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domingo, 30 de noviembre de 2025

Entrevista al cineasta Costa-Gavras

 Costa-Gavras: “Lo siento, pero Trump es la personalidad que mejor define nuestra época”, en El País, por Miquel Echarri, 30 nov 2025:

Lleva seis décadas retratando con su cine las convulsiones sociales y políticas del mundo. Lo que ve hoy tampoco le gusta, pero asegura mantener la esperanza en el ser humano.

Costa-Gavras lleva más de seis décadas resistiéndose a los finales felices. Lo ha hecho en su cine, una brillante escuela de estoicismo y melancolía: “Todas las historias acaban mal”, concede el cineasta griego, “porque incluso nuestros éxitos más rotundos acabarán siendo derrotados por el tiempo, que es un enemigo formidable. El happy end del cine estadounidense, además de una convención narrativa, es una gran mentira que nos infantiliza y pretende aportarnos un falso consuelo. Yo me he resistido a esa lógica empobrecedora en mis películas. Pero tampoco soy un nihilista, no pretendo deprimir a mis espectadores. Siempre intento dejarle un resquicio a la esperanza. Creo que los esfuerzos humanos, los actos de dignidad y de valentía, no son estériles. La vida es una lucha, y cada nuevo día nos ofrece la oportunidad de seguir luchando”.

Estas palabras adquieren un cierto dramatismo cuando las pronuncia un hombre de 92 años, inquilino, según nos dice él mismo, de un barrio muy cercano a la muerte. Pero Konstantinos Gavras, Costa-Gavras, nacido en la Arcadia griega en 1933, las pronuncia con aire festivo. Para él, estar sentado en la sala de los tapices del Alcázar de Sevilla posando para las fotos y charlando con un periodista es “un raro privilegio”, porque le llega en un momento de la vida en el que ya no tiene expectativas y, por tanto, disfruta “del instante, de la extraordinaria aventura de estar vivo”.

Hoy ha sobrevolado una ciudad “magnífica” como Sevilla, ha visto desde el avión los cultivos de la vera del Guadalquivir y a esos abnegados agricultores que le parecen “soldados en la trinchera contra el cambio climático”. Contempla los tapices de la conquista de Túnez y encuentra en ellos “el cine de la época, una forma de arte que pretendía ser popular y a la vez mostrar el mundo en toda su complejidad y su belleza”. Ha viajado, además, junto a su compañera de vida, Michèle Ray, periodista legendaria, productora de gran parte de sus películas y madre de sus tres hijos. Y está a punto de recibir (se lo entregan el día después de su entrevista con El País Semanal) el Giraldillo de Oro del Festival de Cine Europeo de Sevilla, un reconocimiento al conjunto de su carrera: “Sí, el de hoy está siendo un buen día”, concluye Gavras, “pero déjeme puntualizar que yo no he tenido una carrera, sino un recorrido vital en el que, entre otras cosas, he hecho mucho cine. Supone un gran honor que se celebre mi trabajo, y me conmueve muy especialmente que ocurra en España, porque este es el primer país al que viajé como asistente de dirección, siendo aún muy joven. Estuve en Torrevieja, en Madrid, en Sevilla y en el desierto andaluz, así que volver aquí, traído de nuevo por el cine, 65 años después, equivale a cerrar un ciclo”.

“Incluso nuestros éxitos más rotundos acabarán siendo derrotados por el tiempo, que es un enemigo formidable”, dice Costa-Gavras.

Costa-Gavras debutó como director con un primer largometraje (Los raíles del crimen, 1965) en el que, según asume ahora, “se percibía aún la influencia del cine estadounidense, con su obsesión por la simplicidad narrativa y por embellecer el mundo”. Luego vendrían 19 películas más, cada vez más personales y, en cierto sentido, “más europeas, más dialécticas y menos complacientes”. La mayoría de ellas, de Z a La confesión, Estado de sitio, Desaparecido, Hanna K., La caja de música, Amén, Arcadia o El capital, pueden interpretarse como capítulos de una crónica dramatizada de las grandes convulsiones políticas y sociales del siglo XX y lo que llevamos de XXI, del golpe de los coroneles en Grecia a las purgas estalinistas, la injerencia estadounidense en América Latina, el Holocausto, el auge de la extrema derecha o la ocupación de Palestina. La más reciente, El último suspiro (Le dernier souffle, 2024), reivindica el derecho a morir con dignidad y, sobre todo, “el imperativo moral de abordar la muerte con responsabilidad y madurez, sin convertirla en un absurdo tabú que nos impide despedirnos bien de la vida y de las personas que nos importan”.

