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lunes, 24 de marzo de 2025

Lugares comunes del cine

 Tópica cinematográfica

Recopilada por Juan Ferrer Blanes y Héctor Pinto Espinosa y otros en Quora:

Siempre se abren puertas que no se cierran.

Siempre se abre la guía telefónica exactamente en la página que se solicitaba

Siempre se terminan las conversaciones telefónicas sin despedirse

Siempre consiguen las llaves del automóvil que no es propio, pero lo quieren usar y si no las consiguen alguien es capaz de saber qué cables conectar y encenderlo

Siempre se comunican limpiamente aunque la diferencia idiomática sea total.

Siempre los que siguen a alguien, aun en una muchedumbre, nunca los pierden.

Estoy seguro de que me faltan cosas.

A los vaqueros no se les cae el sombrero sin importar que tan aparatosa puedan ser las caídas o luchas.

Todas las bombas se detienen un segundo antes de terminar el periodo para el cual estaba fijada la explosión

El personaje que ha dejado atrás su vida como mercenario, soldado o asesino, es encontrado por alguien de su pasado.

Un científico que nadie toma en serio resulta tener razón sobre un desastre natural.

Un personaje sano y feliz tose, lo que indica que en breve se producirá una escena dramática.

Un malvado esbirro que vigila la única entrada a la guarida del malo puede ser neutralizado con un golpe seco en la nuca.

En las películas de terror, todo en la historia es culpa del cementerio indio que hay enterrado debajo de la casa.

También, aunque pasen varios días en acción, a los hombres nunca les crece la barba, siempre andan muy rasurados.

James Bond, acaba de salvarse tres veces de ser asesinado por distintos enemigos, y su traje, camisa, peinado, impecables. Y tampoco desarrolla Estrés postraumático. En otro plano, en las películas de guerra, siempre el moribundo alcanza a decir varias frases, para recién, darse permiso de morir.

En el caso de James Bond creo que no sería cliché porque el personaje y todo es así de exagerado. En una película llega buceando y al salir a la playa se quita el traje de neopreno y abajo trae un frac perfectamente planchado. En otra detiene una persecución en un tanque para arreglarse la corbata. Es parte del personaje. Pero en general sí es un cliché que los siempre anden perfectamente vestidos y peinados.

El caballo del malo siempre es más lento que el del bueno en las películas del Oeste y de aventuras.

Cuando los protagonistas huyen y tratan de arrancar su coche, nunca arranca a la primera. Solo en el último momento, si es que lo hace.

Cuando hay que desactivar una bomba, nunca se logrará hasta exactamente el último segundo. Relacionado con esto, si quien lo tiene que desactivar no es un experto y está siguiendo las instrucciones de uno, siempre le dirá que corte el cable de un determinado color. Al parecer, los terroristas siempre escogen cables del mismo juego de colores y siempre destinan a la misma función los de ese color.

En las películas bélicas el primero que muere es siempre el que acaba de mostrar a los demás del pelotón una foto de su familia o de su novia. En las de policías y aventuras, el primero que muere es un negro. 

Los hackers tardan unos diez segundos en saltarse unos sistemas de seguridad diseñados por equipos de hackers igual de buenos que ellos. Además, siempre lo hacen con pantallas de texto, nunca con interfaces gráficos.

Nunca cierran el coche. Casi todos los coches de esas épocas se cerraban poniendo el seguro desde dentro al ir saliendo: no hacía falta usar la llave para cerrarlos, solo para abrirlos. Eso sí, te podías dejar la llave dentro con el coche cerrado. Pero Steve McQueen, que era piloto de carreras, sí cerraba.

Le rompen una silla de madera de cedro en la espalda y siguen peleando como si nada. Es caro contratar extras nuevos.

El taxi siempre suelen resolverlo con un sobrio "guarda el cambio"

miércoles, 19 de marzo de 2025

Los cuadernos de trabajo de Ingmar Bergman

 Cuaderno de trabajo I y II’, de Ingmar Bergman: el tumulto de miedo, depresión y angustia del director sueco, en El País, Por Anna Caballé, 2 de diciembre de 2024:

El cineasta esbozó en sus libretas las ideas para sus guiones y documentó sus rutinas. En esos textos, recuperados ahora siguiendo la edición sueca, abordó cualquier conflicto con conmovedora sencillez para dejar constancia de las sombras que le acechaban

Esa mañana Ingmar Bergman permanecía aislado en su casa. Su pareja, Liv Ulmann, se había ido a un festival de cine, él se mantenía, quieto y mudo, a la espera de las primeras críticas de La vergüenza. “Es un placer no tener que enseñarle la cara a nadie. Es un placer poder tener uno su fiebre, su locura y su histeria totalmente a solas”. Una observación jugosa sobre la soledad que, sin embargo, a partir de la estabilidad de su relación con la baronesa Ingrid von Rosen, en 1971, dejaría de hacer, pues ella le aportó paz a su espíritu y una complicidad que transformó su forma de entender el amor y las relaciones de pareja. En la época de su matrimonio con ella (Ingrid, doce años más joven que Bergman, falleció en 1995) filmó sus películas más luminosas, entre ellas Fanny y Alexander, entre muchas otras del mismo periodo, pues su capacidad de trabajo era brutal. En todo caso, Bergman se hallaba en su casa humillado por el malestar físico, sin tener que disimular la intuición de que las críticas no iban a ser favorables.

¿No sería mejor pasarse a la televisión y ahorrarse aquellas experiencias tan penosas que sufría cada vez que ponía en escena una obra en el cine o en el teatro? Las críticas no fueron buenas y en plena revolución juvenil (1968) se le acusó de escapismo. Como tantas otras veces leemos en sus excepcionales Cuaderno de trabajo (1955-2001), mantenidos prácticamente a lo largo de toda su vida profesional, vemos cómo crece la angustia en su interior con todas las consecuencias físicas que le ocasionaba. Se pregunta qué se le exige, porque su compromiso con el arte es suyo y personal: “Yo no quiero contar historias. Quiero liberar tensiones y sucesos secretos”.

Ahí está, en mi opinión, el eje de su objetivo como creador. Porque luego, pese al insomnio, la taquicardia y la preocupación que le generaban las críticas desfavorables y en especial sentir que perdía el favor del público, unas semanas después del disgusto, Bergman ya estaba pensando en el guion de La carcoma (su peor película, en su opinión). “Ponte a trabajar, Bergman, esta es tu fórmula”. Y, en efecto, su trabajo como guionista es la columna vertebral que se desprende de la lectura de las casi mil páginas imprescindibles para los amantes del director.

El motivo de dichas libretas, concebidas con despreocupación de su calidad (aunque la tienen), era depositar en ellas ideas y esbozos de guion de sus películas, de modo que tenemos la oportunidad de conocer cómo trabaja la complejidad de sus tramas y muy en especial la forma de dibujar a sus personajes. Lo primero que hace al pensar en un guion es darles estructura: identidad, pasado y profundidad psicológica. A partir de aquí va desarrollando las tramas. Pero sus cuadernos de trabajo se muestran abiertos asimismo a su cotidianidad y, sobre todo, al tumulto que Bergman llevaba dentro, y que llegamos a conocer con mucha precisión. La existencia de Bergman estuvo marcada por la ansiedad, la depresión, la angustia y el miedo (formidables las páginas que le dedica, casi al final —”yo siempre he tenido miedo”—). Pese a ello, pese a todos sus miedos y a los estados paralizantes que a veces le ocasionaban, desarrolló una trayectoria artística impresionante y personalísima, sobreponiéndose a ese tumulto interior con el que convivía.

Diría que esto es lo más llamativo: la capacidad que muestra el autor y director por la regeneración emocional que conseguía de sí mismo. Es muy interesante asistir al progreso de la escritura de su autobiografía, Linterna mágica, cuya publicación supuso un punto de inflexión. Escrita con la mayor prevención, le proporcionó un gran reconocimiento como escritor. A partir de allí fue como si se hubiera abierto una espita. Siguió la conocida trilogía sobre sus padres (Las mejores intenciones, Niños de domingo y Encuentros privados) y continuaría con esa apasionante veta hasta Saraband. Bergman se mostraba convencido de que la verdad es una cualidad interna que se ve distorsionada en contacto con la realidad exterior y el deseo de agradar a otros. Él se sabía vulnerable al entorno (¿y quién no?) y hace lo posible en la escritura de los Cuadernos por mantener a raya la artificiosidad y el manierismo. Adoro la sencillez con que aborda cualquier conflicto.

Nórdica, en su recuperación de la obra de Bergman, replica la edición sueca. Una edición de una limpieza admirable al cederse todo el protagonismo al autor. Se mantienen los prólogos originales (uno de ellos escrito por Knausgard, con el que el autor de Mi lucha tiene tanto en común). Mi único reparo es la falta de un índice clarificador que informe de la distribución de los años facilitando la consulta. Porque los dos volúmenes son dos pequeñas joyas (mi preferencia descansa en el segundo, el que da fe conmovedora de sus últimos años) y aunque su autor se defina como “un ser espiritualmente inválido” lo cierto es que toda su escritura conserva la peculiar distinción de quien no sintiéndose superior a nadie consiguió serlo.

Cuaderno de trabajo I (1955-1974) , Ingmar Bergman

Prólogo de Dorthe Nors, Traducción de Carmen Montes

Nórdica, 2024, 461 páginas. 27,50 euros

Cuaderno de trabajo II (1975-2001), Ingmar Bergman

Prólogo de Karl Ove Knausgard, Traducción de Carmen Montes

Nórdica, 2024, 525 páginas. 27,50 euros

domingo, 16 de febrero de 2025

El club de los cinco, la película clásica sobre adolescentes

 "Cinco jóvenes hablando durante hora y media: cómo ‘El club de los cinco’ se convirtió en un clásico inesperado", en El País, Eva Güimil, 15 feb 2025:

Hace 40 años se estrenó una película de bajo presupuesto, rostros desconocidos y prácticamente un solo escenario que dinamitaba todo lo que la industria de Hollywood creía saber sobre el cine adolescente

Un cerebro, un atleta, una inconformista, una princesa y un criminal. Hace 40 años, cinco estudiantes que pasaron su castigo sabatino en la biblioteca del Shermer High School cambiaron el cine adolescente en 93 minutos. Más desesperanzada y menos autocomplaciente de lo que se esperaría de una cinta juvenil ochentera, ha influido de manera invaluable en a ficción que a posteriori reflejó esa franja de edad. Fue un éxito de taquilla, Bret Easton Ellis la consideró “una sesión de terapia de hora y media” y aunque funcionó bien en las pantallas de cine, fue un éxito en los videoclubs que empezaban a cambiar la manera de consumir el entretenimiento. Los adolescentes la veían en grupo, se reflejaban en uno de sus personajes y recitaban los diálogos. Como define la crítica Kaia Placa, tenía más que ver con el indie que con el cine mainstream en el que solían englobarse las películas de y para adolescentes.

El club de los cinco es la versión cinematográfica indie del sueño americano: a pesar de todos los obstáculos, se convirtió en una historia de éxito”, afirmó Placa en un largo análisis en Film Independent. “Esta película es a la vez arquetípica y subversiva, con la cantidad justa de sentimentalismo para dejar un sabor dulce en tu boca sin abrumarte. John Hughes hizo, sin grandes recursos de estudio, lo que todo cineasta sueña con hacer: un clásico”.

Ya se había hecho cine adolescente en Estados Unidos. Los jóvenes se habían enamorado de la atormentada arrogancia de James Dean en Rebelde sin causa y dos novelas de S.E.Hinton, Rebeldes y La ley de la calle, se habían adaptado con éxito. Pero lo que John Hughes ofrecía era una visión contemporánea, personajes reales con los que cualquier adolescente se podía identificar. “Hablan como nosotros”, decían los que la veían. Y hablaban como ellos porque la persona que estaba al frente no era mucho mayor que ellos. Cuando empezó a desarrollar el guion, John Hughes era un veinteañero no muy alejado de los personajes que escribía.

