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martes, 24 de agosto de 2021

Ubuntu

 Un antropólogo intentó probar un juego con unos niños de una tribu africana, colocó una canasta llena de frutas deliciosas junto al tronco de un árbol y les dijo -El primer niño que llegue al árbol y toque la canasta, se ganará toda la fruta-.

Cuando el antropólogo les dio la señal de inicio y pensó que todos iban a correr para ganarse la fruta, se sorprendió de que comenzaran a caminar todos juntos, tomados de las manos, hasta que llegaron al árbol, juntos tocaron la canasta y compartieron la fruta.

Él les preguntó porqué habían hecho eso, si cada uno de ellos podría haber conseguido la canasta de fruta solo para él o para repartirla con su familia.

Los niños respondieron todos juntos, a una sola voz: "UBUNTU".

El antropólogo intrigado comenzó a indagar entre los adultos de la tribu. Resulta que "Ubuntu", en el lenguaje de su civilización, significa: "yo soy, porque todos somos".

Según la educación que recibieron de sus padres y abuelos, ¿Cómo puede solo uno de nosotros ser feliz, mientras todos los demás no tienen nada?.

Esta tribu conoce el secreto de la cooperación, la solidaridad y la empatía que se han perdido en las sociedades que la "trascienden" y que se consideran a sí mismas, sociedades "civilizadas".

domingo, 22 de agosto de 2021

Los jóvenes de ahora son como los de antes

¿Por qué los padres en la antigüedad eran respetados pero ahora son cuestionados? 

En la Antigüedad también pasaba, quizá menos; sólo hay que leer las comedias de Aristófanes, algunos de los diálogos de Luciano o las Sátiras de Juvenal. Así lo dice San Pablo, en II.ª a Timoteo 3:1–5:

Pero debes saber que en los últimos días vendrán tiempos críticos y difíciles de soportar. Porque la gente solo se amará a sí misma; serán amantes del dinero, fanfarrones, arrogantes, blasfemos, desobedientes a los padres, desagradecidos y desleales, no tendrán cariño natural, no estarán dispuestos a llegar a ningún acuerdo, serán calumniadores, no tendrán autocontrol, serán feroces, no amarán lo que es bueno, serán traicioneros y testarudos, estarán llenos de orgullo, amarán los placeres en vez de a Dios y aparentarán tener devoción a Dios, pero en realidad estarán negando el poder de esa devoción. Aléjate de ellos.

lunes, 4 de junio de 2018

Entrevista al juez de menores Emilio Calatayud

Emilio Calatayud: "Me meto con Aznar porque quitó la mili". Juez de Menores de Granada

CARMEN MORALES PUISEGUR Palma

El Mundo. 3 JUN. 2018 

"Me llamaron la atención porque dije que las niñas se hacían fotos como putas. No me dio tiempo a decir que los niños se las hacen como putos.Pero se las hacen. Ahora hay que decir que se hacen fotos erótico-místicas..."

Juega en la liga de las rock stars de la magistratura. Cuando el juez de menores Emilio Calatayud llegó el pasado viernes al claustro de Sant Bonaventura de Llucmajor pasadas las cinco de la tarde, casi cien personas lo esperaban a pleno sol en el patio del lugar para escuchar su conferencia. Fuera del recinto, Calatayud apuraba su pitillo y embelesaba con sus ademanes viscerales al alcalde y su cohorte, que le rendían pleitesía como si fuese una aparición.

Lo reciben como a una estrella de rock. ¿Está acostumbrado? Déjeme decirle que en Mallorca no se sale por cualquier motivo.

Mira, es lo que hay. He caído bien gracias a las redes sociales, Youtube... Dicen de mí que soy topic trending o algo así...

Trending topic. ¿Cuál es el éxito de su mensaje? Muchos están en redes sociales y no logran su éxito.

Sinceramente, no he inventado nada. Creo que a la gente lo que le gusta es que digo lo que pienso y muchos no se atreven a ello. Soy juez de menores, eso me da cierta autoridad. También caigo bien.
Es famoso por sus sentencias. Aveces parece muy moderno y otras, muy carca. Por un lado, destaca mucho la importancia de la educación y entre sus condenas, destaca la obligación de acabar la ESO...
Ésa es la que más dicto...

Pero, ¿a veces no es muy partidario de la mano dura?

Soy partidario del término medio, ni del padre autoritario ni el padre colega. Debemos tener autoridad sobre nuestros hijos así como el maestro debe tenerla sobre los alumnos. Y lo de que todos somos iguales, pues unos más que otros. Yo no soy igual a mi hijo porque soy su padre. Y el maestro tampoco es igual al alumno, porque es su maestro.

¿Cómo se logra el término medio?

Con una vuelta al sentido común.

¿Y cómo logramos el sentido común?

En este asunto, me meto con los cuatro presidentes de gobierno de la democracia. A todos les ha faltado el sentido común. Me meto con Zapatero, que quitó el derecho de corregir a los hijos de manera razonada y moderada. Me meto con Rajoy porque los jueces de menores le pedimos modificar el Código Civil y no lo hizo. Me meto con Felipe González, que quitó los centros de internamiento de salud mental. Y me meto con Aznar porque quitó la mili...

¿Volvería a instaurarla?

Sííííí (enfatiza hasta el infinito). Cuatro o cinco meses, no como en mi época. A todos los ciudadanos y ciudadanas. Que aprendan la disciplina, el esfuerzo. Todos iguales, pelaícos. Que sepan lo que es el Estado y la patria.
Eso es mano dura, ¿no?

Suena a disciplina, autoridad, esfuerzo, a compañerismo, a igualdad. Yo era antimilitarista... Al cabo de tiempo, he visto cosas buenas. También hubo cosas malísimas en la mili, ¿eh? Emmanuel Macron lo ha copiado pero de un modo suave, porque ha puesto un mes. Yo lo ascendería a cuatro o cinco meses.

Baleares tiene una de las mayores tasas del país de menores condenados. ¿Qué lo explica?

No conozco con exactitud la problemática de Baleares. Supongo que la inmigración influye. ¿Cuál es el índice de fracaso escolar?

Un 26,5%, una de las más altas del país. Jóvenes que abandonan los estudios y empiezan a trabajar en puestos poco cualificados de la industria turística.

Una tasa de fracaso escolar similar a Andalucía, el territorio que yo conozco. Es una vergüenza. Los niños tienen que estar en la escuela. Echo de menos un pacto por la educación, una ley que dure una generación entera, no una legislatura solo. Lo fundamental, la familia y segundo, la escuela.

¿No se trata de un discurso muy conservador?¿La familia es la panacea?

La familia es la base de la sociedad.

Pero no todas las familias funcionan bien...

Por supuesto. Por eso debemos regular las familias. Cuando las feministas decían el 8-M que si las mujeres paran, se para el mundo. ¡No! No se para, ¡se acaba el mundo! Por eso, hay que cambiar la regulación de la familias. Tenemos familias que se han creado de dos familias fallidas, de padres homosexuales, monoparentales... pero es la base de todo. No conozco a ninguna de las familias anteriores que no esté ayudando a un hijo, a un nieto, a un sobrino. Luego, está la escuela. La sentencia que más dicto es condenar a los chavales a sacarse la ESO y la que más me duele. Hay mucho chaval analfabeto de 15 años. La educación es la ventana a la libertad.

La asociación Proyecto Hombre de Baleares tiene un programa de lucha de adicción contra la tecnología. En enero de 2018, contaba con 4 hikikomori -jóvenes que se aíslan en su habitación enganchados a la tecnología- en tratamiento. A uno de ellos hubo que sacarlo del cuarto por orden del juez, porque agredía a la madre cuando le cortaba Internet o entraba a la habitación. ¿Qué ocurre con la tecnología?

Hay dos delitos en ascenso entre los menores: maltrato de hijos de clase media o media-alta a sus padres. Segundo, los móviles. Delitos de amenazas, chantajes, coacciones, contenido sexual, delitos contra el honor o la intimidad. Lo digo desde hace tiempo -señala el móvil-: eso es una droga. Soy fumador y no le daría a mi hijo de dos años un cigarro. Estoy hasta las narices de ver a padres que mientras se toman la cerveza en el bar, le dan a su bebé de un año un móvil para que no moleste. Luego, el teléfono es un instrumento muy peligroso para delinquir o para ser víctima de delitos.

¿Cuál es el caso más grave que se ha encontrado?

Una niña de 12 años que se peleó con el novio, de 14. Se empareja con otro colega, que le pide una prueba de amor. La chica se hace una foto y se la envía por whatsapp. Le pide otra prueba, y la niña le envía una foto del pecho. El niño le pide una prueba de amor todavía más fuerte y la niña le envía un video masturbándose durante 6 minutos. El nuevo novio se la envía al antiguo, y éste la difunde a todo el mundo en el ciberespacio. Me llamaron la atención porque dije que las niñas se hacían fotos como putas. No me dio tiempo a decir que los niños se hacen fotos como putos. Pero se las hacen. Ahora hay que decir que se hacen fotos erótico-místicas... Pero cuando un niño cuelga una imagen, pierde el control sobre ella. Ya tenemos grabaciones de películas porno entre chavales y se están colgando.

¿Qué condenas se imponen en estos casos?

Depende, puede que libertad vigilada. El problema son las responsabilidades civiles que tienen que pagar los padres. ¡También me llamaron la atención porque dije a los padres que había que violar la intimidad de los hijos! ¡Pues claro! ¡Cómo toda la vida! En mi época se registraba la mesilla de noche o los bolsillos.

En Palma, un menor fugado de un centro de menores, entró en una casa. Violó a la dueña y luego quemó la vivienda. ¿Sirven los centros de menores?

Se ha criticado La Ley de Menores, pero funciona. El 80% de los chavales que cometen delitos no son delincuentes. Hay que ayudarlos a madurar. Otro 10% sí es carne de cañón. El otro 10% es muy trabajable, depende del momento, la oportunidad, una buena pareja.

Una amiga pierde a su hija de 4 años en un centro comercial. Cuando la niña aparece, la madre le da un abrazo y le regaña levemente. A un niño de la generación anterior, le hubiesen dado un cachete en el culo. ¿Qué opción prefiere?

Depende del momento. Pero confundir un cachete con un maltrato es una barbaridad. Yo le he dado a mis niños cachetes en el culo o una torta, no pasa nada. Rajoy le dio un cachete a su hijo en la tele.

¿Fue correcto?

Sí. Se le criticó mucho. Ahora le das una colleja a un niño en la caja de El Corte Inglés y una señora te dice que hay maltrato e incluso te pueden quitar al niño. No tenemos sentido común. Tu padre seguro que te educó de otra forma y quizás tenía menos formación que tú, pero tenía más sentido común que la generación actual. Insisto, nos han vendido la película de que somos iguales y no. El principio de autoridad es un principio fundamental de un Estado democrático y de derecho.

