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lunes, 1 de marzo de 2021

Cómo reformar la democracia al estilo europeo (para cagalera de los políticos españoles)

Bernardo Gutiérrez "Ciudadanos elegidos al azar para reformar constituciones", Revista Contexto, 18 de julio de 2018:

La ‘Citizens Assembly’ es la responsable del referéndum que legalizó el aborto en Irlanda y de la nueva carta magna. Ante la crisis de la democracia representativa, los mecanismos de la ‘random democracy’ se abren paso .

El referéndum que legalizó el aborto en Irlanda no fue consecuencia de la actividad parlamentaria. Los partidos políticos tampoco tuvieron nada que ver. Más bien todo lo contrario: los bloques políticos fueron incapaces durante años de afrontar la legalización del aborto, que requería de una reforma constitucional. Los artífices del histórico proceso han sido los 99 ciudadanos elegidos al azar que conforman la Citizens’ Assembly. Y fue precisamente la incapacidad para entenderse entre los bloques políticos del Parlamento lo que llevó al Gobierno, configurado por los liberales del Fine Gael y los laboristas, a poner en marcha los mecanismos de la democracia por sorteo.

Los 99 ciudadanos fueron seleccionados por una empresa especializada en demoscopia, Red C, que recibió del Gobierno el encargo de encontrar una muestra representativa de la sociedad irlandesa. Y, tras aplicar los criterios de representatividad –género, edad, localización y clase social–, Red C conformó un dream team de ciudadanos de a pie con el cometido de realizar, ni más ni menos, la octava enmienda a la Constitución de Irlanda que regula el aborto. Tras una serie de encuentros presenciales, en los que las 99 personas de la Citizens’ Assembly deliberaron pros y contras del cambio constitucional, se llegó a un consenso: agregar una nueva subsección al Artículo 40 de la Constitución de Irlanda, el Artículo 40.3.3.

99 PERSONAS CORRIENTES CON LA MISIÓN DE REFORMAR UNA CONSTITUCIÓN, UNA SITUACIÓN QUE EVOCABA, EN CIERTO MODO, EL LEMA DE “SOMOS EL 99%” 

Y el resto es historia. Un referéndum con un resultado contundente: un 66.9% votó a favor de la enmienda que legalizó el aborto. En realidad, la Citizens’ Assembly de Irlanda tiene un antecedente: la Convención Constitucional. Creada el 1 de diciembre de 2012 para proponer cambios en la Constitución de Irlanda, la Convención Constitucional estaba compuesta por 100 miembros: 29 parlamentarios, 4 representantes de partidos políticos de Irlanda del Norte y 66 ciudadanos elegidos por sorteo. A pesar de que no existía un mecanismo vinculante entre la convención y el Gobierno, el plan discurrió mejor de lo pensado. Los encuentros deliberativos entre la ciudadanía resultaban más productivos y eficaces que las sesiones en el Parlamento, en las que nunca se conseguía avanzar en los temas más polémicos. Ciudadanos y ciudadanas que apenas cobraban las dietas correspondientes a los días de los encuentros llegaban a más acuerdos que los políticos profesionales. Y entonces, se produjo la primera sorpresa: el Gobierno aceptó la propuesta de la Convención Constitucional de convocar referéndum sobre el matrimonio gay. El amplio consenso que se dio en la Convención llevó al Gobierno irlandés a pensar que la sociedad no tenía tantos tabús como el Parlamento. El resultado del referéndum sobre el matrimonio gay asombró a todo el mundo: un 62% votó a favor. Y abrió el camino para una Citizens’ Assembly sin representantes de fuerzas políticas, compuesta exclusivamente por ciudadanos elegidos al azar. 99 personas corrientes con la misión de reformar una constitución, una situación que evocaba, en cierto modo, el lema de “Somos el 99%” de Occupy Wall Street. 

¿Qué se puede aprender del caso irlandés?

Tras el terremoto del Brexit, el escritor belga David Van Reybrouck publicó un texto que se hizo viral: Por qué las elecciones son malas para la democracia. En su artículo, David reivindicaba el sorteo como un mecanismo clave para la salud democrática del nuevo milenio: “La democracia florece al permitir que se escuche una diversidad de voces. Se trata de tener la misma voz, un derecho igual para determinar qué acción política se toma. Para mantener viva la democracia tendremos que aprender que la democracia no se puede reducir únicamente a votar”. Aparte de citar el caso irlandés, David hacía un repaso a experiencias basadas en el sorteo en países como Holanda, Bélgica, Australia o Estados Unidos. Y colocaba sobre la mesa el peso histórico del sorteo, un sistema tan viejo como la democracia, empleado en la antigua Atenas o en ciudades-estado como Florencia. Los jurados populares estadounidenses, sin ir más lejos, son supervivientes de la democracia por sorteo.

