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sábado, 24 de julio de 2021

Peligros para una novela

Un guionista americano en Quora dice lo siguiente:

Es una pregunta demasiado general, como preguntarse qué es un buen coche. Depende de que vayas en el barro o en la pista de carreras.

Y con esto realmente depende del género. Más específicamente, lo que hace una buena historia.

Después de años de trabajar en el cine y escribir te puedo decir lo que la gente se queja:

1.) Escritura perezosa

2.) Falta de historia de fondo para el protagonista, así como la falta de motivaciones, así como talentos y habilidades realistas.

3.) Demasiado pasando. Demasiadas subtramas enrevesadas. Esto es especialmente cierto con la tendencia de las películas de superhéroes. Lo cual es realmente la falta de una historia directa y creíble.

4.) Está bien tener superhéroes o extraterrestres, pero las historias son en última instancia dramas humanos sobre sentimientos humanos con arquetipos humanos de nuestro inconsciente colectivo. demasiadas historias pierden de vista esto.

5.) El escritor tiene que hacer preguntas sobre la trama. ¿Por qué el villano no acaba de matar al héroe? ¿Por qué toda la trama elaborada cuando un simple asesinato con un silenciador más eficiente.

6.) Consistencia: Consistencia. Consistencia. Consistencia.

Los escritores (especialmente los guionistas) no establecen reglas consistentes para los poderes de los monstruos o héroes.

7.) ¡Saber cuántos disparos tiene un arma!

8.) La mayoría de los autores conocidos tienen algo significativo que decir. Observan el mundo actual y lo reflejan en la página. Tienen un mensaje o concepto que sobrenada. Como cómo Estados Unidos se está desmoronando. Aunque Borges escribe historias fantásticas, son comentarios sobre el estado de vida que vive dentro de un régimen corrupto y fascista.

Ahora para el otro lado:

Si algo te molesta o te preocupa de alguna manera, si encuentras una gran injusticia en el mundo es muy probable que un porcentaje de la población también lo haga. Aprende a azada para poner lo que odias en la página. Es algo poderoso.

La buena escritura te hace pensar. No responde a todas las preguntas de la vida, pero por lo general hace algunos comentarios conmovedores y perspicaces sobre el estado actual de las cosas.

No hay fórmula. Pero la habilidad se puede cultivar con el tiempo. la suerte y la providencia ayudan. Los buenos escritores pueden o no ser populares, pero si sientes la atracción de escribir, entonces por qué no probarlo. La crema sube a la cima.

sábado, 17 de julio de 2021

Los consejos de Poe para componer piezas literarias

"Los consejos de Edgar Allan Poe para escribir de forma original", por Vonne Lara,  25 de marzo de 2017:

Edgar Allan Poe ha fascinado a generaciones completas con sus obras. Sus cuentos y sus poemas son parte del imaginario colectivo y ha inspirado profundamente a creadores de todas las artes. Además de sus obras literarias también fue crítico y periodista.

Siempre vale la pena conocer los procesos creativos de los autores que admiramos, ya sea por mera curiosidad como por ajustar nuestros propios procesos al escribir. Como los consejos de Stephen King y otras recomendaciones que hemos recopilado en Hipertextual, tanto para leer más como para escribir más y mejor.

Así pues, Edgar Allan Poe escribió un ensayo titulado The Philosophy of Composition. En donde no solo explica su proceso creativo sino que pone de ejemplo el archifamoso poema El Cuervo para demostrar como la confección de esta obra no es producto de un "sutil frenesí". En sus palabras:

Escojo para ello "El cuervo" debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.

A lo largo del ensayo, que vale la pena leerlo completo, expone al menos siete importantes consejos para escribir poemas y novelas.

Conocer el final. Poe aconseja plantear el final de la obra "antes que la pluma ataque el papel" (claro, en nuestro caso de escribir en cualquier plataforma). Asegura que:

Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.

Establecer la dimensión. Poe expresa que debemos considerar el tiempo que llevará nuestra obra a ser leída. En cuanto a los poemas, dice que si son demasiado extensos para ser leídos en una sola sesión "los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente".

Establecer la impresión o efecto que se quiere conseguir. En este punto, Poe insiste en tener claro el efecto que se desea causar a los lectores y los alcances de la obra. Él dice que con "El Cuervo" tuvo "siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable". Vaya que lo logró.

Determinar el tono. El tono se refiere a todo aquello que tiene que ver con la actitud de la voz que se utiliza en una obra. Es decir, establecer cómo se contará la historia, puede ser: informal, solemne, irónico, por decir algunos ejemplos. Poe explica que la repetición obstinada de la famosa frase en "El Cuervo", "Nunca más" la eligió por su fonética tanto como por sus cualidades conceptuales. Su objetivo: conseguir un tono melancólico.

Determinar el tema y los personajes de la obra. Explica que para este punto se preguntó cual es el tema más melancólico de tos, uno que lo entiende universalmente la humanidad. "Respuesta inevitable: ¡la muerte!" Por tanto decidió escribir sobre "un amante que llora a su amada perdida".

Poe asegura que solo después de todas estas cavilaciones decidió tomar la pluma por primera vez para comenzar a escribir este poema que pasaría a la historia.

Establecer un clímax. Con los primeros trazos de la obra que estamos escribiendo, Poe aconseja establecer el clímax de la obra y, claro, alcanzar el final que ya establecimos. También dice sobre la originalidad:

no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.

Establecer el escenario. Este es un peculiar consejo pues muchas veces se establece como algo primordial por otros escritores. Sin embargo, Poe sugiere ocuparnos por este punto sólo hasta tener definidos los puntos anteriores, anteponiendo la intención, el final y el climax. Tal vez para ir tomando control de lo que deseamos escribir e instalar el escenario con la idea muy clara. Así lo explica de "El Cuervo":

Decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.

Así pues, en dicho ensayo sigue explicando el proceso creativo para su poema y nos da una idea clara de por qué habla de un "cálculo matemático", la razón por la que tomó determinadas decisiones en su obra no son producto de una simple inspiración sino pasos decisivos y concisos para conseguir lo que deseaba con esa obra. Grande, Poe.

sábado, 18 de noviembre de 2017

La utopía de las bibliotecas ideales

Jordi Llovet "La utopía de las bibliotecas ideales" El País, 17-XI-2017:

La democracia diluye los dogmas y el canon cambia según las épocas y los lectores. Siempre fue así. Hubo un tiempo en el que Tennyson merecía más espacio en las enciclopedias que Flaubert

Preguntarse hoy por una “biblioteca ideal” resulta casi una utopía, además de un anacronismo: este es el daño que le ha hecho a la producción literaria la mercadotecnia y la falta de un conocimiento consolidado por parte del lector común en materia de literatura.

Es posible que en la Grecia del siglo V existiera algo así como una “biblioteca ideal”, como lo atestigua la colección, perdida en buena parte pero documentada, de la biblioteca de Alejandría. Salvo en casos de pérdida irremisible de muchas obras de la antigüedad, aquella biblioteca helenística debió de poseer lo que la tradición había llegado a considerar la gran literatura en lengua griega. Sucedió lo mismo en Roma, cuyos “rollos” de escritura, aun cuando fuesen de una calidad literaria menos homogénea que la griega, demostrarían que los rétores, los gramáticos y los filósofos tuvieron claro qué era lo que podía considerarse ideal —de acuerdo con baremos religiosos, estéticos, políticos y didácticos—, y qué debía ser considerado non classicus, es decir, de poca categoría.

También en la Edad Media resultaron vigentes varios criterios, además del que concibió el de Aquino, tan aristotélico —ad pulchritudinem tria requirintur: integritas, consonantia, claritas—, para considerar qué era lo bueno, o lo ideal, y qué lo secundario, gracias a la autoridad de la compleja red de valores propia de los largos siglos tardorromanos, y luego neolatinos, basada primero en la teología cristiana, y luego en el no menos poderoso código —a partir del siglo XII—, de la sociedad caballeresca y feudal. La producción de literatura era entonces tan escasa, y se encontraba tan anclada en modelos que, directa o indirectamente, procedían del dogma cristiano, que era poco concebible la creación de poesía, teatro o épica contraria a una ideología y unos mitos que, como la realeza, se hallaban por fuerza impregnados de símbolos y argumentos predeterminados e ineludibles. Las bibliotecas medievales —dejando a un lado los clásicos conservados por las órdenes monásticas y las casas nobles— fueron casi siempre representaciones de un mundo simbólico en el que tenían un papel muy poco significativo las muestras “heréticas”, paganas o no canónicas, de expresión literaria.

Solo a partir del humanismo, o a partir de fenómenos como la invención de la imprenta, el redescubrimiento de la grandeza de las literaturas griega y latina, la consolidación de las lenguas vulgares, la labor de los traductores o el contacto frecuente entre hombres de letras de países muy diversos, solo entonces, y de un modo progresivo, la literatura proliferó de un modo extraordinario; y los marcos conceptuales, o los “campos” de lo literario se volvieron tan distintos, que surgió por vez primera, en nuestra civilización escrita, una enorme disparidad de criterios, de géneros literarios, de asuntos y de públicos lectores u oidores de lo que empezó a constituirse, con mucha entidad y cada vez mayor autonomía, el ámbito universal de lo literario.

A partir de los primeros siglos modernos, el panorama literario presentó tal variedad de formas, de recursos y de regulación estética, que ya entonces podría haberse iniciado la disputa —tan poderosa durante el siglo XVIII— acerca de lo clásico y lo moderno, lo bueno y lo malo, lo ideal y lo rechazable. Cada vez más, escribir se convirtió en un trabajo independiente de nuestra herencia clásica, y los libros, cuando ya eran propiamente los códices asequibles que seguimos usando, respondieron a criterios desgajados de todo dogmatismo, proclives a satisfacer gustos distintos, amigos de la novedad y la singularidad. No cabe duda de que los clásicos grecolatinos, o la propia Biblia, siguieron aquilatando una gran parte de las literaturas modernas y contemporáneas —véase Moby Dick, de Melville, por ejemplo, e incluso Ulysses, de Joyce—, pero esta influencia, en el seno de producciones enteramente libres, pasó a convertirse en solo una referencia de autoridad, un vestigio agradecido del acervo antiguo.