Hugues ya había escrito los guiones de ¡Socorro! Llegan las vacaciones uno de los grandes éxitos de Chevy Chase, y Las locas aventuras de un señor mamá, dos taquillazos (ambos de 1983) que ayudaron a que lo escucharan cuando ofreció una historia sobre un grupo de adolescentes recluidos en una biblioteca, un argumento casi teatral y más parecido a 12 hombres sin piedad (1957) que a Desmadre a la americana, la película que en 1978 había fijado el canon de las comedias adolescentes. Para demostrarles su valía como realizador hizo antes la mucho más convencional Dieciséis velas (1984), historia de una adolescente que vive inmersa en un triángulo amoroso mientras su familia, demasiado ocupada por la boda de su hermana, olvida su cumpleaños.

En ella ya había mucho de lo que definió su cine: inadaptados, amores imposibles y Molly Ringwald. Hughes tenía claro que no quería resultar paródico porque, como sentenció en Vanity Fair, “nadie se toma a sí mismo más en serio que los adolescentes”. A Universal le entusiasmó Dieciséis velas y le dio carta blanca para rodar El club de los cinco aunque no la entendían porque “no había pechos desnudos, ni escena de fiesta, ni chicos bebiendo cerveza, las cosas que pensaban que necesitaba una foto película sobre adolescentes”. Sólo cinco jóvenes hablando. Pero era barata: el presupuesto fue apenas un millón de dólares. Hughes se lo puso fácil a sí mismo: tan sólo había una localización y un vestuario, Lo importante eran los diálogos y dar con cinco actores que encajaran en los arquetipos que había diseñado. Sabía que el reparto era tan esencial que prefirió perder dinero, pero asegurarse que tenía la última palabra sobre el elenco. “Solo tengo cinco personas, así que tiene que haber alguna química interesante entre ellas. O funciona o falla por completo”, afirmó años después en una larga historia oral sobre el rodaje.

Además de Ringwald, Hughes tenía claro que quería en el reparto a Anthony Michael Hall, con quien habían trabajado en Dieciséis velas, y ¡Socorro! Llegan las vacaciones. El papel de Emilio Estévez estaba pensado como un jugador de fútbol americano, pero una vez que Estevez estuvo en el proyecto, Hughes lo convirtió en un luchador, deporte que requiere menos envergadura. El papel más complicado para el casting fue el de Bender –si alguien se pregunta si el robot deslenguado de Futurama se llama así por este personaje, la respuesta es sí–, estaba destinado a Nicolas Cage. Universal quería algún rostro famoso en la película, pero Hughes no lo consideró suficientemente atractivo. También estuvo a punto de interpretarlo John Cusack, pero lo descartaron por parecer demasiado buen chico. Cuando apareció Judd Nelson, el papel fue suyo. Era duro, pero vulnerable, tosco pero atractivo. Y peligroso, quizás demasiado: llevó el personaje tan lejos y fue tan despreciable con todo el reparto (especialmente con Ringwald) que estuvieron a punto de despedirlo varias veces.

Molly Ringwald, Ally Sheedy y la coproductora Michelle Manning se opusieron firmemente a un desnudo femenino que según ellas no aportaba nada al guión. Para ganarse las simpatías de Universal, Hughes había escrito una secuencia en la que los chicos espiaban en las duchas a una atractiva profesora de natación sincronizada, un tipo de gamberrada que ya se había visto en comedias desmadradas como Porky’s. “Es sexista y misógino”, le dijeron. Y Hughes la eliminó.

“Y estos niños a los que escupís mientras intentan cambiar sus mundos son inmunes a vuestras consultas. Pero son conscientes de lo que están pasando”. Que una cita de Changes de David Bowie de inicio a la película dejaba claro que para Hughes la música era capital. En plena eclosión de la MTV sabía que un tema principal potente era esencial y que en la adolescencia la música tiene un poder catártico. “Empecé a pensar en la música cuando todavía estaba escribiendo el guión. Quería que se sustentase en la batería y el bajo porque había relojes haciendo tic tac y emociones haciendo tic tac. Elegí a Keith Forsey como compositor porque era baterista. Keith entró y vio el ensayo, habló con los actores, y Don’t You (Forget About Me) fue lo que sacó de aquello”, declaró a la revista Premiere. Como fans de la nueva ola británica, volaron a Inglaterra para encontrar a alguien que la interpretase. “Literalmente caminábamos por las calles por la noche, diciendo: ‘Vale, ¿a quién podemos ir mañana?’. Chrissie Hynde, de The Pretenders, era su primera opción, pero estaba embarazada. Convenció a su entonces marido Jim Kerr, cantante de Simple Minds, para que lo hiciera”, explicó Michelle Manning. Si la canción se ha convertido en un himno de los ochenta no fue menos inspirador su póster, con una foto de Annie Leibovitz que ha sido tan imitada como parodiada.

Se estrenó el 15 de febrero de 1985 y debutó en el tercer puesto de la taquilla, por debajo de la imbatible Superdetective en Hollywood y Único testigo de Harrison Ford. Pero su verdadero impacto se demostró gracias al vídeo (se vendieron más de un millón de copias en Estados Unidos) y a sus reposiciones en televisión. El público la adoró y la crítica se dividió. Hubo quien señaló lo obvio: estaba llena de clichés y hay pocos lugares para la sorpresa. Si al empezar a verla nos hubieran preguntado cómo terminaría, todos habríamos dicho que la princesa se quedaría con el matón y que a medida que se quitasen las capas que definían a sus personajes sus debilidades los igualarían. Hasta sabíamos que Allyson viviría uno de esos momentos en los que una mujer guapa y con personalidad se transforma en vulgar gracias a un cambio de imagen innecesario.

La película que Entertainment Weekly considera la número uno de su lista de las cincuenta mejores películas de instituto influyó de manera invaluable no sólo a los adolescentes sino también a los creadores. Es imposible pensar en los adolescentes parlanchines de The OC (2003-2007) o de Dawson crece (1998-2003) sin el precedente de Hughes. “John Hughes fue vital para ayudarnos a todos a entender que los adolescentes no eran niños grandes y que la adolescencia está separada de la infancia”, dijo el novelista John Green cuando Rolling Stone pidió a un grupo de creadores que hablasen de la influencia de Hughes entre los que escribían para adolescentes. Diablo Cody, guionista de Juno y Young Adult, fue más allá. “Las películas de Hughes, más que influirme como cineasta, me influyeron como persona”.

El club de los cinco dio el pistoletazo de salida a un nuevo fenómeno, antes de que Charlie XCX se apropiase del término brat, los ochenta tuvieron al brat pack, el atajo de mocosos, la inspirada etiqueta que el periodista David Blum hizo uniendo a los jóvenes actores de los ochenta y el rat pack de Frank Sinatra y Dean Martin. Cuarenta años después, el actor Andrew McCarthy, protagonista junto a Ringwald de La chica de rosa (el siguiente proyecto de Hughes tras El club de los cinco y estrenada en 1986) intentó reunirse con los actores que se vieron en ese grupo a pesar de que su trayectorias tenían orígenes muy distintos, en el documental Brats: las jóvenes estrellas de los 80, recientemente estrenado en Movistar. Por él desfilan Anthony Michael Hall, Ally Sheedy, Emilio Estévez, Demi Moore o Rob Lowe. Todos llevan cuatro décadas luchando contra aquella etiqueta que a sus ojos los devaluaba, algunos con éxito como Moore y otros sin haberlo aceptado todavía, como McCarthy.

Las carreras de los protagonistas fueron dispares. Tras La chica de rosa, que Hughes escribió pero no quiso dirigir, la relación entre el creador y su musa se rompió. Sucedió lo mismo con Anthony Michael Hall, que no volvió a trabajar con el director tras La mujer explosiva. Hall sospecha que se debió al romance que ambos actores vivieron durante el rodaje de El club de los cinco y que hizo que el director se sintiese traicionado por sus pupilos, lo que llevó a que el papel de Ferris Buller en Todo en un día (1986) no fuese para él sino para Matthew Broderick. Tanto Ringwald como Hall han tenido carreras por debajo de lo que se esperaba. Ella se fue a Europa y trabajó con Godard en una extraña versión de El rey Lear junto a Woody Allen, es escritora y ha vuelto a la palestra gracias a Feud: Capote vs. The Swans. Hall terminó en producciones de serie B y capítulos televisivos, al igual que Judd Nelson, que sólo brilló en la telecomedia De repente Susan (1996-2000) al lado de Brooke Shields. Ally Sheedy tan sólo tuvo un éxito posterior, High Art, que en 1999 la hizo ganar el Independent Spirit Award a la mejor actriz. La imparable carrera de John Hugues también fue decayendo paulatinamente, más por su propio desinterés que por el de Hollywood, que lo veía como una mina de oro. Todo en un día fue un éxito incuestionable y la gigantesca Solo en casa le permitió vivir desahogadamente hasta su prematura muerte a los cincuenta y nueve años. Dejó tras de sí un puñado de películas que explican a la juventud estadounidense blanca y acomodada de los ochenta mejor que ningún tratado de sociología.

viernes, 14 de febrero de 2025

La tutoría, reseña sobre una película de acoso escolar sexual

 ‘La tutoría’: perversa reflexión sobre una agresión sexual entre niños de seis años, en El País, Javier Ocaña, 14 de febrero de 2025:

Para su debut en el largometraje, premiado en el Festival de Cannes con la Cámara de Oro a la mejor ópera prima, el joven Halfdan Ullmann Tøndel ha compuesto una pesadilla en los pasillos y aulas de un colegio.

“Armand, otra vez”, dice la profesora al director del colegio. La frase no necesita demasiadas explicaciones. Cualquiera entiende ese “otra vez”. Reiteración, hartazgo. El clásico alumno que se sale del tiesto. De hecho, el título original toma su nombre: Armand. Sin embargo, quizá porque nada es lo que parece, para su estreno español se ha rebautizado como La tutoría. Una reunión con los padres de la víctima, con la madre del crío problemático, y con la maestra, el director del colegio y la orientadora. El comité de crisis. ¿Una travesura más? No, una agresión sexual. Armand tiene seis años. Hay película aquí.

La tutoría’: el nieto de Liv Ullmann e Ingmar Bergman sienta a los adultos ante los dramas de los niños

Entre el tradicional “jugar a los médicos” y “querer verle los orificios” y, “si no se deja, hacérselo analmente”, hay una distancia. Pero no todo concuerda, empezando por el lenguaje. Para su debut en el largometraje, premiado en el festival de Cannes con la Cámara de Oro a la mejor ópera prima, el joven Halfdan Ullmann Tøndel ha compuesto una pesadilla en los pasillos y las aulas de un colegio. Desde el principio, elementos de intriga, casi de terror. Fotografía áspera, grisácea, gélida. Puesta en escena poco convencional: cámaras en los cogotes; planos inclinados al estilo Carol Reed; primerísimos planos con los rostros al borde de la exageración, como si se quisiera entrar en las psiques de sus criaturas a través de la mirada punzante. Las felices paredes con las fotos de los chavales y sus dibujos infantiles se convierten en turbios esquinazos al ritmo de una banda sonora de aplastante inquietud por sus contrastes: agria para los momentos felices, y feliz para los instantes agrios. Y un retrato de personajes de enorme ambigüedad, con ramalazos alrededor del suicidio, la violencia de género, la sexualidad y la naturaleza de la violencia, expuestos con una cadencia en la información alejada de lo expositivo.

La hipercivilizada Noruega, como cualquier país del primer mundo, también tiene su mugre bajo la alfombra. Y la obligación de sus cineastas es hurgar en ella; en el colectivo social y en sus seres humanos individuales. Al igual que Joachim Trier, el director de las maestras Oslo, 31 de agosto y La peor persona del mundo, y entroncando con otro nórdico, el danés Thomas Vinterberg de la también excelente La caza, que poseía algunos subtextos semejantes a los de La tutoría. ¿Se puede juzgar a un niño de seis años? ¿El problema está en los críos o en sus progenitores? “Algunos padres se ofendieron ayer porque les puse Frozen en clase y está calificada para mayores de siete años”, dice otro profesor. Así nos va.

