la fuerza por engaño, ilusión, fanatismo o rutina,y abandono?—Sabemos que las armas del terror y del miedo son los recursos de estos miserables que nunca han salido del aprendizaje de racionales, porque no han pensado jamás sino por razón ajena; pero el miedo y el terror podrán intimidar y acoquinar las almas para que no sensibilicen las ideas; mas no solo no tienen la fuerza y el poder para destruirlas y hacerlas desaparecer, sino que, violentándolas, se concentran, se radican, e identifican más en el sujeto, a quien están desde entonces cosquilleando cada momento, hasta que en la primera ocasión favorable tienen una explosión estrepitosa que impulsa de un modo irresistible la fuerza indestructible que le diera la naturaleza.

jueves, 22 de enero de 2015

Dónde murió Félix Mejía

Este es el Hospital de Incurables de Atocha. Se creó en 1852; Mejía ingresó en 1853 y allí falleció. Estuvo funcionando hasta 1944. En este lugar estuvo la imprenta que editó el Quijote, la de Juan de la Cuesta.


sábado, 10 de noviembre de 2012

Igualdad


Félix Mejía advertía ya en el siglo XIX que el problema de España era en primera instancia de índole ética y jurídica y solamente en segunda económico-político, que había sobre todo una enorme falta de justicia. En España los pobres tienen más deberes que derechos y los ricos más derechos que deberes, y si esto fue fundamental a la hora de arruinar la desamortización, también lo es ahora para arruinarnos a secas. Si todos somos iguales, deberíamos serlo también en eso. Pero unos son más iguales que otros, Orwel dixit. El capitalismo liberal es el que ha conducido al mundo a la crisis económica: el pastel nunca deja de crecer. Lo estamos viendo ahora otra vez como en el 29; la única diferencia es que ya no se tiran por la ventana los banqueros, sino los desahuciados de la clase media; en eso hemos ¿mejorado? gracias a... bueno, dejemos a Dios aparte, que seguro que no tiene que ver en esto. Quienes tienen más derechos que obligaciones (véase su cohorte de abogados) vale a ojos de un político/banquero, da igual, más que mil pobres con más obligaciones que derechos (si no véase su cohorte de agobiados). Los católico-liberales ocultan que tanto Juan Pablo II como sus predecesores han condenado explícitamente el capitalismo moderno y contemporáneo, así como el liberalismo económico y político (no sólo el filosófico), y advertido que la injusticia y el fracaso del socialismo no hace del capitalismo una alternativa válida para la construcción de un orden social cristiano.

martes, 5 de abril de 2011

Investigaciones

Acabo de descubrir nuevos textos de Félix Mejía. Me pongo a cribar catálogos y libros de Internet apenas dos horitas y no cesan de crecerme los enanos a toda velocidad. Este hombre no deja de soprenderme. Se trata de un folleto para una segunda época de El Zurriago y un artículo contra un famoso periodista de la época, donde ofrece nuevos datos biográficos. Vaya, vaya; y un par de críticas a sus piezas teatrales, muy favorables, una belga y otra madrileña. Mi Ilustración y literatura en Ciudad Real, que los libreros de viejo venden a 38 euros, habría que reescribirlo ahora de arriba abajo con todo lo que voy encontrando. Esto no hay quien lo acabe, es "la tarea del negro", como dicen en el mus. Me dan ganas de enviarlo todo a porculizar, porque uno está ya tan comido por el estrés a estas alturas del curso que hasta he confundido la redondilla "Ven muerte tan escondida" del comendador Escrivá, un escritor del XV, corregida por Lope de Vega en el XVII, con la copla popular "Ni contigo ni sin ti". ¡Cómo están las cabezas!

lunes, 19 de abril de 2010

Notas bibliográficas. Francisco de Paula Mellado, Félix Mejía.

Me he topado sin querer con otra información sobre el enigmático F. de P. Mellado, primer editor de una enciclopedia digna de ese nombre en español y del que ya escribí una penosa (a causa de la falta de datos) aunque extensa biobibliografía para la Wikipedia; resulta que es el autor de un drama representado en 1822 en el Coliseo del Príncipe de Madrid, El triunfo de la Constitución, que promovió Antonio González, venerable de la torre tercera de la Comunería y director de dicho teatro, según documenta la entrada de este último en el DBTL. Es, pues, su primera obra conocida, pero, como ya no escribo wikis, este dato tendrá que cobijarse aquí con nombre propio.

