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martes, 7 de febrero de 2017

Entrevista con Rüdiger Safranski


La historia ha querido que el nuevo libro de Rüdiger Safranski, Tiempo —Tusquets prevé publicarlo en español en marzo—, coincida con una época de cambios, marcada por el miedo y la inseguridad, y que sus ideas nos sirvan como un manual de instrucciones para interpretar la era Trump, del Brexit y el ascenso del populismo en el mundo occidental. El filósofo alemán (Rottweil, 1945), célebre biógrafo de Goethe, Schiller o Schopenhauer, ha sido la estrella del 60º aniversario del Instituto Goethe de Madrid, donde ayer habló de Nietszche y de la vigencia del nihilismo espiritual en el mundo contemporáneo.

Pregunta. San Agustín decía que si nadie le preguntaba sabía lo que era el tiempo, pero si se lo preguntaban, no. ¿Qué es para usted el tiempo?

Respuesta. Me pasa como a san Agustín. Lo que me interesa muchísimo es hablar de la diferencia entre el tiempo subjetivo y el que somos capaces de medir, es decir, la hora.

P. En su libro dibuja el estado de aburrimiento como el punto de partida y oportunidad. ¿Es necesario aburrirse?

R. No sé si es necesario, pero nos aburrimos. He comenzado el libro por el aburrimiento porque ahí estás viviendo el tiempo como algo que dura sin ocurrir nada; es una especie de encuentro con el tiempo a secas. Lo suelo describir con una imagen: vivimos una serie de acontecimientos y estos se colocan como si fuesen una cortina por delante del tiempo. Mientras ocurren no eres consciente, pero cuando cesan se abre el telón y, de repente, ahí está el tiempo. Yo siempre recomiendo que, como mínimo, una vez al día estemos completamente quietos, no hagamos nada y prestemos atención al tiempo.

P. ¿Al tiempo interior?

R. Sí, pero también tenemos que definir qué es el tiempo interior. En los cinco minutos que llevamos conversando sobre el tiempo hemos reflexionado sobre él, pero no le hemos prestado ninguna atención, porque si lo hubiéramos hecho no habríamos dicho absolutamente nada.

P. Habla de la simultaneidad global de la comunicación en esta época como una tremenda exigencia para el ser humano. Nos comunicamos en tiempo real, estamos informados de todo lo que ocurre. ¿Estamos ante una mutación cultural?

R. Esta nueva forma de telecomunicación marca una cesura muy importante en la historia de la humanidad y mucha gente no es consciente de lo enorme que es. Ahora mismo todos sabemos lo que está ocurriendo en cualquier parte en tiempo real y eso nunca lo había conocido la humanidad. Hasta el siglo XIX, la humanidad ha vivido en un modo de retraso. Carlos V daba una orden para Sudamérica que probablemente tardaba medio año en hacer llegar y otro medio en saber si se había ejecutado. Hoy, Trump publica un tuit y la Bolsa cae inmediatamente. Supone un gran reto para la percepción del ser humano, porque somos habitantes globales de un planeta global gracias a estas redes. Los refugiados no se habrían podido comunicar sin las imágenes, y de ahí el atractivo de este mundo para ellos.

P. Habla también del tiempo de comienzo como una oportunidad y hoy precisamente estamos en un nuevo tiempo de comienzo: Trump, Brexit, Le Pen…

R. El tiempo puede generar una preocupación, que es normal cuando se ve un futuro incierto. Vivimos en una sociedad de riesgo y en ella buscamos la máxima seguridad posible. Estamos en una época de profundo cambio. Antes teníamos una democracia con unas instituciones muy claras, separación de poderes, prensa, Parlamento, Ejecutivo… y era un sistema que permitía filtrar y disciplinar en cierto modo a la masa, a esa gente que forma la base de la democracia. Pero hoy es como si estuviésemos en un volcán en erupción porque está moviéndose todo, y ahí surge ese concepto del populismo, que se define a sí mismo como una especie de democracia de base, de Twitter. Creíamos que la división de poderes iba a funcionar y generar un equilibrio que iba a domesticar a Trump, pero ahora vemos que es al revés, que Trump está haciendo todo lo posible para eliminar esta separación de poderes y eso da mucho miedo, porque con su carácter, tiene la capacidad de presionar con un dedo un botón y hacer explotar bombas atómicas. No sabemos si vamos a ser capaces de evitar el uso de armas nucleares a la larga como hemos logrado hasta ahora. Él lo que pretende es eliminar las instituciones tradicionales de la democracia, como la separación de poderes, e introducir el dominio de las redes sociales. Son las redes las que están al mando y eso es tremendamente moderno. Estamos viviendo el desenfreno de la comunicación.

P. ¿Y qué ha fallado para que este populismo esté triunfando? ¿La democracia, la globalización?

R. En cada país es diferente. El Brexit se debe en gran parte a los miedos que tiene una gran parte de la población británica de recibir demasiada inmigración de la Unión Europea. En Francia, el gran enfado lo provoca la política europea, y de eso se aprovecha Le Pen. La política europea está obstaculizando una evolución económica positiva, dicen los franceses, que además se sienten en una situación de guerra civil por los ataques islamistas. Le Pen es la respuesta errónea a esos desafíos, pero Francia se encuentra en una situación muy problemática que no se había vivido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

P. ¿Hay peligro de tiranía?

R. No una tiranía en el sentido medieval; es una especie de tiranía que se nutre del caldo de cultivo que se produce en la masa y de ahí de nuevo el papel de las redes sociales. Esa tiranía está enmarcada en una especie de aprobación populista, la masa que apoya a una determinada persona. En Polonia o Hungría por ejemplo, se está reduciendo y eliminando poco a poco la democracia, pero con el enorme apoyo de una mayoría. La palabra democracia suena muy bien, pero lo decisivo es el Estado de derecho, la separación de poderes. Hitler llegó al poder democráticamente, apoyado por una gran mayoría, pero el que alguien sea elegido por mayoría no es lo bueno; lo bueno es que exista la separación de poderes.

P. ¿Nietzsche y el nihilismo espiritual siguen vigentes en este mundo de hoy?

R. Sí, sí, sigue siendo válido. Es el gran problema que está socavando todo. Una sociedad funciona si tiene un sólido fundamento de valores, y esos valores son normalmente de carácter religioso. Si esos valores se van debilitando, los seres humanos pierden sus raíces espirituales. El islam está en auge porque desde el punto de vista espiritual tiene un fundamento muy fuerte. En Europa en cambio el cristianismo está en retroceso.

