Sanders promete ser el azote del poder establecido. El senador de
Vermont escenifica con su victoria el giro del Partido Demócrata
hacia la izquierda.
Bernie Sanders ganó este martes el pulso a Hillary Clinton en las
primarias de New Hampshire. Y cuando subió al escenario a celebrarlo
en un instituto de secundaria de Concord, la pequeña capital del
Estado, el público empezó a taconear en el suelo como si quiera
provocar un terremoto. El sanderismo no ha adquirido la
categoría de seísmo, la ex secretaria de Estado sigue favorita en
la carrera por la Casa Blanca, pese al tropiezo, pero no le queda
duda de que no resultará precisamente un paseo.
El motivo es un veterano izquierdista de
74 años que ha capitalizado el descontento social y arrasado entre
los jóvenes, con el que empató en Iowa y ha perdido ahora. No hay
terremoto, pero las placas tectónicas se mueven.
Tras retirarse el tercero que aún había en discordia la semana
pasada, en los caucus de Iowa (el exgobernador Martin
O’Malley), la carrera demócrata es ahora cosa de dos y el senador
de Vermont ha ganado la batalla de esta noche con el 60% de los votos
y 20 puntos de diferencia. Con el 73% escrutado, Sanders se lleva 13
delegados, frente a los 7 que se queda Clinton.
La victoria es una inyección de adrenalina para la revolución
sanderista, para la izquierda pura, la derivada política del
movimiento Ocupa Wall Street, esa versión estadounidense de lo que
en España fue el 15-M. Es oxígeno para unas ideas que, en
definitiva, hasta ahora se movían en los márgenes de la política
americana. Esta noche en New Hampshire, un Estado de 1,3 millones de
habitantes y un elevado voto independiente, se convirtieron en
corriente central.
Sanders se ha hecho con un espacio ideológico que nadie estaba
ocupando en el partido demócrata y es muy consciente de que ha
cosechado votos que en otras primarias, en otras elecciones
presidenciales, se quedaban en el sofá renegando de la política.
Por eso esta noche, con los resultados en la mano, el senador lanzó
un mensaje muy claro: “Cuando hay mucha participación, ganan los
demócratas, cuando hay poca, ganan los republicanos”.
Es lo mismo que comentaba instantes antes Niklas Moran, un
treintañero de Nueva York convencido de que la clave está en que
Sanders mantenga el tirón entre los hasta ahora no votantes. “Los
estadounidenses no somos tan conservadores como la política refleja,
lo que pasa es que mucha gente no se implica en las urnas”, decía.
Derrota de Clinton
Clinton no tardó nada en salir a reconocer la derrota ante su
rival. “Sé que tengo mucho trabajo por hacer, especialmente con
los jóvenes”, dijo, y subrayó un mensaje muy progresista: “Ningún
banco es demasiado grande para caer”; “Nadie es demasiado
poderoso para evitar la cárcel”; “Subida de salarios”. Y
concluyó con una coletilla: “Yo sé cómo hacerlo”. Así puso en
valor su experiencia frente a Sanders, una trayectoria en la que
destaca su compromiso por los derechos de las mujeres, de los niños
o de los homosexuales.
Sanders abarrota los mítines, clama contra Wall Street y contra
los ricos, promete una sanidad y una educación gratuita para todos y
ve la revolución contra las élites, no como ideal, sino como
urgencia. Nacido en el distrito de Brooklyn, Nueva York, en el 41,
tiene un perfil comparable al Jeremy Corbyn en el partido laborista
británico.
Se ha expandido a lomos del hartazgo ciudadano, de la crisis de la
clase trabajadora en Estados Unidos y de un voto joven para el que
decir socialismo ya no es alta traición. Pide una revolución y
promete ser azote de un establishment con el que muchos
progresistas relacionan a Clinton. En la carrera de fondo por
convertirse en el candidato demócrata para las presidenciales de
noviembre sigue siendo favorita la exsecretaria de Estado. Pero el
nerviosismo crece: en 40 años, nadie, salvo Bill Clinton, ha logrado
la nominación del partido sin ganar en alguna de las dos primeras
pugnas de las primarias, las de Iowa (donde Clinton y Sanders
empataron) o las de New Hampshire.
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