Como buen patriarca del cine europeo, ya ha escrito su autobiografía, Ve adonde sea imposible llegar. Es, según nos cuenta, “la historia de un extranjero que, al llegar a Francia, se sintió tratado por vez primera como el ciudadano de una democracia, no como el súbdito de un estado policial, y encontró en el cine algo a lo que dedicar su vida”. Ha repasado a conciencia el sentido de su propia historia, pero, según asegura con buen humor, aún no ha empezado a plantearse cómo le gustaría ser recordado: “He querido contar quién soy, cómo soy, porque dejar constancia de tu paso por el planeta y del valor de tu experiencia me parece una tarea noble. Pero soy consciente de que las personas pasan y dejan, en el mejor de los casos, una pequeña parte de lo que hicieron en vida, como los tapices de esta sala. No sé si mis películas perdurarán. Yo creo que algunas de ellas están bien hechas y pueden resultar valiosas, pero quién sabe. Si nos remontamos a los orígenes del cine, muy pocas películas y muy pocos directores han perdurado. Así que tal vez mis obras vayan a ser como mariposas que brillan un instante y luego se extinguen, cosa que tampoco supondría ninguna tragedia, porque vendrán más cineastas y traerán mariposas nuevas”.

“La neutralidad no siempre es moralmente legítima. Yo siempre dejé claras mis simpatías, por eso se dice que mi cine es político”, dice Costa-Gavras.

¿Cuál de sus mariposas rescataría del olvido para enseñársela, por ejemplo, a los estudiantes de cine que hoy tienen alrededor de 20 años?

[Piensa un instante, posando una vez más la mirada en los tapices]. Creo que Hanna K. Sí, Hanna K., porque es una película del pasado que podría ayudarlos a entender un poco mejor el presente. No quiero atribuirme cualidades proféticas, pero el caso es que rodé esa película en Jerusalén, en 1982, y ya intuí que el conflicto entre Israel y los palestinos iba a enquistarse y recrudecerse. Sencillamente, percibí algo siniestro a mi alrededor, en el odio larvado entre las dos comunidades, en esa coexistencia tensa, con desconfianza mutua y sin canales de interacción y diálogo de ningún tipo. Judíos y palestinos hablaban conmigo, pero no entre ellos. Uno de mis asociados, un israelí de origen ruso, me enseñó su pistola y me dijo que nunca salía a la calle sin ella, porque los palestinos, todos ellos, suponían una amenaza permanente. Creo que el desenlace de la película muestra de manera muy nítida ese clima de hostilidad y de paranoia que se respiraba por entonces y que ha acabado teniendo efectos tan nefastos como la actual guerra de destrucción de la Franja de Gaza.

Es curioso que elija usted como emblema de su cine una película que fue muy contestada en su día y que fracasó en taquilla.

Cierto. Apenas duró una semana en los cines de Estados Unidos, y no le fue mucho mejor en Europa. Los grupos de presión judíos la boicotearon, pero tampoco gustó a los árabes ni a la izquierda propalestina, porque la película no pretendía tomar partido, sino dramatizar un conflicto complejo y mostrarlo en toda su complejidad, con sus matices, planteando preguntas en lugar de ofrecer respuestas fáciles.

¿Es esa una de las grandes constantes de su cine, la resistencia a tomar partido cuando ese posicionamiento militante implica sacrificar los matices?

Digamos que sí. Aunque tampoco me he planteado nunca hacer un cine equidistante. Cuando he abordado temas controvertidos, como el colaboracionismo francés durante la Segunda Guerra Mundial [en Sección especial], el apoyo de la CIA a la represión de la disidencia en Uruguay y Chile [en Estado de sitio y Desaparecido] o el repunte de la violencia racista en los Estados Unidos de Ronald Reagan [en Betrayed], creo que dejé muy claro de qué lado estaban mis simpatías personales, porque la neutralidad no es siempre una postura humana ni moralmente legítima. Supongo que por eso suele decirse tan a menudo que el mío es un cine político, comprometido o de denuncia.

¿Y no lo es?

