Para ser alguien tan influyente y escuchado (eso ya dice mucho sobre nuestra manera de ser) bien poco que se ha escrito sobre su libro No estamos locos. Aquí ofrezco a los que sufren ese ninguneo una buena selección de textos de este libro imprescindible escrito por uno de los más lúcidos y lucidos analistas de la realidad española:
I
Existe una razón que desconocemos por la que la crueldad siempre se ha cebado con nuestro pueblo. También le pasa al ruso, que está en la otra punta, debe de ser cosa de los extremos.52 Sin padecer males endémicos diferenciales, sin tener una patología exclusiva que nos caracterice o diferencie del entorno, una cosa está clara: aquí lo malo se afianza y con mayor virulencia que en los países de alrededor.
España es el único país donde triunfó ese experimento terrible de sometimiento del pueblo que se llamó fascismo. Eso, en nuestra historia reciente, pero lo que nos había pasado antes también tiene tela.
II
Deberíamos comentar las consecuencias de esa extraña relación sadomasoquista entre el pueblo llano y los que son dueños de las cosas desde que el mundo es mundo. Como vemos, se produce una admiración trufada de odio hacia el que manda por parte del que envidia su posición social, o sea, el de abajo. Dicen los entendidos que hasta el siglo XIV, cuando llegaron los humanistas y volvieron la vista a los clásicos griegos para recuperar la filantropía, la crueldad era consustancial al ejercicio del poder (no sé dónde ve la historia oficial la barrera del siglo XIV, porque yo sigo percibiendo esa crueldad en los que mandan ahora). La cuestión aquí es calibrar el grado de placer que produce esa crueldad abstracta que se ejerce contra la colectividad, porque según la naturaleza y la altura que alcance ese placer podríamos apreciar signos patológicos. [...]
La ventaja de ese ejercicio de crueldad desde el poder, a diferencia del que se aplica en distancia corta al individuo, es que queda enmascarado por la obligación de la coyuntura: «Yo no soy así, me obligan las circunstancias.» Esta excusa, a pesar de ser estúpida, es recurrente. Nadie obliga al poderoso a ser y actuar de forma opuesta a lo que le marca su propia ética. Si traiciona sus principios es por el afán de no perder un milímetro de espacio en su estatus de privilegio, o porque carece de ellos. Lo más frecuente es que oculte sus verdaderas intenciones para poder acceder al poder, a sabiendas de que una exposición detallada de sus planes truncaría irremediablemente tal proyecto. La célebre frase de Groucho Marx «éstos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros» hace gracia, pero define exactamente la realidad de esos sujetos amorales a los que nos sometemos. Alguno se dirá: si un candidato hace lo contrario de lo que promete, estará cometiendo un fraude, estafará al votante: «Sí.» Habrá algún mecanismo para evitar este abuso: «No.» Tal cosa, se dirá de nuevo el ciudadano reflexivo, sería como instaurar la firma de un cheque en blanco al elegido que aparca la voluntad popular y deja en suspenso el sistema democrático: «Exacto.» Ésa es la situación en la que nos encontramos: «¡Ah!»
Volviendo al tema del ejercicio de poder diremos que es precisamente esa capacidad de gobernar al capricho y voluntad, con total impunidad, sin que las provocaciones y los desmanes acarreen consecuencias graves; esa condición cercana al absolutismo es la que eleva al gobernante a cotas superiores, a grados superlativos de poder. A esa sensación de ingravidez, de no depender ni siquiera de la palabra dada, se la conoce como «erótica del poder».
La excusa oficial, internacional, que se ha instaurado en los órganos de gobierno para eludir la responsabilidad de las decisiones y fechorías propias se llama Historia. Ella, y no otra, es la que designa las decisiones que guían el pulso firme de los mandatarios por la senda de un futuro mejor. Claro que, a todas luces, queda en evidencia que el futuro que resuelven es el suyo. Aquí podemos citar a Einstein: «No hagas nada en contra de tu conciencia, aunque te lo pida el Estado.» En el caso de los gobernantes, como representan al propio Estado, habría que corregir ese pensamiento y quedaría así: «No hagas nada en contra de tu conciencia, aunque te lo pida el cuerpo.» A lo que el gobernante responde por lo bajini: «Si tuviera conciencia, no habría llegado hasta aquí.»
El gobernante, para enmascarar esa falta de escrúpulos, ha tenido que inventar un Supraestado, un ser superior que, según dice, le ordena tomar decisiones desagradables, dolorosas, que generan quebranto, pero sin asumir la menor responsabilidad. Ahora lo llaman Europa, «superyó» para los freudianos. El mandatario, al insistir en que está a las órdenes de «otro», al reconocer esa sumisión conveniente e inevitable, está aceptando la pérdida de la soberanía nacional, es decir, la venta de la patria, su abandono a los pies de los caballos ya que los intereses nacionales y los de ese Supraestado suelen ser opuestos.
¿Habla el autor de maldad intrínseca de los dirigentes? ¿Por qué causarían tanto daño al colectivo?
No, no se engañe el lector, esta crueldad, este desprecio hacia el bien común, hacia el bienestar de los ciudadanos, no es perverso, responde a una causa aún más noble que el amor patrio, que el respeto a los ideales o creencias religiosas: el lucro personal. Ése es el primer mandamiento, y el único, llegado el caso, por el que se rige el llamado «neoliberal» en economía: forrarse a costa de lo que sea, por encima de lo que sea y aplastando a quien se ponga en el camino. «¿Y si se hunde España?» «Que se hunda.» Y esto último no lo digo yo, lo dijo con esas mismas palabras nada menos que Cristóbal Montoro, flamante ministro de Hacienda, en los pasillos del Congreso a una diputada de Coalición Canaria. Eso sí, tras manifestar su disposición de hundir España si fuera preciso con tal de hacerse con el poder, tuvo un gesto de generosidad y remató la frase con un mensaje de esperanza: «Ya la salvaremos nosotros.» O no, que dirían en mi barrio. De todos modos, se adivina la catadura de este aprendiz de superhéroe, que primero causa la catástrofe siendo machaca y luego se presta a la reparación si le hacen jefe. Un saboteador en toda regla. [...]
Así llegamos al fin del paréntesis necesario, con el que queríamos ilustrar, con un ejemplo reciente, esa actitud despótica de gobernar de espaldas al pueblo para llevar a cabo cualquier barbarie que fulmina la esencia del sistema democrático.
El ciudadano, decíamos, siente admiración por el superior, en tanto aspira a ocupar su puesto, y en la demostración de ese afecto reduce su condición humana al escalón más bajo, situación que aprovecha el poderoso en ese espacio sadomasoquista para proyectar sobre él todo su desprecio. Se crea así un círculo vicioso según el cual cuanto más se humilla el débil, más somete el fuerte.
El caso más próximo es el del «pelota», que se convierte en una simple herramienta en manos del adulado (casi siempre un superior), que jamás manifiesta afecto por el adulador.
Un exponente al que hace referencia el título del capítulo es el trato que tradicionalmente ha dado el señorito, ahora llamado pijo, al servicio. Era frecuente piropear delante de los invitados a la «chacha» cuando traía la sopa a la mesa, si ésta no era agraciada o estaba gorda. La hilaridad disimulada de los comensales provocaba el rubor de la chica, que no tenía más remedio que participar del jolgorio devolviendo una sonrisa o un comentario jocoso, legitimando así la broma y con ella el derecho del señorito a reírse del servicio siempre que le viniera en gana. Claro está que ese mismo comentario proferido por un igual se haría merecedor de una bofetada. Ésa es la relación que se mantiene desde el poder con los subordinados: desprecio al de abajo.
En este juego donde el poder no tiene más sentido que su ejercicio, las muestras de crueldad se manifiestan a la menor oportunidad para dejar claro quién es quién, como si no fuera evidente. Para que esta relación se perpetúe, aparece un factor que somete al siervo evitando que su odio se materialice en actos de venganza: el terror.
En otros tiempos, cuando no se daban explicaciones (ahora tampoco, pero existe el derecho a pedirlas, que tranquiliza mucho), la práctica del terror desde el Estado era más evidente. Todo era Tercer Mundo, no había ni primero ni segundo, y la vida no tenía valor. En ese estado de cosas, el terror era la norma, la vida estaba a completa disposición del amo. Uno metía la pata y desaparecía del mapa.
Nuestro estatus ha cambiado y obliga a una estrategia diferente. Se crean nuevas formas de terror para perpetuar el poder y sumir a las masas, a pesar de su descontento, en el conformismo.
Hubo un intento, al terminar la segunda guerra mundial, de apaciguar al personal por las buenas. Mentes brillantes tuvieron una gran idea: ¿y si les damos algo? Así nació el Estado del bienestar.
III
El español ha sido un pueblo que, desde que tenemos memoria, ha estado sometido. Nuestra historia está plagada de reyezuelos tiranos, sátrapas, militares medrantes, aristócratas decadentes y, en general, gobernantes incapaces que llegaban al poder gracias a su intransigencia y crueldad, con una característica común: un inmenso amor a la patria sólo comparable al que cursaban al dinero, unido a un desprecio de la misma dimensión por su pueblo; y todo ello, claro está, con la bendición de una Iglesia que legitimaba sus crímenes y atropellos a condición de recibir su parte del botín, que le ha permitido, entre absolutistas y dictadores, juntar un patrimonio mayor que el del propio Estado. Por primera vez, el que parte y reparte no se queda con la tajada más gorda. Resulta paradójico que aquellos que renuncian al matrimonio sean los que poseen mayor patrimonio.
