Eduardo Infante, "El noble arte del insulto o por qué no me gusta la fruta", El País, hoy:
Para que nuestros jóvenes llegasen a dominar el improperio, más provecho encontrarían en Schopenhauer que en Ayuso. El alemán escribió un utilísimo manual para injuriadores amateur bajo el título El arte de insultar.
No hace mucho que un ministro del Reino de España llamaba «saco de mierda» a un jefe de prensa, que la presidenta de una comunidad autónoma mascullaba un «hijo de puta», desde la Tribuna de invitados, al presidente del Gobierno y que dos grupos parlamentarios protagonizaban una batalla de insultos, obligando a la presidenta de la Cámara a paralizar el debate y tener que llamar al orden.
Cuentan que, en cierta ocasión, uno de los leones del Congreso se jubiló y fue sustituido por otro más lozano. El león inexperto llegó a primera hora y, al tomar su sitio en la escalinata, comenzó a escuchar un lejano rumor de voces que parecían provenir del hemiciclo: «¡Ladrón, corrupto, desleal, fascista, felón, gánster, gilipollas, incompetente, inepto, mediocre, mentiroso, tirano, traidor…!» y, atónito, preguntó al veterano: «¿Ya se están peleando?». A lo que el otro respondió: «Tranquilo, solo están pasando lista».
Posiblemente, como el león novato, nuestros jóvenes, los futuros ciudadanos, solo han escuchado insultos en la boca de nuestros políticos. Y esto es algo triste y descorazonador. Duele en el alma ser testigo de cómo las antiguas y nobles artes se van perdiendo, porque ni a nuestros zagales les da por practicarlas como es debido, ni a nosotros por enseñárselas. Vociferar «¡hijo de puta!» no es insultar, sino graznar.
Dos personas que sí dominaban el noble arte del insulto fueron Ramón del Valle-Inclán y Julio Camba. Ambos escritores rivalizaron por un puesto de embajador en París. Camba, para deslucir los méritos de su oponente, espetó que Valle era tan inepto para el cargo que ni sabía cómo pedir una trucha en francés. Don Ramón respondió que, efectivamente, no tenía la menor idea, pero que el impedimento tenía fácil solución: la República debía nombrarlo a él embajador y a Camba, cocinero. Así Camba podría ir todos los días al mercado parisino y hacer buen uso de su talento para comprar truchas y cocinárselas al embajador.
Para que nuestros jóvenes llegasen a dominar el improperio como lo hacían estos dos maestros gallegos, más provecho encontrarían en Schopenhauer que en Ayuso. El alemán escribió un utilísimo manual para injuriadores amateur bajo el título El arte de insultar. En él se puede consultar un amplio catálogo de escarnios, descalificaciones, invectivas, mofas, denuestos, críticas, reprobaciones, ironías, censuras y sarcasmos que van mucho más allá del tan manido «¡hijo de puta!». Schopenhauer aconseja que, siempre que se pueda, se argumente, pero que cuando nos topemos con aquel imbécil que no ceja en su empeño de repetir sandeces, lo mejor es pasar, sin remordimiento, al insulto, con una condición: hacer siempre uso del humor, el ingenio y la inteligencia. Y, añade el alemán, para que el vituperio sea eficaz, se debe procurar que este sea agudo, lúcido, certero, preciso y tenga como objetivo desconcertar a nuestro oponente sin caer en la ordinariez. Todo ello hará del insulto un arte del que Schopenhauer dio buena muestra de virtuosismo, como así muestra la anécdota de la extraña ceremonia que el filósofo realizaba cada vez que comía en el restaurante del hotel Inglés. Al comenzar la comida ponía una moneda de oro sobre la mesa y, al acabarla, se la volvía a meter en el bolsillo. Un día, uno de los camareros le preguntó por el significado de aquel extraño rito. Schopenhauer les desveló a los que se encontraban en aquel comedor que se trataba de una apuesta: todos los días se jugaba donar la moneda a los pobres, si los oficiales ingleses que allí comían hablaban de algo que no fuera caballos o mujeres.
Aun así, advierte Schopenhauer, el vituperio solo debe usarse como último recurso y lo preferible es escoger bien a nuestros interlocutores. Un parlamento aderezado con un «hijo de puta» o un «saco de mierda» nada aporta a al debate democrático, todo lo contrario, lo vuelve un engrudo que hace imposible el libre intercambio de ideas del que nacen las soluciones comunes a los problemas de todos. Quizás, el abuso del insulto, al que peligrosamente nos estamos acostumbrando, no sea una cuestión de mala educación. Quizás, haya detrás una consciente intención de boicotear el diálogo de los ciudadanos, la entraña misma de la democracia. Sea como fuere, el insulto en la política debiera ser lo que la anchoa a la pizza: el encuentro esporádico y sorpresivo con un medido trozo, alegra y despierta el paladar con un ajustado golpe de sal. Empero, es muy fácil pecar de hybris y convertir la genialidad en aberración. Traspasar los límites naturales convierte algo suculento y nutritivo en basura.