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domingo, 31 de diciembre de 2023

Palíndromos Monterroso

De Quora:

Un texto de Augusto Monterroso sobre el tema, y al final un breve agregado mío:

Augusto Monterroso

ONÍS ES ASESINO

El poder de las moscas: ganan ba­tallas, impiden que nuestra alma obre, comen nuestro cuerpo. (BLAS PASCAL, Pensamientos)

Nuestro idioma parece ser particular­mente propicio para los juegos de palabras. Todos nos hemos divertido con los de Villa­mediana (diamantes que fueron antes / de amantes de su mujer); con los más recata­dos, si bien más insulsos (di, Ana, ¿eres Dia­na?), de Gracián, quien, hay que reconocer­lo, escribió un tratado bastante divertido, la Agudeza y arte de ingenio, para justificar esa su irresistible manía; con los de Calderón de la Barca (apenas llega cuando llega a penas); etcétera. Es curioso que sea difícil recordar alguno de Cervantes. Muchos años después Arniches (imagínate, mencionarlo al lado de éstos) llega a la cumbre. Como es natural, nosotros heredamos de los españoles este vi­cio que, entre los escritores y poetas o meros intelectuales, se convierte en una verdadera plaga. Hay los que suponen que entre más juegos de palabras intercalen en una conver­sación (principalmente si ésta es seria) los tendrán por más ingeniosos, y no desperdi­cian oportunidad de mostrar sus dotes en este terreno. Es dificilísimo sacar a un ma­niático de éstos de su error. Personaje digno de La Bruyere, no hay quien no lo conozca. A dondequiera que vaya es recibido con au­téntico horror por el miedo que se tiene a sus agudezas, que sólo él celebra o que los demás le festejan de vez en cuando para ver si se calma. ¿Lo visualizas y te ríes? Pues tú tam­bién tendrías que releer un poco tu Horacio.

Son más raros los que llevan sus hallaz­gos a lo que escriben, aunque, por supuesto, mucho más soportables. Shakespeare aterra con sus juegos de palabras a los traductores (su merecido, por traidores), quienes no tie­nen más remedio que recurrir a las notas a pie de página para explicar que tal cosa sig­nifica también otra y que ahí estaba el chiste. Proust, tú sabes, los dosifica majestuosamen­te. En las traducciones de Proust las notas casi desaparecen: cuando habla de las preciosas ra­dicales no se necesita ser muy listo para darse cuenta de que está aludiendo a Las preciosas ridículas de Molière. Joyce lleva las cosas a ex­tremos demoniacos, por lo cual no se traduce Finnegan's Wake. Entre nosotros, recuerdo, han sido buenos para esto Rubén Darío:

Kants y Nietzsches y Schopenhauers

ebrios de cerveza y azur

iban, gracias al calembour,

a tomarse su chap en Auer's

Y más cerca aún, Xavier Villaurrutia:

Y mi voz que madura

y mi bosque madura

y mi voz quemadura

y mi voz quema dura.

Pero lo anterior no tiene casi nada que ver con que Onís sea asesino, o con que amen a Panamá, o con que seamos seres sosos, Ada.

Ahora te lo explico. La otra noche me encontré al señor Onís, hijo del señor Onís, en una reunión de intelectuales. En cuanto me lo presentaron dije viéndolo fijamente a los ojos: ¡Onís es asesino! Cuando noté que, aterrado, estaba a punto de decirme que sí, de confesarme algo horrible, me apresuré a explicarle que se trataba de un simple palíndroma. Qué gusto sentí al notar que el alma le volvía al cuerpo. Recuerda que palíndromas son esas palabras o frases que pueden leerse igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, según declara valientemente la Academia de la Lengua, aunque llamándolas palíndromos, como si no fuera mejor del otro modo. Los vimos en la escuela: ANILINA. DÁBALE ARROZ A LA ZORRA EL ABAD. ANITA LAVA LA TINA, etcétera.

Y es aquí donde los asesinos de salón que hacen juegos de palabras para acabar con las conversaciones se encontrarían con una verdadera dificultad. Pruébenlo. Hace ya varios años nos entregábamos a este ino­cente juego (lo más que requiere es un poco de silencio y mirar de cuando en cuando al techo con un papel y un lápiz en la mano) un grupo de ociosos del tipo de Juan José Arreola, Carlos Illescas, Ernesto Mejía Sán­chez, Enrique Alatorre, Rubén Bonifaz Nu­ño, algún otro y yo. Durante tardes enteras o noches a la mitad tomábamos nuestros pa­pelitos, trabajábamos silenciosos y allá cada vez nos comunicábamos con júbilo nuestros hallazgos.

Estas cuatro o cinco cuartillas quieren ser un homenaje y un reconocimiento al ta­lento (entre otros) para el palíndroma de Car­los Illescas, positivo monstruo de este depor­te, quien de pronto levantaba la mano, pedía silencio y decía, como hablando de otra cosa: Aman a Panamá, o Amo la paloma, o sea AMAN A PANAMÁ o AMO LA PALOMA por cual­quier lado que los mires o quieras amarlos; mientras nosotros, yo por lo menos, nos de­batíamos repitiendo ROMA AMOR ROMA AMOR, para que él nos saliera al rato con algo tan hu­millante como esto: ADELA, DIONISO: NO TAL PLATÓN, O SI NO, ID A LEDA, lo que acababa de sumirnos en la desesperación y la im­potencia.

Posteriormente leímos los famosos que el gran mago Julio Cortázar trae en «Leja­na», de Bestiario:

Salta Lenin el atlas

Amigo, no gima

Átale, demoniaco Caín, o me delata

Anás usó tu auto, Susana.

Y recordábamos uno muy pobre o muy tímido de Joyce o que Joyce usó:

Madam, I'm Adam

y alguno que otro del idioma inglés (no muy bueno para esto, según entiendo):

A man, a plan, a canal: Panama.

Más tarde, Bonifaz Nuño aportó la de­claración antisinestésica:

Odio la luz azul al oído

y Enrique Alatorre el existencialista:

¡Río, sé saeta! Sal, Sartre, el leer tras las ateas es oír;

y Arreola

Etna da luz azul a Dante;

en tanto que Illescas, como diligente araña, sacaba sus hilitos de tejer y destejer:

Somos laicos, Adán; nada social somos;

o el admonitorio

Damas, oíd: a Dios amad;

o el acusatorio

Onís es asesino;

o el preventivo y definitivo y ahora en plan de suave melodía de égloga virgiliana:

Si no da amor alas, sal a Roma, Adonis.

Después venían otros suyos sumamen­te extraños, ya dentro de la embriaguez en que se pierden los sentidos (que es la buena) y África y Grecia se abrazan en misterioso contubernio, como

Acata, sale, salta, acude, saeta afromorfa;

ateas educa, Atlas, el as ataca.

O lo que él llamaba palíndroma de palíndromas:

Somos seres sosos, Ada; sosos seres somos;

en el que cada palabra es también palíndroma; o el palíndroma ad infinitum:

O sale el as o... el as sale... o sale el as... o;

o, por fin, la palíndroma política, en el que alguien pregunta: «¿Qué es la OIT (Organi­zación Internacional del Trabajo)?», y se le responde:

Tío Sam más OlT

para rematar con algo que ya no le creía­mos porque somos naturalmente desmemo­riados y eso de Evemón se nos hacía sos­pechoso:

¿No me ve, o es ido Odiseo. Evemón?

y nos tenía que explicar que Evemón no era otro que Tésalo (ah, así sí), padre de Eurí­pilo (claro), como fácilmente se podía ver en Ilíada II, 736; V, 79; VII, 167; VIII, 265; y XI, 575.

Ahora, yo tengo que confesar que jamás pude ni he podido posteriormente hacer o encontrar un solo palíndromo que vaya más allá de los ya dados por la madre naturaleza: oro, ara, ama, eme, etcétera, excepto uno que me costó horas de esfuerzo, pero tan escatoló­gico, para vergüenza mía, que me apresuro a ponerlo aquí: ¡Acá, caca! Sospecho que Me­jía Sánchez tampoco, pues finalmente, cuan­do empezamos, por incapacidad manifiesta, a buscar un nuevo género, o sea, los falsos palíndromos (ejemplo: Don Odón, que suena, pero no es), salió con uno falsísimo, pero que a todos en un momento dado nos pareció au­téntico, pues en esos días se hablaba del Pre­mio Nobel para Alfonso Reyes:

Alfonso no ve el Nobel famoso,

que no se lee de atrás para adelante ni de broma; en tanto que Illescas, algo cansado de su facilidad, aceptaba con entusiasmo mi modesta proposición de estructurar una lar­ga frase en español que, leída de derecha a izquierda, dijera lo mismo, pero en inglés, o en el idioma que en ese momento le parecie­ra mejor, o más difícil.

AUGUSTO MONTERROSO, Movimiento perpetuo, Alfaguara, Madrid, 1999, (1972), pp. 80-89.

P.S.:

Los de Cortázar en realidad son tomados de la novela ¡Estafen!, de Juan Filloy (1931). Habría que agregar esta muestra de virtuosismo de Ricardo Ochoa:

Adivina ya te opina, ya ni miles origina, ya ni cetro me domina, ya ni monarcas, a repaso ni mulato carreta, acaso nicotina, ya ni cita vecino, anima cocina, pedazo gallina, cedazo terso nos retoza de canilla goza, de pánico camina, ónice vaticina, ya ni tocino saca, a terracota luminosa pera, sacra nómina y ánimo de mortecina, ya ni giros elimina, ya ni poeta, ya ni vida.

Y para quien quiera hundirse en un dédalo palindrómico delirante, este libro de quien quizá sea el más fértil cultor del género: Víctor Carbajo, quien tiene la gentileza de compartirlo gratuitamente:

http://www.carbajo.net/pdf/varios/carbajo-212212_palindromos-2019.pdf

La página del autor: Palíndromos Españoles

lunes, 25 de septiembre de 2023

Cómo sacar temas de conversación

Ten confianza en ti mismo y haz preguntas con respecto a lo que te gustaría practicar o saber; siendo ingenioso, o eligiendo temas en los que no eres un experto, buscando la posibilidad de un intercambio equitativo. Algunas ideas sobre cómo sacar temas de conversación:

1. Intereses comunes: Puedes empezar preguntando a la otra persona sobre sus intereses o pasatiempos. Pregunta acerca de libros, películas, deportes, música o cualquier otro tema que ambos puedan compartir.

2. Eventos actuales: Habla sobre noticias, eventos o tendencias actuales. Puedes mencionar alguna noticia relevante o preguntar qué opinión tiene la otra persona sobre algún tema de actualidad.

3. Viajes: Conversar sobre viajes es una excelente manera de compartir experiencias e historias interesantes. Pregunta acerca de lugares que han visitado, anécdotas divertidas o recomendaciones de destinos.

4. Ambiente y ubicación: Comenta sobre el lugar donde te encuentras y pregúntale a la otra persona sobre su ciudad natal, lugares que han vivido o visitado. Esto puede derivar en conversaciones sobre cultura, gastronomía y tradiciones locales.

5. Metas y sueños: Pregunta a la otra persona acerca de sus metas personales o profesionales. Discutan planes para el futuro, proyectos en los que están trabajando o logros que desean alcanzar.

6. Experiencias personales: Comparte alguna experiencia personal interesante y luego invita a la otra persona a compartir algo similar. Esto puede abrir la puerta a conversaciones más profundas y significativas.

7. Libros, películas o series: Pregunta sobre los gustos literarios o cinematográficos de la otra persona. Pueden intercambiar recomendaciones de libros, películas o series que les hayan gustado o debatir sobre obras populares.

Recuerda que la clave para sacar temas de conversación es mostrar interés genuino en la otra persona y escuchar activamente sus respuestas. Siempre es importante ser respetuoso y estar atento a las señales de comodidad de la otra persona. ¡Disfruta de las conversaciones y diviértete descubriendo nuevos temas para hablar!

También es fácil no hablar y solo escuchar; serás un éxito en las conversaciones. Un primer paso es formular una pregunta, una duda de algo que a ti te interese, y de ahí, si alguien sabe o la persona que le estás preguntando sabe, puede partir y continuar la conversación; no tiene que ser un tema específico, pero por lo menos trata que sea algo que medianamente conozcas. Leer libros ayuda a tener conversación. Pero también algunas veces la única manera de que alguien haga algo es que quiera hacerlo, y para que quiera hacerlo debes darle primero algo a cambio. ¿Sobre qué podría estar interesada una persona para que quiera hablar? De sí misma, de su vida. Esto es inequívoco e infalible: uno tiene que ponerse siempre al empezar en el lugar del otro, ofrecerle algo o solucionarle una pequeña incomodidad.

Se puede partir simplemente de observar sus gestos, su cara, su aspecto físico, su ropa; podrías conocer qué le gusta o a qué le suele dar más prioridad en la vida. Aprovechando esa información, averigua qué podríais tener en común para romper el hielo y deja que hable de sí misma, sus valores.

viernes, 17 de julio de 2020

Respuesta a la disfemia

Barbara Berkhan da algunas pautas. Por ejemplo, desviar el ataque saliendo por peteneras o los cerros de Úbeda:

Ahora que hablamos de esto, ¿te gusta el queso fresco o el añejo? El añejo no me dice nada, prefiero el fresco.

Me parece que en televisión repiten demasiado los programas.

¿Sabe usted que la lluvia en Sevilla es pura maravilla?

La respuesta tiene que ser más breve que la agresión, incluso monosilábica; si no se tienen ganas, argumentos o retórica, basta con cosas como: "¿Ah, sí?" "Ya veo". "Pues vaya" "Pues anda" "Qué pena" "No me digas".

sábado, 25 de abril de 2020

Así nos manipulan. Noam Chomsky

ASÍ NOS MANIPULAN (Noam Chomsky)

Más desarrollado aquí.

1. DISTRAER

Evitar que la gente se fije en los temas importantes de verdad.

2. CREAR PROBLEMAS

Para después ofrecer soluciones.

3. GRADUALIDAD

Imponer normas inaceptables «poco a poco» para evitar revoluciones.

4. DIFERIR

Es más fácil asumir un sacrificio futuro que uno inmediato.

5. INFANTILIZAR

Tratar a la gente como a niños.

6. IDIOTIZAR

Hacer creer que ser estúpido, vulgar, gregario y mediocre es una moda.

