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domingo, 26 de octubre de 2025

Glorias y miserias del periodismo, según Manuel Vicent

I

Otras luces de bohemia, en El País, por Manuel Vicent, 26 OCT 2025:

Están aquí otra vez aquellos periodistas patibularios de antaño que han hecho de la comunicación un negocio sucio.

A principios del siglo pasado, en el mundo del periodismo, junto a grandes nombres que han perdurado en la memoria, Azorín, Julio Camba, Josep Pla, Chaves Nogales, se movían unos seres famélicos, bohemios, confidentes de la policía, alimentados por el fondo de reptiles, que también decían llamarse periodistas. Hubo uno, el famoso Gálvez, quien para despertar compasión se paseaba por las tertulias con un recién nacido muerto metido en una caja de zapatos. Eran unos seres tronados que no pretendían otra cosa, salvo la de seguir vivos. Sus querellas las resolvían personalmente a bastonazos en los cafés. Valle-Inclán reflejó aquel mundo sórdido en la obra Luces de bohemia. No obstante, la dignidad de este oficio siempre estuvo a salvo debido a que el talento y el estilo literario de algunos periodistas de entonces desafiaban al de los mejores escritores del momento, y durante la dictadura, aunque fueran amordazados, hubo muchos que lucharon por abrir alguna grieta de libertad en el muro jugándose el pellejo y hoy es obligado citar sus nombres, sin los cuales no podría entenderse el espíritu de la Transición. El periodismo que durante los primeros años de la democracia fue una fiesta de la inteligencia ha ido derivando hasta caer en un albañal que permite que tenga el mismo valor una opinión inteligente, una noticia contrastada y un análisis certero que el insulto, la calumnia, la provocación y el rebuzno. La verdad y la basura se expanden juntas. La noticia es hoy una mercancía que se vende, se compra, se adultera, se pudre y desaparece tirando de la cadena. Están aquí otra vez aquellos periodistas patibularios de antaño que han hecho de la comunicación un negocio sucio y de la lucha política un espectáculo intestinal. Pese a todo, quedan algunos héroes que luchan todavía por su dignidad. Pero de creer que este, el de periodista, era el mejor oficio del mundo, uno empieza a sentirse humillado de pertenecer a una profesión que está totalmente degradada.

II

Los que no agacharon la cabeza, en El País, por Manuel Vicent, 21 JUN 2025:

El 9 de junio se celebró un acto de homenaje a un grupo de periodistas que durante la dictadura puso de su parte el esfuerzo necesario para recuperar la libertad y la democracia

En la calle Larra, 14, de Madrid, se hallaban las redacciones y rotativas donde antes de la Guerra Civil se editaban varias revistas y periódicos que hoy tienen una resonancia mítica en la historia del periodismo. El edificio original se construyó en 1906 como sede del semanario ilustrado Nuevo Mundo, en el que publicaron Unamuno y Ramiro de Maeztu. En 1917 se alumbró allí el periódico El Sol, fundado por el industrial papelero Urgoiti bajo la inspiración intelectual de José Ortega y Gasset, quien había abandonado el diario de su familia, El Imparcial, para convertir El Sol en el periódico referente y de mayor prestigio de la época. En 1931, apenas unas semanas antes de la proclamación de la República, Ortega publicó en sus páginas el famoso artículo "El error Berenguer", que fue el golpe de gracia que acabó con la monarquía.

El uso del edificio evolucionó a lo largo del tiempo. De esas rotativas salió también la revista La Esfera, se instalaron las cabeceras de La Voz y de la editorial Calpe. Por ese edificio pasaron todos los periodistas famosos del momento, Azorín, Mariano de Cavia, Chaves Nogales, Julio Camba, Araquistáin, Díaz Canedo, Corpus Barga, Juan de la Encina, Bergamín. Durante el franquismo la Falange se incautó del edificio e instaló allí el diario Arriba, su órgano oficial y posteriormente, también el deportivo Marca hasta 1963, en que el edificio fue abandonado. En 1987 lo adquirió la Fundación del Diario Madrid, una institución que pastorea Miguel Ángel Aguilar, un periodista muy singular que no deja por un momento en reposo su imaginación.

Bajo su iniciativa, el pasado 9 de junio se celebró en esos salones históricos de Larra, 14, un acto de homenaje a un grupo de periodistas que durante la dictadura franquista, cada uno a su manera y con distinta influencia e intensidad en la prensa, la radio y la imagen, puso de su parte el esfuerzo necesario para recuperar la libertad y la democracia perdidas después de la guerra. Un comité de expertos seleccionó 20 nombres. Lógicamente, había muchos más, que quedaron fuera de la lista, pero la muestra fue sacada entre los supervivientes y con eso bastaba. La lista la componían José Antonio Martínez Soler, Gorka Landaburu, Iñaki Gabilondo, Nativel Preciado, Soledad Gallego Díaz, Andrés Rábago, El Roto; Román Orozco, Víctor Márquez Reviriego, Manuel Pérez Barriopedro, Juan Luis Cebrián, Joan Tapia, Luis del Olmo, Raúl Cancio, César Lucas, Rosa Montero, Pilar Cernuda, Juan de Dios Mellado, Maruja Torres, Rosa María Mateo y el que esto firma.