Tenemos un pasado de 40 años de autoridad que tampoco fue el mejor...

Y no aprendimos nada. Mira donde estamos. ¡No hemos aprendido nada! Creo que nunca se debió transferir a las autonomías la educación, la sanidad, la justicia, la seguridad... Eso tiene que llevarlo Madrid. ¿Qué ha pasado? Pues 155. ¿Por qué? Un niño malcriado al que le han dado y dado. Con los hijos, pasa lo mismo. Para ellos tenemos el 155 del Código Civil [Los hijos deben obedecer a sus padres mientras permanezcan bajo su potestad]. Habrá que hacer otro 155 para la escuela.

miércoles, 18 de abril de 2018

Los clientes más odiosos para los camareros

LOS CLIENTES QUE MÁS ODIAN LOS CAMAREROS
Pelmazos. Déspotas. Babosos. Enfermos con el culo al aire. Varios camareros hablan de los peores clientes que han tenido que soportar, y sus anécdotas son oro puro.

A estos señores en algún momento les van a tocar las comandas. 

MIGUEL ÁNGEL PALOMO  18/04/2018 - 08:03 CEST

“Jefe, ¿y mi cafelito?”. “¡Oye, pollo, la cuenta!” Cuando hay que insultar a España, se nos reduce a un país de camareros, pero uno de los gremios más desprestigiados aguanta estoico el peso de la rutina diaria. El primer carajillo del día, la comunión de la niña, el desfase nocturno, la comida de empresa, la despedida de soltero. El horror. Detrás de cada representación de esparcimiento hay un camarero sudando la gota gorda. Y frente a él, un cliente: el plasta, el borrachuzo, el intenso, el agonías, el gritón, el indeciso, el impaciente, el grosero y hasta el ladrón.

Si no reparamos en nuestra actitud como clientes, tampoco en la santa paciencia que estos currelas acumulan, en las toneladas de bilis que tragan o en el equilibrismo circense que demuestran al desfilar con una bandeja a pulso llena de peligros. Lidian con jornadas interminables, les obligan a veces a cobrar en negro y, de premio, han de memorizar comandas imposibles y sufrir la liberación ociosa del cuñadismo. Nos olvidamos de que trabajar en un chiringuito de playa equivale a muchos másteres de Cifuentes y derretirse con la pajarita anudada convalida una tesis doctoral en antropología cañí, donde la firma en el aire para pedir la cuenta es la marca del zorro del biotipo español.

Caballeros adormilados y argentinas que se embadurnan la cara con jamón. Chalados con el culo al aire y tuppers de pil-pil en la disco. Hasta fiestas salvajes de swingers, aunque esa sea una historia bajo secreto de sumario. Nos quejamos mucho de los camareros; que si no son profesionales, que si son bordes. Pero ¿cómo somos los que permanecemos al otro lado de la barra? Ellos nos retratan con su testimonio: necesitan desahogarse, porque el cliente no siempre tiene la razón.

El cliente plasta/impaciente/insufrible vs listillo

“Con los clientes pesados desarrollas un filtro que te permite apagar la frecuencia en la que emiten para centrarte en tu trabajo mientras contestas amable y mecánicamente con monosílabos”, se arranca Carmelo, un joven aunque ya experto camarero de un bar de tapeo del madrileño barrio de Conde Duque.

La tralla de 30 años como camarero, 24 de ellos dentro de uno de los locales imprescindibles en la noche bilbaína, explica el expediente de alguien como Íñigo que lo ha visto casi todo y que se las sabe todas. Sin el casi. “No soporto al impaciente. Es muy típico el que te dice que lleva media hora y acaba de llegar”, dispara Íñigo, que reconoce detectar a este tipo de listillo “a kilómetros”. El responsable del bar admite que “normalmente los camareros sabemos quién va a intentar irse sin pagar. Lo lleva escrito. Por su lenguaje corporal está diciendo te la voy a liar. Los fines de semana fuerzas para que te paguen al instante porque hay un tipo de cliente que parece estar mirando a la luna”. A Íñigo también le irrita el cagaprisas: “Podría entender más impaciencia en un sitio de menú del día, pero si vas a pasar la noche en el bar… ¿Qué prisa tienes?”; y los pesados: “Los que creen que en el precio está incluido el camarero psicólogo, los que te dan la chapa y tú te tienes que aguantar”. El plasta de diván, un clásico.

Una versión alternativa del cliente fatigoso es con la que suele lidiar Óscar, desde los 16 años trabajando en el restaurante familiar, en una localidad playera del norte del país, y hoy ya propietario. Por su cercanía con un hospital, al restaurante “vienen muchos médicos que son un poco altivos. Siempre tienen prisa y quieren que les atiendas rápido”, nos pone en antecedentes. “Y luego se tiran cuatro horas hablando en la mesa y quieren que les saques chupitos”, sentencia Óscar algo amargado.


"No soy fan de oír lo que la gente tiene que decir". EZGIF.COM
El cliente tostado

“Un día abro el bar a las diez de la mañana y se me cuela un tío todo pedo”, da comienzo a su vibrante relato una camarera de un bar de Alonso Martínez, en Madrid. “Como soy tan buena, le serví lo que me pidió, creo que un whisky, y se puso a darme la chapa. El pavo era un faltoso. Empezó a decir bobadas”, recuerda. “Me dijo: ‘¿No crees que el papel de las camareras es el de dar coba al cliente?’ Yo le dije que no pero él soltó: ‘pues haberte dedicado a otra cosa’. Ahí ya fue cuando le dije que se pirara”.

No quedó ahí la cosa: “Lejos de hacerlo se acomodó en una mesa. Entonces amenacé con llamar a la policía, pero al tío le daba igual. Al final me vio bastante cabreada y se piró”. Un valiente, “un tonto”, en su retrato robot de este cliente que no pasaría de los treinta y pico. “El tío ya me estaba tocando la vaina como mujer”, continúa, “además de como persona. Estábamos solos en el bar y se me subió a la chepa.”

Es su peor vez, aunque no la primera: “Nada más abrir la gente ya quiere entrar en el bar. Me preguntan: ‘Oye, ¿ponéis música y servís?’ No sirvo alcohol hasta una hora para que no se metan los del after”, puntualiza. Otro trance de dudoso gusto fue con “un cliente que ya había venido el día anterior. Me había quedado con su cara, era como raruno. Estaba sin dormir o algo así, y me pidió vino. Se sentó y el tío se quedaba sopa. ¡Por la mañana!”, grita la pobre sin dar crédito. “Yo le decía: ‘Perdona, es que te estás quedando dormido’. Da una imagen bastante chunga. Y él: ‘Sí, lo siento’. Fui como tres veces a decírselo. La última me dijo: ‘Ay, es que se está tan a gusto aquí, con la musiquita… Si ves que me duermo, vienes y me lo dices’. Otro le hubiera echado, pero yo aguanté el chaparrón. Tampoco me estaba faltando al respeto”, acaba reconociendo.

Menos desagradable fue para Carmelo la siguiente situación kafkiana: “Tuve que convencer a un cliente, que llevaba una merluza importante, de que ya me había pagado y que no hacía falta que me diese otros 500 euros. Casi una hora enseñándole el recibo de la tarjeta con su propia firma y que él no reconocía. Cada mes te pasan de media dos bizarradas parecidas”.


El gorila que lo quiere todo 
El cliente provecto

También el restaurante de Óscar se nutre de “gente mayor que se ha pasado el día con su familiar en el hospital y te quieren contar su vida”. Retrata así a esa tercera edad que “por el mero hecho de ser mayor piensa que tiene derecho a todo”. Pone un ejemplo ilustrativo: “Un señor que ya conozco y con el que tengo mucha paciencia estaba comiendo en una mesa y me llama:

– Oye, tú, ¡capullo! Este rabo estofado es el más rico que me he comido en mi vida. ¿Me puedes poner lo que sobra para llevar?

– Claro, pero ¿por eso me tiene que llamar capullo? ¿Era necesario?” El perfil mezcla edad vetusta y espíritu impertinente, véase a continuación.

El cliente faltón

Al actual responsable de la restauración de un grupo hotelero en Granada, con otros 4 años más de experiencia en un hotel de lujo en Ibiza, casi tuvimos que taparle la boca. “Los peores son los maleducados”, arremete José sin esperar a los preliminares. Una última “movida” en la que unas chicas reservaron un cumpleaños en el restaurante y le “montaron un pollo que no veas”, le sirve para defender que “el cliente muchas veces no lleva la razón”.

A tumba abierta, rememora alguna jugarreta sonada. “En Ibiza tuvimos un grupo de 300 judíos franceses celebrando la Semana Santa judía y fue la peor experiencia de mi vida laboral”, nos cuenta. “Las personas más maleducadas, exigentes y sinvergüenzas que te puedes echar a la cara. Te dan ganas de pelearte con el cliente: usted me revienta, yo le reviento… Alucinante”. Glups. José sigue con aquel infierno: “Tiraban los cubiertos al suelo para que los recogiéramos, como si fuéramos sus esclavos. Lo camareros hicimos un motín en mitad del restaurante para no servirles nada más hasta que la organización nos pidió perdón”.

“Aquí gozamos de un 95% de clientela de calidad”, nos cuenta al otro lado de la barra un camarero venezolano. Nótese que gradúa al público como lo haría con sus pócimas alcohólicas en un bar que prepara sus propios macerados. “No tenemos gente pesada, tenemos muy buenos clientes”, continúa con la sana publicidad. Habrá que quedarse entonces con el 5% restante. ¿Qué es lo que más odias de un cliente?, ataco. “Más que la indecisión, es la forma de hablar”, nos dice. Venden un tipo de alcohol distinto y al explicar de qué se trata “ese 5% suele ser un poco arrogante”. ¿En plan yo sé más que tú?, pregunto. “¡Sí!”, responde conciso. Bingo, nos suena de algo esa gente.

“Tengo un restaurante de menú y doy con gente que se las da de millonario”, nos cuenta Óscar. “El típico que te da palmaditas o que te chista, gente muy maleducada que luego resulta ser la más miserable. Gente que te pide que le hagas descuento por cualquier razón. Y si no, se lleva las naranjas, las manzanas o las botellas de agua”. A José le silban no por piropearle sino para pedirle la cuenta. “Yo me acerco educadamente”, recrea el camarero andaluz, “y le digo: disculpe caballero, no veo ningún perro por aquí”.

El cliente guiri

Además de explicarnos la extraña manera de pedir la cuenta que tienen los japoneses, “haciendo una cruz con los dedos”, al tirar de anecdotario profesional Carmelo se acuerda de una clienta argentina “a la que le habían dicho que la grasa del jamón era buena para la piel, por lo que se frotó una ración de jamón ibérico por los brazos y la cara ante la atónita mirada del personal del bar”. Un testimonio espeluznante que merecería sin duda engrosar asimismo la categoría de cliente rarito.

