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miércoles, 19 de marzo de 2025

Los cuadernos de trabajo de Ingmar Bergman

 Cuaderno de trabajo I y II’, de Ingmar Bergman: el tumulto de miedo, depresión y angustia del director sueco, en El País, Por Anna Caballé, 2 de diciembre de 2024:

El cineasta esbozó en sus libretas las ideas para sus guiones y documentó sus rutinas. En esos textos, recuperados ahora siguiendo la edición sueca, abordó cualquier conflicto con conmovedora sencillez para dejar constancia de las sombras que le acechaban

Esa mañana Ingmar Bergman permanecía aislado en su casa. Su pareja, Liv Ulmann, se había ido a un festival de cine, él se mantenía, quieto y mudo, a la espera de las primeras críticas de La vergüenza. “Es un placer no tener que enseñarle la cara a nadie. Es un placer poder tener uno su fiebre, su locura y su histeria totalmente a solas”. Una observación jugosa sobre la soledad que, sin embargo, a partir de la estabilidad de su relación con la baronesa Ingrid von Rosen, en 1971, dejaría de hacer, pues ella le aportó paz a su espíritu y una complicidad que transformó su forma de entender el amor y las relaciones de pareja. En la época de su matrimonio con ella (Ingrid, doce años más joven que Bergman, falleció en 1995) filmó sus películas más luminosas, entre ellas Fanny y Alexander, entre muchas otras del mismo periodo, pues su capacidad de trabajo era brutal. En todo caso, Bergman se hallaba en su casa humillado por el malestar físico, sin tener que disimular la intuición de que las críticas no iban a ser favorables.

¿No sería mejor pasarse a la televisión y ahorrarse aquellas experiencias tan penosas que sufría cada vez que ponía en escena una obra en el cine o en el teatro? Las críticas no fueron buenas y en plena revolución juvenil (1968) se le acusó de escapismo. Como tantas otras veces leemos en sus excepcionales Cuaderno de trabajo (1955-2001), mantenidos prácticamente a lo largo de toda su vida profesional, vemos cómo crece la angustia en su interior con todas las consecuencias físicas que le ocasionaba. Se pregunta qué se le exige, porque su compromiso con el arte es suyo y personal: “Yo no quiero contar historias. Quiero liberar tensiones y sucesos secretos”.

Ahí está, en mi opinión, el eje de su objetivo como creador. Porque luego, pese al insomnio, la taquicardia y la preocupación que le generaban las críticas desfavorables y en especial sentir que perdía el favor del público, unas semanas después del disgusto, Bergman ya estaba pensando en el guion de La carcoma (su peor película, en su opinión). “Ponte a trabajar, Bergman, esta es tu fórmula”. Y, en efecto, su trabajo como guionista es la columna vertebral que se desprende de la lectura de las casi mil páginas imprescindibles para los amantes del director.

El motivo de dichas libretas, concebidas con despreocupación de su calidad (aunque la tienen), era depositar en ellas ideas y esbozos de guion de sus películas, de modo que tenemos la oportunidad de conocer cómo trabaja la complejidad de sus tramas y muy en especial la forma de dibujar a sus personajes. Lo primero que hace al pensar en un guion es darles estructura: identidad, pasado y profundidad psicológica. A partir de aquí va desarrollando las tramas. Pero sus cuadernos de trabajo se muestran abiertos asimismo a su cotidianidad y, sobre todo, al tumulto que Bergman llevaba dentro, y que llegamos a conocer con mucha precisión. La existencia de Bergman estuvo marcada por la ansiedad, la depresión, la angustia y el miedo (formidables las páginas que le dedica, casi al final —”yo siempre he tenido miedo”—). Pese a ello, pese a todos sus miedos y a los estados paralizantes que a veces le ocasionaban, desarrolló una trayectoria artística impresionante y personalísima, sobreponiéndose a ese tumulto interior con el que convivía.

Diría que esto es lo más llamativo: la capacidad que muestra el autor y director por la regeneración emocional que conseguía de sí mismo. Es muy interesante asistir al progreso de la escritura de su autobiografía, Linterna mágica, cuya publicación supuso un punto de inflexión. Escrita con la mayor prevención, le proporcionó un gran reconocimiento como escritor. A partir de allí fue como si se hubiera abierto una espita. Siguió la conocida trilogía sobre sus padres (Las mejores intenciones, Niños de domingo y Encuentros privados) y continuaría con esa apasionante veta hasta Saraband. Bergman se mostraba convencido de que la verdad es una cualidad interna que se ve distorsionada en contacto con la realidad exterior y el deseo de agradar a otros. Él se sabía vulnerable al entorno (¿y quién no?) y hace lo posible en la escritura de los Cuadernos por mantener a raya la artificiosidad y el manierismo. Adoro la sencillez con que aborda cualquier conflicto.

Nórdica, en su recuperación de la obra de Bergman, replica la edición sueca. Una edición de una limpieza admirable al cederse todo el protagonismo al autor. Se mantienen los prólogos originales (uno de ellos escrito por Knausgard, con el que el autor de Mi lucha tiene tanto en común). Mi único reparo es la falta de un índice clarificador que informe de la distribución de los años facilitando la consulta. Porque los dos volúmenes son dos pequeñas joyas (mi preferencia descansa en el segundo, el que da fe conmovedora de sus últimos años) y aunque su autor se defina como “un ser espiritualmente inválido” lo cierto es que toda su escritura conserva la peculiar distinción de quien no sintiéndose superior a nadie consiguió serlo.

Cuaderno de trabajo I (1955-1974) , Ingmar Bergman

Prólogo de Dorthe Nors, Traducción de Carmen Montes

Nórdica, 2024, 461 páginas. 27,50 euros

Cuaderno de trabajo II (1975-2001), Ingmar Bergman

Prólogo de Karl Ove Knausgard, Traducción de Carmen Montes

Nórdica, 2024, 525 páginas. 27,50 euros

Nueva biografía de Azorín

 La clave de un escritor retraído: el problema intestinal crónico de Azorín, en El País, por Anna Caballé, 18 marzo de 2025

Una nueva biografía dedicada al autor de ‘La voluntad’ escrita por Francisco Fuster viene a rescatar al personaje, desafiando la indiscutible monotonía de su peripecia vital y ubicándola en el marco más amplio de una escritura infatigable y obsesiva

Ramón Gómez de la Serna en su particular biografía de Azorín, publicada en 1930, lo presentaba como un hombre de espíritu que anhelaba distinguir un ideal literario propio. Se concedió a sí mismo la etiqueta de “pequeño filósofo” que por la precariedad que impone el adjetivo no le comprometía a nada.

Pequeño filósofo enlutado, procedente de una pequeña ciudad levantina y con pequeñas aspiraciones vitales: así podría definirse sucintamente la biografía del escritor, un poco a la manera de cómo procedió Ortega con el humanista Juan Luis Vives: “nació, estudió, escribió, murió”. Se diría que Azorín, pseudónimo de José Martínez Ruiz (Monóvar, 1873- Madrid, 1967) solo confiaba en el camino largo de la vida y, viéndose en él, su mirada quiso reunir lo nuevo y lo antiguo, sobre todo lo antiguo —su verdadera pasión—, con una gran tenacidad descriptiva, más que propiamente narrativa. Frente a la literatura de acción y de personajes, en su obra lo que destaca es el contento del ir viviendo, sin aspavientos y sin mucho que decir, salvo el sedimento espiritual que el tiempo va dejando en las cosas, en las costumbres, en el vivir de pueblos y ciudades. Un prodigio de fineza.

En todo caso, la biografía de Ramón sobre Azorín recorrería todo el espectro afectivo: desde la admiración de 1930 al desprecio mostrado en el ex libris que añadió a su primitiva edición en 1954, donde le acusaba de haber engañado a todo el mundo, cuando su principal interés estaba en conseguir una vida cómoda de rentista de las letras, pactando con quien hubiera que pactar.

Umbral se haría eco de este último juicio de Ramón y en Las palabras de la tribu trataría su literatura de excesivamente limitada y cobarde. Quo vadis, Azorín? ¿Qué se hace del incisivo y memorable autor de La voluntad? Porque lo cierto es que sus primeros libros, artículos e intervenciones políticas prometían un nivel de rebeldía y de compromiso político con su tiempo que muy pronto se deshizo en la minucia de una literatura estática y a menudo decepcionante. “En la permanencia de las cosas está la norma definitiva de la vida” (Don Juan, 1922): esta vendría a ser su filosofía de madurez.

Ahora la biografía del profesor Francisco Fuster, Azorín. Clásico y moderno viene a rescatar al personaje, desafiando la indiscutible monotonía de su peripecia vital y ubicándola en el marco más amplio de una escritura infatigable, obsesiva, vastísima (más de cien libros y unos 5.500 artículos), lógicamente irregular, alentada siempre por una profunda coherencia interna, como ya señaló Andrés Trapiello en un prólogo a sus artículos sobre cine (una de las últimas pasiones de Azorín: podía ver una sesión doble cada tarde).

Lo cierto es que Azorín tenía también un ego que alimentar, a pesar de su timidez y su apocamiento, y lo catalizaría reverenciando el poder constituido, fuera el de Antonio Maura en 1904 o el de Franco en 1940. Reseguir su trayectoria política, como hace Fuster, historiador de profesión, es interesante e instructivo sobre el personaje. En todo caso, para mí la aportación fundamental de la biografía, que elude la hermenéutica tanto de la vida como de la obra, está en la información que proporciona en las últimas páginas fundiendo bios con zoé. Azorín sufrió durante casi toda su vida de un grave problema intestinal crónico (¿enfermedad de Crohn?) que le obligaba a una vida cartuja, exenta del menor exceso o contratiempo y que repercutió tanto en los cambios que experimentaría su físico como en la naturaleza de su carácter retráctil y cohibido.

Como señala Fuster, su fijación con el tema de la enfermedad no era, pues, baladí, sino fruto de una experiencia de sufrimiento y resignación sobrellevadas ambas con el mayor decoro, pero condicionantes, en definitiva, de su personalidad y sus decisiones. Azorín quiere, pero en la mayoría de los casos no puede. No puede mantener una vida pública, por ejemplo. ¿Cómo lo vivió su esposa, Julia Guinda de Urzanqui? Nada sabemos.

Azorín. Clásico y moderno. Francisco Fuster. Madrid: Alianza, 2025

377 páginas, 22,50 euros

miércoles, 26 de febrero de 2025

Dossier censura franquista

 Dossier sobre censura franquista.

Los 1.786 libros condenados al ‘infierno’ por Franco, en El País, Paco Cerdà, 22 feb 2025

Una investigación descubre las novelas y ensayos del Fondo Marxista que la dictadura prohibió y encerró en el depósito de la biblioteca central militar

Bajo el nombre de Fondo de Literatura Marxista han permanecido escondidos en el infierno de la biblioteca central del Ejército español casi 2.000 libros. Allí llevaban desde el comienzo de la dictadura franquista, cuando fueron requisados por las fuerzas del bando nacional en las bibliotecas de ateneos republicanos, sindicatos, partidos políticos, bibliotecas municipales y colecciones personales. Eran libros peligrosos, inmorales. Libros opuestos al Movimiento Nacional. “Lecturas disolventes” para las almas de aquella España nueva que se soñaba grande y libre.

Muchos otros libros habían sido quemados en piras de fuego de aroma inquisitorial —un bibliocausto todavía muy desconocido— o destruidos y luego convertidos en pasta de papel ante la escasez reinante. Sin embargo, estos 1.786 ejemplares fueron puestos a buen recaudo. Primero, custodiados en el cuartel general franquista de Salamanca. Después, encerrados en armarios metálicos del Archivo de la Guerra de Liberación, en los documentos relativos a la Zona Roja. Más adelante, en la secretaría de la biblioteca central militar. Y, finalmente, ocultos en sus depósitos, con la etiqueta “Reservado” y del todo invisibles desde aquel lejano 1939. Pero ahora, al fin, gracias al ensayo Libros en el ‘infierno’ (Silex Magnum), ya se sabe qué libros componían esta colección única en España. Y había mucho más que libros de Lenin, Bakunin, Koprotkin y Marx. Mucho más que el Balance del primer Plan quinquenal de Stalin o las loas al movimiento stajanovista de la URSS.

El fondo, investigado por Inocencia Soria y Fernando Torra —que han sido directores técnicos de la biblioteca Central Militar—, constituye una elocuente radiografía de las novelas que el franquismo quiso censurar; de los diseños artísticos de una vanguardia que la dictadura quería alejar; de las ideas emancipadoras y los movimientos revolucionarios que el nuevo régimen quiso invisibilizar. Y todo empieza con la literatura de ficción: casi 300 novelas que los autores de este ensayo van recorriendo casi una a una de un modo detectivesco.

Está Manhattan Transfer de John Dos Passos y El lobo estepario de Hermann Hesse. Está el pacifismo de Los generales mueren en la cama, del canadiense Charles Yale Harrison, un alegato de cómo la guerra mata a los soldados en las sucias trincheras y deja a los generales morir en la cama. Está también la utopía socialista de El año dos mil, donde el estadounidense Edward Bellamy presenta una sociedad con igualdad salarial y jubilaciones a los 45 años. Y está El frente de guerra femenino, de Adolf Arthur Kuhnert, dedicada al sufrimiento femenino en la retaguardia y a la lucha de las mujeres alemanas contra las miserias a las que abocan las mentiras de la patria.

A veces los textos son censurados por fijarse demasiado en lo social. Es el caso del alemán Kurt Münzer, que firmó con el seudónimo de Georg Fink su exitosa novela Tengo hambre para retratar al proletariado de los barrios pobres de Berlín, o el caso de Schkid: la república de los vagabundos, de Grigori Belyj y Leonid Panteleev, que trata de los miles de niños que mendigaban en las calles rusas y delinquían para sobrevivir.

En otras ocasiones, las tramas de estos libros prohibidos suben de voltaje y se centran en el terrorismo político, como sucede con las Memorias de un terrorista, de Boris Savinkov, traducida al español por Andreu Nin, o con las negras obras del escritor ruso Roman Borisovich Gul, que narra las historias reales de Yevno Azef, un agitador, terrorista y agente doble que usó la violencia y que su autor contaría en Savinkov (los lanzadores de bombas), Azef (los lanzadores de bombas), Azef, agente provocador y El terrorista Savinkov.