DE LOS GRANDES HOMBRES A LOS AÚN MÁS GRANDES TEMAS

Tiempo pertenece a la producción del pensador alemán que gira en torno a grandes asuntos como la globalización, el mal o la verdad. La parte de su trabajo por la que el escritor es más conocido es como biógrafo de los grandes pensadores alemanes. Objetos de su estudio han sido Nietzsche, Heidegger, Schiller, Schopenhauer, Goethe o E.T.A. Hoffmann. También es autor de un influyente estudio sobre el romanticismo alemán. Toda su obra ha sido publicada en España por Tusquets.

Esos ensayos biográficos, que mezclan semblanzas de grandes hombres con un ameno acercamiento a la historia de las ideas le han convertido en un superventas en Alemania, donde la publicación de sus libros es siempre recibida como un acontecimiento literario. 

Su perfil público se vio reforzado por su participación en el programa Cuarteto filosófico, que presentó con Peter Sloterdijk en horario nocturno en la cadena pública ZDF durante una década.

martes, 20 de octubre de 2015

Entrevista a Rüdiger Safranski

Safranski: “Hoy solo un futbolista alcanzaría la fama de Goethe”, en El País, 19-X-2015:

Filósofo y escritor, último vestigio de intelectual sin fronteras enamorado de Europa, Rüdiger Safranski ha escrito monografías sobre Schiller, Heidegger, Nietzsche o Goethe. En esta entrevista, celebrada en su casa de la Selva Negra, disecciona la Alemania actual y a Merkel, a la que define como una mujer sin ideología

Si algo queda del maltrecho espíritu europeo, tal vez se esconda en Badenweiler, ciudad termal de la Selva Negra donde lo último que hizo Chéjov antes de morir de tuberculosis fue tomar las aguas. El escritor alemán Rüdiger Safranski compró en 2008 una preciosa casa neoclásica de dos pisos con jardín construida en 1860 frente a las principales atracciones del refinado pueblecito: los baños (“que fueron tan célebres como los de Baden-Baden”, advierte con orgullo el ensayista) y el Grand Hotel Römerbad; su vestíbulo coronado por una cúpula de dos alturas, ideal para la interpretación de música de cámara, es el lugar escogido por Safranski para celebrar la semana próxima la cuarta edición del festival literario temático del que es fundador y director, y que este año está dedicado al “Gran desorden amoroso”.

Aquí, encrucijada de tres países, vive y trabaja entre libros, camafeos de hombres ilustres y cofres integrales de Bach, uno de los faros intelectuales de un país donde la filosofía aparentemente da para pagar las facturas. Tanto su faceta de biógrafo de grandes pensadores que ayudaron a forjar el espíritu nacional (Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger, Schiller…) como sus obras de carácter analítico (sobre el mal, la verdad o la globalización) resultan en libros que compran decenas de miles de lectores y se encaraman en la lista de los más vendidos. En España, donde cuenta con una parroquia fiel, acaba de publicarse Goethe. La vida como obra de arte, mientras que las mesas de novedades alemanas exhiben su nuevo ensayo sobre el tiempo. A la entrevista asistió en calidad de traductor del alemán su editor en Tusquets, José María Ventosa.

Es en cierto modo una vuelta a sus orígenes. Usted nació cerca de aquí. Así es, vine al mundo en Rottweil, en el sur de Alemania. Mis padres eran prusianos del Este. Esto ya se aprecia en el propio apellido: Safranski tiene raíces polacas. En la II Guerra Mundial, mis padres fueron expulsados de Königsberg [actual Kaliningrado]. Hui de los rusos en el vientre de mi madre. Y nací en Rottweil, con tanta tensión, una semana antes de lo previsto… En Alemania, a los que somos del 45 se nos conoce como los expulsados del hogar. Pienso inevitablemente en ello ahora, con estos flujos de inmigración que estamos viendo. Entonces, 12 millones de alemanes tuvieron que desplazarse a consecuencia de una guerra que los propios alemanes provocaron. La integración no resultó sencilla. El oeste acogió a mucha mano de obra procedente de un país destruido, y esto contribuyó al milagro económico de los años cincuenta. Al final fue una historia de éxito. Nosotros [él y su mujer, Gisela Maria, a quien está dedicado el libro con la frase “¿a quién si no?”] hemos vivido en Múnich y Berlín, pero ahora pasamos la mayor parte del tiempo aquí. Cuando queremos volver a sentir la neurosis ciudadana, como diría Woody Allen, vamos a Berlín.

¿Cómo fueron aquellos años de posguerra a los ojos de un niño? Rápidamente me di cuenta de que existían dos sociedades. En la escuela hablaba el dialecto suabo, y en casa, el alto alemán. No los mezclaba. En la universidad, primero en Fráncfort y luego en Berlín, solo hablaba alto alemán. Al menos, me sirvió de algo. Escribí una biografía e hice un documental sobre Heidegger [nacido en la región, más al este], y puedo decir que un pensador como él puede entenderse mejor si se conoce la mentalidad suaba. Los suabos son más lentos, prudentes, ahorradores. Hay pueblos en los que uno de cada dos habitantes tiene un Mercedes.

¿Qué sentido tiene hoy una biografía de Goethe, uno de los hombres más estudiados de la cultura occidental? Escribí un libro sobre Schiller, otro sobre el Romanticismo y un tercero dedicado a la amistad entre Schiller y Goethe, y para mí estaba claro desde el principio que la conclusión de este ciclo tenía que ser un libro sobre Goethe. Tenía el proyecto de describir el renacimiento de la cultura alemana. La época de Goethe fue la más productiva de nuestra historia y tuvo además una gran irradiación europea. Mi intención era describir en su conjunto este extraordinario momento, aclararlo en alguna medida. Es cierto que Goethe es el mayor objeto de estudio de los filólogos y humanistas desde hace 200 años. Es increíble. Mientras que sobre Shakespeare apenas sabemos nada, Goethe está en el otro extremo. El problema no era, pues, la falta de información. Así que lo que pretendí en 2010, cuando empecé a trabajar en esta biografía, fue propiciar mi encuentro, el de Rüdiger Safranski, con Goethe; sobre todo, con su obra. He leído con especial intensidad sus cartas: solo su correspondencia ocupa 54 volúmenes, y cada uno tiene unas 450 páginas. Es imposible leerlo todo, pero si se dispone de la información adecuada, uno sabe a qué fuentes acudir. Un Goethe sin intermediarios, esa era mi idea. Manejé una cantidad enorme de textos. También disponemos de las extraordinarias páginas de las conversaciones. Goethe fue para sus contemporáneos una personalidad tan fascinante que todo aquel que hablaba con él corría a transcribir su charla.