Sin embargo, si para la joven camarera de Alonso Martínez, la “gente borde, desagradable y maleducada es el pan de cada día”, coincide con el camarero venezolano en su análisis del cliente español, al que según él le falta “un poquito a la hora de pedir por favor, dar las gracias, entrar y decir buenos días, buenas tardes”.

 El cliente rencoroso y cibernauta

Nuestro Óscar no evita tocar un tema espinoso: TripAdvisor. “Un señor me había reservado una mesa en pleno verano, un sábado a las tres. Eran las tres menos cinco y el señor muy nervioso. A las tres y tres minutos tenía la mesa lista, pero con sus santos cojones me puso en TripAdvisor un pésimo como una catedral. Tiempo después, el hombre volvió. Me dijo que lo sentía, que se había equivocado. Pero con sus santos cojones no rectificó en TripAdvisor”, concluye demostrando que lo tiene superado. “Otro vino con una familia de ocho personas sin reserva en pleno verano”, prosigue un Óscar lanzado. “Les hice esperar un poco, obviamente, pero les puse una mesa y quedaron todos encantados. Menos este tocahuevos que me plantó una nota negativa en Tripadvisor diciendo que no iba a volver. La familia sigue viniendo y él también. Sé que es él, pero no le he dicho nada”, revela resignado.

“Tienes que tragar ahora con demasiadas cosas para no recibir una mala crítica”, admite. “Te dicen que has tardado más de la cuenta, que no les gusta como está decorado el local, que el papel del baño les raspa el culo. Me parece injustísimo”, se queja Óscar antes de brindarnos el extra de un bonito simpa: “Un matrimonio se levantó, dijeron que se iban a fumar un cigarro y se piraron”.

El cliente rarito

“Das con cada loco que alucinas”, conviene el mismo Óscar. “Me ha llegado a salir un tipo del hospital con la bata y el culo al aire a tomarse chupitos porque le iban a dar una mala noticia y venir luego a buscarle los enfermeros”.

El pozo inagotable de batallitas que es José comparte su recuerdo más álgido. “Lo más gracioso que me ha pasado fue en Ibiza cuando tuvimos a un grupo de 400 swingers”, recuerda divertido. Ante mi estupor por la impresionante cifra y mi consiguiente avidez de detalles, José sólo nos contó que “un hombre se acercó a la barra a pedir un cóctel fuerte porque su mujer se estaba cepillando a otro enfrente de él”. Mal de Amores, se llamaba el cóctel. Un contrato de confidencialidad le impide hacer más sangre de aquello.

El cliente comidista

Un bar como el de Íñigo ha visto pasar varias generaciones de clientes fieles, por lo que su anecdotario tiene mucho de inconfesable. Para compensar nos regala un par de chascarrillos que rebosan espíritu 100% Comidista. “Las cosas gastronómicas más raras que nos hemos encontrado en el bar…”, anticipa. “¡A una señora se le cayó un tupper con bacalao al pil-pil a las cinco de la mañana!”, clama todavía pasmado. Cosas de Bilbao. “Hace un par de semanas a una señora”, otra distinta, suponemos, “se le cayó una botella de aceite de oliva. Imagina la que lías en un bar, ¡cómo patina!” La gente viene a tu bar con cosas muy raras, hacemos ver a Íñigo. “Sí, ese es el rollo”, y se parte la caja. “Y un tío, del que nunca supimos nada”, insiste a modo de colofón, “se dejó una paella de metro y medio de diámetro. Nunca volvió. Vendría de un txoko, iría muy pedo, no sé… ¿Por qué vas con una paella de metro y medio? En aquella época no debíamos tener portero”, apunta intentando hacer memoria. Está claro: la noche es infinita. Y más en Bilbao.

miércoles, 17 de enero de 2018

Eufemismos en política

Enrique Mariño, "Eufemismos en política", en Público, 17-I-2018:

Si usted vuelve a escuchar a Cristóbal Montoro aquello de “vamos a cambiar la ponderación de los impuestos”, agarre bien la cartera, porque lo que querrá decir es que el Gobierno le va a dar un estacazo con una nueva subida del IVA. Tal vez decida salir a la calle para mostrar su rechazo, pero ande con ojo, no vaya a tropezar con las defensas de las Unidades de Intervención Policial —o sea, con las porras de los antidisturbios—. Terminará lamiéndose las heridas o, en el peor de los casos, teniendo que someterse al copago sanitario, que debería llamarse repago, pues recuerde que ya ha abonado los medicamentos a través de los sucesivos cambios de ponderación impositivos a los que aludía el ministro de Hacienda.

La escalada de eufemismos podría seguir hasta la zeta del diccionario, incluso sin salirnos del anterior párrafo: sustituyamos estacazo por daño colateral o IVA por gravamen adicional, al que tendríamos que sumar el recargo complementario temporal de solidaridad, que no es otra cosa que la subida del IRPF. Incluso eso de escalada tiene un matiz épico, cuando en realidad se trata de un aumento o una subida, nada deseable cuando se trata de armas o precios.

“Se utilizan palabras blandas para expresar situaciones duras”, explica la periodista Soledad Gallego Díaz, acostumbrada a ver cómo en los últimos años los políticos, economistas y empresarios recurren cada vez más a los eufemismos. Quizá, añade la columnista de El País, para describir unas situaciones que se han vuelto “progresivamente más injustas o violentas” —hablamos del paro galopante, de los recortes (reformas estructurales), de la supresión de derechos, de la privatización de los servicios públicos (externalización), de los desahucios y la crisis de las preferentes (una estafa en dos tiempos: al timo inicial le seguiría una quita posterior, o robo, de los ahorros), etcétera—, por lo que podrían considerarse unos “pretextos para amparar no a los más débiles, sino a los más poderosos”.

Esta degradación de la lengua, pese a la carrerilla que ha tomado en España desde el inicio de la crisis económica, no es nueva ni exclusiva de este país. George Orwell escribía en 1946 que “el lenguaje y los escritos políticos son ante todo una defensa de lo indefendible”, por lo que los gestores de la cosa pública recurrían a “eufemismos, peticiones de principio y vaguedades oscuras” para evitar argumentos “demasiado brutales” a oídos de los ciudadanos. Así, respecto a las purgas y deportaciones en Rusia, por ejemplo, el político nunca mentaría el “asesinato de los opositores”, sino “cierto recorte de los derechos de la oposición política”

El ensayo La política y el lenguaje inglés, como puede observarse, sigue vigente sesenta años después. Basta cambiar el nombre del gobernante, de la nación y del conflicto, sinónimo suave de guerra, exterminio, genocidio o muerte. “El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad”, sostenía Orwell. “Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse”. Volver no operativo, un supuesto no injustificable, una consideración que siempre debemos tener en mente, etcétera. “El estilo inflado es en sí mismo un tipo de eufemismo. Una masa de palabras latinas cae sobre los hechos como nieve blanda, difumina los contornos y sepulta todos los detalles”, señalaba el autor de 1984.

Pero volvamos a este tiempo y a nuestro país. Si la realidad no es del agrado del pueblo, basta cambiarle el nombre para hacerla más digerible. Con Zapatero no había crisis, sino recesión o desaceleración. Su ministra de Economía, Elena Salgado, vio algunos brotes verdes en la economía y aventuró que sólo cabía esperar a que creciesen. La negada crisis terminó siendo tal, aunque, como dijo el ministro Guindos, España jamás fue rescatada, pues se trató de un apoyo financiero o, más largo todavía, un préstamo en condiciones muy favorables. Entretanto, no hubo inflación —si acaso, reacomodamiento de precios—, ni arreció el paro —sino que las empresas, algunas por falta de liquidez (se iban al tacho), aprovecharon las sinergias y optimizaron sus recursos, mientras que las administraciones públicas racionalizaron el gasto, eliminaron duplicidades, adelgazaron sus estructuras y redujeron los gastos superfluos: meros ajustes en un contexto de flexibilización del mercado laboral—. Para frenar la sangría del desempleo —luego iremos con el enfermo— no se favoreció legalmente el despido libre o su abaratamiento, sino que se informalizaron las relaciones laborales. Al menos, nadie le dio una dentellada a los sueldos de quienes seguían conservando su trabajo: hubo alguna devaluación competitiva de los salarios por aquí, algún ajuste por allá, alguna moderación salarial por acullá....

"Lo formal es feo y estrecho y lo informal, en cambio, hermoso y desenvuelto. Lo inflexible es rígido y obstinado, en tanto la flexibilización es ligera y juvenil", escribe el profesor universitario Miguel Catalán en el libro Mentira y poder político (Verbum). Lo que nos lleva a pensar que no cabe duda de que la arruga sea bella, si bien la pérdida del trabajo —el despido— se antoja fea, por mucho que la vistan de reajuste, una palabra aquejada de trastorno bipolar. Puede suponer una disminución —de empleos—, pero también un aumento —de precios—; el caso es que su escucha no trae nada bueno. Decíamos que no bajaron los sueldos, como tampoco se llevaron a cabo desahucios —llámenlos procedimientos de ejecución hipotecaria—, por lo que ningún propietario se quedó sin su casa —en jerga bancaria, activos adjudicados—. Los jóvenes universitarios tampoco se vieron forzados a emigrar —movilidad exterior, mejor que fuga de cerebros— por falta de oportunidades laborales —o sea, de trabajo— y los que sí se quedaron no entienden cómo, habiendo estudiado una carrera y un máster, no aciertan a comprender qué significa eso de flexiseguridad en un país tan inestable laboralmente como el nuestro. Sea como fuere, resulta paradójico que dos conceptos positivos en uno —flexibilidad y seguridad—, más que tranquilizarnos, nos intimiden...

Claro que durante estos años que vivimos peligrosamente hubo alguna buena noticia, como las iniciativas del Gobierno para calmar los mercados —subir los impuestos y reducir el gasto público, como ordenaban desde el más allá— o las inyecciones de liquidez —ejem— que proporcionaron las medidas excepcionales para incentivar la tributación de rentas no declaradas —“señoría, no hay ninguna amnistía fiscal”, se escuchó en el Congreso por boca de Montoro—. ¡Qué riqueza lingüística! ¡Benditos neologismos, encargados de inflar la burbuja eufemística! Circunloquios para el recuerdo, como la abstención técnica del PSOE para que gobernase Rajoy, mientras que el PP no expulsaba a Rato, sino que lo daba de baja. La infanta Elena y Marichalar tampoco se separaron, pues lo suyo fue un cese temporal de la convivencia. Un capítulo aparte merece el extesorero del PP Luis Bárcenas, que sufrió un “despido en diferido” —en este caso, no se informalizó su relación laboral porque ésta había sido simulada— y, consecuentemente, recibió una indemnización a su debido retraso por su gestión de la presunta caja B del partido, que no era tal sino una “actividad extracontable sin carácter finalista”. Por cierto, gracias a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, aprobada por el Congreso, los imputados por la Justicia ahora son investigados, un participio que resulta más leve y suena menos fuerte.

