Mostrando entradas con la etiqueta Javier Marías. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Javier Marías. Mostrar todas las entradas

domingo, 31 de diciembre de 2017

La mala educación general, por Javier Marías

Grafiteros, mendigo y académico, Javier Marías, 31 DIC 2017 

La cosa empezó en una presentación, continuó con un hombre que me confundió con un cura y acabó con un tegucigalpense demasiado sincero

HAY SEMANAS llenas de pequeños sinsabores o incidentes que lo mueven a uno a la risa, más que al enfado. Ojalá fueran todos así. La que hoy termina ha sido una de esas. La cosa empezó en la presentación de la última novela de Pérez-Reverte. En el escenario, el autor y tres mujeres, entre ellas nuestra magnífica editora Pilar Reyes, afanándose por dialogar e interesarnos. A mi izquierda, un par de individuos, con calva moderna y media barba, que no paraban de cuchichear como posesos. Una incontinencia verbal fuera de serie. “¿Qué diablos hacen aquí”, me preguntaba, “en un sitio al que se viene a escuchar, no a rajar desenfrenadamente?” Claro que el panorama general del patio de butacas no era alentador: la mitad de los asistentes estaban a lo suyo, es decir, mandando y recibiendo whatsapps y chistes, haciendo fotos y vídeos con sus aparatos estúpidos, sin prestar la menor atención a lo que se hablaba arriba. La mala educación de mucha gente está alcanzando niveles disuasorios: ya no se puede ir al cine, ni a un concierto. Pero al menos los del móvil “interactuaban” en silencio, más o menos, mientras que los calvos modernos no descansaban: chucu-chucu, chucu-chucu, un bisbiseo inaguantable. Aun así aguanté cuarenta minutos, limitándome a mirar con estupor al que tenía al lado. Hasta que no pude más. Ya he escrito aquí sobre los peligros de llamarle hoy la atención a nadie. Poco después de hacerlo hubo dos víctimas más: un anciano le afeó a un coche, a distancia, haberse saltado un paso de cebra, y el conductor se detuvo, se bajó, le pegó un puñetazo al viejo y lo dejó seco en la calzada; y otro sujeto que meaba en la calle respondió a la recriminación de un vecino sacando una pistola y metiéndole un tiro. Así que me jugué la vida al decirles: “Oye, ¿vuestra tertulia la tenéis que tener aquí?” A lo que el de más allá me contestó altanero: “Es que podemos hacer las dos cosas, escuchar y hablar”. “Ya”, le respondí sin discutirle la falsedad, “pero molestáis a los demás, que no somos tan hábiles”. Pararon un poco, sólo un poco. Tres días después, Pérez-Reverte estaba informado: “Ya sé que casi te pegas con unos amigos míos”. “Pues vaya amigos, no sé por qué no escogieron la cafetería”. “Son dos grafiteros que me echaron una mano con una novela. Desde entonces van a todo lo mío, por lealtad personal, pero se aburren. Eso sí, me dijeron que eras chulo”. “¿Chulo yo? Para nada, fui muy modoso”. Comprendí que, en efecto, me había jugado la vida con tipos de acción, y encima amigos de un amigo.

A los dos días vino hacia mí un mendigo con la cara desnortada, en la calle de Bordadores. Y me gritó: “¡Padre, padre, deme algo, padre!” Él no podía saberlo, claro, pero que me confundan con un sacerdote —quizá un sacerdote chulo— es de lo peor que puede pasarme. Digamos que no es el gremio que mejor me cae, y como ahora van disfrazados de civiles (lo cual me parece fatal, un engaño a la gente), el mendigo no tenía por qué distinguir. Me detuve y le dije: “¿Por qué me llama ‘padre’? ¿Me ve usted a mí cara de cura? No me diga que sí, por favor”. Lo mismo se lo llamaba a todos. El hombre se disculpó, me dijo que no, que me veía cara “normal”. La cosa me divirtió como para deslizarle cinco euros.

“¿Por qué me llama ‘padre’? ¿Me ve usted a mí cara de cura? No me diga que sí, por favor”

Al día siguiente, reunión en la Academia con académicos latinoamericanos de visita. No tuve mucha ocasión de departir con ellos, sólo durante el recreo entre dos plenos severos. Un académico de Tegucigalpa me cuenta: “Invitamos a su padre para hacerlo honoris causa, pero no pudo venir y en seguida murió”. “Ya, qué lástima”, contesté, pero no pude por menos de pensar: “Pues sí que tardaron. Mi padre murió a los noventa y un años, así que se lo debieron de proponer a los noventa”. El tegucigálpico pasó a otra cosa: “Su mejor novela de usted”, me dijo, “es la primera”. Sí, me temo que se refería a la primera de verdad, Los dominios del lobo, publicada a mis diecinueve años. Como le tengo simpatía, no vi inconveniente: “Sí, estoy de acuerdo”. Pero al hombre no le bastó: “Todo lo que ha escrito luego, sí, muchas idas y venidas, un habilidoso artesano, pero sin la frescura de aquella”. Huelga decir que nadie le había preguntado su opinión, pero eso no le impidió soltar la palabra más hiriente para cualquier autor, “artesano”. La verdad es que encontré cómico lo gratuito y veloz del hundimiento, en dos minutos me había crucificado. “Pues nada”, contesté sonriente, “no he hecho sino empeorar a lo largo de cuarenta y pico años”. Mi compañero Manuel Gutiérrez Aragón asistió al breve diálogo, y para mí que se quedó helado (y admirado de mi templanza, espero). Sólo acertó a decir: “Caray, no hay nada como la sinceridad”. El hondureño se despidió con una amenaza: “No pudimos llevar a su padre, pero a usted sí, en breve”. “Gracias, pero no crea”, le contesté: “detesto los vuelos transoceánicos”. Bien es verdad que, aún muerto de risa (para mis adentros), acompañé la disculpa de este pensamiento: “Ni en pintura me van a ver en Tegucigalpa, visto lo visto”. Feliz año a todos, incluidos los grafiteros, el mendigo miope y el señor académico tegucigalpense. 

lunes, 25 de diciembre de 2017

Las feministas que solo saben hablar de feminismo

Paradoja, por Javier Marías 18 DIC 2017

Un gran porcentaje de libros y artículos actuales escritos por mujeres tratan sólo sobre su sexo, y casi siempre en tono plañidero o furibundo u ofendido.

LAS MUJERES, a mi juicio, están siendo víctimas de una paradoja creada por un elevado número de ellas. Durante bastantes años, su justa pretensión fue que no se tuviera en cuenta el sexo de quienes trabajaban, o escribían, o eran artistas, o políticas, lo que se quisiera. Que el hecho de que una mujer ganara un premio, o fuera elegida académica o Presidenta del Gobierno, no supusiera en sí una “noticia”. Que los libros escritos, las películas dirigidas, los cuadros pintados, las investigaciones científicas realizadas, los cargos ocupados por mujeres, no resultaran objeto de comentario (ni de loa ni de escarnio) por esa accidental circunstancia. Que se juzgaran con normalidad, exactamente igual que las obras y logros de los varones. Que no hubiera, en suma, distinción por sexo ni paternalismo, y que se valorara todo por un mismo rasero. Se caminó en esa dirección, no sin dificultades. Todavía clama al cielo que en casi todos los países y ámbitos los hombres perciban mejores sueldos por tareas idénticas. Las mujeres aún tienen, como han tenido históricamente, derecho a quejarse y a reclamar para sí condiciones laborales equitativas. Pero sí, poco a poco sus quehaceres se empezaron a juzgar exclusivamente por su calidad y su mérito. Lo que interesaba interesaba, y tanto daba que estuviera llevado a cabo por un varón o una mujer. Ese, recuerdo, era el objetivo de Rosa Chacel, por ejemplo, a la que traté bastante. No sentía ningún complejo ni se reivindicaba nunca en tanto que escritora (femenina). Se veía a sí misma como a cualquier otro autor, capaz de medirse con los más grandes. Y no le gustó que, cuando fue candidata a la Academia, tuviera que disputarse el sillón con otra mujer, precisamente. (Dicho sea de paso, salió elegida esa otra, que en mi opinión no le llegaba ni a la suela del zapato).

Muchas mujeres mantienen esa actitud en la actualidad. Hacen su trabajo, no esperan favores ni condescendencia ni privilegios, no se reivindican por su sexo

Muchas mujeres mantienen esa actitud en la actualidad. Hacen su trabajo, no esperan favores ni condescendencia ni privilegios, no se reivindican por su sexo. Eso, de hecho, les parecería una bajeza y un ataque a sus congéneres. Jamás se permitirían valerse de las ridículamente llamadas “armas femeninas”. Jamás lloriquearían como Marta Rovira, la cual, según un reportaje de este diario, prorrumpe en sollozos no sólo en público: “El truco resulta bastante eficaz, porque tras sus sonoras lágrimas todos suelen dejar la discusión por imposible, según cuentan en su entorno”. Este tipo de mujer impostadamente infantilizada hace un flaquísimo favor a la causa feminista.

La paradoja a que me he referido es la siguiente: de un tiempo a esta parte, un gran porcentaje de libros y artículos escritos por mujeres, y de noticias relativas a ellas, siguen, en cierto modo, el “modelo Rovira”. Tratan sólo sobre su sexo, y casi siempre en tono plañidero o furibundo u ofendido. Es cierto, ya digo, que han sido sometidas malamente a lo largo de los siglos, y que aún lo son en muchos aspectos y en demasiados países. Pero si las mujeres sólo se ocupan de señalarlo y denunciarlo insistente e interminablemente, el asunto se agota pronto e interesa poco. Yo procuro leer las columnas de opinión —y aún más los libros— sin atender al sexo de quien los firma, y así lo he hecho siempre. Desde hace unos años me resulta imposible no percatarme de él a las pocas líneas (con unas cuantas excepciones, como Soledad Gallego-Díaz, por mencionar un nombre). Son incontables los artículos dedicados a subrayar cuántas películas de directoras se exhiben en un festival, cuántos papeles importantes tienen las actrices, cuántos galardones literarios o cuántas calles han obtenido mujeres, cuántas diputadas en cada partido y cuántas ministras en cada Gobierno, etc. Recuerdo uno que enumeraba una larguísima lista de autoras (estaban ausentes, por cierto, casi todas las que a mí me parecen extraordinarias), y a continuación la articulista pedía o exigía que en enumeraciones semejantes se incluyeran siempre nombres de escritoras. ¿Esto es un artículo?, me pregunté.

De tal manera que no es fácil interesarse por lo que escriben hoy bastantes mujeres, si no hablan más que de algo ya aceptado por todos y consabido. No sé si a las lectoras les puede interesar ese “monotema”, si les sirve para cargarse de razón e indignarse a diario. A los hombres, feministas o no, me temo que escasamente. A cada una de esas autoras o columnistas dan ganas de suplicarle: “Por favor, cuénteme algo que ignore. Hábleme de lo que usted haya pensado sobre cualquier asunto, no sobre su condición y sus cómputos. Bien está un par de veces, pero no a diario. La considero lo bastante inteligente para inquietarme y obligarme a reflexionar, para poner en cuestión mis opiniones, para hacerme ver la realidad de otro modo y forzarme a reparar en lo que se me había escapado. Su indignación ya la conozco, y además la comparto. Pero el mundo no se acaba ahí, ayúdeme a mejor comprenderlo”. La paradoja es, pues, clara. Lo último que debería desear una mujer, se dedique a lo que se dedique, es que se la dé por “descontada” o “ya sabida”. Y eso es lo que, lamentablemente, están consiguiendo demasiadas contemporáneas.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Javier Marías y el nacionalismo

¿Nunca culpables? Javier Marías 17 DIC 2017

El independentismo es tan legítimo como cualquier otra opción. El problema es cómo se lleva a cabo la secesión y en manos de quiénes se pone el Estado.