Este Fondo Marxista purgado por el franquismo es un viaje por las editoriales más avanzadas y activas de los años veinte y treinta en España. Sellos como Cenit, Zeus, Tierra y Libertad, Dédalo, Fénix, Morata, Gráfica Socialista, Ediciones Europa-América o Aguilar. También muestra el elenco de intelectuales y escritores de prestigio que traducían al español las novelas más exitosas de otros idiomas, como Francisco Ayala, Cipriano Rivas Cherif, César Vallejo, Wenceslao Roces, Tatiana Enco de Valero o Márgara Villegas. Pero este infierno marxista representa, especialmente, un recorrido visual por las portadas, las maquetaciones y las tipografías de aquella época de modernidad con sus principales exponentes.

El cartelista e ilustrador Ramón Puyol Román y sus cubiertas de trazos geométricos o puramente tipográficas. Josep Renau y su discurso renovador con un fotomontaje tan deudor del constructivismo ruso. El anarquista Manuel Monleón y su estilo realista. Gabriel García Maroto, ayer modernista y hoy vanguardista. El neocubismo de Manuel Ballester. El cartelista de vanguardia Manuel Benet. John Heartfield, inventor del fotomontaje político y tan próximo al dadaísmo. Santiago Pelegrín y sus influencias surrealistas o expresionistas inspiradas en el caricaturista George Grosz. El genio comprometido del comunista polaco Mariano Rawicz y su compatriota y tipógrafo Mauricio Amster, un adelantado en el diseño gráfico. Y el ilustrador anarquista Carles Fontserè. Y Ramón Gaya, y Alberto Sánchez, y Pompeyo Audivert y muchos otros artistas.

Todos ellos aportaban su talento para alumbrar títulos condenados a este infierno como La caballería roja de Isaac Babel o España, república de trabajadores, donde el periodista soviético Iliá Ehrenburg criticaba la tibieza con que la República española estaba afrontando el cambio social en una España de siervos y curas. También aparecen en esta colección de libros requisados Los rebeldes, primera obra de Sándor Márai en español, algunas novelas sociales del escritor rumano Panait Istrati, conocido como el Gorki de los Balcanes, la literatura de combate del sindicalista italiano Giovanni Germanetto en Memorias de un barbero, o La calle sin sol: novela de una huelga en el Japón, un best seller de Sunao Tokunaga que encumbró la literatura proletaria nipona de entreguerras.

En español destacan nueve títulos de Ramón J. Sender, el autor más censurado, y otros libros como Valor y Miedo, veinte historias de Arturo Barea con la Guerra Civil de fondo, o Los de ayer, donde Rafael Vidiella narra las peripecias del anarquista Bernabéu en el barrio chino de Barcelona en 1917. También por los bajos fondos de Barcelona se mueve Un film (3000 metres), con la escritura más experimental de Caterina Albert bajo el seudónimo de Víctor Català. De calado propagandístico es el Auca del nen català, antifeixista i humà, dibujada por Josep Obiol.

El apasionante recorrido que Inocencia Soria y Fernando Torra realizan por cada volumen los conducen también a los sellos, los exlibris y las dedicatorias que llevan casi quinientos libros. Hay una valiosa primera edición de Viento del pueblo, poesía en la guerra, de Miguel Hernández, con el sello del Socorro Rojo, y otros volúmenes con marcas de pertenencia a las Juventudes Libertarias, a hogares culturales, a bibliotecas de comandancias, batallones o compañías militares, o hasta a La Dona a la Reraguarda de Girona. Resulta entreñable leer marcas y mensajes en estos volúmenes que reflejan el orgullo que el movimiento obrero sentía por sus bibliotecas. Dos ejemplos: “Cuida el libro con el mismo cariño que el SRI te lo entrega”; “Los libros son fuente de saber. El Sindicato Nacional Ferroviario espera de tu cultura, trates bien este que pone en tus manos”.

Hay muchos libros dedicados a mano para personajes como Fernando de los Ríos, Margarita Nelken, Ramón J. Sender o Julián Zugazagoitia, lo cual permite rastrear el origen concreto del volumen. Dos ejemplos más: con la frase “A Don Francisco Largo Caballero, jefe admirable y esperanza del pueblo español en estas horas de heroica angustia, su amigo Pablo Suero” le dedica su obra España levanta el puño. O Emili Granier-Barrera, traductor de la primera edición catalana del Manifest del Partit Comunista, dedica el volumen al filósofo y pedagogo “Joaquim Xirau, exegeta subtil de Marx a Catalunya, amb la millor devoció amical”.

Aparte del castellano, en este Fondo de Literatura Marxista hay libros en francés (447), catalán (106), ruso (78), alemán (47), inglés (39), italiano (15) y un ejemplar en checo, en portugués, en danés y en árabe. Lo del libro árabe tiene su gracia. Los delirios censores del primer franquismo llevaron a condenar ese volumen en árabe titulado Propaganda roja, cuando en realidad documentaba la actuación de las tropas británicas en Palestina y Jerusalén en 1938. Era un rojo inofensivo, pero fue condenado a las llamas secas de este infierno militar.

Todas aquellas páginas vetadas habían estado, poco antes, al alcance de obreros y campesinos. Sin embargo, subrayan los autores, “el franquismo asumió con fervor el discurso de la jerarquía eclesiástica ultramontana y del conservadurismo más reaccionario sobre los libros y la cultura” y los apartó de las masas por el peligro que siempre entraña leer. Ya sea a Dostoievski, a John Reed o a Victor Serge. Ya sea Un patriota 100 por 100 del americano Upton Sinclair o La bolchevique enamorada de la soviética Alexandra Kollontai. Más de ochenta y cinco años durmieron secuestrados por el polvo y las tapas cerradas. Ahora, tras una temporada en el infierno, han vuelto a renacer.

II

Manual de la represión franquista para la destrucción de una cultura, en El País, Jordi Amat, 27 ene 2024:

Nueva documentación descubre cuál fue la actuación sistemática de la represión de la dictadura contra escritores y periodistas con argumentos políticos y morales y desmiente tópicos revisionistas

Si se tenía que llamar de nuevo a las puertas de la autoridad, se enviaba otra carta más. Desde finales de la década de los cuarenta, desde que Álvaro Retana recuperó la libertad, sus intentos fracasados con la censura de la dictadura franquista se contaban por decenas. En sus peticiones para poder editar había usado toda clase de descaradas estrategias y apenas habían servido de nada. Que si el autor del original era su hijo, que si el mismo texto ya se había publicado durante la dictadura de Primo de Rivera, que si no había nada de inmoral porque en el fondo buscaba la redención del lector mostrando el vicio, que si moralina, que si Franco, que la falsa y reiterada amenaza que le publicarían en América Latina. Y no, no autorizaban, pero él persistía.

Por entonces su popularidad ya solo era un sueño de hacía medio siglo, pero los recortes de prensa que guardaba de esa época dorada y los elogios de una crítica caducada seguían siendo el motor de una triste esperanza. En su día se había sentido como la primera celebrity gay de la cultura española, como un heredero de Oscar Wilde (así lo afirmaba él mismo). Mientras trabajaba como funcionario en el Tribunal de Cuentas, antes que lo depurasen durante la Segunda República, llegó a ganar 60.000 pesetas al año gracias a los más de cien libros que publicó. Nunca fue una cuestión de calidad, sino de popularidad: la fascinación por la variante turbia del sensacionalismo galante. Escribía novelas de quiosco que, entre el folletín y el morbo, exploraban territorios de moral y sexualidad heterodoxa. Hay sociedades que lo toleran y otras que lo reprimen.

La marginación de Retana en el franquismo, la que acaba de documentar José Martínez Rubio, es un espejo grotesco donde se refleja una perversidad mucho más peligrosa que la de los libros que la censura no le dejó publicar. Es el mundo que retrató Martínez de Pisón en la excelente Castillos de fuego. La homosexualidad estaba prohibida en la calle por ley y en el papel por una censura de moralización pervertida.

Todavía a finales de 1964, con 75 años, estaba desesperado. Volvió a escribir al Director General de Información. ¿Cómo podían prohibirle por tercera vez la obra La virtud de cristal si era una adaptación de Shakespeare? Y, como en otras ocasiones, hizo un informe sobre argumentos inmorales de obras que había visto representadas y que la censura sí había autorizado: “incesto de una madre y un hijo”, “otro incesto de dos hermanos”, “protagonista invertido”, “hermana, hermano y madre, enamorados de un profesor”, “adulterio, inversión sexual, etc” (La gata sobre el tejado de zinc), “prostitutas”, “amores y extravíos sexuales de una toxicómana, un tuberculoso y otro personaje igualmente tarado” (esta última era Largo viaje hacia la noche). En este caso logró lo que pretendía y doce años después del primer intento, lo consiguió.

Pero, a pesar de la revitalización del género del cuplé, que le permitió publicar de nuevo en prensa (con pseudónimo, claro), él ya estaba hundido. En su testamento diseñó la escenografía de su funeral. “Mi cadáver con el rostro cubierto por un pañuelo y envuelto el cuerpo en una sábana pues entre ellas pasé las mejores horas de mi vida”. Pero lo mejor sería el cartel que acompañaría al féretro: “A mis pies se colocará una cinta con los colores de la bandera española y un cartelito que diga: MIERDA PARA LOS QUE QUEDAN”.

Dura represión

“Debemos condenar y condenamos al procesado ÁLVARO RETANA Y RAMÍREZ DE ARELLANO, como autor de un delito de ADHESIÓN A LA REBELIÓN, con las circunstancias agravantes de perversidad y trascendencia de los hechos realizados, a la PENA DE MUERTE”. Así consta en la sentencia del procedimiento sumarísimo contra Retana dictada el 17 de agosto de 1939. El comodín de la rebelión, la obsesión enfermiza con la perversidad.

Había sido detenido cuatro meses antes por indicación del Marqués de Portago. Cárceles de Yeserías, Porlier, Conde Toreno, el Fuerte de San Cristóbal en Pamplona. El Consejo de Guerra que lo condenó, presidido por Pablo Alfaro Alfaro, no desaprovecho la oportunidad de señalar que se trataba de un “antiguo escritor pornógrafo”. La principal prueba en su contra había sido una carta que envió al jefe del SIM de Madrid durante la guerra civil. Se ofrecía para conservar en su casa material religioso incautado, por ejemplo una custodia que redecoraría con el retrato de una cupletista y tres rosas con los colores de la bandera republicana. Esa carta, en la que describía un sacrilegio entre infantil y mitómano, lo condenó. Pero dos meses después de haber sido sentenciado, la pena le fue conmutada: 30 años de reclusión. Finalmente el 18 de mayo de 1948, cuando ya estaba en libertad condicional, fue indultado. Empezó su lucha con la censura.

El franquismo contra Álvaro Retana tiene como base documental los 72 expedientes de censura que se conservan en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares. La información sobre la peripecia penal la ha obtenido estudiando expedientes conservados en el Archivo General e Histórico de Defensa. Documentación de este segundo archivo es la base de Las armas contra las letras de Juan A. Ríos Carratalá, que el 20 de febrero acudirá la vista previa por la demanda interpuesta contra él y otras personas por el hijo de Antonio Luis Baena Tocón, secretario judicial del Juzgado Especial de Prensa que instruyó el procedimiento contra el poeta Miguel Hernández: una amenaza preocupante a la investigación rigurosa sobre la España contemporánea.

El historiador en el archivo. Años pidiendo expedientes que se están catalogando desde hace más de dos décadas, horas y horas leyendo diligencias, providencias, indagatorias, testimonios, autos, actas, sentencias o actuaciones judiciales. Datos, procesos, reconstruir lo ocurrido. No ganar una batalla perdida. Explicar qué ocurrió. Es un trabajo que recupera los nombres de víctimas y victimarios. No es un legajo excepcional que aparece en el Rastro. Datos y un patrón. La mecánica de la máquina. Sistematizando este material de archivo, Carratalá ha compuesto un estudio durísimo sobre derrotados que también perdieron en las historias de la cultura. Entre la burocracia represiva emergen decenas de periodistas perdidos y escritores olvidados, plumillas o dibujantes que no tuvieron la oportunidad de exiliarse o que decidieron quedarse en España porque no tenían las manos manchadas de sangre. Pero la máquina represiva, metódica, les destrozó su vida profesional. Y algunos condenados a muerte fueron rápidamente ejecutados, después de procesos judiciales sin garantías de ningún tipo.

Aspectos de la máquina de destrucción cultural del franquismo ya han sido bien estudiados. Josep Benet fue pionero en la descripción del caso catalán al mostrar la meticulosidad del desmantelamiento integral de todo un sistema cultural . El clásico de Manuel Abellán Censura y creación literaria en España es de 1980. Para la depuración académica sigue siendo referencia El atroz desmoche de Jaume Claret. Pero no existía una monografía sobre la represión pura ejercida sobre escritores y periodistas. La mina del horror era y es ese Archivo General e Histórico de Defensa. Carratalá evidencia ahora cómo el franquismo fue implacable a la hora de usar los consejos de guerra como estrategia para acabar con la libertad de expresión y así, sobre el temor y la muerte, afianzar la dictadura.

Tres casos

Los vecinos del número 30 de la calle Ríos Rosas demostraron un coraje cívico poco frecuente en la inmediata postguerra. Ellos también ser destacados porque fueron justos a pesar del terror. Avalaron al vecino del segundo izquierda en un escrito colectivo que ratificaron en el juzgado. “En varias ocasiones impidió que en esta casa hubiese que lamentar el menor desmán o abuso, ni sufriéramos los firmantes la más mínima molestia, a pesar de conocer nuestro ideario derechista y de saber que, con regularidad, se venían celebrando actos y reuniones religiosas en uno o varios cuartos del inmueble”. Pero al Juzgado Militar de Prensa le interesaron poco estos testimonios porque el secretario instructor adscrito buscaba pruebas para inculpar en hemerotecas y archivos incautados. No tardó en encontrarlas para procesar al caricaturista José Robledano Torres.