7. EMOCIONALIDAD

Fomentar que la gente sea más emocional que crítica.

8. AUTOCULPABILIDAD

Hacer que los individuos se depriman, inhibiendo así sus acciones.

viernes, 10 de mayo de 2019

Usted diga lo que quiera

El modo de razonar de los políticos,  meramente retórico, esto es, inconclusivo, con razones que ni atan ni desatan o bernardinas que solo declaran actitud, siempre me ha parecido un mero traslado de la manera de "pensar" antidialéctica tan típica de muchos españoles: la teológica, la fanática, que mira más a la convicción o a la fe que a la razón o a la esperanza, esto es, al futuro de todos. Una liturgia maligna, como decía hace poco el buen Manolo Valero; en ella solo valen las premisas, no las conclusiones. Por eso siempre es subjetiva, narcisista... y estúpida.

Un gran crítico de lo que fue y continúa siendo España fue José Cadalso, quien escribió al respecto: "No sé por que se ha escrito tanto sobre la Teología. Esta facultad trata de Dios. Dios es incomprehensible. Ergo es inútil la Teología". A los españoles siempre nos ha parecido mejor la fe medieval que la lógica del renacimiento. Aun ahora, cuando Abascal, primero de su lista electoral de reyes godos, se va a Covadonga, no sé a qué; seguramente a comerse una mariscada, como hacen los treintaytresmileuristas como él. Eso da para criar mucha barba a lo Jomeini, pues no hay más Abascal que Abascal, y Smith es su profeta; que le estén saliendo disidentes al Frente Popular de Judea era de esperar; no todo el mundo es de la misma fe wahabista. 

Al respecto me acuerdo de que se discutía en la I.ª República la libertad de cultos, algo que tanto ha costado traer a la España fanática. Don Emilio Castelar pronunció entonces su famoso discurso en el que hizo célebre su frase de "Grande es Dios en el Sinaí... pero es más grande el humilde Dios del Calvario" y enumeraba todas las razones de la soberbia que han hecho miserable al catolicismo en España; entre ellas decía que había estado en Roma y allí había visto, al lado de los frescos de Miguel Ángel, otro con la Matanza de San Bartolomé donde el rey francés ofrecía al Papa la cabeza de Coligny;  le contestó el canónigo Manterola a la manera típicamente española; haciéndose el sordo y negándole el pan y la sal:

-El señor Castelar nos dijo que había estado en Roma y yo, francamente, creo que el señor Castelar nunca ha estado en Roma.

Don Emilio le interrumpió:

-Sí: el año pasado por ahora.

Manterola insistió:

-Digo que no creo yo que el señor Castelar haya estado nunca en Roma. El señor Castelar fue a Roma, el señor Castelar debió de dormir en Roma porque se duerme en todas partes y es necesario dormir. Y el señor Castelar ha vuelto de Roma a España sin haber estado en Roma. La inteligencia fecunda del señor Castelar, la imaginación brillante del señor Castelar, el corazón generoso del señor Castelar nunca han estado en Roma.

O sea, razones a la española o el modo teológico de pensar que hizo nacer la palabra tiquismiquis: "Usted diga lo que quiera, que yo haré lo que me dé la gana". Como ahora, en que ni siquiera hay algo tan dialéctico y abierto como una república.

jueves, 28 de marzo de 2019

Internet. La ceremonia de la confusión.

Los medios de expresión que requerían el introspectivo esfuerzo de abstraer han sido sustituidos por otros más extrovertidos, caracterizados por su visibilidad y ostensibilidad. Una llamada blogosfera nos rodea y nos apresa en una red cuya extensión, como la del desierto, simula un espejismo de ficticia e inencontrable libertad.

Existe una frase anónima que hace pensar: "La informática es estupenda para solucionar problemas que no teníamos antes de la informática". Podría ser que haya generado más dificultades y complicaciones de las que soluciona, al menos en los ámbitos no tecnológicos que son los que más debían importar a las personas. Creo yo que la generación del mayo californiano-francés o del 68, al darse cuenta de que no podía cambiar el mundo, creó otro no necesariamente mejor: la Internet. Una forma viscosa, lisérgica y obscena de interconectarse por mil maneras y modos diferentes y de reciclarlo todo en una mierda común. De anecdótico origen militar, pasó a ser civil e incluso incivil: una jungla vietnamita anarcoide y terrorista de donde está proscrita toda ética, no solo en la red profunda: el anonimato bajo un mote o nick hace posible el fenómeno de los trolls o energúmenos, de los haters u hostiles, de los lurkers o pasotas de las listas de correo, de los posicionadores, de los viralizadores y de los hackers o bandoleros informáticos.

Dentro de lo llamado genéricamente posmoderno (hipstérico o alejandrino,  si queremos negarnos a reciclar vocablos) la informática lo mancha todo con su viscosa y alucinada interconexión; se trata de la orgía de todo lo diverso, que no por ello es menos divertida... y agotadora: exige un tiempo que se arranca a la vida. Es una manifestación de lo que el psicólogo y comunicólogo de Palo Alto (en el mismo meollo de Silicon valley) Paul Watzlawick llamaba El arte de amargarse la vida (1989): razonamientos que no concluyen, sino cuyo mero propósito es no concluir; como las discusiones televisivas, que nunca llegan a acuerdo, solución  o término: el único propósito es mantener la conexión, el canal, generar relaciones de dependencia, "fidelización", drogadicción u obsolescencia programada. No hay que ir muy allá si vemos que individuos como Jobs, Wozniak, Gates y Zuckerberg padecían diversas patologías del comportamiento humano y problemas de espectro autista para relacionarse con personas que no fueran de su "esfera", tan plana y unidimensional que parece puro Marcuse. Watzlawick afirmaba que "es imposible no comunicarse, ya que todo comportamiento es una forma de comunicación" y, puesto que no existe forma contraria al comportamiento (un «no comportamiento» o incluso «anticomportamiento»), tampoco existe la «no comunicación».

De ahí deriva el problema que padecemos actualmente y sobre todo en Internet: una sobreinformación y una actitud tan abierta que nos deja en una pelada y perniciosa pelotez; estamos demasiado comunicados y de muy diversas maneras: no hay forma de aislarse y de ser un yo, no hay forma de pensar individualmente: nos dejamos llevar por la corriente colectiva, se nos quita tiempo para no hacer nada, esto es, para ser unos mismos, que es lo más importante que podemos ser, y es precisamente porque conectados no hacemos nada; algo que, paradójicamente, nos aísla en ese mundo unidimensional que es la pantalla. Internet nos disuelve en atomización y fragmentarismo. Si para el siglo XIX y buena parte del XX la patología mental más frecuente era la histeria a causa de la represión, en nuestra época la falta de represión, el carácter demasiado abierto de toda comunicación expande tanto el rostro y la identidad que la rompe y fractura; genera un narcisismo hueco y maligno; una falsa interactividad; en cuestiones políticas, incluso un nazisismo intolerante que es en realidad el reflejo de esa pérdida de yo, de sustancia identitaria. Las verdades han dejado de ser apofánticas (en lógica, las que afirman o niegan algo) para ser simplemente retóricas; ya no existe lo verdadero o lo falso, sino lo absurdo, puesto que el carácter demasiado abierto de los razonamientos impide llegar a conclusiones. Como dijo Berlusconi,  un político nacido de la comunicación, el espectáculo y la  corrupción, "la verdad no cambia nada". Ya había señalado el comunicólogo Jean François Revel que "la más importante de las fuerzas que mueven el mundo es la mentira". Yo matizaría un poco más esa palabra: es el absurdo, lo que no es ni verdadero ni falso. Un dicho cualquiera de Berlusconi, Trump, Salvini, Putin, Duterte, Abascal o cualquiera de las plagas de políticos nazisistas que padecemos es eso. En la teoría de los infortunios de John Langshaw Austin se sostiene que existen dos tipos de enunciados: los constatativos, que son verdaderos o falsos,  porque son comprobables, y los realizativos, que son aquellos que no son ni una cosa ni otra, porque solo poseen "intención"; en cierta forma, son siempre autorreflexivos. Narcisistas. No es de extrañar que ya no se pague por la información, sino por la publicidad, y que los canales de pago de televisión que antes se anunciaban sin publicidad ahora la ofrezcan, pero cobrando lo mismo. La red es gratuita porque la costeamos dejando vender nuestros datos a compañías de publicidad y mercadotectnia / marketing. La prensa ya no se sostiene económicamente, y por eso se encuentra por entero mediatizada /mercadizada por la publicidad y las subvenciones que la mantienen; pero por eso mismo ha dejado de ser información para ser publicidad o lo que Gramsci llamaba hegemonía cultural del capitalismo. De ahí que toda la prensa se redacte con anteojeras y tapones en los oídos y siempre mire hacia el lado que le conviene al dinero. Es un sesgo cognitivo general, una censura que se confunde con lo que llamamos impropiamente "información" y solo es conformista conformación.

Quien defiende su privacidad y no se comunica ni tiene presencia en la red es mirado como la estatua de Don Tancredo: mal. Tarde o temprano recibirá cornadas. El móvil es patógeno y provoca comportamientos como la nomofobia y que los niños accedan al porno o puedan ser excomulgados de grupos de afinidad por sus rasgos de "propiedad". Los críos están demasiado socializados, demasiado abiertos como para poder ser unos mismos. Malcriados, en suma. La gente duerme con el móvil porque hasta dormir se ha vuelto un acto social; incluso ¿confían? el cuidado de los hijos a la tecnología. La misma palabra móvil sugiere algo lábil, inasentado, que no tiene esencia, estabilidad ni continuidad. Resulta curioso que los hijos de los magnates de Internet se eduquen alejados de esta nubosa lacra, pues que la odian, y que ya se oiga (cada vez más fuerte, porque estamos distraídos con estas cosas) a los hijos quejándose de la "ausencia" de sus padres cuando los encuentran encadenados a ellos (a los móviles, me refiero). Y eso cuando se trata de hijos que no nos imitan habitando su propia burbuja de información fatua y prescindible, una Nube tan alta como la de Heidi. Una información que nunca se queda, que no deja poso, que no sirve para construir. Junto a esto está la llamada infoxicación: el carácter meramente cuantitativo de la información en Internet impide jerarquizar y clasificar debidamente lo importante y lo sustancial en la misma, casi siempre relacionado con el individuo precisamente. Por no hablar de la deturpación de la ortografía y de la sustitución del elaborado mensaje escrito por el impreciso y desmadejado mensaje oral.

En semántica formal, un predicado es una expresión que define a un subconjunto de un conjunto, pero un predicado es un significado, es decir, no es un individuo. Lo individual, lo subjetivo, en tanto que sustancia es, precisamente, lo único que no puede ser predicado: y en Internet, mucho menos. En efecto, Watzlawick  afirma que toda comunicación tiene un nivel de contenido y un nivel de relación, de tal manera que el último clasifica al primero, y es por tanto, una metacomunicación. En Internet eso significa que el anonimato y la distancia son esenciales en esta nueva manera de relacionarse, al parecer, "humanamente". Esto provoca una estética alienante, cosificadora y narcisista porque es acumulativa y carece de centro. La patología de los instagramers que suman ingentes copias de imágenes propias o parecidas, como en un laberinto de espejos. Uno se define en tanto que influencer de otro: el infierno son los demás, que decía Sartre en A puerta cerrada. Esto es lo que genera una gran soledad: el fenómeno de los poseídos por un tipo de fobia social que los japoneses denominan otakus e hikikomoris: jóvenes aislados en sus habitaciones que se niegan a salir y envejecen en ellas, enganchados a la tecnología, pero distanciados de las familias que viven a su lado.

lunes, 27 de noviembre de 2017

La descortesía en el debate electoral

Fernández García, Francisco. 2017. La descortesía en el debate electoral cara a cara. Sevilla: Editorial Universidad de Sevilla (Colección: Lingüística. Formato: rústica, 288 págs. ISBN-13: 9788447218745. Precio: 17,00 EUR)
Compra-e: https://editorial.us.es/detalle-de-libro/719749/la-descortesia-en-el-debate-electoral-cara...
Información de: Laura de la Casa Gómez <lcgomez@ujaen.es>
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Descripción
El debate electoral cara a cara es, probablemente, la máxima expresión mediática de las democracias modernas. Ante millones de espectadores, los candidatos se juegan en él buena parte de sus opciones de victoria, en una batalla dialéctica articulada en torno a dos claves esenciales: la defensa de las propias posiciones y el ataque contra las del adversario. El presente libro, desde el anclaje teórico de la (des)cortesía lingüística, se centra en la segunda de dichas vertientes del debate, la vertiente destructiva, presentando las estrategias y los mecanismos de los que se sirven los oradores para dañar la imagen del adversario ante las audiencias y tratar de alejarlo, de este modo, de la victoria electoral. Dicha exposición parte de un análisis minucioso y sistemático del cara a cara que enfrentó a Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba en la campaña previa a las elecciones generales españolas de noviembre de 2011.