LOS PUEBLOS o los ciudadanos nunca son culpables de nada, suele decirse. (También hay quienes aseguran que jamás se equivocan, pese a que el mundo y la historia estén llenos de gravísimos casos de meteduras de pata, el más reciente la elección de un patán racista para la Casa Blanca.) Pero ya lo creo que lo son, culpables. Otra cosa es que su culpabilidad carezca de consecuencias, o sólo les acarree el castigo de padecer durante cuatro años a los criminales o imbéciles —bueno, lo uno no excluye lo otro— a los que han votado. Claro que a veces, como en los actuales casos de Venezuela o Rusia, esos cuatro años se convierten en veinte y los que te rondaré: algunos políticos, una vez instalados y con mayoría parlamentaria, la aprovechan para suprimir o adulterar las elecciones o “abrir un proceso constituyente”, esto es, instaurar una nueva “legalidad” que los perpetúe en el poder y los beneficie. Pero en fin, a la primera, los pueblos pueden escaquearse de su responsabilidad arguyendo que fueron engañados por sus elegidos.

A estas elecciones se presentan los mismos individuos balcanizantes y totalitarios que han obrado sin escrúpulos desde 2015. Quienes los voten ya saben a qué se atienen

El pueblo o los ciudadanos catalanes no podrán esgrimir esta excusa dentro de cuatro días. Durante los dos años y pico transcurridos desde sus anteriores autonómicas han visto cómo ya el resultado de éstas fue falseado: los partidos independentistas alcanzaron el 47% o 48% de los votos, y sin embargo eso fue para ellos “una mayoría clara” que reclamaba la escisión de España, “un mandato” que se han limitado a obedecer, enviando a la inexistencia al 52% de los votantes. No sólo han borrado a éstos, sino que los han arrinconado y acosado, los han purgado de las instituciones y aun del Govern si se mostraban “tibios” (recuérdese al conseller Baiget, que se dijo dispuesto a ir a prisión pero no a perder su patrimonio, y eso ya bastó para que se lo considerara “desafecto”). Luego, todas sus actuaciones han sido y siguen siendo de un cinismo que ha superado al que hemos sufrido por parte del PP durante lustros, y que en verdad parecía imbatible, lo mismo que su nivel de falacia. ERC, PDeCat y CUP han mentido sin cesar en todo. Las empresas se pelearán por establecerse en la Cataluña independiente, y el mero amago ya ha llevado a casi tres mil (incluidas las principales) a cambiar la sede social o fiscal o ambas. Ni un minuto estaremos fuera de la Unión Europea, y todos los países miembros les han dado la espalda. Seremos más prósperos, y ese mero amago ha hecho descender el turismo y el comercio, ha llevado a los teatros y cines casi a la ruina, ha rebajado la producción, ha hecho salir dinero a espuertas y ha enviado al paro a los más pobres, camareros y “kelis” a la cabeza. Seremos como Dinamarca, y las perspectivas económicas de la república apuntan a convertirla en un gran Mónaco (es decir, un inmenso casino), una gran Andorra (es decir, un inmenso paraíso fiscal) o, para la CUP, una gran Albania de los tiempos de Hoxha (es decir, una inmensa cárcel con economatos).

Pero bueno, cada cual es libre de desear lo que quiera. El independentismo es tan legítimo como cualquier otra opción. El problema, desde mi punto de vista, es cómo se lleva a cabo la secesión y en manos de quiénes se pone el nuevo Estado. A estas elecciones se presentan los mismos individuos balcanizantes y totalitarios que han obrado sin escrúpulos desde 2015. Quienes los voten ya saben a qué se atienen, no podrán decir “Ah, yo no sabía” ni “Ah, es que me engañaron”. Quienes suelen abstenerse en las autonómicas, también, ya no podrán decir “Ah, yo me inhibo” ni “Ah, es que todos son iguales”. Estas elecciones vienen tras una emergencia. Los independentistas exigen que el Gobierno central se comprometa a aceptar los resultados si son contrarios a sus intereses, pero eso mismo habría que exigirles a ellos, y no parecen dispuestos: si pierden, las considerarán ilegítimas; si ganan, aducirán que han realizado una proeza, pese a las dificultades. Y ya hablan de posibles pucherazos, quienes cometieron uno flagrante el pasado 1-O, dando por válido un pseudorreferéndum controlado por ellos y sin la menor garantía.

Hay que reconocer que, si se eclipsaran, echaríamos de menos a sus líderes, que han resultado de lo más entretenidos. Oír los disparates y vilezas del lunático Puigdemont, de la difamatoria y melindrosa Rovira, del beato Junqueras, de la autoritaria y estólida Forcadell, del achulado Rufián y del aturullado Tardá ha sido como tener una entrega diaria de aquellas viñetas del gran F. Ibáñez, “13 rue del Percebe”. Y escuchar las verborreicas incoherencias malsanas de Colau (más que ambigüedades) ha sido como una ración de Cantinflas a diario, aunque los jóvenes ya no sepan quién era Cantinflas (un mexicano liante, lo encontrarán en YouTube, seguro). Pero la diversión tiene su límite cuando lleva aparejado el suicidio. No sólo el político. También el económico, el de la convivencia, el de la libertad democrática y el del decoro. Para convertirse en un país indecoroso no hay excusa. Que se lo pregunten a Austria cuando, recorriendo el camino inverso, perdió su nombre y pasó a llamarse Ostmark durante siete años. Fue por voluntad de su pueblo o de sus ciudadanos.

domingo, 26 de noviembre de 2017

La cultura anglosajona ya no cuenta

‘Poor devils’ Javier Marías

26 NOV 2017 

La obtusa interpretación del conflicto catalán hecha por medios y opinadores anglosajones confirma que sus países ya no cuentan intelectualmente

CONOZCO A ALGUNAS personas compungidas por la ramplona interpretación que de la crisis catalana han hecho ciertos medios y opinadores anglosajones, a ambos lados del Atlántico. Desde mi punto de vista (y miren que soy anglófilo de toda la vida, y por ello he sido tildado en España de “autor inglés traducido” y otras etiquetas más groseras), esas personas van atrasadas de información, o bien son muy lentas a la hora de sacudirse los viejos prestigios, cuando éstos ya han caído. Las voces en inglés han aparecido más autorizadas que cualesquiera otras durante décadas, y con bastante justicia. Tanto los Estados Unidos como Gran Bretaña son ricos y fuertes todavía, han tenido y tienen científicos y artistas deslumbrantes y Universidades de enorme fama; han sido serios en el mejor sentido de la palabra, escrupulosos y racionales en sus análisis; han universalizado su cultura y su historia a través del cine y las series televisivas: no sé ahora, cuando ya casi nadie sabe nada, pero hasta hace poco no había europeo que ignorara quiénes fueron el General Custer o Jesse James, mientras que éramos incapaces de decir un solo nombre de general alemán, español, italiano o francés, incluidos los de Napoleón, o de un bandolero de las mismas nacionalidades. O bueno, mucha menos gente conocía al italiano Salvatore Giuliano que a los americanos Capone, Luciano o Billy el Niño. Con lo anglosajón, pero sobre todo con lo estadounidense, hay un papanatismo propio de países colonizados, con España a la cabeza. Todo lo que se inventa o se cree descubrir en América acaba abrazándose aquí con absoluto sentido acrítico, casi con idolatría.

Un país capaz de elegir como Presidente a Trump para mí ya no cuenta, en conjunto. Tampoco uno capaz de votar alocadamente el Brexit

Desde mi punto de vista, insisto, hace tiempo que lo que desde allí nos venden es mercancía dañada o barata, con las excepciones de rigor. La mayor parte de las novelas estadounidenses son repetitivas y carentes de interés, rara es la ocasión en que abro una y no empiezo a bostezar ante sus “frescos” de una época o de una ciudad, ante sus historias de familias (disfuncionales todas, por favor), ante sus artificiales prosas pretendidamente literarias y plagadas de tics de las llamadas “escuelas de escritura”, ante su voluntariosa sumisión a lo “edificante” o a lo “transgresor”. Del cine no hablemos: hace lustros que dejó de ser un arte que ofrecía un montón de obras maestras al año para brindarnos hoy productos sin brío y sin alma, películas desganadas, rutinarias y sin convicción, remakes y secuelas sin fin. De las costumbres que hemos importado, qué decir, desde Halloween hasta el Black Friday, todo contribuye a la infantilización y el gregarismo del mundo. En cuanto a los “razonamientos”, les debemos las siete plagas de lo políticamente correcto, el abandono de toda complejidad, matiz y ambigüedad, incluso de toda duda y de todo dilema, cuando el ser humano es esencialmente complejo, ambiguo, lleno de excepcionalidades, incertidumbres y encrucijadas morales.

Pero, aparte de todo esto, que es una generalización superficial, los prestigios de los países están irremediablemente unidos a sus gobernantes, quienes, nos guste o no, influyen mucho más de lo que deberían. En este sentido, un país capaz de elegir como Presidente a Trump para mí ya no cuenta, en conjunto. Tampoco uno capaz de votar alocadamente el Brexit para medio arrepentirse cuarenta y ocho horas después y, pese a ello, carecer de valor para rectificar su atolondrada decisión; de exhibir como Premier a la incompetente y confusa Theresa May y como Ministro de Exteriores al cínico, bufonesco y dañino Boris Johnson. Países capaces de dejarse engañar por mamarrachos como Nigel Farage y Donald Trump pasan a ser inmediatamente países sin prestigio alguno, temporalmente idiotizados, dignos de lástima. No es que en España ni en Europa estemos representados por gente mucho mejor, pero al menos nuestros gobernantes no resultan grotescos (al menos hasta que ganen Berlusconi o Grillo, tal para cual). Sosos y mediocres, sí; injustos y con escasa pesquis, la mayoría; inútiles, también. Pero no grotescos ni llamativamente lerdos. Por eso, la obtusa interpretación del conflicto catalán hecha por editoriales del New York Times y el Washington Post, el Guardian y el Times, carece de la importancia que habría tenido hace sólo dos años, y no debería llevar a nadie a la compunción ni al sonrojo. Que esos diarios (y algunos escritores de brutal ignorancia e inermes ante la manipulación) no sepan detectar que el Govern de Puigdemont y Junqueras ha encabezado un golpe retrógrado y decimonónico, antidemocrático, insolidario, totalitario, a la vez elitista y aldeano, y tan denodadamente embustero como el de los brexiteros y los trumpistas, no hace sino confirmar que los países a los que pertenecen están embotados y han dejado de contar intelectualmente, ojalá que por poco tiempo. Y no es que en el mundo anglosajón no haya voces inteligentes, claro que las sigue habiendo. Pero están en retirada, avasalladas y desconcertadas por la rebelión de los tontos y su toma del poder. Cuanto hoy venga de ese mundo ha de cogerse con pinzas y ponerse en cuarentena. Porque, después del Brexit y Trump, esos países han bajado provisionalmente a la categoría de “poor devils”, como dicen en inglés.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Mala educación. Los pelmazos

Javier Marías, Impaciencia y caso omiso, El País 12-XI-2017:

Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente, dispuesta a tocar todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a surtir efecto.

HE HABLADO muchas veces de la imparable infantilización del mundo y de cómo se están fabricando generaciones de adultos mimados que no toleran las frustraciones ni las negativas ni las imposibilidades. Lo más grave es que esta actitud se haya trasladado a la política y a las colectividades, y buena prueba de ello es la ya agotadora crisis de Cataluña: una parte de la población anhela una cosa (le “hace tanta ilusión”, como arguyó hace mil años una aspirante a escritora empeñada en obligarme a leer sus textos), y ha de conseguirla por encima de la voluntad de todos, mediante trampas infinitas si es menester, y en contra del principio de realidad. Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente, dispuesta a tocar todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a surtir efecto.