Por fin he conseguido una edición de las obras mayores de Mejía en Filadelfia; Vida de Fernando VII; la he podido sufragar gracias al bajo precio que tenía en una librería mexicana y a su estado algo depauperado (los lomos están casi desprendidas y la encuadernación muy fatigada), pero aun así me ha costado casi cien euros. En la Entretela eletrónica figura a texto completo, por supuesto, pero la real gana bibliófila no entiende de esta clase de ectoplasmas, y facilita mucho una edición que infame como se debe a este puñetero tirano. Ejemplares más recios cuestan hasta el quíntuple en los catálogos; es lo que tienen las primeras ediciones, que siempre están más cuidadas que las ulteriores. Hubiera preferido la de los Retratos políticos, que tuve oportunidad de ojear en Madrid, en casa del amigo Raúl Morodo, a quien tengo abandonado, por cierto; me dijo que la compró en Chile. Son hermosas las láminas grabadas, en particular la de Humpreys sobre disegno o dibujo de Smirke "Inquisición en España, o Fernando 7.º que es lo mismo": una señorita muy clásica ella, pero jamona y con cara de muy mala leche, que ostenta un rosario al cuello y porta en alto una tea en la izquierda y un crucifijo en la derecha; se cubre hasta los pechos con una túnica negra y la sigue una masa fanática, frailuna y vociferante que recuerda vagamente el tizne de las pinturas negras de Goya; en primer plano hay un poste clavado con leños de hoguera en el suelo al que están atados tres desdichados en paños menores a punto de ser quemados; el humo blanco del fuego luce por detrás y destaca como una mancha luminosa sobre la atmóstera tenebrosa de la noche. Sobrevuela la escena un ave algo imprecisa y alegórica que, a juzgar por su largo cuello, debe ser un buitre. Las firmas están abajo, pero en una letra tan diminuta para mi cansada vista que he tenido que empuñar la lupa para leerlas. El lema es de Horacio: Quidquid delirant reges plectuntur Aquivi. La (muy libre) traducción que la sigue tiene desde luego mala baba: "Las lágrimas del pueblo hacen los goces / de los reyes, que gozan sólo entonces". Es mejor la literal: "Los aqueos/griegos costean el delirio de sus reyes" o, más a la pata llana, que "pobres pagan despilfarro a ricos". El equivalente refrán italiano pega más duro, aunque, como es lógico entre italianos, más meapilas: De peccati de signori fanno penitenza i poveri. La edición carece de marcas de tejuelo, números o sellos de biblioteca, así que parece particular, aunque sus sufridos lomos, en pasta española, están marcados por dos latigazos paralelos de hierro de estantería. Para estar tan fatigada, es extraño que no tenga anotaciones. Una pequeña mancha interior parece de sangre.

viernes, 26 de febrero de 2010

Arturo Pérez Reverte y Félix Mejía

Leo una entrevista con Arturo Pérez Reverte en El Cultural y, de repente, resulta que suelta lo mismo que decía mi estudiado Félix Mejía en 1821. Lo copio:

“¿Sabes realmente cuál es mi lamento histórico? Es que aquí nos faltó una guillotina al final del siglo XVIII. El problema de España, a diferencia de Francia, es que no hubo una guillotina en la Puerta del Sol que le picara el billete a los curas, a los reyes, a los obispos y a los aristócratas... y al que no quisiera ser libre le obligara a ser libre a la fuerza. Nos faltó eso, pasar por la cuchilla a media España para hacer libre a la otra media. Eso lo hemos hecho luego, hemos fusilado tarde y mal, y no ha servido de nada. El momento histórico era ése, el final del XVIII. Las cabezas de Carlos IV y de Fernando VII en un cesto, y de paso las de algunos obispos y unos cuantos más, habrían cambiado mucho, y para bien, la Historia de España. Nadie lo hizo, perdimos la ocasión, y aquí seguimos todavía, arrastrando ese lastre que nos dejaron aquellos que sobrevivieron y que no tenían que haber sobrevivido”.