jueves, 5 de junio de 2014

Lo que me encontré al despertar

Cuando esta mañana me levanté a las cinco de la madrugada me encontré un fantasma en el pasillo y lo ignoré porque tenía en mi escritorio mucho trabajo por hacer. Él debió pensar lo mismo, porque desapareció, no sé si por una puerta, porque no las requieren. Si tenía él también tareas pendientes, quién sabe; no habrá mucho en qué entretenerse en el Masallá, donde debía estar dos veces muerto, la segunda de aburrimiento. Una gente tan pálida y discontinua debe soportar mucho tedio en tal no lugar, y no debe terminar de adaptarse, de forma que les da por volverse menos ficticios asomando de vez en cuando por el Masacá. De hecho, mi abuela y yo solemos hacer lo mismo cuando las horas se hacen largas y husmeamos por el más allá con ouijas y demás sortilegios inventados por gente con dos cuernos y dos rabos. Supongo que los fantasmas deben ser gente tan aburrida que pasa de un plano de realidad a otra como un adulto hastiado salta cuánticamente de un canal a otro en el mando electrónico.

Quizá estaba un poco adormilado y lo que vi era solo mi imagen reflejada en el espejo final del pasillo. Es la infamia de la cópula y los espejos, que multiplican el número de los entes. También podría tener que ver lo que le suelen echar al jarabe de la tos que estoy tomando; sea como fuere, y tomando por hipótesis razonable que yo sepa qué soy yo, me vi doble. Aunque quizá baste creer que la muerte es también, como decía, un espejo y todos tenemos que hacer de Alicias alguna vez en la vida, no en vano existe la palabra aliciente, sobre todo en ese pozo de la muerte, para mejor pasar el rato. La lógica absurda de Alicia no importa, pues no importa nada tras ese espejo. Que solo duramos un rato, como los fantasmas.

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