viernes, 14 de abril de 2017

Walking around

Aunque Walt Whitman es el poeta de la democracia y del optimismo, su hijo hispanoamericano Pablo Neruda le salió comunista, pesimista y aun nixonicida; hay hijos que salen respondones: el verso libre es que da demasiada libertad, y hasta puede terminar fraguando epopeyas liberatrices como el Canto general, que pone a españoles y a anglosajones a parir.


Yo soy más bien de César Vallejo (según Merton «el más grande poeta católico desde Dante, y por católico entiendo universal»), y aun devoto de la Virgen de Anarcos, pero de Neruda he sacado el título para este artículo, porque va de las vueltas que doy a lo que escribo. Y no son pocas; con este artículo no sabía ni por dónde no empezar. Es un problema escoger qué escribir, sobre todo si vives dentro de un mundo de papel, porque sobran los temas que faltan a los que viven fuera de ese plano tan plano. Así que me he puesto a escribir sobre el escribir. Pensé antes hablar de la única continuación del Don Quijote compuesta por un manchego, el ilustrado jerónimo fray Juan de Valenzuela (1699-1778), Progresos de Sancho Panza después de la muerte de Don Quijote, pero si pocos se han leído el Quijote, menos aún sus continuaciones. Como las fechas son propicias pensé en materias religiosas, lo que no exige cultura ni pensamiento y alimenta tanto como las torrijas, ya lo dice Luz Sánchez-Mellado, que es de Campo de Criptana aunque escriba en El País: "Resucitan a un muerto", y ni siquiera hay que esperar tres días. Pero ¡qué narices, si también lo ha dicho y hecho Diana Rodrigo!

Así que me acordé entonces de un pasaje sobre las religiones de los Cuadros de viaje del judío Heinrich Heine, ese alemán marxiano / becqueriano que decía que "dedicarme a la literatura me ha costado millones, porque me causó caer en la desgracia de mi tío el banquero y millonario Salomón Heine". Dice allí, por boca del hamburgués que le acompaña por Italia: "El cristianismo es una buena religión para un varón distinguido que puede pasarse el día haciendo el tonto y el vago sin hacer nada, y para un aficionado al arte; pero no para un hombre de negocios que tiene que despabilarse para ganarse la vida". Del protestantismo afirma que "es demasiado racional, es como el agua: no hace daño pero tampoco sirve para nada: no tiene fanatismos ni milagros", harto reseco de sentimiento y espectáculos. Y en cuando a la judía, "no es una religión, es una desgracia. No se cosecha de ella sino daño y oprobio y no se la deseo ni a mi peor enemigo". ¡Carajo, con Heine! No me extraña que la tradición afirme que dijera al morir: "Dios me perdonará. Es su oficio". Podría seguir por ahí y declamar que "el mundo se ha vuelto gris con el aliento del pálido Galileo", como escribió el inédito Swinburne, fallecido antes de que le dieran el premio Nobel, quizá de una de esas palizas que le atizaban sus estrictas (o su amigo Burton, un raro que frecuentaba a tíos que encuadernaban sus libros con piel humana); o comentar mis piezas favoritas de música sacra: la Pasión según San Mateo, de Herreweghe y el colegio vocal de Gante, con una gótica y tristísima Hana Blažíková, o el Stabat Mater de Pergolesi, que conmovía hasta a témpanos como el ilustrado Tomás de Iriarte y nos deja ahora para descabellar y el arrastre en la versión de Sabina Puértolas y Les talents lyriques. 

O también podría hablarles de algunos poetas posrománticos, en particular del que puebla mis pesadillas, Larmig, muy religioso por cierto, pero que se rebanó el cuello de oreja a oreja y escribió lo más bello que se puede escribir sobre María:

Sé que la dicha que el humano anhela
en este valle lóbrego no anida:
es ave cautelosa, que no vuela
sino en alta región desconocida.
¿Qué es la dicha? El amor que no recela,
que nada teme, que jamás olvida.
¿Dónde el perenne amor tiene su imperio?
Del cielo en el recóndito misterio.

Y, ¿qué fuera ese cielo prometido
sin el encanto del amor dichoso?
Un desierto sin linde conocido
y cuanto más inmenso más penoso,
vasto templo con oro revestido
encerrando sepulcro silencioso:
y es la pena mayor del negro averno
eterna vida, sin amor eterno.

o

Amor que siempre acrece y nunca muere,
lluvia que alegra el prado y no lo anega,
mano que siempre cura y nunca hiere


La religiosidad de Larmig es auténtica, no impostada ni teatrera, como la nuestra. Poseía la sensibilidad de un auténtico místico. Su libro se titula Mujeres del Evangelio (1873) y es uno de los grandes desconocidos del gran postromanticismo español.

Pero también dudaba en si hablarles de la extraña y larga suerte de una desolada cita de Leopardi, o de la vez que, hace un par de meses, nos fuimos a ver el estreno de Paterson de Jim Jarmusch en Las Vías tres escritores tan chalados como J. L., E. M. y yo mismo, día aquel lleno de hechos increíbles y dignos de perpetua recordación que alguna vez tendré que desembuchar, pero que hoy no tengo arrestos para desenredar. Y, como con solo enumerarlo me ha bastado para fraguar el artículo, aquí me quedo.

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