Ante la crisis de la democracia representativa, la random democracy vuelve a estar de moda. Cuando Bélgica estuvo bloqueada políticamente, sin gobierno, la ciudadanía acudió al rescate fundando el G1000, una cumbre ciudadana para dirigir propuestas políticas al Parlamento. Cuando los bloques ideológicos de Irlanda entraron en cortocircuito con los asuntos tabú para la moral católica, la ciudadanía se puso de acuerdo para legalizar el matrimonio gay y el aborto. En la Columbia Británica de Canadá, una Asamblea Ciudadana reformó la ley electoral. En Australia, ante la polarización de las fuerzas políticas ante los residuos nucleares, se creó el Jurado Ciudadano sobre Residuos Nucleares. Islandia realizó en 2010 una reforma constitucional profunda con una muestra compuesta de 950 personas seleccionadas de manera aleatoria empleando un sistema de cuotas.

¿Y en España? El G1000 de Madrid, la cumbre ciudadana organizada por el Ayuntamiento de Madrid en 2017, fue la primera acción con respaldo político en esta dirección. El Observatorio de la Ciudad de Madrid, cuyo funcionamiento todavía tiene que ser aprobado por el pleno del Ayuntamiento, está anclado también en el paradigma de la democracia por sorteo. El Observatorio estará formado por vecinos y vecinas elegidos por sorteo, en una muestra representativa de la población. Y tendrá cierto peso, en colaboración con expertos, en las políticas públicas de la ciudad.

LOS CASOS DE ÉXITO COMBINAN LOS MECANISMOS DEL SORTEO Y LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA TEJIDA EN ENCUENTROS PRESENCIALES

La mayoría de los casos de éxito combinan los mecanismos del sorteo y la democracia deliberativa tejida en encuentros presenciales. Birgitta Jónsdóttir, una de las fundadoras del Partido Pirata de Islandia que empujó la reforma constitucional, destaca la importancia de los encuentros presenciales: “Cuando estás en el mismo espacio con personas, ocurre algo completamente diferente. Hay que dar voz a la gente y empoderar”. ¿Los encuentros políticos presenciales usando el sorteo ayudarán a romper las burbujas en las que se han convertido las redes sociales y las endogamias ideológicas?

En un país como España, en el que nunca se ha convocado al pueblo a un verdadero proceso constituyente, la Citizens’ Assembly de la católica Irlanda muestra un posible camino. Si los bloques políticos están enfrentados tras la crisis catalana, el sorteo y la democracia deliberativa podrían romper tabúes. Si la clase política no se pone de acuerdo para reformar la constitución de 1978, la ciudadanía podría encontrar consensos. Si un proceso constituyente es, a día de hoy, una utopía distante, una asamblea ciudadana elegida por sorteo sí podría ser efectiva para aterrizar la Carta Magna española en el nuevo milenio.

AUTOR:

Bernardo Gutiérrez es periodista, escritor e investigador. Ha cubierto América Latina como corresponsal durante más de una década. Es el autor de los libros Calle Amazonas (Altaïr), #24H (Dpr-Barcelona) y Pasado Mañana. Viaje a la España del cambio (Arpa Editores).

viernes, 8 de septiembre de 2017

Robots telefónicos

Daniel Polani, “Hola, le atiende un robot sin sentimientos ni empatía”, El País, 8 de septiembre de 2017:

La sustitución de personas por máquinas en la atención al consumidor es una mala noticia para los usuarios

En los tiempos que corren es cada vez más difícil tener una conversación telefónica con una persona de carne y hueso. Casi cada vez que necesitas hablar con el banco, con el médico o con cualquier otro servicio, lo más probable es que te dé la bienvenida un ayudante automatizado aparentemente pensado para evitar que hables con alguien que realmente trabaje para la empresa. Este estado de cosas podría empeorar en breve debido a la generalización de los chatbots.

Los chatbots son programas de inteligencia artificial empleados a menudo en aplicaciones o en servicios de transmisión de mensajes. Están diseñados para contestar a las preguntas de la gente como en una conversación en vez de limitarse a darle indicaciones para que encuentre información, como hacen los buscadores. Empresas como Uber, Lufthansa y Pizza Express ya los utilizan para responder a las consultas de los clientes y anotar reservas, y muchas otras están en camino de hacerlo.