Qué desastre, pensarán algunos, pero cuidado también con las metáforas. Cuando escuchamos que una empresa sanea sus cuentas o que la crisis del banco equis contagia al banco zeta, estamos tratando a la economía como a un enfermo o, si lo prefieren, como a un ser vivo responsable de sus actos y con autonomía propia, como si la culpa de las crisis la tuviesen estos organismos animados y no las personas encargadas de su gestión. Lo denunció hace cuatro años la profesora de Filología de la Universidad de Navarra Carmen Llamas durante el VIII Seminario Internacional de Lengua y Periodismo El lenguaje de la crisis, organizado por la Fundación San Millán de la Cogolla y la Fundación del Español Urgente (Fundéu), cuyo coordinador, el periodista Javier Lascurain, tiene claro que las fuentes de los periodistas se valen de los eufemismos y las denominaciones alternativas para “camuflar, dulcificar u ocultar ciertas realidades”.

Aunque a veces es la propia prensa la que impone un determinado léxico, extraído del deporte, el toreo, los fenómenos atmosféricos o los desastres naturales, que en realidad no son naturales, sino el resultado de la presencia o acción del ser humano en el entorno, así como de la falta de prevención por parte de este, pues no hay desastre si no hay afectados: una tormenta de arena en medio del desierto es un fenómeno natural, excepto que se tope con un campamento de beduinos y termine, ahora sí, en desastre. Si no tenemos esto claro, la traslación de tsunamis, sequías y tormentas al lenguaje económico nos hará pensar, por ejemplo, que los terremotos financieros son desastres de origen natural, incluso divino para algunos, que escapan a la mano invisible del hombre, encargada de regular el mercado. Resulta chocante que se naturalicen las decisiones de quienes mandan y los efectos de sus políticas económicas, mientras que los mercados se humanizan: tiemblan los parqués porque entran en pánico, o las bolsas se despiertan optimistas por la euforia que suscitan las operaciones comerciales.

“La crisis económica de 2008 fue consecuencia clara de un proceso de desregulación de los mercados financieros, pero los políticos que protagonizaron esa desescalada no han querido admitir su responsabilidad y se han presentado como víctimas de una catástrofe imprevisible. Lo mismos sucede con la corriente principal de pensamiento académico en Economía, que justificó plenamente esa desregulacion y que no acepta la enorme influencia que tuvo en el estallido de la crisis”, afirma Soledad Gallego-Díaz. “Por ello necesitan hablar con eufemismos, que ayuden a hacer creer a los afectados por la crisis que la responsabilidad fue de ellos mismos por solicitar un crédito excesivo y no de quienes, siendo especialistas en el tema, se lo concedieron”.

Sin embargo, algunos tienen los días contados. Por ejemplo, para evitar la palabra crisis, comenzaron a llamarla recesión, hasta que esta también adquirió una connotación negativa, lo que dio paso al crecimiento negativo, un oxímoron que figura entre los eufemismos favoritos de la columnista madrileña. Y cuando el Gobierno del PP creyó ver la luz al final del túnel, no se atrevió a recurrir de nuevo a los brotes verdes por su evocadora paternidad socialista y por las críticas que le dedicó al hallazgo verbal en su momento, lo que motivó que Luis de Guindos, actual ministro de Economía, optase por una "pequeña flor de invernadero" para referirse a la recuperación económica.

El ministro de Economía, Luis de Guindos, y el presidente de Iberdrola, José Ignacio Sánchez Galán, charlan durante la inauguración de la jornada organizada por Pimco y El Confidencial. EFE/ Mariscal
Guindos y el presidente de Iberdrola, Sánchez Galán. / EFE

Ahora bien, ¿logran los políticos manipular a la sociedad con su camuflaje lingüístico? “Lo pretenden, y durante un tiempo lo consiguen, pero los eufemismos caducan”, abunda en la idea Álex Grijelmo, autor del libro Palabras de doble filo (Espasa). “Se produce lo que el lingüista norteamericano Dwight Bolinger llamó efecto dominó. Ajuste fue un eufemismo, y ahora designa claramente lo que antes ocultaba. Países pobres dio paso a países subdesarrollados, si bien esa expresión terminó nombrando crudamente lo que intentaba edulcorar. Así que luego vinieron Tercer Mundo —que se dio la vuelta con el adjetivo peyorativo tercermundista— y países en vías de desarrollo. Por tanto, el lenguaje político necesita renovarlos constantemente, porque se gastan. Y hay que estar muy atentos a esos cambios”, advierte el escritor y expresidente de la Agencia Efe.


Así, el copago sanitario, un eufemismo de repago, se convierte en ticket moderador, o sea, en un peaje por ir al médico, que ya habíamos pagado previamente con nuestros impuestos. “Los periodistas compran ese neolenguaje por varias causas, entre ellas la influencia directa de las fuentes en algunos medios. Y, desde luego, nosotros no siempre hacemos bien nuestro trabajo, pues usar palabras inadecuadas, engañosas o incomprensibles para los lectores es una forma de no cumplir nuestras obligaciones”, lamenta Javier Lascurain. “Nosotros somos cómplices, en muchas ocasiones involuntarios, de esa manipulación”, secunda Álex Grijelmo, quien sostiene que los plumillas “ejercen como transmisores acríticos”. Quizá entonces sea mejor decir tributo, tasa o pago en vez de peaje, aunque algunas autopistas también las paguemos dos veces, incluso tres si quiebran.

Pese a que fuese adecuado consumirlo preferentemente antes del fin de 2017, el término ajuste todavía no ha caducado, sino que ha mutado en otros eufemismos, que son empleados según Gallego-Díaz “para suavizar la carga pesimista o violenta de una palabra o expresión directa”. Adviértase que el verbo despedir comenzó a ser menos frecuente en los titulares cuando las empresas empezaron a presentar —o, en el mejor de los casos, a pactar— ERE, sigla de Expediente de Regulación de Empleo, que terminó dando lugar al ya lexicalizado ere y a su plural eres.

Tampoco corren buenos tiempos para la austeridad, “la reina de los eufemismos”, en opinión de la columnista de El País: “Un concepto asociado a la sobriedad, a la moderación y a la elegancia que ha sustituido en un abrir y cerrar de ojos a lo que es simplemente un hachazo en el gasto público”. Miguel Catalán, en Mentira y poder político, incide en la misma noción: “Puesto que la austeridad es una virtud tradicional, la de no gastar más de lo que se tiene sin dejar por ello de vivir con dignidad, se utiliza el término austeridad como un eufemismo para lavar la negra imagen de los recortes sociales, cuyo resultado [es una vida] indigna en tanto ayuna de servicios básicos”. Al principio era así, pero de tanto uso —y sufrimiento de la población— ha terminado adquiriendo un matiz peyorativo: antes, apretarse el cinturón podría apelar al sentido común, si bien ahora los políticos tratan de eludirla porque son conscientes de los daños colaterales causados a la ciudadanía. Digamos que algo considerado ayer positivo, hoy puede ser negativo, como recordaba el escritor británico Owen Jones —citado por Catalán en su libro— cuando aludía al término reforma: un término que antes estaba ligado a las mejoras de los servicios públicos "pone nombre ahora a las políticas antisociales”.

Un activista ¿Qué hacer ante el intento de colarnos la misma receta de siempre con otra denominación? Orwell decía que “si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento”, por lo que “esta invasión de la mente por frases hechas sólo se puede evitar si se está continuamente en guardia contra ellas, y cada una de esas frases anestesia una parte del cerebro”. No queda otra que llamar a las cosas por su nombre, como defiende Álex Grijelmo, quien advierte de los efectos secundarios del uso de las frases hechas. “Los periodistas que hacen suya la jerga política tendrán más difícil distanciarse de los políticos y ser independientes, solo por el hecho de usar sus mismas palabras manipuladoras. Yo desconfiaría del periodista que dice reforma fiscal cuando se habla de subir impuestos, o del que habla de desequilibrios territoriales en vez de desigualdades. Su lenguaje y su pensamiento parecen abducidos por el poder de turno”.

Los medios se han visto inundados de todo tipo de circunloquios, hasta convertirse, de manera inconsciente o intencionada, en neologismos periodísticos de uso cotidiano. Por ello, vale la pena mentar de nuevo al autor de La política y el lenguaje inglés, quien escribió aquello de que “el lenguaje político está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”. Porque, aunque pueda parecer que el uso de vaguedades y neologismos ayuda a difundir la diversidad lingüística, en realidad es sinónimo de empobrecimiento. “Más palabras no siempre suponen más riqueza del lenguaje, porque estas entran en el discurso periodístico para desplazar a otras —a menudo más claras o precisas— y no aportan riqueza sino oscuridad”, previene el coordinador de Fundéu.

En fin, nuestros eufemismos políticos y económicos son las especies invasoras que han tomado los ríos y van a dar a la mar, que es el pasar a mejor vida de los medios de comunicación. O sea, el morir. 

domingo, 31 de diciembre de 2017

La mala educación general, por Javier Marías

Grafiteros, mendigo y académico, Javier Marías, 31 DIC 2017 

La cosa empezó en una presentación, continuó con un hombre que me confundió con un cura y acabó con un tegucigalpense demasiado sincero

HAY SEMANAS llenas de pequeños sinsabores o incidentes que lo mueven a uno a la risa, más que al enfado. Ojalá fueran todos así. La que hoy termina ha sido una de esas. La cosa empezó en la presentación de la última novela de Pérez-Reverte. En el escenario, el autor y tres mujeres, entre ellas nuestra magnífica editora Pilar Reyes, afanándose por dialogar e interesarnos. A mi izquierda, un par de individuos, con calva moderna y media barba, que no paraban de cuchichear como posesos. Una incontinencia verbal fuera de serie. “¿Qué diablos hacen aquí”, me preguntaba, “en un sitio al que se viene a escuchar, no a rajar desenfrenadamente?” Claro que el panorama general del patio de butacas no era alentador: la mitad de los asistentes estaban a lo suyo, es decir, mandando y recibiendo whatsapps y chistes, haciendo fotos y vídeos con sus aparatos estúpidos, sin prestar la menor atención a lo que se hablaba arriba. La mala educación de mucha gente está alcanzando niveles disuasorios: ya no se puede ir al cine, ni a un concierto. Pero al menos los del móvil “interactuaban” en silencio, más o menos, mientras que los calvos modernos no descansaban: chucu-chucu, chucu-chucu, un bisbiseo inaguantable. Aun así aguanté cuarenta minutos, limitándome a mirar con estupor al que tenía al lado. Hasta que no pude más. Ya he escrito aquí sobre los peligros de llamarle hoy la atención a nadie. Poco después de hacerlo hubo dos víctimas más: un anciano le afeó a un coche, a distancia, haberse saltado un paso de cebra, y el conductor se detuvo, se bajó, le pegó un puñetazo al viejo y lo dejó seco en la calzada; y otro sujeto que meaba en la calle respondió a la recriminación de un vecino sacando una pistola y metiéndole un tiro. Así que me jugué la vida al decirles: “Oye, ¿vuestra tertulia la tenéis que tener aquí?” A lo que el de más allá me contestó altanero: “Es que podemos hacer las dos cosas, escuchar y hablar”. “Ya”, le respondí sin discutirle la falsedad, “pero molestáis a los demás, que no somos tan hábiles”. Pararon un poco, sólo un poco. Tres días después, Pérez-Reverte estaba informado: “Ya sé que casi te pegas con unos amigos míos”. “Pues vaya amigos, no sé por qué no escogieron la cafetería”. “Son dos grafiteros que me echaron una mano con una novela. Desde entonces van a todo lo mío, por lealtad personal, pero se aburren. Eso sí, me dijeron que eras chulo”. “¿Chulo yo? Para nada, fui muy modoso”. Comprendí que, en efecto, me había jugado la vida con tipos de acción, y encima amigos de un amigo.