IV
El español tiene alguna tara de diseño adquirida durante su evolución, que, dicho sea de paso, no ha sido mucha, pues tiende más bien a lo contrario, a la involución (producto de la cual surgen creaciones intelectuales exclusivas como el «vivan las cadenas», el «muera la inteligencia» o el «viva la muerte», de las que se siente muy orgulloso). Recientes estudios genéticos de mi propia cosecha, emulando al padre Mendel, que era feliz en su huerto cultivando todo tipo de guisantes, demuestran que una de estas taras adquiridas le viene de siglos de sometimiento al amo, que deriva en una atávica «veneración al señorito» que no se quita de encima. Esa opresión que ha sufrido durante siglos, en lugar de convertirse en germen de rebelión, torna en admiración cuando el lacayo, siervo o aparcero asume su impotencia y entiende que nunca llegará a pegarse esa vida y que, mientras el amo lleva la bipedestación iniciada con el Australopitecos con rigor y entusiasmo durante su vigilia, él, por misterios insondables, cada vez hinca más el lomo (de nuevo un proceso involutivo que conduce a la tetrapedestación). Ante la continua exposición al señorito y sus caprichos, acaba mitificando tan privilegiada figura y en sus fantasías oníricas le representa con su rostro. Al detestar una actitud exclusiva del señorito, que por otra parte se desea, incurre el español en una contradicción profunda que se resuelve optando por una de estas dos soluciones: odio o admiración. Así es como la figura del tirano puede convertirse en modelo. Podemos ver corruptos convictos dando clases de ética en televisión, e incluso proponiéndose para administrar la cosa «pública», es decir, pidiendo la llave de la «caja grande», ante la complacencia de los perjudicados por sus fechorías, que en el fondo sólo demuestran ser tan miserables como esos embaucadores sin escrúpulos que en ningún caso se plantean devolver lo robado, revelando un absoluto desprecio por «el propósito de la enmienda» que, paradójicamente, les proporciona beneficios penitenciarios. Recientemente se ha derogado una ley que impedía a las personas condenadas «por trincar bajo cuerda» ocupar altos puestos en la administración de la banca. Alguien ha debido de pensar que, visto lo visto, esta marginación carecía de sentido y que en los consejos de administración de los bancos los chorizos convictos se encontrarían entre sus iguales. Los escépticos se preguntarán qué beneficio puede obtener el que confía sus ahorros a esas entidades con esta medida. Ignoran los escépticos, como el vulgo en general, que las leyes no siempre se hacen pensando en el pueblo soberano, sino más bien en aquel que lo administra, que no suele querer líos ni intromisiones de los funcionarios de Justicia en sus planes de exaltación al amor patrio, traducidos, normalmente, en incautaciones puntuales de lo público. Roban, pero, a diferencia de rufianes y malandrines, por derecho.
V
¿Cuál es ese origen del que nos sentimos tan orgullosos? Venimos de un país de hidalgos, que constituían la parte más baja de la nobleza, pero nobleza al fin, que estaba exenta de pagar impuestos. Sí, exenta. Así estaba organizada nuestra sociedad, los que más tenían, o, mejor dicho, los amos de todo, no pagaban un guil, igual que ahora; ¿y los hidalgos?, tampoco. Hidalgo viene a ser lo mismo que fijodalgo, o sea hijo de algo o alguien, dando a entender que tiene ancestros conocidos, que no es hijo del azar o del capricho, que no es un hijo de puta, vamos; si bien, aunque esté feo generalizar, podríamos decir, generalizando, que su comportamiento viene a demostrar lo contrario.
Ese privilegio de no pagar impuestos ha marcado nuestros cromosomas a fuego y nos resistimos a soltarlo. Todos los españoles sienten en lo más profundo de su ser la dualidad que heredan de este noble origen. Por un lado, la pertinaz resistencia a cumplir con las obligaciones fiscales, y, por otro, la necesidad de decir a la primera oportunidad: «Usted no sabe con quién está hablando»; en un afán de reivindicar su aristocrática raíz, al tiempo que con la elevación del tono de voz y la emisión de fomites nasofaríngeos se empeñan en quemar el árbol genealógico para dar la razón a Darwin. Así somos, contradictorios, duales, esquizoides y pícaros. Bueno, pícaros los que no dan para más, los que tienen posibilidades ejercen la delincuencia de altos vuelos. Baste recordar que desde tiempos inmemoriales la asociación que engloba a los empresarios (CEOE) ha estado presidida, vicepresidida y aclamada por personas que actúan al margen de la ley. Las estafas perpetradas por estos próceres que marcan el camino que seguir de la clase empresarial son rotundas en lo cualitativo y en lo cuantitativo, y, como suele ocurrir en el mundo de la política, sus fechorías no les restan un ápice de prestigio. Bueno, a no ser, lo que acontece rara vez y de forma fugaz, que acaben en la trena: entonces sus congéneres suelen darles la espalda por «pringaos».
VI
Para empezar podríamos recordar que todo aquello que se inculca desde la fuerza desaparece cuando ésta cesa, por el sacrosanto principio físico de la acción y la reacción. Si «la letra con sangre entra» fue la máxima educacional en la que se criaron nuestros ancestros, no es de extrañar la aversión que siente hacia los libros el que ha padecido ese sistema en cuanto cesa la sangría, en un simple afán por restablecer el hematocrito a niveles de supervivencia. Además, hemos tenido la suerte de ser la reserva espiritual de Occidente, cualidad que siempre reivindicaba el Caudillo para conseguir los privilegios que le otorgaba la Santa Sede, como caminar bajo palio, que le convertía en la mismísima hostia.
VII
El sistema tradicional tuvo que ponerse las pilas para demostrar a los obreros que se vivía mejor en la opresión que en la emancipación y comenzó a hacer concesiones. Se decidió dar otra forma a la relación ancestral amo-currante, que hasta ese momento no difería demasiado de la esclavitud, salvo que no existía la propiedad del individuo (tampoco era necesaria, los curritos eran reemplazables). Había que frenar como fuera el auge de los movimientos obreros que crecían como la espuma por toda Europa exigiendo lo intolerable: derechos. La cosa llegó a tal extremo que hasta las mujeres se apuntaron a la idea de la participación y surgieron movimientos «sufragistas» que consiguieron el derecho al voto para la mujer en el siglo XX. En España no pudieron votar hasta la Segunda República (1933). Sólo la Iglesia católica, en su seno, fue capaz de mantenerlas en su sitio.
VIII
España quedó al margen de los aires democratizadores que las tropas aliadas trajeron a Europa tras el fin de la segunda guerra mundial. Sorprendentemente, a pesar de que Franco era aliado de Hitler, pasaron de largo, no entraron aquí, ni tampoco el chorro de dólares que se dejaron para la reconstrucción de Europa con el llamado Plan Marshall, circunstancia retratada por Berlanga en su mítica película.
Los gobiernos de Occidente pensaron que les sería más fácil comprar a Franco que a un pueblo soberano, y así fue. Además, estos demócratas, en el fondo, no tenían nada persoSirva de ejemplo para ilustrar lo anterior la charla, recientemente desclasificada por las autoridades de Estados Unidos, de Kissinger con Pinochet, en la que el norteamericano felicitaba al general por su buen trabajo (a pesar de la cantidad de gente que se estaba cargando), pero le pedía que llevara a cabo ese «trabajo» de forma rápida para que el coste político fuera mínimo.nal contra nazis y fascistas, como más tarde han demostrado hasta la saciedad dándoles cobijo en su seno o imponiendo regímenes de ese corte en Latinoamérica y Oriente, siempre que se atengan a razones y sean obedientes. De puertas para adentro, pueden masacrar lo que esté en su naturaleza.
IX
Vemos cómo hay una pequeña perversión del lenguaje cuando se dice, cosa aceptada por todos en este mundo neoliberal, que el empresario es una «fuente» de riqueza. La fuente, como origen de la riqueza, es el trabajo de los currantes. El empresario no sería fuente sino todo lo contrario, «embalse» de la riqueza. Como suena mal nunca se expresa así. Se acepta pulpo como animal de compañía, en este caso, porque está en manos del propietario la potestad de cerrar la fábrica y, entonces, ni fuente, ni embalse, ni nada. Lo de «fuente de riqueza» se impone como definición oficial de «empresario» por lo que pueda pasar. Del mismo modo que se decía: «Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios», aunque no tuviera ni puta gracia.
X
Una de las prerrogativas que concedió el Vaticano a los Reyes Católicos fue la de tener una Inquisición ad hoc. Los Reyes Católicos eran los únicos que podían nombrar inquisidores por cuenta propia. Esta Inquisición fue la primera institución verdaderamente española, pues actuaba por doquier saltando las fronteras del reino, mientras que la policía o el ejército de Castilla no podía ejercer en Aragón y viceversa. Como mucho paisano pasaba de la amenaza de la eterna condenación, inventaron este instrumento cercano y efectivo, que más que temor infundía terror.
XI
Aislados, en un páramo donde no había ni actividad artística, ni literaria, ni intelectual, ni política, ni sexual, ni mística, se criaron los que nacieron en las décadas posteriores a la guerra, en manos de líderes que ensalzaban la patria mientras se lo llevaban muerto a la sombra de un régimen que premiaba su fidelidad, lo que ellos llamaban «adhesión», permitiéndoles choricear a diestro y siniestro. Algunos cachorros de estos amantes de la patria, que era suya por definición, educados en el rancio espíritu del nacionalcatolicismo, mantuvieron vivo aquel espíritu que animó a sus ancestros, «por la patria al patrimonio», espíritu que parece marcado a fuego en los genes de esta hornada de «nuevos españoles de verdad» que, a juzgar por el moreno que lucen tanto en invierno como en verano, diríase que en su España, de nuevo, no se pone el sol. Herederos por derecho de la patria y de todo lo que contiene, reaccionan con indignación y perplejidad cuando se les dice que el dinero público no se toca. Se juntan en grupo, con todas las cabezas de la cúpula del partido erguidas, muchas inmersas en procesos judiciales, para que el líder de turno haga esa manifestación que tanto gustaba proclamar en su día al mismísimo Caudillo: «Vienen a por nosotros.»
Lo dicho, lo llevan en la sangre. Constantemente replican que pierden dinero con su dedicación a la política, justificando así sus retribuciones extraordinarias en forma de sobresueldos,80 que la ley prohíbe. Es algo que no les entra en la cabeza, dedicarse a la política y no forrarse. En su ideario está, precisamente, lo contrario. Lo vieron en casa desde niños. Ya se sabe que «de padres barriles, hijos botijos».
Los que nos criamos en aquellos años de la dictadura que algunos de los actuales gobernantes recuerdan con nostalgia, cuando tuvimos edad para descubrir que nos estaban engañando y que los extranjeros no eran idiotas ni bárbaros, sino que vivían mucho mejor que nosotros, nos caímos de un guindo: España, que fue dueña de aquel vasto imperio, era en realidad el culo del mundo. La constante presencia de policías en calles y plazas era exclusiva de nuestro paisaje, fuera de nuestras fronteras las ciudades no estaban permanentemente tomadas por las fuerzas del orden. Incluso se debatía si era una leyenda urbana que la policía de Londres no llevara pistola, una realidad incomprensible en nuestro mundo de policías con ametralladoras.