Mi casa tiene dos puertas, una detrás de otra. La primera da a un pasillo que comparto con una vecina, largo y en forma de L. Junto a esa primera puerta hay dos timbres. En uno se lee “JM” y en el otro “CC”. Obviamente mi vecina no es JM ni yo soy CC, lo cual no impide que un buen porcentaje de los que la visitan a ella pulse el timbre de JM y otro notable de los que me visitan a mí pulse el de CC. Una y otra vez nos disculpamos recíprocamente por las molestias, y sólo nos explicamos el fenómeno así: muchos individuos son tan impacientes que, incapaces de esperar unos segundos a que ella o yo lleguemos a esa puerta primera, prueban a llamar al otro timbre creyendo que con eso lograrán su propósito (logran que se les franquee el primer paso, pero no el segundo, que es de lo que se trata). Bien, un señor al que no conozco de nada, y que por lo visto utiliza la misma máquina Olympia Carrera de Luxe a la que me he referido en varias columnas, telefonea a mi gran amiga Mercedes López-Ballesteros, que también me echa una mano en mis tareas, y la interroga implacablemente sobre cómo hacer para que tal o cual tecla lo obedezca, o cómo comprar cintas y demás, como si ella —o yo, por extensión— fuéramos un manual de instrucciones o unos proveedores, y además no tuviéramos otra cosa que hacer. Ella le contesta que no tiene idea, que quien usa la Olympia soy yo y no ella (que trabaja con ordenador), y que no lo puede ayudar. Al señor en cuestión eso le da igual: quiere ver su problema resuelto a toda costa y le insiste. “¿No entiende usted que yo no le sirvo?” No, no lo entiende y continúa explicándole, impertérrito, la función supuesta de la tecla rebelde. Está a lo suyo y nada más, engrosando las filas de los que en sentido figurado llamamos “autistas” (según el DLE: “Dicho de una persona: Encerrada en su mundo, conscientemente alejada de la realidad”; esa definición que tanto indigna a los enfermos de autismo y que exigen prohibir, sin darse cuenta, una vez más, de que la gente dice lo que le parece y da a las palabras el sentido que quiere, y que el Diccionario está obligado a reflejarlas sin más).

A Mercedes, que atiende los mails y me imprime los que yo deba ver, a menudo se la llevan los demonios. No sé, a la petición de que vaya a un sitio a dar una charla, contesta, por ejemplo, que estoy terminando una novela y no me añadiré viajes hasta que la acabe, o que estoy en plena promoción de la novela recién publicada y sin tiempo para nada más, o que estaré fuera durante tal y cual meses. Con frecuencia recibe una respuesta que hace caso omiso de la suya y le dice, quizá: “Preferiríamos que el señor M viniese un jueves, porque ese día no hay Copa de Europa y acude más gente a este tipo de eventos” (la estúpida palabra “eventos” por doquier). Mercedes se desespera y se pregunta cómo leen y cómo funcionan las cabezas de sus interlocutores. Otras veces alguien pide algo (un bolo, una entrevista, lo que sea). Acepto, y propongo tal o tal fecha a tal hora. “Es que esos días no me vienen bien”, es con frecuencia la contestación. “Mejor el domingo a las ocho de la mañana”. La persona que pide algo olvida al instante que la interesada es ella y no yo. Que yo no le he solicitado nada, sino al revés, y que más le valdría coger pájaro en mano, si tanto es su interés. Así, no es nada raro que quien ruega algo, luego ponga trabas y lo dificulte. Hoy había reservado la tarde para contestar por escrito a una entrevista mexicana. Había accedido siempre y cuando tuviera las preguntas hoy como tarde, para poder cumplir durante el fin de semana. No han llegado, claro está, pero seguramente pretenderán que las conteste cuando ya no disponga de tiempo o me venga fatal, y se soliviantarán si no los complazco cuando decidan ellos. Mercedes “se venga” inconsciente y discretamente: al entregarme los mails impresos, a veces añade algo a mano: “Este es un pesado”, o “Este es un grosero”, o bien “Este me da pena” o “Este es encantador”. No voy a negar que esas observaciones me influyen, aunque ella no las haga con esa intención, sino sólo con la de “comentar”. Sea como sea, más vale que quien quiera algo de mí, no haga caso omiso de sus palabras y la trate con exquisitez.

domingo, 15 de octubre de 2017

Marías habla de lo que no se habla con tanta Cataluña

Javier Marías

LO FÁCIL QUE ES ENGAÑAR

Son millones los que han perdido el empleo, el negocio o aun la vida, los que han engrosado las filas de la pobreza. Ya no se habla de nada de esto.

El País, 15 DE OCTUBRE DE 2017

30 DE SEPTIEMBRE, víspera de la kermés independentista de Cataluña. Salgo a dar una vuelta por mi barrio madrileño, el de los Austrias, poco proclive a votar al PP (decir que vota más “izquierdas” sería grotesco en tiempos en que se tiene por tal a un partido como Podemos, tan parecido al peronismo benefactor y beneficiado de Franco). Algo había leído en columnas ajenas, pero ahora lo veo con mis ojos: a lo largo de mi breve paseo, distingo un centenar de banderas españolas en balcones, algo insólito en la capital a menos que la selección dispute una final de fútbol, lo cual puede ocurrir, como máximo, un día cada dos años. “Vaya”, me digo. “Gracias, Puigdemont y Junqueras, Forcadell y Anna Gabriel, Romeva y Turull y Mas, Rufián y Tardà”. (Ya dijo Juan Marsé, con su excelente oído, que estos dos últimos sonaban a dúo de caricatos.) “Estáis despertando un nacionalismo peligroso que llevaba décadas adormecido”. Me consuelo levemente al comprobar que las banderas colgadas son constitucionales o sin escudo, no veo ningún águila ni el insoportable toro silueteado.

Pero me revienta la proliferación de banderas, no importa cuáles. La veo una pésima señal. Hace años, a raíz de una exhibición de esteladas en el Camp Nou, y al preguntárseme al respecto en una radio, contesté que siempre que veía gran número de banderas me acordaba de Núremberg, fueran catalanas, españolas o estadounidenses. Un historiador experto en falsear la Historia me acusó de haber comparado a los independentistas con los nazis, ocultando arteramente que me había referido a cualquier bandera, y que había hecho mención expresa de la española. Bueno, quien acostumbra a falsear la Historia cómo no va a falsear lo demás.

Lo cierto es que los susodichos políticos catalanes llevan años haciéndole inmensos favores al PP. Y si hasta ahora no se los han hecho al extremismo totalitario (al español; al catalán de la CUP ya lo creo que sí), es porque está medio oculto y desarbolado, o bien integrado en el PP. No es sólo que reaviven un patriotismo felizmente aletargado, ojalá eso quede en anécdota. Es que gracias a ellos ya no existe ningún grave asunto más: ni corrupción, ni Gürtel, ni Púnica, ni Bárcenas, ni ley mordaza ni recortes laborales, sanitarios, educativos. Hace no mucho la Ministra de Trabajo se fue de rositas tras ensalzar la “gran recuperación” de la economía tras la crisis, y encima se vanaglorió, con el mayor cinismo, de que “nadie ha sido dejado atrás”. A Báñez le fallan las neuronas (es la única alternativa al cinismo), y además no se baja nunca de su coche oficial. Le bastaría pisar la Plaza Mayor de Madrid para ver que todos sus soportales están tomados por masas de mendigos que duermen y velan dentro de sus cartones, despidiendo un hedor que nada tiene que envidiar al de Calcuta en sus peores tiempos. Esa plaza, como otros puntos de la ciudad, son favelas, cada día más. Y si Gallardón y Botella no tomaron medida alguna, imagínense Carmena, a quien el escenario tal vez parezca de perlas y “aleccionador” para los turistas. Báñez se ha olvidado ya de los incontables negocios que debieron echar el cierre desde 2008, a los que de repente los bancos negaban hasta el crédito más modesto; de los infinitos parados súbitos del sector de la construcción y de las empresas afines: gente que llevaba una vida fabricando grifos, pomos o cañerías se quedó en la ruina y a menudo en la calle; tampoco va la Ministra a oficinas ni tiendas, en las que verá cómo se ha reducido el personal brutalmente y cómo quienes conservan el empleo se ven obligados a hacer jornadas interminables, a multiplicar su tarea por dos o tres, para paliar esa falta de compañeros de la que los dueños sacan ganancia. Haga interminable cola en un supermercado y pregúntese por qué hay una sola caja abierta, en vez de tres o seis; pregunte qué sueldo perciben esos trabajadores que mantienen su puesto, se enterará de que no están lejos de ser siervos; pregunte qué tipo de contratos se ofrecen, y verá el abuso del patrono institucionalizado, y protegido por su Gobierno y por ella. ¿A nadie se ha dejado atrás? Son millones los que han perdido el empleo, el negocio o aun la vida, los que han engrosado las filas de la pobreza. Ya no se habla de nada de esto.

Claro que dense un paseo por Cataluña y verán lo mismo, si no peor. Sus gobernantes autonómicos, hoy aclamados por los independentistas, han llevado a cabo las mismas políticas de austeridad y recortes que el PP, con antelación y con el resultado de millares de niños malnutridos. Así que con la kermés también se están haciendo un inmenso favor a sí mismos. Han conseguido que no se hable más del 3%, del saqueo de los Pujol, de la monstruosa corrupción. “Dadnos un país nuevo y puro”, le dicen a la gente. Y callan la segunda parte, la verdadera: “Así nadie nos podrá pedir cuentas de lo que hemos hecho, ni de lo que seguiremos haciendo con las manos libres y jueces nuestros”. Uno se estremece al comprobar lo fácil que resulta hoy engañar.

domingo, 9 de julio de 2017

Timos democráticos

Javier Marías, "Timos democráticos", El País, 9 de julio de 2017:

En las apelaciones de los partidos a la opinión continua de las “bases” hay un elemento de cobardía. Un afán de guardarse las espaldas.

Hemos llegado al punto en el que debe desconfiarse de quienes se proclaman “demócratas” con excesivo y sospechoso ahínco. O de quienes compiten denodadamente por parecerlo más que el resto. Porque entre ellos se esconden precisamente los individuos más autoritarios —por no decir dictatoriales— de nuestras sociedades. Maduro apela a la democracia para cargarse la poca que queda en su país, ya desde Chávez. Los políticos independentistas catalanes la invocan para instaurar, si pudieran, un régimen monocolor, con control de los jueces y la prensa, e incluso con la figura del “traidor” o “anticatalán” para todo el que no aplaudiera y bendijera sus planes. Y van en aumento las formaciones políticas que practican o defienden la llamada “democracia directa” o “asamblearia” en detrimento de la representativa, alegando que sólo la primera es verdadera. Lo curioso de estos partidos es que, al mismo tiempo, no prescinden de secretarios generales, presidentes, líderes y ejecutivas. Si todas las decisiones las van a tomar los militantes, no se ve qué falta hacen los próceres y dirigentes, por qué luchan entre sí y ansían hacerse con el poder y el mando.