Solo en el sentido en que me comprometo con la realidad de mi tiempo, que trato de comprenderla y de explicarla. Pero no es un cine partisano ni dogmático. Además, aunque me he ido distanciando gradualmente del cine estadounidense, nunca he perdido de vista que mis películas son arte, son espectáculo, no discurso intelectual ni político. Tienen que responder a la lógica de la dramatización y resultar potencialmente atractivas para el público.

¿Piensa usted en el público?

Sí. Hasta cierto punto. Seguro que en mayor medida que mis contemporáneos de la nouvelle vague, Godard, Truffaut y demás, que entendían sobre todo el cine como un lenguaje artístico en proceso de evolución e hicieron, en consecuencia, películas muy formalistas, concebidas como ejercicios de estilo y arte de vanguardia, aunque algunas de ellas fueron populares en su día. Yo, en cambio, sentía el impulso de mostrar el mundo a través de mi cine, contar la historia de nuestras sociedades, nuestras ciudades, nuestros barrios. Pero, dicho esto, creo que a la hora de hacer películas tampoco he tenido demasiado presentes las supuestas expectativas del público, entre otras cosas porque las desconozco. Hago el tipo de películas que a mí me gustaría ver, yo soy mi primer espectador, aunque es cierto que las hago con la esperanza de que gusten a la gente.

Usted estuvo muy vinculado en los inicios de su carrera a una cierta izquierda intelectual francesa. Yves Montand, Simone Signoret, Jorge Semprún…

Sí, eran mis amigos, mis mentores, mis primeros compañeros de viaje en el cine y en la vida. Simpatizaban con las causas de la izquierda internacional, sin duda, pero no eran dogmáticos. A Semprún, un exiliado, como yo, ya le habían expulsado del Partido Comunista español, y Montand viajó a la Unión Soviética y volvió desencantado al encontrarse allí una tiranía grotesca, no como mis compañeros burgueses de la Facultad de Literatura de la Sorbona, que hacían turismo revolucionario ingenuo y querían convencernos de que aquello era la verdadera democracia y el paraíso social en la Tierra. No lo era.

Esa distancia crítica empezó a hacerse muy visible en La confesión, su película de 1970 sobre los juicios de Praga y, en general, la represión estalinista. La prensa del Partido Comunista Francés se cebó con la película, pero no sin antes reconocer que, pese a todo, usted seguía teniendo el corazón a la izquierda.

Sí, me trataron con condescendencia, como a una oveja descarriada. Me perdonaron la vida. Aunque el secretario general del partido, Georges Marchais, un hombre que seguía de forma acrítica las directrices de Moscú, sí dijo que la mía no era una película comunista, lo que equivalía a una condena en toda regla. Bien, yo le hubiese contestado que por supuesto que no lo era, y que tampoco pretendía serlo, pero preferí callarme por respeto a algunos de mis cómplices en esa aventura creativa que sí eran comunistas.

Cincuenta y cinco años después, ¿su corazón sigue estando a la izquierda?

Sigue ahí dentro [se señala el pecho con una sonrisa], un poco escorado a la izquierda, pero no muy lejos del centro. Y le llega sangre de todo el cuerpo. Mire, a mí me gusta escuchar a todo el mundo, sopesar las razones de unos y otros y luego tomar mis propias decisiones. Como Montand, como Semprún, he intentado no ser nunca dogmático, no perder la capacidad de pensar por mí mismo y de seguir escuchando.

¿La izquierda política le ha decepcionado?

Sin duda. Hay un activismo progresista con el que sigo simpatizando, sobre todo con los que se comprometen contra el cambio climático, contra el racismo, contra el populismo identitario, a favor de una cierta equidad. Pero en Francia, donde he pasado casi toda mi vida, la izquierda política ha entrado en una deriva ridícula. Creo que François Mitterrand, un hombre con virtudes y defectos, tuvo un impacto positivo sobre la cultura y sobre el clima de convivencia, dejó un legado. Pero sus sucesores en el Partido Socialista, Hollande y compañía, han echado a perder ese legado con su torpeza, su intransigencia y su falta de ideas. Hoy, la derecha radical está a un paso de llegar al poder en Francia, liderada además por un joven radical de 30 años como Jordan Bardella, sin estudios ni cualidades intelectuales y humanas de ningún tipo más allá de su oportunismo y su falta de escrúpulos. Y la izquierda francesa tiene parte de culpa en ese desastre, porque no ha sido capaz de articular una alternativa sensata, progresista y humana.