Ahora bien, cuidado, porque La tutoría no es una película complaciente. Es muy buena, pero no es sencilla de ver. Conforme avanza, se vuelve más conceptual que concreta. Simbólica hasta lo casi suicida. Una secuencia con un ataque de risa y otras dos con sendos bailes de corte vanguardista pueden expulsar a los espectadores que solo busquen explicaciones. Aquí no las hay (del todo). Y sí una cierta excentricidad y una relevante reflexión sobre el contacto físico y sobre la dicotomía entre la tolerancia y la irresponsabilidad. La civilizada Noruega, entre la impertinencia, las crucifixiones públicas, el peligro de las apariencias, la perversión del retorcimiento del lenguaje y la policía de la moral.

Un par de secuencias no acaban de controlar del todo la extensión de su tiempo, pero Ullmann Tøndel llega a recordar en algún instante al John Cassavetes de Una mujer bajo la influencia, y eso son palabras mayores. Y además, de la mano de otra formidable interpretación de Renate Reinsve, aquella peor persona del mundo, la segunda en unas semanas, tras la de A Different Man, y en un papel muy distante en cuanto a registros. “Solo es un niño”, se dice casi cada día en estos casos. ¿Es así o hay algo más?

La tutoría

Dirección: Halfdan Ullmann Tøndel.

Intérpretes: Renate Reinsve, Ellen Dorritt Petersen, Oysten Roger, Thea Lambrechts. 

Género: drama. Noruega, 2024.

Duración: 117 minutos.

Estreno: 14 de febrero.

lunes, 3 de febrero de 2025

Solaris y sus citas al Quijote

 Publicado el domingo 23, febrero 2020 por BarbaRoja898 en Zoonpolitikon

Solaris (1972)

Hoy nos toca analizar la década de los años setenta, que no es otra que la que da comienzo a la edad de plata del cine. Como no podía ser de otra manera, nos encontramos con grandes de la ciencia ficción, entre las que cabe destacar “Alien el octavo pasajero” (1979), “La naranja mecánica” (1971) o “La guerra de las galaxias” (1977) en el plano comercial, y dos de las grandes de Tarkovsky en el cine más intimista: la que hoy nos incumbe y “Stalker” (1979), que ya analizamos en su momento. Sin contar, además, con gran cantidad de obras de referencia: la llegada a la gran pantalla de “Star Trek” (1979), la maltratada serie “Galáctica” (1978), “Westworld” (1973) —peor que la primera temporada de la nueva serie y mejor que el despropósito de la segunda—, “La invasión de los ultracuerpos” (1978) o “Encuentros en la tercera fase” (1977). Existen, a su vez, numerosas películas sobrevaloradas, destacando entre todas ellas la insufrible “El hombre que cayó a la tierra” (1977) o la asquerosa “La montaña sagrada” (1973). Respecto a “El planeta salvaje” (1973), la verdad es que he de reconocer que, puestos a ver animación surrealista, prefiero “Contact (C)” (1978), que resulta ser más interesante, sugerente y corta. Y sí, está pendiente “Doctor Who” (1963-1989)… aunque el problema es un poco como con la ya mencionada “Star Trek”: entre series y películas, da cierta sensación de infinito e, irremediablemente, de pereza; pues el tiempo que implicaría un visionado tranquilo sería de años, y todavía existen obras menos exigentes que merecen más la pena a la hora de analizar. Una vez comentado el contexto, hablemos ya de “Solaris” (1972).

«—No soy partidario de obtener conocimientos a toda costa. La verdadera sabiduría se basa en la moral.

—Del hombre depende que la ciencia sea inmoral».

Lo primero que destaca de esta cinta es su cuidadísima fotografía, la particular obsesión de su director con el agua y su ritmo pausado. Sin olvidar que lo importante son las ideas, cómo se articulan y su relación con la alegoría —que, como ya hemos repetido muchas veces, es algo propio del género; siendo esta película ejemplar en este sentido—. Para esto, se emplean todos los medios cinematográficos disponibles: desde el montaje hasta la música, pasando por el escenario, el vestuario, los movimientos de cámara o los diálogos. El uso del color, el paso al blanco y negro, los sonidos de sintetizador… el soviético es un maestro de la atmósfera. Además, no puede tener mejor guión. Poco más se puede decir de esta película sin entrar a destriparla… por lo tanto, a partir de esta línea, quien no la haya visto que se haga un favor y vaya aquí a verla, sin ignorar la segunda parte, o que tome la opción de dejar el cine.

«—»Sólo una cosa sé, Señor. Cuando yo… Cuando yo duermo, no conozco el miedo, ni las esperanzas, ni los trabajos, ni la dicha… Gracias a quien inventó el sueño, esta es la única balanza, que iguala al pastor y al rey, al tonto y al sabio. Sólo es malo el sueño profundo: se parece demasiado a la muerte.

—Sancho, nunca habías dicho un discurso tan elegante»».

Una de las primeras cosas que llama la atención es que, en una película de dos partes y de algo más de dos horas y media, antes de los primeros diez minutos destaca ya un busto de Sócrates, que veremos varias veces a lo largo de la película al estar uno en la casa —localización recurrente— y otro en la biblioteca de la nave. Nos encontramos ante varias conversaciones que nos ponen en situación sobre los extraños fenómenos en forma de alucinaciones que ocurren cerca del planeta oceánico de Solaris y sobre la problemática de experimentar irradiando el planeta para así intentar conocer sus secretos. Esta primera parte de la película provoca una cierta sensación de sobresalto si uno no viene de hacer un ciclo de cine independiente. En los tiempos en los que nos movemos, el cine cada vez es más rápido y está más programado para contentar a un público que, poco a poco, va siendo menos capaz de concentrar la atención. En mi caso, la última película que he ido a ver al cine fue la actual de “Mujercitas” (2019); que, evidentemente, no es una de “Los vengadores”, pero sí se mueve en el lenguaje audiovisual actual. Choca volverse a encontrar con una película que se toma su tiempo a la hora de generar la atmósfera y que no tiene intención de contentar al gran público. Después de la presentación, pasamos por una escena tremendamente abstracta —al estilo de la llegada a la Zona de “Stalker”— con cambios de colores y unos sonidos electrónicos bastante ominosos. Descubrimos una secuencia donde se están quemando unos papeles, una secuencia que remarca el libro del “Quijote” sobre una mesa y, más tarde, saltamos al viaje hacia Solaris; en el cual, por cierto, si algo destaca es el paso por un agujero de gusano que luego volveremos a ver en “Interestelar” (2014). De hecho, tanto eso como la existencia de un planeta acuático son las únicas semejanzas entre dos películas que, en el fondo, se parecen como un huevo a una castaña. Cerramos la primera parte con muchas preguntas y pocas respuestas. Aparece también el personaje de Hari, que tiene el vestido cosido de tal manera que nunca se lo pudo haber puesto.

«En realidad, no queremos conquistar ningún Cosmos. Queremos ampliar la Tierra hasta sus confines. No necesitamos otros mundos. Queremos un espejo. Buscamos un contacto, pero nunca lo encontraremos. Estamos en la necia situación del hombre que busca la cadena que teme y no necesita. Al ser humano le hace falta otro ser humano».

Comenzamos la segunda parte. Entra nuestro protagonista en pánico —con todo el sentido del mundo— y decide lanzar al espacio exterior a la aparición de su esposa difunta. Descubrimos que Solaris, de alguna manera, conoce los recuerdos de los humanos que se acercan y provoca que aparezcan unos visitantes compuestos de neutrinos en base a ellos. Sí, ni siquiera la premisa de “Horizonte Final” (1997) era original… pero es que también comprobamos que el núcleo de “Blade Runner” (1982) ya está en juego aquí, así como parte de las ideas de “Matrix” (1999). Se plantea la problemática de si algo que parece humano y se comporta como un humano, sabiendo a ciencia a cierta que no es humano, se podría considerar provisto de humanidad y, por lo tanto, también de dignidad. Con esta metáfora nos damos cuenta de que se plantea la pregunta de qué nos hace humanos y de cuál es la característica fundamental de la humanidad: ¿el conocimiento?, ¿el sentimiento?, ¿el amor?, ¿la importancia de la muerte, de la pérdida, de la finitud? Comprobamos que en “Solaris” Tarkovsky está poniendo en juego las cuestiones fundamentales que nos mueven y motivan, y que son al mismo tiempo aquellas que dieron origen propiamente a la civilización y a lo que es Occidente desde el sacrificio de Sócrates. También es cierto que se puede igualmente interpretar como una reflexión sobre el paso del tiempo y sobre si realmente somos los mismos cuando crecemos e, inevitablemente, cambiamos; además de como una meditación acerca de la cuestión del amor, ya en sí misma profundísima y capital.

«Yo sé cuál es mi lugar. La Naturaleza hizo al hombre para que la conozca. Al buscar la verdad, el hombre está condenado a trabar conocimiento. Lo demás es un desatino».

Después de la discusión en la biblioteca, la copia de Hari acaba —como la original— suicidándose (aunque, en este caso, bebiendo oxígeno líquido). Ocurre la escena de resurrección más impactante de la historia del cine, además de ser la secuencia en la que Hari descubre que, a diferencia de su homóloga humana, ella no puede morir tan fácilmente. Después de este suceso, nuestro protagonista enferma y en medio de un estado delirante nos presenta las últimas reflexiones de la película, que versan sobre el dolor, la pérdida, la muerte y el sentido de todo ello para el ser humano. Nos retrotraemos en el tiempo a una visión de su pasado familiar —con uno de esos cambios de color tan característicos de este director—, y comprobamos que nuestro protagonista no amaba a su familia porque no creía que la podía perder, así como igualmente comprendemos —a la vez que él— que no apreció su amor por Hari hasta que ésta se suicidó. Nuestro protagonista se despierta y comprueba que Hari se ha matado por tercera y última vez; y esta vez lo ha hecho por él, ya que no era buena idea el plan de quedarse en Solaris para vivir con su recuerdo.

«—¿Sabes qué? Al mostrar piedad nos vaciamos. Quizás sea cierto que el sufrimiento da a la vida un aire sombrío, lleno de sospechas. Pero yo no reconozco… No, no lo reconozco… ¿Acaso lo que no es una necesidad para nuestra vida la perjudica? No la perjudica. Claro que no. ¿Te acuerdas de los sufrimientos de Tolstoi por no poder amar a toda la humanidad? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces? No puedo comprenderlo… Ayúdame. Por ejemplo, yo te amo como ser humano. El amor es un sentimiento que se puede experimentar, pero no hay forma de explicar como si fuera un concepto. Uno ama lo que puede perder: a sí mismo, a la mujer, a la patria… Hasta ahora la humanidad y la Tierra eran inaccesibles para el amor. ¿Me comprendes? ¡Somos tan pocos! ¡Tan sólo varios miles de millones! ¿Quizás estemos aquí sólo para sentir por primera vez al ser humano como motivo de amor?

—Tiene fiebre.

—¿Cómo murió Guibarián? No me lo has contado.

—Te lo diré luego.

—Guibarián no murió de miedo, sino de vergüenza. ¡La vergüenza salvará a la humanidad!»

En estas últimas escenas antes de la recta final, el problema concreto de Kris es un tema importante entre tantos otros que se sugieren; de hecho, de alguna manera, ya estaba insinuado desde el principio. No es otra cosa que una crítica al hombre pragmatista, inevitablemente individualista, subjetivista y egoísta; aquel que, incapaz de tolerar su finitud y la de los otros, cree que todo está por y para él. Por eso, Kris es incapaz de valorar —más allá de la mutua explotación basada en el mero placer— tanto a su familia como a Hari; no es capaz de comprender la delicadeza del ser humano y la facilidad con la que uno puede morir. Está muy claro en la escena con su madre en la que ella le lava las heridas, pero esta idea se encuentra ya también en las primeras secuencias de la cinta —por ejemplo, cuando comentan que se dedica a su informe incansablemente como un contable—, sin olvidar lo clara que es a este respecto la escena del garaje convertido en cuadra. Kris es un hombre que ha vivido postrado a los vientos de su época y que, cuando ya se encuentra en la recta final de su vida, empieza a comprender hasta dónde ha perdido el tiempo y ha despreciado la importancia de vivir acorde al drama característico del ser humano: todos vamos a morir y, como uno se descuide, lo hará sólo; por lo tanto, no debemos despreciar el amor ni emplear el poco tiempo que tenemos en la infinita variedad de banalidades que nos ofrece nuestra época.