Las bibliotecas medievales fueron casi siempre representaciones de un mundo simbólico en el que tenían un papel muy poco significativo las muestras “heréticas”, paganas o no canónicas, de expresión literaria

Más varió aún el panorama cuando, en la época posterior a la Ilustración, las literaturas conocieron un despliegue de una osadía fabulosa —así las literaturas del Romanticismo—, los índices de alfabetización se multiplicaron de manera exponencial, y la lectura se convirtió en un hábito cada vez más extendido, más “democrático” y menos sujeto a cualquier forma de mitología colectiva o de dogmatismo teológico. Si todavía en los siglos renacentistas o en el Grand Siècle francés se pudo hablar de una “biblioteca ideal” o de lo que podía ser idealmente la “buena literatura”, parece claro que, entre el siglo XIX y nuestros días, la literatura rebosó por completo los márgenes de la tradición y lo “canónico”; de modo que actualmente no hay casi ninguna instancia que pueda arrogarse el derecho a establecer el listado de lo que llamaríamos “la biblioteca ideal”.

Harold Bloom presentó uno, muy famoso, en su libro El canon occidental, en el que, sin disimulo alguno, privilegiaba a la literatura inglesa, y a Shakespeare en especial, con la más absoluta tranquilidad. Una tarea así resulta siempre inútil, por cuanto existen, en nuestro continente, muchos autores y libros hoy poco leídos, pero de gran categoría, que durante un tiempo ascendieron al canon literario o cayeron de él por razones que suelen ser circunstanciales, ideológicas o partidistas. No hay más que ver la lista de los autores premiados con el Nobel de literatura para darse cuenta de que muchos de ellos subieron al Parnaso del canon literario —como pasó con el parnaso cervantino— para caer de él al cabo de pocos decenios, si no años: véase el caso de nuestros Echegaray y Benavente, o los casos de R.C Eucken (Alemania), W. Reymond (Polonia), o E.A. Karlfeldt (Suecia).

La undécima edición de The Encyclopaedia Britannica (1911, con dos volúmenes complementarios de 1920), en opinión de Borges la mejor edición de cuantas se han estampado de esta enciclopedia ejemplar, apenas sabía en esa fecha quiénes eran Flaubert, Melville o Hölderlin, pero dedicaba a Alfred Lord Tennyson, un poeta de autoridad muy relativa, doce columnas.

No hay más que ver la lista de premiados con el Nobel para darse cuenta de que muchos subieron al canon literario para caer de él al cabo de pocos decenios, si no años

Basten estos ejemplos para comprender que las listas de una “biblioteca ideal” pecan siempre de alguna arbitrariedad y suelen tener un valor epocal, refigurado con el paso de los años gracias al número de ediciones y de lectores que puede llegar a poseer un libro, por la entronización de determinados autores a cargo de la academia o de colectivos fanáticos, o por el reconocimiento tardío de ciertos valores que han pasado siglos en el desván del olvido.

La academia, y con ella los programas de enseñanza de la literatura en escuelas y universidades, serían desde hace tiempo la única garantía de conservación de un criterio estético en relación con el mercado y la difusión de productos literarios. Invisible e ineficaz, cada vez más, la autoridad de esas instancias, lo que corresponde es suponer que cada lector posee hoy su biblioteca de excelencias. Así lo apreciaba ya Paul Valéry en una entrada de sus Cahiers, bajo el epígrafe “Obras maestras”: “No es nunca el autor quien hace una obra maestra. La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector. Lector ceñido, con finura, con parsimonia, con tiempo y una ingenuidad armada [...] Solo él puede conseguir la obra maestra, exigir la particularidad, el cuidado, los efectos inagotables, el rigor, la elegancia, la perdurabilidad, la relectura de un libro”. Valéry se refería a lectores muy capaces, como él mismo, pero es posible que, en estos momentos, ni siquiera existan esos finos lectores en términos generales. Por consiguiente, quizá deberíamos suponer que, para el lector común de nuestros días, no exista mejor biblioteca ideal que aquella que él ha leído con placer y que, en el mejor de los casos, en un gesto nuevamente benedictino, conservará en su biblioteca hasta la muerte.

JORDI LLOVET es catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona

miércoles, 31 de mayo de 2017

Profunda entrevista a Eduardo Lourenço

Alfonso Armada entrevista a Eduardo Lourenço: «Estamos experimentando el crepúsculo de las Luces como mito», en Abc cultural, 25-V-2017:

El ensayista, autor del clásico «El laberinto de la saudade», para quien «heterodoxo» y «libre» son sinónimos, es el intelectual más lúcido y humilde de Portugal. El viernes inauguró la Feria del Libro de Madrid, dedicada este año a su país

Eduardo Lourenço nació el 23 de mayo de 1923, es decir, hace 94 años, en São Pedro de Rio Seco, concejo de Almeida, distrito de Guarda, no lejos de la frontera con Salamanca. El jurado del premio Pessoa (antes había recibido la otra gran medalla de la lusofonía, el Camoes) justificó así su elección: «En un momento crítico de la historia y de la sociedad portuguesa, se vuelve imperioso y urgente prestar reconocimiento al ejemplo de una personalidad intelectual, cultural, ética y cívica que marcó el siglo XX portugués». Para Pedro Rosa Mendes, uno de los más brillantes periodistas portugueses, Lourenço es: «el mejor de todos nosotros». En su justificación, el jurado del Pessoa también se refirió a la «generosidad y modestia» de quien ha volcado tanta energía y lucidez en leer Europa y las letras portugueses. Lector y profesor durante 60 años en Saint-Paul-de-Vence, en plena Costa Azul francesa, a la personalidad paradójica de Fernando Pessoa quien, como Walt Whitman, contenía multitudes, entregó su vida. El escritor Guilherme d’Oliveira Martins, en un artículo en el que le calificaba de «interrogador de laberintos», decía que quien se sentiría más feliz de que le concedieran el Pessoa a Lourenço sería uno de sus más celebrados heterónimos, Alberto Caeiro, el autor de El guardador de rebaños. Aunque le empiezan a pesar los hombros, se mantiene erguido como un raro junco oriental, con buen apetito, dispuesto a tomarse un helado de vainilla o un chocolate con leche a las cinco de la tarde. Lourenço es la amabilidad personificada, un heterodoxo con el que caminar hacia el horizonte para encontrarse en el restaurante Martinho da Arcada, en la Baixa lisboeta, con las figuras que ha leído y le han leído: «Lo único que yo soy y he sido toda mi vida es un lector. Pero leído por aquello que leyó». Cree, con elegante pesadumbre que estamos experimentando es el crepúsculo de las Luces como mito: «Y eso además a una escala planetaria que desborda nuestra gran tradición, que viene de Grecia».

Haciéndonos eco de la introducción al primer volumen de sus Obras completas, magna tarea que está acometiendo la Fundaçao Gulbenkian, podemos decir con su prologuista, João Tiago Pedroso de Lima: «¿Cómo resistirse a la tentación de adjetivar su figura, su trayectoria, su obra como heterodoxas?». Para Eduardo Lourenço «heterodoxo» y «libre» son sinónimos.

Hablamos en el despacho que mantiene en la Fundación Calouste Gulbenkian, una mañana cálida de abril lisboeta. Mira a su interlocutor con ojos curiosos y amenos, de una dulzura hecha de escuchar e indagar, que al evocar a Annie, su esposa muerta hace tres años tras sesenta de matrimonio, se aguan, mientras con dos dedos de su mano izquierda acaricia sin cesar uno de los muchos recortes de periódico que pueblan el laberinto de su escritorio, como si allí estuviera la respuesta a las preguntas que nunca ha dejado de hacerse. La influencia oriental que él lee en Pessoa está en realidad en el propio Lourenço, en su forma sutil de estar en el mundo. Un Lourenço que no ha perdido pizca de humor, que se ríe de sí mismo con la frescura de un niño extremadamente inteligente, y de quien en septiembre podremos saber más gracias al filme O labirinto da saudade. Dirigido por Miguel Gonçalves Mendes, fue rodado en un hotel de Buçaco, en el centro del país, y además del propio pensador interpretan papeles diversos algunos de sus mejores amigos, una cala en la cultura lusa contemporánea: el arquitecto Álvaro Siza Vieira, los escritores Gonçalo M. Tavares y Lídia Jorge, o los periodistas José Carlos de Vasconcelos (director del Jornal de Letras, Artes e Ideias) y Pilar del Río (presidenta de la Fundación José Saramago).

¿Qué recuerda de su infancia?

Recuerdo que fue un periodo más allá de la inocencia habitual y de las necesidades. Un sitio en el yo no tenía todavía cierto tipo de complejos ni una especie de culpabilidad mórbida. En esa tierra de frontera viví como si estuviera en un pequeño paraíso. Mi mujer, que era francesa, decía que yo mitificaba mucho mi aldea. Pero todos nosotros mitificamos la aldea en que nacimos, aunque sea una capital. Mi aldea queda a la misma altitud que Madrid, 700 metros más o menos, fría en invierno, y caliente en el verano. Era una tierra, en aquel tiempo, muy distante de la capital. El país en el que estamos ahora es un país que tiene muy poco que ver con aquel. En ese país están todas mis raíces, todos mis pasados. Prácticamente todos mis hermanos nacieron en esa aldea.

¿Es cierto que con el paso del tiempo uno recuerda más los sucesos remotos que los más cercanos?

Sin duda. Se está en una especie de pasado eterno. La mayoría de las personas que fueron importantes para nosotros ya no están aquí, de manera que, y voy a decir algo que es evidente, los muertos son más numerosos que los vivos. Pero sobre todo los muertos que fueron para nosotros el centro de nuestro corazón. Es un lugar al que hace tiempo dejé de ir, porque yo viví en el sur de Francia durante sesenta años. Fui al extranjero, para Alemania primero, en 1953, donde me quedé dos años. Después me casé con una francesa...

