martes, 28 de noviembre de 2017

El que el premio mereció, no quien lo alcanza

Quien tenga dos dedos de frente sabrá desde luego que la inteligencia sin voluntad no es nada. Pero la voluntad no sirve de nada si no se apoya en la de los demás. Y los demás hacen gala de desvoluntad o voluntad negativa, lo que los del 98 y su maestro Ganivet en particular llamaban abulia, que es un modo de no querer ser nada, ni siquiera españoles, que ya es no ser. También algunas culturas como la japonesa o las escandinavas (ceñidas al lagom, el patrón sueco de medianía que permite ser aceptado) son muy medievales en eso del gremialismo y la llamada ley de Jante. Hay en particular un intimidante proverbio japonés: "El clavo que sobresale recibe más golpes".

En España también somos muy medievales, aunque de un modo más siniestro, porque lo que en Escandinavia y Japón se hizo para sobrevivir mediante la cohesión social agosta, degrada y nulifica la sociedad entera con su miseria compartida. El patrón medio no es en cuanto a virtud. La abulia, esa opaca y persistente voluntad negativa, daña nuestra sociedad de arriba abajo (y no de abajo arriba, como se suele creer) impidiendo la flotabilidad y el ascenso del mérito, y provoca lo que nuestro floricultor y manchego ensayista Marina denomina "el fracaso de la inteligencia", una muestra de la cual es el secular desprecio de nuestro sistema educativo hacia la excelencia y la investigación, en suma, hacia la profundidad, algo que ni siquiera se planteó el manchego de adopción Conde de Romanones cuando, el muy iluso, consiguió quitarle el hambre al depauperado profesorado en nuestro país a fines del siglo XIX, allá cuando la ILE envió a nuestros talentos a reciclarse en las universidades extranjeras, al contrario de cuando Felipe II y poco antes de que Franco y sus necios devolvieran la enseñanza a la mierda y, valga el ejemplo entre muchos, se destruyera la escuela de neurología española que había creado Cajal con tanto esfuerzo.  

La situación actual es una buena muestra de ello. Atacado por esas pesadas rémoras y lastres, el mérito se hunde en minucias y no asciende hacia los principios rectores, mientras que la mediocridad y el compadrinazgo (lo que llaman algunos "clientelismo") llevan todas las de ganar y se transforman en formas de gobierno pulposas, abúlicas, mansas e ineficaces, segregando masivas nubes de oscura corrupción e incompetencia. Por ejemplo, una constitución incorrupta como un santo de la Edad Media nos sigue rigiendo para ruina común.

Algunos aparecen deslumbrados con ese hermeneuta y filósofo neocón, auténtico flautista de los políticos que tanto están dando la lata por la América, Leo Strauss, desairado por el ascenso de la ordinariez y la grosería al estado. Cualquier cosa es mejor que el nihilismo pelado a que conduce el capitalismo, y el político se reduce a una especie de servidor, cuando no creador y alimentador, de una serie de mitos o sueños que impiden a la masa caer en ese nihilismo ciego que es el que en el fondo él profesa; el americano, en busca de su sueño, rehúye ese nihilismo del todo vale aunque sea a tiro limpio, a costa de una represión y un adoctrinamiento institucionalizados.

En Europa, la intrahistoria es un poco diferente. La juventud es más nihilista que sus mayores y estos vegetan dentro de la prisión de sus "esperanzas cortesanas" y el metal de sus "doradas rejas", que decía Alonso Fernández de Andrada:

Fabio, las esperanzas cortesanas / prisiones son do el ambicioso muere / y donde al más activo nacen canas (...) / Aquel entre los héroes es contado / que el premio mereció, no quien lo alcanza / por vanas consecuencias del estado. / Peculio propio es ya de la privanza / cuanto de Astrea fue, cuando regía / con su temida espada y su balanza./ El oro, la maldad, la tiranía / del inicuo precede y pasa al bueno, / ¿qué espera la virtud o en qué confía?

La juventud ya no espera nada. Y muchos pasan la vida estudiando interminablemente el escalafón, como los funcionarios del cuento de Unamuno, o aspirando al decanato de los viejos que van a dar al sepulcro, y en eso se pasan la vida, intentando obtener medallas de la incompetencia y del asco general. Parodiando a La Celestina, cabría decir que el que es interino desea ser fijo, y el que es fijo mejor postura, y el que mejor postura más sueldo, y el que más sueldo más aprecio, y nadie desea contenerse en los límites de su propio yo, nadie desea ser él mismo, hasta que al final solo se pide una jubilación que no sea una ruina.

Todo el mundo anda descentrado y hueco, descontento y deseando algo, nadie desea permanecer como está (salvo el que pretende huir del terror de estos tiempos, la Hipoteca, monstruo mitológico de mil cabezas que devora y consume la nómina). Se vende la primogenitura por un plato de lentejas, y por eso se es capaz de echar como un mal vómito la hidalguía, la entereza, la compostura y todas esas palabras viejas que se resumen en la tan anticuada y tan detestada dignidad del castellano viejo.

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