Marcelino Lastra, "Sin tapujos", en Miciudadreal, 21 noviembre, 2016:
Estoy sentado frente a una de las personas más irrelevantes de Ciudad Real. Alguien a quien la sociedad no sabe cómo quitarse de encima cuando lo ve acercarse. Me he cruzado con él infinidad de veces, y detenido unas pocas a intercambiar alguna que otra palabra. Viste limpio; nunca he sentido en su presencia un ápice de mal olor, lo cual es de mucho mérito ya que tiene por hogar la calle y por dormitorio el recinto de cualquier cajero automático.
marcelino-lastra-Tengo mucha hambre- fueron las primeras palabras de nuestro último encuentro, esta vez en la plaza Mayor. Lo invité a entrar en algún sitio a comer algo. Una vez en la mesa le pregunté si le importaría hablarme sobre su situación, su vida, de cómo había llegado a ese punto.
-No, no me importa, siempre y cuando respetes mi anonimato –respondió.
No se llama Sergio, aunque utilizaré este nombre para respetar su voluntad.
-No hay día que no piense en suicidarme. La calle te mata lentamente y lo peor es que lo ves venir.
Un cimbronazo me sacudió el cuerpo. Fui incapaz de articular palabra, de continuar con naturalidad la incipiente conversación. Le hice un gesto de que comiera con calma. En realidad, era una estratagema para sobreponerme. Sergio me lanzó la frase demoledora con toda serenidad, como un ser humano consciente de estar al límite. Fue a mí a quien se le vino el mundo encima. Era yo el que necesitaba la calma.
-Tenía un año cuando mi padre murió, no lo conocí, sufrió un accidente mientras trabajaba. Vivíamos en la barriada de Vista Alegre ¿Sabes cuál te digo? –me preguntó, dando la impresión de esperar una respuesta afirmativa.
-No soy de aquí, Sergio. No tengo ni idea –le respondí.
-Ya no existe. Estaba frente al cementerio. Hoy es un descampado para aparcar coches. Éramos tres hermanos. Mi madre no podía mantenernos y tuvo que llevarnos a la Casa-cuna. Allí me crié hasta cumplir la edad para ir al colegio, lo que significó el retorno a un lugar desconocido para mí.
A su regreso le recibió un hogar roto. Una madre arisca, probablemente sobrepasada por una situación que le venía grande y un hermano mayor –niño también, en cualquier caso- ejerciendo de padre, un oficio que sin duda le venía igualmente enorme a juzgar por las palizas que le propinaba. Por su comportamiento problemático, los hermanos fueron expulsados antes de terminar sus estudios escolares. Sergio no es analfabeto, pero lee y escribe con dificultad.
Comenzó a trabajar de camionero, se casó, tuvo hijos. Realizaba viajes largos, regresando a casa cada dos semanas. Cuando Vista Alegre fue demolido la familia recibió una vivienda social. Así transcurrieron cerca de veinte años hasta que, a la vuelta del que sería su último viaje como camionero, su esposa le contó que un hombre había querido violarla en su ausencia. Se trataba de un íntimo amigo de Sergio. Fue a su encuentro y lo apuñaló en medio de una pelea para vengar la afrenta a su mujer y la traición a una amistad profunda. Pagó con nueve años de cárcel por intento de homicidio. A su salida ya no conseguiría ningún empleo. Al cabo de cierto tiempo su esposa comenzó una nueva relación y le pidió el divorcio. El domicilio familiar fue asignado a su cónyuge. Sergio vivió de alquiler hasta agotarse las últimas ayudas sociales. Se enteró que su exmujer convivía con su pareja y el antiguo piso familiar estaba cerrado. Pidió poder habitarlo para no estar en la calle. Una abogada de oficio le dijo que no podía hacer nada ya que como titular del inmueble sólo aparecía registrada su anterior esposa. Desconoce cómo pudo suceder esto.
Lleva tres años en la calle. Mientras compartía el habitáculo de un cajero automático con otra persona, unos desconocidos entraron, le rompieron una costilla y orinaron a su compañero.
A nadie la interesa la situación de Sergio ni de los otros “sergios” de nuestra ciudad. No hay que sentirse muy compungidos por ello, al fin y al cabo ¿conoce alguien algún lugar en el mundo donde no suceda lo mismo? Los “sergios” estorban, molestan. Da igual que no huelan. Su mera presencia es un incordio, y lo es porque estamos enfermos de inhumanidad.