Annie.

Annie, que era hispanista, hija de un gran hispanista, Noël Salomon, autor de un estudio sobre la figura del campesino en la obra de Lope de Vega. Uno de esos trabajos monumentales. Dedicó quince años a esa tesis, y justo cuando la completó murió. Era también un gran especialista, como mi mujer, en América Latina, sobre todo en México. Más que hispanistas eran americanistas.

¿Qué parte de la memoria es ciencia y cuánto imaginación?

«Todo es memoria. A cierta altura, solo es memoria»Ciencia será poca. Todo es memoria. A cierta altura, solo es memoria. Imaginación nunca tuve mucha. Mi pasión, desde que era muy joven, fue la historia. No porque yo tuviese la menor vocación de convertirme en historiador en el futuro, sino porque mi padre, que era militar, tenía una maleta con libros, y entre ellos una Historia Universal de Europa, y esa incluía fragmentos de la Ilíada, de la Odisea, y hasta de Miguel Strogoff, y sobre todo de historias relacionadas con el imperio romano. A mí padre le debía gustar mucho la historia romana. Recuerdo que bautizaron a un ahijado suyo como Pompeyo. Pero a mí no me bautizaron con esos nombres pomposos.

¿Solo Eduardo?

Solo Eduardo, y basta.

Algunos científicos dicen que cuando uno vuelve a la memoria modifica el recuerdo. Es como si abriera una maleta, un cajón, extrajera el recuerdo, y cuando vuelve a cerrar la maleta, o el cajón, la memoria quedó modificada.

Sin duda. Estamos siempre reconstruyendo nuestro propio presente. Por más inevitable que sea, nosotros somo siempre presente, aunque ese presente contenga siempre las tres dimensiones que San Agustín evocó: siempre pasado, siempre presente y ya futuro. Hay una frase que yo adoro, de un gran poeta, y que algunos sitúan al lado de Pessoa, que es Teixeira de Pascoaes: «El futuro es la aurora del pasado». Esto fue algo que yo escuché cuando estaba en Alemania, en la traducción de un libro de él, Verbo escuro, y que comenzaba con esa frase. Yo me quedé perplejo, porque no entendía muy bien qué es lo que quería decir. Pero poco a poco fui entendido esa visión. Porque de hecho la revelación se produce siempre en el futuro. Algo de lo que uno no se dio cuenta cuando lo vivía, o lo percibió de manera errónea, se esclarece de forma luminosa a medida que avanza hacia ese futuro, cuando parecía que sería algo inalcanzable.

¿Cómo eran sus padres y cómo le influyeron a la hora de sembrar la pasión por la lectura de los libros y la lectura del mundo?

Mi madre solo recibió educación primaria, que era lo común en aquella época en las aldeas portuguesas. La familia de mi padre se trasladó a Lisboa, donde mi abuelo tenía un comercio, una zapatería, y dejaron a mi padre, siete años, en São Pedro de Rio Seco. A los 12 años le llevaron a la capital, al encuentro de sus padres, muy distantes, y él, que había asistido a algunas clases de comercio en Oporto, acabó por alistarse en el ejército, con la idea de escapar. Porque él en realidad quería ser médico. Se sentía muy frustrado por lo que había sido su propia educación. Se convirtió en oficial, y murió siendo capitán. Tuvo cierta influencia en mí, pero a distancia, porque él estuvo muy poco tiempo con nosotros. En 1974, cuando ya era padre de cuatro hijos, se ofreció para ir a África, donde estuvo seis años cuando más lo necesitábamos.

¿En Angola o en Mozambique?

Él estuvo en el norte de Mozambique. Nos transmitió una idea muy positiva de la relación con África. Pero pienso que debió ser una experiencia para él muy dura permanecer tanto tiempo, seis años, alejado de la familia, de los hijos. Fue la suya una vida muy sacrificada. Él no tenía inquietudes propiamente literarias, pero sí culturales. No es que tuviera muchos libros, pero sí algunos en una maleta. No era la de Pessoa, pero era mi maleta. Había sobre todo novelas de Júlio Dinis, un escritor del siglo XIX, y el autor de la primera novela verdaderamente romántica de la literatura portuguesa. Es considerado un autor menor, pero sabía inglés y estaba muy influenciado por la literatura inglesa. Desde luego no era Eça de Queirós. Nadie lo es.

¿Se puede establecer alguna simbología, aunque solo sea semántica, entre el arca de Pessoa y el arca de Lourenço? Desde luego, ambas parecen pozos sin fondo, de las que no dejan de salir papeles, papeles, papeles...

La diferencia es infinita. Porque el arca de Pessoa está llena de personas. En un momento dado, hace mucho tiempo, yo pude acceder a la famosa arca. Y sufrí una de las grandes tentaciones de mi vida. Porque la familia de Pessoa, la hermana, vivía en una avenida cercana al Marqués de Pombal. Y enseñaban la famosa maleta de Pessoa, y la maleta, el arca, quedó intacta. Yo mismo metí la mano en aquella maleta y saqué un cuadernito lleno de anotaciones, y era un cuaderno de Álvaro de Campos. Y me dio miedo de que un documento así acabara en América, lejos de Portugal. Y durante unos segundos dudé en apropiarme de ese cuaderno. La hermana no tenía verdaderamente conciencia del valor de lo que allí había. La sobrina, sí. Con el paso del tiempo sí se dieron cuenta de lo que representaba Fernando Pessoa, el mítico. Pero era una familia muy simpática, y el acceso a aquella casa muy fácil. La sobrina era una muchacha muy bonita, y hasta sentí que no la hubiera conocido el poeta. Quizás hubiera sido un personaje menos misógino.

En un perfil de nuestro querido Jornal de Letras, Artes e Ideias lo retrataban como a un filósofo que tiene la pasión de la prensa, que recorta metódicamente. ¿Lo sigue haciendo? ¿Qué le alumbran los periódicos?

«Siempre fui un gran lector de periódicos. Soy una especie de papiro»

Los periódicos, por repetir la famosa frase de Hegel, son la oración matinal del hombre moderno. Una oración un tanto dudosa, porque de esa oración, de pasar las páginas, se quedan los dedos manchados de tinta. Siempre fui un gran lector de periódicos, pero lo cierto es que he pasado una buena parte de mi vida leyendo periódicos. Soy una especie de papiro. Cada uno tiene sus manías. Y cuando llegué a Francia leer Le Monde todos los días se convirtió en un vicio. Todavía hoy sigo comprando Le Monde, de vez en cuando El País, y cuando estuve en Italia me gustaba mucho leer La Repubblica. Me gusta leerlos porque tienen una faceta cultural muy fuerte, especialmente Le Monde.

La Biblioteca Nacional de Portugal se convertirá en la destinataria final de su legado. ¿Es como ser encuadernado en vida, tener todos los papeles guardados y clasificados en la Biblioteca Nacional?

Es algo muy extraño. Un poco pretencioso. Pero desde luego no se me ocurre un mejor lugar donde puedan estar preservados y accesibles para el futuro. Tuve la suerte de contar con un estudioso, un universitario que, después con la ayuda de otros jóvenes, lo clasificaron todo. Y aquello parece un cementerio vivo de papelada. Soy yo en papel. Es una cosa un poco perturbadora. Es una sala muy luminosa y cuando paso por allí no consigo imaginar quién fue el que escribió toda aquella papelada.

¿Está todo allí?

Todo fue donado. Tengo la sensación de que soy solo una figura de papel. Se encerró y acabó. No sé muy bien qué es eso.

¿Aquí en la Gulbenkian ya no queda nada?

Aquí no. La fundación no tiene espacios destinados a guardar legados. A mí me gustaría que la considerable biblioteca que atesoró el poeta Jorge de Sena, que vivió buena parte de su vida en América, en Estados Unidos, viniera para aquí, pero aquí no hay sitio. No está previsto. Habría que crear una nueva fundación para hacerse cargo del legado de los escritores.

Adriano Faria dijo de usted que la suya era una «curiosidad por todo que le impulsa y le da energía». Si tuviera que hacer arqueo de su alma, de sus intereses, como un entomólogo de sí mismo, ¿cómo se clasificaría y cómo describiría la casa de sus pasiones?

He sido sobre todo un lector desde que aprendí a leer.

¿A qué edad empezó a leer?

A los siete años. Era un niño muy curioso, aunque yo ya mostraba alguna curiosidad antes de los siete años, y mi madre decía: parece que le gusta leer. Pero con mi padre, militar, siempre tan ocupado, no hubo oportunidad de ese intercambio. Lo único que yo soy y he sido toda mi vida es un lector.

Es una bonita definición

Pero leído por aquello que leyó.

Si a Octavio Paz se le asocia invariablemente con El laberinto de la soledad como clave para intentar descifrar México, ¿le parece acertado (heterodoxias aparte, que luego entraremos en ellas) si asociáramos a Eduardo Lourenço con El laberinto de la saudade como la llave para intentar descifrar Portugal?

«Lo que para España supuso la pérdida de Cuba nosotros lo afrontamos el 25 de abril»Es verdad que cuando escribí esas reflexiones y las había enviado ya a Lisboa, estaba sentado a la mesa con mi mujer y de repente me acordé –porque en el título original se hablaba también de«psicoanálisis mítica»– de aquel título, El laberinto de la soledad, del que tenía más o menos conciencia. Porque yo conocía no la lectura total, pero sí el título y algo más porque fue uno de los primeros libros con los que me encontré cuando llegué a Alemania. Pero cuando envié mi escrito no me acordé del libro de Paz. Fue un amigo mío de entonces, también poeta y ministro de Educación, quien lo vinculó al ensayo del escritor mexicano. Después yo mismo me di cuenta de que tenía algunas coincidencias, aunque no se trata de la misma cosa. Porque el libro de Paz es el de dos identidades, y de la lucha entre ellas, mientras que el mío era una cosa mucho más modesta. Fue a raíz del 25 de abril que empecé a participar en lo que estaba pasando aquí en Portugal, aunque el libro apareció en 1978. Sentí que una parte de nuestro pasado tenía que ser revisitado, porque nosotros acabábamos de perder un imperio. El 25 de abril es importante para nosotros en relación a nuestra identidad política, a nuestro estatuto como nación. Lo que para España supuso la pérdida de Cuba en 1898, nosotros lo afrontamos el 25 de abril con la pérdida de las últimas colonias. Y era justo que así fuera, porque realmente nosotros no nacimos para colonizar a otros eternamente.