Estos agentes virtuales tienen la capacidad de mejorar algunos aspectos de la atención al cliente, y desde luego, son más fáciles de utilizar que los sistemas telefónicos automatizados a los que les cuesta entender hasta tus datos personales básicos. No obstante, también son un obstáculo más que separa a los usuarios de un ser humano capaz de dar verdaderas respuestas a preguntas difíciles, y ‒algo fundamental‒ de mostrar la compasión y la buena disposición que suelen ser la base de un servicio de atención al cliente de calidad. Es posible que los chatbots sean los responsables de que los clientes y las empresas lo descubran a base de tropiezos.

Para muchas compañías, automatizar el servicio de atención al cliente, o al menos parte de él, es una idea tentadora. De este modo no solo se logra reducir la exposición de los empleados a muchas de las situaciones desagradables propias de este trabajo, sino que también se ayuda a cribar numerosos problemas corrientes o sin importancia antes de que sea necesaria la atención, más cara, de una persona. Esto podría facilitar que las empresas redujesen sus costes, al tiempo que serviría para calmar a los clientes que únicamente necesitan soluciones sencillas a los problemas habituales.

Sin embargo, sustituir a los empleados humanos por otros artificiales no es tan sencillo. Para empezar, a pesar de los avances verdaderamente asombrosos en el reconocimiento y la traducción automáticos, el lenguaje, con todas sus variantes y errores, sigue siendo un asunto peliagudo. Los agentes automatizados todavía son demasiado incompetentes y poco sensibles a él, y en el caso de determinados problemas, sería difícil o imposible comunicarse con ellos.

Buenos, pero no lo suficiente

El talento es la capacidad de lograr buenos resultados, y el dominio, la de resolver una situación más difícil de lo normal. Manejar las situaciones excepcionales es un arte, y a menudo la calidad de un servicio de atención al cliente tiene que ver con los casos inusuales o imprevistos en los que intervienen clientes potencialmente enfadados. Si bien los agentes virtuales pueden proporcionar respuestas a preguntas básicas de manera convincente, la inteligencia artificial aún no es lo bastante hábil para vérselas con los casos atípicos y excepcionales.

Es posible que, al principio, las empresas no lo perciban como un problema, ya que la automatización de la atención introduce una manera de separar a los clientes cuyo servicio requiere un esfuerzo adicional. Solo hay que poner en contacto con un empleado humano a aquellas personas cuyos problemas confunden al robot. Sin embargo, es probable que, al pasar por el frustrante proceso de hablar con un ordenador desconcertado, el cliente se enfade todavía más con el servicio. A la larga, la consecuencia podría ser que este se buscase otro proveedor, en particular si le resulta difícil conseguir que un asistente humano venga en su ayuda cuando el robot es incapaz de hacerlo.

Yo mismo experimenté una variante del tema al intentar pedir un taxi una vez que un tren sufrió una avería. Tenía el número de teléfono de una empresa de la zona y llamé. Me pusieron con un servicio automatizado incapaz de reconocer la dirección de recogida en cualquiera de las modalidades de denominación y expresión que se me pudieron ocurrir.

En los tiempos que corren es cada vez más difícil tener una conversación telefónica con una persona de carne y hueso

Por alguna feliz casualidad, me pusieron con un agente humano, pero, antes de que tuviese tiempo de explicar el aprieto en que me encontraba, este me dijo que me pasaba con el sistema de reservas, y el bucle infernal volvió a empezar. Esta triste historia acabó con una caminata, una afortunada recogida por un taxi negro conducido por una persona en una zona por lo demás absolutamente desierta, y el juramento de que, en adelante, evitaría la primera empresa siempre que me fuese posible.

Los servicios automatizados pueden encargarse de los casos corrientes, pero todavía son incapaces de adaptarse a las circunstancias excepcionales o, al menos, de reconocer cuándo es necesaria la flexibilidad de la intervención humana. Desde el punto de vista del cliente, el problema va aún más allá. Algunas situaciones no solo requieren la capacidad humana de entender y resolver los problemas, sino una dosis de compasión y empatía.

Es posible programar un agente virtual para que adopte determinado estilo de interacción, pero, en situaciones inesperadas o difíciles, seguirá resultando extrañamente incoherente. Hoy en día, la investigación de la inteligencia artificial no dispone de una hoja de ruta funcional que le permita aplicar algo que se parezca a la compasión humana de manera convincente.