¿La democracia peligra en Francia?

Me temo que en Francia y en todo el mundo occidental. Vivimos en un escenario preapocalíptico. Nuestra codicia está destruyendo el planeta y nuestra incapacidad para el diálogo está destruyendo la democracia, que es el mejor instrumento de convivencia en libertad que hemos sido capaces de crear. Hemos pasado de las ideas y el diálogo a la religión del dinero y el éxito, y la política ya no es más que otro escenario para esa lucha ciega de todos contra todos que está en la esencia del capitalismo.

¿Hemos destruido el ágora?

¡Exacto! Hemos perdido de vista esa lección fundamental de la antigua democracia griega, el ágora entendida como un espacio de intercambio libre de ideas, un lugar en el que se habla y, sobre todo, se escucha, en el que primero se delibera y solo después se vota. Nuestros Parlamentos ya no son ágoras, sino escenarios de confrontación agresiva, y los nuevos espacios de interacción social, como internet, tienden a aislarnos, radicalizarnos y hacer que nos respetemos cada vez menos unos a otros. Donald Trump, siento decirlo, es la personalidad que mejor define nuestra época, porque ha demostrado que no necesita dialogar con nadie, transigir con nadie ni respetar ninguna regla para hacerse con todo el poder en una democracia de 300 millones de habitantes y hacer con él lo que le apetece, sin inhibiciones ni límites. La perfecta metáfora de esa anomalía política que es Trump es ese vídeo en que se muestra a sí mismo en un avión bombardeando con excrementos a los que se manifiestan en su contra. ¿Hay algo menos democrático que un presidente que detesta a todo el que no le secunda y, además, presume de ello?

¿No merecería Trump una película de Costa-Gavras? Recuerda a esos villanos un tanto pueriles, extravagantes y caprichosos que abundan en su cine.

Sí, es un ejemplo de la banalidad del mal llevada al máximo. Pero resulta demasiado atroz, demasiado inverosímil, como para dedicarle una película. Ni siquiera existe la posibilidad de parodiarlo, porque él ya se parodia a sí mismo. Y, además, ese retrato del tirano pueril, que juega con el mundo por pura vanidad y egolatría aun a riesgo de destruirlo, ya lo hizo Charlie Chaplin en El gran dictador, y yo no me siento capaz de hacer algo comparable.

En una entrevista de hace 25 años se definía usted como un optimista cauto y escéptico. ¿Diría que aún lo sigue siendo pese a Trump, la crisis climática o la destrucción del ágora?

Sí. No he perdido mi fe en la vida y en la capacidad de regeneración del ser humano. Conservo la capacidad de indignarme cuando leo el periódico por las mañanas, no he caído en la resignación, y sé que hay ahí fuera miles de seres humanos más jóvenes que yo, con más energía y más futuro, que se indignan conmigo y están dispuestos a hacer algo para que las cosas cambien. Confío en ellos, espero que encuentren la manera de salvarnos del desastre.

¿Va a seguir usted contribuyendo a esa tarea común desde su propia trinchera? ¿Va a seguir haciendo cine?

¿Por qué iba a dejarlo? El cine no me parece una profesión, sino una pasión, así que no veo razones para renunciar a él. Eso sí, me resulta cada vez más difícil escribir en solitario, ahora que ya no tengo cómplices creativos como Jorge Semprún, Jean-Claude Grumberg o Franco Solinas. Pero sigo buscando historias interesantes escribiendo casi a diario, el tiempo dirá si de ese esfuerzo sale algo que pueda convertirse en una película.

¿Sobre qué escribe usted ahora mismo?

Sobre un momento decisivo en la historia de mi país, Grecia, al que no se ha dedicado toda la atención que merece. Es ese invierno de 1944-1945 en el que, tras la retirada de las tropas de Hitler, el ejército británico y las milicias comunistas se enfrentaron por el control del país en lo que acabó siendo el prólogo de una guerra civil. En esos meses se decidió el destino de Grecia y yo quiero hacer una crónica de aquella oportunidad perdida, porque el resultado de esa guerra dentro de otra guerra fue el país en que crecí y del que tuve que exiliarme.