A los dos días vino hacia mí un mendigo con la cara desnortada, en la calle de Bordadores. Y me gritó: “¡Padre, padre, deme algo, padre!” Él no podía saberlo, claro, pero que me confundan con un sacerdote —quizá un sacerdote chulo— es de lo peor que puede pasarme. Digamos que no es el gremio que mejor me cae, y como ahora van disfrazados de civiles (lo cual me parece fatal, un engaño a la gente), el mendigo no tenía por qué distinguir. Me detuve y le dije: “¿Por qué me llama ‘padre’? ¿Me ve usted a mí cara de cura? No me diga que sí, por favor”. Lo mismo se lo llamaba a todos. El hombre se disculpó, me dijo que no, que me veía cara “normal”. La cosa me divirtió como para deslizarle cinco euros.

“¿Por qué me llama ‘padre’? ¿Me ve usted a mí cara de cura? No me diga que sí, por favor”

Al día siguiente, reunión en la Academia con académicos latinoamericanos de visita. No tuve mucha ocasión de departir con ellos, sólo durante el recreo entre dos plenos severos. Un académico de Tegucigalpa me cuenta: “Invitamos a su padre para hacerlo honoris causa, pero no pudo venir y en seguida murió”. “Ya, qué lástima”, contesté, pero no pude por menos de pensar: “Pues sí que tardaron. Mi padre murió a los noventa y un años, así que se lo debieron de proponer a los noventa”. El tegucigálpico pasó a otra cosa: “Su mejor novela de usted”, me dijo, “es la primera”. Sí, me temo que se refería a la primera de verdad, Los dominios del lobo, publicada a mis diecinueve años. Como le tengo simpatía, no vi inconveniente: “Sí, estoy de acuerdo”. Pero al hombre no le bastó: “Todo lo que ha escrito luego, sí, muchas idas y venidas, un habilidoso artesano, pero sin la frescura de aquella”. Huelga decir que nadie le había preguntado su opinión, pero eso no le impidió soltar la palabra más hiriente para cualquier autor, “artesano”. La verdad es que encontré cómico lo gratuito y veloz del hundimiento, en dos minutos me había crucificado. “Pues nada”, contesté sonriente, “no he hecho sino empeorar a lo largo de cuarenta y pico años”. Mi compañero Manuel Gutiérrez Aragón asistió al breve diálogo, y para mí que se quedó helado (y admirado de mi templanza, espero). Sólo acertó a decir: “Caray, no hay nada como la sinceridad”. El hondureño se despidió con una amenaza: “No pudimos llevar a su padre, pero a usted sí, en breve”. “Gracias, pero no crea”, le contesté: “detesto los vuelos transoceánicos”. Bien es verdad que, aún muerto de risa (para mis adentros), acompañé la disculpa de este pensamiento: “Ni en pintura me van a ver en Tegucigalpa, visto lo visto”. Feliz año a todos, incluidos los grafiteros, el mendigo miope y el señor académico tegucigalpense. 

martes, 14 de noviembre de 2017

"Desde lo alto, dios se complace cuando ve a un buen maestro" (La versión Browning)

La carta de Albert Camus dando las gracias a su maestro de primaria después de ganar el Nobel

"Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido"

EMILIO SÁNCHEZ HIDALGO  13 NOV 2017 

Albert Camus (1913 Argelia) es uno de los escritores más importantes del siglo XX. Es un referente de la literatura en francés, con decenas de novelas, obras teatrales y ensayos. Es posible que El extranjero (1942) o La peste (1947) nunca hubiesen sido escritos si el autor no hubiese coincidido con el señor Germain cuando era un niño. Era su profesor en primaria, al que mandó una carta cuando recibió el Nobel de Literatura. La misiva ha sido recuperada en redes sociales por @literlandweb1.

La carta también fue muy difundida en Twitter en enero de 2016, entre otras ocasiones. Es nomal: una misiva como esa es el mejor reconocimiento que puede obtener un profesor. Esta es la transcripción de la carta, que Camus envió a su profesor el 19 de noviembre de 1957

Querido señor Germain:

Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Le abrazo con todo mi corazón.

Albert Camus.

La carta de Camus a Louis Germain fue difundida 35 años después de su muerte, con la publicación de su obra póstuma El último hombre (1995). Camus falleció en un accidente de tráfico sin terminarla en 1960. Entonces no contaba con demasiado apoyo de las élites francesas, que rechazaban su posición moderada ante la guerra entre Francia y Argelia. De ahí que su familia declinase publicarla, pero cambiaron de opinión tres décadas después, ya que "tendría un valor extraordinario para aquellos interesados en su vida", según su hija.

Se trata de una obra autobiográfica, en la que Camus explica su vida en Argelia cuando aún era una provincia francesa. Allí conoció al señor Germain, "del que se sabe muy poco más allá del retrato que se incluye en el libro", explica Chicago Tribune en una reseña que dedicó al libro. "En la historia de la literatura, pocos profesores han tenido tanto efecto en un alumno", añade.

"Germain no solo estimuló la mente de Camus y le dio clases extraescolares. Además, convenció a su madre para que intentase obtener una beca para que acudiese al instituto. Germain fue el primero de una serie de sustitutos del padre -fallecido cuando era un niño- y mentores intelectuales", indica The New York Times sobre la relación del autor con el profesor en el artículo que dedicaron al libro en 1995. En El primer hombre, Camus también destaca el papel en su vida de su profesor de instituto.

Manuel Vincent contaba en 2012 más detalles sobre la relación entre el profesor y el autor en EL PAÍS: "Aquel maestro de primaria se había empeñado en que un alumno lleno de talento, que se llamaba Albert Camus, estudiara el bachillerato; lo había preparado a conciencia. El maestro le acompañó en tranvía al examen de ingreso, esperó el resultado sentado en un banco en la plaza del instituto y luego se desvivió para que le concedieran una beca".

Germain contestó a la carta de Camus en 1959, en una misiva que también fue difundida con la publicación de El primer hombre. “Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo [...] Tu celebridad no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo el mismo Camus”, dice Germain en su carta, que puedes leer íntegra aquí. El agradecimiento de alumnos a profesores es un clásico de internet.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Mala educación. Los pelmazos

Javier Marías, Impaciencia y caso omiso, El País 12-XI-2017:

Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente, dispuesta a tocar todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a surtir efecto.

HE HABLADO muchas veces de la imparable infantilización del mundo y de cómo se están fabricando generaciones de adultos mimados que no toleran las frustraciones ni las negativas ni las imposibilidades. Lo más grave es que esta actitud se haya trasladado a la política y a las colectividades, y buena prueba de ello es la ya agotadora crisis de Cataluña: una parte de la población anhela una cosa (le “hace tanta ilusión”, como arguyó hace mil años una aspirante a escritora empeñada en obligarme a leer sus textos), y ha de conseguirla por encima de la voluntad de todos, mediante trampas infinitas si es menester, y en contra del principio de realidad. Cada vez hay más gente avasalladora e impaciente, dispuesta a tocar todas las teclas aunque sepa que la mayoría no van a surtir efecto.

Mi casa tiene dos puertas, una detrás de otra. La primera da a un pasillo que comparto con una vecina, largo y en forma de L. Junto a esa primera puerta hay dos timbres. En uno se lee “JM” y en el otro “CC”. Obviamente mi vecina no es JM ni yo soy CC, lo cual no impide que un buen porcentaje de los que la visitan a ella pulse el timbre de JM y otro notable de los que me visitan a mí pulse el de CC. Una y otra vez nos disculpamos recíprocamente por las molestias, y sólo nos explicamos el fenómeno así: muchos individuos son tan impacientes que, incapaces de esperar unos segundos a que ella o yo lleguemos a esa puerta primera, prueban a llamar al otro timbre creyendo que con eso lograrán su propósito (logran que se les franquee el primer paso, pero no el segundo, que es de lo que se trata). Bien, un señor al que no conozco de nada, y que por lo visto utiliza la misma máquina Olympia Carrera de Luxe a la que me he referido en varias columnas, telefonea a mi gran amiga Mercedes López-Ballesteros, que también me echa una mano en mis tareas, y la interroga implacablemente sobre cómo hacer para que tal o cual tecla lo obedezca, o cómo comprar cintas y demás, como si ella —o yo, por extensión— fuéramos un manual de instrucciones o unos proveedores, y además no tuviéramos otra cosa que hacer. Ella le contesta que no tiene idea, que quien usa la Olympia soy yo y no ella (que trabaja con ordenador), y que no lo puede ayudar. Al señor en cuestión eso le da igual: quiere ver su problema resuelto a toda costa y le insiste. “¿No entiende usted que yo no le sirvo?” No, no lo entiende y continúa explicándole, impertérrito, la función supuesta de la tecla rebelde. Está a lo suyo y nada más, engrosando las filas de los que en sentido figurado llamamos “autistas” (según el DLE: “Dicho de una persona: Encerrada en su mundo, conscientemente alejada de la realidad”; esa definición que tanto indigna a los enfermos de autismo y que exigen prohibir, sin darse cuenta, una vez más, de que la gente dice lo que le parece y da a las palabras el sentido que quiere, y que el Diccionario está obligado a reflejarlas sin más).