También descubrimos que hubo un período no tan lejano donde las cosas habían sido muy diferentes. Aquella República, de la que se hablaba en voz baja, no resultó ser un infierno donde se quemaban iglesias y conventos, donde los ladrones y criminales campaban a sus anchas porque el caos y la anarquía se habían adueñado de las calles. En aquel tiempo pasaron muchas otras cosas, y personas de orden y mucho prestigio tuvieron su espacio, tanto conservadores como liberales y revolucionarios, y, además, los políticos que mandaban salían de elecciones que se convocaban periódicamente. Es decir, no fue una tiranía sino una democracia, uno de los pocos episodios de nuestra historia donde el pueblo gozó de libertad. Había una contradicción total entre las dos versiones —la que se descubría en textos publicados en el extranjero y la oficial del franquismo—, que resumía este período como un pistolerismo generalizado que asesinaba empresarios, ciudadanos pacíficos y sacerdotes, sin ton ni son, para poder justificar la, supuestamente, implorada y deseada llegada de un grupo de héroes militares que rescató a la población indefensa y acobardada de las garras del terror. «Salvadores de la patria» que abolieron, una vez más, ese breve episodio de libertad para el que el español, tal y como nos contaban, no estaba preparado. Por lo visto, estamos programados genéticamente para convertir la libertad en libertinaje. Otra vez: «¡Vivan las caenas!»
X
En cualquier caso, y al margen de la guerra civil, a la que siempre se agarran para embarullarlo todo porque en ella se cometieron muchos asesinatos en ambos bandos, los que son absolutamente injustificables son los crímenes cometidos después, y los juicios sumarísimos en los que señores togados condenaban a muerte a ciudadanos cuyo único delito había sido permanecer fieles a la legalidad vigente. También es injustificable que una rebelión militar al margen del orden establecido, que toma el poder, supuestamente, para poner orden en una situación de caos, dé paso a una dictadura totalitaria que abolió la libertad, la democracia y el Estado de derecho durante cuarenta años. Para dejar constancia del pelaje de estas autoridades, éste es un párrafo extraído del sumario que se abrió contra Manuel Azaña y que, en la crueldad que caracterizaba al régimen, se siguió instruyendo aun después de muerto en el exilio. Su furia no se calmaba con la muerte, era un sadismo enfermizo. De él decía su acusador: «Su actuación, funestísima y demoledora para España, vertiendo en las multitudes el germen de desolación y anarquía, que dieron por fruto las abominaciones de sangre, robo y destrucción que todos lamentamos, creó tal estado social de crímenes que Dios, en su infinita misericordia, inspiró a nuestro ínclito Caudillo la misión de salvar a España.» Hay que recordar que Azaña era un hombre conservador amante de la ley y el orden. El Partido Popular, en solitario, votó en contra de la anulación de estos sumarios. Es posible que dios, en su infinita misericordia, inspirara a estos diputados del «centro» y demócratas también ese día, como hacía con el Caudillo.
XI
La tradición de sumisión secular que nos ha llevado siempre a ser un pueblo oprimido, que corre a ponerse en manos del verdugo, está perfectamente escenificada por esa masa eufórica que se echó a la calle en un apoteósico recibimiento a Fernando VII desenganchando los caballos para que unos privilegiados voluntarios tiraran de la carroza al grito de «¡Vivan las caenas!» y «¡Muera la libertad!». Bellas consignas que siempre nos han arrastrado al desastre. Lo que venía a traer este rey, conocido como «El Deseado», no era otra cosa que el Absolutismo. Ese régimen se basa en que el poder del rey viene directamente de Dios y no está sujeto a ningún control institucional, ni de ninguna otra clase, pudiendo ordenar, legislar, etc., según su "real" gana y nunca mejor dicho. Es decir, que el pueblo español, liberado del yugo de los franceses, corrió a ponerse voluntariamente a los pies de los caballos. Difícil de entender, pero es que la masa conservadora de este país siempre ha sido muy bruta. Lo primero a lo que parece estar dispuesta a renunciar es a esa entelequia llamada libertad.
Al poco tiempo de reinar Fernando VII, en contra de lo prometido, comenzó la represión. Persiguió a los liberales, a los que habían tenido cargos con los franceses, a los llamados afrancesados, que no eran sino simpatizantes de la Revolución francesa, abolió la libertad de prensa, cerró las universidades. En fin, lo que hace esta gente en cuanto la dejan y, por supuesto, bajo la bendición y tutela de la Iglesia, que en España nunca ha tenido una función liberadora, sino represora.
Cómo no, los mismos que le habían aupado y vitoreado por las calles comenzaron a refunfuñar, pero estaban dispuestos a morir antes que apoyar los intentos de los liberales por convertir España en un país civilizado y moderno. Tal vez fue entonces, en el momento en que vencimos a los franceses y dimos la espalda a Europa, cuando perdimos el tren del desarrollo y la modernidad, quedando a expensas de la barbarie de la que siempre ha hecho gala la oligarquía de nuestro país.
A muchos les sorprenderá esta oposición entre conservadores y liberales, porque ahora los conservadores, agrupados todos en el Partido Popular, se hacen llamar liberales en ese afán que tienen por el camuflaje, así como por apropiarse de los términos y las consignas de los rivales. Ya hablaremos de esa estrategia perversa más adelante. Para entendernos, diremos que los liberales de entonces (1813) eran lo que ahora se llamarían «progres».
Contamos esta historia del siglo XIX porque es el paradigma de una actitud que nos caracteriza: ponernos en manos del que nos va a rematar cuando tenemos la soga al cuello. Parece una manía endémica que forma parte de nuestra idiosincrasia.
Cuando ahora se oyen las opiniones de los responsables de la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales), que representan a lo que se conoce tradicionalmente como la patronal, y que suele tener a sus cabezas visibles entre el procesamiento y la presunción de delincuencia (siempre por trincar pasta), cuando se les oye, decía, expresar sus deseos en torno al futuro que sueñan para los ciudadanos, consistente en menos vacaciones, despido libre, bajar los sueldos, eliminación de los convenios laborales, abolición del salario mínimo interprofesional y jornada laboral sin horario, cobra todo el sentido ese dicho popular que afirma: «Eres más tonto que un obrero de derechas.»
Esta derecha nuestra es cerril, inculta, intransigente y cruel. El desprecio que verbalizan hacia la ciudadanía sin el menor rubor enlaza con la España que retrata Delibes en Los santos inocentes. Recientemente hemos asistido a una representación de esa España en la persona del director de relaciones laborales de la CEOE, señor Cavada, en declaraciones en las que hablaba del exceso que supone un permiso de cuatro días cuando fallece un familiar y hay que desplazarse. Alega este señor que es un tiempo excesivo porque en España «ya no se viaja en diligencia». Según él esta norma viene de la época de Franco, que era, y cito textualmente, «excesivamente proteccionista con los trabajadores». En efecto, si por algo recuerdan los trabajadores a Franco es porque siempre estuvo de su lado. Les quería tanto que era para ellos como una madre. Por eso a veces los apaleaba y encerraba en cárceles, por su bien, para evitar las malas compañías. «Quien mucho te quiere te hará llorar.» Estas cosas se dicen en 2013, no son declaraciones sacadas de la hemeroteca de la época gloriosa donde todo funcionaba como un reloj perfecto. Para estos altos cargos de la patronal, Franco era muy complaciente con los obreros. Al parecer, en aras de la productividad y creación de empleo, les auguran un futuro peor que aquél. Y les siguen votando. Una cosa es poner la otra mejilla cuando te atizan porque no tienes más remedio, y otra muy distinta lamer, por voluntad propia, la mano que te arrea.
[...]
Sorprendentemente, en ese pasado nuestro de desgracia, pobreza, incultura, opresión, atraso, injusticia y así hasta llenar varias páginas de términos negativos, ocurrió un episodio que sorprendió a propios y extraños.
En el año 1931 se proclamó la Segunda República Española y los españoles se inventaron un mundo nuevo. Un mundo que proclamaba la antítesis de lo que se había vivido durante siglos. En su proclamación participaron prácticamente la totalidad de las mentes pensantes de la época, no sólo políticas, sino también filosóficas, intelectuales, las personas de respeto que se diría entonces.
[...]
De repente, ese país en la esquina de Europa, olvidado por todos y separado de Occidente por unas escarpadas montañas que impedían la filtración del progreso, se levantó y sentó las bases de la modernidad. Poetas, músicos, intelectuales, científicos, actores, cineastas, dramaturgos, obreros, campesinos, todos se unieron para participar de esta euforia colectiva y rescatar a España del pozo en el que la tiranía, el latifundismo y la intransigencia de los poderosos y la Iglesia la habían sumido.
Los poderes fácticos, rápidamente, pusieron el grito en el cielo al ver cómo sus privilegios históricos podían desvanecerse de la noche a la mañana por el crecimiento de las tendencias revolucionarias de distintos signos. Especial alarma creó la sospecha de la elaboración de una reforma agraria que acabaría con el sistema de latifundios que condenaba a la miseria al campesinado español.
La oligarquía española, que no había sentido la necesidad de crear un partido que fulminara los movimientos revolucionarios, tal y como hizo la italiana con los fascistas de Mussolini, o la alemana con ese monstruo llamado Hitler, nuestra clase dirigente, decía, se puso manos a la obra para potenciar un elemento de discordia, un agente desestabilizador.
El invento se llamó Falange Española y, como los anteriores, pretendía ser un movimiento anticapitalista de derechas, a pesar de estar financiado y amparado por aquellos a los que, presuntamente, pretendía derrocar. Usurpaba las consignas y ofrecía algunas propuestas parecidas a las de los movimientos revolucionarios, pero con el incuestionable poder de convicción que proporcionaba el uso de la violencia, el pistolerismo y la implantación del terror. Escogieron a José Antonio Primo de Rivera para que liderara el partido. En el año 1933 se da el mitin fundacional en el teatro de la Comedia de Madrid, donde se unen a la Falange Española de José Antonio las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) de Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo, al que ya hemos citado antes y que proclamaba la violencia como método para acceder al poder. El mismo José Antonio legitima esa vía en su discurso: «No hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.» Más claro agua.
La implosión de Falange Española en el escenario político de la Segunda República fue espectacular. A pesar de ser un partido absolutamente marginal, ya que tan sólo consiguió un diputado por Cádiz en toda su historia electoral, tuvo mucha relevancia mediática y social porque ejercían la provocación desde la arrogancia del señorito, y llevando las pistolas y las porras a la calle. Los falangistas se erigieron como brazo armado de la derecha española y, aunque fueron rechazados con sus propias armas (tuvieron setenta bajas durante sus acciones), consiguieron el propósito de sembrar de nuevo el pistolerismo en la lucha política. Provocaron una escalada de atentados por el principio de acción y reacción, que culminó en el asesinato de José Castillo, teniente de la Guardia de Asalto, hombre muy reconocido en las filas socialistas. La venganza no se hizo esperar. Al día siguiente, en la madrugada del 13 de julio, un grupo de compañeros de José Castillo asesinó a José Calvo Sotelo, que había sido ministro con Primo de Rivera y, a la sazón, diputado y líder de Renovación Española. En la manifestación posterior al entierro murieron a tiros otras cinco personas, víctimas de la represión de la Guardia de Asalto.