Temática: Análisis del discurso, Pragmática

Índice
1. Introducción

1.1. El trabajo en su contexto investigador
1.2. El debate analizado
1.3. Convenciones de transcripción
1.4. Estructura de este libro

2. Hacia el análisis de la descortesía en el debate electoral

2.1. Consideraciones teóricas preliminares
2.2. La teoría de la gestión interrelacional
2.3. Estrategias y mecanismos
2.4. El papel del moderador y de la audiencia

3. Estrategias funcionales

3.1. Asociar al adversario con hechos (proyectos, valores, comportamientos, etc.) negativos
3.1.1. Criticar (o mostrar el fracaso de) sus ideas, acciones, etc.
3.1.2. Decirle que está equivocado, mostrar desacuerdo, contradecirle, etc.
3.1.3. Acusarlo de ignorancia, incompetencia o inacción
3.1.4. Criticar su comportamiento discursivo
3.2. Atacar la credibilidad del adversario
3.2.1. Afirmar que carece de credibilidad
3.2.2. Acusarlo de mentir (faltar a la verdad, etc.)
3.2.3. Acusarlo de ocultar la verdad o esconder intenciones aviesas
3.2.4. Tacharlo de contradictorio o incoherente, poner de relieve sus contradicciones o incoherencias
3.3. Marcar las distancias con el adversario y mostrar su inferioridad
3.3.1. Hacer manifiestas las diferencias que los separan
3.3.2. Hacer patente su aislamiento
3.3.3. Menospreciarle, mostrarle indiferencia
3.3.4. Burlarse de él, ridiculizarle
3.4. Invadir el espacio del adversario, plantearle obstáculos
3.4.1. Desvelar hechos que le incomoden
3.4.2. Hacer patentes las carencias de sus argumentos
3.4.3. Instarle a (o presionarle para) que haga (o deje de hacer) algo
3.4.4. Impedirle expresarse con fluidez

4. Mecanismos

4.1. Mecanismos explícitos
4.1.1. Locales
4.1.2. Discursivos
4.1.3. Interaccionales
4.2. Mecanismos implícitos
4.2.1. Preliterales
4.2.2. Postliterales
4.2.2.1. Por el contexto
4.2.2.2. Por la ruptura de una convención de cortesía

5. Repercusiones sociales de los actos descorteses

5.1. Ataques contra la imagen
5.1.1. Ataques contra la imagen cualitativa
5.1.2. Ataques contra la imagen identitaria
5.1.3. Ataques contra la imagen relacional
5.2 Ataques contra los derechos de socialización
5.2.1. Ataques contra los derechos de equidad
5.2.2. Ataques contra los derechos afiliativos

6. Caracterización global y perfiles diferenciales

6.1. Caracterización global del evento discursivo
6.1.1. Caracterización global desde un punto de vista estático
6.1.2. Caracterización global desde un punto de vista dinámico
6.2. Perfiles oratorios diferenciales
6.2.1. Alfredo Pérez Rubalcaba
6.2.2. Mariano Rajoy

martes, 7 de noviembre de 2017

Grandes comienzos de narraciones

Tomado de aquí:

'El Aleph', de Jorge Luis Borges 

Así empieza. “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque esta párrafo ya es, en sí mismo, un espléndido poema en prosa sobre el paso inexorable del tiempo que ni siquiera necesita el (por otro lado, magnífico) relato que viene a continuación para incrustarse en nuestra memoria.


'Asfixia', de Chuck Palaniuk 
Así empieza. “Si vas a leer esto, no te preocupes. Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero. Sálvate. Seguro que hay algo mejor en la televisión. O, ya que tienes tanto tiempo libre, a lo mejor puedes hacer un cursillo nocturno. Hazte médico. Puedes hacer algo útil con tu vida. Llévate a ti mismo a cenar. Tíñete el pelo. No te vas a volver más joven. Al principio lo que se cuenta aquí te va a cabrear. Luego se volverá cada vez peor”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el autor quiere incitarnos a dejar de leerle, como si no fuésemos dignos de lo que viene a continuación, como si fuese a escandalizarnos, repugnarnos o desconcertarnos. Y todo ello es un poderoso estímulo para seguir leyendo.


'El guardián entre el centeno', de J.D Salinger 
Así empieza. “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no me apetece contarles nada de eso”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el autor no tiene tiempo que perder y quiere llegar cuanto antes a un acuerdo honesto con sus potenciales lectores: léeme o no me leas, pero permite que te cuente mi historia tal y como yo la siento. Déjame ir directo a la yugular, sin circunloquios ni estupideces.

'Los detectives salvajes', de Roberto Bolaño 
Así empieza. “He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque aún no sabemos qué rayos es el realismo visceral (¿una vanguardia estética?), pero ya nos queda claro que formar parte de él es un sombrío honor que no puede eludirse, aunque se acepte sin ceremonia ni entusiasmo.

'Si una noche de invierno un viajero', de Ítalo Calvino 
Así empieza. “Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Ítalo Calvino, 'Si una noche de invierno un viajero'. Relájate. Concéntrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto”.
¿¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque muy rara vez nos ha pedido alguien que le prestemos toda nuestra atención con tanta elegancia. Y porque la promesa de que nuestro mundo se esfumará “en lo indistinto” hace que pensemos que el viaje va a valer la pena.

'La campana de cristal', de Sylvia Plath 
Así empieza. “Era un extraño y bochornoso verano, el año en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque en unas pocas palabras Sylvia Plath introduce unos anzuelos imposibles de no morder por el lector: extraño verano, alguien que ha sido electrocutado y el que está contando la historia que se pregunta qué hacía en una ciudad como Nueva York a la que todo el mundo sabe perfectamente a qué va.

'Pedro Páramo', de Juan Rulfo 
Así empieza. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque basta una línea para desatar un torrente de preguntas que esperan obtener respuesta: ¿quién eres tú?, ¿qué es Comala?, ¿por qué no conociste a tu padre?.

'Historia de dos ciudades', de Charles Dickens 
Así empieza. “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque nos sitúa en un tiempo y un lugar excepcionales, en los que todo parece estar por hacer y todo es posible, de manera que nos predispone a disfrutar una experiencia insólita.

'La familia de Pascual Duarte', de Camilo José Cela 
Así empieza. “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo."
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque quien interpela a ese anónimo ‘señor’ y, de paso, a nosotros, tal vez haya hecho cosas atroces, pero sabe cómo captar nuestra atención y merece ser escuchado.

'Me llamo rojo', de Orhan Pamuk 
Así empieza. "Encuentra al hombre que me asesinó y te contaré detalladamente lo que hay en la otra vida".
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque quien nos invita a participar en una investigación criminal que se promete apasionante es la propia víctima, ya cadáver, y a cambio está a punto de compartir con nosotros los secretos del más allá.

'El túnel', de Ernesto Sábato 
Así empieza. “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el universo de ficción de Ernesto Sábato irrumpe desde la primera línea para suplantar a nuestro universo. Ya no estamos en el mundo que conocemos, sino en uno distinto en el que todos parecen saber quién es Juan Pablo Castel y cómo y por qué mató a María Iribarne.

'Cien años de soledad', de Gabriel García Márquez 
Así empieza. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque abarca un océano de tiempo, toda la vida de un hombre, en apenas una frase que viene a ser como esa breve secuencia de ‘Ciudadano Kane’ en la que el personaje de Orson Welles se asoma a la muerte añorando el trineo que tuvo de niño.

'Una habitación propia', de Virginia Woolf 
Así empieza. “Pero, me diréis, te hemos pedido que nos hables de las mujeres y la novela. ¿Qué tiene que ver eso con una habitación propia? Intentaré explicarme".
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque incluso una disertación académica, un ensayo sobre literatura escrita por mujeres, puede arrancar con la precisión, la inteligencia y el misterio de las mejores novelas.

'Yo, Claudio', de Robert Graves 
Así empieza. “Yo, Tiberio Claudio Druso Nérón Germánico Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido por mis parientes, amigos y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio", o "Claudio el Tartamudo" o "Clau-Clau-Claudio", o, cuando mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir ahora esta extraña historia de mi vida”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el emperador romano al que todo el mundo menosprecia y que no comete el error de tomarse a sí mismo demasiado en serio ha conseguido ganarse nuestro interés y nuestra simpatía desde la primera frase.

'La metamorfosis', de Franz Kafka 
Así empieza. “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque viene a ser como el ejemplar microcuento de Augusto Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), pero con la promesa de saciar nuestra curiosidad y contarnos a continuación la historia completa.

'Moby Dick', de Herman Melville 
Así empieza. “Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque a Ismael le espera la Ballena Blanca, va a participar de una de las odiseas más apasionantes y atroces de la historia de la literatura. Y se adentra en ella con la frívola arrogancia de la juventud y con una mirada virgen.

'Scaramouche', de Rafael Sabatini 
Así empieza. “Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque nuestro mundo está tan loco como el de Scaramouch y queremos compartir con él el don de la risa, intuyendo desde ya que, por supuesto, se trata de un enorme patrimonio.

'Las intermitencias de la muerte', de José Saramago 
Así empieza. "Y al siguiente día no murió nadie".
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque el título y la primera línea reman con eficacia en la misma dirección, la de preocuparnos por la idea de que la muerte deje de cumplir con su deber y pase sin previo aviso a ser intermitente.

'Pálida luz en las colinas', de Kazuo Ishiguro 
Así empieza. “Niki, el nombre que al final le pusimos a mi hija menor, no es un diminutivo, sino un acuerdo al que llegué con su padre. Por paradójico que parezca, era él quien quería ponerle un nombre japonés, pero yo, tal vez por el deseo egoísta de no recordar el pasado, insistí en un nombre inglés. Al final, consintió en ponerle Niki, pensando que ese nombre tenía ciertas resonancias orientales”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque estas tres frases dedicadas a un detalle en apariencia trivial invitan a leer entre líneas y parecen arrojar muchísima luz sobre el pasado, la intimidad y los desencuentros de la pareja que forman esa mujer oriental y ese hombre británico.

'Trópico de Capricornio', de Henry Miller 
Así empieza. “Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio, ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque desde el principio nos imaginamos la Villa Borghese, con su higiene y su orden sofocantes, como una especie de sucursal del infierno. Y porque queremos asomarnos a ese baile de solitarios y difuntos que nos propone Henry Miller.

'Todo lo que no te conté', de Celeste NG 
Así empieza. “Lydia está muerta. Pero eso es algo que ellos aún no saben”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque en solo 14 palabra caben “ellos”, cabemos nosotros (lectores y cómplices) cabe esa Lydia de la que nada sabemos aún y cabe también el terrible secreto del que se nos acaba de hacer partícipes.

'Ciudad de cristal', de Paul Auster 
Así empieza. "Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él".
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque es puro Auster. Están ahí, larvados y envasados al vacío, la imposibilidad de comunicarse, la soledad, el peso abrumador del azar y los problemas de identidad de sus personajes casi siempre a la deriva.

'El extranjero', de Alberto Camus 
Así empieza. “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.”
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque hay humor, hay cinismo y hay melancolía en esta concisa declaración de supremo desdén por el mundo.

'Alguien voló sobre el nido del cuco', de Ken Kesey 
Así empieza. “Están ahí fuera. Chicos negros vestidos de blanco que se esconden de mí para tener relaciones sexuales en el pasillo y luego lo limpian todo antes de que pueda descubrirlos en pleno acto”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque pronto aprenderemos que ‘el Jefe’ está loco, es uno de los internos de un hospital psiquiátrico de Oregón. Él va a ser quien nos cuente la historia, y cuanto antes nos familiaricemos con su locura, mucho mejor”.

'Matadero cinco', de Kurt Vonnegut 
Así empieza. “Todo esto sucedió, más o menos”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque casi cualquier relato es, en el fondo, una pequeña o gran mentira, y nadie nos miente más que quien promete contarnos toda la verdad. Como diría José Mota, “si te digo la verdad, te miento”.

'Corazón tan blanco', de Javier Marías 
Así empieza. “No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque nos seduce, nos intriga y nos sumerge en universo turbio de pérdida de la inocencia, de niñas con pulsiones suicidas que crecen para asomarse a duras penas a algo parecido a la normalidad.

'Paraíso', de Toni Morrison 
Así empieza. “Primero disparan a la chica blanca. Con las demás, pueden tomarse el tiempo que quieran. En el lugar donde están, no hace falta que se den prisa. Se encuentran a 27 kilómetros de una población que, a su vez, está a 145 kilómetros de la más cercana. En el convento habrá seguramente muchos escondrijos, pero hay tiempo y el día acaba de empezar”.
¿Por qué engancha desde la primera frase? Porque las dos primeras frases nos dejan ya en un horrorizado estado de alerta. Y el resto nos transmiten con precisión quirúrgica la indefensión de las víctimas, la gélida y cruel parsimonia de los verdugos, la soledad del páramo dejado de la mano de dios en que perpetran sus crímenes.

domingo, 2 de julio de 2017

Probatio diabolica

Javier Marías, hoy:

"Se está deslizando en nuestro pensamiento la mayor perversión imaginable de la justicia, a saber: que corresponda al acusado probar algo, y no al acusador, que es a quien toca siempre demostrar que un reo es culpable. Que la carga de la prueba recaiga en el acusado es lo que se ha llamado, con latinajo, probatio diabolica, algo propio de la Inquisición y nunca de los Estados de Derecho. Aquélla consideraba que si un reo confesaba, era evidentemente culpable; y si no lo hacía ni bajo tortura, también, porque significaba que el diablo le había dado fuerzas para aguantarla. Hace años me encontré con una versión moderna de ese “razonamiento”, en el caso de un librero juzgado por pederastia en Francia. “Lo propio de todo pederasta”, arguyó el juez, “es negar los cargos en primera instancia”. “Y lo propio de los no pederastas también”, le escribí a ese juez. “¿O es que pretende usted que un inocente no niegue tamaña acusación, siendo falsa?” Soy contrario a prohibir nada, pero ruego a todo el mundo (periodistas, guionistas, escritores, locutores, abogados y hasta incriminados) que evite siempre la expresión “demostrar su inocencia”. Porque si no, poco a poco, acabaremos creyendo que eso es lo que nos toca hacer a todos y que además es factible. Y no lo es, es imposible."

domingo, 25 de junio de 2017

Programación neurolingüística de la mentira

La parte derecha de la cara suele ser la que indica imaginación y mentira y la segunda memoria y verdad

1. Expresiones expletivas que indican búsqueda de tiempo al principio de una respuesta a pregunta, por ejemplo, repetir una pregunta sencilla en todo o en parte antes de contestarla, o mostrarse despistado: "¿Quién, yo?" También repitiendo en la respuesta la misma pregunta.
2. Entre alumnos, niños o jóvenes: ver que los labios se sonríen de lo que uno está diciendo, desmitiéndolo.
3. Jusfificarse innecesariamente, dar explicaciones innecesarias, largas y detalladas (indica sentimiento de culpabilidad o nervios, o entrenamiento y preparación de la mentira). Un criminal soltará de inmediato su coartada, por ejemplo, sin que se lo pidan o sin que se cree el contexto de la misma. Una persona que tiene que recordar se toma su tiempo en estructurar los detalles.
4. Tocarse el cuello. También lo hacen los primates. Indica culpabilidad.
5. Uso de sobreafirmaciones: "Honestamente, yo no hice eso. Sinceramente, yo salí a las tres. La verdad es que estaba allí a las tres". Cuando se dice la verdad no se sobreafirma nada, porque no se siente la necesidad de autoconvencerse de lo que está diciendo. "¿Por qué llegaste tarde? La verdad es que había mucha congestión de tráfico". Este tipo de respuestas refleja la necesidad del mentiroso de conseguir seguridad, de autoconvencerse de estar en los cierto, de sentirse seguro.
6. Los que dicen la verdad se ofenden u ofuscan si les dicen que mienten y cuestionan esas sospechas; pero los mentirosos permanecen tranquilos y fríos, se ponen a la defensiva y lo niegan todo. Además, si se cambia de tema y sigue molesto y ofendido es que es sincero, pero si se le detecta aliviado, tranquilo y cambia el chip con una nueva actitud por pasar a otro tema, es mentiroso.
7. Los mentirosos suelen ser muy rotundos y categóricos afirmando o negando algo. Los sinceros no lo son tanto.
8. Los mentirosos suelen contradecirse en detalles de poco fuste: antes se coge al mentiroso que al cojo: "Él... digo, ella". "Lo que quiero decir es que"
9. Uso de sílabas recortadas, reducción de posesivos (mi, yo, mío) por temor a comprometerse. Se nota un deseo de desvincularse.
10. Abuso del modo subjuntivo, el modo de lo irreal
11. Abundancia de información incidental que no tiene que ver con el testimonio y los hechos y de forma extensa.

domingo, 5 de marzo de 2017

Orwell y el estilo

Jaime Rubio Hancock "Los seis consejos de George Orwell para escribir mejor" en El País, 5-III-2017:

El lenguaje político está lleno de tópicos y vaguedades

A menudo se dice que no hay reglas para escribir bien. Pero no es cierto. Por ejemplo, ayuda tener a mano las seis normas que propuso George Orwell. Las recordaba su hijo, Richard Blair, en una entrevista que le hizo Bernardo Marín y que publicaba EL PAÍS hace unos días.