«—Tienes mal aspecto. ¿Eres feliz?

—Ahora ese término es un poco anticuado».

Va terminando la película y nos sugiere, muy poco sutilmente, la comparación de Hari con Jesucristo; con todo lo que eso conlleva. Después, reflexiona sobre el hecho de pensar y su relación con la felicidad. La idea de que uno al meditar sobre los temas fundamentales de la humanidad se acerca al día de su muerte es muy poderosa. A su vez, la reflexión sobre la felicidad es aguda y explica muy bien por qué la gran mayoría de la gente prefiere no pensar: hacerlo, inevitablemente, te pone en contacto con la muerte, y todo el mundo prefiere vivir distraído sintiéndose inmortal. La idea de que ciertas cuestiones perviven mejor bajo el misterio y la superstición es una idea que vuelve una y otra vez en la obra de este autor, y tiene mucho sentido, además de ser un tema que hay que pensarse dos veces a la luz de todo lo ocurrido en los últimos dos siglos. Termina la película con un final que no te ves venir y que te vuela la cabeza, pero después de todo lo visto —la segunda venida de Jesucristo en forma de mujer (con resurrección y todo e incluyendo su muerte definitiva) y el descubrir que Snawt no es otro que Sócrates—, no sorprende cómo culmina la historia. ¿Es toda la película una alegoría del hecho de reflexionar? ¿Es Solaris nuestro fuero interno, mente o alma? Da igual cómo lo llamemos en este caso. El póster de la película cobraría un nuevo sentido… de alguna manera, ¿no es en ese lugar donde viven los recuerdos?, ¿o es todo un sueño? Los sueños no son sino alucinaciones mientras dormimos, y el acto de pensar tiene mucho de alucinación —aunque, eso sí, controlada—. También nos podríamos encontrar ante… ¿un paseo practicando el método peripatético?, ¿un paseo por nuestros pensamientos? Referencias a estas ideas a lo largo de la película no faltan; de hecho, al principio nos dicen que el protagonista se pasa horas paseando solo. En cualquiera de los casos, el final no es gratuito y le da una vuelta más a lo que nos están contando de una manera magistral. Es el mejor ejemplo de lo que es la ciencia ficción y el mejor canon para juzgar al resto de películas del género.

«—Últimamente no congeniábamos. Oye, Snawt, ¿por qué él nos atormenta?

—Hemos perdido el sentido de lo cósmico. Los antiguos lo percibían mejor. Ellos no preguntarían por qué… Recuerda el mito de Sísifo».

Es cierto que la primera parte tiene momentos donde se hace un poco lenta y que el final es un poco demasiado, pero, de alguna manera, el tono pausado favorece que se genere el contraste necesario para que emerjan los momentos más brillantes y ayuda, a su vez, a parar un poco al público más acelerado, ayudándole a ponerse, en la medida de lo posible, ante la posibilidad de aburrirse un poco, y dando paso así a la meditación reflexiva que se nos propone. Es una película exigente intelectualmente, de eso no cabe duda, pero tampoco implica necesariamente haber leído ni haberse planteado nada con anterioridad para su disfrute. Es lo bueno de ser todos mortales. Un servidor la vio por primera vez hace más de diez años cuando poco sabía de Platón, del amor, de la muerte o del “Quijote” —cierto es que tenía ya inquietudes, angustias y tiempo para aburrirse, pero era mucho más imbécil e inculto que ahora—, y con todo y aun quedándose en la superficie tuvo claro que “Solaris” era una película valiosa e interesante. Cualquiera con dos dedos de frente, inquietudes y el tiempo para verla sin interrupciones la va a disfrutar; y cuanto más culto e inteligente se sea, más se haya leído y más se haya reflexionado sobre los temas fundamentales, más profundamente se entenderá su sentido, más grato será su disfrute y más fecundo resultará el poso que deje. Es una película que, como los buenos libros, hay que verla muchas veces a lo largo de la vida, para enriquecerse con otras obras y reflexiones entre una vez y otra; y es probable que cada vuelta a ella sea mejor, más profunda y se logren captar nuevos matices. Ocurre como con “Stalker”, pero con más pureza y claridad.

«—Cuando el hombre es feliz, el sentido de la vida y los demás temas eternos le interesan muy poco. Hay que abordarlos al final de la vida.

—Pero no sabemos cuándo llegará ese fin y por eso nos apresuramos.

—Las personas más felices son las que nunca se han interesado por esas malditas cuestiones.

—Preguntar es querer siempre conocer, pero para conservar las simples verdades humanas se necesitan los misterios: el misterio de la felicidad, el de la muerte, el del amor.

—Quizás tengas razón, pero trata de no pensar en todo eso.

—Pensar en esto es lo mismo que conocer el día de tu muerte. El desconocimiento de ese día nos hace inmortales».

Por todo lo dicho, concluimos que “Solaris” es una obra maestra que estaría, sin lugar a dudas, entre las 20 mejores del género y, posiblemente, entre las 20 mejores películas de la historia del cine. También deducimos que el señor Tarkovsky no es sólo un grandísimo director de cine y guionista, sino también un pensador; y, dado que está muerto, le debemos reconocer la autoridad de llegar por méritos propios a la categoría de filósofo —todo un honor teniendo en cuenta que a la altura del siglo XX la mayoría terminaron siendo sofistas—, y el primero en serlo a través del medio cinematográfico. Es un igual en toda regla. No tengáis ninguna duda de que volverá a estar en el foco de nuestras reflexiones.

«—¿Qué hacer después? ¿Volver a la Tierra? Poco a poco todo se normalizará. Surgirán nuevos intereses, conocidos, pero no podré dedicarme a ellos plenamente. ¿Acaso tengo derecho a renunciar, aunque sea a una supuesta posibilidad de contacto con el Océano, al que tantos años trata de tender mi raza hilos de comprensión? ¿Quedarme aquí, entre los objetos que ambos tocamos, que aún recuerdan nuestro aliento? ¿En aras de qué? ¿Con la esperanza de que regrese? Mas no tengo esa esperanza. Lo único que me queda es esperar. ¿Qué esperar? No sé… Nuevos milagros.

—¿No te has cansado?

—No, me siento muy bien.

—Me parece que ya es hora de que retornes a la Tierra.

—¿Así lo crees?

—Parménides fue el primero en tener razón—

sábado, 18 de enero de 2025

David Lynch

Dossier y necrológicas de David Lynch:

Carlos Boyero, "David Lynch: No entiendo lo que pretendía contar, pero sospecho que él tampoco", El País, hoy.

Fue el director más amado por los modernos, el creador para ellos de mundos perturbadores, la vanguardia sofisticada y tenebrosa. Yo detesto casi toda su obra

Me cuentan que los periódicos regionales sobreviven en gran parte gracias a sus infinitas esquelas. Debe de ser reconfortante para los ancianos del lugar constatar que ellos siguen vivos, aunque múltiples conocidos se hayan largado al otro barrio. Y reconozco que en los medios de comunicación, o como se llamen esos presuntos transmisores de la verdad y de la realidad, el género de las necrológicas resulta muy florido, sentido, sufrido. Todos los muertos son formidables cuando la han palmado, imperecedera su obra, entrañable su recuerdo. Durante muchas épocas me pedían en los periódicos que escribiera artículos sentidos sobre los muertos más ilustres. Y a veces se llevaban un susto acojonante, ya que mi recuerdo de la obra de esa gente consagrada no era precisamente laudatorio. Cuando fenecen tantas personas que al parecer eran incondicionalmente amadas por el pueblo llano y por todos sus compañeros de profesión, a veces me avergüenzo de su interminable oda. Al parecer todos los muertos fueron tan geniales como amados. Y desde luego los que aparecían continuamente en las apestosas televisiones.

Y lamento que alguien se vaya de este mundo cuando no tiene voluntad de hacerlo. Miento. Solo en algunos casos. Celebraría que todos los seres viles que gobiernan el planeta se largaran cuanto antes. Pero les reemplazarían los mismos. Y así desde el principio de la historia. Añado estas bobas digresiones mías porque me informan de que la ha palmado el artista David Lynch. Fue el director más amado por los modernos, el creador para ellos de mundos perturbadores, la vanguardia sofisticada y tenebrosa.

Yo detesto casi toda su obra. No entendía lo que pretendía contar, pero sospecho que él tampoco. Su mundo era enigmático. Yo creo que sin pies ni cabeza. Solo imágenes rebuscadas y argumentos imposibles, más gratuitos que inquietantes.

Pero este fulano de apariencia tan cuidada, artificioso buceador de las sombras, también fue capaz de realizar dos películas que me enamoraron. Una es El hombre elefante, tan sombría como sentimental. La otra es Una historia verdadera, que narra el accidentado viaje de un anciano muy solo en su tractor a lo largo de infinitos kilómetros en la América profunda para despedirse de un hermano con el que rompió hace 10 años y que está muriéndose. Existe en ella una belleza y un sentimiento perdurables. Pero el Lynch más reconocible y amado solo me provoca grima. Era un moderno inventándose juegos convenientemente oscuros.

II

 Las cinco películas (y una serie) con las que David Lynch redefinió el cine moderno

El director, obsesionado con el inconsciente y lo oculto, desmenuzó las contradicciones del sueño americano en varios filmes para la posteridad

Jorge Morla | Eneko Ruiz Jiménez

Madrid - 16 ene 2025

Tiene su gracia que, en su último papel, David Lynch interpretara al legendario John Ford para la autobiográfica Los Fabelman, de Steven Spielberg. Desde un lugar muy distinto y con unos materiales diametralmente opuestos, Lynch se aseguró una importancia para el séptimo arte de la talla del legendario director del parche. Repasamos algunas de sus obras más importantes, en las que mezcla realidad y ficción, consciente y subconsciente, e indaga en las corruptas raíces de lo peor del sueño americano.

Eraserhead (Cabeza borradora) (1977). Primer largometraje de Lynch, Eraserhead, de 1977, ofrece una experiencia onírica y perturbadora que mezcla el surrealismo con la angustia existencial: dos ingredientes que el maestro del cine exprimiría a lo largo de su carrera. Ambientada en un mundo industrial y oscuro, la historia sigue a Henry Spencer, un joven abrumado por un entorno opresivo al que de repente le cae la responsabilidad de cuidar de un misterioso bebé mutante. La fotografía en blanco y negro y los efectos de sonido convirtieron al filme en una muy torcida experiencia claustrofóbica. La película, que se convirtió en un clásico de culto, señaló algunos de los futuros temas recurrentes de Lynch, como la paternidad, la alienación y el miedo a lo desconocido.

El hombre elefante (1980). El hombre elefante descubrió el lado más sensible y humanista de Lynch. Basada en la historia real de Joseph Merrick, la cinta narra la vida (y la lucha por la dignidad) de un hombre con graves deformidades durante la Inglaterra victoriana. Lynch basculó en este cinta hacia un tono más conmovedor, y contó con un reparto sobresaliente encabezado por John Hurt y Anthony Hopkins. De nuevo, recurrió a una cuidadísima fotografía en blanco y negro en este canto a la humanidad más profunda. Quizás su cinta más sencilla de comprender, junto a Una historia verdadera.

Terciopelo azul (1986). La historia comienza con el hallazgo de una oreja humana en uno de los planos más prodigiosos de la historia. Un plano con el que da comienzo el viaje al final de la noche de un joven ingenuo sumergido en una trama llena de misterio y perversión. Con un impecable uso de colores saturados y una banda sonora revolucionaria, la película consigue conjurar lo onírico y lo siniestro. Isabella Rossellini y Dennis Hopper destacan en dos de los mejores papeles de sus carreras, además de la presentación de dos de los fetiches del director: Laura Dern y Kyle MacLachlan (con el que viajó incluso a su despreciada Dune). Y un dato más: quizá sea el filme donde arranca otra de las obsesiones del creador: la obsesión por señalar las contradicciones e hipocresías del sueño americano.

Carretera perdida (1997). Nuevo descenso a las profundidades del universo onírico y retorcido de Lynch, Carretera Perdida se centra en un músico acusado de asesinar a su esposa, quien experimenta una metamorfosis mientras cumple condena en prisión. El filme juega con la identidad y la memoria, y profundiza en el concepto de disolución de la realidad. La música de Angelo Badalamenti (por supuesto) junto a Trent Reznor destaca a la hora de envolver un filme laberíntico que invita a múltiples interpretaciones y que deja algunas de las escenas más memorables de su filmografía.