 ¿Qué grado de fama diría que alcanzó en términos contemporáneos? Hoy solo un futbolista alcanzaría una fama semejante. Goethe fue ya en su tiempo alguien muy, muy célebre, una figura carismática; además de un ser de hermosa apariencia, elegante. Cuando publicó Las penas del joven Werther, sin casi medios para darse publicidad, conquistó una gran fama. La gente peregrinaba a Fráncfort, donde vivía entonces, para ver de cerca a aquel monstruo extraordinario, para que les concediera audiencia. Y el propio Goethe, como explico en el libro, se decía: “¿Soy un profeta o un poeta?”. Él no quería ser profeta, pero le tomaron por uno. El problema es que como poeta le resultaba todo demasiado sencillo. Terminó Werther en cuatro semanas, el manuscrito se ha conservado y no luce ninguna corrección. Lo escribió de un tirón. Esto acabó convirtiéndose en un problema para él. En sus años de juventud en Fráncfort siente que se ha hecho famoso, ha escrito una novela, poesía, pero parece que todo esto le ha venido como por descontado. Le atenazaba el sentimiento de no haber hecho nada aún, de no saber apenas lo que es la vida. Entonces atiende a la llamada del duque [Carlos Augusto] y se va a Weimar; necesita hacer cosas, encargarse de la construcción de caminos, de las minas, hacer algo concreto, trabajar en la Administración. Es asombrosa su disposición para aprender. Ese es el tema para Goethe, la conciliación entre vida y obra. Había construido una obra, pero ¿dónde quedaba la vida?

¿Qué debe tener un personaje para atraer su atención de biógrafo? Debo sentir cierta empatía emocional. Un ejemplo: de Schopenhauer me fascinó que desarrolló una filosofía pesimista, pero llevó una vida serena. Quizá no feliz, pero sí equilibrada, sin caer en absoluto en la desesperación. Cómo se produce el equilibrio entre pensamiento y vida es lo que une a los personajes de mis biografías. Goethe fue un maestro a la hora de equilibrar ambos aspectos. De ahí el subtítulo de la obra, “La vida como obra de arte”. Si nos vamos al otro extremo, con Nietzsche se comprueba la forma tan catastrófica en que pueden llegar a oponerse vida y obra, hasta el punto de acabar en la locura. Por eso Nietzsche estaba tan maravillado con Goethe; para él era el ideal de equilibrio entre vida y obra.

Si aquella Alemania de Goethe y Schiller fue un faro cultural…, ¿qué es hoy? ¿Es su país un referente más allá de lo político y lo económico? Goethe estaba convencido de que Alemania no necesitaba ser un Estado nacional, le bastaba ser una potencia cultural. Creía en aquella amalgama de pequeños Estados, no veía la necesidad de construir un gran Estado central. Por eso le gustaba la figura de Napoleón. Significaba el fin de los nacionalismos, como el líder de un nuevo Imperio Romano que pudo ser. Hoy, este es un país poderoso económicamente que usa su fuerza a veces correctamente y otras no tanto. En la crisis de los refugiados está dando un buen ejemplo. Pero culturalmente ya no es nada especial. Es una potencia mediana, no diría que mala, solamente mediana. No hay autores de la categoría de Goethe. No obstante, lo que sigue siendo modélico es el mercado del libro; tenemos una enorme cantidad de espléndidas librerías gracias a la política del precio único y a una defensa frente a las políticas neoliberales, algo que es muy, muy importante. Contamos con una gran red de bibliotecas públicas que funciona, así como una considerable proporción de teatros en relación con la población. Y eso tiene que ver con nuestra historia de pequeños Estados nacionales alemanes. En Francia está París y solo París; en España, Madrid y Barcelona. Pero en Alemania, en cada ciudad había un teatro o una ópera. De la tradición de aquellos pequeños Estados ha surgido este paisaje cultural.

La de Goethe es también la época del nacimiento de la fascinación alemana por la cultura helena. ¿Cómo casa esa fascinación con la actitud de Merkel en la crisis griega? Alemania ha promovido una política de austeridad rigurosa. Pero esta no fue solo un invento de Alemania, sino que también lo fue de Maastricht, un concepto europeo. Se ha comprendido tarde, y esto sí es culpa de Alemania, que esta forma de política de austeridad podía conducir a una nueva catástrofe. Algo sin duda lamentable. Ahora comienza una lenta reorientación, se comienza a entender, pero no lo suficientemente deprisa, que una política así no es sana para un país. Alemania se aplicó especialmente en ser europea, porque a los alemanes no se les permitía liberarse de una historia nacional nefasta. Esta política es nuestra huida hacia Europa, nuestro afán por dejar atrás viejos fantasmas. Se ha planteado como una venganza por parte de Alemania, cuando en realidad se trataba de poner en práctica lo que los europeos habían acordado. Otra cosa es que ahora sepamos que no era en absoluto una política racional y que debe ser modificada. El gran error fue la introducción del euro. No se entendió que el sur es diferente del norte. Además, por culpa de esta economía basada en el euro, la conciencia europea se ha visto envenenada. Se contempla todo a través de las gafas de la economía…

Que no es precisamente la ciencia más empática… Antes de la crisis, Grecia representaba desde el punto de vista alemán el Sur, una forma de vida despreocupada, la gente en los cafés, las mujeres…, todo eso parecía bastante hermoso; ahora todo se ve a través del filtro de la economía, los griegos son, ah, esa gente que no trabaja, que se pasa todo el día en la calle… La tolerancia ante diferentes formas de vida está envenenada. Todos miran a los demás como meros economistas. El propio Goethe nos enseñó que la vida es mucho más rica que lo que las categorías económicas y políticas dictan. Cuando el canciller Konrad Adenauer viajó a Grecia en los años cincuenta, su servicio de seguridad lo formaban siete personas. Cuando Merkel viajó a Grecia, la acompañaron 7.000 agentes de seguridad. Esta es la historia del euro ahora, y por esto Merkel no puede dejarse ver en Grecia.