Las actas de la Asociación Profesional de Periodistas, por ejemplo. El 18 de octubre de 1936 se reunieron y, ante la amenaza del avance de las tropas insurrectas en dirección a Madrid, se nombraron comisarios de guerra: uno de ellos era Robledano. Y Chaves Nogales, que estaba allí, sería uno de los dos reunidos que se encargarían de organizar la aportación de aquel comité de guerra al Ejército Popular. Pero es que Robledano, “de antiguas y exaltadas ideas marxistas”, había publicado 21 dibujos en Claridad, “órgano de prensa de Largo Caballero”. El testimonio de un alférez durante la instrucción era contundente: “su labor no puede menos de calificarse como la más violente y soez que se ha hecho en un diario de España”. Pena de muerte conmutada gracias a la actuación de su mujer, que se encargó de sacar de la cárcel los dibujos que pintó su marido.

Nadie se preocupó por la suerte de Javier Bueno. Su acelerado periplo judicial es la “crónica de un fusilamiento anunciado”. A los cuatro días del fin de la guerra, fue extraído de la delegación diplomática donde estaba refugiado. Ojo con este detalle. Es una violación del espacio de las embajadas que, contra lo dicho por el relato revisionista, no se produjo durante el período republicano, pero sí se normalizó en 1939. Luego apaleado. Luego lo llevaron a la prisión de Porlier. Como se le consideraba en parte autor intelectual de la Revolución de Asturias, en su caso no faltaron los informes del delegado falangista en Gijón o del comisario de Oviedo. “En toda su actuación periodística ha demostrado ser uno de los mayores enemigos de España y de los más incondicionales al servicio de Moscú”. Fue condenado a muerte por adhesión a la rebelión. Fue fusilado el 27 de septiembre de 1939. Su causa fue incautada y su familia tuvo que trasladarse a un garaje. Por aquellos días su mujer seguía encarcelada por haber contraído matrimonio civil con el director de Avance.

Aunque sufrió una tragedia, el poeta Germán Bleiberg, detenido por una delación, sobrevivió. Su delito era haber recogido firmas, a los dieciséis años y durante su veraneo en Aranjuez, contra el golpista general Sanjurjo. Fue detenido en mayo de 1939, un mes después del suicido de su padre. En la cárcel colaboró en actividades de reducción de penas, como otros poetas que escribieron versos ensalzando a Franco y pueden leerse en el volumen Musa redimida. Y en su caso, más allá de cómo despotricó contra él la portera de la finca donde vivía, seguro que ayudó el aval del príncipe del fascismo lírico Dionisio Ridruejo. El documento se conserva en el expediente de Bleiberg. “Certifico que conociendo dicha persona mi ideología y filiación falangista no rehuyó mi compañía en ningún caso, ni cometió acto alguno que revelase una intención de desagrado para lo que pudiéramos llamar la posición nacional”. Salió de la cárcel de Alcalá de Henares en 1943 y no tardó en marcharse de España.

Son solo tres casos, pero la suma de Las armas contra las letras evidencia que no hubo piedad para los derrotados. La guerra continuaba. No hacía falta que hubiesen cometido delitos de sangre. La legislación de la victoria también tuvo como propósito la destrucción física de una cultura.

El último cuplé

El primer libro que Álvaro Retana intentó que le autorizasen después de haber sido indultado fue La Fornarina y su tiempo. El tema era la vida teatral de principios de siglo, centrada en géneros de revista. La protagonista era uno de los fetiches del autor, la cupletista Consuelo Vello Cano. En la inmediata postguerra ese género popular, del que él mismo había sido letrista, tampoco gozaba de prestigio alguno. En una conferencia sobre la educación de la mujer, Pilar Primo de Rivera dijo ellas debían aprender a cantar romances, canciones regionales o cantos gregorianos y así ellas “desechen de sus casas los horribles cuplés de moda”. Retana lo intentó en 1948, 1949, 1955, 1960. No eran un problema los amores de Fornarina con un famoso periodista. Era la atmosfera. “El libro arrastra barro, pero un barro de homosexualismo y de invertidos que da miedo. NO DEBE PUBLICARSE”.

Esa era la idea que la máquina de destrucción cultural del franquismo tenía sobre Retana. No importaba lo que argumentaba en las cartas que mandaba en las autoridades, cuando redactaba recursos o incluso introducía diálogos en rescrituras ensalzando a Franco o incluso a la censura. Nada. “Me parece imposible poner en circulación una novela cuyos protagonistas son hetairas, invertidos y viciosos, como esta que nos ocupa, por lo cual propongo que NO SE AUTORICE”. Más. “¿Qué hay en la producción de Retana, y concretamente en esta obra, que vaya más allá de la repetición temosa de un lamentable desfile de tristes chulos desvalidos y prostitutas jubiladas, que en sus grotescos desvaríos se tratan de marqueses y de embajadores para engañar la pobretería que les aflige?”.

Otro recurso y otra carta y otra petición. Y más indignación. A otros, a pesar de su pasado (Pérez de Ayala, Jardiel Poncela, Carrere) o a pesar de la moral de sus novelas (vaya con la última de Zunzunegui), sí les dejaban publicar. Su suerte profesional, más que la literaria, solo cambió en parte tras el estreno de El último cuplé (1957) protagonizada por Sara Montiel. Aquel género musical, cuyo ambiente era su auténtico mundo, volvió a popularizarse gracias a la película y aquel hombre desahuciado por la historia empezó a vivir de los royalties de viejas canciones con su letra. Esa era su principal fuente de ingresos cuando murió en 1970. Con el pseudónimo “Carlos Fortuny” colaboraba en ABC como erudito de la cultura del cuplé e intentó que, ahora sí, se autorizasen algunos de sus libros de historia.

El 8 de septiembre de 1958 entregó a censura la antología comentada Medio siglo de cuplés firmada por “Carlos Fortuny”. Con supresiones parecía que sí iba a autorizarse. Dos informes así lo señalaban, pero en uno de los dos otro funcionario añadió un comentario con un lápiz rojo: “Todo esto es mugre”. Pidió que se hiciese la consulta con el jefe de sección. Conclusión: denegado.

El franquismo contra Álvaro Retana. Escdritos inéditos, José Martínez Rubio Renacimiento, 2024 404 páginas. 23,66 euros

José Martínez Rubio

El franquismo contra Álvaro Retana

Álvaro Retana, escritor galante y celebridad gay de principios de siglo XX, se convirtió en el emblema de una nueva modernidad literaria, tan provocadora como popular y tan liberadora como problemática. Fue un escritor audaz, rebelde, escandaloso, con una mirada en la que la homosexualidad, o la bisexualidad aparecían en un tono hedonista y celebratorio, alejado de condenas morales o análisis psicopatológicos. Ya en el franquismo, Álvaro Retana desapareció de un sistema literario controlado manu militari por la dictadura y fue lentamente olvidado por un público que no pudo escapar a la modulación cultural producida de manera sistemática por las instituciones del régimen, con su pacatería y su crueldad, con su mediocridad y su sectarismo. Este libro recupera la figura literaria de Álvaro Retana en los años más oscuros de su vida. Retana llegó a publicar 16 obras entre 1939 y 1970, año de su muerte. Sin embargo, el escritor entregó a la censura hasta 55 títulos distintos, la mayoría de los cuales no ha visto la luz todavía. Este trabajo analiza e interpreta el afán de un escritor por sobrevivir a la dictadura, a través de los 72 expedientes de censura en los que quedaron atrapados la mayor parte de sus escritos. Este libro supone un intento por completar la visión de un escritor oscurecido e invisibilizado por el franquismo.

Las armas contra las letras. Los consejos de guerra de periodistas y escritores (1939-1945), Juan A. Ríos Carratalá, Renacimiento, 2024, 416 páginas. 26,51 euros

Juan Antonio Ríos Carratalá

Las armas contra las letras

La Guerra Civil no terminó en 1939. El victorioso Ejército franquista protagonizó una represión que se cebó en colectivos como los periodistas, los escritores y los dibujantes republicanos. El ensayo analiza un conjunto representativo de los consejos de guerra seguidos contra quienes hicieron uso de la libertad de expresión y fueron condenados por el supuesto delito de rebelión militar. Los correspondientes sumarios muestran la voluntad de aniquilar al enemigo o buscar su muerte civil, así como el espanto de una farsa jurídica caracterizada por el cinismo y la mediocridad de unos vencedores ajenos a cualquier intento de reconciliación. La Ley de Memoria Democrática, del 20 de octubre de 2022, declaró estos consejos de guerra «ilegales e ilegítimos» y sus sentencias «ilegales y radicalmente nulas» (arts. 4 y 5). El ensayo ejemplifica las razones de esta calificación legal y evidencia que la relación entre las armas y las letras de aquella España no debe circunscribirse al período 1936-1939, pues la Victoria fue una nueva y cruel etapa de la guerra donde las armas franquistas buscaron la erradicación de las letras republicanas. «Los periodistas, junto con los políticos y los policías, fueron las 3 P de la más feroz represión franquista». Cristina Martínez, Información

viernes, 14 de febrero de 2025

El fenómeno Eloy Moreno

 De funcionario de Castellón a vender dos millones de libros y batir el récord mundial de firmas: el huracán Eloy Moreno. En El País, Adrián Cordellat, 13 de febrero de 2025:

El autor, capaz de arrasar entre públicos de todas las edades con sus novelas y la adaptación a serie de su mayor éxito, ‘Invisible’, culmina su ascenso al batir, con 11.088 volúmenes autografiados en 12 horas, la anterior marca histórica

Son las 18:00 del sábado 8 de febrero, la tarde aún luminosa de un día de invierno casi primaveral, cuando en la madrileña plaza de Callao Anouk de Timary, jueza de Guinness World Record, certifica que el escritor Eloy Moreno (Castellón, 49 años) ha pulverizado el récord del mundo de libros firmados en 12 horas. Autografió 11.088, más de 4.000 por encima de la anterior marca —la logró en 2016 el indio Vickrant Mahajan, con 6.904 libros—. Moreno muestra a los cientos de personas que rodean la carpa donde realizó la hazaña el diploma que da fe de su gesta. Lo hace con una amplia sonrisa. Esa sonrisa que, como bien apunta la jueza, no ha abandonado su cara en las 12 horas de firma. Esa que el autor convertirá muchas veces en risa franca a lo largo de una entrevista con EL PAÍS. Y que, de alguna manera, resume una carrera fulgurante, capaz de vender millones de novelas, juveniles y para adultos, y tratar temas como el acoso escolar.

Un día antes, en unas oficinas de Penguin Random House totalmente volcadas con el evento, el autor de superventas como Invisible, Redes, Tierra o El bolígrafo de gel verde, explica a EL PAÍS la intrahistoria del récord, que se empezó a gestar en la última Feria del Libro de Madrid, tras dedicar más de 1.500 libros en 15 horas de firmas durante un fin de semana: “Las colas eran enormes, así que un poco en broma me pregunté quién tendría el récord. Empezamos a hacer cálculos y pensé que 7.000 se podrían hacer. Y aquí estamos”. El detalle de lanzarse a por el récord dice mucho de la personalidad de Moreno. “Intenté frenarlo por todos mis medios, porque es algo que no se había hecho jamás en nuestra editorial, pero Eloy consigue llevar sus metas mucho más allá y que tú también lo hagas”, afirma Melca Pérez, responsable de comunicación de la División Infantil, Juvenil y Cómic en Penguin Random House. Pero la decisión de buscar la marca histórica también explica el ascenso del escritor, uno de esos milagros editoriales que son como el cometa Halley: solo se ven una vez cada muchos años.

Eloy Moreno, ingeniero informático, se animó a escribir su primera novela, El bolígrafo de gel verde —para adultos, sobre un hombre cualquiera atrapado en su vida cotidiana—, tras ganar varios concursos literarios para aficionados. Por la mañana trabajaba como funcionario en el Ayuntamiento de Castellón. Por la tarde, escribía. Cuando tuvo el libro acabado renunció a buscar editorial. “Pensé: ‘He tardado un año y medio en escribirlo, como tenga que esperar otro año y medio a que un sello me conteste…. Al final ya se me habría olvidado el libro y la ilusión la tenía entonces, cuando acababa de terminarlo. Así que me lancé a publicarlo por mi cuenta”, rememora. Empezó a vender los ejemplares él mismo, uno a uno, en las puertas de diferentes librerías. Llegó a despachar 3.000, más que la inmensa mayoría de los libros publicados en España. El éxito de la novela, que empezó a ocupar conversaciones en redes como Facebook, llegó a una gran editorial, Espasa, que compró los derechos de El bolígrafo de gel verde y lo volvió a publicar.

El resto es historia del mercado editorial. Una tras otra empezaron a llegar las novelas Lo que encontré bajo el sofá (Espasa, 2013), El regalo (Ediciones B, 2015), Invisible (Nube de tinta, 2018), Tierra (Ediciones B, 2019), Diferente (Ediciones B, 2021), Cuando era divertido (Ediciones B, 2022) y Redes (Nube de tinta, 2024), además de varios álbumes ilustrados infantiles y libros de cuentos. Entre todos suman más de 2,5 millones de ejemplares vendidos. Moreno ha logrado crear un fenómeno pocas veces visto, una inmensa comunidad de lectores fieles que no tiene edad y que acude a sus eventos en masa desde todos los rincones de España. Por la firma en Madrid desfilaron familias completas, parejas, grupos de amigas, adultos, jóvenes, adolescentes que temblaban y lloraban mientras esperaban su turno, niños y niñas cargados con sus álbumes ilustrados.

“Muy pocos escritores pueden decir que escriben de verdad para todas las personas”, concede Laia Zamarrón, editora de Eloy Moreno. La directora literaria de Nube de Tinta destaca varios factores que explican su éxito. Por un lado, que siempre toca temas importantes y cotidianos, con los que se puede sentir identificado cualquiera. Por otro, el elemento mágico, presente en casi todas sus novelas, y la carga emocional: “Son libros que se quedan muy dentro y generan una impronta importante”. Por último, la sencillez en el estilo de Moreno. “En los libros de Eloy nunca sobra ni falta una palabra. Eloy tiene un don de escritura clara y bella. No da rodeos. Todo lo que dice es necesario e imprescindible”, apunta.