¿Cuál es la mitología y la cartografía de la saudade?

«La poesía lírica de Camões no es otra cosa que un himno a la pérdida de la patria y de sus amores» Es ella misma. Lo que no sé es cómo se constituye tan pronto esa expresión, cuyo origen es galaico-portugués, fundamentalmente galaico. La que mitifica primero una relación amorosa con un país del que sus poetas fueron alejados, alejados de Europa, y han hecho de la ausencia una forma superlativa de ser y de estar. Pero de ese hecho solo más tarde extraeremos las razones, sobre todo en Luís de Camões. Toda la poesía lírica de Camões no es otra cosa que un himno a la pérdida de la patria y a la pérdida de sus amores y pasiones. Es una mezcla de dolor y placer.
Habla usted de un «sabor de miel y lágrimas».

Curiosamente el primer mitólogo de la saudade, que fue el rey don Duarte, quedó impresionado por el uso de esa palabra, que luego emplearían autores como Almeida Garret. De todos modos pienso que es un sentimiento universal.

¿Pero es al mismo tiempo intelectual y popular?

Popular, sí. Saudade de esto y de lo otro.

¿Serviría para entender el Portugal de hoy? ¿Sigue vigente?

Es una expresión destilada en la educación de Portugal, y no solo en su identidad interna, sino también entre los portugueses que la llevaron consigo al emigrar. Primero a todo el mundo, pero últimamente para Europa. Así surgió una saudade que tiene menos razón de ser que en el pasado, porque la distancia es mucho menor. Irse ahora a Europa no es lo mismo que irse a la India en el siglo XVI. Pero es como si los portugueses no se pudieran desprender del signo que les representa en el mundo: el país da saudade.

Escribió a cuenta del crítico Eduardo Régio que «la vida cultural vive de mitos» y que «lo peor es que no puede dejar de ser así». ¿Por qué?

Un mito es la primera versión no conceptual de aquello que es fundamental. La humanidad primero mitifica, y luego intelectualiza aquello que es mito. Todo está en el mito. El hombre es un animal mitificador porque las primeras versiones de su lectura del mundo no son conceptuales, son imágenes, y las imágenes son el centro del mito y de la mitología. Mitología es cualquier cosa que no es de invención personal, sino colectiva. Creo que solo empezamos a darle importancia cultural a eso en el romanticismo. El romanticismo se ve a sí mismo como una aventura humana de mitos que sustituyen a otros mitos.

Ha dicho que el ensayo no es una creación poética en el sentido tradicional del término, sino que es un discurso en segundo grado, un discurso sobre todas las manifestaciones creativas y todos los acontecimientos humanos. ¿Qué ha intentado hacer Eduardo Lourenço con el ensayo?

El ensayo, tal como ha sido practicado durante todo este tiempo, desde la facultad, que es cuando escuché hablar por primera vez de ese género, gracias a un profesor que hablaba de Montaigne, y que escribió un libro titulado Ensayo sobre el ensayo, fue el profesor Silvio de Lima...

En Coimbra...

En Coimbra. Él era un gran ensayista. Tenía el valor de criticar una serie de valores que eran característicos de nuestra vivencia del Estado Novo. Fue el primero, junto al maestro Joaquim de Calvalho, en hablar con gran entusiasmo de Montaigne. El ensayo tiene una relativa facilidad. Montaigne se sirvió de todo, era una comprensión más universal de aquello que es más común y que se transforma, milagrosamente, en unas piezas que resultan un nuevo tipo de prosa. Es más una herencia de Sócrates que de Platón. Es una suerte de reconsideración de todo lo que puede ser interesante, de inducir a los hombres a reflexionar, a tomar conciencia de sí mismos. La humanidad es naturalmente ensayista. Y sí, seguramente se pueda pensar en Platón como en el primer ensayista, aunque en él se puede rastrear ya una voluntad de sistema, de comprensión universal.

¿Cuáles son sus maestros de pensar?

«Hegel es la lectura que yo recomiendo a todo joven que quiera internarse en la filosofía»Uno de los que tuvo más influencia sobre mí cuando era estudiante fue Hegel. Cuando leí las primeras cosas de Hegel percibí que fue el primero en introducir una lectura universalizante de una experiencia radical. Todo en él es claro y luminoso, las cosas encajaban en su lectura del mundo. Es la lectura que yo recomiendo a todo aquel joven que quiera internarse en los estudios filosóficos.

¿Y sus maestros de estilo? ¿Ha tenido voluntad de estilo?

No tengo conciencia de haber tenido una voluntad de estilo. Lo que yo quería de verdad era ser poeta, en el sentido más banal de la palabra. Pero lo que quizá acabé siendo es un ensayista, que es grandioso cuando se llama Montaigne, y resulta banal cuando se llama Lourenço.

¿Qué es un crítico y para qué sirve la crítica?

«La crítica es siempre un diálogo con el autor, que por su parte es también un crítico»La crítica es siempre un diálogo con el autor, que por su parte es también un crítico. Nosotros no fuimos discípulos directos de Sócrates o de Platón, pero los autores que nos hacen reflexionar son nuestros maestros, que son muchos y variados. Siempre admiré a autores que son al mismo tiempo grandes pensadores y creadores poéticos. No en vano en el verdadero ensayo hay una poeticidad intrínseca. El propio Montaigne decía que él no era un filósofo. La filosofía es un género literario. En mi caso no sería más que un eco de un eco de las cosas que admiro.

¿Por qué fue Pessoa, a su juicio, el mejor crítico literario portugués del siglo XX?

«Mario de Sá-Carneiro es un poeta portugués único, más genuinamente poeta que Pessoa»Ahora que soy viejo y llevo toda una vida ocupándome de Fernando Pessoa conviene acaso recordar la gran pasión arbitraria que él sentía por Mario de Sá-Carneiro, a quien todavía hoy considero un poeta portugués único. Un poeta que vive de fulgores que no tienen traducción. Como si estuviese creando la forma y la materia al mismo tiempo, con una poeticidad intrínseca todavía mayor que la del propio Fernando Pessoa. Fernando Pessoa es poeta de su propio quehacer poético. Su poesía es pensamiento y al mismo tiempo gran pensamiento, las dos cosas. Sá-Carneiro es más genuinamente poeta. Pero esa es la cualidad única de Fernando Pessoa, que es un pensador serio, más allá de la fascinación que nos susciten unos u otros poemas. De algún modo es un poeta de la propia función poética. Por eso es al mismo tiempo una poética.

Pessoa decía de sí mismo que era un poeta con pasión filosófica, no un filósofo que escribía versos. Ha dedicado horas innumerables a leer, a pensar, a descifrar, a entender, a divulgar a Pessoa. Si tuviera que persuadir a alguien que todavía no se ha internado en el universo Pessoa ¿qué le diría para que no se perdiera y bebiera con aprovechamiento de sus fuentes más luminosas?

«Pessoa es un bosque cerrado. Una especie de eterno retorno sobre sí mismo, un diálogo con nadie»Cuando era joven, Fernando Pessoa escribió un texto todavía bajo el influjo del simbolismo que se titulaba Floresta del aislamiento, que es una imagen un tanto romántica de un niño perdido en el bosque, a la manera de los cuentos de los Hermanos Grimm. Era el sentimiento que él tenía, la sensación de que la realidad es una selva. Al mismo tiempo, era una persona dotada de una capacidad de reflexión original. Pero es un poeta que no necesita glosa alguna, porque la glosa es algo interno a su propia poesía. Basta leerle para no necesitar ninguna interpretación. Estamos ante un bosque cerrado. La obra de Pessoa es una glosa continua. Él piensa sobre lo que está pensando en cada momento. Es una especie de eterno retorno sobre sí mismo, un diálogo con nadie. Él no dialogaba, vampirizaba a todo aquel que se le acercaba. Ya desde joven su megalomanía es un caso raro. De niño fue educado en inglés, recibió una buena educación, y conoce pronto los sonetos de Shakespeare, y dice que cuando los imita lo que se propone es mejorarlos. Es una megalomanía cercana a la locura.

¿Pero cómo se explica la aparición de Pessoa? Es como un cometa.

«Fernando Pessoa es el mayor vampiro de nuestras letras»Nos viene de la cultura inglesa. Él se recicla. Cuando regresa de su infancia en Suráfrica, se recicla. Él siente que había perdido su infancia portuguesa, e intenta recuperarla. Perdida y ganada, porque en aquel tiempo en Portugal no hubiera podido tener la educación que recibió en Durban. No hay autor que él no absorba. Es el mayor vampiro de nuestras letras.

¿Son los heterónimos una de las más sofisticadas y elocuentes representaciones genealógicas y psicológicas de la escurridiza y nubosa alma portuguesa, si es que tal cosa existe en nuestro tiempo?

Los heterónimos son una invención en un momento dado de su viaje de poeta y ensayista, pero en realidad ya en la infancia era un creador de heterónimos. Él mismo cuenta su genealogía, y dice que cuando era un chaval tenía un personaje principal, que era Chevalier de Pas, su primer seudónimo, y se escribía cartas de sí mismo a sí mismo. Esto es de un narcisismo increíble, absoluto. Todo lo que hizo durante toda su vida fue escribirse cartas a sí mismo. Como señaló Montaigne, cada uno de nosotros es toda la condición humana, y no es que él se tomara eso en serio sino que lo practicó en serio. Él es el mundo entero. Es al mismo tiempo el mayor narcisismo, y al mismo tiempo una fuente de sufrimiento.

Megalomanía y soledad.