A veces los clientes enfadados necesitan una palabra amable y la oportunidad de expresarse con alguien dispuesto a escuchar, así como ‒o a veces en vez de‒ que les resuelvan el problema. Y, a menudo, la calidad del servicio al cliente depende de los gestos de buena voluntad hechos a su criterio por un empleado concreto siguiendo sus propios sentimientos de empatía, más que de una serie de normas fijas.

Esto es algo muy difícil de reproducir mediante la inteligencia artificial, ya que depende en gran medida del contexto de la situación. En mi opinión, la comprensión del contexto sigue siendo uno de los problemas más escurridizos y pendientes de resolver de la disciplina, y es probable que lo siga siendo unos cuantos años.

A pesar de ello, por lo visto la promesa de la reducción de costes, además de otras ventajas de la automatización, son tan atractivas que, en los próximos años, los chatbots y otros servicios de inteligencia artificial dirigidos a los clientes van a seguir expandiéndose sin contemplaciones. Lo más probable es que, a medio plazo, el resultado sea un tratamiento de las quejas aún más tecnocrático y menos flexible. O peor aún. A medida que los algoritmos se refinen, el proceso de toma de decisiones puede volverse opaco y dejar muy poco margen a la intervención apaciguadora de un supervisor humano.

Si no queremos que esto ocurra, tenemos que ser conscientes de que el camino de la asistencia no está pavimentado con buenas intenciones, sino que se fundamenta en la comprensión de lo limitada que es hoy por hoy la inteligencia artificial a la hora de entender los contextos, las excepciones y la condición humana.

Daniel Polani es catedrático de Inteligencia Artificial de la Universidad de Hertfordshire.

domingo, 25 de junio de 2017

Verdades de Pasolini. La edad de la basura

Antonio Muñoz Molina, "La verdad a cualquier precio. Pasolini se dio cuenta antes que nadie de la devastación espiritual que la economía de consumo masivo podría traer consigo", 23-VI-2017:

Porque Pier Paolo Pasolini no tenía miedo de nada, ni siquiera lo tenía de aquello que más puede asustar a un literato o a un artista de las últimas décadas, casi del último siglo: que lo acusaran de retrógrado, de anticuado. La ortodoxia de la modernidad, lo mismo en las artes que en la política, es la celebración incondicional de lo que se considera avanzado, lo contemporáneo, lo más nuevo, lo último. Quizás por eso las artes plásticas han adoptado tan jovialmente los papanatismos de la moda, sin más que espolvorearlos con una capa cada vez más ligera y más atolondrada de intelectualidad, y los dirigentes políticos de todos los partidos encargan directamente sus eslóganes a las mismas empresas de publicidad que incitan a comprar teléfonos o coches. Tienes que asegurarte de que te has hecho con el último modelo de algo, un smartphone o el nombre de un artista o la consigna ideológica que más va a llevarse esta temporada. Y como la velocidad de la moda hace imprescindible y hasta inevitable el olvido, no habrá el menor peligro de que nadie te acuse de veleidad o de incongruencia.

Hace unos años, por ejemplo, la ortodoxia de lo último exigía augurar con impaciente alegría la desaparición de los libros en papel y el triunfo del lector electrónico. El mismo espacio que en esa época dedicaban casi a diario los medios al triunfo inminente de esa maravilla tecnológica lo dedican ahora, sin estupor ni autocrítica, a la sorpresa halagadora de que los libros en papel han resistido a la crisis, a la piratería, incluso a la brutalidad de las autoridades culturales españolas. Durante largos decenios, arquitectos y urbanistas predicaron, y desdichadamente pusieron en práctica, el dogma lecorbusiano de la destrucción de la ciudad, en nombre de lo nuevo: los coches, las autopistas, los centros comerciales eran el porvenir. Ahora cantan las virtudes de los espacios caminables, el transporte público, la mezcla de los usos urbanos, las bicicletas. Bienvenidos sean. Pero el mundo sería ahora algo menos inhabitable si las cabezas pensantes de la modernidad urbana no hubieran actuado durante tantos años como si cobraran directamente de las compañías petrolíferas y los fabricantes de coches.