Todo esto es un timo, como ya se ha comprobado en las “consultas populares” que ha organizado el inefable Ayuntamiento de Madrid, dominado por Ahora Madrid y encabezado por Carmena. Recordarán que una de estas votaciones fue respecto a la reforma de la Plaza de España. Se dio a elegir a los ciudadanos entre setenta proyectos —­setenta—. Como era de esperar, sólo 7.000 residentes se molestaron en pronunciarse, probablemente los partidarios de Ahora Madrid y unos cuantos ociosos (la gente ya tiene bastante con ocuparse de sus problemas y ganarse la vida). 7.000 madrileños debe de ser algo así como el 0,3% de la totalidad, lo cual invalidaría per se cualquier resultado. En todo caso, ese 0,3% mostró su preferencia por los proyectos Pradera urbana (903 aplastantes votos) y The Fool on the Hill (784 abrumadores). Pero entonces intervino un jurado, que decidió que los ciudadanos no tenían ni puta idea y declaró finalistas los proyectos que habían quedado en tercera y décima posición. La organización de la ridícula consulta pudo costar 600.000€ (no sé la cuantía final), sólo para que Ahora Madrid fingiera burdamente ser más democrático que nadie y luego pasarse por el forro la elección de los consultados. Poco después vino otra consulta, por el mismo precio barato, sobre la peatonalización de la Gran Vía, la cual, sin embargo, estaba ya decidida por el autoritario Ayuntamiento. Pero como “la ciudadanía de Madrid es soberana”, según dijo con gran cinismo el concejal Calvo, se llevó a cabo la farsa de preguntarle acerca de detalles menores y estúpidos como el número de pasos peatonales, o “¿Consideras necesario mejorar las condiciones de las plazas traseras vincu­ladas a Gran Vía para que puedan ser utilizadas como espacio de descanso y/o estancia?” No obstante, y según reconoció ese edil experto en cinismo, el Ayuntamiento ya había convocado el concurso de jóvenes arquitectos para remodelar dichas “traseras”. Lo que por supuesto no se consultó fue lo principal del asunto, a saber: “¿Desea la peatonalización de la Gran Vía o lo considera un disparate?” No, eso los demócratas preferían no preguntarlo, por si su brutal imposición a la capital entera se les torcía e iba al traste. La palabra que he empleado no es exagerada: todo es un timo. Los autoritarios no se conforman con serlo (como lo es el PP, sin escrúpulos), sino que además quieren presumir de ser los más democráticos de todos.

La cuestión no acaba aquí, ahora que también el PSOE anuncia toda clase de consultas y votaciones de sus militantes para resolver cualquier asunto … que seguramente sus líderes se pasarán por el forro si no les conviene el resultado. En estas apelaciones a la opinión continua de las “bases” hay un elemento de cobardía. Un afán de guardarse las espaldas, de declararse irresponsable cuando vienen mal dadas. Cuando algo es un manifiesto error, o una injusticia, o una metedura de pata con consecuencias graves, los dirigentes pueden escaquearse: “Ah, no fuimos nosotros, lo quiso la gente y nosotros estamos a su servicio”. Pero, como se hizo patente en los “referéndums” de Carmena, los que se molestan en votar esas cosas son cuatro gatos —los activistas, los fieles, y éstos son fácilmente manipulables por los convocantes, o más bien suelen estar a sus órdenes—. Estos dirigentes son unos vivos: si destrozan una ciudad o un partido, pretenderán no ser castigados, como sucedería si se hicieran responsables de sus decisiones. Así que lo mejor es tomarlas (para qué, si no, quieren mandar) y echarles luego la culpa de los ­desaguisados a la ciudadanía o a la militancia. Dejen de tomar el pelo: si han sido elegidos, hagan su trabajo y gobiernen, no mareen al personal continuamente, expónganse y asuman sus equivocaciones y aciertos, si es que alguno hay de estos últimos.

domingo, 2 de julio de 2017

Probatio diabolica

Javier Marías, hoy:

"Se está deslizando en nuestro pensamiento la mayor perversión imaginable de la justicia, a saber: que corresponda al acusado probar algo, y no al acusador, que es a quien toca siempre demostrar que un reo es culpable. Que la carga de la prueba recaiga en el acusado es lo que se ha llamado, con latinajo, probatio diabolica, algo propio de la Inquisición y nunca de los Estados de Derecho. Aquélla consideraba que si un reo confesaba, era evidentemente culpable; y si no lo hacía ni bajo tortura, también, porque significaba que el diablo le había dado fuerzas para aguantarla. Hace años me encontré con una versión moderna de ese “razonamiento”, en el caso de un librero juzgado por pederastia en Francia. “Lo propio de todo pederasta”, arguyó el juez, “es negar los cargos en primera instancia”. “Y lo propio de los no pederastas también”, le escribí a ese juez. “¿O es que pretende usted que un inocente no niegue tamaña acusación, siendo falsa?” Soy contrario a prohibir nada, pero ruego a todo el mundo (periodistas, guionistas, escritores, locutores, abogados y hasta incriminados) que evite siempre la expresión “demostrar su inocencia”. Porque si no, poco a poco, acabaremos creyendo que eso es lo que nos toca hacer a todos y que además es factible. Y no lo es, es imposible."

domingo, 28 de mayo de 2017

Javier Marías y las nuevas malas formas

Javier Marías, "La nueva burguesía biempensante", en El País, 28-V-2017:

Los biempensantes de cada época no se caracterizan sólo porque sus creencias y prácticas sean mayoritarias, sino por la virulencia de las mismas.

ME ESCRIBE un señor de setenta y cinco años, desesperado porque las instituciones financieras recurran invariablemente al tuteo para dirigirse a sus clientes. Cuenta que las cartas de su banco empiezan con “un desenfadado ‘Hola’” y siguen con “un irrespetuoso tuteo”. Cuando el contacto es telefónico, ocurre lo mismo, y si el señor les afea las excesivas confianzas, los empleados le responden que ellos “sólo obedecen instrucciones”. De poco le sirve a Don Ezequiel advertirles de que, si persisten en lo que para él es una grosería, retirará sus fondos. Y se pregunta: “¿Cuál será el siguiente paso, tratarme de ‘tronco’, ‘tío’ o ‘colega’?”

Hace ya años que observo cómo completos desconocidos que me escriben para solicitarme algo no tienen ni idea de cómo deben obrar para conseguir lo que buscan. O al revés, deben de estar convencidos de que el desparpajo y la ausencia de las mínimas formalidades los va a beneficiar y a allanar el camino. Nadie parece haberles enseñado a escribir una carta o email en condiciones. No soy tan estirado como para ofenderme porque se me tutee de buenas a primeras (aunque yo trate de usted a todo el mundo de entrada, independientemente de su edad: así llamaba a mis alumnos, quince años más jóvenes que yo, cuando daba clases), ni porque se me encabece una misiva con “Querido Javier” a secas. Me da lo mismo. Lo que no encuentro aceptable es que ni siquiera haya encabezamiento. “Hola, ¿qué tal va todo?”, me dicen a veces a modo de preámbulo, para a continuación pedirme una entrevista o una intervención en un simposio o un texto para una revista. No sé qué se pretende con esa pregunta (porque es una pregunta): ¿que le cuente mi vida al remitente? ¿Que le conteste, en efecto, sobre “todo”? “Hola, soy Fulanito” no es manera de dirigirse a nadie, y eso es lo más frecuente hoy en día. Tiendo a dar la callada por respuesta en esos casos, no me molesto en afearle la conducta a nadie, a diferencia del irritado Don Ezequiel.

Lo que me llama la atención de su queja es que los empleados del banco aseguren limitarse a cumplir órdenes de los banqueros que han sido rescatados con dinero de los contribuyentes —que no han devuelto—, a los cuales cada vez cobran más comisiones y ofrecen menos beneficios o ninguno. Eso me indica que el tuteo indiscriminado forma ya parte de la actual ortodoxia burguesa biempensante, no menos feroz que la del siglo XIX, prolongado en España hasta 1975. Los biempensantes de cada época no se caracterizan sólo porque sus creencias y prácticas sean mayoritarias o dominantes, sino por la virulencia con que tratan de imponérselas al conjunto de la sociedad. Hoy ya no se exige —como en el XIX, y aquí hasta la muerte de Franco— religiosidad, respeto a los símbolos y a los padres, amor a la patria y cosas por el estilo. Hoy ha cambiado lo “sagrado”, pero la furia y la persecución contra quienes no se adscriben a los nuevos dogmas adolecen del mismo fanatismo que las del pasado. La burguesía biempensante exige, entre otros cultos, lo siguiente: hay que ser antitaurino en particular y defensor de los “derechos” de los animales en general (excepto de unos cuantos, como las ratas, los mosquitos y las garrapatas, que también fastidian a los animalistas y les transmiten enfermedades); hay que ser antitabaquista y probicis, vetar puntillosa o maniáticamente por el medio ambiente, correr en rebaño, tener un perro o varios (a los cuales, sin embargo, se abandona como miserables al llegar el verano y resultar un engorro), poner a un discapacitado en la empresa (sea o no competente), ver machismo y sexismo por todas partes, lo haya o no. (A eso ha ayudado mucho la proliferación del prefijo “micro”: hay estudiantes que ven “microagresión” cuando un profesor les devuelve los exámenes con correcciones; asimismo hay mujeres que detectan “micromachismo” en el gesto deferente de un varón que les cede el paso, como si ese varón no pudiera hacerlo igualmente con un miembro de su propio sexo: cortesía universal, se llamaba.) Ver también por doquier racismo, y si no, colonialismo, y si no, paternalismo. Lo curioso es que la mayoría de estos nuevos preceptos o mandamientos de la actual burguesía biempensante los suscriben —cuando no los fomentan e imponen— quienes presumen de ser “antisistema” y de oponerse a todas las convenciones y doctrinas. No es cierto: tan sólo sustituyen unas por otras, y se muestran tan celosos de las vigentes —con un espíritu policial y censor inigualable— como podían serlo de las antiguas un cura, una monja, un general, un notario o un procurador en Cortes, por mencionar a gente tradicionalmente conservadora y “de orden”.

Y, francamente, si los bancos —nada menos— dan instrucciones de tutear a todo el mundo; si lo hacen obligatorio como en los hospitales y Universidades y en demasiados sitios “respetables”, hay que concluir que también ese tuteo impostado forma ya parte de lo más institucional, reaccionario y rancio.

domingo, 21 de mayo de 2017

Javier Marías, La peligrosa parodia

Javier Marías, "La peligrosa parodia", en El País, 21-V-2017:

Miro la primera plana del diario y lo único que me reconforta es el aspecto satírico de cuanto acontece, que me impide tomármelo del todo en serio.

HACE YA tiempo que temo echarle el primer vistazo al periódico de la mañana. Uno va de sobresalto en sobresalto, de noticia en noticia alarmante cuando no espantosa. Ya sé que siempre ha sido así; que las noticias buenas no son noticia y que lo que la gente desea por encima de todo es indignarse y escandalizarse. Y este deseo no ha hecho sino ir en aumento desde la aparición de las redes sociales y la dictadura de la exageración en el periodismo. Pero basta retroceder unos meses para recordar que la situación del mundo no era tan delirante con Obama en la Presidencia, con el Reino Unido integrado en la Unión Europea, con Venezuela sin golpe total de Estado ni tantos muertos en las calles (los golpes de Chávez eran graduales), con Francia sin elecciones deprimentes, con Turquía sin absolutismo y represión feroz, con Egipto sin lo mismo.

Miro la primera plana del diario, ya digo, y lo único que me reconforta (me imagino que no soy el único) es el aspecto paródico de cuanto acontece, y que me impide tomármelo del todo en serio. Todo tiene un aire tan grotesco que cuesta creer que sea cierto y no una representación, una pantomima, una sátira. Veamos. Hay un país, Corea del Norte, que amenaza con lanzar bombas nucleares cada semana, y puede que tenga capacidad para ello. Pero las escasas imágenes que de allí nos llegan son dignas de una historieta de Tintín, con un sátrapa pueril y orondo que aplaude como un loco sus propios lanzamientos de misiles fallidos y obliga a desfilar a sus súbditos como a soldaditos de plomo. El objeto de sus amenazas es un Presidente de los Estados Unidos igualmente pueril e idiota, además de antipatiquísimo y nepotista, capaz de decir ante la prensa que ha lanzado un ataque contra Irak cuando lo ha lanzado contra Siria, de invitar a su homólogo de Filipinas, Duterte, que desde que fue elegido –elegido– ha ejecutado extrajudicialmente a unos siete mil compatriotas –siete mil– y se jacta de haberse cargado él en persona a tres de ellos. Este Duterte, por cierto, le ha contestado a Trump que ya verá, que anda ocupado (se entiende: asesinar a millares desgasta, y si no que se lo pregunten a los nazis y a los jemeres rojos). Trump también declara que se sentiría “muy honrado” de charlar con el sátrapa orondo, y nada ocurre. Erdogan, en Turquía, con el pretexto de un golpe contra él, tan fallido como dudoso, ha encarcelado o destituido a ciento cincuenta mil ciudadanos –ciento cincuenta mil–, de militares a periodistas y profesores. No sé, de haber habido tantos partidarios del golpe, éste no habría fracasado tan rápida y rotundamente.