Esta última apreciación se puede aplicar al propio Moreno. Viste con sencillez —pantalón vaquero, camiseta blanca básica de manga corta, zapatillas deportivas Adidas—, transmite sencillez y en sus respuestas es directo. Sus reflexiones en voz alta son como los capítulos de sus libros: breves. La sencillez, sin embargo, podría verse también como un lastre. No le faltan críticos, lectores que apuntan a la simplicidad de su escritura, a la poca hondura de sus textos. Él no le da mayor trascendencia. Escribe, dice, lo que le gusta leer. “Me agobian los libros con capítulos muy largos y las novelas con demasiadas descripciones. Siento que es un aburrimiento y no deja lugar para la imaginación del lector”. Esa corriente explica en parte que, pese a su triunfo comercial, sea difícil encontrar una entrevista suya en los suplementos culturales. También que nadie parezca esperar su nombre en las galas de los premios más prestigiosos. “Me da absolutamente igual”, afirma. Nuevamente su risa franca. “Cuando escribo un libro pienso en que entre 12 y 100 años lo pueda leer cualquiera. Obras que en principio podrían ser para adultos, como Tierra o El regalo, se leen también en institutos. Y, sin embargo, en el caso de Invisible, que puede parecer más destinado al público juvenil, la mitad de los lectores son adultos”, asegura.

El fenómeno ‘Invisible

Invisible es el título estrella de Eloy Moreno. Esta novela, que centra su atención en el acoso escolar, ha vendido más de un millón de ejemplares —su continuación, Redes, ha superado los 130.000 tras apenas tres meses en las librerías—. “Si el poder de la lectura es transformar personas y transformar sociedades, Invisible y Redes son el mayor exponente de esto”, apunta Laia Zamarrón. Cientos de profesores de Educación Secundaria en España, convertidos en los mejores prescriptores del libro, ya recomiendan a sus alumnos la lectura de Invisible. A su modo, la novela se ha transformado en una especie de medicamento. ¿Le duele la garganta? Tómese paracetamol. ¿Tiene que hablar de bullying? Léase Invisible. “Permite abordar un tema que a un profesor seguramente le costaría hablar directamente. Y a través del libro pueden salir muchas conversaciones. Desde su publicación me ha escrito mucha gente que ha sufrido bullying para darme las gracias porque refleja lo mucho que sufren las víctimas”, señala Moreno.

La novela está conquistando ahora a miles de nuevos lectores gracias a la adaptación a miniserie, realizada por Paco Caballero y disponible en Disney+, donde lleva semanas entre lo más visto de la plataforma. El impacto se pudo apreciar en la firma de libros. Invisible fue, sin lugar a duda, el título más firmado. “La calidad de la serie es brutal. Y sé que es muy raro que un autor te diga eso. Yo creo que no conozco a ninguno”, bromea Moreno, que se involucró en el rodaje e incluso tiene un cameo a modo Alfred Hitchcock en el último capítulo.

La serie ha lanzado al estrellato a sus jóvenes protagonistas, que desataron la histeria colectiva al aparecer por sorpresa en la carpa de Callao, y ha provocado que la fama de Moreno alcance nuevas cotas. Él parece asimilarla con naturalidad. “Si esto me pasa con 20 años, igual me explota un poco la cabeza, lo mismo que si esto hubiese llegado de golpe, pero por suerte ha sido un proceso muy lento, de más de 12 años, así que no me ha afectado demasiado. Hago la misma vida de siempre con la misma gente de siempre”, reflexiona.

Tras batir el récord, se abraza con su mujer y sus dos hijas. También con el equipo de Penguin que le ha acompañado en la aventura, y con los actores y las actrices de la serie. Lo hace en mitad de un ruido ensordecedor, con cientos de personas haciendo retumbar su nombre en pleno epicentro de Madrid ante el desconcierto de los viandantes que pasean ajenos a lo que acaba de ocurrir. “Jo, qué suerte ser la hija de Eloy Moreno”, se escucha comentar a una fan. La piña familiar es la viva imagen de la felicidad. Y Eloy Moreno es la viva imagen de un hombre sencillo que, sin grandes pretensiones, ha sido capaz de enganchar a la lectura a miles y miles de personas, difuminando con su escritura las barreras de la edad.

jueves, 13 de febrero de 2025

P. G. Wodehouse

 Sobre uno de los autores que más me han gustado en mi carrera de lector, el sobrino eterno P. G. Wodehouse:

 "¡Gracias, P. G. Wodehouse!", en El País, 13 de febrero de 2025, por Daniel Gascón:

Hace 50 años falleció el que tal vez haya sido el mejor novelista cómico de siglo XX y un genio del lenguaje

Mañana se cumplen 50 años de la muerte de P. G. Wodehouse, quizá el mejor novelista cómico del siglo XX. Se le recuerda por el mentecato Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves, o por el castillo de Blandings, donde el noveno conde de Emsworth se enorgullece de su cerda mientras su hermano Gally aterroriza a todo el mundo con el proyecto de escribir unas memorias. Wodehouse, nacido en 1881, era un hijo del imperio británico. Su padre era magistrado en Hong Kong. Se crio sin mucho contacto con sus padres, entre niñeras y tías (las tías son una fuente constante de terror cómico en su obra). Le encantó el internado y no pudo estudiar en Oxford por motivos financieros. Entró a trabajar en un banco; lo detestaba. Empezó a vender obras a revistas. Trabajó en Broadway y en Hollywood; sus novelas tuvieron mucho éxito. Vivió dos guerras mundiales. Su ficción recrea una Inglaterra idílica y casi invariable, con una clase privilegiada entre excéntrica y cabeza de chorlito. Uno de los episodios más controvertidos de su vida ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Residía con su mujer en Francia; los alemanes los detuvieron. Estuvo internado en Polonia. Le obligaron a hacer cinco emisiones de radio desde Berlín. No era propaganda: “Muchos jóvenes que comienzan su vida me preguntan: ‘¿Cómo se llega a ser prisionero?’ Bueno, hay varias maneras. Mi propio método fue comprar una casa de campo en el norte de Francia y esperar a que llegara el ejército alemán. Probablemente es el plan más sencillo. Tú compras la casa y el ejército alemán se encarga del resto”, decía en la primera emisión. Lo acusaron de traidor; Orwell fue uno de sus pocos defensores. Aunque fue rehabilitado, Wodehouse no volvió a su país; en 1947 se trasladó definitivamente a Estados Unidos. Escribió más de 90 novelas, además de películas, obras de teatro, relatos. Era un autor popular y un escritor de escritores: lo admiraban Auden, Waugh, Kipling. (Sobre él han escrito hace poco Jorge Freire y Daria Galateria; Anagrama ha publicado muchas de sus obras y un ómnibus.) Era tímido, generoso, meticuloso e infatigable. Inventó personajes y situaciones inolvidables, pero era sobre todo un genio del lenguaje, con un talento asombroso para los símiles: “Una vida de almuerzos había hecho que su pecho se desplomara a la entreplanta”, “Parecía una oveja con una pena secreta”, “Una tía llamaba a la otra, como dos mastodontes mugiendo en la ciénaga primigenia”. ¿Dónde empezar? ¿El código de los Wooster? ¿De acuerdo, Jeeves? Cualquier sitio es bueno: como decían Mathew Parris y Stephen Fry en una conversación sobre The Master, es difícil distinguir a Wodehouse de un rayo de sol.

domingo, 2 de febrero de 2025

Los últimos días de Patricia Highsmith

 Aquellos meses oscuros que compartí con Patricia Highsmith hace 30 años, en El País, Elena Gosálvez Blanco, New Haven (Connecticut, EE UU), 2 feb 2025:

Huraña y enferma, la autora de ‘Extraños en un tren’ pasó su último invierno encerrada en su casa de Suiza con una asistente española entonces veinteañera

Leí toda la obra de Patricia Highsmith de una sentada en otoño de 1994. Yo tenía veinte años y vivía con la autora en su casa de Tegna (Suiza) en una habitación empapelada con sus primeras ediciones en orden cronológico. Pat tenía 73 y sabía que estaba a punto de morir.

Mis recuerdos empiezan en un tranvía blanco y azul yendo a la casa de Anna y Daniel Keel en Zúrich. Anna era pintora y tuve la suerte de ser una de sus modelos desde que mi novio de entonces me la presentó a los 17 años. Su marido Daniel, cofundador y dueño de la editorial Diogenes Verlag, era brutalmente honesto, pero tenía ojos bondadosos. Sus muchas pilas de libros les valían de muebles.

En una de las “cenas interesantes” que celebraban, Dani me comentó que estaba “desesperado” buscando a alguien que hablara inglés, tuviera carné de conducir y pudiera mudarse a cuidar de un autor en su casa del Ticino. “No puedo anunciar el puesto en el periódico”, suspiró. El hombre discreto que había ocupado el cargo durante meses acababa de anunciar que no podía más y se iba a meter a monje. “Hablo inglés”, dije en inglés. Estaba a punto de volver a España para empezar tercero de carrera, pero podía recoger los libros, volver en octubre y quedarme hasta los exámenes de diciembre. Dani negó con la cabeza y me dijo que el autor era Patricia Highsmith. Yo no reaccioné. “¿Qué libros suyos has leído?”, me preguntó. “Ninguno”. Se le escapó una carcajada. Preguntaría a Pat pero, dada mi edad, no debíamos hacernos ilusiones.

Menos de una semana después, cogí el tren de Zúrich a Locarno. Patricia Highsmith había aceptado entrevistarme. En el viaje terminé El temblor de la falsificación, el primer libro suyo que leí. El hombre que había cuidado de ella me abrazó cuando vino a recogerme a la estación. “Es una autora extraordinaria...”, me dijo. “Pero no le gusta mucho la gente. Vas a notar que la molestas; no pienses que es algo que has hecho tú. Ella es así”. Me dejó en su puerta exclamando “Buena suerte”, sin bajarse del coche.

La casa brutalista, de ladrillo blanco y una sola planta, me pareció una enorme U. Highsmith la diseñó con ayuda de un arquitecto de Zúrich, Tobias Ammann, en 1988. Era la casa de sus sueños (con la que había soñado literalmente) y muy similar a la del arquitecto protagonista de su primera novela Extraños en un tren. Estaba bastante aislada, pero me gustaba el contraste de sus líneas rectas con el paisaje del valle. Aquel sábado de finales de agosto de 1994 el jardín era una maraña de malas hierbas y la fachada amarillenta había perdido su blanco original.

Patricia Highsmith abrió la puerta antes de que llamase al timbre, como si me hubiera estado espiando tras las cortinas. Llevaba un jersey de lana, unos vaqueros amplios y tenía cara de pocos amigos. Su flequillo canoso y grasiento caía sobre sus ojos. Me estrechó la mano. Sin mirarme, me ofreció cerveza o té, yo le pedí agua y desapareció hacia la cocina. En el salón había una revista literaria que nombraba a los cien mejores escritores vivos: García Márquez justo encima de Pat, que tardó más de diez minutos en volver con mi vaso de agua y su taza de café que entonces yo no sabía contenía cerveza.

“¿Te gusta Hemingway?”, me preguntó sin preámbulos. Por primera vez me miró a los ojos. Bebí un poco. No sabía nada de su vida, ni podía haberla buscado en Google en el tren en 1994. Decidí decir mi verdad por si acaso pedía argumentos. “No”, contesté como quien pone ficha en la mesa del casino. Todo al negro. Silencio.

“¡Odio a Hemingway!”, exclamó ella poniéndose de pie y caminando hacia la puerta. “¿Eso es todo?”, me preguntaba a mí misma sin atreverme a abrir la boca, aunque tenía mil preguntas sobre el trabajo, el sueldo, el horario, las fechas... Me dio las gracias y abrió la puerta para invitarme a salir. De vuelta en el Volkswagen —para sentarme tuve que coger un montón de correspondencia del asiento remitida simplemente a “Patricia Highsmith, Suiza”—, el futuro monje me dijo que sabía que la entrevista iba a durar poco, pero no tan poco. “¿Será que no le he gustado?”, le pregunté. “El próximo tren a Zúrich sale en unos quince minutos”, contestó, ignorando mi pregunta.

Estaba segura de que jamás volvería a ver a la gran dama de la novela negra que ni siquiera necesitaba dirección para recibir cartas. Pero justo antes de ir al aeropuerto para volver a Madrid donde me esperaba tercero de Filosofía en la Complutense, Daniel Keel llamó: “Esto es un milagro, Pat quiere saber cuándo puedes empezar”.

Regresé a la casa de Tegna a finales de octubre, con mi gorro negro, mis botines de tacón y un abrigo largo con vuelo, lista para mi aventura literaria. Mi cuarto era amplio y en las estanterías estaban todas las primeras ediciones de sus libros “en orden”, me explicó Pat. Le conté que solamente había leído El temblor y me había encantado. Dijo que esa era su mejor novela, así que todo lo que leyera después iba a defraudarme. No fue verdad y pronto El diario de Edith se convirtió en mi favorito. El cuarto tenía dos grandes puertas de cristal que abrían al patio frente al cual, como si fuera un espejo, estaba el cuarto de Pat en el otro palo de la U. Sus visillos estaban abiertos y podía ver su cama individual y su escritorio. Esta disposición le permitía también a ella verme a mí.

Se fue para dejarme deshacer la maleta. No sabía muy bien qué esperaba de mí. Cuando salí a esperarla al salón, se había metido en su cuarto. Podía oírla teclear la vieja máquina que usaba desde que escribió su primera novela, Extraños en un tren, durante su estancia en la colonia de escritores Yaddo. Cuando por fin salió de su cuarto para cenar puso un poco de agua a hervir y añadió un cubito de caldo. Me preguntó si yo quería. Asentí y añadió otro cubito. Esa era la cena. Se sirvió un gran tazón de cerveza oscura de una litrona que tenía en cajas fuera de la nevera.

Ahora yo era el chofer del Volkswagen polo negro. Era muy mala conductora, pero Pat no paraba de decirme lo bien que conducía probablemente porque iba despacio, lo cual, según ella, gastaba menos gasolina. Me explicó que yo iría sola una vez a la semana a comprar cubitos para la sopa, cajas de cerveza y comida para el gato que solo comía pulmones de vaca crudos. Pat llevaba bolsas de plástico en el bolso para no pagar los céntimos que costaban. Yo intentaba memorizar todo sin caer en la cuenta de que me iba a morir de hambre.