A Mercedes, que atiende los mails y me imprime los que yo deba ver, a menudo se la llevan los demonios. No sé, a la petición de que vaya a un sitio a dar una charla, contesta, por ejemplo, que estoy terminando una novela y no me añadiré viajes hasta que la acabe, o que estoy en plena promoción de la novela recién publicada y sin tiempo para nada más, o que estaré fuera durante tal y cual meses. Con frecuencia recibe una respuesta que hace caso omiso de la suya y le dice, quizá: “Preferiríamos que el señor M viniese un jueves, porque ese día no hay Copa de Europa y acude más gente a este tipo de eventos” (la estúpida palabra “eventos” por doquier). Mercedes se desespera y se pregunta cómo leen y cómo funcionan las cabezas de sus interlocutores. Otras veces alguien pide algo (un bolo, una entrevista, lo que sea). Acepto, y propongo tal o tal fecha a tal hora. “Es que esos días no me vienen bien”, es con frecuencia la contestación. “Mejor el domingo a las ocho de la mañana”. La persona que pide algo olvida al instante que la interesada es ella y no yo. Que yo no le he solicitado nada, sino al revés, y que más le valdría coger pájaro en mano, si tanto es su interés. Así, no es nada raro que quien ruega algo, luego ponga trabas y lo dificulte. Hoy había reservado la tarde para contestar por escrito a una entrevista mexicana. Había accedido siempre y cuando tuviera las preguntas hoy como tarde, para poder cumplir durante el fin de semana. No han llegado, claro está, pero seguramente pretenderán que las conteste cuando ya no disponga de tiempo o me venga fatal, y se soliviantarán si no los complazco cuando decidan ellos. Mercedes “se venga” inconsciente y discretamente: al entregarme los mails impresos, a veces añade algo a mano: “Este es un pesado”, o “Este es un grosero”, o bien “Este me da pena” o “Este es encantador”. No voy a negar que esas observaciones me influyen, aunque ella no las haga con esa intención, sino sólo con la de “comentar”. Sea como sea, más vale que quien quiera algo de mí, no haga caso omiso de sus palabras y la trate con exquisitez.

domingo, 28 de mayo de 2017

Javier Marías y las nuevas malas formas

Javier Marías, "La nueva burguesía biempensante", en El País, 28-V-2017:

Los biempensantes de cada época no se caracterizan sólo porque sus creencias y prácticas sean mayoritarias, sino por la virulencia de las mismas.

ME ESCRIBE un señor de setenta y cinco años, desesperado porque las instituciones financieras recurran invariablemente al tuteo para dirigirse a sus clientes. Cuenta que las cartas de su banco empiezan con “un desenfadado ‘Hola’” y siguen con “un irrespetuoso tuteo”. Cuando el contacto es telefónico, ocurre lo mismo, y si el señor les afea las excesivas confianzas, los empleados le responden que ellos “sólo obedecen instrucciones”. De poco le sirve a Don Ezequiel advertirles de que, si persisten en lo que para él es una grosería, retirará sus fondos. Y se pregunta: “¿Cuál será el siguiente paso, tratarme de ‘tronco’, ‘tío’ o ‘colega’?”

Hace ya años que observo cómo completos desconocidos que me escriben para solicitarme algo no tienen ni idea de cómo deben obrar para conseguir lo que buscan. O al revés, deben de estar convencidos de que el desparpajo y la ausencia de las mínimas formalidades los va a beneficiar y a allanar el camino. Nadie parece haberles enseñado a escribir una carta o email en condiciones. No soy tan estirado como para ofenderme porque se me tutee de buenas a primeras (aunque yo trate de usted a todo el mundo de entrada, independientemente de su edad: así llamaba a mis alumnos, quince años más jóvenes que yo, cuando daba clases), ni porque se me encabece una misiva con “Querido Javier” a secas. Me da lo mismo. Lo que no encuentro aceptable es que ni siquiera haya encabezamiento. “Hola, ¿qué tal va todo?”, me dicen a veces a modo de preámbulo, para a continuación pedirme una entrevista o una intervención en un simposio o un texto para una revista. No sé qué se pretende con esa pregunta (porque es una pregunta): ¿que le cuente mi vida al remitente? ¿Que le conteste, en efecto, sobre “todo”? “Hola, soy Fulanito” no es manera de dirigirse a nadie, y eso es lo más frecuente hoy en día. Tiendo a dar la callada por respuesta en esos casos, no me molesto en afearle la conducta a nadie, a diferencia del irritado Don Ezequiel.

Lo que me llama la atención de su queja es que los empleados del banco aseguren limitarse a cumplir órdenes de los banqueros que han sido rescatados con dinero de los contribuyentes —que no han devuelto—, a los cuales cada vez cobran más comisiones y ofrecen menos beneficios o ninguno. Eso me indica que el tuteo indiscriminado forma ya parte de la actual ortodoxia burguesa biempensante, no menos feroz que la del siglo XIX, prolongado en España hasta 1975. Los biempensantes de cada época no se caracterizan sólo porque sus creencias y prácticas sean mayoritarias o dominantes, sino por la virulencia con que tratan de imponérselas al conjunto de la sociedad. Hoy ya no se exige —como en el XIX, y aquí hasta la muerte de Franco— religiosidad, respeto a los símbolos y a los padres, amor a la patria y cosas por el estilo. Hoy ha cambiado lo “sagrado”, pero la furia y la persecución contra quienes no se adscriben a los nuevos dogmas adolecen del mismo fanatismo que las del pasado. La burguesía biempensante exige, entre otros cultos, lo siguiente: hay que ser antitaurino en particular y defensor de los “derechos” de los animales en general (excepto de unos cuantos, como las ratas, los mosquitos y las garrapatas, que también fastidian a los animalistas y les transmiten enfermedades); hay que ser antitabaquista y probicis, vetar puntillosa o maniáticamente por el medio ambiente, correr en rebaño, tener un perro o varios (a los cuales, sin embargo, se abandona como miserables al llegar el verano y resultar un engorro), poner a un discapacitado en la empresa (sea o no competente), ver machismo y sexismo por todas partes, lo haya o no. (A eso ha ayudado mucho la proliferación del prefijo “micro”: hay estudiantes que ven “microagresión” cuando un profesor les devuelve los exámenes con correcciones; asimismo hay mujeres que detectan “micromachismo” en el gesto deferente de un varón que les cede el paso, como si ese varón no pudiera hacerlo igualmente con un miembro de su propio sexo: cortesía universal, se llamaba.) Ver también por doquier racismo, y si no, colonialismo, y si no, paternalismo. Lo curioso es que la mayoría de estos nuevos preceptos o mandamientos de la actual burguesía biempensante los suscriben —cuando no los fomentan e imponen— quienes presumen de ser “antisistema” y de oponerse a todas las convenciones y doctrinas. No es cierto: tan sólo sustituyen unas por otras, y se muestran tan celosos de las vigentes —con un espíritu policial y censor inigualable— como podían serlo de las antiguas un cura, una monja, un general, un notario o un procurador en Cortes, por mencionar a gente tradicionalmente conservadora y “de orden”.

Y, francamente, si los bancos —nada menos— dan instrucciones de tutear a todo el mundo; si lo hacen obligatorio como en los hospitales y Universidades y en demasiados sitios “respetables”, hay que concluir que también ese tuteo impostado forma ya parte de lo más institucional, reaccionario y rancio.

martes, 25 de abril de 2017

Formas de criar un sociópata

Marcia Sirota, 6 formas de educar que pueden hacer de tu hijo un sociópata,  Huffington Post 17/04/2017 

La mayoría de los padres solo quieren lo mejor para sus hijos. Y su forma de actuar se basa en lo que creen que les vendrá bien a sus pequeños. Por desgracia, algunos tienen concepciones erróneas que pueden ser mucho más perjudiciales que beneficiosas para los niños.

Cuando los padres adoptan estas concepciones erróneas, pueden llevar a la práctica acciones que saquen lo peor de sus hijos. Incluso pueden provocar que sus hijos se conviertan en sociópatas. Puede parecer una afirmación exagerada, pero, por desgracia, es la realidad.

¿Cómo se puede convertir a un hijo en un sociópata? Hay seis trampas que, si se combinan, sacarán lo peor de cualquier niño.

Estas trampas son comportamientos que parecen beneficiosos a simple vista —y por eso los padres piensan que son buenos para sus hijos—, pero en realidad son perjudiciales.

1. La falta de límites. En vez de dejar claros los límites y de establecer unas guías con respecto a la conducta del niño, hay padres demasiado indulgentes que permiten que su hijo sea egoísta, autocomplaciente, avaricioso, insensible o pasota.

Hay quien piensa que los límites son malos o que impiden que los niños se expresen de una forma auténtica. Pero no es verdad. Es mucho mejor explicar a un niño lo que se espera de él y lo que es inaceptable que dejar que se meta en problemas constantemente por pura ignorancia.

2. La ausencia de consecuencias. En ocasiones, los padres no dejan que sus hijos vean las consecuencias de sus malas conductas o de su actitud.

Hay padres que piensan que es demasiado cruel dejar que un niño experimente las consecuencias de sus actos, pero es mucho más cruel no hacerlo. Estos padres están privando al niño de la oportunidad de aprender de sus errores y de corregir su comportamiento.

Junto con la falta de límites, la ausencia de consecuencias provoca que los niños crezcan sin saber lo que está bien y lo que está mal y sin remordimientos por haberse portado mal.

3. Las reacciones inapropiadas. Algunos padres restan importancia a las ocasiones en las que sus hijos se comportan de forma ofensiva, egoísta, impulsiva, destructiva, cruel o desconsiderada (o les ríen las gracias).

Los padres no hacen ningún favor a sus hijos al negar que se están portando mal. Hay que dejar de idealizar a los hijos. Los padres tienen que darse cuenta de que incluso sus queridos retoños son capaces de portarse mal, y que es su deber guiarlos por el camino adecuado. Si los progenitores permanecen en este estado de negación, privarán a sus hijos de estas guías.

4. La carencia de valores. Algunos padres no inculcan a sus hijos buenos modales ni los valores de la empatía, la amabilidad o la disciplina.

Vivimos en un mundo moralmente relativista. Cuando los padres no enseñan a sus hijos a ser buenas personas y a hacer lo correcto, las únicas referencias que tendrán los niños serán sus amigos y los medios de comunicación.

5. La protección excesiva. Ciertos padres protegen a sus hijos para que no reciban las consecuencias de malas conductas como mentir, estafar, copiar, robar, hacer bullying o maltratar a los animales o a otras personas.

Cuando los padres protegen a sus hijos de esta forma, lo que están haciendo realmente es abandonarlos. Su carácter está en pleno desarrollo, por lo tanto, puede ir en una dirección positiva o negativa.

Si los padres intentan asegurarse de que los profesores, los entrenadores o los adultos que están en contacto con sus hijos nunca les hagan ver las consecuencias de sus malas acciones, estarán reforzando el mensaje de que un niño no tiene por qué pararse a pensar en los efectos de su manera de comportarse con los demás.

6. La falta de perspectiva. Hay padres que no paran de decir (o de dar a entender con sus actos) que su hijo es "especial", que es mejor que el resto o que se merece más que los demás.

Está muy bien fomentar la autoestima de los niños, pero los elogios constantes provocarán que se vuelvan egocéntricos y pomposos. Una autoestima cuidada es sinónimo de una persona segura de sí misma, pero la pomposidad es sinónimo de un futuro megalómano.