Mulholland Drive (2001). Considerada la obra cumbre de David Lynch, originalmente un piloto televisivo rechazado, este filme que encabeza algunas de las listas de mejores películas de la historia combina misterio y surrealismo en una historia negra ambientada en Hollywood que sigue la vida de dos mujeres (interpretadas por Naomi Watts y Laura Harring) cuyas identidades se entrelazan, como la realidad y la fantasía. Quizá sea la obra que mejor muestra la obsesión de Lynch con el subconsciente, y en la que Lynch pone más atención a la estructura (muy fragmentaria), que invita al espectador a armar el puzle en su propia cabeza.

Twin Peaks (1990-2017). Nadie ha conseguido capturar la extrañeza y emoción de los sueños como David Lynch. Otro David (Chase) lo sabía, y lo usó para continuar en Los Soprano la revolución televisiva que él empezó. Porque quizás antes de Twin Peaks no había nada, y su embrujo acabó impregnando toda la televisión: desde Mujeres desesperadas a Broadchuch, pasando por Perdidos o True Detective. Aquel pequeño pueblo con aire de los cincuenta demostró que el de las series es un terreno fértil, e, inesperadamente, la narrativa más rara del mundo fue un fenómeno global. Una que revolucionó todo dos veces. La segunda fue en 2017, y no tomó el camino fácil. Era Lynch; esto no iba de entenderlo. Esto iba de sentirlo. Porque detrás de esa cortina roja estaban todas las respuestas humanas. En realidad, todas menos la menos importante: ¿Quién mató a Laura Palmer?

III

Manuel Vilas, David Lynch, un explorador iconoclasta y perverso, 17 ene 2025

Fue al cine de los ochenta y noventa del pasado siglo lo que William Burroughs a la literatura de los años cincuenta y sesenta: un individualista devastador

No soy un admirador del cine de David Lynch, yo soy su enamorado. David Lynch fue al cine de los ochenta y noventa del pasado siglo lo que William Burroughs a la literatura de los años cincuenta y sesenta: un individualista devastador, un infiltrado en la disolución de la mirada del espectador o del lector. Lynch era guapo. Se parecía a otro individualista cegador: David Bowie. Tenían un flequillo parecido. Lynch es Estados Unidos, es la narración cinematográfica más brillante y honda que se ha hecho de ese país en los últimos cincuenta años.

No puedo hablar de todas sus películas. Citaré las que me volvieron medio loco de amor y terror. La primera fue El hombre elefante (1980). La segunda —de la que salí desquiciado del cine, sabiendo que mi vida era de una rutina horripilante si la comparaba con la vida de Nicolas Cage— fue Corazón salvaje (1990): un latigazo visual donde el amor humano era un juego despiadado. Allí, en esa película, constaté que Lynch era un cineasta asocial, como Wong Kar-Wai, por poner un ejemplo. Un cineasta obsesionado con las pasiones humanas más inconfesables, pasiones que ocurrían en la América profunda, en un lugar sin ley y sin mandamientos sociales, o culturales, o morales. No hay moral social en Lynch, como tampoco la hay en Burroughs o en Kafka. Otro de las grandes incautaciones de mi alma por parte del cine de Lynch llegó con Mulholland Drive (2001). Allí Naomi Watts y Laura Harring se convertían en dos misterios de la humanidad. El cine de Lynch es el cine de un explorador iconoclasta y perverso y sarcástico de la condición humana. Mil pasos por delante de cualquier otro cineasta contemporáneo.

Pero la puntilla me la dio Una historia verdadera (1999), una de las películas más inconcebibles de la historia del cine. El viaje de 500 km en una máquina de cortacésped de un hombre que vive en Iowa que va a ver a su hermano en Wisconsin. Cuando viví en Iowa tentado estuve de emular al protagonista de esta historia de Lynch.

Pero qué hay agazapado en las películas de Lynch. ¿Por qué las vemos o las veo con una pasión arrebatada? Por la libertad, ese es el gran tema de Lynch. Un canto disolvente a la libertad. Algunos ven surrealismo en Lynch. No estoy de acuerdo en absoluto. Lynch, como Burroughs o Kafka, es un realista. Salí de ver Una historia verdadera con ganas de caminar 100 kilómetros para ir a hablar con mi hermano. No coge un autobús, no alquila un coche el protagonista de Una historia verdadera. Desafía al mundo.

Siempre Lynch es eso: un desafío a cualquier convención. De una película de Lynch sales viendo tres soles y cuatro lunas. Ya no te crees que haya un solo sol y una sola luna. En Netflix ahora mismo se puede ver una obra maestra de 17 minutos. El cortometraje titulado What Did Jack Do? (2017). Son los 17 minutos más hermosos de la historia del cine de este siglo XXI. Que qué se cuenta: se narra a la oscuridad. La oscuridad de las vidas, pero con fe en esas mismas vidas. Buenas noches, David Lynch. Eras el mejor.

IV

Laura Fernández, David Lynch jamás va a irse a ninguna parte, en "Cultural", El País, 17 enero 2025:

Su reino fue el de la Pesadilla Hiperrealista porque cuando alguien descubre algo que existe pero no podemos ver, entonces inventa una realidad que sin él habría pasado inadvertida

En La Estrella de Ratner, una desconocida novela de Don DeLillo, un niño genio, Billy, debe descifrar una señal de otro planeta guiado por una colección aparentemente interminable de freaks, excéntricos personajes que viven con un pie en este mundo —la supuesta realidad— y con otro en el otro, uno que solo ellos están viendo porque forman parte de algo que existe pero solo está al alcance de aquellos que, permítanme invocarle ya, permítanme invocar al hombre que fue adjetivo instantáneo, el cineasta, el pintor, el artista que hizo lo imposible —dar sentido, o representar, diseccionar, habitar el inconsciente—, saben que todo sigue siendo, afortunada y terroríficamente, un misterio. Uno que David Lynch capturó una y otra vez, apasionadamente, desde un absurdo único, genial, onírico, oscurísimo.

El Reino de David Lynch era el Reino de la Pesadilla Hiperrealista porque cuando alguien descubre algo que existe pero no podíamos ver —o carecía de una teoría: “Las estrellas no necesitan la astronomía”, le dice uno de esos personajes excéntricos de DeLillo al niño Billy—, es que inventa una realidad que sin él habría pasado inadvertida. He aquí lo que ocurre cuando alguien accede desde este lado a ese otro que anida en él, ese otro que, podríamos decir, el telón —siempre de un rojo intenso, un rojo sangre aún y para siempre viva— oculta. No ocurre a menudo —no ocurre nunca— que un creador convierta lo que ha creado —todo— en adjetivo, un adjetivo que define algo hasta entonces indefinible pero por completo identificable. Lo lynchiano es lo posible, y a la vez, lo imposible, aquello que de irreal tiene la realidad.

Porque vivíamos, siempre lo hemos hecho, en el universo de David Lynch antes de que llegase David Lynch. Él sostuvo la cámara sobre la oreja abandonada en el suelo, y caímos en la cuenta de que el inconsciente se contrae —como el pasajero del que habló Cormac McCarthy, ese otro que cada uno lleva dentro, un otro aterradoramente desconocido— y que su contracción puede llegar a deformar la realidad hasta volverla pesadilla, sí, pero también, y sobre todo, cualquier cosa. En The Art Life, ese intimísimo documental que es como un puñado de piezas sueltas del enigma Lynch, o lo más parecido al retrato de un artista adolescente que jamás dejó de ser un artista adolescente —el cigarrillo colgando de los labios, el pelo revuelto, la taza de café en la mesa—, Lynch confesaba que, si llegó al cine, y a la televisión, fue a través de la pintura.

Y en cierto sentido, pintar es todo lo que ha hecho. Porque su cine, su televisión, es artefacto de vanguardia, instrumento, sueño, pesadilla, collage expositivo, broma (a ratos, macabra) infinita. Arte, en mayúsculas. Algo que trató de dar sentido a aquello que nunca lo tendrá. Es en The Art Life donde cuenta cómo de arrolladoramente feliz fue su infancia en los suburbios hasta que, siendo aún niño, vio a una mujer desnuda salir de la nada, una noche cualquiera. La mujer se aproximaba a él por la carretera que discurría junto a su casa. Además de desnuda, parecía ensangrentada. Podría decirse que aquella noche, la frontera entre el sueño —o la pesadilla— y la realidad, se desdibujó en su iluminado cerebro. El cerebro de alguien que se dispuso a disfrutar de nuestra condición de fascinantemente misteriosa anomalía: estar vivos, y querer contarnos.

Como un Mago de Oz nada ilusorio, Lynch parecía tener acceso a los mecanismos que ese telón omnipresente en su obra esconde. El telón que evidencia la puesta en escena, la magia, sentir todo aquello que ocurría al otro lado con una intensidad feroz. Lo compartió —su irredento y disruptor, beckettiano, desactivador de lo real, sentido del humor mediante— con el resto, desdibujando para siempre toda frontera, y expandiendo las posibilidades narrativas —inconscientes— de nuestra enigmática existencia. Es cierto que “hay un gran agujero en el mundo ahora que ya no está”, como dijo anoche su familia, pero también lo es que nunca podrá no estar. Así que, sigamos su consejo, mantengamos la vista en la rosquilla, y no en el agujero, porque, en realidad, para aquellos a los que nos cambió la vida, y para aquellos a los que se la cambiará, jamás va a irse a ninguna parte.

sábado, 4 de enero de 2025

Virginia Feito, la española que publica buenos thrillers en inglés

 Noelia Ramírez, "Virginia Feito, la escritora española que se rifa Hollywood: “Se ha puesto de moda infantilizar al asesino, yo prefiero que dé asco”", en El País, 3 - I - 2025:

Con su debut ya fichó por un gran estudio de cine. La escritora vuelve con ‘Victorian Psycho’, una novela gótica sobre una homicida en serie que adaptará A24, la productora de moda, y protagonizará Margaret Qualley

Aunque su asesino de cabecera, “desde siempre”, ha sido Jeffrey Dahmer, otro criminal acaba de conquistar a Virginia Feito (Madrid, 36 años): “Desde que vi la segunda temporada de The Jinx, mi nuevo psicópata favorito es Robert Durst. Por momentos sentí pena genuina por él, tan vulnerable y anciano en el juicio, pero luego aparecía gritando por teléfono y pensaba: ‘Casi te compadezco, me la habías vuelto a colar, ¡bravo, Robert!”. No sorprende ver reír a esta escritora de conversación ágil al justificar su flechazo por un asesino múltiple mientras toma un té con leche en el lujoso hotel donde nos ha citado, cerca de su piso de alquiler en la zona de Las Salesas, en Madrid. Con su segunda novela, Victorian Psycho, escrita en inglés con traducción en castellano de Gemma Rovira para Lumen y de Inma Falcó en catalán para La Campana, Feito ha creado a su propia homicida en serie: Winifred Notty, una ocurrente institutriz con voz avispada y despiadada, lista para sembrar el caos y un reguero de vísceras en Ensor House, una mansión tan lúgubre como aspiracional en la Inglaterra victoriana.

La suya es una asesina aventajada a su tiempo, caústica frente a la hipocresía y las desigualdades, como si la voz de Fleabag viajase al pasado sin compasión hacia el resto. “Podría haber construido una psicópata que se tomase todo en serio, pero al final me ha salido una muy anacrónica, tan inteligente como para detectar el absurdo de que ciertas violencias sean un escándalo y otras estén normalizadas. Ella puede tomárselo todo a risa y con la suficiente rabia acumulada como para cargárselo todo”, explica sobre el carácter de su homicida, que provoca carcajadas heladas de espanto. Feito no miente. Victorian Psycho incluye descuartizamientos, denuncias de histerismo, obsesos de la frenología, mordeduras de perro rabioso, pus supurante, mujeres en llamas, vestidos venenosos, dedos colgando de ramas y muertes de niños y bebés. “Temía quedarme corta en lo grotesco, que me fascina. Ahora se ha puesto de moda infantilizar al asesino, hacerlo agradable para que sea más fácil digerirlo. No estoy de acuerdo. Si es un psicópata, señálalo. Dame asco. Dame algo que me corte la digestión”, avanza sobre qué esperar de su antiheroína.