Lo positivo de Merkel es que, a diferencia de lo que les ocurre a muchos hombres, carece de la vanidad del poder.

¿En qué lugar cree que colocará la historia a la canciller? Lo positivo de Merkel es que, a diferencia de lo que les ocurre a muchos hombres, carece de la vanidad del poder. Es muy pragmática y a su manera tiene capacidad para aprender y carece de vínculos ideológicos. No me sorprendería que a la larga, muy poco a poco, muy lentamente, pueda llegar a hacer cambios. Está muy pendiente del sentir de la mayoría de la población y no cree en exigir mucho a la gente. Es una política capaz de aprender, y eso me parece muy positivo. Es una persona que carece absolutamente de ideología. Si se quiere ver negativamente, podría decirse que es una oportunista.

¿Siguen presentes los fantasmas del nazismo en la sociedad alemana? La derecha radical nos condujo a los alemanes al abismo. Por supuesto que hay todavía radicales de derecha, que atacan a los refugiados y queman los centros de acogida. Pero en Alemania, la cuestión del pasado nacionalsocialista se abordó con mucho, muchísimo detenimiento, y quizá también con un poco de ejemplaridad. En este aspecto, ahora tenemos otros peligros, pero no el de que vuelvan esos fantasmas, sino otros nuevos.

¿Cuáles? Que la solidaridad social y la cohesión vayan por separado, que el número de los que lleguen sea demasiado alto y que la sociedad pierda su ensamblaje interno. ¿Qué observamos en Inglaterra o en Francia? Los peligros derivados de esta nueva emigración, que por una parte es un asunto humanitario que atañe a Europa, pero que también supone una amenaza para la cohesión social. El otro gran peligro es el nihilismo espiritual. Estamos en una época aventurera. Vivimos el crepúsculo progresivo del cristianismo, que durante 2.000 años había señalado, por así decir, dónde estaba el cielo sobre la sociedad, la fe, la trascendencia. Todo eso se ha disuelto. En lugar de ello, nos hemos instalado en una dimensión horizontal: la verticalidad se ha perdido. Ahí tenemos Internet; no sabría decir cómo se ha desarrollado esto, pero hay una pérdida de sustancia en la realidad espiritual. A la larga, las sociedades sin cohesión espiritual no pueden sobrevivir. El economicismo solo trae nihilismo.

¿Diría que la revolución de Internet es la más importante a la que ha asistido en su vida? Desde un punto de visto amplio, la revolución digital ha cambiado las bases de la vida entera. En los años sesenta, en cambio, lo que hubo fue un cambio de mentalidad. El trasfondo más importante para la revolución cultural del 68 fue la invención de la píldora. Este es el acontecimiento revolucionario más importante de los últimos 60 o 70 años, la separación de la sexualidad y la reproducción. Sin la píldora no habríamos tenido a los Rolling Stones; sin los Rolling Stones no se habría dado el movimiento del 68; sin la píldora no habría habido comunas, ni liberación sexual, ni feminismo, etcétera. Por tanto, en el 68 hubo un profundo y revolucionario cambio cultural, cuyo siguiente acto es ahora la revolución digital, de la que aún no podemos ver todas sus consecuencias. El mundo es realmente complejo, por una parte tenemos la revolución digital, la comunicación horizontal de todos con todos, y también el movimiento de los refugiados, la descomposición de los Estados de Oriente Próximo. Tenemos tanta emigración como al final del Imperio Romano. En Alemania existe una hermosa expresión: la simultaneidad de lo que no es simultáneo. Aquí coexisten la modernidad más absoluta y también casi el retorno de la Edad Media. La realidad es esta: llegan los refugiados en botes a través del Mediterráneo. Y aquí estamos nosotros, comunicándonos con el mundo entero. Ambas cosas conforman el conjunto de la situación.Otro ejemplo es el del Estado Islámico, que representa las mayores crueldades medievales, que destruye monumentos, pero que está equipado con los más modernos medios de comunicación. Con los medios de comunicación más modernos puedes anclarte absolutamente en la Edad Media. Esta es la realidad. Y un tercer ejemplo: tenemos una increíble densidad de comunicación, que es Internet, pero se ha puesto de manifiesto que la mayoría de los contenidos que se intercambian son pornográficos.

Como alguien que ha estudiado el mal a fondo, ¿cree que lo que representa el Estado Islámico traspasa una frontera inédita en la historia de la humanidad? El mal existía antes del Estado Islámico: el nacionalsocialismo, el asesinato industrializado de los judíos, todas las atrocidades de las guerras mundiales…, pero el Estado Islámico ha inaugurado un nuevo capítulo. Bajo el paraguas de dogmas religiosos, religiosos entre comillas, se ha dado a los jóvenes la oportunidad de cometer las mayores bestialidades. Eso es nuevo. Esta capacidad para el mal y la crueldad está potencialmente en cada uno de nosotros. Depende de las situaciones en que nos veamos el que esa capacidad pueda ser liberada, y no solo liberada, sino también premiada. Basta designar a un enemigo y esa potencialidad se desencadena. Esto demuestra lo preciosa que es la civilización; con sus reglas y sus leyes, es una forma de domesticación. Cuando escribí el libro sobre el mal [El mal o el drama de la libertad, 1997] no pensaba que la situación pudiera empeorar tanto. En teoría, puedes elucubrar con lo que sucedería si se abriera la botella, esto estaba para mí muy claro, pero lo que no pensaba es que la botella fuera a abrirse realmente.

Rüdiger Safranski

Rottweil, 1945. Estudió en los sesenta, en Fráncfort, Filosofía, Germanística, Historia e Historia del Arte con, entre otros, el legendario pensador Theodor W. Adorno. “En sus clases se sentaban miles de alumnos. Dos tercios de los que le escuchaban no entendían una palabra, pero sabían que era importante”, recuerda. Tras unos años en el mundo académico, se estableció como escritor. Su especialidad son las biografías de grandes hombres de la época más gloriosa del pensamiento alemán. Vive en la Selva Negra junto a su mujer, Gisela Maria, a quien dedica su último ensayo sobre Goethe. Habitual de la televisión y los diarios alemanes, también ejerce un activo papel como intelectual interesado por los asuntos de la actualidad.