La suerte estaba echada, estas muertes terminaron de convencer de su participación en el golpe de Estado a algunos militares dudosos, entre otros a Francisco Franco, que parecían imprescindibles de cara al éxito del levantamiento. Tan sólo dos días antes del asesinato de Calvo Sotelo, el mismo Franco había enviado un mensaje al general Mola para comunicarle que no se sumaba a la insurrección. José Antonio Primo de Rivera, prevenido del alzamiento, el día 16 de julio apremió a los militares a levantarse en armas advirtiendo que si no lo hacían, ellos iniciarían por su cuenta un levantamiento en Alicante con sus grupos militarizados. No hubo lugar a más, el 17 de julio, previendo que se iban a tomar medidas contra los militares de Canarias para evitar le llegada a la Península del ejército de Marruecos, Franco inició la insurrección. Desde Canarias envió telegramas a los principales centros militares de la Península. Su presencia en el golpe de Estado sirvió de acicate a muchos militares indecisos. Así comienza aquel golpe de Estado que al fracasar por la resistencia heroica del pueblo español, que se echó a la calle y lo frenó, desembocó en una guerra civil cuyas consecuencias estamos pagando todavía.
[...]
Especulaciones aparte, la cuestión es que España es el único país donde triunfó el fascismo y se quedó durante cuarenta años. Tuvimos esa suerte. Si eso no es la marca España, nos marcó mucho y, desde luego, es un hecho distintivo. ¿Cómo fue esa experiencia?
Si de algo no se puede acusar a Franco es de faltar a su palabra cuando amenaza. Ya en la Legión Española, durante la guerra de África, era conocido por su frialdad y su indiferencia al dolor ajeno. Tal vez intentaba compensar, dando muestras públicas de una excesiva crueldad, las precarias cualidades físicas que aportaban su escasa estatura y su voz atiplada, lo opuesto a la imagen que se supone a un mando aterrador. Más bien al contrario, le conferían un aspecto algo ridículo que le hizo víctima de numerosas novatadas y abusos durante su paso por la Academia Militar.
Se han escrito muchas biografías sobre el personaje, también una psicológica del psiquiatra Enrique González Duro, en la que relata su infancia como difícil, con un padre vividor, bastante golfo, que hizo sufrir mucho a su madre, a la que la criatura adoraba, creciendo algo tocado del ala. Más tarde, por sus acciones, delataría un perfil psicópata sin el menor sentimiento de culpa. Se le retrata como un ser mediocre y mentiroso que llega a creer sus propias mentiras. No dejó una obra relevante en la que pudieran basarse sus defensores a la hora de venderlo como el superhombre que cuentan que fue. Él mismo orquestó un culto a su personalidad absolutamente ridículo, que le mostraba como un elegido, un ser enviado por dios para salvar a España y, a través de ella, a la humanidad. El mismísimo Pinochet llegó a decir de él que era su dios. Llegó a ser la más alta autoridad en lo político, pero también en lo eclesiástico, ya que Franco elegía los obispos de una terna que le presentaban, una gracia que le concedió el Vaticano. Otra vez la «marca España». En la apoteosis del delirio, este hombre, que era un gran ignorante, fue proclamado «primer periodista de España». Sus hagiógrafos, pelotas impenitentes, le consideraban también «la primera pluma de España». Con la vocecita que gastaba, hoy en día ese dudoso título tendría una connotación muy diferente que habría hecho rodar más de una cabeza.
Durante la guerra de África, a sus tropas les permitía cometer todo tipo de atrocidades sobre los pueblos que tomaban y consentía la ejecución y mutilación de los prisioneros. Estos años contribuyeron a deshumanizar al que sería el Caudillo de todos los españoles. Tanto él como sus compañeros sentían orgullo de las atrocidades que cometían sus hombres. El propio dictador Primo de Rivera quedó horrorizado durante una visita a Marruecos en 1926, cuando se percató de que algunos miembros de las tropas que esperaban en formación para pasar revista portaban en sus bayonetas cabezas de moros ensartadas.
A su paso por las fuerzas de Regulares y La Legión, un oficial mayor que él y poco sospechoso de ser aprensivo, como era Queipo de Llano, quedó impresionado de la brutalidad con la que Franco reprimía a sus tropas por delitos menores. A los desertores se les fusilaba sin contemplaciones. Millán Astray, fundador de la Legión y entonces su superior, fue consultado por Franco con respecto al uso de la pena de muerte, y aquél le contestó que la aplicara en el uso estricto que marcaba el código de justicia militar. Sin embargo, a los pocos días un soldado arrojó la comida a un superior y Franco le mandó fusilar y después hizo que la tropa desfilara delante de su cadáver. Estas prácticas explican la indiferencia y soltura con la que empleó el terror durante la guerra civil años más tarde. [...]
XII
Empezó el período conocido en la historia como «el franquismo», porque no hubo más gobernante que él, ni otra voluntad que la del Generalísimo. En agosto de 1939 se promulga una ley que le atribuye la capacidad de dictar normas «sin ningún tipo de condicionante». O sea, lo que le saliera de... el huevo.
Fueron cuarenta años de un régimen totalitario, como él mismo lo definió en principio, para más tarde llamarlo «democracia orgánica», un engendro que no reconoce la participación popular por el sufragio universal, sino por las relaciones en las entidades sociales «naturales», como son la familia, el municipio y el sindicato, rechazando, explícitamente, los principios liberales, el parlamentarismo y los partidos políticos.
En los años de la guerra, hubo un éxodo masivo de intelectuales, músicos, escritores, actores, cineastas, dramaturgos, poetas, catedráticos, científicos... Todo aquel que hubiera tenido conexión con el gobierno de la República o hubiera manifestado su simpatía hacia él corría el riesgo de ser denunciado por rojo y su vida pasaba a depender del azar.
Al tiempo que alguien era ajusticiado, se le desposeía de sus propiedades, por lo que es fácil entender cómo se utilizaron las denuncias y los fusilamientos para acceder al patrimonio ajeno por la vía del crimen.
Desde luego hay razones para que algunos políticos se opongan al desarrollo de la Ley de Memoria Histórica, ya que saldrían al descubierto usurpaciones de todo tipo, fincas, negocios, pisos que los vencedores incautaron a sus legítimos propietarios y de cuya vergonzosa apropiación no están dispuestos a responder. Por no hablar de los 30.000 niños que desaparecieron o fueron arrancados de los brazos de sus madres.
No es mi intención dar a entender que sólo se cometieron fechorías en un bando, pero los muertos de los vencedores han tenido reparación histórica y moral, ninguno ha pasado a la historia como un criminal, ni siquiera los que lo fueron, llegando incluso a tener dedicadas calles, plazas y todo tipo de recuerdos. No hay en España un solo pueblo que no tenga una placa en una de las paredes de la iglesia en memoria de los «Caídos por Dios y por España», que incluye los nombres de todos los de ese bando que murieron en el conflicto, bien asesinados o en el frente luchando. Del bando de los vencidos todavía tenemos miles de sentencias de inocentes que permanecen como criminales, así como cunetas llenas de fosas comunes. Los demócratas de centro no quieren reparar esta impresentable injusticia histórica. Se niegan, incluso, a que los familiares les den sepultura según sus ritos y creencias. Parece que la guerra, ochenta años después, para algunos no ha terminado. Lo que ocurrió aún les parece poco. Otra vez la «marca España». [...]
Finalmente, tras años y años de represión, llevada a cabo con precisión y fidelidad por los distintos gobiernos que se fueron relevando entre falangistas, tecnócratas «adictos» y miembros del Opus Dei, se llegó al ocaso del dictador y de la dictadura, años en los que destacaba por su constante presencia mediática y por su vehemencia un político llamado Manuel Fraga Iribarne, que, en su irreductible voluntad de servicio a España, no sólo fue protagonista de la vida política durante el fascismo, sino también durante la Transición y la democracia, un caso único en el mundo. De nuevo, la "marca España". Cuando murió el dictador ocupó el honroso cargo de ministro de la Gobernación, lo que ahora se llamaría de Interior, el encargado de la policía y la represión. Estuvo a la altura, se encargó de que todo siguiera como antes, a pesar de que, a todas luces, aquello ya no tenía el menor sentido. Pero el hombre hizo lo que pudo por perpetuar los privilegios de los suyos. Desde luego, si aquí llegó la democracia no se le puede hacer responsable, pero sí de los crímenes políticos que se cometieron durante este período que llaman «Transición», porque, con la gallardía que le caracterizaba, salía en público asumiendo toda la responsabilidad de las acciones de sus hombres. Ahí se detenía toda investigación, y como ocurrió en los sucesos de Vitoria en el año 1976, donde la policía ametralló a ciudadanos indefensos matando a cinco personas e hiriendo a más de cien, los crímenes quedaban impunes.
En aquellos tiempos acuñó la desgraciada frase de «la calle es mía», que constituye en sí toda una declaración de principios. Y lo peor es que era verdad. Pues nada, para mí, siguiendo sus instrucciones, continúa siendo responsable de aquella barbarie. Antes, entre los años 1962 y 1969, había sido ministro de Información y Turismo, el encargado de la censura hablando en plata, y protagonista del célebre baño en Palomares, Almería. [...]