1. Nunca uses una metáfora, símil u otra frase hecha que estés acostumbrado a ver por escrito.

2. Nunca uses una palabra larga si puedes usar una corta que signifique lo mismo.

3. Si es posible eliminar una palabra, hazlo siempre.

4. Nunca uses la voz pasiva cuando puedas usar la activa.

5. Nunca uses una expresión extranjera, una palabra científica o un término de jerga si puedes pensar en una palabra equivalente en tu idioma que sea de uso común.

6. Incumple cualquiera de estas reglas antes de escribir nada que suene estúpido.

Orwell las incluyó en un ensayo titulado Politics and the English Language (La política y el idioma inglés), publicado en 1946 en la revista Horizon. El artículo criticaba sobre todo el lenguaje político, pero sus consejos se pueden aplicar a cualquier texto. Por ejemplo, The Guardian lo citaba hace unos años para criticar cómo escribimos en internet. Y también puede servir para cualquier idioma, a pesar de que el punto 4, el que se refiere a la voz pasiva, se puede aplicar con más frecuencia al inglés.

Para el autor británico, esta preocupación por el lenguaje no es ni "frívola" ni "exclusiva de los escritores profesionales". Cuando uno se libra de los malos hábitos al escribir, “puede pensar con más claridad y pensar con claridad es el primer paso hacia la regeneración de la política”.

Tópicos imprecisos

En opinión del autor británico, los problemas principales de muchos textos son dos: las imágenes trilladas y la falta de precisión. Cuando escribimos, hay que dejar que “el significado escoja a la palabra y no al revés”, afirma. Hay que hacer un esfuerzo y pensar antes de comenzar a juntar letras, para evitar así “las imágenes desgastadas o confusas, todas las frases prefabricadas, las repeticiones innecesarias, y las trampas y vaguedades”.

En los textos que critica se acumulan “metáforas moribundas”, de las que ya se ha abusado tanto que han perdido su significado. Pensemos, por ejemplo, en “arden las redes”. Otro vicio habitual, según Orwell, es el de usar términos pretenciosos con la intención “de dar un aire de imparcialidad científica a juicios sesgados”, además de “palabras que carecen casi de significado”.

Por ejemplo, términos como democracia, socialismo, libertad, que a menudo se usan con “significados diferentes que no se pueden reconciliar entre sí”. No es lo mismo leer información sobre noticias falsas en un texto del New York Times que en unas declaraciones de Donald Trump, que se ha apropiado de esta expresión, fake news, para calificar todos los titulares que no le gustan.

Paradójicamente, otra palabra que no significa lo mismo según quien la utilice es orwelliano, usada por "críticos de todos los bandos", tal y como publicaba el New York Times en un artículo que mencionaba que este texto es, junto con 1984 y Rebelión en la granja, uno de los más influyentes de Orwell.

Defender lo indefendible

Como ya hemos apuntado, a Orwell le preocupa especialmente lo mal escritos que estaban los textos políticos, algo que no podemos decir que haya cambiado mucho. Orwell pone ejemplos que suenan muy actuales, como hablar de “pacificación cuando “se bombardean poblados indefensos desde el aire” o de “traslado de población” cuando “se despoja a millones de campesinos de sus tierras”.

“Un orador que usa esa clase de fraseología ha tomado distancia de sí mismo y se ha convertido en una máquina” que intenta “defender lo indefendible”, escribía Orwell. Lo que consigue es que “las mentiras parezcan verdaderas y el asesinato respetable”. Como recordaba Steven Pinker en The Sense of Style, esta abstracción tan vaga acaba deshumanizando.

martes, 24 de enero de 2017

La retórica de Trump

Víctor Lapuente Giné "20.000 lenguas", en El País, 24-I-2017:

Trump y otros políticos instintivos conocen mejor cómo funciona el cerebro humano que sus sesudos contrincantes

Para entender las lenguas viperinas, hablemos con lingüistas. Y con científicos cognitivos. Pero los hemos ninguneado. Los demócratas frente a Trump —y, en general, los intelectuales frente a los populistas— hemos aplicado la lógica cartesiana convencional: datos serios frente a emociones primarias, verdad frente a posverdad.

Políticos y analistas hemos diseccionado escrupulosamente la realidad. ¿Cuáles son las políticas que preocupan a los ciudadanos: sanidad, educación, las consecuencias económicas del Brexit? Hemos intentado seguir las encuestas. Los populistas han intentado cambiarlas.

Y han tenido éxito. Porque Trump y otros políticos instintivos conocen mejor cómo funciona el cerebro humano que sus sesudos contrincantes. Es la tesis del lingüista George Lakoff quien, durante años, ha tratado infructuosamente de influir en la estrategia del Partido Demócrata. Sus mensajes son sencillos. Haríamos bien en escucharlos también a este lado del Atlántico.

La primera clave es dibujar el marco del debate. No caer en el encuadre del adversario, como cuando atacamos con datos objetivos propuestas alocadas de cerrar las fronteras o construir muros. Al atacar, nos sometemos a su marco de discusión. Si no queremos algo, no lo discutamos. Si te digo: “No pienses en un elefante” (título de uno de los libros de Lakoff), lo que haces es pensar en… un elefante. Hablemos pues de burros o mariposas. De lo que nos interese. ¿Cómo?

Ahí viene la segunda recomendación: plantea los asuntos con valores, no con hechos. Por ejemplo, en lugar de defender una ley o regulación que los populistas quieren eliminar, apela a la necesidad de proteger a los ciudadanos frente a las eventualidades. No digas que quieres mantener un determinado status quo legal o constitucional. Di que quieres proteger a los ciudadanos.

Repítelo. Y vuélvelo a repetir. 20.000 veces. Esa es la tercera lección. Las repeticiones nos aburren, pero solo al 2% de nuestro cerebro. El restante 98% es pensamiento inconsciente. Y a ese le gusta más la repetición que el caramelo a un niño.

Así ha llegado Trump a la Casa Blanca. Así debería salir

domingo, 18 de septiembre de 2016

El procedimiento Reid y las técnicas inquisitoriales para inducir la mentira en un interrogatorio.

Para forzar la mentira existen numerosas técnicas. He aquí algunas en I y II

I

La técnica Reid, ¿la verdad importa?

Nueve pasos son todos los que se necesitan para recopilar la información necesaria de un sospechoso que oculta información. Los definió la técnica Reid, un método para aplicarse en interrogatorios desarrollado a lo largo de 50 años por la compañía norteamericana John E. Reid & Associates. Los pasos que ha de seguir el entrevistador son:

1. Confrontación: Se empieza por asegurarle al sospechoso que se cuentan con las evidencias suficientes para demostrar que es culpable. En realidad, no tiene por qué ser así, aunque el entrevistador no puede demostrar lo contrario en ningún momento.

2. Desarrollo del tema: Se buscan motivos que pudieran justificar el delito para minimizar la responsabilidad del culpable. Se puede implicar a un tercero o mostrar complicidad asegurando que hay situaciones en las que es normal que se llegue a perder los nervios.

3. Interrupción de negaciones: El entrevistador se encarga de evitar que el acusado niegue su culpabilidad, mermando así sus defensas. La repetición del mecanismo puede hacer que disminuya el énfasis en la declaración de inocencia.

4. Superación de objeciones: El acusado comenzará a justificarse divagando en los motivos por los que no cometió el delito. Puede utilizarse esa explicación excesiva para justificar su culpabilidad.

5. Acaparamiento de la atención del sujeto: Se ofrece al acusado apoyo y comprensión, a modo de establecimiento de un vínculo emocional. Una actitud de escucha, acompañada de palabras con las que se invita al acusado a sacar cualquier cosa que tenga dentro, por muy negativa que pueda ser.

6. Potencial quiebre del sujeto: Tras haber perdido las defensas que mantenían al entrevistado en la negación, es normal que se desmorone y caiga en el llanto. El entrevistador puede hacer una lectura de arrepentimiento de esa actitud y aprovecharla para obtener conclusiones.

7. Pregunta alternativa: Se enfrenta al acusado a una pregunta con dos alternativas, del tipo: “¿Lo planeaste o te acorraló un impulso?”. Con cualquiera de las dos respuestas, el entrevistado asume su culpabilidad, aunque una de ellas la aminora.

8. Desarrollo de la confesión verbal: Con la defensa derribada, ha llegado el momento de dejar hablar al acusado y añadir las ideas necesarias para que exteriorice todo lo ocurrido.

9. Declaración escrita de la confesión: Se utiliza el registro de todo lo relatado a lo largo de la sesión para escribir la declaración.

El método Reid, que se utiliza en todo el mundo, cuenta con una demostrada eficacia y son muchas las confesiones previas al interrogatorio obtenidas con su utilización, como en el caso de Dessey. Aunque hay países, sobre todo europeos, que la rechazan por la directibilidad que guía el interrogatorio, que puede reducir la validez de la confesión. Los que la critican consideran que su objetivo no es encontrar la verdad, sino desequilibrar los mecanismos de respuesta racional del investigado hasta llegar a la contestación que se necesita para condenarle. Las horas de encierro quizás pueden llevar hasta un punto en el que la confesión de la acusación se convierta en algo más sencillo que su negación.

II

Javier Bilbao, "Las astutas (y perversas) tretas de los inquisidores para lograr confesión", en JotDown

Imagínese que está viviendo en torno a los siglos XIII a XVIII, año más año menos, se encuentra en su casa disfrutando de todas las comodidades que podría ofrecer una casa por aquella época, y entonces llegan unos agentes del Santo Oficio y lo acompañan de malas maneras ante un tribunal. Allí se le informa de que alguien le ha acusado de un delito de herejía, castigado con penitencia, cárcel o muerte. A continuación el inquisidor le menciona uno o dos nombres y le pregunta que si los conoce. Si responde que no, entonces de acuerdo a las leyes de tan peculiar tribunal usted ya no tendrá derecho a recusarlos alegando enemistad, pues no puede uno llevarse mal con quien no conoce. El testimonio de ellos será entonces considerado válido y ya lo sentimos, ahí acaba todo, posiblemente también su vida.

Pero supongamos que hubiera dicho que sí. En tal caso el inquisidor le habría preguntado a continuación «si sabe que haya dicho el tal algo contra la fe». Si responde que no, entonces estaría liberando de sospecha a su acusador, lo cual sería francamente malo para sus intereses, de forma que en un rapto de lucidez opta por decir que sí. 

En ese momento viene la tercera pregunta: ¿Es amigo o enemigo suyo? Ahí a pesar del creciente nerviosismo tal vez intuyó que si decía que era enemigo entonces su acusación de que dijo «algo contra la fe» perdería credibilidad, así que afirma que no hay enemistad con él. Craso error. En tal caso ya no podrá recusar su testimonio. Así que recapitulemos: hay que responder afirmativamente a las dos primeras preguntas y «enemigo» en la tercera. Bien, de momento se ha librado, el problema es que el proceso contra usted solo acaba de empezar…

Un proceso que convertía a Kafka en realismo social y que tuvo una sofisticada metodología, unas motivaciones que le permitieron pervivir durante siglos y unos autores intelectuales. En torno al año 1376 el inquisidor general de Aragón Nicolao Eymerico redactó un libro que alcanzaría una notable influencia, el Directorium Inquisitorum, también conocido posteriormente como Manual de inquisidores, para uso de las inquisiciones de España y Portugal. Además de servir de inspiración para Malleus Maleficarum o Martillo de brujas, del que ya hablamos en su momento, su principal aportación fue convertirse en eso mismo que señalaba su título, siendo reimpreso en varias ocasiones a lo largo de los siglos. Un compendio que debía aleccionar a todos los inquisidores, mostrándoles no solo las normas legales a seguir sino también una serie de estratagemas, técnicas de manipulación y sofismas con los que consolidar su posición ante cualquier posible crítica y alcanzar la máxima eficiencia en salvar las almas —a costa de sus cuerpos, eso sí— del mayor número posible de sospechosos. Dado que los bienes de los condenados por herejía eran requisados y pasaban a cubrir las necesidades y el sustento de los inquisidores, no era de extrañar que mostrasen tanto celo en su labor. ¿Y si con ello terminaban condenando a algún inocente? Eymerico se apresura a despejar cualquier asomo de mala conciencia en sus lectores:

El que se acusa, faltando a la verdad, comete a lo menos culpa venial contra la caridad que a sí propio se debe, y miente, confesando un delito que no ha hecho. Mentira que es más grave, siendo dicha a un juez que pregunta como tal, y así es pecado mortal.