Cada cuatro o cinco días venía la cocinera con un guiso ya hecho porque no la dejaba cocinar allí. Pat apenas lo probaba cuando cada noche a las siete en punto, nos sentábamos en la penumbra a “cenar” juntas. Cada una se servía en la cocina en un bol, ella muy poco, pero traía una botella entera de cerveza a la mesa que despejábamos un poco de las montañas de correspondencia sin abrir. Yo comía despacio intentando copiar su falta de hambre y le hacía muchas preguntas que a ella le encantaba contestar. Nunca me ofreció cerveza, se sobrentendía que si quería beber debía traer mi propio alcohol. Los médicos no la dejaban beber su veneno favorito (whisky) pero en la cocina había una botella de Johnny Walker escondida que menguaba aunque ella decía que era para las visitas (que nunca venían). No debía beber y había dejado de fumar por sus problemas de salud. En teoría era un secreto, pero Anna insinuó que se trataba de cáncer.

La gata Charlotte pedía su comida en cuanto salía el sol. Pat me había explicado cómo tenía que trocear los pulmones crudos con las tijeras de cocina, los alvéolos estallando como miles de globitos. Pat escuchaba siempre las noticias de la BBC en la cama durante una hora antes de levantarse. Los días que tardaba en encender la radio me torturaba pensando que tal vez se había muerto y que me tocaría a mí encontrarla.

A veces me pedía que fuera a por el correo o salía a pasear por Tegna, donde aprovechaba para tomar un café como Dios manda en el diminuto bar, me comía un cruasán o me fumaba un cigarro, las cosas que ella solía hacer y ya no podía. En Correos siempre había algo para Pat pero los empleados me miraban mal. Supongo que sabían que Pat era lesbiana e imaginaban que una chica tan joven debía ser una amante remunerada. Yo pinta de enfermera no tenía. Entendí por qué ella jamás iba a por sus cartas. Mis paseos me valían para respirar antes de volver aquella casa opresiva y deprimente. La revista de los cien mejores escritores vivos le invitó a una celebración en París a la que por supuesto no fue: se consideraba entre los cien mejores, pero no tanto entre los “vivos”.

Anna y Dani llamaban cada domingo. Pat estaba corrigiendo las galeradas de Small G: un idilio de verano y tenía que mandarle las correcciones por fax. Cada día me pedía que mandara la misma página una y otra vez. Ella misma se refería a Small G como su última novela y parecía que quería salir por la puerta grande. Cuando la leí, unos meses después de su muerte, me impresionó cuánto sabía de la comunidad gay de Zúrich.

Pat no me dejaba llamar a mi novio y cuando él me llamaba decía que no estaba. Yo contaba con que él me podría visitar, incluso quedarse a dormir. Cuando tuve el valor de preguntar, ella me dijo que de ninguna manera. No le dejaría siquiera pisar el jardín, y si yo iba al bar del pueblo a verle, no podía faltar más de una hora. Mi novio y yo decidimos limitarnos a escribir cartas. Lo mismo ocurrió con mis padres y amigos. Las cartas tardaban unos diez días desde España, pero yo no podía ocupar la línea telefónica. No cuestioné las normas de Pat, ni la agresividad con que ella se negaba a compartirme, nadie podía interrumpir su amarga espera. Yo era sumisa, por la edad, la falta de experiencia y el miedo a que le pasara algo estando conmigo. Me obsesionaba no molestarla. Mis paseos por el pueblo se fueron acortando: me atormentaba que Pat estuviera sola, se encontrara mal o me tuviera que esperar para mandar, otra vez, la misma página corregida por fax.

Igual de aislada que ella, yo vivía leyendo sus libros y esperando la llamada de los domingos. Dani hablaba con Pat unos minutos y Anna hablaba conmigo un buen rato porque Pat se portaba mejor y no nos interrumpía. Anna notó que yo no estaba muy bien, así que vinieron de visita como habían prometido. Aparecieron con poco aviso y llegaron tarde, —”qué maleducados”, despotricaba Pat—, con un precioso ramo de dos docenas de rosas de té. Pat refunfuñó delante de ellos por haberse gastado cientos de francos en algo que no iba a tardar en morirse delante de nuestras narices.

Dani se entendía bien con Pat, tal vez porque era tan impaciente y abrasivo como ella. Llevaba décadas controlando los derechos de todas sus obras y ella, que había despedido a todos sus editores anteriores, le respetaba. Mientras despachaban los detalles de publicación de Small G, Anna vino a mi cuarto preocupada por mis ojeras y mi pérdida de peso. “Vives con alguien muy difícil que está esperando la muerte y tú le recuerdas todo lo que ya no podrá tener”, me consoló.

Pat no sabía decirle que no a Dani y les dio permiso para sacarme a cenar. Les confesé que al principio fue difícil que no me dejara recibir visitas ni llamadas, pero había logrado entender que Pat era mayor y maniática y también estaba aprendiendo mucho de ella leyendo cronológicamente sus libros, me impactaban sus antihéroes humanos e infelices, almas complicadas. Al principio me chocó tener que moverme con una linterna por la noche para no encender las luces, o que me gritara por gastar agua o gasolina… Era inexplicable para alguien con tanto dinero aquella obsesión patológica por ahorrar, pero cuando al morir donó toda su fortuna a Yaddo y otras colonias para escritores entendí que su frugalidad tenía la intención de ayudar al mayor número de autores posible. Aquella noche Anna me dijo que creía que Pat estaba enamorada de mí y yo bromee que más bien iba a intentar cometer el crimen perfecto conmigo. Cuando volví a casa, Pat me esperaba viendo la televisión visiblemente enfadada. Me había perdido el programa de crímenes semanal de la BBC que solíamos ver juntas y que le había dado muchas ideas.

Una o dos veces por semana la llevaba al hospital de Locarno para sus largos tratamientos. Leía mis deberes de Filosofía para que no me viera leer sus libros en público, porque le incomodaba ser reconocida. Entonces se podían encontrar en en la sección de “Misterio” en Estados Unidos; pero en Europa era una autora súper ventas de “literatura de verdad”. Mientras esperaba, solía irme a pasear por Locarno, que olía a castañas asadas igual que Madrid en noviembre. Pat salía sintiéndose mejor. La causa de su muerte (cáncer de pulmón) no fue pública hasta mucho después. A Pat le importaba el qué dirán y me pedía que confirmara a los médicos que no estaba bebiendo. Leí que también se había sentido muy culpable por ser homosexual, lo había ocultado y había probado relaciones con hombres, pero que en un momento dado logró aceptarse. La mujer que yo conocí había regresado a la vergüenza.

Dejé a Pat a mediados de diciembre de 1994. Le recordé mi partida durante semanas. No intentó reemplazarme, sólo me pidió que me quedara. Le expliqué que tenía que volver a hacer los exámenes y a mi casa por Navidad. No me hizo mucho caso, pensando que podía escribir nuestro destino como si fuera una novela. La noche anterior a mi marcha evitó hablarme y mirarme por completo. Con las maletas en la puerta me estrechó la mano, aunque yo esperaba un abrazo. Le pedí que me firmara un libro sobre su vida que me había regalado Dani y firmó su nombre, sin dedicatoria, ni nada personal. Estaba muy enfadada de que la abandonara como siempre habían hecho “otros”. Me dio un sobre con el dinero que me debía. Desapareció hacia su cuarto y me tuve que ir cerrando la puerta tras de mí y caminar hasta el trenecito rojo que me llevó a Locarno. No la volví a ver. En el tren soñé que nunca llegaba a casa y la policía les explicaba a mis padres que no podían encontrarme.

Al poco de irme, después de Navidad, la ingresaron. Murió el 4 de febrero de 1995 en el hospital y me alegre de no haber tenido que lidiar con los peores días. Sentí culpa y vergüenza. Dani me invitó a su funeral en marzo, justo el día que yo cumplía veintiún años, pero no quise ir. Solo regresé a Tegna ― donde ella vivió veinte años y reposan sus cenizas ― mucho después, en 2021. A Pat le hubiera horrorizado ver su pueblo lleno de chalés vacacionales y saber que su casa no es un museo sobre ella como me aseguró que sería. La tenía alquilada una familia con niños y trastos por todas partes. Desde el jardín podado a la perfección vi un cuarto de jugar y en el patio, dentro de la U, una alberca. Me alegré de que Pat no viviera para verlo. La casa de sus sueños no tenía piscina.

Elena Gosálvez Blanco dirige el programa Yale Young Global Scholars en la Universidad de Yale.

lunes, 27 de enero de 2025

La deriva de Fernando Savater

 ‘Fernando Savater, la deriva de un intelectual’, de Justo Serna: los derroteros del pensador, Jordi Gracia

en El País 8 ene 2025:

Alejado de la biografía razonada el ensayo sobre el filósofo que fundó Basta Ya traza un recorrido errático, caprichoso y asistemático por su obra.

Que a Fernando Savater el siglo XXI se le atragantó es una verdad inconcusa que comparte la inmensa mayoría de los lectores que lo descubrieron a lo largo de su misma existencia, mientras leían con ansia desatada y concernida sus libros de los años setenta y los innumerables artículos de El País. El galope tendido de su prosa (nunca mejor dicho, dada su afición a las carreras de caballos) y la desacomplejada mezcla de humor, sarcasmo, fiereza, imaginación y estilo no tuvo rival nunca durante… no sé, ¿treinta años? El polemista que incautamente creyó poder discutir con él algún punto de vista, una disidencia, un aquel o un acullá, salió muy mohíno por la irreverencia y la frescura de una prosa sin culpa: medio chiste o una cita esquinada e incisiva servían para despachar al discrepante con una risotada escandalosa.

Toda esa magia, o casi toda, se desparramó por libros de lectura lujuriosa y felizmente disolvente, fuese cuando se inmiscuía en las lecturas de su adolescencia y juventud con una pieza maestra como La infancia recuperada, fuese cuando se ponía más serio y sin renunciar al humor defendía la ética combativa de una democracia militante en La tarea del héroe o, más serio todavía, en Ética como amor propio, sin dejar tampoco de alentar posiciones fuertes en términos sociales y morales que desatascaban muchos de los corredores íntimos de una sociedad que había crecido bajo la ley del miedo al qué dirán y proclive a mejor callar, simplemente.

Pero todo eso se fue acabando, un poco como le pasó a Ortega y Gasset, que es el único hermano de sangre a su altura a lo largo del siglo XX (si Unamuno hubiera sido un poco más joven, habría sido el tercer hermano de sangre: algo tiene él mismo de machihembrado de los dos). No hay ninguno más a su altura —ni en sentido horizontal ni vertical—. Los años veinte y treinta estropearon a Ortega —lo apagaron a la sombra del amor propio herido y en el fuego del resentimiento— como la primera década del siglo fue hundiendo a Savater en un ciclo de confrontación desolada por los tiempos que corren… Lo que el joven Savater hubiese hecho con los escritos del Savater de la última década y pico es de no saber, o no saber cómo salir del atolladero. Lo que no ha perdido Savater es desparpajo, y ese es también un alivio para quienes lo hemos querido locamente y hoy nos tiene contritos y pesarosos. Si mantiene el desparpajo es que la alegría circula todavía por las tuberías frágiles de la edad, aunque el rumbo de colisión con la realidad pueda haberlo estozado ya contra ella. Pero al menos seguirá haciéndolo con unas risas, como el correcaminos de los dibujos animados.

Estas melancólicas cogitaciones provienen de la lectura de un ensayo de Justo Serna que reproduce más o menos el mismo recorrido que acabo de simplificar pero no es en absoluto la biografía analítica y razonada que pide un autor de su envergadura. La mezcla de la voz de hoy —decepcionada y desengañada— con la del comentarista de los libros y actividades de Savater en los últimos veinte años no acaba de armonizarse, propende en exceso a la divagación, la digresión innecesaria y la especulación inconclusa. La revisión de su obra es por fuerza caprichosa y asistemática, errática demasiadas veces, y le hubiese convenido una poda más radical de los materiales procedentes de su antiguo blog, aunque sí clava alguna de las citas ajenas que ilustran algo de lo que le pasa a Savater en los últimos años, y una de su amantísimo Borges sobre morirse bien, “sin demasiado ahínco de quejumbre”.

En realidad, lo que provoca el ensayo de Serna es alentar todavía de forma más rotunda la urgencia de que un animal joven —preferiblemente de 30 años, por decir algo— asuma como urgencia vital la lectura íntegra de su obra —desde la filia abertzale original hasta el compadreo reaccionario de hoy— de este pensandor hiperactivo y a menudo desaforado. El capítulo que reconstruya la peripecia que arranca con el coraje de fundar y liderar Basta ya, enfrentarse a ETA a cara descubierta, surfear moralmente la amenaza de linchamiento y el puro asesinato sin dejar de hablar y escribir, será de los más difíciles, pero también quizá el que ayude a entender la deriva de la última década larga de un pensador que fue insustituible y ha dejado de serlo. No es la política la que estropea a las personas necesariamente, a veces sí y a veces no (aunque a él no le ayudó desde luego el despliegue de sus incansables recursos en favor de perfiles saturados de rencor como Rosa Díez al frente de UPD, o de sectarismo morboso y ultramontano como Ayuso y su fiel Miguel Ángel Rodríguez, por quienes pidió el voto Savater desde estas mismas páginas en 2021).