Tuve que improvisar unas palabras en nombre de los homenajeados. Como en un ejercicio de autocomplacencia recordé que durante el Imperio Romano, cuando el ejército llegaba a Roma por la vía Apia después de una gran batalla victoriosa, solo desfilaban los soldados que habían agachado la cabeza mientras pasaban las flechas. Los valientes que lucharon en primera fila y dieron el pecho con bravura cayeron en combate y se quedaron sin poder recibir el premio a su valor ante el pueblo pasando bajo todos los arcos del triunfo. Añadí que todos los que estábamos allí puede que no fuéramos héroes, pero no habíamos agachado la cabeza durante la dictadura y unos frontalmente y otros mediante el humor habíamos puesto algo por nuestra parte para recuperar la libertad, salvar el honor del periodismo y contribuir a sacar la carreta del charco durante la Transición en el camino hacia la nueva frontera de Europa. Algunos que estaban de pie en aquella tarima habían sido torturados por la policía política del dictador, otros habían sido víctimas de los atentados de ETA.

No obstante, mientras hablaba sobre los pequeños sueños de cada día que se alcanzan simplemente cumpliendo con el deber, imaginaba que en aquel edificio de Larra, 14, permanecían las sombras de los periodistas míticos que pasaron por allí hasta altas horas de la madrugada escribiendo sus crónicas. Me acordaba de Chaves Nogales, que siempre estaba donde debía estar para contar las cosas que sucedían en la calle. Fue famoso en su tiempo, pero después de la guerra cayó en el olvido, tal vez porque ninguno de los dos bandos le consideraba uno de los nuestros, sino el dueño de una voz libre, propia, comprometida con la democracia y consigo mismo. Me acordaba del fotógrafo Alfonso, del dibujante satírico Luis Bagaría, dueño de un lápiz mordaz y revolucionario, de quien Ortega decía: “El perfil con que Bagaría nos pinte será el que de nosotros perdure”. Y sobre todo me acordaba de cuatro periodistas contemporáneos que no estaban en la tarima porque se los había llevado la muerte hacia su reino. Eduardo Haro Tecglen, cuyo pesimismo congénito era un estado de lucidez; Luis Carandell, un espíritu burlón capaz de convertir la historia en una divertida anécdota; Francisco Umbral, que utilizó el éxito en una forma de venganza; Manuel Vázquez Montalbán, que se movió entre el marxismo pop y la gente derrotada. Y tantos otros que practicaron el periodismo como si fuera un arte y dieron lo mejor de su talento por la libertad.

III

Pícaros, bohemios, sablistas y hampones, en El País, Manuel Vicent 7 JUN 2014:

El ingenio y la miseria recorren la vida de Pedro Luis de Gálvez, cuyo éxito literario le llegó en la cárcel

En aquel Madrid de entreguerras, de sardinas de bota y máscaras de Solana, había poetas cuya inspiración, entre soneto y soneto, antes que nada estaba puesta al servicio de comer algo caliente una vez al día. Si no hay estafador que no sea simpático, tampoco existió entonces ningún bohemio que no fuera un pícaro más o menos ingenioso a la hora de matar el hambre.

A inicios del siglo pasado, en las tertulias de los cafés de la calle de Alcalá y alrededores de la Puerta del Sol pululaba una cuerda de poetas, escritores y periodistas hambrientos, hampones, sablistas y patibularios. En aquella baraja hubo cuatros ases indiscutibles que han pasado a la historia con todo merecimiento. Alejandro Sawa, (1862-1909), ciego, loco y muerto a los 47 años, debe su máxima gloria a haber inspirado a Valle-Inclán el personaje de Max Estrella en Luces de bohemia; Emilio Carrere, (1881-1947), hijo de madre soltera y de un famoso abogado, pasó por todas las ideologías, incluso la del manicomio, desde el socialismo hasta el franquismo, con indudable talento literario, aunque su obra maestra consistió en dilapidar la considerable fortuna que heredó de sus antepasados y no ceder hasta alcanzar la máxima penuria; Eugenio Noel (1885-1936) fue un predicador contra las corridas de toros e hizo de esa misión un medio sagrado y ratonero de vida, y no se sabe si sentía más placer en ser zaherido e insultado por los aficionados que en sentirse glorificado por los antitaurinos como redentor en sus correrías por los pueblos de España.