Luego está Putin, admirado por la extrema derecha y por la extrema izquierda, un megalómano propenso a fotografiarse con el torso desnudo o derribando a un tigre con sus propias manos, estilo paródico de trazo grueso. Y así nos acercamos a Europa, donde casi el 40% de los franceses han votado a una señora a la vez bruta y trapacera, Marine Le Pen, que simpatiza con la Francia colaboracionista de los nazis (niega esa colaboración, luego el Gobierno de Vichy era intachable) y rechaza a los refugiados porque en seguida quieren robarle a uno la cartera y el papel pintado de las paredes (sic: hace falta estar sonado para creer que a alguien le interesa su papel pintado). A esa señora no la ven con muy malos ojos el candidato Mélenchon, admirador confeso de Hugo Chávez y Pablo Iglesias, ni la mitad de sus votantes. En Inglaterra gobierna una mujer desagradable, patriotera y cínica, que antes de la consulta del Brexit defendía la permanencia en la UE y ahora brama contra lo que le parecía de perlas hace menos de un año. Su Ministro de Exteriores es un histriónico clon de Trump con estudios, Boris Johnson. De Polonia y Hungría no hablemos, países en la senda de Turquía y Egipto, sólo que cristianos.

En cuanto a España, el ex-Presidente de Madrid –el ex-Presidente– saqueaba presuntamente empresas públicas, y su madrina Aguirre estaba in albis, como el jefe del Gobierno Rajoy, que nunca se cansa de soltar perogrulladas. En el PSOE parecen detestarse mucho más entre sí que a cualquier adversario político, y por último hay un partido que se proclama de izquierdas, Podemos, y que es lo más parecido a la Falange desde que feneció la Falange: sólo le falta sustituir el vetusto himno de Quilapayún en sus mítines por el más vetusto Cara al sol, y le saldrá el retrato. Y bueno, en Cataluña hay también una serie de personajes tintinescos que proclaman que sus sueños van a realizarse por las buenas o por las malas. Porque a ellos les hacen mucha ilusión y eso basta.

Sí, todo desprende tal aroma de sainete, de opereta bufa, de esperpento o de lo que quieran, que eso es lo único que a muchos nos salva de la desesperación cotidiana. El problema aparece cuando uno ve imágenes de las arengas de Hitler y de Mussolini. Porque ellos parecían aún más paródicos que los gobernantes actuales, y ya conocen la historia.

domingo, 26 de marzo de 2017

Javier Marías, Qué no es una sociedad libre

Javier Marías, Qué no es una sociedad libre. El País, 26-III-2017:

Va siendo hora de que los españoles se den cuenta de que la democracia que tenemos desde hace cuarenta años está amenazada por demasiados flancos.

PERIÓDICAMENTE, UNO llega a la conclusión de que a buena parte de los españoles no les gustan la democracia ni las sociedades libres (o lo que se conoce como tales, inexactamente). Es más, les parecen un estorbo, un engorro, una atadura. Si bien se piensa, no tiene demasiado de extraño, dada nuestra trayectoria histórica y dado de dónde salimos hace unos cuarenta años. España sigue llena de admiradores de Franco, y lo peor es que los hay en casi todos los partidos, sean de derechas, de izquierdas, nacionalistas, o demagógicos y totalitarios (lo que ahora se llama benévolamente “populistas”). Unos dicen odiarlo, a Franco, pero no dejan de imitarlo y por lo tanto de admirarlo. Por no hablar de otras figuras, pasadas y actuales, que también se le parecen. Hoy descuellan Putin, Erdogan, Trump, Orbán, Szydla y Maduro, por ceñirnos a los que tienen el poder en sus manos

He dicho “buena parte de los españoles”. Los líderes son unos pocos, sin embargo. Pero a ellos hay que añadir a muchos de los militantes de los respectivos partidos y a no pocos de sus electores, que con sus votos los aplauden y procuran que manden. El número, así, crece insospechadamente. El PP sabemos hace mucho que es escasamente democrático: lo demuestra con creces cada vez que obtiene mayoría absoluta e impone leyes sin discutirlas con nadie y en contra de los ciudadanos. La ley mordaza y la conversión de TVE en una fábrica de propaganda (o, en su defecto, en una grotesca página de sucesos) son sólo un par de pruebas fehacientes. ERC, PDECat y la CUP son formaciones con vocación absolutista, dispuestas a dar golpes de Estado encubiertos y a imponer su voluntad sin mayoría a todos los catalanes: sus triquiñuelas y su uso de TV-3 y demás medios públicos superan la manipulación del PP, si ello es posible. De Bildu y similares no hablemos, nunca han ocultado sus simpatías por los métodos violentos para doblegar a quienes no están de acuerdo con ellos.

Ahora ha salido a la luz algo sabido hace tiempo por cuantos escribimos en prensa: la petición de amparo de la Asociación de la Prensa de Madrid ante los ataques e intimidaciones por parte de Podemos y sus acólitos orquestados. No sé si, como afirma la APM, provienen de sus dirigentes. Lo que es de sobra conocido es que, persona que critica a ese partido, persona objeto de difamación e insultos concertados en las redes sociales. Dejemos de lado a esos líderes, que han alegado no poder controlar a sus militantes más fanáticos. De los partidos también revela mucho su clase de militantes o forofos, porque de ellos saldrán los mandatarios y cargos futuros. Pero es que además Pablo Iglesias pone en cuestión la libertad de prensa “porque a la prensa nadie la ha elegido” (cito de memoria). Veamos. En una sociedad libre y democrática se eligen los gobernantes, nada más, y no se les extiende un cheque en blanco por ello. Sólo en las totalitarias (ya lo expresa la palabra) esos elegidos o golpistas, según el caso, invaden hasta el último rincón y lo regulan todo, sin permitir que nada escape a su vara. Se empieza por decidir quiénes pueden fundar un periódico o tener una emisora, después quiénes pueden escribir o hablar en ellos, más tarde quiénes pueden hacer películas o escribir novelas, y se acaba por señalar quiénes pueden abrir una tienda o un bar o sentarse en los bancos de los parques. Más o menos lo que hemos visto hacer en películas y series a las diferentes mafias, desde los Soprano hasta la Camorra, que, como recordarán sus espectadores, dan o niegan la venia hasta para limpiar la hojarasca de “sus” barrios. Que hay y ha habido Gobiernos que se comportan como mafias, tenemos cuantiosas muestras fuera de las ficciones. Eso sí, encima tratan de legitimarse porque “han sido elegidos” o “aclamados”. Como si eso bastara para actuar a su antojo y controlarlo todo. Los totalitarios se amparan a menudo en lo que llaman “democracia directa”, a base de consultas, referendos y plebiscitos. Del timo que esto supone numerosas veces, habrá que hablar otro día, con el ejemplo flagrante de los convocados por el Ayuntamiento de Madrid con un cinismo sonrojante y no muy distinto del de los regidores del PP anteriores. Del adversario ideológico también se aprende, cuando éste es hábil y queda impune. Lo mismo que han aprendido de Franco sus aventajados alumnos de Junts pel Sí: fue Franco quien inventó –en tiempos recientes y en nuestro territorio– que quien lo atacara a él atacaba a la patria.

Va siendo hora de que los españoles que sí quieren una sociedad libre y democrática, en la que no haya que mostrar adhesión para todo, se den cuenta de que la que hemos tenido durante los últimos cuarenta años (tan imperfecta y frustrante como quieran) está amenazada por demasiados flancos. Cruzarse de brazos supone allanarles el camino a los amenazantes. Ustedes verán qué hacen y qué votan, a la próxima. Ustedes verán si hacen algo, o no hacen nada.

domingo, 12 de marzo de 2017

Javier Marías, Cómo reconocer hoy el fascismo

Javier Marías, "Atribulados", El País, 12-III-2017:

Hay una peste que comparten todas las tiranías. Es la que emiten la intolerancia, el odio a la crítica y el deseo de aniquilar a los “desobedientes”.

POR AZAR, la elección de Trump me coincidió con un periodo de entrevistas a medios estadounidenses, y me encontré con que varios entrevistadores –sobre todo si eran jóvenes– me preguntaban más por cuestiones políticas que literarias. Al ser yo español, y haber vivido bajo una dictadura y bajo el “fascismo” (Franco murió cuando yo contaba veinticuatro años), me consideraban poco menos que “un experto” y pretendían que los orientara: cómo reconocer la tiranía, consejos para hacerle frente, guías de conducta, etc. Notaba en esos jóvenes un gran desconcierto. Nunca habían previsto encontrarse en una situación como la actual, es decir, con un Presidente brutal que ni siquiera disimula. Intenté no resultar alarmista ni asustarlos en demasía. Al periodista de Los Angeles Review of Books (LARB), por ejemplo, vine a decirle: “De una cosa tened certeza: con Trump y Pence el fascismo llegaría a América si pudieran obrar a su antojo. Ese sería su deseo y su meta. Mi esperanza es que no serán capaces de instaurarlo plenamente, en parte por la clara separación de poderes en los Estados Unidos, en parte porque habría una fortísima oposición a ello. Vuestra esperanza es que una candidata tan poco atractiva como Clinton obtuvo más votos populares que Trump, casi tres millones. Una dictadura sólo es posible si: a) se establece un régimen de terror y se elimina a los críticos y disidentes, como fue el caso en Chile y en la Argentina en los años setenta, o en Alemania, Italia, España y la URSS en los treinta y cuarenta; b) la mayoría de la población, sea por convencimiento (Hitler) o por miedo, apoya al dictador. Eso, sin embargo, puede ocurrir con más facilidad de la que imagináis. Pero, mientras no ocurra, hay esperanza. Y, al menos de momento, no creo que pueda suceder en vuestro país. Tenemos que aceptar la democracia aunque nos desagrade lo que votan nuestros compatriotas. Pero debemos estar en permanente guardia, luchar contra lo abusivo, injusto o anticonstitucional. Por desgracia, puede que no estéis empleando la palabra equivocada –fascismo–, pero quizá sea prematuro emplearla ya”.

Por su parte, el joven e interesante novelista Garth Risk Hallberg me inquirió: “¿Cómo se huele el fascismo? ¿Cuál es su hedor? ¿Cómo lo reconoceremos?” Al ser más poética, esta cuestión tiene más difícil respuesta. En cada sitio ese olor varía. Pero hay una peste que comparten todas las tiranías, aunque sean de distinto grado: del nazismo al comunismo y del franquismo al putinismo, del Daesh al chavismo y del pinochetismo al castrismo, de la dictadura argentina al maoísmo y el erdoganismo. Es la que emiten la intolerancia y el odio a la crítica, la persecución de la opinión independiente y de la prensa libre, el pánico a la verdad y el deseo de aniquilar a los “desobedientes”. Y Trump ha lanzado esa hediondez bien pronto. Su principal consejero, Steve Bannon, ha dicho sin tapujos que la obligación de la prensa es “cerrar el pico”, nada menos. Y el propio Trump ha calificado a los medios más serios y prestigiosos, como el New York Times, el Washington Post, Politico, el New Yorker, la CNN, la NBC y el Los Angeles Times, de “enemigos del pueblo”, exactamente la misma acusación de cuantos tiranos ha habido contra quienes iban a purgar o suprimir, si podían.