¿Ya no hará la película española, sobre la Guerra Civil, el franquismo o la Transición, de la que ha hablado usted a lo largo de los años?

No. Iba a hacerla con Semprún. Sin él no puedo hacerla.

¿Y su película de época ambientada en Bizancio?

Esa es una de las que me gustaría hacer, sí. El problema es que se trata de un proyecto muy ambicioso y, lógicamente, no sé de cuánto tiempo dispongo.

Su compañero de profesión, y creo que amigo, Manoel de Oliveira, dirigió cuatro películas siendo ya centenario, y eso que antes de las dos últimas se tomó un año sabático porque quería, según dijo, pasar más tiempo con la familia.

Sí, Manoel era un buen amigo. Hizo cine hasta el final, y siempre pensó que no había ninguna razón de peso para dejarlo. De hecho, el único festival al que no acudió estando invitado fue porque había enfermado no él, sino su hija. ¿No es esa una manera magnífica de irse de este mundo? Con proyectos e ilusiones hasta el último día. 

lunes, 1 de septiembre de 2025

Biopic sobre Teresa de Calcuta

 Santa, autoritaria, baluarte de los pobres e implacable antiabortista: el festival de Venecia descubre a otra Madre Teresa, en El País, por Tommaso Koch, Venecia - 01 SEPT 2025:

La película ‘Mother’, de Teona Strugar Mitevska, muestra en el certamen un retrato más real de la monja, fruto de 15 años de investigaciones, viajes y entrevistas.

El ser humano no para de equivocarse. Cosas de la vida terrenal, la perfección solo pertenece a los santos. O ni eso: resulta que hasta la inmaculada Madre Teresa de Calcuta caía en fallos, excesos y contradicciones. La monja ya no está aquí para confirmarlo ―o desmentirlo―, pero la cineasta Teona Strugar Mitevska lo sostiene con cierta seguridad: lleva 15 años investigando a su figura, hablando con quien la conoció y trabajó con ella. Y con todo eso filmó Mother, que inauguró la sección Horizontes del festival de Venecia.

Alberto Barbera, director artístico del certamen, lo presentó como “un retrato no convencional”. En efecto, el largo descubre a una mujer comprometida con su misión de ayudar a los pobres a toda costa: incluida la de su entorno. Bondadosa, altruista, enérgica. También severa, autoritaria, inflexible. Y duramente antiabortista. Una sorpresa para muchos. Aunque ya habían surgido voces críticas contra la gestión económica de su orden, y acusaciones de ser amiga de dictadores o no dar cuidado profesional a los enfermos. Quizás la luz tan cegadora de Madre Teresa impidiera ver sus sombras. Aunque las que descubre Mother no pretenden cancelar su mito: la santa, simplemente, era real.

“Todas las dudas planteadas en la película vienen de su diario, que cubre sus periodos oscuros. La verdad, o la realización, nunca es unidimensional. Hay que cuestionar para saber”, apunta la cineasta. La creadora macedonia empezó a investigar a su compatriota ―aunque muchos la crean india, Madre Teresa nació en Skopje― por una serie que le encargó la televisión nacional de su país. Entonces, pudo entrevistar a las últimas cuatro monjas que habían colaborado con la santa. De una filmación, así, surgió otra. “En ese momento, descubrí a la persona verdadera. De golpe, ante mí se alzaba una mujer sorprendentemente moderna: ambiciosa y audaz, una directora ejecutiva, una rebelde, una Robin Hood”, agrega. Siguió leyendo, buscando, investigando y hasta viajando. Pero el núcleo del proyecto nunca cambió: “Las complejidades de su carácter, las anécdotas de las cuatro hermanas y su diario, que revela sus pensamientos íntimos y dilemas más profundos sobre temas fundamentales como el amor, la maternidad, la fe o la ambición”.