Fernando Pessoa fue, y continúa siendo, objeto de glosas interminables. Y nunca se acabarán. Pero son todas pleonásticas, incluida la mía, naturalmente, empezando por ella. Sólo que yo me doy cuenta de ese pleonasmo. Porque no hay texto más clarividente sobre Pessoa que sus propios textos. Los críticos son vampiros de los autores, pero son necesarios. Se glosa por admiración, por compartir con los otros la pasión que uno siente por un autor, por un compositor, por un poeta. Pero los autores son autóctonos, auto-idólatras, sin quererlo.

En ese sentido, la clarividencia de Pessoa sobre sí mismo es equivalenet a la de Kafka consigo mismo.

Sí, son los dos ejemplos más extraordinarios que tenemos, un cierto autismo genial.

¿De qué heterónimo de Pessoa se siente más próximo dsede el punto de vista literario? ¿E ideológico?

«Era el propio Álvaro de Campos el que hablaba de 'Un Oriente al oriente del Oriente'»Gracias al embajador de Portugal en México tuve la posibilidad de conocer a Octavio Paz en su casa, y allí hablamos de Pessoa, y Paz reconoció que el Pessoa que más apreciaba era el Pessoa ortónimo. Pero mi Pessoa favorito es Álvaro de Campos, porque todo lo que había de teorizante en él explota, y es un diálogo con Walt Whitman, que para él fue un verdadero choque, y para mí fue un gran descubrimiento cuando me di cuenta de eso, y le dediqué mi primer ensayo. En él hasta lo inconsciente es consciente. Me parece también muy importante resaltar que para sobrevivir tuvo que dedicarse a traducir, y entre sus traducciones dedicó un gran esfuerzo a traducir grandes obras del pensamiento de la India. Él tradujo muchas obras del mundo zen y budista, y su verdadera matriz es esa: «Emisario de um Rei desconhecido,/ Eu cumpro informes instruçoes de além,/ E as bruscas phrases que aos meus labios vem/ Soam-me a um outro e anomalo sentido...». Todo eso no es europeo, es algo que viene de Oriente. Creo que era el propio Álvaro de Campos el que hablaba de “Un Oriente al oriente del Oriente”, que es algo extraordinario y que es la situación de Portugal, un Oriente al oriente del Oriente. No estaba en la cabeza de nadie, es un pensamiento que tiene que ver con el orfismo y que no es nada fácil de tratar, porque precisa de un conocimiento muy profundo de esas doctrinas orientales, que antes no estaban al alcance de nadie. Hoy esos asuntos están empezando a ser tratados. Hoy mismo se acaba de publicar un ensayo de un budista, Paulo Borges, que supone una lectura de Pessoa a través de un budismo orgánico y trascendental que condiciona la creación de Pessoa, que me parece muy interesante, Dijo al Jornal de Letras que no hay nadie que nos lea, que debemos ser nosotros los lectores de nuestro propio misterio. Sin embargo, usted ha dedicado su vida a leer a Pessoa. ¿Por qué? ¿Cuál ha sido la recompensa? ¿O no es legítima la pregunta?

Nada, que Pessoa en el otro mundo me lea a mí.

Recordó en una ocasión que Pessoa escribió «vivir todo de todas las maneras», y que usted es apenas un pequeño aprendiz del mago que él fue. ¿Sería una buena forma de cifrar a Pessoa, como mago de la lengua y de la identidad?

Sin duda. Fernando Pessoa es ahora una especie de texto universal enigmático, que sirve para todo y su contrario. Lo mejor es leer lo que allí está; él dice que se debe leer el propio texto y recibir el mensaje en el estado más inocente posible. Si no nunca saldremos de ese laberinto sin lectura, como una especie de sortilegio maléfico, en vez de ser luminosos como él es.

¿Cómo se ha leído a sí mismo Eduardo Lourenço? ¿Cómo se lee hoy?

¿Cómo me leo?

sí, si es que se lee. Si es legible.

No me leo porque tengo mucha dificultad en escribir, porque soy muy perezoso.

Es increíble que diga eso. Porque para ser un gran perezoso no ha dejado de trabajar toda su vida. Es una paradoja.

«Lo que yo hacía no es trabajo. Es otra manera de continuar soñando a cuenta del autor»

Es que para mí no es trabajo. En realidad lo que yo hacía no es trabajo. Para mí es otra manera de continuar soñando por cuenta del autor.

¿Qué representa y representó el Jornal de Letras, Artes e Ideias en la cultura y la lengua portuguesa, en su espejo, en su consciencia?

Es un periódico de apariencia modesta, pero que ha tenido una función única. Sin ese periódico una buena parte de lo que se publica en Portugal no tendría reconocimiento, y ha cumplido una labor fundamental en lo que se refiere a Brasil. Nuestros lazos con Brasil no son tan idílicos como, relativamente, son los de España con América Latina.

Relativamente, usted lo ha dicho.

Hay problemas, naturalmente. Porque se trata de un pasado complejo. Pero con Brasil es diferente. España es más grande que cualquiera de los países que colonizó, mientras que Brasil es un continente. Portugal no es visible ahí. Cuando en aquellos años el astronauta soviético contó lo que veía desde el espacio solo citó dos cosas: la muralla china y las luces de Río de Janeiro. Ahora las cosas están un poco mejor.

¿Está de acuerdo con la apreciación de Guilherme d'Oliveira Martins de que en uste encontramos una costilla de Miguel de Unamuno y su sentimiento trágico de la vida?

«Quien sin duda lo leyó y leyó bien a Unamuno en Portugal fue Pessoa»A Unamuno le leí con frecuencia y le sigo considerando un autor formidable. Pero quien sin duda lo leyó y lo leyó bien fue Pessoa. Porque aquella evocación de un Cristo peninsular también se puede leer en Pessoa. El sentimiento trágico de la vida fue muy leído en Portugal. Hay también muchas coincidencias en los poemas del Guardador de rebaños, del heterónimo Alberto Caeiro, con Unamuno, de niño eterno.
Pero piensa que es cierto lo que dice d'Oliveira Martins de que usted tiene que ver con ese sentimiento trágico unamuniano...

De manera indirecta. En el orden cultural, de la creación poética propiamente dicha, ese encuentro con lo trágico expresa lo que yo recibí a través de Antero de Quental, que fue uno de los grandes referentes de Unamuno. Antero es el único portugués que figura en el ensayo de Unamuno. Fue el primer poeta que se refirió a la muerte de Dios antes de que esa idea nietzscheana se convirtiera en un cliché de nuestra cultura. De ahí la idea de que Portugal es un país de suicidas. En el XIX hubo varios autores, pero sus libros son realmente la expresión literaria del sentimiento trágico de la vida.

¿Y en qué medida le influyeron el cosmopolitismo y el europeísmo de Ortega y Gasset?

Es un autor que siempre he leído con gusto, pero soy menos orteguiano que unamuniano. En Portugal se le sigue leyendo mucho, pero no fue el héroe cívico y cultural que sí fue Unamuno.

¿Qué habría que hacer para evitar que Europa se convierta en periférica e irrelevante?

Ya lo es. No podemos hacer nada. Esta periferia fue durante siglos el centro del mundo. Y el primer país que salió de Europa fue precisamente este pequeño país.

Portugal.

«España y Portugal deberían celebran conjuntamente la primera circunnavegación del mundo»Portugal. No fue nada concertado. Este fue el primer país de Europa en aventurarse hasta la India. E ir a la India entonces era como ir a la Luna. No tenemos otra mitología que ese viaje de Vasco da Gama. Y el propio Pessoa no contradice eso, sino que lo sustituyó por una versión puramente onírica de ese viaje. Ya no hay viaje, ya no hay Indias. El de España es un caso más complejo Colón fue como Magallanes. Un genovés y un portugués. El aniversario de la primera circunnavegación del mundo deberíamos celebrarla conjuntamente Portugal y España. Nosotros pagamos nuestra fidelidad a un catolicismo tradicional que nos marcó durante siglos. Pero todo eso está en revisión permanente. Las cosas mudan. Y mudan desde el presente, que es un presente poco interesante, poco creativo, en comparación con lo que fue. Tenemos que hacer el luto positivo de esas glorias que nos precedieron.

¿Hasta qué punto es el trato a los inmigrantes y el mido al otro un test sobre la niebla, sobre la ceguera moral de Europa?

«Europa es la América más próxima que el Tercer Mundo tiene para salir de sus miserias»Aquí en Portugal, felizmente, no tenemos ese problema. Somos un país de emigrantes. Otros países europeos no tienen ese pasado y pueden tener razones empíricas para mostrar ciertas reticencias cuando la llegada de inmigrantes desborda su capacidad de acogida. De cualquier forma, Europa fue tan dominadora durante tantos siglos que no tiene legitimidad moral para no ser, en la medida de lo posible, tierra de acogida. Es verdad que es un problema. Europa es la América más próxima que el Tercer Mundo tiene para salir de sus miserias y dificultades. Y los movimientos de masas forman parte de la historia. La historia humana es una historia de tragedias, con revisiones espectaculares.

¿Qué le parece la idea de una Federación Ibérica con capital en Lisboa?

Esa era una cosa obvia si Felipe II se hubiera instalado en Lisboa. El problema estaba resuelto. Los portugueses perdían la independencia, pero ganaban un papel mundial en Europa. Pero no aconteció. Lo mejor es preservar las identidades no antagónicas en absoluto.

En un texto que había permanecido inédito e inacabado desde la década de los 90 y que hace no mucho tiempo di a la luz el Jornal de Letras decía que en su teatro imaginario había encendido una vela a Avellaneda porque sin ese infeliz rival Cervantes nunca se hubiera animado a escribir la segunda parte del Quijote, y sobre todo en lo que suopne de la ficción tomando conciencia de sí mismo. ¿Podría

Este Avellaneda no cometió un crimen, pero sí un desafío inédito en los anales de la historia, al atreverse a escribir una segunda parte del Quijote, aunque el libro no tenía en aquel entonces el estatuto que ahora tiene, si bien su éxito fue fulgurante. Hay una crónica de un portugués desde el Valladolid de la época en la que cuenta el éxito del libro y cómo la gente lo leía y se reía en la calle de aquellas aventuras. Hay que agradecerle a Avellaneda su gesto, porque impulsó a Cervantes a escribir una segunda parte en la que los personajes toman conciencia de sí mismos y su peripecia sustituye a las novelas de caballerías y esa segunda ficción inaugura la novela moderna. Me parece extraordinario que ocurriese algo así.