¿Cuál es su secreto para acercar a miles de lectores ideas tan complejas sobre el mal o la verdad? Escribo solo acerca de lo que yo mismo veo con claridad [risas].

La pregunta se debe también a su experiencia televisiva, aquel ‘Cuarteto filosófico’ que presentó con Peter Sloterdijk en horario nocturno en la cadena pública ZDF durante una década… Algo impensable en España. Fue una hermosa experiencia, me divertí mucho con mi amigo Sloterdijk. Trabajamos muy bien juntos. No nos resultaba complicado: solo teníamos que llamarnos por teléfono para ver a quién invitábamos al programa. En la televisión nunca nos prohibieron nada, nos dieron total libertad. Pero tras 10 años, en la televisión tienen que surgir cosas nuevas, y las emisiones llegaron a su final. Me parece una lástima que no haya ningún programa semejante. Aquel era un buen modelo. Aunque he reducido mis apariciones, intervengo todavía en un programa de la televisión suiza, un club literario que también se emite en Alemania; siempre me muevo entre la literatura y la filosofía. En definitiva, resulta divertido si uno sabe ponerle límites y si se puede compaginar con otras cosas. En la actualidad, con los temas candentes de los refugiados, de la crisis griega, pienso que es una lástima que ya no exista nuestro Cuarteto, era una oportunidad para reflexionar sobre todas estas cuestiones desde un punto de vista filosófico, con un poco de serenidad y sin necesidad de pelearse. Algo así falta ahora lamentablemente.

Su libro más reciente trata sobre el tiempo… ¿Qué diablos hemos hecho con el tiempo? El tiempo es naturalmente un tema mayor, sobre el que, entre otros, han escrito los físicos. Yo quería escribir un libro sobre las diferentes formas en que experimentamos el tiempo, es decir, filosóficamente, desde un punto de vista fenomenológico, no sobre cómo medimos el tiempo, sino sobre cómo lo experimentamos en la realidad. Arranca con el tema del aburrimiento; cuando nos aburrimos, cuando no sucede ningún acontecimiento en el interior del tiempo, es cuando mejor podemos experimentar lo que es el tiempo. A partir de ahí trato la experiencia del comienzo, los mecanismos para socializar el tiempo, para convertirlo en el tiempo rendible de los economistas; el tiempo del mundo de las finanzas, etcétera. Con la muerte nos enfrentamos al tema de la eternidad y la inmortalidad. Desde el aburrimiento hasta la eternidad, he pretendido presentar un panorama de nuestras formas de experimentar el tiempo.

¿Cree a quienes prometen que la tecnología nos acercará a la inmortalidad? Mejor que no [risas]. No, no, es muy importante que tengamos un límite. En una ocasión, tras una conferencia, le preguntaron al gran teólogo Karl Barth si creía realmente en la inmortalidad y que al morir iríamos al cielo, y si allí encontraríamos a todos nuestros seres queridos y a la gente que apreciábamos. Y Karl Barth, fumando de su pipa, respondió: “Sí, a todos los seres queridos, pero también a todos los demás” [risas]. Por otra parte, Woody Allen también dijo que por supuesto que creía en el paraíso. La pregunta es si queda muy lejos del centro y qué horario de apertura tiene.

sábado, 16 de octubre de 2010

Schopenhauer

Rüdiger Safranski, "La actualidad de Schopenhauer", El País, 16/10/2010:

Durante la mayor parte de su vida, Arthur Schopenhauer -fallecido hace exactamente 150 años- no defendió una filosofía que gozara de actualidad. En contra de lo que era corriente en su época, su imagen del hombre no se esbozaba desde el espíritu, sino desde el cuerpo y las pulsiones, desde la biología. Con Schopenhauer se produce un giro biológico en la filosofía, una auténtica provocación para aquel tiempo. A veces siente menos aprecio por los ejemplares medios de los «bípedos», tal como en ocasiones los denomina con rabia, que por otros animales más juiciosos. Cuando su perro de lanas le molesta, lo increpa con un «Pero, ¡hombre!». Para Schopenhauer el hombre pertenece realmente al reino animal, y por eso le encantan las frecuentes comparaciones con los animales. Por ejemplo, esclarece el instinto social del hombre con el caso de los puercoespines, que en los días fríos de invierno se apiñan entre sí para calentarse, pero como se clavan unos a otros las espinas, tienen que volver a separarse, arrojados de aquí para allá entre dos males. Lo mismo sucede con el hombre, que busca la sociedad, pero que es atormentado por ella. Por eso Schopenhauer aconseja mantenerse a una distancia media. Desde su punto de vista es sobre todo la maldad lo que distingue al hombre del animal. Para la crueldad, el engaño, la envidia y la malevolencia de todo tipo se requiere inteligencia. Con la inteligencia el hombre se ha creado un mundo cultural intermedio, mas no por eso se ha hecho mejor. A Schopenhauer le gusta citar al Mefistófeles de Goethe: «La llama razón y de ella sólo tiene necesidad para superar a cualquier animal en animalidad...». En un famoso capítulo dedicado a la «metafísica del amor sexual», Schopenhauer expone que también en el amor más exaltado a la postre actúa solamente lo biológico, a saber, el comportamiento procreador. Describe con destacado talento satírico los ridículos en que cae el espíritu cuando entra en colisión con las pulsiones y maquinaciones del cuerpo, concretamente con la sexualidad. Dice que los genitales son el «auténtico núcleo de la voluntad». Ante la conciencia, el impulso de procreación se representa como una aspiración psíquica y como enamoramiento. Los genitales se buscan a sí mismos y el alma cree que se encuentra a sí misma. «Esta añoranza y este dolor del amor [...] son los suspiros del espíritu de la especie, que cree conseguir o perder un medio indispensable para sus fines, y por eso gime profundamente» (Die Welt als Wille und Vorstellung, II, 705). La depresión poscoital es la desilusión del alma, que a la vista de semejante montaje, se prometía más cosas.