De todo ello hay un poco en Mother. La película narra una semana en la vida de Madre Teresa, en agosto de 1948, en Calcuta. Es decir, justo antes de que arranque la leyenda: acaba de pedir permiso al Papa para dejar su monasterio y crear su propia orden. Mientras espera el sí que necesita para socorrer a millones de marginados, se pasa el día ayudando a todos los que pueda. Su entrega a la misión se muestra igual que su fe: ciega. Demasiado importante lo que hay en juego como para admitir concesiones: a sí misma, por supuesto, pero tampoco a su equipo. A la familia solo se le visita una vez cada 10 años: ni la muerte de algún ser querido merece una excepción. Cualquier apego que no sea hacia Dios queda prohibido. El filme insinúa que ella misma pudiera sentir, y reprimir, pulsiones en ese sentido. A una monja le reordena el cuarto, porque recolocarlo a propio antojo también es una pasión vetada. A otra le obliga a devolver una nueva máquina para echar cuentas más rápidamente. “Tenemos que ser precisas”, avisa.

“La secuencia en que rechaza usar esa máquina para mí encierra su esencia. Alguien centrada en lo que cuenta de verdad, consciente de que distracciones externas pudieran desviar su misión. Era la general de un ejército de mujeres, de las que esperaba devoción absoluta, nada menos de lo que se exigía a sí misma. Instituyó un sistema de rotaciones: cada hermana cambiaba de puesto cada dos o tres años, con tan solo una semana de preaviso. No le preocupaban las opiniones de los demás”, agrega la directora. Lo sufre sobre su propia piel una de las monjas en la película. Convoca a la madre superiora entre lágrimas y confiesa un desliz: se ha quedado embarazada. Dice que es amor, se desespera, suplica ayuda. Pero la santa ni se inmuta. Al revés, la aísla. Tanto que la joven, desconsolada, se resuelve a abortar. “Solo lo sabremos tú, yo, y el doctor”, le propone a Madre Teresa. “Y Dios”, responde la implacable santa. El único momento de la película en que sonríe de verdad es cuando el Vaticano al fin le otorga el visto bueno.

“Una hermana nos contó que cada vez que Madre Teresa entraba en un cuarto recolocaba los muebles: era una filosofía de desapego. En las reglas de su orden, insistió en que las monjas no poseyeran nada”, señala Strugar Mitevska. En otra entrevista, una joven monja española le contó que sumarse a la causa de la santa le había dado “libertad”. De las expectaciones de que tuviera casarse con alguien; de afeitarse, algo que odiaba; de tener que llegar a compromisos con ciertas imposiciones de la sociedad. “Lo que me hizo pensar: ‘¿Cuántas mujeres hace 10 años, o más aún hace 100, encontraron libertad dentro de la iglesia? Es una idea controvertida, pero puedo entenderla”.

De ahí que parte de la dureza de Madre Teresa tal vez surgiera como respuesta a la sociedad patriarcal. “Soy una mujer en un sistema regido por hombres”, apunta en el filme. “Hombres, hombres, hombres”, se lamenta en otro momento. Hasta la santa perdía los estribos ante tanta desigualdad. La misma que impulsó a la propia directora a prorrogar tanto este proyecto: “He tenido que cumplir 50 años para tener el valor de un Xavier Dolan [cineasta canadiense] de 18. Esa es la ironía ―y la tragedia― de las mujeres de mi generación: la falta de confianza para ser, hacer, osar". Gracias a Madre Teresa, la cineasta ha abrazado la fe más importante: en sí misma.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Películas depresoras

Deprimen profundamente y por eso pueden resultar educativas para los adolescentes demasiado optimistas, si es que pueden aguantarlas:

Johnny cogió su fusil, 1971 de Dalton Trumbo. El grado cero de la vida.

Close, 2023, de Lukas Dhont. Adolescencia, de adolecer.

Alemania año cero, 1948, de Roberto Rossellini. Cuando es imposible empezar.

Melancolía, 2011, de Lars Von Trier. Un  fin del mundo.

La tumba de las luciérnagas / Grave Of The Fireflies, 1988, de Isao Takahata, una película de animación que no anima nada de nada.

Réquiem por un sueño / Requiem for a Dream (2000) de Darren Aronofsky. La adicción, en bruto.

El intendente Sansho, 1954, de Kenji Mizoguchi. Cuando vivir se conjuga como sufrir.

Buscando al señor Goodbar, 1977 de Richard Brooks. Alienación en la noche de los plenos años setenta.

Funny Games, 1997, de Michael Haneke. ¿Quién dijo violencia?

Donnie Darko, 2001, Richard Kelly. No hay futuro.

Siempre a tu lado. Hachiko. 2009: Lasse Hallström. De ahí, el amo del perro no vuelve.