Franco, para garantizar la perpetuidad de su especie, llegó a un trato con Estados Unidos, antiguo enemigo en la segunda guerra mundial, pero como él anticomunista irredento, lo que permitía que los propagandistas y exportadores de la democracia y su principal enemigo y detractor, Franco, se entendieran perfectamente. Pues eso, que el Generalísimo, para anclarse en el poder, llegó a un pacto que permitía al ejército americano construir bases militares en España en las que podían hacer lo que les diera la gana sin dar explicaciones a nadie. En realidad, esto último no estaba incluido en el pacto, pero es como funcionaba la cosa y una buena muestra de ello es esta historia de Palomares. [...] El 17 de enero de 1966, un bombardero que regresaba de una misión en la frontera turco-soviética cargadito de bombas nucleares chocó con otro avión de los suyos durante una maniobra de aprovisionamiento de combustible. Ambos cayeron, con bombas incluidas, a tierra. Bueno, una de las bombas, eran cuatro, cayó al mar y fue encontrada con la cooperación necesaria de un pescador llamado Francisco, que andaba faenando por la zona y que, lógicamente, pasó a llamarse «Paco el de la bomba». Gracias a un dispositivo secreto que llevaban estos artefactos, no explotaron las bombas propiamente dichas, pero sí los mecanismos de explosión convencionales que contenían, una especie de detonadores, lo que, sumado al golpe contra el suelo, provocó que se hicieran pedazos, esparciendo, con la ayuda del viento, su contenido radiactivo por doquier. Aquí empieza el tema de la «marca España». Inmediatamente se dio orden de prohibir cualquier información que se aproximara a la realidad. La ocultación completa de los hechos resultó imposible porque el mundo entero ya había situado a Palomares en el mapa [...] Desde el primer momento, se pusieron a limpiar la zona españoles y americanos en comandita. Se llevaron toneladas de tierra contaminada hasta cementerios nucleares de Estados Unidos. Los americanos encargados de la limpieza llevaban trajes de protección, los españoles no: limpiaron a pelo. [...] Si tenemos en cuenta que todavía esa zona es la más contaminada con plutonio de todo el planeta, habría que saber qué niveles daba cuando todavía estaba calentita. La duquesa de Medina-Sidonia encabezó una manifestación en defensa de los agricultores para reclamar indemnizaciones y fue a parar a la prisión. Salió a los ocho meses, al beneficiarse de una amnistía. En medio de aquel fregado que desencadenó un debate internacional sobre las armas y la energía nuclear, excepto en España, donde seguía sin pasar nada.
XIII
La guerra empezó el 18 de julio de 1936. Tanto uno como otro obvian, entre otras cosas, las elecciones generales celebradas ese mismo año, que hubieran sido imposibles en pleno estado de guerra, en las que el Frente Popular obtuvo la mayoría absoluta, que, coartadas aparte, fue la causa del golpe que perpetraron Mola, Sanjurjo y Franco seis meses más tarde. Ya en 1932, cuando también perdió las elecciones la derecha, hubo otro intento de acabar con la democracia que encabezó el general Sanjurjo, pero la sublevación militar fracasó. Parece que existe una relación directa entre perder las elecciones y dar un golpe de Estado. Nuestro ejército disponía de un resorte en el culo que se activaba en cuanto se publicaban los resultados: si palmaba la derecha, se disparaba el muelle y se levantaba en armas. Unas veces salía bien y otras no. El «18 de Julio» de 1936 les salió bien, por eso durante medio siglo hemos celebrado el día del «Alzamiento», que, además de ser festivo, tenía un significado muy especial para todos los españoles porque en esa fecha se daba una paga extra. Primero dejó de ser festivo, luego eliminaron la paga «extraordinaria», y ahora, estos fachas contemporáneos que se dedican a la historia-ficción de la mano de nuestros amigos de «centro», borran también de ese día el «golpe de Estado». Pobre 18 de Julio, ¡qué bajo has caído! Si Franco levantara la cabeza y viera que le relegan a un segundo plano, que quieren convertirle en un militar que se limitó a cumplir con su obligación, un militar honesto, obviando la misión divina que le fue encomendada por el Altísimo de salvar a la civilización de las garras del comunismo, emprendiendo la santa cruzada contra la democracia, la conspiración judeomasónica y el contubernio sodomita intelectual; si Franco pudiera ver que son precisamente los suyos los que están llevando a cabo esta labor atenuadora de su gesta que diera gloria a los más grandes caudillos y estrategas de la historia de la humanidad; si descubriera que son «los suyos» los que quieren borrarle de «la gran página de la Historia», quedaría tan desorientado que no sabría exactamente a quién fusilar. Y eso es algo en lo que el Caudillo era infalible, nunca le tembló la mano. La izquierda sí, por culpa del Parkinson, pero jamás aquella con la que firmaba las penas de muerte.
XIV
En fin, TVE ha pasado en sólo dos años de obtener todo tipo de premios, incluido el de «Mejor informativo del mundo» (TV News Award) de Media Tenor, por encima de la BBC, la CNN y demás televisiones de gran prestigio, a recibir una amonestación del Consejo de Europa. [...] Por cosas como éstas se consigue que en el barómetro del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) el periodismo, profesión que en su día fue mítica, aparezca como la segunda peor valorada por los ciudadanos, sólo por encima de la de juez. La de juez es la última. Vaya percepción que tiene la peña de nuestro sistema.
Curiosamente, tanto la información como la justicia son dos pilares imprescindibles para cualquier sistema que se llame democrático. El hecho de que la ciudadanía considere que jueces y periodistas incumplen su cometido por encontrarse al servicio de intereses ajenos a los que se les encomiendan es muy preocupante. ¿Acaso es la impresión que se intenta transmitir? ¿Quiere corromperse el sistema desde dentro para que los ciudadanos le den la espalda y reclamen otras soluciones? Pues es la conclusión a la que uno llega cuando escucha a los portavoces del gobierno dar explicaciones, por ejemplo, acerca del cobro de sobresueldos ilegales o indemnizaciones desorbitadas pagadas a excompañeros de partido a los que tratan públicamente como a enemigos mientras les transfieren ingresos en la cuenta corriente. También se justificaban estos sueldos como gastos de representación, o dietas (que sólo se dan por hacer cosas o asistir a algún sitio). Al ser catorce pagas y tener el año doce meses, podríamos concluir que hay dos meses en los que el afortunado receptor de los sobres trabajó en el hiperespacio, un medio de cuatro dimensiones. Con estas explicaciones no nos tratan como a tontos, nos dicen: «Tú eres tonto», y esto crea cierto desconcierto y desapego hacia el sistema democrático, al que, por ser sus máximos representantes, degeneran y devalúan hasta provocar la náusea.
XV
¿Pretende afirmar el autor que la derecha española difiere de otras que campean por Europa? No lo pretende, el autor lo afirma rotundamente. En Europa, el escaqueo institucional, el «ladran luego cabalgamos» (con las alforjas llenas, por cierto); el «siéntate en la puerta de casa a ver pasar el cadáver de tu enemigo»; el poner la mano en el fuego por el compañero cuando es presunto, que luego pasa a imputado y, finalmente, a convicto sin que la extremidad sufra la más mínima quemadura; este estado de cosas en Europa, decíamos, no se consiente. En absoluto. En Europa echan a políticos por mentir. Sí, sí, por mentir. ¿Cuántos años...?, perdón, ¿cuántos meses...?, perdón, ¿cuántos días...?, perdón, ¿cuántos segundos habrían durado algunos de nuestros actuales gobernantes si la mentira fuera incompatible con el cargo? Aquí todavía estamos debatiendo qué cantidad hay que sustraer a las arcas públicas para que se asuman responsabilidades y, por lo visto, la cifra tiende a infinito. Nuestra derecha es «marca España» y, aunque todas las derechas persiguen el mismo fin, sacar la mayor cantidad de pasta en el menor tiempo, en otros sitios se respetan las formas, y al ciudadano, que es el que paga la fiesta, le hacen creer que a él también se le respeta. Aquí, como vemos, ni nos dirigen la palabra, y cuando lo hacen es para cuestionar nuestra inteligencia o, mejor dicho, para restregarnos el diagnóstico al que llegaron hace mucho tiempo y que ya hemos descrito antes: «El ciudadano es idiota.» Sólo así deben explicarse que les siga votando.
También es cierto que en Europa, a la que pertenecemos desde hace menos de treinta años y de la que todavía no somos socios de tribuna, de momento nos tienen en preferente con amenaza de desahucio, son mucho más severos en la aplicación de la ley. Nuestra justicia, también marca España, de la que hablaremos más adelante, es lenta y dista de ser igual para todos. Con buenos abogados, como los que gastan los poderosos, se dilatan los procesos hasta el infinito y los sótanos de los juzgados se cargan de pliegos, papeles, recursos y resoluciones que ahogan los procesos en un mar de celulosa del que la primera víctima es el esclarecimiento de los hechos, la verdad.
Sí, nuestra derecha es distinta a la de los demás países europeos, salvo, quizá, la de Italia. ¡Vaya, qué casualidad!, allí también triunfó el fascismo, aunque por mucho menos tiempo.
Venimos de donde venimos, y eso nos hace diferentes. Aquello, por más que nos empeñemos en mirar para otro lado, no está tan lejos. Caló muy hondo. La caspa se incrustó en los hombros de las chaquetas y son demasiados los que se niegan a cepillarla. Parecen sentir orgullo de exhibirla. Como dijo don Manuel Fraga en la clausura de un congreso de su partido: «No debemos olvidar de dónde venimos.» El público, compuesto por lo más granado y florido de sus acólitos, puesto en pie, le ovacionó encendido, emocionado. Sus compañeros estaban con él. De allí venimos y así nos luce el pelo. ¡Cómo vamos a olvidarlo! La diferencia es que yo recuerdo aquella basura con pena, tristeza e impotencia. Ellos, a juzgar por el entusiasmo, con orgullo y nostalgia. No nos olvidamos, don Manuel, llevamos la «marca España» grabada a fuego en la rabadilla. Tampoco los chavales de las nuevas generaciones de su partido. Lucen la bandera de la «gallina» con soltura y donaire y saludan con el brazo en alto con la misma gracia con la que lo hacían los obispos. Como dice la copla: «de los buenos manantiales salen los buenos ríos». Ya bajan la corriente haciendo rafting los nuevos demócratas de «centro».
XVI
Que todo cambie para que todo siga igual
Con este ambientazo se redactó la Constitución Española de 1978, ratificada en referéndum en diciembre de ese mismo año. En la redacción de la Constitución Española había participación del antiguo régimen. A los redactores se les conoce como «padres de la Constitución», de modo que alguno que estaba allí para controlar que la cosa no se fuera de las manos pasó a la historia como promotor, como padre, vamos. Paradojas de la vida. Alguien que ha dedicado su existencia a luchar para que los ciudadanos carezcan de derechos elementales pasa a la historia como impulsor de la democracia y de la Constitución que la regula. El baño de Palomares, definitivamente, dotaba de superpoderes. El milagro del agua en vino. Todos somos demócratas. El milagro se produjo. Una vez aceptado el fin de la dictadura, también hubo que aceptar pulpo como animal de compañía. Esa labor le fue encomendada a Adolfo Suárez, que acabó convertido en árbitro de la situación. Los ciudadanos le veían como la fuerza amortiguadora capaz de atenuar el choque de trenes en el que iban metidos. De esa manera, el que fuera ministro secretario general del Movimiento en el gabinete de Arias Navarro tras la muerte de Franco, fue nombrado presidente del gobierno, a dedo, por el Rey, que a su vez había sido nombrado por Franco, también a dedo, saltándose la línea sucesoria. El Generalísimo no sólo era capaz de coronar reyes; también, como hemos dicho, nombraba obispos con la venia del Vaticano. Era el amo de lo humano y lo divino, hacía lo que le salía del sable. Hay que ver lo lejos que llegó ese hombre, con lo cortito de cerebro que andaba: en cualquier reunión destacaría por ser el más tonto de la mesa. Sus compañeros de armas siempre lo supieron, le veían como un bicho raro muy interesado, pero con las bromas que le hicieron en la Academia General Militar y su desprecio posterior, fabricaron un monstruo resentido que la lio parda, lo que demuestra que la intransigencia y la crueldad son las armas más efectivas, muy por encima de la inteligencia o la razón. [...]
