Ha parecido extraño que Juan Carlos I sea capaz de volar, como San José de Cupertino. No hay tal. No sabemos qué santo ha hecho el milagro, pero se evidencia que, supervivido al fusilamiento de los medios que antes le besaban el ilustre y lustrado culo, ha decidido vagar por la tierra como Samuel L. Jackson o David Carradine, alias Kung Fu, quienes, por cierto, comparten tarantinadas.
Pero nuestra película, titulada Democracia española, no llega a tanto, sino a más. Parece dirigida por el genial Mariano Ozores. Por desgracia, solo somos figurantes y el rey hace el papel de Fernando Esteso, ligándose germánicas muy godas y con apellido de filósofo neopositivo. Es natural. Este director, más realista que el patatesco Almodóvar, también liado con el Fisco, ha hecho obras maestras como Hacienda somos casi todos (1988) ¡No, hija, no! (1987) -un vaticinio sobre la infanta Cristina- Todos al suelo (1982), en que Juanca hizo de prota, Pelotazo nacional (1993) u Hoy como ayer (1966), que lo dice todo sin añadir nada. Ni que fuera el gran profeta Pero Grullo, que a la mano cerrada la llamaba puño.
Nosotros creíamos que los reyes no volaban, sino que recurrían al camello; pero asociar un camello a un Borbón suena a pillar, a cannabis y a los aves por la arenosa Arabia, que también vuelan, aunque a la Meca. Antes, el Fénix, pájaro de fuego de un millón de colores, tras cumplir sus quinientos años, iba al desierto, al templo de Heliópolis en Egipto, y se prendía fuego a sí mismo para renacer otro medio milenio. Era a la vez su propio padre, madre, hijo e hija, ya que solo hay uno. Pero que un Borbón se queme es imposible, habida cuenta de su adherencia al chollo monárquico está garantizada por siglos de corrupción y servilismo. Para librarse de ellos solo ha funcionado la guillotina.
Y no somos pueblos de revolución y guillotina, sino de ovejas y estoicos. Como los tres monitos de no oír, no hablar, no decir. Por ejemplo, nunca apareció en televisión el famoso líder republicano de la Platajunta, Antonio García-Trevijano, que en paz descanse. Tengo delante su famoso libro, Del hecho nacional a la conciencia de España o El discurso de la República (1994), del que se hicieron cinco ediciones en ese mismo año. Ahí se dice ni más ni menos que mientras existan niveles de corrupción y desigualdad social tan grandes e institucionalizadas en las leyes, habrá monarquía en España. Dice, por ejemplo:
Para la liberación del estado de servidumbre voluntaria en que se encuentra la mayoría de los españoles, sería, en principio, más operativo que no existiera autoridad alguna en el Estado, ni siquiera simbólica, que no procediera de la libertad política de los gobernados. Pero, en la situación actual de España, y dados los materiales humanos y los partidos que tenemos encaramados en el Estado, el principio republicano de la democracia podría vivir en la Monarquía si, y solo si, el poder simbólico del Rey no fuera, para los partidos y el Ejército, punto común de referencia de sus propios poderes particulares. Lo cual solo es posible con un régimen presidencialista que haya sido fruto de la iniciativa popular (p. 299)
Juicio interesante y que no puede pasarse por alto, aunque al autor no se le ocultan los riesgos autoritarios en que puede derivar este tipo de gobernación. Dice tan solo que es lo único factible, es decir, el único paso político que hay que dar para salvar algo de lo que es España y algo de lo que es el republicanismo histórico en el Estado. De lo contrario, nos quedaríamos estancados en la evolución natural hacia una república democrática.
Por supuesto, no cabe recabar opiniones de los navegantes del yate Bribón, ya que les escriben los papeles con magníficas palabras vacías. Podría ser interesante la de Froilán, que de seguro más que interesante será interesada y en eso más franca y menos hipócrita que la del resto de sus más regulares que reales parientes. Ojalá que su maravilloso currículum escolar pudiera ser igualado por nuestra paupérrima garantía social, que tiene todo que envidiar de la nórdica, donde los reyes fueron siempre afrancesados de una revolución más francesa que rusa. Ciertamente, corren malos aires para las monarquías; incluso el inteligente príncipe Harry se ha dado cuenta ya de que solo es una socialité, un espejismo en el Hola, y está en el ajo solo por lo que vende en publicidad. En cuanto a su tío, el pedófilo Andrés, me recuerda al pobre Fernando VII, el disputado hijo de Godoy o de Ruiz, cuando tenía que aguantar por ayo al fraile carca y pederasta Blas de Ostolaza, encausado por haber llevado la ignominia a un hospicio entero de niñas. Los Borbones es que siempre han tenido muy malas compañías; por eso hay que comprender y compadecer que hayan salido como son.
En fin, Pedro Sánchez, si es el santo que ha hecho el milagro, ha tenido que hacer de negro Ra-Ra-Rásputin en la familia real y curar al zarevich Felipe, sexto del nombre, de un contagio más malo que el Covid para poder mantener la estructura jerárquica de aforamientos obispales, militares y políticos que mantiene la cáscara de corrupción caciquismo-clientelar sobre el simulacro postfranquista de justicia y democracia; pues Felipe es la clave de todo ese sistema cerril y reacio a cualquier cosa que sea referéndum y las colecciones de firmas. Para el monarca, la idea de nación es la de Cánovas: «cosa de Dios o de la naturaleza, no de invención humana». El mismo Cánovas que ya en 1882 sostuvo en un discurso al Ateneo de Madrid: «La nación no es ni será nunca... el producto de un plebiscito diario, ni obra del asentimiento, constantemente ratificado por todos sus miembros, a que continúe la vida en común. No; el vínculo de nacionalidad que sujeta y conserva las naciones es, por su naturaleza, indisoluble».