Nuestra época, fascinada por teorías sobre «genes egoístas» y por la reducción del espíritu a las funciones cerebrales, debería considerar la filosofía de Schopenhauer como de máxima actualidad. Pero hay más de un obstáculo para ello. Por más que se celebra la marcha victoriosa de la biología en la técnica y en la ciencia, en general este convencimiento no quiere extenderse a la conciencia pública. Hace algún tiempo pudimos observarlo en el debate de Sloterdijk sobre la cuestión de la optimización biológica del hombre (el «parque humano») o más recientemente en las polémicas declaraciones del economista Thilo Sarrazin. Las reflexiones eugenésicas, las afirmaciones relativas al carácter hereditario de la inteligencia o a la diversa distribución de las dotes en los diferentes pueblos acarrean todavía los más fuertes anatemas. Sabemos que estos tabúes tienen su historia, pues tras los crímenes del nacionalsocialismo, el biologismo ha perdido su inocencia; por tanto, no deberíamos sorprendernos ante reacciones que han alcanzado cotas de histeria. No hay duda de que éstas sólo pretenden quitarse de encima asuntos y personas desagradables. Pero esto nada cambia en el hecho de que en la imagen del hombre se ha realizado un giro biológico desde hace tiempo. Schopenhauer fue precisamente un pionero, todavía al margen del espíritu dominante de su época. Y, detestando el conformismo intelectual, también en otros terrenos se aferró tenazmente a su independencia.

En 1813, al principio de la guerra de liberación contra Napoleón, se extiende la actitud patriótica, en especial entre la gente culta, y la apelación de Fichte, que llama a las armas con autoridad filosófica, es acatada; pero el estudiante Arthur Schopenhauer pone pies en polvorosa. Él, que había asistido a las clases de Fichte, escribió al respecto la siguiente anotación: «absurdo rabioso» y «palabrería desvariada». Ciertamente se vio forzado a dar dinero para el armamento de un soldado, pero no quería batirse. El patriotismo le resultaba extraño. Los asuntos de la política mundial no despertaban en él ninguna pasión. Justificaba su huida de Berlín con la reflexión de que su patria era «mayor que Alemania» y él no había nacido «para servir a la humanidad con el puño». Lo suyo era más bien una obra filosófica que ya tenía in pectore. En esa época escribe en su diario: «La obra crece [...] como el niño en el cuerpo de la madre [...]. Le presto atención y hablo como la madre: "gozo de la bendición del fruto". ¡Tú, azar, dominador de este mundo sensual, déjame vivir y disfrutar de tranquilidad todavía algunos años!, pues yo amo mi obra como la madre ama a su hijo...» (Der handschriftlische Nachlass, I, 55).

Esta obra llega al mundo algunos años más tarde, en 1818, y se titula El mundo como voluntad y representación. El trabajo en este libro y su publicación fue el punto culminante de la vida de este solitario, nacido en 1788 como hijo de un rico comerciante de Danzig, deseoso de que también su hijo llegara a ser comerciante. Sólo tras la muerte del padre, en 1805, y sólo tras los estímulos procedentes de su madre, a la que más tarde Arthur tanto denostó, pudo llegar a convertirse en lo que quería ser: un filósofo. El joven hizo largos viajes con sus padres y conoció mundo. Más tarde afirmará que había leído en el libro del mundo y no sólo en libros, a diferencia de sus colegas, esos burgueses de medio pelo que se pasan la vida encerrados en casa. Schopenhauer, heredero de una fortuna, pudo vivir para la filosofía, sin necesidad de vivir de ella. El mundo profesional de la filosofía no le brindó ninguna oportunidad, y a la larga él dejó de buscarla, lo que resultó una suerte para él. El aguijón existencial que lo inducía a filosofar no quedó mermado por la inmersión en el ámbito social de la profesión. Schopenhauer era un hombre apasionado y por eso su voluntad de verdad permaneció también apasionada. Cuando en 1818 apareció publicada su obra magna, estaba convencido de haber cumplido la auténtica tarea de su vida. Viajó a Italia para contemplar, a una distancia prudencial, cómo caían los rayos de sus pensamientos, pero nada sucedió y se vio obligado a regresar para poner énfasis en sus palabras como profesor académico. Y se dirige para ello nada menos que a Berlín, donde Hegel, el rey de la filosofía en Alemania, abarrota las aulas. A las clases de Schopenhauer asisten cinco oyentes, que pronto se ausentan. Sin haber tenido una auténtica entrada en escena, se aleja de ella por más de treinta años, unos años que verá transcurrir como un sabio privado, y que en su mayor parte transcurrirán en Frankfurt del Meno. Demasiado orgulloso para buscarse un público, espera que sea el público el que lo busque a él. Y al final, habrá efectivamente un púbico que salga a su encuentro. Pero Schopenhauer hubo de tener paciencia, toda una vida de paciencia. Ahora bien, su filosofía se caracteriza por que el propio autor pudo extraer fuerzas de ella. Schopenhauer tenía su filosofía por verdadera precisamente porque contradecía al gusto general de los creyentes en la razón.

El año 1850, tras el fracaso de la Revolución del 48, comienza por fin lo que Schopenhauer llama la «comedia de su fama»: un coqueteo placentero con la visión pesimista del mundo por parte de ese ermitaño filosófico vestido a la moda del siglo XVIII, al que la gente ve salir cada día a pasear hacia Sachsenhausen, acompañado de su inseparable perro de lanas. En Frankfurt se pone de moda esta raza de perro. En el Englischer Hof, donde el filósofo come al mediodía, comienzan a merodear los curiosos. Esto le agrada. Ahora le escuchan con avidez, ahora es leído. Y poco antes de su muerte, el 21 de septiembre de 1860, declara: «La humanidad ha aprendido de mí algunas cosas que nunca olvidará».

Es cierto que se ha aprendido de él, aunque con frecuencia se ha olvidado o no se ha querido tener por verdadero que era de Schopenhauer de quien se aprendía. Por ejemplo, pocas veces se tiene conciencia de que fue él quien por primera vez pensó en lo que más tarde Freud había de llamar las tres grandes «humillaciones» de la megalomanía humana, humillaciones que pertenecen a la signatura de la moderna conciencia del mundo y del sí mismo. Una es la humillación cosmológica: nuestro mundo es tan sólo una de las innumerables esferas en el espacio infinito, «en el que una capa de moho ha engendrado seres que viven y conocen» (Schopenhauer). Otra es la humillación biológica: el hombre es un animal en el que la inteligencia no hace sino compensar la falta de instintos. Y la tercera es la humillación psicológica: el yo consciente no es señor en su propia casa. En una época llena todavía de fe en la razón, Schopenhauer descubrió con conocimiento racional lo no racional de los procesos de la vida, Thomas Mann lo llamó por ello «el filósofo más racional de lo irracional».