Pero es lo que se lleva. Los sofistas modernos han secuestrado nuestra forma de pensar. Sí, los sofistas, aquellos con los que se enfrentaba Sócrates en la antigua Grecia. Aquellos que no buscaban la verdad sino imponer su opinión aún recurriendo a retorcer al límite la realidad de las cosas, cuando no a manipularla y falsearla. Sí, los sofistas, los que hicieron que Sócrates fuera condenado a muerte tomando de sus propias manos la cicuta asesina. Sí, los sofistas, los que al imponer el imperio de la opinión frente al de la verdad pusieron las bases del declive griego ¿No nos resulta familiar?
¿Existe alguna persona más expuesta a todo, a todo lo malo y peligroso de la vida? ¿Alguien más vulnerable -por utilizar un término muy de moda- que quien no tenga un techo, bajo el que cobijarse, y un plato que llevarse a la boca? No, no lo hay. Entonces, ¿por qué sucede? Es más ¿por qué lo permitimos? Más, todavía ¿por qué les perdonamos la vida cada vez que se acercan a nosotros, endurecemos la mirada – cuando no miramos a otro lado- y nos resistimos a ayudarles con una mísera moneda?
Un compañero de Sergio me recordaba la conversación de un grupo de amigos en una terraza este pasado verano.
-Criticaban con vehemencia la política del gobierno con los refugiados, cuando me acerqué a pedirles una limosna. La mayoría siguió hablando sin ni siquiera mirarme aunque fuera por pura educación, no digo ya por compasión. Si no son capaces de darme ni una moneda de 10 céntimos, ni de ayudarme a tener dónde dormir o a llevarme a la boca algo de comer, ¿qué pretenden con los refugiados? Yo no tengo nada en su contra, pero no dejo de preguntarme ¿qué ven en ellos que no vean en nosotros? ¿Acaso las calamidades que nos han expulsado a la calle no son dignas de tener en cuenta? Deberían vivir en carne propia lo que es sentir que nadie te mire, que todos te esquiven, que traten de desentenderse de ti como si fueras un apestado ¿Puede haber algo peor? Quizá la muerte, y recalco lo de quizás.
¿Qué podemos hacer? ¡Por favor, ayúdanos a salir de esta situación! ¡No nos olvides! – me pidió con los labios e imploró con la mirada.
-No lo haré –respondí en primera persona del singular; quiero pensar, quiero ensoñar, que en realidad lo hice en primera persona, sí, pero del plural. Si esto no nos concierne a todos, ¿qué otra cosa podría hacerlo?
Han tratado de convencernos –y en gran parte lo han conseguido- que la caridad cristiana era hipócrita y debía ser sustituida por la solidaridad. No quiero profundizar hoy sobre los sofismas que suelen respaldar tal afirmación. Sólo diré que a nuestros “sergios” los hemos instalado mentalmente en tierra de nadie. De tanto creernos el buen funcionamiento de esa supuesta solidaridad hemos arrancado el espíritu caritativo natural de las personas. Hoy, los “sergios” de Ciudad Real carecen de lo uno y lo otro, están absolutamente abandonados a su suerte. Y no hará falta insistir que de continuar por este camino los estaremos condenando al cadalso de la calle. Porque en su caso, la calle es su garrote vil. Y si aceptamos su destino con los brazos cruzados seremos cómplices, cuando no inductores, de una palabra que prefiero no mencionar, pues tengo esperanza de que nuestra cualidad humana nos hará reaccionar a tiempo.
Debemos acabar con la mendicidad en Ciudad Real. No es una cuestión práctica ni estética. Tenemos que hacerlo porque sí. Es una de esas cosas que no necesitan discusión, por eso se las llama imperativos categóricos. Claro que a los sofistas modernos les encantaría argumentar y contra argumentar para convertir nuestra alma en un torbellino de confusión con el fin de paralizarnos. Es su arma favorita de ingeniería social. No se lo podemos permitir.
Sigo sentado frente a él. Le noto inquieto mirando al reloj.
-No hay prisa, disfruta un poco de este momento – le dije inocentemente.
-No puedo perder tiempo, tengo que volver a trabajar a ver si saco algo para la cena -. Y nos fuimos. Sergio aceleró enseguida el paso. Se notaba que tenía prisa por evitar que la noche del invierno lo cogiera por sorpresa.
Tenemos que actuar. No podemos permitir que seres humanos como nosotros sean tratados peor que las mascotas de nuestras casas y con menos amor que los peluches de los niños.
En el artículo del próximo lunes hablaré de ello. De cómo pasar a la acción y tratar de dar luz a la nube negra que hemos creado entre todos al consentir y “normalizar” la existencia de los “sergios” de nuestra ciudad.