XVII
¿Y por el otro lado? ¿Cómo llevaban los antiguos militantes clandestinos de izquierdas compartir escaño con sus verdugos? La generosidad fue grande y generalizada, los represaliados no exigieron justicia. También es verdad que la justicia no estaba para esos trotes. Muchos de los jueces y fiscales españoles fueron colaboradores imprescindibles en la causa de la dictadura contra los ciudadanos. Ni siquiera los más significados rindieron cuentas de sus abyectas decisiones. Lejos de ello, fueron promocionados a los más altos cargos de la magistratura, lo cual explica muchas de las decisiones que hoy nos resultan incomprensibles. La Transición no pasó por los juzgados. Lo que cambiaron fueron las leyes y a ellas se tuvieron que ceñir sus administradores, pero todo ese sentir patrio que afirmaban llevar dentro, y su devoción y vocación de servicio a la dictadura, que tan bien argumentaban en sus sentencias, es de suponer que quedaron indemnes, sobre todo entre los miembros del TOP (Tribunal de Orden Público), heredero de otro anterior, el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo.
XVIII
Justicia cañí
Al terminar la guerra, en el año 1940, se crea el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Lo del comunismo se comprende, pero eso de crear un tribunal especial para la represión de la masonería, aunque pueda parecer una broma, fue real y nos da un índice del seguidismo ciego de las paranoias y sandeces del Generalísimo, que, con el objeto de pillar cargo, hacían los responsables de las distintas administraciones. Con estas extravagancias de sátrapa sólo demostraba el grado de estupidez que le adornaba, y lo miserables que podían llegar a ser los que se humillaban y daban carta de cordura a este estado surrealista y cruel de las cosas. Claro que este tribunal rendía sus beneficios, ya que las penas iban desde la «incautación de bienes» hasta la reclusión mayor. Como vemos, eran múltiples las vías por las que se podía acceder a la propiedad ajena. Multitud de casos de acusaciones delirantes e incautaciones de propiedades no han tenido reparación alguna.
Este tribunal duró hasta 1964, cuando delegó su cometido en el TOP, creado en 1963. Este llamado Tribunal de Orden Público define los delitos que juzgará de la siguiente manera: «Aquellos delitos cometidos en todo el territorio nacional, cuya singularidad es subvertir, en mayor o menor gravedad, los principios básicos del Estado o sembrar la zozobra en la conciencia nacional.»
Los delitos cometidos para sembrar la zozobra en la conciencia nacional siempre me han conmovido. Es una pena que mi conciencia nacional se encuentre un tanto atenuada y no me ilumine a la hora de tomar decisiones, tal y como le ocurre a la mayoría de nuestros significados patriotas, porque la otra conciencia, la no nacional, la que configura el sentido ético de la existencia, me causa problemas que, visto el resultado, no les crea a estos servidores de lo público que lo dan todo por España al tiempo que se llenan los bolsillos con nuestros impuestos sin que tales acciones les provoquen el más mínimo rubor. Una pena, digo, que, en vez de conciencia nacional, me haya tocado la otra, la chunga, la que te hace dar vueltas en la cama si crees que has hecho algo impresentable.
Por este Tribunal de Orden Público, conocido en sus tiempos como «Las Salesas», porque así se llamaba la plaza donde estaba ubicado en Madrid, desfilaron 50.000 personas. Se llegaron a emitir 3.000 sentencias condenatorias y, prácticamente, todas fueron ratificadas por el Tribunal Supremo. Los delitos que se perseguían estaban relacionados, sobre todo, con acciones políticas. Duró hasta el año 1977 y con respecto a sus miembros se manifestaba así el fiscal anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo: «Fueron cómplices hasta el último día de las torturas de la Brigada Político-Social y nunca abrieron una causa, ni siquiera por lesiones, durante cuarenta años.»
En 2007, este tribunal fue declarado ilegítimo, pero no se anularon sus sentencias, es decir, fue una declaración puramente testimonial, un brindis al sol, y todos los condenados siguen siendo delincuentes a día de hoy. Incluso Timoteo Buendía, que cargó en sus espaldas con el honor de ser poseedor de la primera sentencia del TOP por «cagarse en Franco» estando borracho en un bar. Le cayeron diez años. Estos jueces ocuparon los más altos cargos de la judicatura cuando llegó la democracia.
[...]
Estos chicos del franquismo, definitivamente, valen para todo; tan pronto jalean al pelotón de fusilamiento como defienden con vehemencia los derechos humanos.
Lo mismo ocurrió con los miembros de la Brigada Político-Social, una sección creada en la policía para la persecución y represión de los grupos clandestinos que operaban contra el franquismo. Al frente se puso al que sería llamado «superinspector» durante la Transición y la democracia: Roberto Conesa. En el franquismo adquirió fama por su brutalidad en los interrogatorios, por la frialdad con la que él y sus hombres ejecutaban las torturas. Su mano derecha, Juan Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, también era muy conocido por los mismos méritos. Sembraron el terror hasta 1976, año en que fue disuelta la unidad. Por sus manos pasaron muchos miembros destacados de los partidos de izquierdas, así como sindicalistas e intelectuales. Disuelta esta unidad especializada en la tortura y la represión, Fraga, el «padre de la Constitución», nombró a Conesa jefe superior de la Policía de Valencia, en pago, es de suponer también en este caso, a los servicios prestados.
El historial del inspector Conesa no tiene desperdicio. A sus muchas hazañas como torturador hay que sumar su paso por la dictadura de Leónidas Trujillo en la República Dominicana, donde debió de aprender técnicas sofisticadas de su reconocido oficio. También estuvo implicado en la guerra sucia y se le relacionó, entre otros casos, con el atentado en la sala Scala, donde hubo cuatro muertos; en el intento de asesinato de Antonio Cubillo, líder independentista canario que fue apuñalado en Argel y que salvó la vida gracias a la presencia de un vecino cuando iban a cortarle la cabeza en el ascensor de su casa. Cubillo pasó el resto de su vida en una silla de ruedas como consecuencia de las puñaladas recibidas. La implicación de las cloacas del Estado en este atentado fue reconocida en la sentencia por los magistrados. Conesa también intervino como jefe de la investigación de aquellos extraños secuestros, que a día de hoy siguen plagados de dudas, de Oriol y Villaescusa por parte del GRAPO. En todos los casos anteriores aparecía también como presunto responsable político, logístico y de estrategia, ¡oh, casualidades de la vida!, Rodolfo Martín Villa.
El de don Rodolfo es otro caso tan sorprendente como espectacular de carrera político-empresarial-dictadura-democracia que sólo puede darse en nuestra piel de toro. Alguien que va ascendiendo en el escalafón a medida que se le acumulan monstruos y episodios siniestros manchados de sangre en el armario. Hay que hacer un paréntesis para dar cabida a toda la carrera de don Rodolfo.
Comenzó su carrera política con varios cargos en el sindicalismo vertical de la dictadura, y llegó a ser secretario general de la Organización Sindical. Más tarde fue gobernador civil y jefe provincial del Movimiento de Barcelona. Ya muerto Franco fue ministro de Relaciones Sindicales en el gobierno de Arias Navarro. Suárez le nombra en la Transición ministro de la Gobernación, donde se ganó el apodo de la «porra de la Transición» por la contundencia con la que reprimía las manifestaciones. Casualidades de la vida, fue precisamente cuando era ministro de la Gobernación cuando se produjeron los primeros casos de implicación de miembros de los cuerpos de seguridad en atentados de lo que más tarde se llamaría «guerra sucia». Recuperó al «supercomisario» Conesa, también conocido como «superinspector», como hombre de confianza a su servicio. Durante su mandato como ministro se produjeron los dramáticos sucesos de los Sanfermines de 1978, cuando la policía entró en la plaza de toros repartiendo a diestro y siniestro con botes de humo y porras para terminar con fuego real. El balance fue de siete heridos de bala. La ciudad se convirtió en un caos que se saldó con 150 heridos, 11 de ellos por disparos de la policía. Como consecuencia de los enfrentamientos en la calle falleció de un disparo en la frente Germán Rodríguez, conocido militante trotskista, sin que a día de hoy se haya sabido quién disparó, ni con qué tipo de arma. En el lugar donde lo mataron se encontraron 35 impactos de bala. A pesar de las evidencias, Martín Villa negó siempre que fuera la policía la que le disparó y eso que reconoció que se hicieron, por parte de las fuerzas del orden, 130 disparos de bala. El hecho de que fueran los «servicios del orden» los únicos que portaban armas de fuego y dispararan no parece que le diera pista alguna al ministro para deducir quién lo mató. Las imágenes de TVE de las acciones represivas se emitieron una sola vez y fueron destruidas, desaparecieron de los archivos. Parece que a don Rodolfo no le gustaron. Así era la Transición.
En 2008, una comisión el Parlamento Vasco le consideró responsable político de la matanza de Vitoria, de la que ya hablamos antes, junto con otro de nuestros todoterreno favoritos, don Manuel Fraga Iribarne, padre de la Constitución. Recordaba Martín Villa, con sorpresa y estupefacción, que, yendo a visitar a los heridos en compañía de don Manuel, un familiar les dijo que si iban a rematarlos. No entendía don Rodolfo a aquel ingrato paisano que no supo apreciar el gesto del verdugo que, deportivamente, se acerca a la víctima para darle ánimos. Tal vez esperaba que el antipático sujeto le recibiera con un abrazo, predisponiendo a las víctimas a una jornada festiva ante la presencia de las autoridades. Algo así como «sonreíd, que han venido de visita los señores que mandan en los que os pegaron los tiros para ver qué tal ha quedado su obra». Y es que la gente es rencorosa a más no poder.
La carrera de don Rodolfo continuó imparable, volvió de ministro con Calvo Sotelo y acabó en el Partido Popular como miembro de la ejecutiva nacional, recuperando el acta de diputado. Otro buen fichaje del «centro».