Savater fue una víctima superviviente a la extorsión de ETA, y luego ya tuvo las energías disminuidas o maltratadas para afrontar con alegría y lucidez dos nuevas trincheras inesperadas y demasiado correosas: la escalada del independentismo y la emergencia de Podemos. Contra ninguna de las dos tuvo ya ni la imaginación moral ni la fantasía intelectual para combatirlas sin incurrir en la pura negación del principio analítico de realidad. ¿Secuela de su lucha contra el terrorismo? Puede ser. En todo caso, ese futuro libro que imagino habrá de ofrecer la razón —las razones— por las que Savater sigue siendo el primer escritor de ideas y el primer ensayista de la España que cuajó la democracia…. y luego la abandonó a su suerte, o ella le abandonó a él.

miércoles, 22 de enero de 2025

Dossier Carmen Martín Gaite

I

Carmen Martín Gaite, la escritora de nunca acabar

Figura clave de la literatura española del siglo XX, en su centenario la polifacética autora es reivindicada por un inagotable número de lectores, esos nuevos interlocutores que la encontraron en sus cuentos, novelas, ensayos y collages

Andrea Aguilar

18 ene 2025 - 05:30CET

No estudió en colegio de monjas, en sus años universitarios pasó unos meses becada en el extranjero —primero en Portugal y luego en el sur de Francia—, tuvo un buen grupo de amigos y amigas que se dedicaban también a la escritura a los que se fueron sumando a lo largo de los años nuevas generaciones. Logró vivir de su pluma; hizo traducciones, prólogos, guiones, obras de teatro, investigaciones históricas, ensayos, poemas, cuentos, novelas, críticas y reseñas, se separó de su marido y padre de su única hija; fue invitada a impartir clases en varias universidades de Estados Unidos. La vida de Carmen Martín Gaite, la escritora cuyo centenario se celebra en 2025, no parece tan lejana del siglo XXI, aunque ella vivió la guerra de niña y se hizo adulta y desarrolló su carrera en plena dictadura. Tenía 50 años cuando murió Franco, pero es la libertad lo que define en gran medida su vida y una obra en la que mezcló géneros, siguiendo su instinto y curiosidad natural, defendiendo siempre que el impulso que guía la escritura es el de la conversación y no el del ensimismamiento. “No basta con querer que unos ojos nos miren y unos oídos nos escuchen: también nosotros tenemos que mirar esos ojos y aprender a graduar el ritmo de nuestra voz para adaptarlo a esos oídos”, apunta en El cuento de nunca acabar, un brillante y heterodoxo ensayo en el que trabajó más de una década y donde logró plasmar sus ideas sobre la narrativa.

Martín Gaite escribe para llegar a otro, para compartir, para crear un vínculo que ella también sentía como lectora incluso con un olvidado ministro del siglo XVIII perseguido por la Inquisición, entre cuyos papeles pasó sumergida los siete años que le llevó El proceso de Macanaz. “No pedía permiso para vivir ni para escribir”, subraya la novelista Belén Gopegui, quien conoció a Martín Gaite en el Café Manuela de Madrid tras una lectura de poemas, y con quien mantuvo una buena amistad antes incluso de publicar su primera novela. “El precio de no pedirlo a veces fue la condescendencia y el ninguneo ejercidos desde un entorno supuestamente triunfador, pero siguió adelante. Al abrirse camino, nos lo abría. Porque la suya fue siempre una libertad generosa, que hacía sitio a muchísimas personas, algunas escribían, cantaban, pintaban, otras no; nunca buscó el nombre ni el valor de cambio de las compañías, sino la amistad franca. Supo ver lo mejor que había en cada cuál y lo hizo crecer”.

Figura clave en la literatura española del siglo XX, ganadora del premio Café Gijón en 1955 con su primer libro, El balneario, y del Nadal en 1957 con Entre visillos, premio Nacional en 1978 por El cuarto de atrás, premio príncipe de Asturias en 1988, y premio Anagrama por Usos amorosos de la posguerra española, 25 años después de su muerte, Martín Gaite, la “reina de la feria del libro de Madrid” como la bautizó Jorge Herralde, editor de sus exitosas novelas de los años noventa, se mantiene como una de las voces más escuchadas de la llamada generación de los cincuenta.

Hoy es una autora reivindicada por un inagotable número de lectores nacidos en democracia. Para muchos de ellos el primer encuentro llega de la mano de Miss Lunatic y Sarah Allen, los personajes de Caperucita en Manhattan, y es precisamente la adaptación teatral de Lucía Miranda de este libro en el teatro de la Abadía, cuyo estreno está previsto el 23 de enero, el primero de los actos en torno a la escritora que marcarán el 2025 —seguirá el 27 de febrero el montaje de Rakel Camacho de El cuarto de atrás también en La Abadía—. Miranda recuerda que compró Caperucita en una feria del libro de Madrid que visitó con su madre desde su ciudad, Valladolid. “Es una obra de viaje, de descubrimiento, una Alicia”, recordaba esta semana en Madrid, antes de añadir el azaroso destino que la volvió a unir a ese libro cuando fue becada como lectora de español en Vassar College. Allí descubrió no sólo que aquel campus estaba ligado a la génesis del cuento, sino que la niña que había prestado su nombre a la protagonista, hija de la traductora de Martín Gaite al inglés, se sentaba en su clase —”dime, ¿cuántas posibilidades hay de que una chica de Valladolid se encuentre con Sarah Allen?”—. El nuevo montaje, con cuatro actrices y un músico sobre el escenario, dice Miranda que es “muy fiel” al texto original, en el que ella identifica una versión “gamberra” de la autora. “No quiso convertirse en una señora, fue como quiso ser, sin la normatividad que se esperaba y en eso era muy adelantada”, subraya. En la dedicatoria a su exmarido de Usos amorosos del dieciocho en España ella escribió: “Para Rafael, que me enseñó a habitar la soledad y a no ser una señora”.

Caperucita surgió de las conversaciones de Martín Gaite con el ilustrador Juan Carlos Eguillor cuando llegó a Nueva York en 1985 camino de Vassar, donde había sido invitada para dar clase. Un viaje que estuvo teñido por el duelo de la reciente muerte de su hija Marta, como ella misma explicó en El otoño de Poughskeepsie: “Dentro de una semana me marcho a Nueva York. Y de allí a Vassar, a dar un curso de cuatro meses sobre el cuento español contemporáneo. Cerraré esta casa y no quedará nadie en ella. Por primera vez en mi vida no podré llamar a través del océano al 2745644 porque nadie cogerá el teléfono para decirme, ¡qué alegría oírte, qué voz tan bonita tienes!”. Este texto, junto a otro que Martín agite dedicó a su madre, se reedita en marzo en la Biblioteca Carmen Martín Gaite de Siruela en el epqueño volumen De hija a madre y de madre a hija.

¡Yo, cuando la inventé, no sabía que en la isla de Bergai había focas. Mount Desert Rock… el más apartado de los faros de Maine, está a veinte millas al sur de Mount Desert Island. Collage del libro 'Visión de Nueva York'. CARMEN MARTÍN GAITE (EDITORIAL SIRUELA)

Caperucita en Manhattan estrenó la llegada de la autora a Siruela en 1990. “Vivíamos cerca y nos conocíamos. Un día almorzando le hablé del proyecto de una colección con libros para todas las edades, que pudieran leer niños y mayores. Ella me habló de un cuento que tenía que no sabía dónde encajar. Fue un éxito enorme desde el principio, y hoy es un clásico”, recuerda Jacobo Fitz-James Stuart. No era la primera vez que Martín Gaite apostaba por una editorial joven: en 1973 inauguró Nostromo, —de Mauricio D’Ors, Diego Lara y Juan Antonio Molina Foix, con quienes trabajó su hija adolescente— con La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas, y en Trieste de Andrés Trapiello sacó El cuento de nunca acabar, (apuntes sobre la narración, el amor y la mentira). Estos libros revelan la maestría de Martín Gaite como ensayista y demuestran con contundencia que la tan celebrada etiqueta de “literary non fiction” va mucho más allá del ámbito anglosajón.

Traductora de Emily Brontë, de Natalia Ginzburg y de Virginia Wolf, las reflexiones sobre vida y escritura recorren su obra. “No hay en otros ensayistas españoles una voz como la suya que convierte cualquier abstracción en un cuento. Nunca depone su condición de narradora a la hora de abordar las ideas, y, aunque exista esa implicación personal, no desestima la investigación o el rigor. Su interés personal en los temas hace que la mirada sea viva”, afirma el profesor José Teruel, autor de Carmen Martín Gaite. Una biografía, que llegará a las librerías el 12 de marzo y es la obra ganadora del XXXVII premio Comillas de Tusquets, fallado esta semana. Teruel llegó a este nuevo libro tras su trabajo en los siete volúmenes de la obras completas de la escritora, un proyecto que se prolongó desde 2008 hasta 2019 y cuyo resultado final quedó malogrado por la quiebra de Círculo de Lectores. Aunque algunos ejemplares de los últimos tomos pueden encontrarse en internet, la mayor parte fueron destruidos.

Infatigable estudioso de la obra de Martín Gaite, José Teruel también ha prologado y seleccionado el reciente Páginas escogidas, una suerte de biblioteca portátil para nuevos lectores de Martín Gaite, y ha trabajado en De viva voz, que recoge las conferencias, y en las antologías de sus artículos, Tirando del hilo, y de sus relatos Todos los cuentos, publicados en Siruela. El profesor, que será el comisario junto a María Isabel Toro de la exposición prevista en la Biblioteca Nacional en otoño, conoció a la autora a los 23 años cuando escribió un primer artículo sobre ella. “No fui amigo suyo, pero tuve trato de interlocutor-oyente y me encantaba escucharla hablar”, recuerda y apunta que Martín Gaite es el “paradigma de la mujer de letras” en España en el siglo XX. “Es copartícipe, testigo y legataria de los llamados niños de la guerra, pero la afirmación de su poética frente a los grandes iconos masculinos de su generación reivindica los afectos y la comunicación”.

“Frente a sus contemporáneos como su amigo Juan Benet o el que fue su marido Rafael Sánchez Ferlosio, ella muestra una naturalidad y una curiosidad que la sitúan en otro lugar”, apunta el novelista Marcos Giralt Torrente, a quien Martín Gaite, amiga de su familia, alentó cuando arrancaba su carrera. “Era una narradora portentosa, y eso va más de allá de si alguien es buen o mal escritor. En su trabajo siempre hay un detalle que se sale, respira vida y autenticidad”.

Ese impulso narrativo inquieto queda maravillosamente reflejado en sus Cuadernos de todo. Su hija Marta le regaló el primero de esos blocs de notas en los sesenta y le puso el título. Y en uno de ellos cuajó Visión de Nueva York, el libro de collage que recoge sus impresiones de esa ciudad durante su estancia en otoño de 1980, una joya que se editó póstumamente y que ahora ha sido reeditada. Esos collages se mostrarán en una exposición de la Casa del lector en Matadero en Madrid desde mediados de marzo.

“¿A quién no le ha agobiado alguna vez su propia biografía, quién no ha sentido el deseo de arriar el personaje que la vida le impele a encarnar y con cuyo espantajo irreversible le acorralan los malos espejos , esos ojos que no saben mirar ni leer más que lo ya mirado o leído por otros?”, escribió Martín Gaite en un texto de 1972 recogido en La búsqueda del interlocutor. Giralt Torrente destaca la mezcla curiosa de la autora, quien jugaba muchas veces a señorita de provincias, pero tenía una mirada sofisticada y cosmopolita. “Su exploración del mundo literario no se agotaba en sus libros y creó un personaje excéntrico y por momentos extravagante. Tenía desparpajo y falta de pretensión. Fue por libre y se sobrepuso a cosas muy duras. Siempre estuvo rodeada de jóvenes a quienes regaló su atención, consejos y lectura de manuscritos”.

Rafael Chirbes, uno de los autores a quienes apoyó, habla en la introducción a la edición de 2003 de Cuadernos de todo de “la difícil y voluntaria posición de excentricidad que permitió a Carmen Martín Gaite mirar de modo original los problemas de su tiempo, los modos literarios, los consensos políticos, los usos cotidianos”. La clave para la novelista Belén Gopegui está en un “rigor que siempre fue compatible con la alegría, una alegría respetuosa porque estaba transida por la pena aunque no lo manifestara”.

Martín Gaite apunta en Bosquejo autobiográfico en 1980: “He hecho ediciones críticas, traducciones, prólogos, artículos, guiones de cine, adaptaciones de clásicos, colaboraciones para la radio, y hasta he cantado canciones gallegas en un teatro. Pero siempre he evitado, aun a costa de vivir más modestamente, los empleos que pudieran esclavizarme y quitarme tiempo para dedicarme a la lectura, a la escritura y a otra de mis pasiones favoritas: el cultivo de la amistad. Los amigos son para mí la cosa más importante del mundo, la más significante y consoladora, y se requieren de una delicadeza y un tino especiales para no perderlos”. Prosigue: “Hablar con gente de la más diversa condición y edad es algo que me encanta, y escuchar tanto o más que hablar”. En su escritura pervive esa “buena conversación” por la que ella, decía, “lo dejaría todo”.

II

LIBROS | CRÍTICA DE 'A RACHAS. POESÍA REUNIDA' Y 'DE VIVA VOZ. CONFERENCIAS'

Carmen Martín Gaite, más allá de la narrativa. Las recién editadas conferencias y poemas de la escritora son un complemento imprescindible de sus ficciones y ensayos

Domingo Rodenas de Moya

22 jul 2023 

A Carmen Martín Gaite (1925-2000) le encantaba conversar, contar de viva voz. La presencia del otro, oyente que mira y reacciona o lector hipotético y fantasmal, era la fuente de legitimidad del relato y su fuerza impulsora, su causa determinante y su destino último. La palabra dicha adquiría todo su sentido si era compartida, y en ese compartir se modulaba, se acompasaba al ritmo y la avidez del destinatario para acunarlo o soliviantarlo, para pulsar sus cuerdas emotivas, persuadirlo o cautivarlo con el encantamiento irresistible de la voz. De esto escribió muchas veces desde 1966 (fecha de su breve ensayo La búsqueda de interlocutor) y hasta su muerte prematura en 2000, pero de todo lo escrito descuella por su hermosura un ensayo inacabado (por inacabable) que llamó en 1983 El cuento de nunca acabar y subtituló Apuntes sobre la narración, el amor y la mentira. Hasta entonces, la escritora apenas había tenido que enfrentarse a un oyente distinto y plural, el de las salas de conferencias, en cuyos mil ojos es imposible escrutar la reacción de complicidad o disgusto, de asentimiento o discrepancia. Desde entonces, esa masa expectante de personas sería con frecuencia su compañero de baile verbal.