Me intriga saber si mi asesina despierta empatía. Me pregunto si se la defenderá más o dará más pena por ser mujer. Quiero saber hasta qué punto se justifica la venganza feminista

En España sale a la venta el jueves 9 de enero, pero Victorian Psycho ya tiene fecha de rodaje para adaptarse al cine (marzo de 2025), director (Zachary Wigon), productora de moda (A24, la misma de las oscarizadas Todo a la vez en todas partes o Moonlight) y protagonista para interpretarla: Margaret Qualley. Una actriz idónea, entrenada con el gore visto en La sustancia y con otra fábula gótica de empoderamiento femenino como la de Pobres criaturas. Feito, que escribió la novela en el encierro severo de la pandemia, lleva trabajando en el guion desde mayo. La película llegará, en parte, por el tirón de La señora March (Lumen, 2022), su novela debut sobre el terror doméstico y la asfixia de la mujer casada. Aquella narración paranoica la convirtió en un fenómeno editorial por ser “la desconocida madrileña que escribe en inglés” y por fascinar a la crítica estadounidense y a la actriz y productora Elisabeth Moss (El cuento de la criada), que compró los derechos y prepara su adaptación con un gran estudio (el proyecto sigue adelante, está en la segunda revisión de guion). “Cuando salió La señora March me contactó el director [Wigon] porque le había encantado el libro y me propuso hacer algo juntos. Empezamos un proyecto, pero le mandé el manuscrito de Victorian Psycho al finalizar y decidimos que era el momento idóneo para adaptarlo”, cuenta. Como Margaret Qualley había trabajado con Wigon en la película Sanctuary, tanto Feito como el director tenían claro que ella debía protagonizarlo. “Es curioso, pero la secuencia final de la mansión la escribí pensando en ella bailando en el anuncio de Kenzo de Spike Jonze”, aclara. Que la espigada hija de Andie MacDowell sea la protagonista de esta sátira supone una concesión notable. En la novela, Winnifred Notty es corpulenta y los niños a su cargo, dos hermanos malcriados, la tratan de gorda. “La primera frase en la voz del personaje que imaginé era la de ver sus dos pechos bamboleantes sobre el corsé y tenía que ser fuerte para arrastrar cadáveres pero, ¡a ver quién es la guapa que dice que no a Margaret Qualley!”, bromea.

Aunque sea solo por el título, las comparaciones con American Psycho, el clásico de Bret Easton Ellis que Luca Guadagnino traerá de nuevo al cine, no serán gratuitas. “No estoy intentando imitarlo ni soy capaz, pero me intriga saber si una asesina despierta más empatía que Patrick Bateman. Me pregunto si se la defenderá más o dará más pena por ser mujer. Quiero saber hasta qué punto se justifica la venganza feminista”, reflexiona sobre una ficción en la que también pretende testar la idea de crueldad. “¿El mal se hace como una defensa propia siendo víctima o es algo con lo que se nace y siempre llevamos dentro?”, se pregunta esta expublicista que rechazó un puesto de directiva en la agencia de su marido, Lucas Paulino, para el que trabajaba como creativa, y así centrarse en la escritura de La señora March. “Él me dijo que era mejor escritora que publicista y se lo agradezco porque tenía razón. Admiro mucho a la gente que se levanta a las cinco de la mañana para escribir antes de fichar, pero yo era incapaz. Si no lo hubiese dejado, me atormentaría la campaña de turno aunque me pusiera el despertador a esa hora. El trabajo creativo te absorbe hasta en la ducha”, cuenta.

Feito no esconde que podía dejar de ingresar un sueldo para escribir sin miedo al fin de mes. “He tenido una vida idílica y privilegiada, igual me ha faltado trauma y por eso los creo”, reflexiona. La escritora es hija de José Luis Feito, un economista que fue director ejecutivo del Fondo Monetario Internacional en Washington antes de que ella naciera. De ahí viene su nombre, por el estado de Virginia, una etapa que no vivió y que tiene idealizada por los recuerdos y anécdotas de su familia (“No he ido nunca a Washington ni a Maryland, pero me sé de memoria la calle y la fachada en la que vivieron mis padres y mis dos hermanos mayores de tanto mirarla en Google Maps”). Donde sí residió con ellos fue en París, de los ocho a los doce años, mientras estudiaba en un colegio americano porque a su padre lo nombraron embajador de España ante la OCDE. “La gente piensa que me pasaba la vida comiendo bajo la Torre Eiffel, pero no salía mucho de casa y tenía unas rutinas muy marcadas. En realidad, lo que más recuerdo son los libros, las series y las películas que marcaron aquella etapa, como Seinfeld, El club de los poetas muertos y Cuenta conmigo”. Su madre, licenciada en Historia del Arte y con una tesis reciente sobre la moda medieval, siempre es su primera lectora. “Ahora me recuerda lo buena que era la primera, La señora March, totalmente su estilo de novela porque le apasiona el misterio. Con Victorian Psycho ha sido un poco dramático. No le gustó nada el primer borrador y cree que estoy inmolando mi carrera. Como ves, en mi vida, me rodeo de gente muy sincera”, bromea.

Fue su padre, un acérrimo seguidor de la cultura británica y de Winston Churchill, quien le contagió su devoción por Charles Dickens. El inicio de Victorian Psycho contiene un guiño a Casa desolada, pero mientras lo escribía descubrió las cartas del escritor en las que quiso encerrar a su mujer, totalmente cuerda, en un psiquiátrico. “Me dio tanta rabia, ¡pero si Dickens era como mi abuelo!”. Con quien no se ha rebelado todavía es contra El jardín secreto, el clásico infantil inglés de Karen Blixen sobre una niña solitaria en una mansión que escuchó en audiolibro tantas veces como pudo hasta que su familia volvió a Madrid. El instituto británico en el que estudió de vuelta propició su obsesión por las hermanas Brontë (“Jane Eyre, que nos entró en temario, me explotó la cabeza”) y multiplicó su fascinación por las mansiones lujosas y decadentes “en las que mujeres están solas, aburridas, volviéndose un poco locas”. Tanto le hipnotizan que hasta en otoño de 2022 se casó en una a la española, el renacentista castillo de Batres en Madrid, enlace que recogió la edición española de Vogue. Lo propuso ella paseando en el Retiro tras ver la exposición de flores gigantes del Palacio de Cristal de Petrit Halilaj, sacando un altavoz. En lugar de anillo, ofreció un reloj. “Yo soy muy exigente, de las que dice: ‘¿No me lo irás a pedir en mi cumpleaños, que eso es una horterada?”, así que los dos sabíamos que yo tomaría la iniciativa”, aclara. Su Ensor House, la mansión de su novela, no tiene vibración nupcial alguna, pero sí está inspirada en “lo oscuro, decadente y claustrofóbico” de Haddon Hall, donde se rodó la versión de Jane Eyre de Cary Fukunaga y Norton Conyers, “en la que se inspiró Charlotte Brontë para la mansión Rochester y donde hubo una mujer encerrada en un ático escondida”.

Feito cree que esta nueva ola de horror gótico en cine y literatura se debe a que el género se presta a explorar la subyugación femenina y la violencia, pero si resuena tan bien ahora es por los estragos psicológicos de la pandemia. “Tuve suerte, a mí me vino muy bien, porque me encanta estar encerrada en mi casa y tiendo a quedarme atrapada en bucles, que es mi estado natural”, dice. Fue en su anterior piso y en aquella etapa donde escribió Victorian Psycho, mientras leía Mexican Gothic, de Silvia Moreno García (“Hay algo muy lánguido y adictivo en estas narraciones”) y a Ottesa Moshfegh, que inspiró “la parte de asquerosidad humana, que me fascina”. El texto fluyó mientras oía toser a través de las paredes a su vecino de arriba, enfermo de un covid del que salió sin complicación en marzo de 2020. “Todo era tremendamente gótico. Había una melancolía extraña en el ambiente, como una costra. Fue un momento tan surrealista como romántico”, apunta esta aquejada de trastorno obsesivo-compulsivo. En su texto aparecen alguna de sus compulsiones, como un inspirado párrafo de rechazo a la menstruación. “Casi todo me da asco, incluso ciertas cremas o jabones, pero me pasa especialmente con la regla. ¿Por qué no estáis todas llorando y tirando de vuestros cabellos cada vez que os sangra la vagina? Esto es un trauma mensual eterno”, lamenta. Dice que se independizó de la religión cuando dejó de ir a misa por obligación y se fue a Londres a estudiar Interpretación y Literatura. “No soy creyente, pero íbamos cada fin de semana desde niña. Nunca escuché una palabra del sermón, siempre pensaba lo mismo: ‘¿Si hay un incendio, cómo escaparía de aquí? ¿Por dónde treparía para huir?’”. En Victorian Psycho aparece un reverendo, un abusador que no sale bien parado. “Lo introducí más por cuestión de poder personal que de crítica a la fe o a una iglesia”, advierte, aunque asegura que “a mis tíos del Opus no les regalaría mi libro ni de broma”.

Antes de despedirse para marcharse de vacaciones de Navidad a Egipto con su marido, Feito asegura que quiere disfrutar de la promoción sin pensar en nuevas ideas, aunque tenga varias en la cabeza. Su plan inmediato son los guiones adaptados y urdir su cameo en el rodaje de Victorian Psycho. “Está complicado, las pelucas son carísimas y se ven mal en pantalla, mira la pobre Nicole Kidman, que todas le quedan fatal. Como Margaret Qualley probablemente esté pelirroja, dicen que no podrán verse dos con ese color de pelo. Yo lo estoy insinuando tan fuerte que va a acabar pasando, y lo peor será que me cargaré el plano porque tiendo a sobreactuar. Pero que vayan preparando algo que ponerme en la cabeza, porque yo, en esa película, tengo que tener mi gran momento”.

Victorian Psycho

Virginia Feito

Traducción de Gemma Rovira Ortega

Lumen, 2025. 216 páginas. 19,90 euros

A la venta el 9 de enero

martes, 31 de diciembre de 2024

Cine: Heretic, terror teológico

 Javier Ocaña, ‘Heretic’: la sonrisa de Hugh Grant provoca pavor, en El País, 31 de diciembre de 2024:

Hay películas de autores inteligentes y brillantes, y hay películas de gente lista, y esta la han hecho dos listos que se lanzan, para bien, al terror teológico

En una posible clasificación acerca de la habilidad, el conocimiento y la experiencia, y seguramente del mismo modo que lo que ocurre en la vida, hay películas de autores inteligentes y brillantes, y hay películas de gente lista. Heretic (Hereje) es la película de dos listos.

Hugh Grant: “¿Sabes lo que echo de menos? Cuando no existía Internet”

Se llaman Scott Beck y Bryan Woods, nombres no mayoritariamente conocidos, ambos de 40 años, siempre cercanos al cine de terror, con tres largometrajes, sin demasiado recorrido como directores, pero con un notable guion que dio pie a una estupenda película convertida en saga: Un lugar tranquilo (2018). La pareja creativa, dos amigos de toda la vida criados en Iowa, compañeros de universidad de cine, ha dado un golpe sobre la mesa con su cuarto trabajo tras la cámara: un thriller psicológico que desemboca en el terror, escrito con una enorme sagacidad, de apenas tres personajes y desarrollado en un único espacio, que viene acompañado de una decisión astuta, pero tan coherente que parece imposible que no se le hubiera ocurrido a nadie antes: que los mohínes, los tics, las caídas de ojos, las sonrisas y los leves tartamudeos de Hugh Grant en sus maravillosas comedias románticas podían servir para dar miedo.

Dicho así, parece incluso lógico (y su papel en Paddington 2 ya lo apuntaba), pero solo Beck y Woods han sabido verlo hasta estos extremos. Así, Heretic está tan asentada en un libreto lustroso como en una decisión de reparto admirable. Una película de terror teológico, y el concepto ya se las trae (para bien), que desarrolla un encuentro con infinitas posibilidades dramáticas, religiosas, terroríficas y hasta cómicas (que de todo ello tiene el triángulo): el de un tipo solitario obsesionado con las religiones, y un par de adolescentes mormonas, de esas que van por las casas y las calles con la chapita con su nombre, sus sencillos uniformes, su sonrisa de paz y sus interioridades seguramente complejas, intentando convencer al personal de las increíbles bondades de su Movimiento de los Santos de los Últimos Días.