Por mucho que la prensa haya declinado, por mucho que demasiada gente prefiera informarse a través de las nada fiables redes sociales, sin ella estaríamos perdidos e indefensos. A esa prensa estadounidense, además, el mayor muñidor de mentiras –Trump– la acusa justamente de eso, de propalar noticias falsas. También es una táctica viejísima de los dictadores: acusar al contrario de lo que uno hace, presentarse como el defensor de lo que uno intenta derribar. Véase el uso que hoy hacen tantos de los referéndums y los plebiscitos: los ofrecen como lo más democrático del mundo quienes en realidad aspiran a acabar con la democracia. Nada tan fácil de manipular, teledirigir y tergiversar como un plebiscito o un referéndum.

El atribulado periodista de la LARB volvió al final a la carga: “¿Qué nos aconsejaría leer en este momento crítico?” Le contesté que mejor leer obras no políticas, porque las pausas son necesarias incluso en los peores tiempos. Pero, por si acaso, también le recomendé Diario de un hombre desesperado, de Friedrich Reck-Malleczewen, que he encomiado aquí otras veces. “Murió, como tantos”, le dije, “en un campo de concentración. Pero no era judío, si mal no recuerdo, y ni siquiera izquierdista. Vio muy pronto lo que significaba Hitler, cuando Hitler aún no era ‘Hitler’. Hay una escena increíble en la que recuerda haber tenido la oportunidad de matarlo entonces, en un restaurante. Bien que no lo hiciera. Uno no puede llamar a alguien fascista hasta que haya demostrado serlo”. Y aquí viene la pregunta ardua: ¿cuándo se demuestra eso? ¿A partir de qué acción, o basta con las declaraciones, los síntomas? ¿Ha de iniciar una guerra o una persecución injustas, una matanza? No conviene apresurarse. Pero tampoco percatarse demasiado tarde.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Sobre el nepotismo y los que se creen insustituibles

Javier Marías, ¿Qué respuesta es más deprimente? Nunca nadie es tan “idóneo” que excluya las demás opciones, El País,  13 de marzo de 2016:

Uno se pregunta cómo es tan difícil de entender, o de aceptar y obrar en consecuencia. A lo largo de decenios hemos ido sabiendo que un gran número de políticos españoles con poder y autoridad colocaba en puestos de las diferentes administraciones (estatales, autonómicas, municipales) a parientes variados, amigos de pupitre, parejas o ex-parejas, o bien favorecía a las empresas y proyectos de éstos con sustanciosos contratos que no siempre salían a concurso, o lo hacían de manera amañada. Desde los lejanos tiempos de Juan Guerra (hermano del entonces vicepresidente Alfonso) hasta los más recientes: los que no somos valencianos acabamos de enterarnos de que, hasta hace nada, la jefa de gabinete de la alcaldesa Rita Barberá era … su propia hermana. Por muy funcionaria que fuera y sea esta señora, por “idónea” que resultara para el puesto, cualquiera con dos dedos de frente y cierto sentido de las apariencias se habría hecho este razonamiento: “No, mi hermana no puede ser, por mucho que valga y se merezca el cargo. Esto lo sé yo y lo sabe ella, pero, precisamente por serme tan próxima, hay que buscar a otra persona, porque el resto de la gente lo interpretará de otro modo y pensará que hay enchufismo, o nepotismo”. Sobre todo porque así es: siempre hay otra persona; nunca nadie es tan imprescindible que no pueda ser sustituido por alguien de características similares; nunca hay un candidato único para desempeñar una función; nunca nadie es tan “idóneo” que excluya las demás opciones.

Pero no seamos en exceso puritanos. Cuando hemos de trabajar en equipo, todos tendemos a rodearnos de personas que ya conozcamos y de las que podamos fiarnos. Si yo dirijo una editorial, busco la colaboración de individuos que me garanticen competencia y eficacia, y lealtad en segundo término. Si esa editorial es un negocio privado, creado con mi capital, estoy en mi derecho. Yo me lo invento y me lo financio, no hay dinero del contribuyente, no he de rendir cuentas a nadie, cada cual hace con su peculio lo que le parece y contrata a quien le viene en gana. La cosa, sin embargo, cambia radicalmente si lo que ocupo es un cargo a mí preexistente, y pagado con los impuestos de todos: da lo mismo si soy Presidente del Gobierno o concejal de un Ayuntamiento. El puesto no lo he creado yo, ni el organismo, a diferencia de mi editorial. En él no he desembolsado un penique, sino que, por el contrario, recibo un sueldo de mis conciudadanos y dispongo de un presupuesto para llevar a cabo mi labor y cubrir los gastos de representación. He de ser por tanto escrupuloso al máximo a la hora de beneficiar a mis allegados con prebendas, de contratarlos o nombrarlos, y también en lo relativo a “cargar” gastos. He de medir exactamente qué está justificado y qué no, qué es estrictamente necesario para el desempeño de mis funciones, a qué me obligan éstas y qué son meros adornos o agasajos superfluos. Seguramente será de recibo que invite a almorzar o a cenar a unos visitantes, pero difícilmente lo será que además los lleve a una discoteca o los convide a excesos. Y en todo caso no puedo rodearme en mi trabajo de esposas, maridos, hermanos, cuñados, sobrinos, compañeros de infancia, parejas o ex-parejas con las que me siento en deuda o me llevo de maravilla.

Con razón han acusado los representantes de Podemos durante los últimos años; sobre todo ellos, los que más han denunciado la corrupción general y la implícita en estas prácticas; los que se han cargado de razón hablando de regeneración y limpieza. Sin embargo, leo en una reciente columna de Javier Ayuso que el concejal madrileño Zapata, célebre por su vileza tuitera cuando aún era un desconocido, acaba de contratar como asesora a su ex-pareja con un sueldo de 50.000 euros al año. Y que también Ada Colau y su lugarteniente Pisarello, en Barcelona, se han hecho con los servicios de sus respectivas parejas. Y que Iglesias y Errejón tienen novias o ex-novias bien colocadas “en los centros de poder ganados”. Al parecer estos políticos no niegan los vínculos, pero aducen: “Sí, es verdad que es mi pareja o ex-pareja, pero no la hemos contratado por eso, sino por sus cualidades profesionales” (siempre según Ayuso). ¿Se puede ser tan torpe, o acaso tan jeta? ¿Cuál creen que ha sido el argumento de todos los responsables del PP, el PSOE o CiU que se han pasado décadas haciendo lo mismo? ¿Alguno ha reconocido que nombraba a su cuñado o su padre por ser eso, el cuñado o el padre? No, siempre se han amparado en los méritos de éstos (normalmente incomprobables por parte de la ciudadanía). ¿Tan difícil es entender que si alguien es un genio en algo, pero tiene la mala suerte de ser familia, ex-pareja o pareja de un representante público, no puede ocupar un cargo que dependa de este último, y cuyos emolumentos provengan del erario? ¿Ni tampoco obtener una concesión ni una contrata, por adecuada que sea su empresa? Resulta en verdad vergonzoso y desalentador que los sermoneadores se comporten con la misma desfachatez que aquellos a los que hasta ayer sermoneaban. Y de nuevo nos encontramos con la terrible pregunta de si es primero la gallina o el huevo: ¿se dedican a la política quienes buscan un medio para corromperse, o en cuanto los limpios entran en ella y manejan dinero ajeno, se corrompen en alto número? Las dos respuestas, me temo, son igual de deprimentes.

Javier Marías y las discriminaciones

Javier Marías, "El azaroso talento. ¿Por qué el talento ha de ser proporcional? Jamás lo ha sido", en El País, 20 de marzo de 2016:

Los Óscars hace ya mucho que me parecen una de las mayores injusticias del año. Se suelen conceder a películas espantosas (a menudo pretenciosas); los de interpretación van a parar a alardes circenses que nada tienen que ver con el oficio de actuar: al actor histriónico y pasado de rosca; a la actriz que se afea o adelgaza o engorda hasta no parecer ella; al actor que hace de transexual o de disminuido físico o psíquico; a la actriz que logra una aceptable imitación de alguien real, un personaje histórico no muy antiguo para que el público pueda reconocerlo. Cosas así. Como he dicho alguna vez, hoy sería imposible que ganaran el Jack Lemon de El apartamento, el James Stewart de La ventana indiscreta o el Henry Fonda de Falso culpable, que interpretaban a hombres corrientes.

Los Óscars hace ya mucho que me parecen una de las mayores injusticias del año

Tampoco es que ganaran en su día, por cierto; Cary Grant no fue premiado nunca y John Wayne sólo al final de su carrera, a modo de consolación, por un papel poco memorable. En fin, Hitchcock no se llevó ninguno como director, y con eso ya está dicho todo sobre el ojo de lince de los tradicionales votantes de estos galardones. Pero todo ha ido a peor: al menos John Ford consiguió cuatro en el pasado. La estupidez no ha hecho sino ir en aumento en este siglo XXI. Pero qué se le va a hacer, son los premios cinematográficos más famosos y a los que más atención se presta, y sólo por eso me ocupo del Asunto que ha dominado la edición de este año.

Como sabrán, la ceremonia ha sido boicoteada por numerosos representantes negros porque, por segunda vez consecutiva, no hubiera ningún nominado de su raza en las cuatro categorías de intérpretes, ergo: racismo. A continuación se han unido a la queja los latinos o hispanos, por el mismo motivo. Y supongo que no tardarán en levantar la voz los asiáticos, los árabes, los indios y los esquimales (ah no, que estos dos últimos términos están prohibidos). Y que llegará el momento en que se mire si un candidato “negro” lo es de veras o sólo a medias, como Halle Berry u Obama, uno de cuyos progenitores era sospechosamente blanco. Los hispanos protestarán si entre sus candidatos hay mayoría de origen mexicano o puertorriqueño (protestarán los que desciendan de cubanos o uruguayos, por ejemplo).

Los asiáticos, a su vez, denunciarán discriminación si entre los nominados hay sólo chinos y japoneses, y no coreanos ni vietnamitas, y así hasta el infinito. En la furia anti-Óscars de este año se han hecho cálculos ridículos, que, según los calculadores, demuestran la injusticia y el racismo atávicos de la industria cinematográfica: mientras los actores blancos han ganado 309 estatuillas, los negros sólo 15, los latinos sólo 5, 2 los indios y 2 los asiáticos.

Es como decir que la música clásica es racista y machista porque en el elenco de compositores que han pasado a la historia y de los que se programan y graban obras, la inmensa mayoría son varones blancos. La pregunta obvia es esta: ¿acaso hubo negros, o gente de otras razas, que en la Europa de los siglos XVII, XVIII y XIX –el lugar y la época por excelencia de esa clase de música– se dedicaran a competir con Monteverdi, Vivaldi, Bach, Haendel, Mozart, Beethoven y Schubert? ¿Acaso a lo largo de la historia del cine hubo muchos cineastas negros? Sucede lo mismo con las mujeres. Es lamentable que a lo largo de centurias éstas fueran educadas para el matrimonio, los hijos y poco más, pero así ocurrió, luego es normal que el número de pintoras, escultoras, arquitectas, compositoras e incluso escritoras (en la literatura se aventuraron mucho antes que en otras artes) haya sido insignificante en el conjunto de la historia.

¿Acaso a lo largo de la historia del cine hubo muchos cineastas negros?