¿Por qué don Quijote no podría ser portugués o, dicho de otra manera, cómo sería el Quijote portugués?

«Un Quijote portugués sería pleonástico. Don Quijote es Portugal mismo»Un Quijote portugués es difícil. ¿Sabe por qué? Porque un Quijote portugués sería pleonástico. Don Quijote es Portugal mismo. ¿Acaso hay algo más quijotesco que la historia de este país minúsculo? ¡Qué locura absoluta, real, no fantasmática! Claro que el país no era consciente de esta locura. Sí, el único que fue consciente fue el propio Luís de Camões, porque su gloria es el contraste entre la pequeñez y el hecho, que es el que se vuelva reconocido en el mapa del mundo. Es un quijotismo de tipo ibérico, a compartir en todo caso con España, creado por la imaginación de un genio llamado Miguel de Cervantes.

¿Cómo describiría su propia caligrafía, a la que Annie, su mujer, dedico horas para poder descifrarla y transcribirla?

Cuando era joven, por imitación de mi padre, tenía una caligrafía de quien había estado en escuelas de comercio, siempre inalterable, de principio a fin. Yo intenté imitar aquella cosa que era inimitable. Pero tenía una letrita que era de alguna manera muy académica. Mi amigo el novelista Carlos de Oliveira decía que tenía caligrafía de amanuense. Y creo que empecé a deformarla para parecer más propiamente intelectual, menos amanuense. Pero lo cierto es que mi letra ha ido evolucionando de una caligrafía muy legible y muy visible a una letra cada vez más y más pequeña, como si quisiera desaparecer en el horizonte. Es una metáfora de mi propia identidad.
¿Cómo la recuerda y cómo la evoca? ¿Le duele o le agrada recordarla?

La recuerdo todos los días. Es una cosa singular, porque estuve casado con ella y con una cultura de referencia de los ibéricos en general y de los portugueses en particular. Era una persona de una ética impecable. Era una mujer clara y transparente, en sus elecciones, en su manera de pensar y de ser. La verdad es que ahora soy solo un superviviente de mi querida Annie.

Me gustaría que añadiera unas palabras a algunas figuras de la cultura portuguesa y universal a las que ha prestado alguna o mucha atención. Miguel Torga.

Fue de algún modo sin querer casi la persona a quien yo debo la publicación de Heterodoxia. Yo ya estaba en el extranjero, y él, que había leído alguna cosa mía, me animó a publicar mi primer libro. De algún modo le debo a él el hecho de haber entado en esta vida futura, en aquel momento inimaginable, ni siquiera concebida, y de haber entrado en los círculos culturales del país del que soy hijo.

Herberto Hélder.

Lo conozco sobre todo como poeta, aunque también le traté personalmente. Tenía un café donde se reunía con la gente, aunque era un hombre muy solitario. Sin duda, un gran poeta.

Agustina Bessa-Luís.

«Agustina Bessa-Luís es la Reina Victoria de nuestras letras, la emperatriz de la India que ya no tenemos»La Reina Victoria de nuestras letras. La emperatriz de la India que ya no tenemos.
Luís de Camões

Luís de Camões es Luís de Camões, el Portugal en verso.

Eça de Queiroz.

Fue el ídolo de mi generación y de muchas generaciones, de un Portugal que quiere ser europeo. Tenía el complejo de haber sido marginalizado, y Eça va a ser Portugal en Europa, se va a medir con los grandes nombres de la cultura europea, como Flaubert. Curiosamente, y es un rasgo de nuestra representación peninsular en el siglo XIX, pasó de incógnito por París, y creo que por causa de Antero de Quental, que también pertenece a esa generación, líder juvenil de esa generación. Fue a París a visitar al gran ídolo de la época, Michelet, y le dio unos versos de un supuesto amigo, que en realidad era él mismo. Es algo extraordinario, ese complejo secular frente a aquella capital literaria por excelencia. Francia es literatura pura.

Guimarães Rosa.

«Guimarães Rosa es una especie de James Joyce de la literatura en lengua portuguesa»¡Ahhh! Es un caso, un caso extraordinario que no ha sido reconocido a nivel mundial por razones intrínsecas. Porque él mismo no es tampoco fácilmente legible por el brasileño común, porque la suya es una lengua muy trabajada y muy local. Es preciso hacer un gran esfuerzo para leerle. El Gran Sertão es un gran libro. Es un escándalo que no recibiera el Premio Nobel, pero sin duda la razón es la dificultad que plantea su traducción. Lo mismo que Joyce, pero Joyce ha acabado teniendo lectores y un espacio. Guimarães Rosa es una especie de Joyce de la literatura en lengua portuguesa.
Eduardo Lourenço en el filme «O labirinto da saudade», de Miguel Gonçalves Mendes dedicado al escritor portugués

Almada Negreiros.

Ahora mismo estamos experimentando una especie de resurrección visible de su obra. Fue un modernista, la encarnación del desafío modernista a los clichés culturales de la época, más incluso que el propio Pessoa, que tuvo también su momento manifiesto. Pero el caso de Almada es admirable, porque es al mismo tiempo pintor, diseñador y un excelente novelista. Está de alguna manera siendo redescubierto de verdad. Yo le conocí en una conferencia. Cuando le vi en la primera fila le dije que él debería estar en la tarima y yo en el patio de butacas.

Albert Camus.

Fue una gran referencia de nuestra generación. Estaba el dilema entre él y Sartre, pero a Camus le sentíamos más cercano. Él era otra cosa, más nuestro, más peninsular. Acaso porque tenía raíces hispánicas. Y por otra parte estaba el componente ético tan fuerte, que el propio Sartre, tras aquella polémica tan desagradable, trató de enmendar después de su muerte. Al final, Sartre reconoció el estatus de un hombre ético en una época moderna, y sobre todo el valor de la libertad. Ahora ha habido una nueva reivindicación de su figura frente a Sartre. El escritor Michel Onfray, autor de una obra muy crítica sobre la figura de Freud, hace un furibundo ataque a Sartre al compararlo con Camus. Es un ejemplo de esas guerras de Troya de la cultura. Yo pensaba que en el mundo de la cultura todos era ángeles, pero son ángeles muy perversos.

Dejo dicho que la heterodoxia era «el humilde propósito de no aceptar un solo camino por el simple hecho de que se presente a sí mismo como el único camino, ni de rechazar todos los demás porque no sabemos en absoluto cuál de ellos, en realidad, es el mejor». La frase me recuerda a un escritor y pensador español que admiro desde hace años, Rafael Sánchez Ferlosio, que en lo que él llama pecios dijo: «Lo malo de las soluciones es que aparecen cuando las necesitamos». ¿Cómo hay que hacer para no engañarse al pensar?

Yo era muy joven en esa época, y por lo tanto de una inocencia casi culpable. Pero en mi generación había, en su conjunto, un sustrato fundamentalmente marxista. La dominante cultural era marxista, aunque probablemente la mayoría de ellos no habían leído a Marx. Pero Marx estaba en todas partes. Solo que hasta el 25 de abril era invisible, porque el régimen no lo toleraba. Tras el 25 de abril resulta que Lisboa estaba llena de Marx y de marxistas. De ahí el contencioso que yo libré con mi generación. Originariamente mi cultura era tradicional, clásica, católica, y por lo tanto tenía mi punto de vista contrastado con lo que planteaba la nueva utopía de raíces marxistas. Era una visión materialista de la historia, pero aunque no muy teorizada, a no ser, paradójicamente, por el propio Lenin. Por lo que a mí respecto, traté de establecer un diálogo con mi generación. Esa heterodoxia era una suerte de distancia de ajuste con nuestra religión tradicional, que es el catolicismo. Se trataba de una especie de aviso para navegantes en relación con los autoritarismos que regían bajo otro nombre tras el Muro de Berlín. Algo que mis camaradas de aquella época preferían ignorar.

¿Es la ortodoxia una forma de ortopedia?

«Hay una propensión del hombre a la ortodoxia. Es aquello en lo que la gente cree»Exactamente. Hay varias. La frase más importante de ese texto era ese especie de profecía juvenil o infantil de una visión crítica, o autocrítica, de las cosas, que era la propensión natural del hombre a la ortodoxia. Es aquello en lo que la gente cree.
¿De alguna manera es una apelación a pensar por uno mismo?

Sí, claro.

¿Y cómo se puede pensar mejor?

A través del ejemplo de los otros, de aquellos que fueron nuestros maestros. La forma científica es la que no permite discusión, salvo la metodología para determinar si algo es cierto o falso. El pensamiento, por el contrario, es diálogo, en su esencia desde Platón, y aceptarlo no solo en relación al otro sino a uno mismo, que uno no es el señor de la verdad.

En Heterodoxia decía que «el mundo de la cultura portuguesa arrastra desde hace cuatro siglos una existencia crespuscular». ¿Ha ocurrido algo desde que escribiera eso, hace si no calculo mal más de 70 años, que le hiciera cambiar de opinión?

Sí, hoy es un poco diferente. Sin embargo creo que en este momento lo que estamos experimentando es el crepúsculo de las Luces como mito, y eso además a una escala planetaria que desborda nuestra gran tradición, que viene de Grecia.

¿Y Pessoa, la poesía, el «drama en gente»?

Claro. Nuestro complejo no era solo nuestro. Aquel país grandioso llamado Rusia, que quería ser moderno, basculaba entre la inclinación hacia Occidente (Dostoyevski) y hacia Oriente (Tolstoi). Y fue Occidente el que quedó deslumbrado por esa nueva literatura que representaban los grandes autores rusos del XIX. Francia sigue siendo un jardín, pero el mundo ya no es solo Europa, ya no es el centro del mundo, sino el centro del mundo del pasado, y de un futuro que nosotros quisiéramos que todavía fuera.