Curioso razonamiento sofístico: si algún inocente fuese condenado tras confesar delitos no cometidos debido a las artimañas y el tormento de sus inquisidores, sería igualmente merecedor de la condena por haber mentido. Además, añade el autor, «si sufre con paciencia el suplicio y la muerte, alcanzará la corona inmarcesible del martyrio». Hasta le hacen un favor y todo. Así que los jueces podrán ir a calzón quitado contra todo el que se les pongan por delante, pero no era desde luego el único sofisma que empleaban para blindar su posición. Como recordarán algunos lectores, en El nombre de la rosa el inquisidor Bernardo Gui (que realmente existió y escribió otro manual de inquisidores) comenzaba su exposición señalando que uno de los indicios de estar actuando al servicio del demonio era negar que se estuviera actuando al servicio del demonio, con lo que no dejaba muchas salidas a cualquiera a quien quisiera señalar… Pero siguiendo con Eymerico, nos advertía también de que una vez dictada la condena era peligroso mostrar cualquier tipo de clemencia:

Como lo acredita el caso siguiente, que presencié yo propio en Barcelona. Un clérigo condenado junto con otros dos hereges pertinaces, estando ya metido en las llamas, clamó que le sacasen, que se quería convertir, y en efecto le sacaron, quemado ya por un lado. No diré si hicieron bien o mal; lo que sé es que de allí a catorce años se supo que seguía predicando heregías, y que había pervertido mucha gente, y preso fue entregado al brazo seglar, y quemado.

La ejecución además debía ser pública, asegurándose de lograr el mayor número de asistentes, aunque se procuraba cortar antes la lengua del desdichado para que no escandalizase con sus juramentos:

Me tomaré con todo la libertad de decir que me parece muy acertado celebrar esta solemnidad los días festivos, siendo provechosísimo que presencie mucha gente el suplicio y los tormentos de los reos, para que el miedo los retrayga del delito. (…) Este espectáculo penetra de terror a los asistentes, presentándoles la tremenda imagen del Juicio Final, y dejando en los pechos un afecto saludable, el cual produce portentosos efectos.

Tipos de cargos y procedimiento.

Así que como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia, una vez decidido que determinado número de personas ha de ser castigada ya solo falta decidir por qué motivo. La invocación del demonio, la hechicería, la adivinación, la sodomía, la bigamia y el bestialismo eran buenas razones, aunque también podían ser causa de condena otras más aparentemente laxas como la blasfemia. En la que podía incurrirse por ejemplo expresando en voz alta el dicho «tan malo está el tiempo, que Dios mismo no puede ponerlo bueno». Hacer chistes sobre Dios, la fe y los santos tampoco era recomendable y luego estaba la grave cuestión de lo que se decía durante las borracheras: ahí nuestro autor distingue entre los «enteramente borrachos» y los que «no estén más que alegres», que ya no tendrían perdón. Así mismo consideraba condenable utilizar los textos de las Sagradas Escrituras en «galanteos para requebrar a una muger», un método de ligar del que hasta ahora no habíamos tenido noticia y que habrá que probar. Pero si achicharrar a alguien entre las llamas por lo anterior ya es un tanto cuestionable hay otro apartado que, francamente, no nos parece nada bien. Según afirmaba ufano «se conocen con mucha facilidad los que invocan al demonio por su mirar horroroso, y su facha espantable, que proviene de su continuo trato con el diablo». Es decir, lisa y llanamente, era capaz de enviarte a la hoguera por feo.

Una vez cometida la herejía, el Santo Oficio podía tener conocimiento de ella mediante tres vías: por acusación, por delación y por pesquisa. El primer caso es el que mencionábamos al comienzo, que se distingue porque el acusado puede conocer los nombres de sus acusadores. Pero esto podía dar lugar a represalias, así que la institución ofrecía la oportunidad de delatar a alguien desde el anonimato. Curiosamente en tal caso, explica Nicolao, «cuando la delación hecha no lleva viso ninguno de ser verdadera no por eso ha de cancelar el inquisidor el proceso». Respecto a las pesquisas, consistían en patrullas por todas las casas, aposentos y sótanos, para cerciorarse de que no hay en ellos herejes escondidos.

Los sospechosos de herejía eran según el caso citados ante el tribunal o capturados y llevados por la fuerza. En el caso por ejemplo de que el acusado huyera a otra población, el tribunal debía enviar un modelo de formulario a sus autoridades ordenando su captura, que detalla nuestro autor y que difiere bastante del tono burocrático y anodino de la prosa administrativa contemporánea. Era el siguiente:

Nos, inquisidores de la fe, a vos …, natural de tal país, tal obispado. Siempre ha sido nuestro más vivo deseo que ni el javalí del monte, esto es el herege, devorase, ni los abrojos de la heregía sofocasen, ni el ponzoñoso aliento de la sierpe enemiga envenenase la viña del Dios de Sabaoht (…) Este mal hombre cometiendo más y más delitos, arrastrado de su demencia, y engañado del diablo, que engañó al primer hombre, temeroso de los saludables remedios con que queríamos curar sus heridas, negándose a sufrir las penas temporales para rescatarse de la muerte eterna, se ha burlado de Nos, y de la Santa Madre Iglesia, escapándose de la cárcel. Pero Nos, deseando con más ardor que primero sanarle de las llagas que le ha hecho el enemigo, y anhelando con entrañable amor traerle a dicha cárcel, para ver si anda por el camino de las tinieblas o el de la luz, os ordenamos y exhortamos que le prendáis, y nos le enviéis con suficiente escolta.

Una vez ante el tribunal se le hacían las preguntas citadas y se usaban contra los testimonios con los que se contase. Los testimonios de otros herejes eran válidos pero solo si incriminaban a alguien, no si lo exculpaban. Asimismo si algún testigo inicialmente había considerado inocente a alguien pero tras el debido tormento lo acusaba, solo se tenía en cuenta esa segunda deposición. ¿Cuál era entonces la reacción de los inculpados? Nicolao nos advierte contra las fingidas lágrimas fruto de su astucia, no de su inocencia. Por ello enumera diez prácticas de los acusados contra las que todo inquisidor debe estar prevenido:

– Usar el equívoco.
– La restricción mental.
– Retorcer la pregunta.
– Responder maravillados.
– Usar tergiversaciones.
– Eludir la contestación.
– Hacer su propia apología.
– Fingir vahídos.
– Fingirse locos.
– Afectar modestia.

Pero el juez tiene a su vez otras armas de la inteligencia con las que neutralizarlas que el maestro Eymerico nos proporciona en su manual. 

La primera es «apremiar con repetidas preguntas a que respondan sin ambages y categóricamente a las cuestiones que se le hicieren». 

La segunda es hablar con blandura, dando ya por cierta la acusación, haciendo ver al reo que ya lo sabe todo y que en realidad es una víctima engañada por otro, de manera que cuanto antes confiese antes podrá volverse a casa. 

Una estratagema que puede complementarse con la tercera, que consiste en hojear cualquier papel de interrogatorios anteriores mientras se afirma categóricamente «está claro que no declaráis verdad, no disimuléis más», haciéndole creer así que en ellos hay pruebas contra él. 

La cuarta es decirle al sospechoso que se tiene que hacer un viaje muy largo, por ello es mejor que confiese ahora, ya que si no tendrá que permanecer todo ese tiempo retenido en la cárcel hasta la vuelta del juez, y será peor. 

La quinta será multiplicar las preguntas hasta encontrar alguna contradicción. 

La sexta es ganarse la confianza del acusado ofreciéndole comida y bebida, visitas de familiares y amigos a su calabozo y prometiéndole reducir la pena si confiesa. En este punto considera lícito mentir y hacer promesas ilusorias. 

La séptima consiste en compincharse con alguien de confianza del reo para que le sonsaque la verdad con complicidad, incluso haciéndole creer que es de la misma secta. En este caso debe haber un escribano escondido tras la puerta que tome nota de la confesión del sospechoso, de producirse. 

Si todo lo anterior no funcionase, entonces se recurrirá a la cuestión del tormento. Para ello propone usar el instrumento de tortura llamado potro. De él había dos variantes, en una se ataban brazos y piernas tirando en direcciones contrarias hasta lograr el dislocamiento de los miembros, y en la otra atar el cuerpo y las extremidades tensando cada vez más la cuerda hasta que atravesase la piel y provocara desgarros en la carne. Aunque se muestra partidario de estas prácticas, Nicolao advierte de que deben usarse con cautela para no provocar la muerte del acusado. Al fin y al cabo ya está para eso la hoguera.

La confesión de culpabilidad acababa produciéndose tarde o temprano, en un punto u otro. No había escapatoria. 

Si una vez dictada la sentencia el culpable apelaba contra ella, nuestro severo inquisidor de Aragón nos regala otro razonamiento circular al respecto: la apelación se estableció en beneficio de la inocencia y no para ser apoyo del delito, un condenado no es inocente pues por algo ha sido condenado, y por lo tanto alguien que no es inocente no puede tener la oportunidad de apelar. Tal argumentación a él le convencía, así que punto final. Y si la lógica y la razón nos impiden darlo por cierto… ¿No serán entonces la lógica y la razón instrumentos del demonio?

domingo, 20 de septiembre de 2015

Las faltas de estilo, tan graves como las de ortografía

I

Álex Grijelmo, "Lección de estilo", El País, 7-IX-2015:

En 'Estilo rico, estilo pobre', Luis Mangriyà elige unos ramilletes de faltas de lengua o de estilo y se detiene en cada uno con mucha profundidad y paciencia

Los libros que comentan errores lingüísticos suelen incluir una cierta variedad de imprecisiones y desatinos, con explicaciones en general someras sobre cada palabra agredida. Luis Magrinyà, nacido en Palma hace 54 años, acaba de hacer lo contrario: su obra Estilo rico, estilo pobre elige apenas unos ramilletes de faltas de lengua o de estilo y se detiene en cada uno con mucha profundidad y harta paciencia. Por ello, no se ajusta mucho al contenido del libro el subtítulo que la editorial ha situado en la portada: ‘Todas las dudas: guía para expresarse y escribir mejor’. Ese afán comercial por presentar como un manual de dudas lo que es un ensayo más profundo sobre el estilo hará quizás algo por las ventas, pero da un trato injusto a la obra. Magrinyà, filólogo de formación, colabora en EL PAÍS y eldiario.es; ha sido traductor y editor, y trabajó para la Real Academia Española.

Los primeros capítulos de su libro se detienen en los “verbos finos” que suelen sustituir a otros más usuales, no siempre con ventaja (“posee algo de caspa”, “realizar cosquillas”, “¿tienes la exclusiva?, interrogó Víctor”…), así como en algunas construcciones que los traductores de novelas en inglés nos han dejado como absurda herencia y que se encuentran ya en cualquier autor español, pero rara vez en la vida real (“sacudió la cabeza”, “masculló unas palabras”, “mantener el secreto”…). Sin olvidar verbos “inexistentes” hasta el punto de que no sabemos cómo manejar su régimen preposicional: ¿se dice “tamborileó los dedos”, o “tamborileó con los dedos”, o “tamborileó la mesa”, o “tamborileó contra la mesa”? Se ignora, porque ese verbo sólo aparece en las novelas, sin correspondencia con el estado real de la lengua. Es el mismo caso de “perlar”, que nadie utiliza en sus conversaciones. Y hasta tal punto los escritores se copian entre sí (sin saberlo) que Magrinyà documenta en ocho novelistas distintos la oración “gotas de sudor perlaban su frente”.

El libro va avanzando así entre rasgos de estilo denunciados por su escaso gusto, por su inexactitud o por su torpeza, siempre con agrupaciones de ejemplos que nos permiten deducir unos orígenes comunes y entender que tales fenómenos no son casuales.

Cada capítulo incluye abundantes citas de escritores a quienes las musas desatendieron en algún instante. Entre ellos nos topamos con algunos de los más grandes; y también con el propio Magrinyà, en un ejercicio de autocrítica que aliviará sin duda a los autores llevados a la palestra.

El libro compone con todo ello una reflexión entretenida y útil para los lectores que ya hayan pasado por otras obras de mayor menudeo, y ofrece una lección de estilo y de léxico para quienes tienen la escritura como oficio o vocación.

Estilo rico, estilo pobre. Luis Mangriyà. Debate. Barcelona, 2015. 267 páginas. 19,90 euros.

II

Luis Magrinyà, entrevistado por José Andrés Rojo, “Prefiero una prosa neutra y desafecta”. El escritor muestra en 'Estilo rico/estilo pobre' algunos de los despropósitos en los que incurren los que quieren hacerlo bien cuando se ponen a escribir, El País, 17-VI-2015:

Todos aquellos que se lanzan a escribir unas líneas procuran hacerlo de la mejor manera posible. Pero no siempre aciertan. El afán de impactar, el gusto por determinadas palabras, la abusiva utilización de giros… o lo que sea: a poco que uno sea consciente está ya embarcado en el afán por tener un estilo. Luis Magrinyà (Palma de Mallorca, 1960), escritor de ficciones —Habitación doble (Anagrama) es su último libro— y editor (en Alba), llevaba ya tiempo observando cómo se materializan las cosas que cada plumilla considera que quedan bien. Y un buen día se puso a ordenar sus consideraciones, llenas de humor e ironía, de sutileza y contundencia, y las fue publicando por entregas, primero en El Diario y luego en la edición digital de EL PAÍS. Ahora las ha reunido en Estilo rico/estilo pobre, y esta entrevista, para evitar los deslices que disecciona en su libro, se hizo por correo electrónico.

PREGUNTA. ¿Por qué le dio por ocuparse del estilo?

RESPUESTA. Me voy a poner supercursi, pero este libro es algo que hacía muchísimo tiempo que llevaba dentro. Es ante todo un libro de experiencias y, en este sentido, y en tantos otros, como en el trabajo de observación y composición, no lo distingo de cualquier libro de ficción que haya o hubiera podido escribir. Es el resultado de bastantes años de estudiante, lector, escribiente, lexicógrafo y editor, de todo lo que me ha ido saltando a la vista en mi experiencia en esos ámbitos: principalmente, la loabilísima voluntad de estilo que tenemos a la hora de escribir y la cantidad de recetas, conscientes e inconscientes, ingeniosas y trilladas, que aplicamos para hacerlo bien. En parte, el libro es una especie de registro crítico de esas recetas.

P. ¿Dónde ha encontrado las meteduras de pata más llamativas?

R. Sin pretenderlo realmente, me ha salido un libro que trata casi más de literatura que de lengua. Una de las cosas que siempre me han llamado la atención es la carpintería de los diálogos en las novelas, donde la profusión inaudita de verbos que significan decir (“arguyó”, “aseveró”, “espetó” y mil más) con tal de no decir “dijo” es muchas veces disparatada. Pero no solo eso: toda esa gestualidad repetida (“miró fijamente”, “se encogió de hombros”, “arqueó un ceja”, “respiró entrecortadamente”…) a menudo revela, más que tics lingüísticos, todo un catálogo de pegotes narrativos que podría llevarnos a plantear la credibilidad del mismo diálogo como “recurso”.