En el mundo de la empresa no le ha ido mal. Entró en 1997 como presidente de Endesa, que era pública en un 67 por ciento, encargándose de su privatización completa durante su gestión siendo presidente Aznar. Ya como empresa privada, Endesa ficharía como asesor al expresidente Aznar, con un sueldo de 200.000 euros anuales. Es lo que tiene saber de todo, que puedes asesorar. En 2003, Martín Villa vuelve a la política para un encargo importante: comisionado del gobierno para el desastre del Prestige. Si había tapado marrones con montones de muertos en sus buenos tiempos, esto para él era pan comido. En 2004 fue nombrado presidente de Sogecable, donde estuvo hasta 2010. Una pena, porque desperdició una ocasión de oro, como es presidir una sociedad que posee un medio de comunicación, para desvelar muchos enigmas de la parte más siniestra de nuestra historia reciente y de la que era uno de los responsables. Aunque, la verdad, no parece muy dispuesto a aclarar cosas. De hecho, la comisión de investigación del Senado que promovió el Partido Popular sobre la guerra sucia contra ETA se suspendió, de forma súbita, cuando tenía que declarar el general Sáenz de Santamaría, máximo responsable de la Guardia Civil en materia antiterrorista en aquellos tiempos, al revelar que declararía sobre el GAL y todos los demás casos de asesinatos de las cloacas del Estado. Después de varias conversaciones telefónicas, Rodolfo Martín Villa se reunió con él. Dos días más tarde se suspendió la comisión. Al parecer le iban a citar como uno de los protagonistas de la película. Según contó el propio general, Martín Villa «habría informado al presidente del PP de mi intención de desvelar a la comisión del Senado todos los casos de guerra sucia que conozco desde 1975. Entonces se acojonaron». La comisión se había montado, únicamente, para acosar al PSOE. Pretendían hacerle responsable único de aquellos crímenes. Se suspendió cuando el principal testigo de los hechos dijo estar dispuesto a contar quiénes fueron los organizadores. Todos. También los que ahora militaban en las filas del «centro». También le dijo el general a José Bono: «Tú diles que el PP impulsó la disolución de la comisión de investigación al saber que Sáenz de Santamaría iba a hablar de Fraga.»
A don Rodolfo, que junto con Fraga y Rosón era responsable de las fuerzas de seguridad hasta la llegada del PSOE al poder, le llegaba el agua al cuello. Le temblaban las canillas. La comisión se suspendió, paradójicamente, cuando se iban a dar pasos muy importantes para esclarecer la verdad, pero no se trataba de eso. Se trataba de utilizar la guerra sucia como arma política. A juicio de este general, que jamás negó la existencia de esa guerra, ni la implicación del Estado en ella, y que algo sabría puesto que era el responsable máximo de la lucha antiterrorista durante todo aquel tiempo, la actitud de la derecha le parecía hipócrita, «obscena». La guerra sucia había comenzado, según él, antes de 1975, y por tanto la mayoría de los responsables estaban en el partido que, precisamente, había montado la comisión.
Cabría esperar que al llegar la democracia personajes tan siniestros fueran, si no investigados, por lo menos apartados de las instituciones, con lo que se crearía un círculo de seguridad sanitario de varios kilómetros a su alrededor. Nada más lejos de la realidad. El propio Martín Villa impuso al «superinspector» Conesa, al que reclamó para hacerse cargo de la investigación del secuestro de Oriol y Villaescusa,101 la medalla de oro al mérito policial junto con su compañero Billy el Niño, y le nombró jefe de la Brigada de Información, donde permaneció hasta su muerte.
Lo dicho, políticos, policías y jueces, presuntos responsables de la guerra sucia, la represión y las torturas durante el franquismo fueron ascendidos durante la Transición, y ocuparon altos cargos en la jerarquía de sus propias instituciones también durante la democracia.
Mientras, los condenados por el Tribunal de Orden Público, considerado ilegítimo, siguen siendo, a día de hoy, delincuentes. Su único delito, luchar por la democracia y la libertad. La democracia española nació con una malformación congénita. Muchos de los vicios y actitudes prepotentes que hoy nos sorprenden vienen de ahí, de ese ADN que transmite por vía genética un estilo, una forma de hacer política, que proviene de aquel tiempo en el que todo, como decía León Felipe, «funcionaba como un reloj perfecto». «Aquella extraordinaria placidez» en que vivía Mayor Oreja.
XIX
Durante el franquismo, la inmensa mayoría de los españoles era del régimen. Unos de forma activa, otros por comodidad y cobardía, y muchos porque habían perdido la costumbre de pensar. La realidad es que se miraba para otro lado mientras aquí se robaba, se secuestraba, se torturaba, se fusilaba y se incautaban bienes a los disidentes. Aquel éxito de la adhesión masiva al régimen era el resultado de la política de exterminio del rival que se siguió durante cuarenta años. Entre los que tuvieron que exiliarse, los fusilados y los que pasaron años entre rejas, no quedó un rojo a la vista, era más fácil encontrar una piña de percebes en la orilla del mar. Los antifranquistas vivían bajo tierra operando en la clandestinidad, en un secretismo absoluto. Salvo los irreductibles, todo el mundo había aprendido la lección. El menor intento de rebeldía significaba la pérdida de libertad y la ruina física y económica. Así, salvo los militantes, los enemigos del régimen callaban por miedo, o por un instinto elemental de supervivencia. España se había convertido en un inmenso páramo carente de cualquier actividad intelectual, cultural o política, bajo la amenaza permanente de las fuerzas de seguridad y los jueces, que velaban por la «conciencia nacional». Cuarenta años después, esa política había rendido sus frutos. [...]
Mi insistencia un tanto machacona en recordar estas cosas está provocada por la marea de informaciones que surgen en nuestros días con la intención de reescribir la historia y sus protagonistas, de la mano de nuestros líderes liberales, intentando hacer creer que la democracia no es más que una continuidad del franquismo: que éste nos condujo hasta aquélla. Circunstancia que se sostiene en la confusión que se generó con la añorada Transición, que tanto reivindica la derecha de este país, porque significó una amnistía para todos los delitos cometidos durante la dictadura. Al no haber solución de continuidad entre dictadura y democracia y volver a ver las caras de siempre en los puestos de salida del protagonismo político, los amantes del río revuelto hicieron y siguen haciendo su agosto. Muchos de los actores principales, como decíamos, continuaron en los puestos de máxima responsabilidad dentro de las instituciones del Estado. A diferencia de otros cambios de regímenes totalitarios, España fue el único caso donde altos representantes del régimen dictatorial extinto participaron en la redacción de la Constitución del nuevo sistema. La tutelaron, era evidente que no tenían gran cosa que aportar a la nueva situación política del país y, en cualquier caso, no eran necesarios. Podían haber dejado la redacción de la Constitución en manos de personas en cuyo ideario estuviera un régimen constitucional y democrático, pero se impuso la presencia de estos ponentes de «la vieja guardia» para apaciguar lo que entonces se llamaba «ruido de sables». Por eso, cuando se habla de Fraga en términos de «padre de la Constitución», puede parecer que fue uno de sus instigadores, uno de sus promotores, cuando durante toda su vida fue un azote, una pesadilla para aquellos que creían en un mundo libre donde los ciudadanos no fueran tratados como ganado. Su presencia, como la de otros, fue obligada, impuesta, una garantía para los defensores del franquismo de que las cosas no se iban a sacar de quicio, y de que los militares podrían seguir tranquilos, jugando a las cartas y bebiendo güisqui en el bar de oficiales.
Otro de los grandes mitos de la Transición fue dar a entender que con Franco, el 20 de noviembre de 1975, murieron cuarenta millones de franquistas. Se pretendía hacer creer que todos aquellos que abarrotaban las algaradas oficiales, los que hicieron cola para visitar la capilla ardiente, los muchos que portaron un luto mal disimulado, desaparecieron con él. Y no desaparecieron, se inhibieron, se camuflaron en espera de lo que pudiera venir. Un par de años después de que muriera el ínclito inaugurador de pantanos, pescador de salmones y cazador de venados y ballenas, apenas quedaban unos grupos de extrema derecha que seguían reivindicando su figura y su obra. Los altos cargos de la dictadura que se acababan de subir al carro de la democracia para poder seguir manteniendo sus privilegios les señalaban como «nostálgicos de la caverna», al tiempo que se desmarcaban de su propio pasado haciendo creer a los demás que esos grupúsculos constituían los últimos vestigios del franquismo. ¡Ojalá!
Tuvieron que pasar unos cuantos años para que el pueblo se diera cuenta de que la libertad no tiene sentido si no se usa, y que el miedo a los uniformes había que dejarlo aparcado para comenzar una nueva era. En cualquier caso, habían sido muchos años de ceguera y propaganda del régimen, un franquismo sociológico se había instaurado en la sociedad española y todavía hoy se refleja en muchas decisiones políticas y también en las urnas.
El mito de las dos Españas que muchos se empeñan en negar, por desgracia, sigue más vivo de lo que se pretende. Aquellos bandos que disputaron la guerra hace ya casi ochenta años siguen diferenciados. De hecho, algunos hijos y nietos de los vencedores, hoy en el poder, todavía se niegan, ochenta años después, a que los hijos y nietos de los vencidos den a sus familiares cristiana o civil sepultura, en un acto de crueldad sin equivalente en el resto de las sociedades que se llaman a sí mismas civilizadas. Siguen siendo los herederos del totalitarismo los que marcan la pauta, por no decir el paso y, por supuesto, los dueños y señores del poder real. No ese que emana de las urnas cada cuatro años, sino el otro, el de verdad, el que decide la vida de los ciudadanos, el que exige «reformas estructurales profundas». Esa falta de pudor, ese mantenimiento de un estilo absolutista, chulesco y arrogante, que debió abolirse con la dictadura, es una de las características más simbólicas y definitorias de la marca España.
Un desprecio y una crueldad que, a juzgar por los hechos, parecen hereditarios. Aunque roben, pongan la salud en manos de mercaderes, priven a sus hijos de una educación de calidad, les quiten derechos, reduzcan sus salarios o el poder adquisitivo de sus pensiones, esos ciudadanos que formaban aquella mayoría silenciosa les seguirán votando por una sola razón: son de los suyos.
Curiosamente, España, el único país donde, como decíamos, triunfó el fascismo y estuvo en el poder durante cuarenta años, es también el único que no tiene un partido que se llame a sí mismo de «derechas» con representación parlamentaria.