La invasión de los ultracuerpos, 1978, de Philip Kaufman; es mejor que la anterior de Don Siegel. La sustitución por la vida real.

El séptimo sello, 1957 de Ingmar Bergman. La muerte, casi nada.

Fresas salvajes, 1958 de Ingmar Bergman. ¿Tiene sentido la vida?

All that Jazz, 1977, de Bob Fosse. La muerte, un espectáculo esperado.

El último tango en París, 1972, de Bernardo Bertolucci. Sexo y muerte.

El hombre elefante, de David Lynch. Soledad cósmica.

La pasión de Cristo, 2004, de Mel Gibson. Una historia inmortal.

El niño de pijamas a rayas, 2008, Mark Herman. Un error de trámite.

La vida es bella, 1997, de Roberto Benigni. Humor negro.

Mi vida sin mí, de Isabel Coixet. Dejarlo todo preparado.

El campeón, 1979, de Franco Zeffirelli. Llorar.

En el nombre del padre, 1993 de Jim Sheridan. Qué simpaticos, los policías ingleses.

El americano, 2010, Anton Corbijn. El asesino que se va ahogando.

Camino, 2008, Javier Fesser. Opus Dei.

La milla verde, de Frank Darabont. Inocencia ejecutada.

La niebla, de Frank Darabont. Lo malo de perder la esperanza.

A. I. Inteligencia artificial, de Stanley Kubrick / Steven Spielberg. El tiempo es la peor desolación.

Senderos de gloria, de Stanley Kubrick. Guerra fea y sin héroes.

Paris, Texas, de Wim Wenders. Perder la voz y la esperanza en una marcha inútil.

Seven, 1995, de David Fincher. Estar de acuerdo en lo primero.

Las cenizas de Ángela, 1999, Alan Parker. Ser pobre en Irlanda es serlo más todavía. Y llueve.

Días de vino y rosas, de Billy Wilder. Alcoholismo.

Casa de arena y niebla, Vadim Perelman. No la he visto.

Mar adentro, de Alejandro Amenábar. Es un sinvivir.

Million Dollar Baby, 2004, de Clint Eastwood. El peor golpe es el final.

Winter Light / Los comulgantes, 1962, de Ingmar Bergman. La inesperanza es contagiosa y letal.

Gritos y susurros, 1972, de Ingmar Bergman. Qué dañoso es estar juntos.

Dancer In The Dark, 2000, de Lars von Trier. Un horror trágico tras otro.

21 Gramos, 2003, de Alejandro González Iñárritu. Historias no contadas, y por eso desoladoras.

La Strada, 1954, de Federico Fellini. El mundo los une en una lealtad fatal.

Leaving Las Vegas, 1995, de Mike Figgis. El alcoholismo, otra vez, como una forma de suicidio lento.

Happiness, 1998, Todd Solondz. Comedia negra de tres hermanas.

Oslo 31 de agosto, 2011,  Joachim Trier. Otra vez las drogas.

Lilya 4-Ever, 2002, de Lukas Moodysson. El abandono a la desgracia en medio de una balcánica desdicha.

A Serbian Film, 2010, Srdjan Spasojevic. Muy cruel. No verla.

Oldboy, 2003, Chan-wook Park. Darse cabezazos contra la pared.

They Shoot Horses, Don’t They? / Danzad, danzad malditos, 1969, Sydney Pollack. A los hombres no nos gusta bailar.

El nadador, 1968, de Frank Perry y otros. Un narciso que se ahoga en la vida y en una serie de piscinas deprimentes y existenciales. "Creo que bebí demasiado ayer". Causa resaca.

Come and See / Ven y mira, 1985, Elem Klimov. La guerra en Rusia siempre es peor.

Threads, 1984,  Mick Jackson. El fresquito en pleno invierno nuclear.

The Road, 2009, John Hillcoat. Ir por un camino en medio del aburrido fin del mundo.

El expreso de medianoche, 1978, Alan Parker. Un tonto americano sufre lo indecible por su tontería, pero sobrevive.

El mundo sigue, 1963, de Fernando Fernán Gómez. El horror de todos los días en la España de Franco, y dos hermanas que se llevan a matar y a morir.

Los otros, de Alejandro Amenábar. La eternidad es un castigo y un castigo es la eternidad.

Candilejas, 1952, de Charles Chaplin. La tristeza de quien nos ha hecho reír.