En el tramo final de su larga vida como pensador y escritor, y con la perspectiva de una vida plena, me gustaría que respondiera, con leves retoques, a las tres grandes preguntas que planteó Kant: ¿Qué supo? ¿Qué hizo? ¿Qué se permite esperar?

Todo lo que sé lo que aprendí de los otros, del diálogo con los otros, que eran los maestros del pasado más próximo. Todo lo que sé, si es que sé alguna cosa, lo aprendí de ellos. Respecto a lo que hice, no gran cosa, sobre todo en relación a aquello que yo pensaba que podía hacer. Y es normal. No hay que olvidar que la mayor maldición del hombre es que se hagan realidad los sueños.

¿Y qué espera todavía?

«Se puede decir que estoy en un estado póstumo a mí mismo»Nada en particular, nada en absoluta. Se puede decir que estoy en un estado póstumo a mí mismo.
¿Le da miedo la muerte?

Miedos. Porque nosotros solo tenemos un remedio contra la muerte y está relacionado con aquellos que ya conocieron esa muerte, y que es para nosotros una especie de eternidad, aunque sea negativa. Por lo tanto, creo que la humanidad fue creada bajo los términos de que todo tiene su veneno y su solución. Y la muerte es una especie de solución final que todos poseemos para aquello que no somos capaces de imaginar. Porque la muerte es fundamentalmente algo inimaginable.

¿Dios es necesario para Eduardo Lourenço?

«Somos hijos de una creación que no es nuestra. No nos hemos creado a nosotros mismos»La idea de Dios es absolutamente necesaria, pero será una gran pretensión imaginar que nosotros podemos evocar como una especie de cosa, aunque se trate de una cosa infinita. Nosotros somos hijos de una creación que no es nuestra. Y ese es el enigma fundamental al que nos enfrentamos, y que no tiene solución. Si esa creación tiene sentido la tiene por el hecho de haber sido creada. No nos hemos creado a nosotros mismos.
Al inicio del primer volumen de sus Obras completas, que está publicando la Fundación Gulbenkian, se incluye una breve cita de Eduardo Lourenço: «Se cambia poco, pero la vida cambia por nosotros». Suena mejor en portugués: «Muda-se pouco, mais a vida muda por nós». ¿Sigue pensando lo mismo?

Sí, claro, naturalmente. No podemos ni siquiera imaginar que somos fruto de la metamorfosis del tiempo y, creamos o no creamos, todos somos héroes de La metamorfosis de Kafka. No sabemos si somos ángeles o aquel ser repelente, el que un día, soñando, o deseando, o sintiendo, él pensaba que era.

¿Quién es Eduardo Lourenço?

Soy varios. Mas como ese lugar de la variedad está ocupado por Pessoa, soy una nota a pie de página ante el poeta que iluminó mi vida.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Dos poemas-poéticas de Francisco Nieva


I


El teatro es vida alucinada e intensa.
No es el mundo, ni manifestación a la luz del sol,
ni comunicación a voces de la realidad práctica.
Es una ceremonia ilegal,
un crimen gustoso e impune.
Es alteración y disfraz:
Actores y público llevan antifaces,
maquillajes,
llevan distintos trajes…
o van desnudos.
Nadie se conoce, todos son distintos,
todos son “los otros”,
todos son intérpretes del aquelarre.
El teatro es tentación siempre renovada,
cántico, lloro, arrepentimiento, complacencia y martirio.
Es el gran cercado orgiástico y sin evasión;
es el otro mundo, la otra vida,
el más allá de nuestra conciencia.
Es medicina secreta,
hechicería,
alquimia del espíritu,

jubiloso furor sin tregua.


II

El arte es sinónimo de pobreza
es solo un soplo tan memorable como pestilente.
El arte se detiene en los destierros
y en los rincones donde la muerte está latiendo muerta.
El arte tiene constantes augurios de pasado
y es algo estúpido
y no puede moverse de su centro
tan incierto como la terrena verdad.
Al arte le horroriza consolar
porque no sabe ser piadoso.
Tampoco sabe ser del tiempo
y no agradece que se le rescate.
Es ilusión pensar que el arte ama lo humano,
es un taponador de abismos lógicos y totales respuestas,
un animador de malas intenciones.
Nunca es alegre, como sucede con el amor más duro y fuerte
Pero es un seductor oscuro,
siempre ausente,
siempre necesitado y mal amigo.
Digo que el arte es pobre,
no tiene orgullo ni humildad
ni deseo alguno de prosperar en las conciencias.
Su mal ejemplo es el propio confín.
¿No es, pues, absurdo decir que es inocente?

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Quien tache al arte sabrá lo primordial
y gozará de paz, al fin.
Me vale.

Francisco Nieva

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Javier Gomá Lanzón, "Raptado por las musas. La vocación literaria es una mezcla de visión y misión destinada a ordenar el caos de la vida", El País 17 AGO 2013

Hay un hecho notorio y universal que reclama una buena explicación: por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca la motivación principal. El hecho suele ser designado con la palabra vocación. Y necesita explicación porque es mencionado, invocado o apelado a cada paso por quienes lo experimentan en el interior de su personalidad —poetas, pintores, compositores, creadores, artistas, pensadores—, pero muy rara vez ha sido objeto de meditación filosófica.

1 La vocación se compone de dos momentos: visio y missio (visión y misión). Lo que perciben nuestros sentidos no tiene sentido. Nuestra experiencia del mundo es caótica, fragmentaria, y no logra conformar una unidad significativa. El mundo se parece a un puzle de mil piezas del que solo un pequeño número de ellas —cien, doscientas— estuvieran ya colocadas en su sitio. A veces, a la vista de esas pocas piezas, uno cree adivinar fugazmente, insinuado, el conjunto, pero esa promesa resulta pronto desmentida por una abrumadora experiencia del absurdo y del sinsentido de la vida. Pues bien, hay determinadas personas que sí tienen la visión del puzle entero —la imagen del paisaje, el retrato, el edificio— porque son capaces de completar con su imaginación los huecos de las piezas sin colocar. A esa visión se refería Rafael de Urbino cuando decía que, antes de pintar un cuadro, se formaba en su mente “una cierta idea del todo”.

Quien tiene esta “idea del todo” siente dentro de sí el apremio de producir un objeto que la incorpore y le dé soporte para así evitar que se pierda, como las demás cosas humanas, arrastrada por la corriente del tiempo. Este producir se dice en griego antiguo poiesis: un producir un objeto —un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, un sistema filosófico— que no persigue función utilitaria alguna excepto la de prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio y así ponerla con carácter permanente a disposición de uno mismo y los demás. He aquí el segundo momento de la vocación: la missio. La ansiedad por crear el objeto puede llegar a ser extremadamente absorbente, tiránica y rapiñadora. En este sentido, la vocación constituye una anomalía vital y un objetivo empobrecimiento: supone la activación de todas las facultades, capacidades y potencias humanas en la dirección de una —una sola— de las muchas posibilidades que ofrece la exuberancia vital; a cambio, una inmensa concentración de energías.

La juventud predispone a la visión mientras que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la misión.

2 Los griegos, ese pueblo dotado como ninguno para dar plasticidad a los conceptos más abstractos, representaron el doble momento de la vocación como un rapto de las Musas. En la Antigüedad se registran casos de secuestros perpetrados por unas Musas que pueden llegar a ser posesivas de una manera casi violenta. Sus presas se sienten, se lee en el verso de las Geórgicas de Virgilio, heridas de un amor sin límites. “El que es raptado por las Musas (mousóleptos) es el poeta genuino, en contraposición al poeta artífice”, escribe Walter Otto en su célebre estudio Las Musas. El origen divino del canto y del mito.

El raptado vivencia su secuestro como una llamada a servir a la obra que se gesta lentamente en su interior, como si estuviera preñado de una idea o de un nudo embrionario de ellas durante largos años y debiera consagrar la entera organización de su existencia a la misión de preparar y asegurar el feliz alumbramiento. A fin de que el objeto se forme orgánica y sistemáticamente en su estricta objetividad el raptado renuncia a una biografía interesante y acepta estar en el mundo siempre de paso, como los pastores, sin deshacer nunca la maleta, a la defensiva de cualquier novedad que distraiga la atención de su carga gravosa pero amada, sin sorprender a nadie y también sin dejarse sorprender. Para quien ha tenido la visión raptadora, todo permanece en vilo mientras esta se materializa. Cuanto le ocurre, siente o experimenta reviste valor solo en tanto contribuye a clarificar la visión iluminadora. En el pecho del mousóleptos se agita una auténtica emoción poética, pero la suya se parece más a una pasión fría porque se orienta hacia la generalidad abstracta del mundo sin llegar a concretarse en nada ni en nadie. No le queda más remedio que resignarse a una relación solo mediata con las cosas buenas y hermosas del mundo: se diría que las ve a través de un cristal, como el presidiario a las visitas en horas reglamentarias, o que las besa a través de un pañuelo, y todas las personas, incluso las más queridas, se limitan a posar teatralmente como haría un modelo ante el pintor que lo retrata. El universo entero en función de la obra, la cual a su vez contiene la totalidad del universo entrevisto. De ahí que, para quien conoce la fuerza de la auténtica vocación, resulte tan incomprensible que algunos escritores, como Borges, presuman de los libros que han leído por encima de los que han escrito. No: el mundo estimará en más o en menos la obra producida, pero al autor le va la vida en su obra, si de verdad ha sabido dar cuerpo en ella a su visión.