P. Se ha fijado en las palabras y en la manera de colocarlas una detrás de otra, ¿pero dónde cree que está lo verdaderamente importante en una obra literaria? Borges contaba que llegó un momento en que renunció a las sorpresas de un estilo barroco y a los finales imprevistos y que prefirió dedicarse a la preparación de una expectativa o un asombro. ¿Qué papel juega el estilo en el marco de una estrategia narrativa?

R. Oh, ¡supongo que mucho! Y ¡tantas veces en sentido contrario! Imagino que cada plan requiere su estilo y que es trabajo del estilista encontrarlo, no perderlo y que tampoco se le vaya de las manos. Y es posible que cada historia tenga su género y que la gracia esté en saber identificarlo. Desgracia, de Coetzee, por ejemplo, me parece un ejemplo de género sobredimensionado y mal elegido; a mí las desventuras de un profesor de universidad a raíz de sus vicisitudes con una alumna me dan para una comedia, no para una tragedia histórica. Personalmente, como yo en la literatura busco ideas, y quizá una historia, nada más, prefiero una prosa neutra y desafecta, con complicaciones pero funcional, ajena a la creatividad lingüística, con la cadencia mínima y por supuesto nada sonora.

P. Otro asunto es el de la traducción. Es habitual considerar que hay algunas zonas oscuras, y que no hay forma de trasladar determinadas cuestiones de una lengua a otra.

R. Llevamos varios siglos de desconfianza en el lenguaje humano, que en el XX se acentuó particularmente, y es algo que no solo afecta a la traducción. Por ejemplo, esa tendencia quejosa a considerar que hay experiencias, cosas —o palabras en otro idioma— que no pueden expresarse, o traducirse. Algo tan terrible o intenso o sutil que queda fuera del alcance de nuestra lengua maldita y lisiada. Esto va al menos desde la célebre Carta de lord Chandos hasta la psicodelia. Yo, francamente, no me lo creo. Pienso que parte de una especie de mito edénico donde el lenguaje tendría una relación natural y leal con las cosas, y de la consecuente decepción, para mí digna de mejor causa. Es posible que en un idioma no haya palabra para una cosa, o que no la haya en un idioma para una que existe en otro; pero, si no hay una, a lo mejor hay dos, o tres, o una oración o todo un párrafo; y, si no, nos sentamos, lo hablamos, nos miramos, hacemos gestos, nos tocamos…, y estoy seguro de que así lo resolvemos. Estoy totalmente en contra de hacer un drama de los fenómenos lingüísticos.

P. ¿Y el poder? ¿No pensamos y nos comportamos en función de latiguillos que el uso de la lengua nos da servidos?

R. Esa es otra vertiente de la desconfianza, la —digamos— política. Lo que decía Victor Klemperer de la lengua del Tercer Reich: el lenguaje piensa, habla por nosotros. Interiorizamos, automatizamos expresiones lingüísticas que no son más que manipulaciones ideológicas. La escuela lingüística de la pragmática permitió hacer una distinción esencial entre significado y sentido (el significado de “hace calor aquí” es el que es, pero su sentido puede ser “enciende el aire acondicionado”) y observó que rara vez un enunciado es puramente descriptivo. La teoría de género vería después cómo un enunciado como “eres un niño” o “eres una niña” puede formularse o entenderse como un imperativo, una orden (“¡sé un niño!”, “¡sé una niña!”). Todas estas ideas no solo son razonables, sino, estoy convencido, ciertas. Pero me resisto a admitirlas como una fatalidad.

P. ¿Qué hacer, entonces, contra esas imposiciones?

R. Creo que es posible poner trabas a estas manipulaciones, sacar a la conciencia lo inconsciente, resignificar, citar en vez de decir, parodiar, contraatacar, educar en la constitución puramente convencional del lenguaje. Y todo esto mediante el mismo lenguaje. ¿Qué otra cosa es buena parte de la literatura? Fíjese en esta frase de un joven poeta, Óscar García Sierra: “Creo que me siento solo, pero necesito una segunda opinión”; y fíjese en el partido que se saca ahí de una expresión manida, puro discurso repetido, como es “segunda opinión”, simplemente recolocándola fuera de su contexto habitual… y ¡revelando espléndidamente su condición de convención!

P. Por lo que veo hay salidas para dinamitar las trampas en las que nos meten las palabras…

R. El lenguaje humano está preparado para alcanzar unos niveles de sofisticación extraordinarios. Y no hace falta ir a la literatura. Pensemos en el lenguaje del ligue: todo ese decir sin decir, esas insinuaciones, esos rodeos, esos sobreentendidos o dobles sentidos, ese trabajo portentoso del ingenio… o, si hay acuerdo para jugar a eso, ¡esas guarradas! ¿No es sencillamente maravilloso? En fin, que soy totalmente partidario de una consideración optimista del lenguaje humano… y, ya de paso, de las guarradas.

P. En uno de sus pecios, Ferlosio comenta que los hallazgos realmente felices de una obra literaria no son producto de la elaboración, sino que irrumpen por azar, y destaca una ocurrencia de Cervantes (“la más amorosa expresión de gratitud carnal que pueda concebirse en prosa castellana”, escribe): “Lavar quiero a un galán las pocas barbas que tiene con una bacía llena de agua de ángeles, porque su cara es como la de un ángel pintado”. Me gustaría, para terminar, que nos regalara un par de este tipo de perlas.

R. Una puede ser del mismo Ferlosio, una cita con la que encabecé uno de mis libros: “… y en cuanto al afirmar en redondo, ¿cómo que ‘en redondo’? ¡Ni en redondo ni en cuadrado ni en triangular ni en nada!” (es de Esas Yndias…). Otra la sacaría de Los hermanos Karamázov, que tiene uno de los narradores más brillantes, parlanchines y desatados de la historia de la novela. Por ejemplo: “Y hasta empezó a gimotear. Era un sentimental. Era malvado y sentimental”. Y en la página 972, donde llega a decir: “Pero no voy a describir los detalles”.


III

Prólogo de Estilo rico/estilo pobre. Luis Magrinyà. Debate. Barcelona, 2015. 224 páginas. 19,90 euros.

Lo prudente es dar vueltas y más vueltas a las cosas estas de las palabras echando los condimentos con que las cocinamos en el horno del propio magín. Claro que para ello cada maestrillo tiene su librillo y cada cocinero sus recetas. Las que nos trae aquí Luis Magrinyà me parecen muy oportunas para ayudarnos a escribir mejor, simplemente porque él ha sido cocinero antes que fraile: cocinero haciendo diccionarios durante muchos años, que es como lo conocí; porque lo de escribir novelas debe venirle de siempre, aunque yo lo haya visto con este hábito solo cuando colgó los de la cocina.

Vuelve a ponerse ahora de cocinero para ayudarnos a prescindir de algunos tics adquiridos inconscientemente al escribir. Y da buenas razones para hacerlo, que nada tienen que ver con perdonarnos la vida por nuestras equivocaciones o con exhibir ante nosotros la actitud heroica de quien pretende salvar el mundo de la lengua de su irremediable degradación; tampoco se lanza al universo de las esferas de los principios y reglas con que se organizan todos los idiomas del mundo... Vayamos pues confiados a la cocina del autor del libro ––a la cocina de la escritura, entendámonos–– y dejémonos ayudar, incluso quienes no somos ya principiantes, en el empeño de mejorar nuestra manera de expresarnos.

Lo primero que hemos de hacer será alejarnos de la elección automática y espontánea de las palabras, como la que practicamos (sé que me la juego acudiendo a este verbo tan lleno de peligros) llevados por la urgencia, la desidia o la comodidad, que conduce a esa «lengua global y plana, incolora e insípida», contaminada por una uniformidad que afecta al propio escritor, si no sabe «desprenderse de la baba, de la crisálida, de esa pesadilla mercantil que consiste en reproducir el discurso que se oye en todas partes..., fracturar el vidrio de la realidad y cortarse con él».

Luis Magrinyà ha sabido cortarse ––y hacer que nos cortemos sus lectores–– con los vidrios de esa otra realidad del uso, alejada de la confortable sensación que produce un mundo en orden, en que se nos dan las cosas hechas. No se trata, como he dicho antes (quien lea el libro entenderá por qué no he huido del verbo decir sustituyéndolo, pongo por caso, por señalar), de dar con la armazón lógica de la lengua, sino de prevenirnos del riesgo que existe cada vez que nos aventuramos a elegir dentro de las posibilidades que nos ofrece, pues algo tiene de aventura esto de escribir y aun de hablar. Una aventura en la que podemos perder, tanto por carta de más como por carta de menos.

No basta con ser reflexivos; no es suficiente con poner toda la atención en las cosas y elegir, pues el mero hecho de hacerlo no augura un acierto. Lo demuestran los ejemplos tomados en su mayor parte de buenos escritores, Luis entre ellos. Se trata de ejemplos que se mueven entre esos dos ejes que vertebran una lengua: el que, si no se me asusta el lector, llamaré paradigmático, abierto a cualquier elección, y, dicho con la misma cautela, el sintagmático, que va condicionando nuestra libertad para dar con las combinaciones esperables de palabras, aunque nos permita romper de vez en cuando ––a veces con no poco riesgo–– con ellas. Saber elegir en el primero de los ejes con el término oportuno y atreverse a romper con el esperable, en el segundo, es la solera en que se asienta esta guía para escribir bien.

Con ello se va mucho más allá de lo que suele preocuparnos a quienes tenemos el gusto por la escritura. Empezando por desvelar que a menudo lo que suele tomarse como un lenguaje rico es solo fanfarria, mero floripondio, pues el derroche no es en esto, como en casi todo, una virtud. Si se admite la convención razonable y extendida de evitar una prosa pobre, ruidosa y cansina, que se origina por la repetición, se aclara también que con ello se pueden hacer no pocos estropicios. Evitar la repetición de verbos tan frecuentes y de sentido tan general como hacer, tener, dar o decir, sustituyéndolos por sinónimos suyos, no solo no sirve muchas veces para hacer la prosa más expresiva, sino que la convierte, por el contrario, en más imprecisa e incoherente.

Si tuviera que seleccionar algunas páginas de esta obra serían las que se refieren a los verbos parlanchines o, vamos a ponernos serios, a los declarativos. Para tomar una buena distancia y poder entender mejor sus problemas, se llega incluso a abrir una ventana al inglés, cuyas convenciones no son siempre las mismas que las de nuestra lengua. Como no lo son tampoco, por otros motivos, las posibilidades del euskera, tal y como lo muestra Bernardo Atxaga:

Cuando un lector lee, en castellano, una novela con mucho diálogo, es muy probable que no vea los continuos dijo, respondió y replicó del texto. Las palabras están ahí, pero le ocurre con ellas lo que con los árboles de su paseo favorito: que las ha leído tantas veces que ya no repara en ellas.

Escribiendo en euskera, yo no tengo problemas con dijo (esan) o con respondió (erantzun); pero empiezo a tenerlos con replicó (arrapostu) debido a que esta palabra no le es familiar al lector, porque se trata de un árbol que conoce, pero que nunca ha visto en ese paseo. Así las cosas, el escritor vasco sabe que su lector se detendrá en esa palabra, que supondrá una interferencia.

Yo diría que la primera obligación de un lenguaje literario es no molestar. Y ahí es donde, por falta de antecedentes [...] nos duele.

No se asuste el lector, que no pienso suplantar a Luis Magrinyà desvelando ahora el secreto de cómo trata estos y otros problemas. ¡Para eso está el libro! Aunque se puede inducir de qué va todo esto por medio de un texto antológico de Rafael Sánchez Ferlosio referido a practicar, verbo que, sirviendo en apariencia para huir de un comodín, se convierte a su vez en un comodín más incómodo aún:

Realizar, efectuar, practicar, son con frecuencia infectos comodines sustitutivos del verbo llano y central hacer. En esta huida de las palabras llanas suele haber, a mi juicio, una motivación ritual, a veces hilarante [...]. Nunca dirán [los prospectos de ciertos productos de farmacia] «Hacer un agujero en el costado de la lata», sino que se esmerarán en inefables formulaciones como ésta: «Practíquese un orificio en la parte lateral del recipiente». Y si la función del rito es proteger el límite, lo que el lenguaje de esos prospectos trata de imbuir al consumidor es como una parada, como una actitud de distancia, respecto de la cual cualquier acceso desenvuelto y familiar sería un allanamiento. Claramente se oye la connotación de circunspecta mediatez de «practicar un orificio», frente a la confianzuda inmediatez de «hacer un agujero». El lenguaje ritual parece aquí sustituir virtualmente todo directo echar mano de la cosa por un indirecto tomarla mediante pinzas cuidadosas y especializadas. «Hacer un agujero» es una villanía brutal y desconsiderada hacia un producto de conspicua calidad, irreverente violación del respeto que pretende merecer. En una palabra «hacer un agujero» no es practicar un rito, «practicar un orificio» sí lo es.

Tiene Ferlosio toda la razón al explicar cómo para evitar el empleo de un verbo de sentido tan general como hacer se logra un falso tono formal en un escrito, a la vez que se entorpece la comprensión. Se trata de los mismos caminos por los que discurre este libro.

Las combinaciones de las palabras son uno de los soportes más seguros del andamiaje que sustenta un estilo. Se entiende así que uno de los mayores elogios que se han hecho recientemente, y con razón, de la manera de escribir de Joan Barril sea que «Tenía el don de saber juntar bien las palabras». Se trata de un proceder que alcanza su punto álgido en el momento en que un escritor pretende dar por primera vez con una nueva combinación, que no carece de consecuencias, tal y como nos explica don Miguel de Unamuno:

Nuestro gran escritor Valle Inclán, potentísimo estilista, gusta repetir que uno de los mayores triunfos de un gran artista de la palabra consiste en ayuntar por primera vez dos palabras que hasta entonces no se habían visto juntas y que ese ayuntamiento resulte natural y luminoso, casar dos vocablos y que el casamiento sea amoroso y fecundo. Y yo creo que para casar así por vez primera dos imágenes, o si se quiere, dos voces, es muchas veces preciso descasarlas antes de otras con las que estaban mal maridadas, que se requiere un divorcio previo para ese nuevo matrimonio. Lo primero es liberar a ciertos epítetos de sustantivos de los que parecen esclavos. Hay asociaciones verbales que han nacido [...] con el lenguaje mismo, y que son asociaciones infantiles; hay metáforas archiseculares o presión de siglos, encarnadas en la etimología misma de los vocablos de que nos servimos. Y hace falta el divorcio de la paradoja para dejar a los vocablos libres para nuevos enlaces metafóricos.