El programa entero de la filosofía de Schopenhauer está condensado en el título de su gran obra. El mundo es nuestra representación y, más allá de esto, según su substancia auténtica, es «voluntad». Ambos conceptos pueden resultar confusos. ¿Qué significan en Schopenhauer?

«Representación» es todo aquello del mundo exterior que aparece en la conciencia y es elaborado en ella, en la percepción cotidiana, en la fantasía, en la especulación y en las teorías. Pero no todo puede reducirse a esta realidad captada desde fuera. Hay además un segundo acceso. «Hemos ido hacia fuera en todas las direcciones en lugar de entrar en nosotros mismos, donde ha de resolverse todo enigma» (Der handschriftlische Nachlass, I, 154). Es en el propio cuerpo donde encontramos la realidad experimentada desde dentro: dolor, deseo, placer, pulsión. A todo eso Schopenhauer le da el nombre de «voluntad».

El mundo es conocido de dos maneras, desde fuera como representación y desde dentro como voluntad en el propio cuerpo. Según el pensador, esta vitalidad experimentada desde dentro no sólo ha de atribuirse a los otros hombres, sino también al resto de la naturaleza, pues constituye en cierto modo su dimensión interior.

En este contexto el concepto de «voluntad» tiene un significado alterado. No designa la intención racional, sino la pulsión insaciable, el deseo incansable. Frente a esto, la inteligencia se presenta como algo secundario, «al servicio» de la voluntad, dice Schopenhauer. En el mundo animal esta «voluntad» vive a manera de instinto, y en las plantas actúa como una tensión vegetativa. En definitiva la voluntad se quiere solamente a sí misma, quiere vivir, sobrevivir. En realidad, deberíamos «horrorizarnos» ante la naturaleza de la voluntad. No es ningún reino protector o maternal. No podemos trabar lazos de amistad con una tierra cuyo producto casual somos nosotros y que conserva la vida de la especie con nuestra muerte. La naturaleza no es un lugar de solaz silencioso, es una jungla donde se percibe el fragor de la lucha. Lo mejor es que en este contexto demos la palabra al propio Schopenhauer:

«Y así vemos por doquier en la naturaleza la contienda, la lucha y la victoria cambiante, y en ese rasgo seguiremos conociendo con mayor claridad la escisión con uno mismo, que es esencial a la voluntad. A lo largo y ancho de la naturaleza entera puede perseguirse esta lucha, es más, aquélla subsiste solamente a través de la contienda [...]: y esta lucha es la mera revelación de una escisión que es inherente, por esencia, a la voluntad. La lucha general se hace visible de la manera más clara en el mundo animal, que dispone del reino vegetal para su alimentación, y en el que a su vez cada animal se convierte en botín y alimento de otro [...], por cuanto cada uno de ellos sólo puede conservar su existencia por la supresión constante de otro ser extraño. Y en este escenario la voluntad de vivir se devora incesantemente a sí misma y es su propio alimento bajo diversas formas, hasta que finalmente el género humano, por someter a todos los seres vivos, considera la naturaleza como un artefacto para su propio uso. Pero ese mismo género humano [...] revela también en sí con terrible claridad aquella lucha, aquella escisión de la voluntad en sí misma, y el "homo" se convierte en "homini lupus" (el hombre se convierte en un lobo para el hombre)» (Der Welt als Wille und Vorstellung, I, 218).

Desde el mismo trasfondo desarrolla Schopenhauer su teoría del Estado, para lo que se apoya en Hobbes. El Estado pone un bozal en la boca de los « depredadores», y aunque de esta forma no mejora su condición moral, sí se hacen «inofensivos como herbívoros». Schopenhauer contradice explícitamente las teorías que, siguiendo a Hegel, esperan que el Estado mejore y moralice al hombre o que, con una actitud romántica, ven en el Estado un organismo humano superior, e incluso un organismo del pueblo. Para Schopenhauer el Estado no es otra cosa que una máquina social, que en el mejor de los casos refrena los egoísmos y los une con el egoísmo colectivo del interés por la sobrevivencia. Para este fin desea un Estado dotado de fuertes medios de poder, aunque su poder sólo ha de referirse a lo exterior, ateniéndose a los principios del Derecho. El Estado no debe inmiscuirse en la manera de sentir y pensar de los ciudadanos. Postula así un Estado fuerte y a la vez un enflaquecido concepto de política. Schopenhauer nos pone en guardia frente a las ambiciones de fundar sentido que puede tener el Estado; frente a un Estado con alma que luego pretenda apoderarse del alma de sus ciudadanos.

Por tanto, la idea del liberalismo puede compaginarse perfectamente con la imagen del hombre que diseña Schopenhauer. Éste aboga por la libertad de opinión y pensamiento, pero a la vez por una fuerte obstrucción de la acción. Con la moral no se llega muy lejos. La compasión, que para Schopenhauer constituye la única fuente auténtica de la moral, es demasiado rara. Por eso la formación del Estado no puede cimentarse en la compasión, sino que debe fundarse en un egoísmo recíproco bien entendido.

Schopenhauer veía la realidad con colores sombríos, quizá demasiado sombríos, y por ello no le resultaba extraña en absoluto la «necesidad metafísica», por más que rechazara las respuestas metafísicas forjadas con ánimo consolador.