Hubo otros ases y reyes con meritos indudables en esta baraja, pero ningún naipe puede compararse en grado de ingenio y miseria a Pedro Luis de Gálvez. Había nacido en Málaga en 1882, hijo de un general carlista; se fugó de un seminario, ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, quiso ser actor y en cierta ocasión su padre lo bajó del escenario del Teatro de la Comedia a garrotazos en plena función. Su carrera pública se inició al ser condenado a 14 años de cárcel por proclamar en un mitin contra la Monarquía que a Alfonso XIII le supuraban los oídos. Fue en Cádiz en 1904. De aquel quilombo huyó vestido de cura, pero fue capturado por la Guardia Civil en un pueblo cerca de Córdoba y llevado a la cárcel de Ocaña, donde desarrolló la actividad de amaestrar ratas mientras al mismo tiempo escribía versos que gustaban mucho a uno de los carceleros. La fama fue a visitarle a la propia celda. Aquel carcelero ilustrado insistía en que se presentara a un concurso de cuentos promovido por el periódico El Liberal y se ofreció a mandar el escrito de forma clandestina al jurado. El preso renuente, por fin, escribió un relato titulado El ciego de la flauta, que ganó el primer premio. Fue un bombazo. El éxito literario ablandó el rigor de la justicia y Pedro Luis de Gálvez, indultado, se presentó triunfalmente ante los corros de poetas y literatos de la calle de Alcalá exigiendo su parte en la tarta de la gloria.

El héroe comenzó a llenar de versos y artículos los periódicos de la época. Su protector, el gran periodista Miguel Moya, director de El Liberal, le envió de corresponsal a Melilla, más que nada por quitárselo de encima. Pese a que había comprado unas mulas para el ejército y después las había revendido en propio beneficio, Gálvez regresó a Madrid con una medalla militar. Sus sonetos dedicados a cualquier prohombre siempre precedían a un certero sablazo, sus artículos líricos y relatos nunca estaban a la altura de su ingenio de superviviente, que solía acompañar con una puesta en escena imaginativa de carácter necrófilo.

Ha pasado a los anales de la picaresca la secuencia macabra, auténtica o falsa, que realizó en el café Fornos, donde se presentó con un hijo recién nacido muerto dentro de una caja de cartón oculta bajo el gabán que mostraba en las mesas pidiendo caridad para su entierro. O el rito funerario que oficiaba a medias con su compinche Gonzalo Seijas. Juntos explotaban el negocio de la extremaunción. En cualquier buhardilla costrosa, uno de los dos se hacía pasar por agonizante; llamaban a un cura para recibir los santos óleos y éste avisaba luego a la asociación de damas protectoras de los moribundos, las cuales siempre dejaban unos billetes debajo de la almohada para el entierro y los funerales. La pareja de agonizantes se iba luego a celebrarlo a cualquier colmado.

Sin que nadie supiera la razón, Gálvez desaparecía de escena una larga temporada y de repente volvía, casado con hijos, o soltero, precedido de las hazañas que de él se contaban en sus correrías por Barcelona. De hecho, en algo había cambiado: ahora los sablazos ya no eran de uno, sino de nueve duros, uno por cada hijo, según decía. En otra de sus fugas llegó un rumor a las tertulias de que se había casado con una marquesa que lo mantenía. Mientras tanto, sus escritos se leían en los periódicos, y en los banquetes de homenaje declamaba versos, unos muy inspirados, otros de cuyos ripios bien pudo volverse a construir un acueducto como el de Segovia.

De pronto, un día en aquel Madrid brillante como el vientre de una sardina hizo acto de presencia la Guerra Civil, como un incendio esperado, y aquel poeta y periodista bohemio cambió las lañas, el chambergo y el cuello de pajarita por el mono azul de miliciano, con un cincho del que colgaba un pistolón de mando en plaza. Se habían terminado los sonetos. Cuenta Ramón Gómez de la Serna que un día lo vio pasar por delante de Lyon d’Or así equipado y le saludó con la mano en la culata. Esa imagen fue el principal motivo que le movió a exiliarse a Buenos Aires.

El misterio de Pedro Luis de Gálvez en medio del incendio revolucionario de 1936 no ha terminado de aclararse. Según sus enemigos, el poeta bohemio se dedicó a vengarse de cuantos le habían humillado durante sus tiempos de penuria. De hecho, se convirtió en dueño y señor de vidas ajenas y ejercía el castigo o el perdón magnánimo a merced de su capricho. Uno del que presumía haber salvado de la muerte era Ricardo Zamora, el portero mítico de fútbol, a quien sacó de la prisión y desde un balcón lo presentó a la plebe: “Éste es mi amigo. Me dio de comer. Que nadie lo toque. Lo prohíbo yo”. Las escenas patibularias de Gálvez durante la Guerra Civil entran en lo más patético de la historia negra. Era como el Rubio de La malquerida, un infeliz que solo quería mando y que al parecer ejercía el papel de verdugo y de salvador a partes iguales. Libró de la cuneta a Ricardo León, a Emilio Carrere, a Pedro Mata; en cambio unos afirman y otros niegan que tuvo personalmente que ver en la muerte de Muñoz Seca. “A éste dejádmelo a mí”, gritaba. “Honradísimo, Gálvez, honradísimo”, contestaba el humorista. Pero, según Gómez de la Serna, este lance es inverosímil porque Gálvez nunca ordenó la muerte de alguien, como en este caso, a quien había dedicado un soneto. Finalmente probó su propia medicina, esta vez por el bando contrario. Cuando al final de la guerra fue capturado por las tropas nacionales, Pedro Luis de Gálvez tenía enmarcado en su habitación un gran retrato de Franco creyendo que este talismán lo salvaría. Murió fusilado en la cárcel de Porlier el 30 de abril de 1940.

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