Caer en las trampas de las que he hablado anteriormente supondrá que un niño crezca creyéndose superior al resto. No demostrará interés por los demás ni empatía por nadie y se centrará únicamente en sí mismo.

Este tipo de niños no tendrán ningún respeto por las reglas y pensarán que deberían tener el derecho a hacer lo que quisieran cuando quisieran para conseguir lo que quisieran, sin consecuencias de ningún tipo.

Para ser unos padres cariñosos y responsables, intentad evitar estas trampas. De lo contrario, podríais ser culpables, en parte, de la creación de un monstruo.

jueves, 23 de febrero de 2017

Decálogo para crear al nini perfecto

El carismático juez de menores de Granada Emilio Calatayud impartió este martes una conferencia en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, invitado por la Asociación Mujeres en Igualdad de la ciudad andaluza. Además de llevarse de calle al público, de encandilar con su manera llana y directa de examinar la realidad de los chavales y de relatar los casos que pasan por sus manos, Calatayud aprovechó el momento para repasar su Decálogo para formar a un delincuente, incluido en su libro Reflexiones de un juez de menores.

Los padres, sostuvo, deberían pincharlo en su nevera y refrescarlo cada día, para no olvidarse de lo que deben evitar si no quieren que sus hijos acaben pasando por tribunales como el suyo.

Estas son sus recomendaciones que, insistió, están basadas en las experiencias que le trasladan la Guardia Civil y la Policía:

1. Dadle al menor todo cuanto desee, así crecerá convencido de que el mundo entero le debe todo.

2. Reídle todas sus groserías, tonterías y salidas de tono: así crecerá convencido de que es muy gracioso y no entenderá cuando en el colegio le llamen la atención por los mismos hechos.

3. No le déis ninguna formación espiritual: ¡ya la escogerá él cuando sea mayor!

4. Nunca le digáis que lo que hace está mal: podría adquirir complejos de culpabilidad y vivir frustrado. Primero creerá que le tienen manía y, más tarde, se convencerá de que la culpa es de la sociedad.

5. Recoged todo lo que vaya dejando tirado: así crecerá pensando que todo el mundo está a su servicio; su madre la primera.

6. Dejadle ver y leer todo: limpiad con detergente, que desinfecta, la vajilla en la que come, pero dejad que su espíritu se recree con cualquier porquería. Pronto dejará de tener criterio recto.

7. Padre y madre, discutid delante de él, así se irá acostumbrando. Y cuando la familia esté ya destrozada, lo encontrará de lo más normal, no se dará ni cuenta.

8. Dadle todo el dinero que quiera: así crecerá pensando que para disponer de dinero no hace falta trabajar, porque basta con pedir.

9. Que todos sus deseos estén satisfechos al instante: comer, beber, divertirse… ¡De otro modo podría acabar siendo un frustrado!

10. Dadle siempre la razón: son los profesores, la gente, las leyes… quienes la tienen tomada con él.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Errores de las primeras citas de mujeres y de hombres

Errores garrafales en las primeras citas de mujeres y de hombres

(Primero los de las mujeres y luego los de los hombres)

I

Luis M. García, "Errores garrafales de las mujeres en la primera cita confesados por treinta hombres" en El País, 1-XII-2016:

En nuestro anterior artículo, ellas sacaban los colores a ellos. Ahora son los hombres los que cuentan 
La obra de teatro Pigmalion es a la vez una reflexión que le da sentido a un axioma muy extendido: no hay que quedarse en las primeras impresiones. En el libreto, un profesor de fonética apuesta con un colega que, si corrige la dicción vulgar de una humilde florista, la convertirá en una dama capaz de mezclarse con la alta sociedad. La conclusión de la trama (y sí, esto es un espoiler en toda regla) es que el presuntuoso académico termina perdidamente enamorado de ella, quien le demuestra que, si quiere, puede ser la mujer más sofisticada. Por cierto: ella le da calabazas.

Qué hacer (o no) en una primera cita para causar buena impresión es algo para lo que no existe una respuesta científica. Y eso es precisamente lo que convierte el flirteo en algo impredecible e inexplicablemente adictivo, como todo lo desconocido: uno no sabe nunca, de antemano, qué hay más allá de los dos besos iniciales de cortesía. Hace unos días preguntamos a mujeres por los errores que cometen ellos. Ahora le toca hablar a los hombres. Preguntamos a una treintena de varones por situaciones en las que han pensado "quiero irme de aquí".

"Cuando vuelvo veo que me ha metido en un grupo de WhatsApp con todos sus amigos, unos 25. Me pareció un flagrante abuso de confianza"
Bien sea por un comportamiento manifiestamente incompatibles, bien por pequeñas sutilezas, detalles nimios que ya entran en el campo de las neuras de él. Son 30 casos en los que la primera cita no pasó de eso: la primera cita. Los apellidos se han omitido por deseo de los participantes.

1. Fernando, 35 años, arquitecto en paro. "Cuando hablan de 'los tíos', así, como si todos fuéramos uno, cuando tienen que criticar algo. Me pasó con una chica la primera vez que quedamos. Venía muy quemada con su jefe, con su becario, con su hermano... Nos puso al género masculino de vuelta y media. Sin matices. Ese agravio comparativo constante me corta el rollo".

2. Igor, 38 años, celador: "Si dice blogger, millenial, selfie, hipster, indie, cuñadismo, un poquito de por favor, digamelón... o anyway antes de dar una conclusión".

3. Pablo, 35 años, economista: "Era la primera cita con esa chica. Y, bueno, todo iba correcto. De repente, me voy al baño en un momento dado, y cuando vuelvo veo que me ha metido en un grupo de WhatsApp con todos sus amigos, unos 25. Me pareció un flagrante abuso de confianza".

4. Samuel, 40 años, modelo: "Que dé por hecho que voy a invitarla a todo. Me ha pasado en un par de ocasiones: cena, copas, discoteca, taxi. Ni una sola vez hizo el gesto de sacar la cartera o me dijo 'ya pago yo'. No hay que confundir ser educado con ser un gorrón".

5. José, 46 años, ordenanza: "Quedamos en una cafetería. Y cuando solo llevábamos unos 15 minutos, a mitad de los cafés, me dice: '¿Me acompañas a ver un piso que quiero alquilar?'. Me pareció intimidante y fuera de lugar. Fui, por educación, pero fue el principio del fin".

6. Pablo, 38 años, periodista: "No soporto que no sepan valorar la buena gastronomía. Ya empezamos mal desde la primera conversación por teléfono: '¿Dónde te apetece cenar?', le dije, y ella me respondió: 'En el Brillante' [típico bar de bocatas de calamares madrileño]. Pensé que era una ironía, pero no. Lo decía totalmente en serio. Obviamente la noche acabó muy pronto".

7. Borja, 37 años, comercial: "¿Por qué algunas se pintan tanto, especialmente en la primera cita? ¿No se dan cuenta de que una mujer, cuanto menos maquillaje, más atractiva? Una cosa es que se arreglen un poco, otra que se oculten bajo una capa de maquillaje".

8. Evaristo, 43 años, médico: "Que no respeten los tiempos. Me explico. Quedé con una chica por primera vez en una discoteca, la típica cita a ciegas que montó una amiga común. Nos tomamos un par de copas, nos besamos... Fui a pedir las terceras y, cuando llegué, me atrajo hacia ella violentamente y me susurró: 'Yo soy tu pared, y tú mi Black & Decker'. A muchos les puede sonar a peli porno. A mí me dejó muy frío. No era el momento: ¡nos acabábamos de conocer!".

9. Jaime, 32 años, responsable de comunicación: "Por favor: que se dejen a su ex en casa. En un par de ocasiones me he tenido que tragar interminables y encendidas parrafadas sobre lo mal que les ha ido en su relación anterior. Me daban ganas de decirle: 'No conozco a ese señor, no me importa lo más mínimo lo que le pase, yo he quedado contigo, no con él".

10. Raúl, comercial, 40 años: "Yo tenía veintipico años. Ella era perfecta: guapísima, lista, con conversación, ya se había emancipado y yo seguía viviendo con mis padres... Todo me producía admiración, no me creía mi suerte la primera vez que quedamos. Hasta que se rompió el encanto: empezó a contarme chistes... ¡Poniendo acento andaluz! Y eso que era de Zaragoza".

11. Luis, 29 años, periodista: "No soporto a la gente que entrecomilla algunas frases al hablar, así, doblando los dedos a la altura de la cabeza. Quedé con una chica para cenar y ¡zas! empezó a hacer ese gesto horrible una y otra vez".

12. Alejandro, 32 años, médico: "Que diga 'hablando en plata'... ¡Antes de todas las frases! Vamos a ver, no puede ser todo tan importante y trascendente que haya que decirlo "en plata", ¿no? Me pasó con una chica hace años. Quedamos sobre las ocho de la tarde, y nos despedimos a eso de las cinco de la mañana. Casi diez horas "hablándome en plata".

13. Martín, 31 años, en paro: "En mis primeras citas, siempre intento quedar para cenar, porque eso ya me dice mucho de la persona. Una vez quedé con una chica que cogía el tenedor como Tarzán su machete, así, con todo el puño. Y cada vez que hablaba, le veía hasta la campanilla, y todos los ingredientes de su primer plato, el segundo y el postre. Un número".

14. José, 35 años, profesor: "Si me mienten, la partida puede prolongarse un poco, pero está perdida de antemano. Me enrollé con una chica una noche en un bar, hablamos mucho, nos llevamos bien, me dijo que le encantaba el arte. La invité la semana siguiente a una exposición en el Reina Sofía... Y no paró de bostezar y mirar el whatsapp. Me escapé. Y borré su número".

15. Kiko, 24 años, estudiante: "Esto no fue una primera cita, pero sí un primer viaje, que es tan o más importante. Llevábamos saliendo un par de meses y la invité por sorpresa a un fin de semana a Venecia, porque sabía que no había estado. Todo iba perfecto hasta que llegamos al hotel y le preguntó al de recepción: '¿Sabe dónde está el Hard Rock?'. Pasé el fin de semana con esa frase martilleándome en la cabeza y, al poco de regresar, rompí con ella".

16. Mariano, 30 años, comercial: "Estábamos conociéndonos, con los preliminares, en un bar. Me comenta que nos hagamos un selfie y no veo problema. Al rato me dice: 'Mira, he colgado en Instagram nuestro selfie'. No me gustó. Por lo menos debería haberme pedido permiso".

17. Néstor, 41 años, abogado: "Que coma palomitas en el cine. ¿Hay mayor falta de respeto? El cine tiene que ser una experiencia que te meta de lleno en la película, sin nada que te distraiga, y las palomitas suenan y huelen".

18. Raúl, 36 años, diseñador web: "Que no coma palomitas en el cine. Y que me ponga mala cara si yo lo hago. Eso es de persona estirada. Y más si vamos a ver una peli comercial".