El perspicaz diálogo inicial de las dos chicas, sentadas en un banco y prestas para un día de proselitismo vecinal, va poniendo en su sitio el insólito tono de Heretic: entre el conocimiento profundo del ser humano y la más efervescente de las gamberradas juveniles, su conversación sobre los condones talla XXL se configura como un inicio de bendita procacidad. Tan desvergonzada como para que durante buena parte del relato estemos mucho más cerca de las teorías del villano Grant que del par de angelicales coprotagonistas.

Todo ello desde una esencia teológica, y a través de un elevado concepto que da que pensar mientras nos divertimos con la interpretación de Grant (y de las jóvenes Sophie Thatcher y Chloe East, que también están magníficas): el de la iteración; es decir, volver una y otra vez a lo ya hecho. Una noción que se acomoda a cada una de las religiones de la historia (en realidad, la misma), y también a otros grandes conceptos procedentes de la cultura popular, con la que Beck y Woods juegan a la perfección con ese aire de listilla traviesa que tiene toda la película. Y ahí el diálogo entre los parecidos de tres canciones de The Hollies, Radiohead y Lana del Rey se lleva el premio gordo de la lotería de la perspicacia a la hora de establecer paralelismos llamativos.

Eso sí, llegado el último trecho, el del terror físico, Heretic decae hasta lo convencional. Aparente historia de encierro, con excelente cadencia hasta su tramo final, algo reiterativo y complaciente, el trabajo de Beck y Woods aún posee una guinda más, justo la que envuelve conceptualmente el espectáculo: la relevancia del control. En nuestras sociedades, en nuestras vidas y en nuestras mentes.

Heretic (Hereje)

Dirección: Scott Beck, Bryan Woods.

Intérpretes: Hugh Grant, Sophie Thatcher, Chloe East, Elle McKinnon. 

Género: terror. EE UU, 2024.

Duración: 110 minutos.

Estreno: 1 de enero.

Cine: Burroughs, Queer, Craig y la ayahuasca, estreno

 Elsa Fernández-Santos, ‘Queer’: un formidable Daniel Craig evoca las luces y sombras de William Burroughs, en El País, 31-XII-2024:

La nueva película de Luca Guadagnino recrea a través de una fabulosa escenografía los años latinoamericanos de uno de los grandes profetas de la contracultura

Sobre el papel resultaba chocante la elección del actor británico Daniel Craig para interpretar al escritor estadounidense William S. Burroughs, figura medular de la contracultura, considerado, a su pesar, padrino de demasiadas cosas: la generación beat, el punk-rock, la experimentación con las drogas y hasta la posesión de armas. Tal vez a Craig le sobra músculo para interpretar a un yonqui como Burroughs, pero con su formidable trabajo en la adaptación de Luca Guadagnino de la novela corta Queer, el actor hace suyas las paradojas, la inseguridad y las rarezas, el humor y, en fin, el fiero hermetismo de uno de los escritores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX.

Daniel Craig: “No hubiera podido protagonizar ‘Queer’ durante los años en que hice de James Bond”

La primera novela de Burroughs, Yonqui (1953), se publicó después del episodio que marcaría su vida y su obra literaria: la muerte por un disparo en la frente de su segunda esposa, Joan Vollmer, cuando, ante de unos amigos la pareja —pasada de alcohol y drogas— decidió jugar a Guillermo Tell. Asesinato, suicidio o accidente, Burroughs escribió Queer en 1952, en las semanas de espera del juicio en México por la muerte de Vollmer. No la publicaría hasta tres décadas después, en 1985. En la introducción escrita en los ochenta, el escritor revelaba dos aspectos clave: que todo el libro pivota alrededor de un acontecimiento del que no se habla, la muerte de Vollmer, y que fue ese suceso lo que le convirtió en escritor. Según Burroughs, si Yonqui es un libro sobre la heroína, Queer lo es sobre el síndrome de abstinencia.

Artefacto autobiográfico, la novela —y la película— se centra en la atracción, cortejo y obsesión del expatriado William Lee, oscuro álter ego del escritor, con un escurridizo veterano de la Marina 16 años más joven, Eugene Allerton (inspirado en Adelbert Lewis Marker e interpretado desde un lugar pulcro y frío por Drew Starkey). Esa relación y la del escritor con su homosexualidad y sus adicciones centran una adaptación que bebe también de Las cartas del yagé, dirigidas a Allen Ginsberg (caricaturizado en la película por un Jason Schwartzman con sobrepeso) alrededor de su experiencia con la ayahuasca.

Elegir a Craig no es el único riesgo que asume Guadagnino en una película mucho más descarnada y adulta que la tenística Rivales, estrenada también este año. Si David Cronenberg apelaba al Tánger de Burroughs en su adaptación de El almuerzo desnudo (1991), el director italiano despliega en Queer una fabulosa fantasía latinoamericana. Rodada en los estudios romanos de Cinettità, toda la escenografía de la película es un espectacular artificio. Guadagnino recrea el México modernista de los años cincuenta con una paleta de postal vintage que, desde el mismo arranque, juega al fetichismo y los anacronismos, especialmente en una banda sonora que pasa de Nirvana a New Order.

Ese despliegue de decorados, vestuario y objetos subraya el dramatismo líquido de Craig, envuelto en sudor y semen. Su Burroughs no es el viejo profeta que con retranca hacía un cameo en Drugstore Cowboy (1989), de Gus Van Sant, sino un outsider herido, tocado por un oculto romanticismo, que Craig encarna con su encantadora rudeza, empapado en alcohol y opiáceos. En el viaje final en busca de los secretos de la ayahuasca (con una Lesley Manville irreconocible como chamana y el cineasta argentino Lisandro Alonso como su compañero, en medio de la selva) Guadanino propone a un Burroughs enfangado en su amor imposible. El director resuelve esa catarsis con un epílogo en forma de pesadilla surrealista cuyo giro sobre la verdad oculta de Burroughs resulta discutible.

Queer

Dirección: Luca Guadanino.

Intérpretes: Daniel Craig, Drew Starkey, Jason Schwartzman, Lesley Manville. 

Género: drama. Italia, 2024.

Duración: 135 minutos.

Estreno: 1 de enero de 2025.

miércoles, 18 de diciembre de 2024

Las 10 mejores películas del año 2024

 Álex Vicente, "Las 10 mejores películas de 2024", en El País, 14 de diciembre de 2024:

De ‘Gladiator 2′ a ‘Megalópolis’, varios títulos establecieron un paralelismo entre el presente y la caída del Imperio Romano, a la vez que alertaban sobre la pérdida de libertades

Un nuevo orden emerge en Hollywood, en una inquietante similitud con la Roma de los últimos días, según el presagio de ciertas películas vistas en 2024. Sería muy exagerado evocar un ocaso cuando el imperialismo del cine estadounidense sigue siendo invencible. Pero es innegable que las sombras se acumulan en un panorama dominado por el contenido a ultranza, por una oferta gloriosa y desmedida, pero también acompañada de un gran sentimiento de vacío, como si ya estuviéramos en ese claroscuro en el que suelen aparecer los monstruos.

Los hubo de distinta índole —de la Elphaba de Cynthia Erivo al cínico Macrino de Denzel Washington, ambos extraordinarios— en el enfrentamiento entre Gladiator 2 y Wicked, un remake oportunista del duelo entre Barbie y Oppenheimer en 2023: una película “de chicas” y otra “de chicos”, según la aleatoria norma social, solo que con películas mucho más irrelevantes. Qué más dará eso: basta con orquestar una gigantesca campaña de promoción apoyada en un sinfín de medios digitales, que convertirán sus entrevistas en contenido gratuito para las redes, en una matraca de vídeos virales y vagamente graciosos, si es que a alguien le dio risa lo de holding space. Para mantener en marcha esta maquinaria, ya no hace falta publicidad tradicional, ni el concurso de los grandes medios, ni siquiera las buenas películas.

La única buena noticia podría ser que esos dos títulos reflejan un alejamiento gradual respecto al cine de superhéroes como única receta comercial, igual que otros taquillazos como Dune 2, Twisters o Bitelchús Bitelchús. Lo curioso es que, bajo su fachada de enormes espectáculos escapistas, tanto Wicked como Gladiator 2 son alegorías sobre el ascenso del fascismo y la pérdida de libertades. En 2024 abundaron más que nunca, de La zona de interés, que inauguró el año con sus ecos perturbadores en Gaza, a Civil War, que pareció un tráiler lúgubre del porvenir, mientras que The Apprentice, el biopic del joven Trump, funcionaba como prehistoria, o como un relato ejemplar sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Sin olvidar Megalópolis, el admirable disparate de Francis Ford Coppola, que usó el símil con la caída de Roma de manera literal.

Aun así, hubo vida inteligente en el cine estadounidense. Regresó otro veterano como Clint Eastwood con una película políticamente espinosa como Jurado nº 2, oda al libertarismo de derechas donde los ciudadanos sustituyen a las instituciones, y en la que se toma partido por un hombre falsamente acusado de matar a su mujer. Con todo, el director no tiene rival al describir el ideal estadounidense como una falsedad ensalzada por siglos de storytelling. En su obra, otro comentario innegable sobre el presente, la justicia no es ciega por imparcial, sino por invidente. Mientras, Sean Baker logró, con su Palma de Oro por Anora, la consagración de un cine sobre otro tipo de descastados, después de años circulando por circuitos subalternos.

Pese a su fragilidad estructural, el cine español dejó varios títulos memorables (Los destellos, Volveréis, Segundo premio, La habitación de al lado), mientras que el francés se volvía a erigir en campeón absoluto con una cuota de mercado del 45% en su territorio, por encima del estadounidense. Lo logró gracias a comedias insustanciales y folletines históricos, como en todas partes, pero también a películas como Emilia Pérez, el acercamiento más audaz a la comedia musical de este año —con permiso de Joker: Folie à Deux—, o La sustancia, el lamento expresionista por nuestros cuerpos enfermos de Ozempic. Las dos llegan con opciones a los premios del invierno, porque los franceses serían los bárbaros de este relato romano. Si nos encontramos, como decíamos, en uno de esos intervalos donde nacen los monstruos, nada supera a la heroína de La sustancia en el tramo final de la película, cuando reaparece convertida en una criatura abyecta, pero enternecedora en su patetismo. La mejor definición del ser humano en 2024.

Lo mejor del año según los críticos de EL PAÍS. Una selección de Carlos Boyero, Elsa Fernández-Santos, Javier Ocaña, Jordi Costa, Gregorio Belinchón, Elisa McCausland, Diego Salgado y Álex Vicente.

Los destellos

En esta hermosa y generosa película, Pilar Palomero construye todo un mundo alrededor de gestos leves, parlamentos breves pero abarrotados de sutileza, sobriedad y la creación de una atmósfera sentimental que no necesita recurrir a la intensidad, ni al psicologismo, ni al énfasis para entender las reacciones de los personajes ni la relación que establecen entre ellos para aliviar el ocaso de un tipo que es padre y alguna vez fue marido. Por Carlos Boyero.

Y además: Perfect Days, de Wim Wenders; Bikeriders, de Jeff Nichols; Marco, de Aitor Arregi y Jon Garaño; Rita, de Paz Vega; Jurado Nº 2, de Clint Eastwood; Casa en llamas, de Dani de la Orden; La zona de interés, de Jonathan Glazer; Priscilla, de Sofia Coppola, y Civil War, de Alex Garland.

Anora

Si en The Florida Project, Disney World era la falsa tierra prometida que separaba a una niña de las garras de los servicios sociales, en Anora nos encontramos con una trabajadora sexual que también sueña con el castillo de Cenicienta y que, como aquella niña, sabe defenderse a mordiscos. Sean Baker nos traslada en su maravillosa nueva película (merecida Palma de Oro en Cannes) a otro punto cardinal del decadente sueño americano, el centenario parque de atracciones de Coney Island, donde una panda de matones y la fabulosa heroína interpretada por Mikey Madison se subirán, con humor y amor, a una montaña rusa de melancolía. Por Elsa Fernández-Santos.