¿Que el mundo ha sido injusto con su sexo? Sin duda alguna. ¿Que se les impidió dedicarse a lo que quizá muchas habrían querido? Desde luego. Es una pena y una desgracia, pero nunca sabremos cuántas grandes artistas se ha perdido la humanidad, porque lo cierto es que no las hubo, con unas pocas excepciones. ¿Clara Schumann, Artemisia Gentileschi, Vigée Lebrun? Claro que sí, pero son muy escasas las de calidad indiscutible. Muchas más en literatura: las Brontë, Jane Austen, Dickinson, George Eliot, Madame de Staël, Pardo Bazán, Mary Shelley, e innumerables en el siglo XX, cuando ya se incorporaron con normalidad absoluta. Pues lo mismo ha sucedido con los negros de las películas: durante décadas tuvieron papeles anecdóticos y apenas hubo directores de esa raza. Si hoy constituyen el 13% de la población estadounidense, que se hayan llevado el 4,5% de todos los Óscars otorgados no es tan infame teniendo en cuenta que el primero a actor principal (Sidney Poitier) no llegó hasta 1963. Pero dejo para el final la pregunta que hoy nadie se hace: en algo que supuestamente mide el talento, ¿por qué éste ha de ser proporcional? Jamás lo ha sido, ni por sexo ni por raza ni por países ni por lenguas.

¿Cabría la posibilidad de que los nominados al Óscar de un año fueran todos no-blancos? Sin duda. No veo por qué no la habría de que otro año todos fueran de raza blanca, si son los que han destacado. La única vez que un libro mío ha sido finalista de un importante premio estadounidense, compitió con cuatro novelas de mujeres, de las cuales dos eran blancas, una medio japonesa y otra africana. Ganó esta última, y, que yo sepa, nadie acusó de sexismo ni de racismo a los miembros del jurado.

Javier Marías y la memoria histórica

Javier Marías, "No hay que imitarlos en nada. Es pertinente que se deje de rendir homenaje a militares y políticos que participaron en la sublevación de Franco", en El País, 6 de marzo de 2016:

Al final unos y otros se han echado las culpas, como sucede siempre que alguien mete la pata en este país. Y, por supuesto, nadie dimite jamás de su cargo, un rasgo más, entre muchos, que el autoproclamado “nuevo” partido Podemos comparte sobre todo con el PP. Pero lo cierto es que el Ayuntamiento de Carmena hizo el encargo: contrató y pagó a la Cátedra de la Memoria Histórica (?) de la Universidad Complutense, formada por cinco historiadores muy raros y dirigida por Mirta Núñez, la elaboración de un primer listado de “calles franquistas”, para cambiarlas. Si he subrayado “primer” es porque eso indica que por lo menos tendría que venir un segundo, y eso que el inicial computa nada menos que 256, número que en principio parece excesivo teniendo en cuenta que, ya hacia 1980, algunos de los más conspicuos nombres franquistas desaparecieron, por fortuna, de nuestro callejero: la Gran Vía dejó de llamarse José Antonio; la Castellana, Generalísimo; Príncipe de Vergara, General Mola; la glorieta de San Vicente, Ramiro Ledesma, etc. Aun así, es obvio que algunos quedan, y, en efecto, es pertinente que en cualquier sitio de España se deje de rendir homenaje a militares y políticos que participaron en la sublevación de Franco y en la criminal represión desa­tada a partir de entonces. Como tampoco sería admisible la celebración de individuos “republicanos” que se mancharon las manos de sangre en las zonas que controlaron durante la Guerra. Si he entrecomillado “republicanos” es porque entre los presuntos defensores de la República hubo muchos que pretendieron cargársela con el mismo ahínco que los sublevados, sólo que desde el otro extremo.

Pero ese “primer” listado no se ha limitado a señalar a los Generales Varela, Yagüe, Aranda, Dávila o Fanjul, todos merecedores de castigo y no de premio, sino a numerosos escritores, artistas y personalidades que en algún momento de la larguísima dictadura le mostraron su apoyo o no fueron combativos con ella. Gente a la que no era imputable ningún delito (o sólo de opinión) y que probablemente recibió una calle o una plaza por sus méritos artísticos o literarios y no por su adhesión al régimen o su tolerancia con él. Sus obras nos pueden gustar más o menos, y sus figuras caernos simpáticas o antipáticas, pero a estas alturas nadie que no sea cerril discute la valía de Pla, Dalí, D’Ors, Mihura, Jardiel Poncela, Cunqueiro, Manuel Machado o Gerardo Diego. Tampoco los logros, en sus respectivos campos, de Manolete, Bernabéu, Lázaro Galdiano, Turina, Juan de la Cierva o Marquina. La mentalidad y el tono con que se ha configurado esa lista son policiales e inquisitoriales: mentalidad de delator, o, si se prefiere, de “comisario del pueblo”. Y en Madrid hay todo tipo de gente, no se olvide.

El 27 de mayo de 1937, en plena Guerra, mi padre publicó un artículo en el Abc madrileño (esto es, republicano), “La revolución de los nombres”. Entonces era un joven de casi veintitrés años, soldado de la República. En esa pieza señalaba cómo “desde que estalló la rebelión ya no hay medio de saber cómo se llama nada. Cuando se lee algún periódico faccioso” (es decir, franquista) “de cualquier ciudad, se puede ver que cualquier desfile, procesión o manifestación sale de la plaza de Calvo Sotelo, pasa por las calles de Franco y Falange Española, luego por la Avenida de Queipo de Llano para seguir por la calle de Alemania y terminar en la alameda de José Antonio Primo de Rivera. El orden cambia según se trate de Salamanca, Zaragoza o Sevilla; pero los nombres permanecen”. Y añadía: “Y es de todo punto lamentable que imitemos en esto a los rebeldes, porque no hay que imitarlos en nada”. Y así, cuenta cómo en Madrid la calle Mayor ha perdido su nombre en favor de Mateo Morral, anarquista que atentó contra Alfonso XIII … y mató a veinticinco personas, pero no al Rey; cómo el Prado, Recoletos y Castellana han pasado a llamarse Avenida de la Unión Proletaria; cómo Príncipe de Vergara (título de Espartero, general anticarlista y liberal) también ha caído por ignorancia. “Y lo más grave, lo intolerable”, seguía mi padre, “es el nombre elegido para sustituirlo: Avenida del 18 de julio. ¿Es que nosotros podemos celebrar esa fecha, en que empezó una de las más grandes tristezas de la historia española? ¿Podemos conmemorar el día en que el pueblo español, que se disponía a mejorar sus destinos en la paz de un Gobierno suyo como el del Frente Popular, se vio obligado a llenarse de sangre en una guerra tremenda?” También cuenta cómo en Valencia la calle de Caballeros ha pasado a ser Metalurgia (!), o cómo el pueblo de San Juan, en Alicante, se llama ahora Floreal … Todo esto suena de otro mundo, y sin embargo … Hace casi ochenta años que el joven que fue mi padre escribió este artículo. Lo hizo en un país en guerra, partido y lleno de odio, en el que un bando imitaba al otro, cuando “a los rebeldes no hay que imitarlos en nada”. ¿Tiene algún sentido que volvamos a hablar del callejero al cabo de tanto tiempo, cuando además no hay guerra, ni hay dos bandos? Hay una parte de España, parece, nostálgica de nuestros peores tiempos y nuestras peores costumbres, desde luego de las más idiotas. Eso es siempre inevitable. Lo malo es que esos nostálgicos del encono y la animadversión tengan capacidad decisoria y mando en plaza, sean del lado que sean. Todavía está en nuestra mano no dárselos, ni la capacidad ni el mando.

Los refugiados de antes y los de hoy para Javier Marías

Javier Marías, "Mil cien años. Un libro, ‘El saco de Tesalónica’, sirve para encontrar paralelismos entre la angustia y el destino de sus habitantes con los de sitiados y huidos actuales". En El País, 27-XI-2016:

ME LLEGA un librito meritorio. Interesará a tan poca gente –pese a su interés– que vale la pena dar noticia de él. Se trata de El saco de Tesalónica, del clérigo bizantino (“cubuclisio”) Juan Cameniata o Kaminiates, quien vivió el ataque sufrido por su próspera ciudad a manos de los agarenos o sarracenos en el año 904, recién iniciado el siglo X. No es una obra única en ningún aspecto, ni siquiera en lo referente al lugar devastado, más conocido hoy como Salónica: hay relatos de su toma por parte de los normandos en 1185 y de la invasión de los otomanos en 1430, a las órdenes del sultán Murad II. Las ciudades sitiadas, su conquista, su quema y las matanzas habidas en ellas, son una constante de nuestra historia, y sin duda uno de los puntos fuertes de series ficticias, vagamente medievales, como Juego de tronos. Y es sabido que Tolkien se inspiró en la caída de Constantinopla de 1453, que tan maravillosamente narró Sir Steven Runciman, para las más emotivas batallas de El Señor de los Anillos. Los asedios siempre funcionan narrativamente, y siempre producen la fascinación del espanto.

La breve obra de Cameniata (Alianza, cuidada edición de Juan Merino Castrillo) tampoco resiste la comparación estilística con textos muy posteriores como La caída del Imperio Bizantino del extraordinario cronista Jorge Frantzés o Sfrantzes (lean, lean a Frantzés los que puedan; ay, no en español si no me equivoco, pero sí en otras lenguas a las que se lo ha traducido). Pero, como señalan los editores, no deja de causar perplejidad pensar que lo contado en ella sigue ocurriendo en torno al Egeo y el Mediterráneo, casi igual que hace mil cien años, con las capturas y carnicerías del Daesh o de Boko Haram más al sur, con la esclavitud reinstaurada (si es que alguna vez se fue), con las masas de refugiados a la deriva, manipulados y engañados por mafias. Cameniata, todavía cautivo en Tarso de Cilicia (hoy Turquía), relata los hechos en forma de misiva, confiado en que ésta ayude a un intercambio de prisioneros o a un rescate. Como clérigo, no puede evitar ser pelmazo al principio, achacando la desgracia que aguardaba a los tesalonicenses a la “vida disipada” y a los numerosos pecados en que habían incurrido. Lo que sí se ve pronto es que la ciudad ufana estaba mal preparada para el combate, y que además, como sucede a menudo en estos casos, la inferioridad bélica se conjugó con la mala suerte, casi de forma cómica.

El principal encargado de la defensa, el estratego o “protospatario” León Quitzilaces, “estando a lomos de su caballo, se encontró a Nicetas … cuando decidió darle un abrazo … y descuidó las riendas. Se asustaron los caballos y más aquel que montaba el estratego, afectado por un entusiasmo natural, e irguiendo la cerviz y con las crines encrespadas, se encabritó y lo tiró de la silla. Éste cayó de cabeza … y, arrojado al suelo, se rompió el fémur derecho y el hueso del cotilo. Daba lástima y renunciaba a vivir”.

Poco después los sarracenos, al mando de otro León –León de Trípoli–, renegado cristiano y sanguinario, vencieron las murallas desde sus barcos e iniciaron la terrible matanza. Es curiosa la cantidad de veces en que Cameniata señala la estupefacción y la parálisis de los tesalonicenses, con el enemigo ya encima, como causa o agravante de su absoluta derrota. “No sabían de qué manera ponerse a salvo … Toda la gente completamente agitada y confusa, desconcertada sin saber qué hacer ni cuándo y poniendo en peligro su vida. Ninguno se preocupaba de cómo repeler el destino inminente, sino que daba vueltas en su mente a cómo o con cuánto dolor encontraría la muerte”. O bien: “Podía verse a los hombres como naves a la deriva arrastradas de aquí para allá, … hombres, mujeres y niños precipitándose y amontonándose unos sobre otros, dándose el abrazo más lamentable, el postrero”.