Los partidos políticos españoles no parece que acaben de enterarse, pero la más abrumadora de todas las ortodoxias, la del crecimiento económico ilimitado y el bienestar definido exclusivamente en términos de consumo, está siendo ya puesta en duda por mucha gente: gente joven, sobre todo, que ve derrumbarse sus expectativas de porvenir y está muy alerta a las consecuencias de una prosperidad cada vez más desigual y basada en la explotación de recursos que no son renovables, en el pillaje, el envenenamiento y la destrucción del mundo natural.

Leídas ahora las palabras airadas de Pasolini cobran una inquietante cualidad de profecías cumplidas. Lo que él vio venir y contra lo que clamó en solitario fue la Edad de la Basura

Ahora ya se corre algo menos de peligro de ser llamado retrógrado o antiguo o nostálgico si no se aprueba con fervor incondicional cualquier novedad que traiga el sello del progreso. En los años sesenta y los primeros setenta, cuando Pasolini alzó en solitario su voz para poner en duda lo que todo el mundo acataba, para denunciar la parte de devastación y de empobrecimiento espiritual que había en el capitalismo de consumo y en la omnipresencia de la televisión comercial, su heterodoxia enfurecía por igual a la derecha y a la izquierda. Era, para unos y otros, para sus adversarios de siempre y sus camaradas de otro tiempo, un retrógrado, una especie de profeta irritante, un defensor de causas no ya perdidas, sino obsoletas, más molesto aún porque ejercía su disidencia en los años deslumbrantes del milagro económico.

Era comunista y homosexual, pero decía añorar la sensación de lo sagrado y había hecho una película con el Evangelio de san Mateo. Se declaraba marxista, pero sus héroes de clase no eran los obreros de las fábricas, sino los campesinos forzados al abandono de la tierra y a la emigración por el desarrollo capitalista, los pequeños artesanos arruinados por la producción industrial, los marginados y los buscavidas de los cinturones de chabolas de las grandes ciudades. Había conocido la pobreza muy de cerca y era consciente de cómo el desarrollo mejoraba las vidas de la gente trabajadora: el agua corriente, la salud, la buena alimentación, la escuela. Pero se dio cuenta antes que nadie de la devastación espiritual que la economía del consumo masivo podría traer consigo, y del modo en que la televisión comercial estaba acabando con la variedad y la riqueza de las culturas populares, las hablas y las formas de vida.

En sus últimos tiempos parecía que buscaba desesperadamente explicarse: disipar los malentendidos y las tergiversaciones de lo que decía, defender su derecho a llevar la contraria, aunque estuviera él solo, aunque nadie quisiera aceptar y ni siquiera oír sus palabras urgentes. Unos días antes de que lo mataran, en octubre de 1975, Pasolini participó en un debate público con educadores. “No tengo miedo a exponerme a ser tachado de reaccionario o de conservador”, les dijo: “La verdad debe decirse a cualquier precio”. En voz alta y clara hizo el dictamen del mundo que entonces estaba naciendo, y que ha llegado a su cumplimiento máximo en esta época nuestra: “El consumismo es una forma nueva y revolucionaria de capitalismo, porque posee en su interior elementos nuevos que lo revolucionan: la producción de mercancías superfluas a una escala enorme y, por tanto, el descubrimiento de la función hedonista”. También dijo, provocadoramente, que si de él dependiera clausuraría la televisión y la escuela pública. (La televisión tal como existía, la escuela en su peor sentido, explicó luego, no se sabe si sorprendido o halagado de que no hubieran apreciado su sarcasmo).

Ese debate tan lejano, tan pertinente ahora, lo ha traducido y prologado con solvencia impecable Salvador Cobo, con el mismo título que tiene en italiano, Vulgar lengua, en una de esas editoriales combativas y algo recónditas que hay ahora, Ediciones el Salmón. Leídas ahora las palabras airadas de Pasolini cobran una inquietante cualidad de profecías cumplidas. Lo que él vio venir y contra lo que clamó en solitario fue la Edad de la Basura: la basura material de las mercancías superfluas que ahora convierte en vertederos de plástico los fondos marinos y las playas de las islas perdidas; la basura de la televisión que iba a trastornar Italia desde los tiempos de Berlusconi y luego nos contagió a nosotros, y ahí sigue, segregando su grosería como un vertido tóxico incesante, sin que nadie clame en serio contra ella, no vaya a parecer retrógrado, o anticuado, o nostálgico.

Vulgar lengua’. Pier Paolo Pasolini. Traducción de Salvador Cobo. Ediciones el Salmón, 2017. 136 páginas. 13 euros.