19. Marcos, 29 años, diseñador gráfico: "Que le huela el aliento. Sí, es una obviedad. Y muchas veces puede ser por mero despiste, a mí también me huele a veces. Pero si te pasa en la primera cita, el recuerdo maloliente es demoledor, abarca a todo lo demás, y normalmente la relación muere antes de empezar".

20. Víctor, 28 años, fotógrafo: "Que esté enganchada al móvil. Cuando quedas por primera vez y lo primero que hace al sentarse es colocar su móvil encima de la mesa. Es como tener en la mesa a un tercero que nunca ha sido invitado".

21. Eloi, 31 años, aparejador: "Que se sepa el nombre de todos los freaks que pasan por Sálvame. La conversación acaba antes de empezar".

22. Óscar, 36 años, analista de mercados: "Que solo hable de ella. Incluso cuando quiero contar algo sobre mí, la conversación siempre acaba en algo que le ha ocurrido a ella. Esto, el yoísmo, es algo que les pasa a muchas personas, y me revienta".

23. Álvaro, 41 años, galerista: "Que quiera a su perro sobre todas las cosas. Quedé con ella, y la noche fue muy bien: terminamos en su habitación. Pero dejó la puerta abierta. 'Es que si quiere entrar [nombre del can] no quiero que se ponga triste', dijo. Mientras estábamos acariciándonos, el perro entró, se subió a la cama, metió el hocico entre nuestros cuerpos. Se puso nerviosísimo y me vomitó encima de la tripa. Me levanté, me vestí, y me fui para no volver. Todo tiene un límite".

24. Mikel, 33 años, camarero: "Quedé por primera vez con una chica que terminaba mis frases todo el rato. No, eso nunca.  Mis frases son mías".

25. Jon, 37 años, profesor: "Quedé con una chica para cenar. Después de la primera copa, ya me propuso ir a su casa. Yo estaba encantado. Compartía su piso con cuatro amigas. Cuando llegamos, todas estaban en el salón viendo una peli. Me hizo sentarme en una esquina del sofá, y se puso a ver la tele. Ellas me escrutaban y aquello me intimidó. Al rato me dijo: 'Vamos a la habitación'. A mí ya se me había cortado el rollo. Demasiados testigos. Todo era un poco artificial".

26. Andrés, 46 años, comercial: "Que se arregle mucho, hasta el punto de verse claramente que no está cómoda. Yo llegué con vaqueros y ropa cómoda. Ella llevaba una minifalda tan corta que le impedía moverse con naturalidad; y unos tacones vertiginosos. Hacíamos una pareja muy rara, la verdad. La cita no fluyó".

27. Manuel, 34 años, camarero y DJ: "Que sus primeras preguntas sean: '¿Tienes planes de futuro? ¿Dónde vives?'. Entiendo la curiosidad, pero hay muchas otras cosas interesantes que hablar antes sobre esas cosas".

28. Sergio, 29 años, organizador de eventos: "Me fastidia que cuando das dos besos no sean de verdad. Muchas personas ponen la cara y acabas golpeando los pómulos"

29. Alberto, 31 años, en paro: "Que use Tinder para ligar. A mí me gustan las chicas que van de cara desde el principio, que son capaces de dominar una situación en una barra de bar, como se ha hecho siempre. El problema es que yo también uso Tinder para ligar. Por eso, cada vez que quedo con una chica por Internet, tengo un montón de contradicciones mentales".

30. Pedro, 39 años, banquero: "Que la primera frase que me diga sea: 'Nunca antes he quedado con un chico nada más conocerle'. Ese tipo de justificación no pedida, de entrada, solo delata prejuicios. Conservadurismo mal llevado, vamos".

II

Elena Horrillo, "Errores garrafales de los hombres en la primera cita confesados por treinta mujeres", en El País, 10-XI-2016:

Presentarse en chándal, recriminar lo que comes, decir "a mi madre le encantarás"... No, por ahí, no

La seducción no es ni será nunca una ciencia exacta. Hay a quien le impresionan unos bíceps más que el Guernica de Picasso y también a quien aquello de que el susodicho no pueda cerrar los brazos de tanto músculo le da repelús. Hay quien sobre todo quiere reírse, quien sobre todo quiere diseccionar el nihilismo de Nietzsche y quien cree que el filósofo alemán es el último fichaje del Bayern. Y lo bueno es que, ahí fuera, a poco que busquemos, existen personas con las que poder tomarnos unas cañas, estar a gusto, acostarnos y quizás, quién sabe, hasta vernos de nuevo.

A partir de ahí, vuelas solo. Pero para esa primera vez en la que no tienes ni la menor idea de cómo va a salir y temes meter la pata, aquí te dejamos nada menos que 30 errores de hombres que, generalmente, pueden arruinar una cita. Y dichos por ellas, que los han sufrido.

Un consejo previo: utiliza el sentido común y, si no puedes escapar y caes en una de estas equivocaciones, tira de humor. Quizás no lo arregles, pero al menos te habrás reído.

1. Marta, 26 años, periodista: "No me gusta la gente que se arregla mucho para una cita informal, pero de ahí a presentarse en chándal... Pues eso es lo que me ocurrió con un chico".

2. Marina, 27 años, profesora: “Se pasó la cena asombrándose por lo mucho que yo comía y contando las cervezas que me bebía”.

3. Bea, 27 años, bailarina: "Quedé a cenar con un chico al que había conocido por Tinder y cuando llegué al bar la persona que me estaba esperando poco tenía que ver con la que aparecía en su foto de perfil. Luego me contó que hacía cinco años que se había hecho la foto. Su aspecto físico había cambiado notablemente".

4. Marta, 27 años, profesora: "Se había estudiado todas mis redes sociales y cada vez que le hablaba de algo me dejaba claro que ya lo sabía porque había estado cotilleando. Esta labor de espionaje me pareció demasiado".

5. Irene, 29 años, periodista: “Acabó tan borracho que plantearse cualquier plan sexual era imposible”.

6. Ana, 23 años, estudiante: “Estaba tan pendiente de su móvil que le acabé mandando un whatsapp para decirle que me iba”.

7. Maga, 25 años, dependienta: “Cuando llegamos al bar, él se sentó frente a la tele y, aunque hacía como si le interesase lo que yo le estaba contando, no perdía ojo al partido del Madrid”.

8. Elena, 42 años, comercial: "Estuvo hablando fervientemente de política durante toda la cena y en ningún momento se interesó por saber cuál era mi ideología. A medida que corría el vino, su postura se volvía cada vez más extremista. Dio la mala suerte de que sus ideas eran totalmente contrarias a los mías, pero, aunque hubieran sido afines, la relación no habría llegado a buen puerto. Mi opinión no le importaba lo más mínimo".

9. Rosa, 26 años, actriz: “Se sentó delante de un espejo y miró más veces su flequillo que mi escote”.

10. Almudena, 27 años, diseñadora de moda: “En la primera cita se presentó con un Porsche (de papá, claro) en la puerta de mi casa y se pasó un buen rato hablando sin parar de lo mal que limpiaba el servicio en su casa”.

11. Ainara, 32 años, socióloga: “De repente, entre cañas y nachos, soltó sin venir a cuento que él creía que los judíos se habían merecido el Holocausto. Pensé que era una broma hasta que se puso a intentar argumentarlo”.

12. María, 25 años, abogada: “Se puso a alardear de conquistas haciendo énfasis en que eso no lo hacía conmigo porque 'tú eres diferente' y que esas chicas 'eran solo para lo que ya sabes tú”.

13. Sara, 41 años, diseñadora gráfica: “Todo iba bien hasta que me dijo: 'A mi madre le encantarías”.

14. Paola, 28 años, farmacéutica: "Nos habíamos liado la noche anterior en un bar, intercambiamos números y quedamos al día siguiente. Llegó con un amigo y, al presentarnos, me llamó por otro nombre”.

15. Belén, 32 años, delineante: “Coincidimos en una fiesta de cumpleaños de una amiga y a uno de los amigos de él le robaron una chaqueta. Ante el cabreo, decidió robar un bolso y una chaqueta... que resultaron ser de dos amigos míos”.

16. Blanca, 33 años, socióloga: “Tras acostarnos me dijo que se moría de ganas de salir de fiesta. Pero me dijo que mejor no fuese yo, que había quedado con unos amigos".

17. Nagore, 46 años, peluquera: “Nada más llegar se puso a criticar a todo el mundo. Empezando por el camarero (que tardó un poco), los famosos, el cine español... La única persona a la que no criticó fue a sí mismo”.

18. Erika, 29 años, camarera: “Supe que aquello no iba a nada a nada desde que me dijo: 'Es que me das un poco de miedo'. Y todo porque le subrayé que era muy independiente”.

19. Sandra, 34 años, empresaria: “Eso no fue una cita, fue un interrogatorio. No paraba de hacerme preguntas, algunas bastante insolentes, por cierto”.

20. Virginia, 44 años, psicóloga: “Le dije que era psicóloga y empezó a contarme traumas infantiles para ver qué pensaba sobre el tema”.

21. Lola, 22 años, estudiante: “Apareció 40 minutos tarde y ni avisó ni respondió a los whatsapp. Cuando llegó me soltó que se le había olvidado”.

22. Raquel, 34 años, instructora de zumba: “No recuerdo de qué estábamos hablando, pero de repente me llamó por el nombre de otra que resultó ser su ex”.

23. Aina, 28 años, fotógrafa: “Me interrumpía tanto que me puse a contar mentalmente cuanto tiempo me dejaba hablar antes de hacerlo él”.

24. Paula, 19 años, estudiante: “Era incapaz de dar una opinión o elegir. Todo era un 'no sé' a la espera de que yo dijera algo”.

25. Pilar, 31 años, militar: “Se puso a ligar con la camarera cuando fue a pedir las cervezas”.

26. Estefanía, 30 años, funcionaria: “En la cafetería era todo amor y dulzura, colaboraba con ACNUR y había apadrinado a un oso panda... Hasta que se subió al coche y evolucionó en niña del exorcista. Chillaba y abroncaba a todo el mundo. El momento álgido llegó cuando empezó a despotricar de lo mal que conducían las mujeres".

27. Miren, 92 años, jubilada: “A los cinco minutos de estar bailando ya me estaba intentando tocar el culo”.

28. Raquel, 27 años, profesora: “Un halago está bien, pero no hace falta pasarse de explícito y alabarte el escote”.

29. Judith, 43 años, funcionaria: “Después de la segunda caña se hizo un silencio algo incómodo. Su manera de atajarlo fue preguntarme por qué yo no tenía aún hijos y explicarme que él quería una familia numerosa”.

30. Sara, 29 años, abogada: "Me pasé todo la noche intentando que me dejara pagar algo. Los vinos de antes, el taxi que nos llevó al restaurante, la cena, las copas de después... Pero nada, se negaba a que pagara ni un céntimo con el rancio argumento de: 'Es que yo soy un caballero".