Cameniata, su familia y bastantes más lograron salvar la vida prometiendo la entrega de riquezas escondidas. Fueron embarcados tras diez días de saqueo. Hacinados para la larga travesía, Cameniata no ahorra detalles infrecuentes en las narraciones: “Lo peor de todo eran las necesidades de vientre, a las que no había forma de dar salida según apremiaba la necesidad física de evacuar. Muchos, dando prioridad al pudor del asunto, constantemente corrían peligro de morir al no poder aguantar el apremio”. O bien: “Aquella agua, siendo un flujo de las letrinas de la ciudad, era capaz de matar sin necesidad de ningún otro medio a los que la bebían. Pero como poción pura y placentera de nieve recientemente derretida, así llevaba cada uno a su boca aquella podredumbre y aceptaba en su imaginación que el fétido cáliz estaba lleno de miel”.

El ansiado intercambio de prisioneros se inició catorce meses después del saco de Tesalónica, pero se interrumpió a los tres días. No se sabe por qué, ni cuál fue el destino de Cameniata, si se contó entre los afortunados o si ya fue esclavo hasta el final de su vida. Cuánta gente no habrá hoy en Irak, en Siria, en Nigeria, preguntándose lo mismo, cada amanecer, con desaliento.

domingo, 13 de noviembre de 2016

La madre de Javier Marías

Javier Marías, "Mayor que Lolita", en El País, 13-XI-2016:

Una madre es una madre. Tardamos en pararnos a pensar en lo que ya acarreaba antes de nuestro nacimiento. Y, en el caso de la mía, era excesivo.

Llevaba tanto tiempo en contacto con Maite Nieto, que se encarga de recibir y revisar mis artículos, que cuando hace poco nos vimos las caras por primera vez, me creí en confianza y se me escaparon un par de comentarios personales. No tengo más que simpatía y agradecimiento hacia ella (como antes hacia Julia Luzán, que cuidó mis textos durante mi primera etapa), así que le hablé como si estuviéramos en una de nuestras charlas telefónicas y, en el reportaje que hizo para el número celebratorio de los cuarenta años de EPS, apareció el detalle de que acabo de cumplir sesenta y cinco y de que para mí es una edad “simbólica”, porque fue a la que murió mi madre. De modo que ya no hay por qué no hablar de ello. De hecho, a mi madre, Lolita, aún le faltaba una semana para cumplirla, ya que falleció el 24 de diciembre de 1977 y había nacido el 31 de ese mes. Desde hace cierto tiempo –hay supersticiones que superan al razonamiento– he temido la llegada de esa cifra. También es la que tenía al morir otra persona sumamente importante en mi vida, Juan Benet. No son infrecuentes esas ideas, esas aprensiones. Una gran amiga, que perdió a su madre cuando ésta contaba sólo treinta y nueve, estaba convencida de que le tocaría seguir sus pasos. Por fortuna, ya ha cumplido los cincuenta y cuatro y está estupendamente, de salud y de aspecto. Conozco muchos más casos.

Pero, más allá de esas supersticiones, da que pensar, se hace raro, descubrir que “de pronto” –no es así, sino muy lentamente– uno es mayor que su propia madre, de lo que ella llegó a serlo nunca. Cuando escribo esto, mi edad ha superado en mes y medio la que alcanzó Lolita, aquel 24 de diciembre. Y a uno se le formulan preguntas improcedentes y absurdas. ¿Por qué? Soy hijo suyo, ¿acaso merezco una vida más larga? ¿Qué la llevó a morir cuando, según la longevidad de nuestra época, era aún “joven” relativamente? Entonces uno hace repaso, en la medida de sus conocimientos, y se da cuenta de que su existencia fue mucho más dura y difícil que la propia. De niño y de joven uno no sabe, o si sabe no calibra la magnitud del pasado que las personas más queridas y próximas llevan a cuestas. El mundo empieza con nosotros y lo anterior no nos atañe. Una madre es una madre, normalmente volcada en sus hijos, que la reclaman para cualquier menudencia. Tardamos muchísimo en pararnos a pensar en lo que ya acarreaba antes de nuestro nacimiento. Y, en el caso de la mía, era excesivo, supongo. Lolita fue la mayor de nueve hermanos, y al más pequeño le sacaba unos veinte años. Como mi abuela estaba mal del corazón, a Lolita le tocó hacer de semimadre de los menores desde muy jovencita. Perdió a dos de ellos cuando eran poco más que adolescentes: a uno se lo llevó la enfermedad, al otro lo mataron milicianos en Madrid durante la Guerra, por nada. Sufrió eso, la Guerra, las carencias, el hambre, los bombardeos franquistas, con mi abuelo refugiado en una embajada (era médico militar) y mi tío Ricardo oculto quién sabe dónde (era falangista). Sé que Lolita le llevaba víveres, procurando despistar a las autoridades. Al que sería su marido, mi padre, lo encarceló el régimen franquista en mayo del 39 bajo graves y falsas acusaciones, y entonces ella removió cielo y tierra para sacarlo de la prisión y salvarle la vida. Según él, mi padre, Lolita era la persona más valiente que jamás había conocido. Se casaron en 1941, ella publicó un libro con dificultades, y su primogénito (mi hermano Julianín, al que no conocí) murió súbitamente a los tres años y medio. Luego nacimos otros cuatro varones, pero es seguro que ninguno la compensamos de la tristeza de ver desaparecer sin aviso al primero, sin duda al que más quiso. Hablé de ello en un libro, Negra espalda del tiempo, y allí creo que dije algo parecido a esto: era el que ya no podía hacerla sufrir ni darle disgustos, el que nunca le contestaría mal como suelen hacer los adolescentes, el que siempre la querría con el querer inigualable y sin reservas de los niños pequeños, el que no pudo cumplir con las expectativas pero tampoco con las decepciones, el que siempre permanecería intacto. Seguro que empleé otras palabras más cuidadas.

Sin duda todo eso desgasta. El esfuerzo temprano, la asunción de papeles que no le correspondían, la muerte de los hermanos, una gratuita y violenta; la Guerra, la represión feroz posterior, el novio en la cárcel y amenazado de muerte, la pérdida del primer niño. Esa biografía la comparte mi madre con millares de españoles, y las hay peores. Sin ir más lejos, no es muy distinta de la de mi padre, que en cambio vivió hasta los noventa y uno. Pero uno no puede por menos de pensar, retrospectivamente, que cuanto se padece va pesando, mina el ánimo y tal vez la salud, quita energías y resistencia para lo que resta. Quita ilusión, aunque ésta se renueve inverosímilmente. Mi madre la renovó en sus últimos años con su primera nieta, Laura (“Por fin una niña en esta familia”, decía), pero la disfrutó poco tiempo. Y ahora que ya soy mayor que Lolita, muchas noches pienso que ella se merecía vivir más tiempo que yo, y que nada puedo hacer al respecto. Qué extraño es todo.

domingo, 9 de octubre de 2016

Javier Marías, Por qué leeré siempre libros

Javier Marías, "Por qué leeré siempre libros", El País, 03 DE OCTUBRE DE 2016

SIGO VIENDO muchas películas, pero hace tiempo que no voy a los cines. Hubo épocas juveniles en las que iba hasta tres veces diarias cuando mis ahorros me lo permitían: rastreaba títulos célebres, que por edad me habían estado vedados, en las salas de barrio más remotas, y así conocí zonas de Madrid que jamás había pisado. La primera vez que fui a París, a los diecisiete años, durante una estancia de mes y medio vi más de ochenta pe­­lículas; gracias, desde luego, a la generosidad de Henri Langlois, el mítico director de la Cinémathèque, que me dio un pase gratuito para cuantas sesiones me apetecieran, quizá conmovido por la pasión cinéfila de un estudiante con muy poco dinero.

Hay varias razones por las que he perdido tan arraigada costumbre, entre ellas la falta de tiempo, la desaparición de los cines céntricos de la Gran Vía (se los cargaron el PP y Ruiz-Gallardón, recuerden, otra cosa que no perdonarles), y en gran medida los nuevos hábitos de los espectadores. Hay ya muchas generaciones nacidas con televisión en casa, a las que nadie ha enseñado que las salas no son una extensión de su salón familiar. En él la gente ve películas o series mientras entra y sale, contesta el teléfono, come y bebe ruidosamente, se va al cuarto de baño o hace lo que le parezca. Esa misma actitud, lícita en el propio hogar, la ha trasladado a un espacio compartido y sin luz, o con sólo la que arroja la pantalla. Las últimas veces que fui a uno de ellos era imposible seguir la película. Si era una de estruendo y efectos especiales daba lo mismo, pero si había diálogos interesantes o detalles sutiles, estaba uno perdido en medio del continuo crujido de palomitas masticadas, sorbos a refrescos, móviles sonando, individuos hablando tan alto como si estuvieran en un bar o en la calle. Seré tiquis miquis, pero pertenezco a una generación que reivindicó el cine como arte comparable a cualquier otro, y veíamos con atención y respeto todo, Bergman y Rossellini o John Ford, Blake Edwards, los Hermanos Marx y Billy Wilder. Con estos últimos, claro está, riéndonos.

Así que el DVD me salvó la vida, no me quejo. Sin embargo, me doy cuenta (y no soy el único al que le pasa) de que, seguramente por verlo todo en pequeño, y además en el mismo sitio (la pantalla de la televisión), olvido y confundo infinitamente más lo que he visto. No descarto que también pueda deberse a que hoy escasean las películas memorables y muchas son rutinarias (si vuelvo a ponerme Centauros del desierto la absorbo como antaño). A cada cinta se le añadía el recuerdo de la ocasión, el desplazamiento, la persona con la que la veía uno, la sala … Esos apoyos de la memoria están borrados: siempre en casa, en el sofá, en el mismo marco, etc. Por eso intuyo que nunca leeré en e-book o dispositivo electrónico, por muchas ventajas que ofrezca. He viajado toda la vida con cargamentos de libros que ahora podría ahorrarme. He recorrido librerías de viejo en busca de un título agotadísimo que hoy seguramente me servirían de inmediato. Sin duda, grandes beneficios. Pero estoy convencido de que, si con el cine y las series me ocurre lo que me ocurre, me sucedería lo mismo si leyera todo (o mucho) en el mismo “receptáculo”, en la misma pantalla invariable. Las novelas se me mezclarían, éstas a su vez con los ensayos y las obras de Historia, no distinguiría de quién eran aquellos poemas que tanto me gustaron (¿eran de Mark Strand, de Louise Glück, de Simic o de Zagajewski?). Letra impresa virtual tras letra impresa, un enorme batiburrillo.

A mis lecturas inolvidables tengo indeleblemente asociados el volumen, la cubierta que me acompañó durante días, el tacto y el olor distintos de cada edición (no huele igual un libro inglés que uno americano, uno francés que uno español). Madame Bovary no es para mí sólo el texto, me resulta indisociable del lomo amarillo de la colección Garnier y de la imagen que me llamaba. Pienso en Conrad y, además de sus ricas ambigüedades morales, me vienen los lomos grises de Penguin Modern Classics y sus exquisitas ilustraciones de cubierta, como con Henry James y Faulkner. Machado se me aparece envuelto en Austral, lo mismo que Rilke. Y luego están, naturalmente, la ocasión, la ciudad, la librería en que compré cada volumen, a veces la alegría incrédula de dar por fin con una obra que nos resultaba inencontrable. Todo eso ayuda a recordar con nitidez los textos, a no confundirlos. No quiero exponerme a que con la literatura me empiece a pasar lo que con el cine, pero aún más gravemente: en éste, al fin y al cabo, las imágenes cambian y dejan más clara huella, aunque se difumine rápido a menudo; en los textos siempre hay letra, letra, letra, el “aspecto” de lo que tiene uno ante la vista es casi indistinto, por mucho que luego haya obras maestras, indiferentes e insoportables. Me pregunto, incluso, si en un libro electrónico no acabarían por parecerme similares todas, es decir (vaya desgracia), todas maestras o indiferentes, o todas insoportables.