Este es el juego: casar y descasar las palabras, si bien en no pocas ocasiones lo que surja, aunque termine prendiendo, puede sonar finalmente a falso. El peligro está en convertir una elección en una convención narrativa, que por mucho que se repita una y otra vez, no nos libra de nuestra desorientación, al encontrarnos sin saber cómo se construye. Este es un indicio de que unas cuantas palabras que están en el diccionario hemos de mirarlas con cierta prevención, como si tuvieran un defecto de fábrica.

Pero, fuera ya de esos casos de patología sintáctica, el novelista se adentra por el ancho dominio (¿qué le voy a hacer si me pide el cuerpo lo de ancho dominio?) de las convenciones que se enseñorean de la lengua, a través de unos cuantos ejemplos de escritores conocidos. Más que la precisión o la exactitud en la exposición del pensamiento, lo que se consigue muchas veces es la adscripción a un determinado estilo. Y aquí nos acecha la pedantería, expuestos como estamos a acudir a combinaciones del tipo de obscur con horizon, de grottes con profondes, de vaporeuses con fontaines, tratando de recrear el estilo del romanticismo francés, cuando no se tiene el genio de Mallarmé para dar con l’hiver lucide, saison de l’art serein. A menos que lo hagamos a propósito, como hace Juan Carlos Onetti al escribir «luego de atravesar un río de barro y de sueñera...», con un choque de palabras que es un guiño a un poema de Jorge Luis Borges sobre la Fundación mítica de Buenos Aires, cuyo comienzo es: «¿Y fue por este río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria?».

Saliéndonos de juegos como estos, el caso es que usamos (y abusamos de) unas cuantas combinaciones que dan grima. Ciertamente «todo clisé o fórmula literaria, aun el corazón desgarrado o el océano eterno, fue alguna vez hallazgo original; y cuando uno comienza a escribir y a pensar en un nuevo idioma podrá uno creer que inventa imágenes y metáforas altamente originales, sin comprender que son fórmulas ya gastadas», pero, al convertirse en previsibles y estar fatigadas por el uso, pierden su fuerza y se devalúa en ellas la pretendida riqueza de la expresión. De ahí que podamos sentir como detestables «cosas ya desde el epíteto con que nos las encarecen: las de honda raigambre, las de genuino sabor local». ¡Y tantas más! Pues, como dice un buen amigo, la primera vez que se da con una buena combinación es un lujo, la siguiente un homenaje, la que viene después una deuda razonable; a partir de aquí se convierte en algo realmente infumable.

Aunque no todo sea riqueza en el lenguaje pretendidamente rico, este no existiría si no fuera por contraste con el pobre, al que, según Luis Magrinyà, «nos lleva la indolencia, el automatismo, el desconocimiento (perezosamente no remediado) de las posibilidades de la lengua», ejemplificándolo, sobre todo, por medio de los anglicismos ––tantas veces imperceptibles–– que van cambiando poco a poco el entramado léxico de nuestra lengua, arrojando de él usos que no debieran relegarse al olvido. No voy a añadir otros agravios a los que supone la mediocre expresividad de los préstamos banales (que no se reducen a su aparición en el lenguaje burocrático, sino que se apalancan en la propia prosa literaria). Ni me voy a permitir repasar aquí cómo se remacha en los tres capítulos referentes a algunos asuntos gramaticales esta «falsa oposición que a veces se crea entre lengua literaria y lengua normal». Ni desvelaré esas páginas finales del libro en que se muestra, con un enfoque que no suele ser el corriente, el caldo en que se cuecen los eufemismos y los disfemismos. Son muchas más las cosas que me han interesado de esta obra. De un modo particular los ejemplos que el escritor (que ejerce también de traductor, ¡y se nota!) prueba en su propia cocina, sin que encierre sus secretos bajo siete llaves.

Tras la lectura de este libro se puede entender bien la fragilidad de una lengua (y la consiguiente inseguridad de sus usuarios) en la que para solucionar algunos graves problemas del uso, contamos fundamentalmente con esa especie de guía de teléfonos que son los diccionarios. Siendo estos instrumentos utilísimos, en la misma medida en que lo son los servicios de urgencias de los hospitales, no me parecen los idóneos para ayudar a quienes tratan, más que de aprender a escribir bien, a no escribir mal, convencidos de que une phrase n’est pas un acte inconscient, analogue à la manducation et à la déglution d’un homme pressé qui ne sent pas ce qu’il mange. Si algo queda claro en las páginas que siguen es que un diccionario no es la lengua, sino un imperfecto plano de ella, cuyos datos no siempre son iluminadores.

Estilo rico, estilo pobre de Luis Magrinyà es un complemento imprescindible de las gramáticas y los diccionarios cuya lectura no se debería procrastinar (espero que se entienda la ironía con que me sirvo de este verbo tan absurdo), pues sirve para cumplir el consejo que da un personaje de la película de El buen pastor, tan adecuado también para escribir bien: «saber mirar detrás de las palabras». En los pliegues de estas late una larga y compleja historia que explica las razones de nuestros usos. Con una parte de esta historia más reciente se cuenta en este libro. Estoy seguro de que será de una gran utilidad para todos, empezando por quien lo acaba de prologar con tanto gusto.

JOSÉ ANTONIO PASCUAL

IV 

Introducción de Luis Magrinyà:

Introducción

Siempre me ha gustado la lengua. En el colegio se me daba bien, como la literatura y los idiomas, y siempre me pareció que estas tres cosas estaban muy relacionadas. (Ya sé que esto es una obviedad, pero precisamente este librito trata de obviedades, y de cómo tantas veces las tomamos por oscurísimos arcanos.) Luego estudié Filología Hispánica y me especialicé en Literatura, algo que, si pudiera volver atrás, seguramente ahora no haría (creo que ahora elegiría Lingüística, campo en el que tuve entonces al menos un excelente profesor, Josep A. Grimalt). No fui docente más que una vez, cuatro semanas en un curso de español para extranjeros. En 1989, cuando ya había escrito —que no publicado— un pequeño libro de cuentos, entré a trabajar en la Real Academia Española, en el equipo de redacción de la 22.ª edición del Diccionario de la lengua española. Anticipo que en las páginas que siguen habrá cierta algarabía en torno a esta venerable institución, pero también confieso agradecido que los nueve años que trabajé allí fueron muy importantes para mí.

Mi primer jefe, Emilio Lorenzo, con el que estuve más tiempo, era un sordo genial, al que recuerdo con inmenso afecto (murió en 2002) y del que aprendí muchísimas cosas que han dejado su estela en estas páginas. Había sido el primer catedrático de Lenguas Modernas en España, algo que no le había resultado fácil en el mundo de la universidad española de la década de 1950, dominado por el hispanismo y el grecolatinismo más aguerridos. De él aprendí que muchas palabras españolas, pese a su apariencia románica, no vienen directamente del latín o el griego, y que los conductos intermedios son a veces decisivos... tanto que a algunos les ha dado por deformar las etimologías con tal de no admitir que una palabra viene de otro idioma (véase la antológica y ya casi entrañable etimología que da el DRAE de zapeo: «Adapt. del ingl. zapping, con infl. del español zape [voz que se usa para ahuyentar a los gatos...]»). También aprendí a ser prudente con los neologismos: de hecho, él, que anotaba cualquier palabra nueva aunque solo fuera a durar dos días, lo era mucho menos que yo. ¡Había que convencerle de que no fuera tan moderno! En cualquier caso, lo que más se me quedó grabado de estos años fue que muchos hechos lingüísticos —la transmisión de una palabra, su vigencia, sus cambios de forma, función y significado— son infinitamente maleables, que están sujetos a imprevisibles fenómenos de desaparición, transformación y reaparición, que la lengua, en fin, como él decía, está en constante «ebullición».

En mis últimos años en la RAE tuve otro jefe, José Antonio Pascual, que centró mi atención además en otras cosas. También este librito le debe mucho a él. Me enseñó a desconfiar, en la justa medida, de los diccionarios: uno está habituado, por toda una tradición lexicográfica, a ver en las entradas en negrita alfabéticamente ordenadas de un diccionario una especie de registro acreditativo, que se consulta para saber si existe una palabra y qué significado(s) tiene, para asegurarse, en fin, de que cuenta con un certificado —si no una autorización— de existencia. Sin embargo, un buen diccionario debería dar fe también de las condiciones de vida de las palabras: estas existen, sí, pero en comunidad, se usan, se construyen, se asocian unas con otras con unas relaciones convencionales de dependencia, a veces muy estrictas aunque en ningún caso violentas. Hay, por ejemplo, una relación especial entre el verbo «tener» y el sustantivo «ganas» en expresiones como «tener ganas», o entre «hacer» y «cosquillas» en «hacer cosquillas», tan especial que nos impide decir «poseer ganas» o «realizar cosquillas»; o entre el adjetivo «adicto» y la preposición «a» en «adicto a las drogas», tan especial también que nos impide decir «adicto hacia las drogas» (bueno, impedir, impedir, a algunos no se lo impide, como se verá en varios de los capítulos que siguen). Técnicamente esto se llama sintaxis léxica, y más específicamente colocaciones, fenómenos que, aunque rara vez con su nombre docto, irán apareciendo en estas notas, pues son a mi juicio decisivos para entender lo que es el estilo y, si cabe, para aspirar a él. Con José Antonio Pascual aprendí lo importante que es el verdadero uso de una palabra y la confusión a la que, tantas veces a su pesar, inducen muchos diccionarios: empecé a ver que la distinción entre lo que es fijo y lo que es variable en una lengua tiene grandes consecuencias estilísticas. Con el tiempo, llegaría a la conclusión de que esta distinción es necesaria a la hora de escribir o expresarse bien.

Después de estos tributos y tecnicismos, quizá sorprenda que declare ahora que las páginas que siguen no son el trabajo de un filólogo. No lo son, pero para eso necesito volver a la biografía. En 1995, cuando ya había conseguido publicar dos libros de cuentos y tres o cuatro traducciones del inglés, empecé a colaborar como editor de una colección de clásicos universales en Alba Editorial. En 1998 dejé la Academia y desde entonces me he dedicado principalmente a editar y —mucho menos— a escribir. Llevo, pues, bastantes años frente a una mesa llena de papeles en los que fluctúa la literatura, los suficientes para hacerme una idea práctica de qué entendemos que es esa cosa para muchos tan intangible y, para muchos más, tan ansiada. Por supuesto es algo difícil, no lo negaré. Pero mi experiencia como editor de cientos de traducciones y como autor de cierto número de páginas —si no otra cosa, algo elaboradas— me ha llevado a desdramatizar una buena cantidad de enigmas. Es posible que haya influido aquí una circunstancia familiar: el español no es mi lengua materna (lo es el catalán), y tal vez por eso no tengo con él una relación sentimental, sino más bien de observador y aprendiz; desde esa distancia, tanto lo que es obvio como lo que es misterioso para los demás lo es menos para uno, o al menos no le nubla demasiado el entendimiento ni le remueve las vísceras.

Tengo una deuda enorme con los traductores literarios, sobre todo con los buenos... pero también con los malos. Los fenómenos de la lengua afloran con particular claridad cuando hay dos idiomas en juego, porque, ante las soluciones propuestas para la inevitable dificultad de escribir en un idioma lo que está escrito en otro, se hace muy visible la diferencia fundamental que existe entre lo lingüístico y lo estilístico, es decir, entre lo que es propio de una lengua y de sus mecanismos convencionales y lo que es propio de un tipo de estilo literario (que también puede ser convencional) o de un autor en concreto. Como tantas veces se toma una cosa por la otra, he acabado por pensar que una buena traducción es precisamente la que es capaz de hacer esa distinción, y lo mismo puede decirse de un buen texto literario escrito directamente en una lengua determinada. Una expresión como gentle rain, por ejemplo, con ese gentle que es todo delicadeza, no puede fascinarnos hasta el punto de querer traducirlo por «lluvia gentil» (algo que he visto en algunas partes); el conocimiento de hasta qué punto es convencional en inglés esta expresión nos servirá para encontrar una solución equivalente, donde la delicadeza siga presente pero se halle igualmente convencionalizada, como, por ejemplo, «lluvia suave». Cuando, en español, decimos de alguien que tiene el pelo «color caoba» no hacemos más que repetir, a pesar de la exquisitez cromática de tal combinación, un uso lingüístico; si dijéramos, en cambio, qué sé yo, que el pelo es de «color marta cibelina», se trataría de una aportación estilística personal. Estos ejemplos son muy evidentes porque pretenden ser didácticos: los apuros empiezan cuando los límites no están tan claros, o cuando creemos que podemos hacer usos estilísticos de meros usos lingüísticos (la «lluvia gentil» o el ya mencionado «poseer ganas» en vez de «tener»).

Los pormenores que se irán revelando en estas páginas proceden en su mayor parte de observaciones hechas con el tiempo, desde mi posición de editor y de autor. Estos dos personajes suelen vigilar la naturaleza literaria de un texto y, si pueden, procuran que no se les desencamine, extralimite o pierda. Así que, al fin y al cabo, los textos que aquí siguen tratan tanto de lengua como de literatura: tratan, sobre todo, de literatura dudosa. Por eso decía antes que no es éste realmente el trabajo de un filólogo, sino el de alguien que lleva bastante tiempo alejado de los estudios filológicos, pero a quien, empujado por vocación y oficio a leer, escribir y corregir, le han ido saltando a la vista a lo largo de los años cierto número de prácticas repetidas a la hora de crear (o destruir) estilo. No se me escapa que el conjunto de estas anotaciones y comentarios pertenece al género de «librillo de maestrillo», pero al menos espero que este «maestrillo» deje ver que lo que le inspira no son los principios sino las consecuencias: no, en todo caso, los principios académicos y de las instituciones de la lengua y la literatura, sino los efectos de una labor práctica y continuada, yo diría que artesanal, sobre cosas que le interesan personalmente y hasta le encantan. Yo lo veo como un libro de experiencias.