La quimera

Aunque la realidad sea tozuda, la belleza también lo es. Quizá por eso el cine de Alice Rohrwacher resulta tan terrenal como poético. Su cuarto largometraje es una nueva fábula heredera de un rico legado cultural (de la commedia dell’arte al cine neorrealista), aunque desde la mirada romántica de un outsider contemporáneo. Arthur es un inglés desubicado, un arqueólogo-zahorí varado en la Toscana de los ochenta por un amor de ultratumba. Allí, este personaje trágico en la piel del actor Josh O’Connor —perfecto en su ruinosa elegancia — abre los secretos de la tierra a los pícaros ladrones de tesoros (tamborilis) que malviven al servicio de los codiciosos que profanan la historia. Por E. F-S.

Y además: La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar; Segundo premio, de Isaki Lacuesta; Secretos de un escándalo, de Todd Haynes; Los que se quedan, de Alexander Payne; Jurado nº 2, de Clint Eastwood; Salve Maria, de Mar Coll, Not a Pretty Picture, de Martha Coolidge, y Volveréis, de Jonás Trueba.

La zona de interés

El lenguaje cinematográfico como base de la narración. Otra película de dispositivo formal, que provoca que todo el relato avance en base a ello. En este caso, el recurso del fuera de campo: la acción principal, fuera del ojo de la cámara y por tanto fuera del ojo del espectador. Lo importante es Auschwitz, dentro, con el genocidio de un pueblo. Pero lo que se muestra son las flores del jardín, las risas de los niños, los sueños de un matrimonio y la barbarie nazi, aunque no la de los crímenes, sino la de (in)humana frialdad. Jonathan Glazer encuentra una rendija en una temática al borde del agotamiento, y compone una película que huele y suena a banalidad del mal. ¡Esas cenizas entrando por las ventanas! Por Javier Ocaña.

Jurado nº 2

Algo tan insólito y atrevido hoy en día como una película bien contada. Así de fácil, así de difícil. Pocos, muy pocos relatan de ese modo, a la manera clásica, con sus flashbacks introducidos a la perfección, tanto en la narrativa como en la imagen y el sonido, con esa luz lúgubre tan querida por su director, con su simbología exacta, comprensible y sin subrayados, con sus personajes poliédricos y complejos, reconocibles y fascinantes. Clint Eastwood, palabras mayores. 94 años de esplendor artístico y sabiduría humana sin dárselas de intelectual. Un homenaje a Doce hombres sin piedad, una defensa del valor y la necesidad de las instituciones. De la justicia y la igualdad. El testamento de un grande. Por J. O.

Y además: Perfect Days, de Wim Wenders; Anora, de Sean Baker, Segundo premio, de Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez; Dream Scenario, de Kristoffer Borgli; El clan de hierro, de Sean Durkin; Desconocidos, de Andrew Haigh, La estrella azul, de Javier Macipe, y La virgen roja, de Paula Ortiz.

La habitación de al lado

Una casa en llamas o una nieve rosada por acción de la crisis climática sintetizan la extraña paradoja de encontrar frágiles formas de belleza en la catástrofe en esta concentrada obra de madurez apoyada en la elocuencia de dos rostros. Quizás no tiene sentido hablar de duelo actoral entre Moore y Swinton, porque en esta libre adaptación del libro de Sigrid Nunez no hay pulso, sino coreografía de afectos entre una vulnerabilidad fortalecida en la empatía y una dureza que se va fracturando. Una luminosa pieza de cámara sobre la capacidad humana de encontrar refugios de afecto en toda guerra. Por Jordi Costa.

La sustancia

El tiempo pasa sobre una estrella del Paseo de la Fama de Hollywood en el prólogo de esta película que pulveriza más ideas recibidas que las evidentes. Un arranque digno de Lubitsch que rima con un desenlace sobre el que planea la sombra de Henenlotter. La distancia entre los dos referentes da fe de la condición omnívora de Coralie Fargeat, así como de su radicalidad a la hora de reconfigurar el canon demoliendo toda jerarquía. Alérgica a lo discursivo, está sátira sobre los monstruos que engendra el culto a la belleza es pura forma regida por el principio del placer. Por J. C.

Y además: La zona de interés, de Jonathan Glazer; Longlegs, de Osgood Perkins; La quimera, de Alice Rohrwacher; La bestia, de Bertrand Bonello; Nina, de Andrea Jaurrieta; In Water, de Hong Sang-soo; No esperes demasiado del fin del mundo, de Radu Jude, y De naturaleza violenta, de Chris Nash.

Segundo premio

En Segundo premio la tierra respira. De esa respiración nace la música, la pulsión creativa, también la rabia y la amargura de Los Planetas, la banda granadina de rock que filma Isaki Lacuesta. En realidad no la filma, sino que bebe de su leyenda, del eco de la creación del álbum de Una semana en el motor de un autobús en 1998 y en Nueva York, un disco grabado tras abandonar el grupo su bajista, May Oliver. Segundo premio es también una película de ambiente terrorífico, atmosférica, que ilustra la turbulenta relación entre un vampiro emocional y un fantasma, un viaje atmosférico al alma de una banda a ratos inescrutable, que en Lacuesta deviene en una masa madre fílmica. Por Gregorio Belinchón.

Y además: Anora, de Sean Baker; Civil War, de Alex Garland; Desconocidos, de Andrew Haigh; Emilia Pérez, de Jacques Audiard; Los destellos, de Pilar Palomero; Marco, de Jon Garaño y Aitor Arregi; On The Go, de María Gisèle Royo y Julia de Castro; Saturno, de Daniel Tornero; y La zona de interés, de Jonathan Glazer.

Desconocidos

En su obra más turbadora, Andrew Haigh aborda con empatía autobiográfica y gran brío poético la soledad radical del homosexual moderno. Andrew Scott y Paul Mescal son los dos huérfanos que protagonizan este relato dickensiano trasplantado a una actualidad preapocalíptica: un par de niños perdidos obligados a quererse para sobrevivir, si es que tal cosa, como sugiere el final de esta historia de fantasmas, todavía es posible. El director británico plasma su milagro —el reencuentro imposible entre el protagonista y sus padres, fallecidos en su niñez— con un naturalismo desacomplejado que recuerda al de ciertas obras almodovarianas. Opera como parábola psicoanalítica, como alegoría sobre el acto de escribir un guion (y, por extensión, una vida) y como reflexión sobre los anhelos inalcanzables y las heridas que nunca cicatrizan. Por Álex Vicente.

Y además: La quimera, de Alice Rohrwacher; El mal no existe, de Ryusuke Hamaguchi; La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar; El cielo rojo, de Christian Petzold; La bestia, de Bertrand Bonello; Simple como Sylvain, de Monia Chokri; La sustancia, de Coralie Fargeat; Volveréis, de Jonás Trueba, y Dahomey, de Mati Diop.

La bestia

Ficción especulativa de Bernard Bonello, esta adaptación del relato de Henry James alterna tres periodos temporales, marcados siempre por constructos sociales que atentan contra la libertad de sentir, amar y, en definitiva, vivir. 1910 es la era de la represión. 2014, la del amor tóxico. 2044, la de los comportamientos intachables. Léa Seydoux y George MacKay interpretan distintas encarnaciones de personajes atraídos por el abismo, pero condenados a sucumbir a los órdenes imperantes. Hay pocas imágenes más políticas este año que el rostro de Seydoux anegado en lágrimas. Por Elisa McCausland y Diego Salgado.

Y además: Fly Me to the Moon, de Greg Berlanti; La zona de interés, de Jonathan Glazer; The Sweet East, de Sean Price Williams; La primera profecía, de Arkasha Stevenson; Parthenope, de Paolo Sorrentino; La quimera, de Alice Rohrwacher; Emmanuelle, de Audrey Diwan; La estrella azul, de Javier Macipe, y El eco, de Tatiana Huezo.

jueves, 31 de octubre de 2024

Jurado número dos, de Clint Eastwood

Luis Martínez, "Jurado Nº 2. Un eterno Clint Eastwood sin edad y sin piedad (****)", en El Mundo, 30 - X - 2024:

El más que longevo director completa una de sus películas más calladamente turbias de su filmografía

Cuenta Cicerón en su tratado sobre la vejez que Platón murió a los 81 y que la muerte le sorprendió en plena redacción de su último libro; que Isócrates escribió a los 94 'Panatenaicos' ("Y se sabe que vivió un quinquenio más") y que su maestro Leontino Gorgias cumplió los 107 y cuando le preguntaron por qué quería seguir viviendo, contestó: "No tengo nada que reprochar a la vejez". Uno se imagina a Clint Eastwood y sus 94 irreprochables años delante de su último trabajo y no queda otra que rendirse. No está claro que 'Jurado Nº 2' sea su última película, pero si así fuera, pocos adioses tan perfectos, tan vitales y tan ajenos a su condición de despedida.

'Jurado Nº 2' insiste en buena medida en el núcleo de una filmografía y hasta una vida obsesionadas las dos por las heridas de la culpa, por el sentido de la justicia y por los muchos inconvenientes de la vida en común. El director de 'Sin perdón', 'Mystic River' y 'Million Dollar Baby' (todas obras mayores) retoma ese cauce oculto de un cine en el que el más furioso de los libertarios convive con el más cabal de los moralistas. A distancia de esa obsesión reciente por los esforzados héroes anónimos, se diría que el cineasta vuelve a lo mejor de sí no tanto para purgar penas o hacer balance como para simplemente recordarse y recordarnos que, a veces, el mejor cine descansa en un simple plano detenido sobre una mirada que huye, un gesto furtivo que delata o nada más que una duda.

La película remite a los grandes dramas judiciales a puerta cerrada. La memoria del cine transparente y efectivo del Sidney Lumet de '12 hombres sin piedad' respira en cada secuencia con una certeza muy cerca de todos los abismos. La historia se antoja tan improbable como cautivadora. Y muy turbia. Un hombre es elegido como miembro del jurado popular en el juicio de un homicidio (o quizá asesinato) del que él, que no el acusado, es en verdad culpable. Lo que sigue es una deliberación cerca de la eternidad sea en el interior de la sala de, precisamente, deliberaciones como en lo más hondo de una conciencia que arde. Confesar e inmolarse en un acto de verdad que también lo es de justicia, o callar y dejar que la vida siga su curso. En verdad, todo es más complejo. El protagonista también es inocente (todo no fue más que un error, un accidente), pero no tiene forma de demostrarlo. Es decir, si se descubre ante todos, da lo mismo sus razones, pierde él y pierde la verdad. Y si se mantiene en silencio, pierde un inocente y pierde la justicia. ¿Puede ser acaso distinta la justicia de la verdad? ¿Dónde queda aquel célebre aforismo de que la justicia es la verdad en acción? Y así.

'Jurado Nº 2' avanza por la pantalla con cada plano en su sitio de la mano de una estructura dispuesta en espiral tan absorbente como reveladora, tan eficaz como libre de adornos. El perfecto trabajo tanto de Nicholas Hoult, en el papel del miembro del jurado a brazo partido contra su destino y su culpa, como de la siempre renacida Toni Collette, en la piel de una despiadada fiscal, puntúan cada tragedia diminuta con una profundidad a la altura de su transparencia. Lo profundo está en la superficie. Eastwood vuelve a su cine de fraseos largos, de escenas únicamente pendientes del peso de las miradas, de ambigüedades perfectamente calculadas y de un raro clasicismo que, de repente, se antoja casi vanguardista. Y todo ello arropado por un coro de voces (J. K. Simmons, Kiefer Sutherland o Cedric Yarbrough) que no solo ofrecen relieve y hondura, sino que acaban por configurar el escenario de un espejo que delata: ellos somos nosotros.

El resultado es una película que también es una prueba de vida. Definitivamente, en la vejez de Eastwood caben todas las juventudes del mundo.

Dirección: Clint Eastwood. Intérpretes: Nicholas Hoult, Toni Collette, J. K. Simmons, Kiefer Sutherland, Chris Messina. Duración: 117 minutos. Nacionalidad: Estados Unidos.