En el volumen VI de las Obras completas que editó en 2017 José Teruel, toda la segunda parte, que ocupa más de 500 páginas, se destinó a reunir sus conferencias y discursos, que son, debe quedar claro desde ahora, un complemento imprescindible de su obra narrativa y ensayística. Especialmente imprescindibles, junto a sus Cuadernos de todo, para quienes deseen conocer desde dentro la íntima sala de máquinas de su escritura. Esta compilación deriva de aquellas páginas, pero las novedades que incorpora se describen en relación con la miscelánea Agua pasada que en 2003 reunió con cierto desorden sus papeles póstumos. De este modo, conferencias importantes como El telar del escritor o Juan Benet: la inspiración y el estilo, que ya figuraban en las OC, aquí se dan como novedades sin serlo propiamente.

La palabra dicha se acompasaba al ritmo del destinatario para acunarlo o soliviantarlo, para persuadirlo o cautivarlo

Lo que constituye una novedad en toda regla es el último capítulo, ‘Brechas en la costumbre. Sobre el contenido de la materia literaria’, que agrupa las cinco conferencias que Martín Gaite tenía que pronunciar el año 2000 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Abordaba en ellas su concepción de la literatura fantástica (“una brecha en la costumbre”, que iba a ser el título de sus primeros cuentos), la relación entre la Historia y las historias ficcionales (esclarecedor el vínculo entre su investigación sobre el dieciochesco Melchor de Macanaz y Retahílas), la relación de la memoria y la narración oral (uno de sus temas más entrañados), el papel de los espacios como generadores de la imaginación narrativa (y aquí revela la génesis locativa y teatral de sus novelas) y, en fin, los viejos y la literatura. Sin desmerecer las cuatro anteriores, esta última conferencia es extraordinaria en su sabia errabundez y en muchas de sus reflexiones, como la de que intentar imitar literariamente la perspectiva de un viejo (el “estilo tardío” o el haber sufrido toda suerte de cornadas en el ruedo de la vida) es un fraude: es como torear sin toro.

El resto de las conferencias se ordena en cinco bloques temáticos cuyo interés no decae, aunque los tres primeros, sobre el oficio de escribir, el recuerdo autobiográfico como argumento y la sección miscelánea, con trabajos sobre el viaje como búsqueda, sobre la mujer en la literatura o sobre Cumbres borrascosas (esta fue una de sus últimas intervenciones), son los más suculentos. Los otros dos, dedicados a su querido siglo XVIII (con una disertación sobre el “estilo amoroso de la mujer” a través del tiempo, fruto directo de su ensayo Usos amorosos de la posguerra española; 1981) y a Elena Fortún y el personaje de Celia (producto de un ciclo en la Fundación Juan March), ayudan a completar la imagen de Carmen Martín Gaite como una mujer de letras preocupada por la cartografía a veces nubosa de la memoria colectiva y por los ecos y resonancias de la memoria personal.

En sincronía con la aparición de las conferencias se ha recuperado la obra poética de la autora que tituló ya en su primera edición en 1976 A rachas. Era un modo de poner de manifiesto la intermitencia con que soplaba para ella el viento lírico desde su adolescencia en los años cuarenta hasta aquel momento. Entonces era un puñado de poemas que salieron a la luz por empeño de Jesús Munárriz entre dos de sus más logradas novelas, Retahílas (1974) y El cuarto de atrás (1978), y el mismo año de una novela menos feliz aunque con un título de lo más declarativo: Fragmentos de interior. En sucesivas ediciones, en 1986 y en 1993 se incrementó con 9 y 14 poemas respectivamente, y en 2000, en el tercer volumen de las ya citadas Obras completas, Teruel añadió cinco poemas entre dispersos e inéditos. Este conjunto es el que ahora se reedita —solo se descarta un poema de circunstancias— con un bonus espléndido: la recitación de los poemas en la voz de la propia escritora, accesible mediante un código QR. Junto a letras para cantar y hasta travesuras poéticas, hay poemas memorables, como el lacerante ‘Pájaro vegetal’, o la estampa narrativa ‘Todo es un cuento roto en Nueva York’. Qué saludable es que se facilite la perduración de las voces de Carmen Martín Gaite.

De viva voz. Conferencias

Carmen Martín Gaite

Edición y prólogo de José Teruel

Siruela, 2023

528 páginas. 29,95 euros

A rachas. Poesía reunida

Carmen Martín Gaite

Edición de José Teruel

La Bella Varsovia, 2023

160 páginas. 15,90 euros

III

Martín Gaite, Carmen, 1925-2000

Escritora salmantina, su padre no quiso que recibiera una educación religiosa, por lo que en sus primeros años fue educada en casa, compaginando rigor y pasión por la literatura. Profundizó en este interés inicial por las letras gracias a Rafael Lapesa, su profesor de Filología Románica en el bachillerato.

Ya en la universidad, se beneficiará de la maestría de figuras intelectuales como Antonio Tovar y Zamora Vicente. Igual o más importante para su formación, dejando aparte su vida, será su encuentro en Madrid con jóvenes literatos que formarán la Generación de Medio Siglo: Ignacio Aldecoa,  Josefina Rodríguez, Agustín García Calvo, Jesús Fernández-Santos y Rafael Sánchez Ferlosio, con quien se casará en 1953. Este será el núcleo de la Revista Española, ambiciosa pero efímera creación de Rodríguez Moñino, que no llegará a superar los 27 suscriptores.

En su periodo universitario escribió sus primeros poemas, participó en representaciones teatrales, y ya mostró su predilección por la novela. Gracias a diversas becas pudo viajar a Coimbra y Cannes, donde adquirió conocimiento de la literatura francesa; y tras casarse viajó a Italia, lo que le permitió conocer a autores como Cesare Pavese y Natalia Ginzburg, que tendrán una gran influencia sobre ella. Ya ha decidido dejar aparcada su carrera universitaria para centrarse en la literatura. Los resultados serán inmediatos y en 1954 ganó el Premio Café Gijón por su primera novela, El balneario, de estilo neorrealista. Tan solo cuatro años después recibirá el prestigioso premio Nadal por Entre visillos, en la que retrataba el ambiente del Instituto femenino de Salamanca. También fue finalista del Premio Biblioteca Breve por Ritmo lento (1963).

Pese a su fulgurante irrupción en el mundo literario, en los años 60 decidió retornar a sus estudios históricos, centrándose en el siglo XVIII español. El fruto de siete años de investigación fue El proceso de Macanaz: historia de un empapelamiento (1970), un extraordinario documento que según muchos comentaristas se encuentra entre lo mejor de su producción. En la misma línea, dos años más tarde publicó Usos amorosos del dieciocho en España (1972), reelaboración de su tesis doctoral, que contra todo pronóstico se convirtió en un gran éxito tanto de crítica como de público.

Tras una década alejada de la ficción, en 1974 se produce su regreso a la novela con Retahílas, que se convierte en un nuevo éxito gracias a su naturalidad y cercanía con el lector.

Ese mismo año publicó el libro de poemas A rachas, y dio muestras de su versatilidad a través de sus colaboraciones en prensa, teatro y televisión, como su escritura del guion de la serie Santa Teresa. En los años 80 fue invitada por diversas universidades de los Estados Unidos, y su figura fue cada vez más reconocida internacionalmente. Su estilo siguió evolucionando, y en 1983 publicó El cuento de nunca acabar, en el que mezclaba ensayo y ficción.

En 1985 se produce la trágica muerte de su hija, que propiciará que se centre todavía más en su trabajo. Así, en 1987 publicó otro de sus grandes textos, Usos amorosos de la Postguerra española, con el que volvió a ganarse el favor del público. En esta época recibió diversos premios, entre los que destaca el Príncipe de Asturias de las Letras. También mostró un gran talento en su labor como traductora, tanto del italiano como del inglés, con versiones canónicas de clásicos como Cumbres borrascosas. Una nueva muestra de la amplitud de sus intereses artísticos será la escritura de libros juveniles, caso de Caperucita en Manhattan (1990), vertiente que también queda de manifiesto con su participación en la serie de televisión Celia, basada en el personaje de su admirada Elena Fortún.

Durante la última década de su vida continuó desplegando una gran actividad, escribiendo novelas como Nubosidad variable (1992), La reina de las nieves (1994) o Lo raro es vivir (1998), con las que se mantuvo como una de las escritoras españolas más leídas y queridas de la finales del siglo XX.

PREMIOS

1954: Premio Café Gijón por El balneario

1957: Premio Nadal por Entre visillos

1987: Premio Anagrama por Usos amorosos de la postguerra española

1988: Premio Príncipe de Asturias de las Letras

1994: Premio Nacional de las Letras Españolas

Cronología

1954

Premio Café Gijón por El balneario

1987

Premio Anagrama por Usos amorosos de la postguerra española

1994

Premio Nacional de las Letras Españolas

1957

Premio Nadal por Entre visillos

1988

Premio Príncipe de Asturias de las Letras

 V

La biografía de Carmen Martín Gaite de José Teruel se alza con el Premio Comillas 2025

El jurado del galardón valora “la minuciosa reconstrucción de la vida de la narradora, ensayista y mujer de letras, una de las voces literarias en lengua española más importantes del siglo XX” al cumplirse 100 años de su nacimiento

Consuelo Bautista, El País 16 ene 2025 

El libro de memorias Carmen Martín Gaite. Una biografía, del profesor José Teruel, se ha alzado con el Premio Comillas 2025, que otorga la editorial Tusquets. El jurado ha valorado especialmente la “minuciosa reconstrucción de la vida de la narradora, ensayista y mujer de letras, una de las voces literarias en lengua española más importantes del siglo XX”, y apunta que las memorias describen “con brillantez el contexto social y literario de una narradora que supo conquistar a varias generaciones de lectores, al tiempo que evoca con exquisita sensibilidad las tragedias que condicionaron la personalidad de la autora salmantina”. El libro se publica el 12 de marzo.

“José Teruel nos brinda claves esclarecedoras para interpretar un mundo literario de gran hondura psicológica, que se ilumina con el sabio manejo de la interesantísima correspondencia, los incontables apuntes personales de Martín Gaite y muchos textos inéditos. Al cumplirse cien años del nacimiento de la escritora, esta magistral biografía está llamada a ser la obra de referencia en los estudios sobre su vida y su escritura”, prosigue el fallo del jurado.

Con su primera novela corta, El balneario, Martín Gaite obtuvo en 1955 el Premio Café Gijón y, tres años después, su novela Entre visillos le valdría el prestigioso Premio Nadal. Se iniciaba así una de las trayectorias literarias más brillantes e interesantes de la reciente literatura en lengua española, en la que sobresalen, entre otras novelas y cuentos, El cuarto de atrás, Nubosidad variable, La reina de las nieves o Caperucita en Manhattan, así como los ensayos Usos amorosos del dieciocho en España, El cuento de nunca acabar y Usos amorosos de la postguerra española.

Para componer esta completísima biografía, que será referencia obligada para conocer la vida y la obra de Carmen Martín Gaite, José Teruel ha podido acceder a una ingente documentación, en gran parte inédita o poco conocida, compuesta de cartas y abundantes cuadernos de apuntes, notas y observaciones de toda índole de la autora, así como a datos aportados por familiares y amigos que la conocieron bien.

Este premio, que se otorga desde 1988, nació con la intención de despertar en el público en lengua española el interés por las obras biográficas, memorialistas e históricas. Los últimos galardonados han sido Manuel Calderón por Hasta el último aliento (2024), Ian Gibson y su Un Carmen en Granada. Memorias de un dublinés (2023), Miguel Dalmau por Pasolini. El último profeta (2022), Miguel Ángel Villena por Berlanga. Vida y cine de un creador irreverente (2021), Yolanda Arencibia por Galdós. Una biografía (2020) o Javier Padilla por A finales de enero (2019).

jueves, 16 de enero de 2025

El origen de Cien años de soledad

 Dasso Saldívar, "Historia secreta del “mamotreto”: así escribió Gabriel García Márquez ‘Cien años de soledad’", en Babelia de El País, 15 - I- 2025:

A lo largo de dos décadas el Premio Nobel colombiano proyectó una ficción sobre la familia Buendía que de inmediato se interpretó como el ‘Moby Dick’ de América Latina

Es evidente que fueron México y Buenos Aires, las dos grandes ciudades latinoamericanas de los años sesenta, las parteras de la escritura y de la publicación de Cien años de soledad. Se ha especulado sobre la suerte que hubiera corrido la obra magna de García Márquez si esta se hubiera publicado, por ejemplo, en Madrid o en Bogotá. Tal vez la buena estrella de la novela no solo hubiera retrasado su aparición, sino que la rotundidad de su éxito hubiera sido algo distinto.

Por suerte, el escritor estaba seguro de la obra que acaba de escribir hacia mediados de 1966 y sabía que solo Barcelona o Buenos Aires podían darle su consagración. Por eso, meses antes de firmar el contrato que le envió Paco Porrúa de Editorial Sudamericana, el novelista se la había ofrecido a Carlos Barral, quien no le contestó a tiempo por estar en vísperas de vacaciones. De México, que le había brindado el marco idóneo para sentarse a escribirla a mediados de julio del año anterior, ya no podía esperar mayor cosa. Él mismo contaría que durante la escritura de la novela solía hablarles de ella a algunos editores mexicanos y que, a excepción de la pequeña editorial Era, a ninguno se le ocurrió la simple formalidad de leerla siquiera. Cuando en Buenos Aires estalló el escándalo de su publicación por Sudamericana, a partir del 5 de junio de 1967, los mismos editores que lo habían ignorado se precipitaron sobre el escritor en tono recriminatorio: “¿Y por qué no nos diste a nosotros la novela?”. “¡Ah, porque ninguno de ustedes me la pidió!”, se justificaba el escritor.

La seguridad que García Márquez tenía en su novela no era el delirio de un escritor de éxitos minoritarios. Él llevaba ya casi 20 años buscándola en las entrañas de su vida, de su familia, de su pueblo, en el marco de la cultura Caribe y de la historia colombiana, y aprendiendo a escribirla en dos libros de cuentos, en tres novelas y en cientos de reportajes y artículos de prensa. Tan seguro estaba de que algún día alcanzaría esa cumbre, que le había prometido a su flamante esposa, Mercedes Barcha, cuando en marzo de 1958 volaban de Barranquilla a su luna de miel en Caracas, que él, el mayor de los 16 hijos del telegrafista y de la niña bonita de Aracataca, escribiría a los 40 años “la obra maestra” de su vida.