Contrariamente a lo que suele pensarse, la vocación, que sí es egocéntrica, no tiene ni un ápice de egoísta. Conviene destacar el hecho de que solo se logra con éxito la producción del objeto si este adquiere una objetividad independiente del yo que la produce. La juventud predispone a la visio mientras que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la missio. La autoposesión, el narcisismo, el subjetivismo extremo y libre de compromisos característicos de la adolescencia a veces suscitan una actitud favorable a la aparición de las Musas pero, en cambio, contra lo que sugiere el estereotipo romántico, no ayudan en absoluto al duro trabajo en la obra. Es muy frecuente que la emoción inicialmente sentida solo pueda objetivarse en obra y recibir la forma que esta requiere una vez hecha la transición a la madurez, en pleno trasiego y ruidoso alboroto de la casa fundada y el aprendizaje de una profesión con la que ganarse la vida. En efecto, solo puede producir algo quien conoce las reglas del oficio de que se trate, lo cual acontece en la mayoría de los casos durante esa edad adulta, cuando se adquieren las habilidades técnicas y la disciplina requeridas para que la obra se perfeccione con la deseable autonomía, y el arte de producir música, pintura, edificios o textos no constituye en esto una excepción al resto de los oficios. Pero es que además, en un plano moral, la confección de una obra solo es posible para quien consiente en humillar su yo y deja en su interior espacio para el acto de comunicación inmanente a la naturaleza del arte. Contrariamente a lo que suele pensarse, la vocación, que sí es egocéntrica, no tiene ni un ápice de egoísta. Egocéntrica sí, porque el raptado ha de cultivar su yo como nido donde se incuba demoradamente la obra, robando tiempo y atención a todo lo demás; pero una vez así ensimismado, no se complace estérilmente en el sentimiento estético-oceánico de su existencia sino que, entrenado en la cotidiana y ascética alienación del yo, ha de eclipsarse en favor de la obra.

3 El objeto elegido para dar forma a la visión determina el tipo de vocación. Si el objeto es un lienzo, se es un pintor; si un pentagrama, un compositor; si la piedra, un escultor. Es literaria aquella vocación que elige como objeto la producción de un texto. De igual manera que un pintor percibe un magnetismo en la asociación de unos particulares colores o el compositor descubre la necesidad interior de una concreta secuencia de notas musicales, así el escritor es aquella persona que ha desarrollado un sentido para aprehender el campo de fuerzas que generan dos o más palabras cuando se ponen cerca y del que carecen por separado. El escritor, en resumidas cuentas, no es otra cosa que un juntapalabras y su arte reside en juntarlas con acierto. Con motivo Malherbe, hastiado de la ampulosidad verbosa de la Pléiade, se autorretrató modestamente como un “arrangeur de syllabes”. Todo literato emula al Adán que en el primer día puso nombre a las cosas (Génesis 2, 20). A ese don cantó Juan Ramón Jiménez en su poema de Eternidades: “¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / …Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mí nuevamente”. El mérito, el poder y la virtud del escritor descansan en las concretas palabras escogidas y el orden preciso en el que las ha dispuesto para que resulten eficaces en su designio poético. La literalidad encierra la esencia de lo literario y por eso el auténtico texto de literatura —el poema, la novela, el ensayo— no se deja resumir, compendiar o parafrasear.

Desde esta perspectiva, la filosofía es solo una especie dentro del género literario. Una filosofía sin visio y sin missio —sin vocación literaria— puede ser la obra de un profesor de filosofía, un maestro, un editor, un filólogo, un traductor, un divulgador, todo ello incluso en grado eminente, pero no propiamente la de un filósofo. La visión hace nacer en este una emoción abstracta hacia lo contemplado que bien puede denominarse eros. Poetizar es celebrar esa emoción con versos, relatos o representaciones dramáticas; filosofar es definir esa misma emoción erótica con conceptos y categorías. En ambos casos, “una cierta idea del todo” desencadena el proceso arrollador. La tarea del filósofo consiste en la dura conversión del eros en concepto y este en palabra y luego en texto sistemático. Entre los modernos, ha sido Max Scheler quien de modo más convincente, en La esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico, ha argüido acerca de cómo la filosofía se sostiene siempre sobre una previa emoción erótica. Pero, como se ha dicho, ya los griegos antiguos, que tendían siempre al antropomorfismo, personificaron el despertar de este específico deseo amoroso en el secuestro de las Musas, las cuales, escribe Platón en el Fedro, “se hacen con un alma tierna e impecable despertándola y alentándola hacia cantos y toda clase de poesía”. No es casual que para el Sócrates del Fedón la filosofía sea justamente el arte de las Musas por excelencia: megíste mousiké, la llama con orgullo.

La literalidad encierra la esencia de lo literario. Por eso el auténtico poema o novela o ensayo no se dejan parafrasear

4 Lo sentado anteriormente autoriza a seleccionar del canon algunos ejemplos de vocación literaria sin distinguir entre literatura y filosofía y dando a literatos y filósofos un tratamiento indistinto. La visión suele tener en ambos casos el carácter de una revelación en la que predomina el elemento de la luminosidad. Pero unas veces la luz proviene de un fuego abrasador, consuntivo, y otras de una llama cálida, gozosa, vivificadora.

Entre las experiencias abrasivas destaca la de Pascal. Fallecido el filósofo, un criado halló en el forro de su levita una estrecha tira de pergamino. Estaba datada el lunes, 23 de noviembre de 1654, “a partir de las diez y media de la noche aproximadamente hasta cerca de media hora después de la media noche”. Durante esas dos horas a Pascal le sobrevino una visión extática que el pergamino manuscrito trata de verbalizar. El luego llamado Memorial empieza con la palabra “feu”, el fuego de un Dios bíblico de vivos contrapuesto al Dios fosilizado de la filosofía y la teología. En el otro extremo se situaría James Joyce. Durante su último curso en el Belvedere College, 1897-1898, contando 16 años, el prefecto de estudios le sugirió la posibilidad de ingresar en la Compañía de Jesús. Pocos días después, tuvo lugar la escena recreada en Retrato del artista adolescente, la ruptura definitiva con la Iglesia católica y la afirmación de su vocación artística precipitadas por una suerte de éxtasis inverso: “Su alma se acababa de levantar de la tumba de su adolescencia, apartado de sí sus vestiduras mortuorias. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Encarnaría altivamente en la libertad y el poder de su alma un ser vivo, nuevo y alado y bello, impalpable, imperecedero”. La visión asume en Joyce la figura de una hermosa muchacha a la que contempla en el puerto mirando el mar, con las faldas arremangadas y moviendo las aguas distraídamente con el pie, encarnación de aquella “profana perfección de la humanidad” (Yeats). “¡Dios del cielo! —exclamó el alma de Stephen en un estallido de pagana alegría”. “Vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida. Un ángel salvaje se le había aparecido, el ángel salvaje de la juventud mortal”.

Hay epifanías que acontecen sentado, como le sucedió a Descartes. Otras, andando, como a Rousseau
Hay epifanías que acontecen sentado, otras andando y otras en estado de espera. Entre las primeras, la de Descartes en la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, a la edad de 23, durante un descanso de la guerra de los 30 años, en las cercanías del Ulm junto al Danubio: “Y observando que esta verdad: pienso, luego existo, es tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando”, referirá años más tarde Descartes en su Discurso del método. Entre sus papeles póstumos figura una anotación con la fecha trascendental y este comentario a su lado: “…mientras estaba lleno de entusiasmo y descubría los fundamentos de una ciencia maravillosa”.

La visión de Rousseau fue, en cambio, de las ambulatorias. Una tarde de 1749 iba a visitar a su amigo Diderot, preso, y mientras caminaba leía las bases de un concurso convocado por la Academia de Dijon. De pronto le envolvió, como un relámpago, lo que él en las Confesiones bautizó como “la iluminación de Vincennes”. Su conciencia atravesó un momento de lucidez prodigiosa, las ideas se le agolpaban a una velocidad muy superior a su capacidad de asimilación, pero la intuición central permanecía: el progreso de los pueblos exaltado por su siglo ilustrado no existe, porque el hombre nace bueno y la civilización lo corrompe: aquí se halla la almendra de toda su vasta producción posterior.

Por último, a Proust le sorprendió la visión unitaria del ciclo En busca del tiempo perdido en la biblioteca del hotel del príncipe de Guermantes mientras esperaba que terminase el concierto. Allí encadenó tres o cuatro “resurrecciones de la memoria”, dos losas desajustadas, el tintineo de una cuchara chocando contra un plato, la tiesura almidonada de una servilleta o el ruido estridente de una cañería —momentos del presente capaces de evocar recuerdos del pasado a los que la imaginación halla alguna analogía—, que produjeron en Proust la sensación felicísima de elevar a un plano supratemporal el tiempo perdido y por esa vía recuperarlo y rescatarlo de la muerte. Ese fue su “día más bello” —confiesa en el último tomo de su obra—, aquel “en el que se alumbraban de pronto no solo los antiguos tanteos de mi pensamiento, sino hasta la finalidad de mi vida y acaso del arte”.


Labor de nómadas

Los aspectos complementarios de la visio —fascinante y terrible al tiempo— ya se encuentran en dos de los primeros casos de vocación literaria registrados en la historia de la humanidad. Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro cuando, al llegar al monte Horeb, una zarza ardiendo le habló y le envió a los hombres con una misión literaria: la composición de las leyes para el pueblo elegido (Éxodo 3). Por su parte, Hesíodo, pastor de ovejas, se hallaba apacentando su rebaño al pie del monte Helicón cuando, según refiere en el arranque de su Teogonía, se le aproximaron por sorpresa las Musas formando bellos y deliciosos coros; tras ungirle como poeta entregándole una rama de laurel, cumplieron los dos rituales de la vocación: le revelaron una visión del mundo y le encargaron que la difundiera con su canto, infundiéndole para ello ese dulce don que solo poseen ellas. La escena bíblica destaca el aspecto llameante de la vocación mientras que la griega realza su gracia y encantamiento. En ambos casos, a la epifanía sigue la urgencia literaria de producir un documento que ordene la visión sobrevenida y le preste una forma perdurable (Teogonía, Pentateuco); en ambos casos también el favorecido por la visión es sorprendido en faenas de pastoreo: se diría que es propicia a la vocación esa existencia nómada y disponible, sin arraigar en ningún sitio fijo y sin compromiso, errante con sus ovejas.