Sabemos que la metafísica, tanto la cotidiana como la que se encarama especulativamente, pregunta por el sentido del todo. ¿Por qué nos desazonamos?, ¿por qué este afán rabioso de trabajo, este correr en la rueda del hámster, este celo procreador? ¿Qué pasa con el todo? ¿Hacia dónde corre? Schopenhauer admite que es inevitable plantear estas preguntas, pero afirma también que no pueden obtener respuesta. La voluntad como fondo de pulsiones se quiere solamente a sí misma, quiere su propia conservación y, si es posible, el propio incremento. No está dirigida a una envolvente finalidad superior. No se esconde nada detrás de ella, fuera de esta ciega pulsión vital -hoy hablaríamos del gen egoísta-, una pulsión que en el hombre está unida con el entendimiento, que por lo regular escucha el mandato de la pulsión (del «interés») y sólo en casos excepcionales se despega de esos impulsos y mira desde la distancia. Según Schopenhauer, es lo que sucede en el arte, en la sobriedad de la ciencia y en una filosofía sin ilusiones. Él escogió a Edipo como patrón protector de su filosofía. El filósofo, escribía una vez a Goethe, igual que Edipo, necesita el «valor de no retener ninguna pregunta en el corazón», aun cuando de ahí se derive lo «más horrible». Para Schopenhauer quizá no se derivó lo «más horrible», pero sí algo descorazonador: la vida se quiere solamente a sí misma y nada más. No se esconde detrás ninguna otra cosa.

Pero esta «verdad», ¿es realmente tan descorazonadora, incluso tan insoportable? ¿No nos hemos acostumbrado ya a tales verdades: a la monstruosa indiferencia de los espacios vacíos, a los torbellinos de materia y los agujeros negros; los agujeros negros en el alma y las tormentas de neuronas en las cabezas?, ¿no estamos acostumbrados al devorar y al ser devorado en la naturaleza; a la historia como carnicería? ¿Puede asustarnos todavía la falta de una instancia superior de sentido? Parece más bien que estas convicciones forman parte del decorado interior del escaldado hombre occidental.

Habría que comprobar si semejantes puntos de vista han penetrado realmente en el sentimiento elemental de la vida o si vivimos todavía con otras premisas silenciadas, si, aunque pensemos con Copérnico, en el estrato del sentimiento seguimos radicados en Ptolomeo. Quizá vivimos todavía de crédito y de hecho nos sentimos llevados aún por una especie de confianza originaria. El joven Schopenhauer anotó una vez en su diario: «Radica en las profundidades del hombre la confianza de que algo fuera de él es consciente de él, a la manera como lo es él mismo. Si pensamos lo contrario con intensidad, esto se convierte en un pensamiento terrible» (Der handschriftlische Nachlass, I, 8).

Exactamente este «pensamiento terrible» es lo que Schopenhauer trató de pensar. Rechazó las ofertas de fundación de sentido de la metafísica y la religión -una especie de metafísica para el pueblo, según él. Habremos de aprender a vivir, dice, sin la confianza en el mundo que aquéllas nos ofrecen. Estamos solos. El cielo se encuentra vacío.

¿Qué se sigue de ahí? Cabría pensar que en todo caso la religión ha quedado fuera de juego. Sin embargo, no es ése el caso para Schopenhauer. Por más que sorprenda, precisamente en este punto podemos aprender de él. El hecho es que Schopenhauer no sólo aportó el giro biológico a la filosofía, sino que además, con su filosofía de la negación de la voluntad, se apoya en la sabiduría oriental y en los aspectos de la cultura religiosa del cristianismo que concuerdan con las religiones orientales, en el espíritu de renuncia y la ascesis. Schopenhauer describe la negación de la voluntad como un giro de ésta contra sí misma. La voluntad, hecha prudente por experiencia propia y familiarizada por la compasión con el carácter de sufrimiento inherente al mundo, se revoca a sí misma y desiste de la autoafirmación a cualquier precio. El furor del ansia de vivir, del consumo, de la voluntad de poder, ha de mitigarse. ¿Hace falta dibujar con detalle cuánto puede ayudarnos esa cultura de la ascesis y de la renuncia y cuán urgentemente la necesitamos?

Pero aquí surge una gran dificultad, pues la renuncia y la ascesis han de buscarse por mor de sí mismas y ya no de cara a una instancia superior, a un mandato más elevado. Se trata de conseguir un pensamiento y un ánimo elevados, pero sin fe en un ser superior. Sería aquella actitud que Sloterdijk llama acertadamente «tensión vertical». De ahí puede proceder la fuerza para la renuncia, la amplitud de miras y la autodisciplina, hasta llegar a la ascesis. Cuando ya no se cree en ningún Dios, esas virtudes se ejercitan en aras de la propia mismidad mejor. Precisamente en este punto Schopenhauer va más allá de la biología: en la fuerza de superación de la voluntad egoísta está incluida para él la dignidad del hombre.

Schopenhauer ha descrito penetrante e inolvidablemente tal superación de la voluntad como instantes de desasimiento, por no decir de redención. ¿Los experimentó realmente? Ahí está su talón de Aquiles. Él no fue ni santo ni asceta. Y tampoco se convirtió en el Buda de Frankfurt. Entendía brillantemente la negación de la voluntad siempre que no afectara a su voluntad. Y a ésta supo abrirle paso, a veces incluso con rudeza. Lo hizo contra su madre, a la que pretendía dar órdenes, como sustituto del patriarca tras la muerte del padre; contra casi todos los profesores de filosofía coetáneos, a los que insultaba como «emborronadores de absurdos»; contra los editores, por los que se sentía engañado, y contra las «mujeres», una especialidad suya (llegó a lanzar por la escalera a una vecina que merodeaba tras él con excesiva curiosidad; por lo menos eso es lo que ella afirmaba). En el café Greco de Roma los artistas que allí se congregaban trataron de impedirle la entrada porque ya no soportaban más su constante regañar y sus aires de sabiondo. En su habitación de Berlín, desengañado y agriado, golpeaba los muebles con el bastón de paseo. Al pedirle explicaciones, refunfuñaba: «Doy cita a mis espíritus». Pero este duendecillo tenía sus momentos de «mejor conciencia», tal como él se expresaba; con todo, quedaba siempre en él una espina cuando no vivía a la altura de su inteligencia.

No obstante, acierta con su filosofía de la superación de la voluntad egoísta o ansiosa de sí misma. No hay otra salida. Tenemos que aprender a renunciar; tenemos que aprender ascesis. Hemos de mitigar la avidez. Tenemos que remar hacia atrás. Ahí estaría el progreso que conviene a nuestra época. Y en este camino, la filosofía de Schopenhauer nos viene como anillo al dedo.

Rüdiger Safranski, ensayista y biógrafo alemán, es autor, entre otros títulos, de Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (2008) y Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (2009), ambas obras publicadas por Tusquets Editores.

Traducción de Raúl Gabás Pallás, © Raúl Gabás Pallás, 2010