La historia de La casa, como se llamó Cien años de soledad durante 17 años, había comenzado hacia mediados de 1948, mientras su autor era un escritor de relatos y un aprendiz de periodista en El Universal de Cartagena. Con apenas 21 años, en unas tiras largas de papel periódico, intentaría contar ya la historia de la familia Buendía, centrada en la soledad del derrotado coronel Aureliano Buendía en la Guerra de los Mil Días, la misma donde había luchado su abuelo Nicolás Márquez bajo las órdenes del general Rafael Uribe. Durante cuatro años bregaría con esta larga, amorfa e interminable historia, hasta llegar a convencerse de que era “un paquete demasiado grande” para su limitada experiencia vital y literaria de entonces.

Durante estos años se hizo legendaria entre sus amigos y colegas de Cartagena y Barranquilla la historia imposible de “el mamotreto”, como empezó a conocerse familiarmente La casa. García Márquez la llevaba bajo el brazo a todas partes y le soltaba el rollo infinito de su lectura a todo el que quisiera escucharla. Ramiro de la Espriella recordaría la que les hizo un fin de semana a él, a su madre Tomasa y a su hermano Óscar en la finca familiar de La Loma del Diablo, en Turbaco. La tediosa sesión estaba siendo amenizada con el ron añejo que Ramiro y Gabriel le robaban con una cánula al viejo De la Espriella, cuando la madre sorprendió al escritor revelándole una de sus fuentes: “¡Ese es el general Rafael Uribe!”, exclamó doña Tomasa. “Y usted ¿cómo lo sabe?”, preguntó él intrigado. “Por las muñecas, porque el general Uribe las tenía así de gruesas”.

A pesar de que ya García Márquez había dado el salto de su abuelo (modelo de los coroneles de La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba) al general Rafael Uribe, referente principal del coronel Aureliano Buendía; a pesar de que la casa familiar, el ambiente, las historias y algunos de los personajes de La casa pasarían a conformar la novela magna; y a pesar de que, entre los años 1952 y 1953, García Márquez exploraría a fondo, en compañía de Rafael Escalona y Manuel Zapata Olivella, los pueblos de La Guajira y del Gran Magdalena de donde provenían sus abuelos maternos, García Márquez no pudo ir entonces mucho más allá con La casa. La falta de experiencia y de lecturas, el desconocimiento a fondo de las sutiles artes de la invención y de la narración, y, cómo no, su corta experiencia vital, lo obligaron a poner en remojo el proyecto imposible de “el mamotreto”.

Tendrían que pasar tres lustros más para que aprendiera a concebirla y a escribirla, tiempo durante el cual residiría en distintos países y acumularía experiencias esenciales en lo personal y en lo familiar, en lo literario y en lo periodístico, a la vez que se ocupaba de sus afanes cinematográficos. Las lecturas e influencias de Homero, Sófocles, el Lazarillo de Tormes, el Amadís de Gaula, las Crónicas de Indias, Rabelais, Cervantes, Defoe, Dumas, Melville, Conrad, Kafka, Joyce, Faulkner, Woolf, Gómez de la Serna, Borges, Rulfo y las muy tempranas de Las mil y una noches, le fueron enseñando el camino para llegar a la novela soñada y ensayada una y otra vez, pero sin perder nunca de vista a Aracataca y la casa natal, así como la influencia y las historias de sus abuelos maternos: los mismos lugares, personajes e historias a los que quería “volver”.

Y así La casa se convirtió en el gran tronco común del cual brotarían con el tiempo La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande. Más aún: podría decirse que todo, o casi todo, lo escrito por García Márquez desde La tercera resignación, su primer cuento de 1947, hasta El mar del tiempo perdido, su primer relato mexicano de 1961, conforma el largo, complejo y minucioso camino que conduce a Cien años de soledad, incluida buena parte de los cientos de artículos y reportajes de las dos primeras etapas periodísticas del escritor. A través de ellos fue hallando y perfilando personajes, escenarios, atmósferas, argumentos y elementos estructurales y formales para la gran novela en perspectiva.

En su cuarto artículo de El Universal, publicado el 26 de mayo de 1948, aparece ya, con sus “alfombras mágicas” miliunanochescas y el “río indispensable”, el primer bosquejo de la aldea que sería Macondo. En La tercera resignación y en Eva está dentro de su gato, sus dos primeros cuentos publicados el año anterior en El Espectador, despuntan los temas de la casa, la soledad, la nostalgia, la muerte, el afán de trascendencia de la muerte, las muertes superpuestas, las taras hereditarias, el enclaustramiento y la belleza asociada a la fatalidad.

En La hojarasca, asistimos a la fundación de Macondo y a la aparición de todo un arsenal de temas que García Márquez desarrollaría en sus libros posteriores y especialmente en Cien años de soledad, y, aparejado a su ópera prima, conseguiría dar otro salto cualitativo en el "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo", que originalmente era un subcapítulo de La hojarasca. En este breve relato el tiempo se detiene mediante la cosificación o espacialización, llegando a ser maleable, como habría de ocurrir en el Macondo de José Arcadio Buendía y en los pergaminos de Melquíades, que es la novela en sánscrito dentro de la novela. Esta astucia poética es la que le permitiría al poeta y profeta gitano, concentrar un siglo de episodios cotidianos coexistiendo en un mismo instante.

Pero para llegar a concebir personajes como Melquíades y Prudencio Aguilar, García Márquez había comenzado una revolución de gran calado, casi inadvertida, con el niño narrador de Alguien desordena estas rosas (que tendría su complemento esencial años después en la lectura de Pedro Páramo), donde por primera vez un personaje suyo es un espíritu viviente al margen de su estado corporal. Otras aportaciones esenciales para el futuro Macondo se dan en La siesta del martes y en Un día después del sábado. Pero las más importantes se desarrollan en Los funerales de la Mamá Grande y El mar del tiempo perdido, ficciones macondianas que se erigen en verdaderos umbrales de Cien años de soledad, pues, aparte de la temática, el tiempo y el espacio se fusionan de forma espontánea y convincente.

Con estos y otros hallazgos de demiurgo, una reflexión profunda y minuciosa sobre el tono y la concepción de la novela, más las posibilidades y limitaciones que le habían enseñado cuatro años de experiencias cinematográficas en México, García Márquez se encerró una mañana de mediados de julio de 1965, en su estudio de La Cueva de la Mafia del barrio San Ángel Inn, a contarnos por fin las mil y una historias de La casa de sus tormentos.

El día anterior había regresado con su familia de unas breves vacaciones en Acapulco, durante las cuales, repetiría el escritor, encontró por fin el tono, la clave de Sésamo que le permitió acceder a la novela. Esa misma noche Álvaro Mutis y Carmen Miracle fueron a visitar a sus amigos. De pronto, García Márquez le dijo a Mutis en tono confidencial: “Maestro, voy a escribir una novela. Mañana mismo voy a empezar. ¿Se acuerda de aquel mamotreto que nunca le mostré y que le entregué en el aeropuerto de Bogotá, en enero de 1954, para que me lo metiera en la cajuela del coche? Pues es esa, pero de otra manera”. Y a la mañana siguiente empezó a trabajar de forma afiebrada, demencial, en lo que desde entonces y para siempre sería Cien años de soledad.

Recreación del despacho de García Márquez en la casa de la calle de La Loma 19, del barrio Lomas de San Angel Inn, México. La casa de La Loma 19, hoy Casa Estudio Cien Años de Soledad, pertenece a la Fundación para las Letras Mexicanas, donada para ser dedicada al estudio de la obra del escritor y de la literatura mexicana e hispánica por Luis Coudurier, el funcionario mexicano que se la alquiló a García Márquez en noviembre de 1964.

Recreación del despacho de García Márquez en la casa de la calle de La Loma 19, del barrio Lomas de San Angel Inn, México. La casa de La Loma 19, hoy Casa Estudio Cien Años de Soledad, pertenece a la Fundación para las Letras Mexicanas, donada para ser dedicada al estudio de la obra del escritor y de la literatura mexicana e hispánica por Luis Coudurier, el funcionario mexicano que se la alquiló a García Márquez en noviembre de 1964.

Él pensó que el encierro conventual para escribirla duraría seis meses, pero fueron catorce. Con los ahorros que tenía, más lo que le dejó Mutis, juntó 5.000 dólares y se los entregó a Mercedes, con el ruego de que no lo molestara por nada hasta que terminara la novela. Como a los seis meses se habían agotado los 5.000 dólares, y el escritor se fue a Monte de Piedad y empeñó el Opel 62 de la familia. Con todo, en los últimos meses Mercedes tuvo que pedir fiados el pan, la carne, la leche y otras cosas de comer, y hablar con Luis Coudurier para que les siguiera fiando el alquiler otros seis meses más, hasta que su marido terminara el libro. Cuando el 10 de septiembre de 1966 firmó el contrato que, en octubre del año anterior, le había enviado Paco Porrúa de Sudamericana con 500 dólares de adelanto, había ocurrido de todo en sus vidas y en las vidas de los personajes de la novela, pero él era ya un hombre endeudado y feliz por haber echado a andar sola la monstruosa criatura de sus pesadillas de casi 20 años.

Escribía de 8:30 a 14:30, después de llevar a Rodrigo a y Gonzalo al colegio. El resto del día lo pasaba metido en La Cueva de la Mafia descubriendo y contando las locuras de los Buendía y vigilando muy de cerca el ángel exterminador de Macondo. A veces, Mercedes lo escuchaba reírse a carcajadas en su estudio, ella le preguntaba qué había pasado, y él le respondía: “¡Es que me río de las cosas que les ocurren a los cabrones de Macondo!”. Pero el escritor dejó siempre abierta la puerta para los cuatro amigos que solían visitarlo cada noche, y cuyas conversaciones cómplices, así como los libros y las noticias que le traían, alimentaban parte de su vida y parte de la novela.

Álvaro Mutis y Carmen Miracle, Jomí García Ascot y María Luisa Elío solían llegar con un par de botellas de whisky hacia a las 20:00, hora en la que el escritor salía de su cueva con un aspecto tan llamativo que Mutis habría de recordarlo como un sobreviviente del ring a 12 asaltos: “¡Aquello era bestial!”. En las conversaciones nocturnas se hablaba de todo y de todos, especialmente de la novela in progress, que era como la niña mimada de los contertulios. Fueron también ellos los que le portaron las primeras referencias de sus lecturas en caliente cada vez que el escritor terminaba un capítulo, a excepción de Mutis, pues, avezado lector de novelas mamotréticas, no quiso leer la obra por partes.

Jomí García Ascot y María Luisa Elío fueron los mayores pregoneros del nuevo fenómeno literario, pero ella fue la cómplice más cercana que tuvo García Márquez durante todo el proceso de su escritura. Aunque no atinaban en contarles a sus amigos de qué iba la novela, enfatizaban que era “algo muy hermoso, algo que hace levitar”, y repetían por toda la ciudad de México: “Gabo está escribiendo el Moby Dick de América Latina”. Cuando Mutis la leyó completa, se quedó “asombrado”, viendo en ella “el gran libro sobre América Latina”. Algo parecido ocurrió con Fuentes, que fue el primero en escribir un artículo panegírico, con Cortázar y con Emir Rodríguez Monegal. Cuando Plinio Apuleyo Mendoza, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas devoraron también las 490 cuartillas del original, continuaron el aplauso, de modo que, el día que Gabo y Mercedes fueron a la oficina de correos a enviarle la novela a Sudamericana, el autor tenía las referencias suficientes para estar seguro de que su novela sería también un éxito editorial. Pero Mercedes, que había tenido que manejar con mano ursulina tantos meses de estrechez, tenía sus reservas: “¡Oye, Gabito, ahora lo único que nos falta es que esa novela no sirva para nada!”.

Terminada de imprimir el 30 de mayo de 1967 y publicada el 5 de junio, Paco Porrúa, el director literario de Sudamericana, había sabido crear entre sus amigos de la prensa bonaerense el ambiente idóneo para lanzar un libro que él consideró como la “obra perfecta” de un clásico. Su mayor connivente fue Tomás Eloy Martínez, jefe de redacción del semanario Primera Plana, que le dedicó excepcionalmente una portada a García Márquez, un artículo entusiasta de su propia mano y un amplio reportaje de su enviado especial a México, Ernesto Schóo. Más aún: fueron estos dos diligentes parteros de la publicación de Cien años de soledad los encargados de recibir al escritor y a su esposa en el aeropuerto de Ezeiza el 16 de agosto de ese año. El escritor llegaba invitado por sus editores y Primera Plana como miembro del jurado del concurso de novela Primera Plana Sudamericana, impulsando de paso el relanzamiento de su novela, que en solo dos semanas había agotado la primera edición de 8.000 ejemplares y había obligado a los editores a sacar una segunda de 10.000.

Según Porrúa, la ciudad sucumbió casi de inmediato a la novela y a la presencia de su autor. Según Eloy Martínez, durante los tres primeros días García Márquez pudo caminar por Buenos Aires como un hombre anónimo, hasta que una noche él y Mercedes fueron invitados al estreno de una obra en el teatro del Instituto Di Tella. La sala estaba en penumbra, pero a ellos los conducía un reflector hasta sus asientos. Cuando se fueron a sentar, de pronto el público se puso de pie y prorrumpió en aplausos: “¡Por su novela!”, le gritaron a coro.

Sin embargo, el primer síntoma alentador de su popularidad inmediata lo había percibido el propio García Márquez esa misma mañana, cuando vio que una mujer llevaba en la bolsa de la compra un ejemplar de Cien años de soledad entre las lechugas y los tomates. Como me recordaría Paco Porrúa 25 años después, la novela, que había salido de la entraña popular, fue recibida por los lectores efectivamente como algo propio del mundo popular, no solo como gran literatura, sino también como un soplo mágico de vida.

Dasso Saldivar es autor de la biografía García Márquez. Viaje a la semilla (Ariel).