A veces no es tan obvio que el instrumento de la literatura sea la lengua; uno de los propósitos de este libro es hacer hincapié en tal obviedad. A un artista plástico —incluso a uno conceptual—, a un cineasta, a un bailarín, a un músico solemos exigirle conocimiento y dominio del medio con que trabaja; no veo por qué con la gente que escribe no haya que hacer lo mismo. Parece existir la presuposición de que, a diferencia del lenguaje de otras artes, quien escribe aplica una aptitud innata, común, compartida por todos: todos, en efecto, o casi todos, hablamos (también porque casi todos hablamos, las discusiones sobre asuntos lingüísticos suelen ser tan acaloradas). Pero casi todos también tenemos brazos y piernas y no nos creemos ni traumatólogos ni cirujanos. Un poco de observación clínica es lo que pretendemos y querríamos recomendar aquí. Pensar la lengua, nos gustaría demostrar, es la primera condición del estilo. No es tan difícil al fin y al cabo y en esta operación no todo, ni mucho menos, requiere saberes técnicos.

Todas las palabras que sabemos —desde mesa hasta arracimarse— las hemos aprendido en alguna parte. Cierto es que el lugar donde aprendimos mesa puede ser inocuo a efectos estilísticos; pero no lo es el lugar donde aprendimos arracimarse. Recordar de dónde ha sacado uno las palabras (o los usos lingüísticos en general) es un ejercicio saludable porque puede ayudarnos a evitar connotaciones no deseadas, influencias inconscientes que moldean y determinan nuestra expresión. ¿Realmente queremos, al utilizar arracimarse, que nuestro estilo recuerde al de los textos, los autores donde descubrimos esta forma de decir, que, como la mayoría de ellas, implica una forma de pensar? ¿Qué textos, qué autores, qué estilos eran esos? ¿De veras queremos revivirlos? Lo importante, en todo caso, siempre es que uno no acabe diciendo, de una forma u otra, algo distinto —o directamente lo contrario— de lo que quería decir.

Respecto a esa posición de maestrillo con su librillo de la que he hablado antes, me gustaría decir algo más. Quiero recordar de nuevo el concepto de Emilio Lorenzo de «lengua en ebullición», que tan marcado me dejó, por lo que veo. Esta oportuna imagen alude a los fenómenos lingüísticos como parte de un proceso a veces impredecible y sobre el que —quizá sea esto más importante— debemos cuidarnos mucho de predecir. Emilio Lorenzo solía poner el ejemplo de la palabra embargo: esta palabra, bastante antigua en español, documentada ya en 1528, significaba primitivamente ‘embarazo, impedimento’ (con embarazo parece compartir rasgos etimológicos) y andando el tiempo empezó a especializarse en la acepción ‘retención de bienes por orden judicial’. En 1602 entra en el inglés sin adaptación gráfica, como españolismo crudo, embargo, con el significado de ‘prohibición de comercio, bloqueo’; y este significado inglés se traslada modernamente (incluso recientemente) al español y, de hecho, no solo entra en el DRAE en 2001 sino que se convierte en la primera acepción de la entrada: hace tiempo que no dejamos de leerlo en las primeras planas de todos los periódicos. Bien, estos viajes de ida y vuelta, estas metamorfosis que se producen en las palabras en cada puerto que recalan, estas vibraciones, ascensos y descensos de las moléculas de agua cuando entran en ebullición, son una buena advertencia contra los pronósticos en materia lingüística. El destino de los fenómenos de la lengua, y seguramente también del estilo, es difícil de profetizar, y por eso es siempre aconsejable considerar con sabio escepticismo todo aquello que se empeña en fijarlos, normativa incluida.

La normativa, ahí quería llegar. Pondré otro ejemplo: en un intento, en mi opinión bastante infame, de adaptar al español la fonética y la grafía de la palabra whisky, el DRAE introdujo en 1992, no creo que con mucha base documental, la forma güisqui. Emilio Lorenzo decía que, si en los bares hubiera que hacer los pedidos por escrito, al que escribiera güisqui le cobrarían el doble por paleto. Sin embargo, en nuestros días, un ensayista moderno y poco sospechoso de paleto, Eloy Fernández Porta, escribe en sus libros cosas como güisquicola o como jebi (por heavy), sin duda por insolencia. Es decir, así como en algunos casos escribir güisqui puede atribuirse a un ciego y solemne acatamiento de la inventada norma académica, y en ciertos autores incluso —por ejemplo Sánchez Dragó, que lo escribe mucho— como reivindicación de las esencias patrias, en otros la intención no tiene nada que ver ni con el patrioterismo ni con el casticismo. Incluso una grafía puede alcanzar rango de estilo, porque está diciendo algo más de una palabra que su simple significado: está adoptando una posición, no cabe duda. Pero lo interesante aquí es ver cómo no solo diacrónicamente, es decir, a lo largo de la historia de una lengua, pueden darse tendencias diversas, complementarias o contradictorias, sino que también sincrónicamente, en un momento dado de la historia de esa lengua, esas tendencias coexisten.

¿En qué lugar deja eso la labor prescriptiva? Uno de los fenómenos más atacados hoy por los prescriptores y amigos de los prescriptores es, por ejemplo, la neutralización que parece darse entre los verbos oír y escuchar. Y, sin embargo, la neutralización existe (unos aplican indistintamente ambos verbos), y convive con su condena (otros insisten en que escuchar debe reservarse para cuando significa ‘oír con atención’). Entrando más claramente en el terreno del estilo, pongo un ejemplo particular: a mí personalmente me suena ya a cansina e impronunciable la metáfora paréntesis en locuciones como paréntesis navideño, paréntesis estival, paréntesis vacacional, etc. Me consta que mi impresión no es compartida por todo el mundo, porque, de otro modo, no se diría tanto; es más: me consta que muchos escribientes ni se han parado a pensarlo. Pero ¿qué pasa si uno da la señal de alarma y dice públicamente que estos paréntesis son una cursilería? Pues que unos dirán que tiene razón, otros que no, y otros ni siquiera la oirán. Nada garantiza que la voz de alarma apague el incendio: puede que nadie le haga caso, puede que los bomberos lleguen tarde o puede incluso que se declaren en huelga. Pero, mientras haya alguien que diga que hay que diferenciar entre oír y escuchar, o que ya está bien de paréntesis, el estilo debería tener en cuenta esta conflictividad... y tomar partido consciente. Y, si no lo hace conscientemente, al menos debería saber que lo hace, de todos modos, inconscientemente. No se sabe al final quién ganará la partida —y esperamos ser jugadores lo suficientemente limpios para aceptar con deportividad el resultado—, pero, mientras haya partida, tenemos derecho a atacar y a contraatacar. La coexistencia en la lengua de tendencias opuestas debe verse, a mi entender, como un hecho característico de la propia lengua.

Lo que ahora son capítulos fueron antes artículos publicados en el diario digital El Diario y en la edición digital de El País, entre diciembre de 2012 y noviembre de 2014. Y, aunque este libro no deja de ser, en efecto, una recopilación, se ha podido introducir en él cierto orden. Su idea principal es qué hacemos con la lengua con tal de expresarnos y escribir bien, con tal de encontrar el «estilo», y de ahí ha resultado una organización en cuatro partes.

La primera de ellas, «Estilo rico», tiene un título irónico. Aquí se tratan buena parte de las aspiraciones, loabilísimas, de los estilistas: riqueza, variedad, belleza, precisión, matización, funcionalidad, intensidad y hasta energía. Pero iremos viendo cómo no siempre estos nobles objetivos se persiguen por los caminos mejor orientados. Tienen, de hecho, su lado oscuro. Hablaremos de cómo el temor a las palabras «vulgares» y la buena voluntad de acceder a un registro elevado nos arrastran muchas veces a cómicas ultracorrecciones. Nos preguntaremos qué es la riqueza léxica y cómo la administramos, si como buenos, callados, cuidadosos gestores o como nuevos ricos, haciendo ostentación. Veremos cómo los sinónimos no son la panacea de la «variedad», como a menudo nos han dicho. Dudaremos de la pretensión del matiz o de la exactitud cuando de hecho no encubre más que incertidumbre, ociosidad o tics heredados de tradiciones noveleras. Expondremos casos flagrantes de obcecación en un vocabulario pretendidamente prestigioso pero que ha perdido realmente su significado o que ya no sabemos cómo se usa (y que, sin embargo, seguimos usando). Observaremos cómo el embellecimiento trillado, la cursilería, las simulaciones de «antigüedad» o «poesía», la redundancia, el énfasis innecesario confluyen, curiosamente, tanto en la prosa de altos vuelos como en la escrita por gente, digamos, poco leída. Nos asombraremos con mezclas de registros absurdas. Trataremos fórmulas descriptivas y narrativas que parecen funcionales pero realmente no lo son, aunque tradicionalmente hayan contribuido a «llenar» (incluso a definir) un texto literario. Admitiremos, a veces, la dificultad de reconocer lo puramente funcional, pero criticaremos la manía de decorarlo. Muchos aspectos del estilo nos llevarán, ciertamente, a indagar en la naturaleza de lo narrativo y lo literario.

En la segunda parte, «Estilo pobre», vamos a considerar justo lo contrario al ideal de escribir bonito. Todas las aspiraciones que se habrán mencionado en la primera, aun en sus grotescos desvíos, aquí ya ni siquiera asoman. El tema principal de estos capítulos es la falta de atención, de reflexión. Veremos dónde nos llevan la indolencia, el automatismo, el desconocimiento (perezosamente no remediado) de las posibilidades de la lengua. Hablaremos de polisemia forzada, de palabras comodín, que parecen servir para todo y no son más que usurpadoras de otras palabras más indicadas. Reconoceremos la dificultad de identificar los calcos de otras lenguas, sobre todo si la palabra calcada tiene un origen último griego o latino; pero protestaremos igualmente por las importaciones hechas sin pensar, que a veces parecen casos de abducción mental. Recordaremos la dilución de significado de ciertas palabras y nos maravillaremos de cómo insistimos en seguir usándolas aunque no tengan el menor sentido. Recordaremos también que cada lengua parcela la realidad a su modo, que lo que es genérico en una puede ser específico en otra, y que por tanto deberíamos saber identificar qué se requiere en cada ocasión. Buscaremos un poco de versatilidad, pero volveremos a sospechar de la consigna de «no repetir palabras» y de la obsesión por buscar sustitutos. No nos cansaremos de observar lo bien que queda muchas veces el conjunto vacío, lo no dicho, lo eliminado; creo que llegaremos a decir que el estilo consiste precisamente en la identificación de lo prescindible.

A lo largo de estas dos primeras partes habrán ido apareciendo diversos trastornos sintácticos y algunas «Cuestiones gramaticales» que en la tercera tienen título y espacio propio. Son tres capítulos dedicados, respectivamente, a algunos plurales raros, al indefinido todo y a las preposiciones: en ellos alternan las pretensiones del «estilo rico» con el simplismo del «estilo pobre». Sirven para ilustrar cómo hasta la morfología puede tener ínfulas: cómo hasta un plural puede aspirar a ser más «intenso» o «molón» que un singular o cómo somos capaces de creer que recurrir a una simple preposición nos hará más finos. Las preposiciones, significativamente, darán pie a destacar uno de los más frecuentes despistes de los aspirantes al estilo: la falsa oposición que a veces se crea entre lengua literaria y lengua «normal», y la traumática asimilación de neutralidad con coloquialismo o vulgaridad.

La última parte, «Sexo y violencia», es en realidad un apéndice en el que se reúnen dos artículos sobre las peripecias del lenguaje sexual y penal. En uno se trata esa vieja, y sin embargo vigente, falacia de «llamar a las cosas por su nombre», como si las cosas realmente nacieran con uno incorporado. En el otro se recuerda, incluso se celebra, la capacidad de la lengua de rebajar y atenuar, a través del cambio semántico, hasta lo más siniestro.

Los numerosos e imprescindibles ejemplos que propician estos comentarios proceden en su inmensa mayoría del banco de datos de la Real Academia Española (el corpus histórico o CORDE, el corpus actual o CREA, con textos desde 1974 hasta 2004, y hasta el antiguo fichero general) y de Google Libros, donde pueden hallarse traducciones, que lamentable e incomprensiblemente faltan en el banco académico, para el que parece que el español de las traducciones no es español. Para una investigación de largo alcance, estos dos recursos quizá serían limitados, y nos tememos que seguirán siéndolo mientras la Academia no centre sus esfuerzos (todos ellos: yo no imagino otro objetivo mejor y más necesario) en la conclusión de su diccionario histórico, un proyecto tantas veces abandonado y descuidado, del que disponen desde hace mucho tiempo la mayoría de las lenguas europeas. En todo caso, para los propósitos de este librito, la documentación disponible en estas dos fuentes creo que ha sido suficiente. Los ejemplos se citan con su referencia bibliográfica completa siempre que ha sido posible; en el caso de las ediciones digitales donde las páginas no están numeradas, se señala con la abreviatura « ed. digit.» (las consultas a fuentes digitales en internet se hicieron entre diciembre de 2012 y octubre de 2014).

Se ha intentado que la documentación sea lo más amplia y variada posible, aun a riesgo de parecer, en su heterodoxa mezcolanza, indiscriminada. Es un riesgo deliberado y medido: el cortejo de pretendientes que rodea al estilo es sumamente variopinto, y es ilustrativo ver cómo en él se juntan insignes e indocumentados. Hay hombres de letras laureados al lado de anónimos o casi anónimos asiduos de foros de internet, textos publicados por editoriales de prestigio conviven con otros publicados en formatos exclusivamente digitales o en editoriales sin fama, los escritores españoles e hispanoamericanos andan codo con codo con los traductores, y los fragmentos pertenecen a los más distintos géneros, como la novela, el ensayo, el periodismo, las memorias, la divulgación, la autoayuda, etc. Hay género «culto» y género «popular». Porque, como decía, pocos son los que escapan a la tentación del estilo, y porque, en fin, recurramos al refrán, en todas partes cuecen habas.

He dado las gracias ya, en particular y en general, a algunas de las personas que me han ayudado a conocer mejor los altibajos de la lengua y la literatura. Quisiera mencionar a otra, que es filóloga y escritora a la vez y a quien he mareado con muchas consultas: gracias, Lola Beccaria.