XX
El primer gobierno surgido de las urnas desde 1936 fue el encargado de llevar adelante una propuesta del PNV para elaborar una ley de amnistía aplicable «a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al 15 de junio de 1977». En realidad se trataba de sacar de la cárcel a los presos de ETA, y de rondón se colaron los de otros grupos terroristas como los GRAPO. Digo que se hizo con esa intención porque varias medidas de gracia y otras leyes habían puesto en la calle a la mayoría de los presos políticos. La intención pretendía ser la de acabar con el terrorismo con esta manifestación de buena voluntad. Nada más lejos de la realidad. Fue interpretada por la otra parte como un signo de debilidad. A los pocos días de salir a la calle, los terroristas se pusieron a matar y más que nunca. En el año 1978 mataron a 64 personas; en el 79, a 84; y ya en el 80, a 93. Se batía el récord un año tras otro.
La contrapartida a esta amnistía de presos de ETA fue renunciar a cualquier tipo de investigación sobre lo ocurrido durante la posguerra y posterior dictadura de cuarenta años. En la redacción de la ley de amnistía ya quedaba reflejado que afectaría también a «los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley». Y más adelante, para que quedara claro: «A los delitos cometidos por los funcionarios públicos contra el ejercicio de los derechos de las personas.» O sea, a todos los que pudieran haber cometido delitos de cualquier índole durante la dictadura. Como anunciaban algunos diarios, «La guerra ha terminado».
XXI
Así, muchos políticos sacaron pecho reivindicando su condición de demócratas, aunque se hubieran pasado la vida difamando y desprestigiando ese sistema y, en muchos casos, además, persiguiendo y encerrando a los que lo defendían. En aquellos tiempos se acuñó, y se usaba con mucha frecuencia entre políticos de la derecha durante los debates parlamentarios, la expresión «a mí nadie me da clases de democracia», obviedad solemne puesto que solían gritarlo personas que cantaba a la legua que, como ya se ha dicho, ni las recibían ni las habían recibido nunca (y vista la inquina con la que se han alineado en fechas recientes contra la asignatura de «Educación para la ciudadanía», no están dispuestos a que las reciba nadie tampoco ahora). Se empeñaban en hacer creer a todo el mundo que eran tan demócratas como cualquiera de los que se sentaba en el hemiciclo y a los que habían encerrado por serlo. Reivindicaban el derecho a ser demócratas como si se tratara de pertenecer a un club.
Una vez adquirida la condición de demócrata por decreto ley, se permitían el lujo, como siguen haciendo a día de hoy sus herederos, de llamar totalitarios a los demás. No sólo se hicieron integristas del sufragio universal, sino que esta conversión llevó aparejada una aversión hacia el totalitarismo que tantas alegrías y dividendos les había proporcionado. Les gustaba hablar de totalitarismo y dictadura para referirse, exclusivamente, a los regímenes del otro lado del Telón de Acero. Las dictaduras de Latinoamérica, por ser «de los suyos», no les producían ninguna urticaria, sino que, más bien, les hacían asomar la patita por debajo de la túnica de demócratas, al negarse a condenarlas dejando escapar de vez en cuando un detalle verbal de simpatía nostálgica. Solían justificarlas como mal menor que evitaba el caos, el desastre, la barbarie y, cómo no, como necesarias para la recuperación económica de la zona. Siempre la productividad como fin que justifica cualquier medio.
Pues eso, que nadie les dio clases de democracia y ese déficit que arrastraban por el ambiente y la educación donde se criaron lo íbamos a pagar los demás cuando llegaran situaciones límite como esta crisis que nos han traído de no se sabe dónde, o mejor dicho, sí se sabe. Ahora, cuando salen a la luz maniobras y estrategias que van encaminadas, exclusivamente, al lucro personal sacrificando el bien común, es cuando se delatan las formas de aquellos que entienden el poder no como una vocación de servicio, sino como una arma de sometimiento, y las fuerzas del orden como un elemento de provocación a su servicio. Es ahora, cuando se ven frente a las joyas de la corona con la llave de la caja grande, cuando se les ve el plumero, y cual yonqui frente a alijo de heroína recién incautado, se abalanzan sobre los bienes del Estado repartiéndose el patrimonio colectivo sin el menor recato. Como los niños que dicen «lo que está en la calle no es de nadie», trincan lo público para deshacer un patrimonio cuya sola idea les produce un sarpullido. Es ahora cuando resulta evidente que nadie «les da ni les dio clases de democracia». ¡Con la falta que les hacía! ¡Con la falta que les hace! ¡Con lo bien que nos hubiera venido!
XXII
Lo que se pretende es desprestigiar al sistema que le obliga a rendir cuentas, dándose la paradoja de que el señor Rajoy, con su actitud de silencio y engaño, deslegitima aquel sistema al que recurre constantemente para eludir sus responsabilidades apelando, precisamente, a la legitimidad que le otorga la ciudadanía con sus votos. Estos señores, cuando se niegan a dar explicaciones acerca de fechorías graves, vienen a decir que este sistema en el que todo el mundo miente y los partidos se financian de forma ilegal no tiene fuerza moral para juzgarles. Se sienten por encima de un sistema donde anida la corrupción, exhibiendo con descaro que son la mejor prueba de ello. Su discurso subliminal puede traducirse así: «No me puede exigir explicaciones un sistema en el que todo es basura, mentira y corrupción.» Esta estrategia que vienen practicando cada vez con mayor intensidad desde el primer día que este país entró en la democracia, ha calado fino entre la ciudadanía, que se vuelve contra el sistema en lugar de perseguir a los corruptos, dejando un hueco por el que se fugan los malhechores en un Jaguar descapotable, cuya existencia no le consta al que lo conduce.
Decían los griegos que nos movemos en un triángulo perverso del que, según parece, no podemos escapar: democracia, demagogia, dictadura. Las tres «des». Hay seres que están como pez en el agua en cualquiera de ellas. Tal es su condición moral. No hay más que encender el televisor y escuchar a los distintos portavoces hablando desde sus atriles. Siempre un paso por delante, ya viven en la demagogia. Ahora se trata de que nosotros entremos por nuestro propio pie en ella o nos resistamos. La consigna, el salvoconducto para dar el paso es afirmar: «Todos son iguales.» Ésa es la trampa. Curiosamente es el argumento eterno del chorizo: «Todo el mundo roba.»
XXIII
Además llevan a cabo una maniobra nada casual de apropiación de los símbolos ajenos para terminar con ellos. El primer partido de derechas que surgió en la España de la democracia con vocación de gobierno, formado por la coalición de varios partidos, todos presididos por exministros franquistas, se llamó Alianza Popular. A día de hoy el nombre parece de lo más normal, pero no lo era entonces.
Popular es aquello que viene del pueblo. Por extensión, también es lo asequible a las clases con menos recursos. Así, hablamos de precios populares. También se usa para definir a aquel que es muy conocido y querido por el pueblo. Blas de Otero, poeta, que como tal daba a las palabras la importancia que tienen, decía:
«Que no quiero ser famoso,
a ver si tenéis cuidado
en la manera de hablar,
yo no quiero ser famoso,
que quiero ser popular.»
Hacía el poeta una distinción clara entre lo popular y lo otro. Por eso sorprende que hoy se llamen «populares» aquellos que, a través de todos los signos de poder imaginables, como ropa de marca, automóvil, complementos, perfumes, estén dispuestos a pagar por algo una cifra disparatada con respecto a su valor real con tal de distanciarse, de huir de lo «popular». Sorprendido el autor por el precio de una camisa, intrigado al pensar que el tejido tendría algo especial, en su condición de gañán, fue a preguntar a la dependienta por qué lo desorbitado de la cifra. La respuesta fue: «Es que es un modelo exclusivo, hay muy pocas.» «Hay muy pocas», ésa es la razón, pagas para distinguirte de los otros, no en el sentido de huir del uniforme, sino para mostrar el poder adquisitivo. Por eso he llamado antes a estos productos «signos de poder».
El término «popular», en política, era característico, y podríamos decir que exclusivo, de la izquierda. Todavía hoy la definición de «democracia popular» viene dada como «régimen político cuya representación institucional son los Estados socialistas». Por eso sorprendió cuando estos señores decidieron poner en el nombre del partido el término «popular», y más aún en nuestro país, donde todas las fuerzas políticas de izquierdas en las últimas elecciones democráticas que se recordaban, las de 1936 de la Segunda República Española, se unieron formando el llamado Frente Popular. Contra ese Frente Popular y su victoria en las urnas fue contra lo que se alzaron Franco y los demás generales golpistas. A los que nos criamos en aquella España nos enseñaron que el Frente Popular y el demonio eran la misma cosa. Ver a Fraga encabezando una formación con ese nombre era como si Rouco Varela presidiera una asociación llamada «Por la Democracia, la Libertad y el Derecho a Decidir de las Mujeres».
Lo siguiente fue comenzar a utilizar como insulto un término que hasta hacía poco lucían con orgullo: «Fascista.»
Sorprendentemente, los que mantenían viva la única llama del fascismo en Europa empezaron a emplear el término en sentido peyorativo acusando de ser fascistas a los demás.
Lo que parecía un acto de enajenación colectiva se ha convertido en una costumbre. Hoy los chavales de las Nuevas Generaciones del «centro» hacen el saludo fascista, sacan la bandera y los símbolos fascistas cuando están contentos, pero siguen llamando fascistas a los rivales políticos y negando la importancia de esos gestos.
Recientemente, uno de los cargos jóvenes del PP, al verse en internet criticado por hacerse una foto rodeado de compañeros que hacen el saludo fascista detrás de una bandera nazi, se ha disculpado pidiendo perdón a los que se hayan podido sentir ofendidos y alegando: «No era sabedor de que la bandera estaba pintada, puesto que estoy situado detrás.» La excusa es casi peor que la acción porque en lugar de parecer un hecho puntual, debemos entender que lo de estar rodeado de jóvenes que hacen el saludo fascista le pareció normal, no vio nada extraño en ello y por eso pensó que era la bandera que llaman «constitucional». En realidad viene a decir: «Si molesta, no lo hago.» Parece que se aviene a la disciplina de los que le mandan sin que él o sus correligionarios entren en el fondo de la cuestión. A sus superiores jerárquicos les parece una chiquillada y así lo expresan cada vez que ocurre algo parecido, que es, por desgracia, con demasiada frecuencia. Esta dualidad contradictoria de tintes esquizoides de negar lo que se hace como si no fueran conscientes de su significado, utilizada como estrategia y sumada a la estupidez intrínseca que conlleva el fascismo, sin duda crea problemas de identidad y pasa factura; lo malo es que esa factura la pagamos los demás.
Los que se niegan a condenar el golpe de Estado y afirman que Franco fue un personaje histórico de gran relevancia, también utilizan «nazi» para definir al rival cuando el único aliado que le quedaba a Hitler en Europa era, precisamente, Franco. Durante mucho tiempo en España se negó el Holocausto, y en la educación sentimental de los niños del franquismo, los alemanes eran los buenos de la guerra. También recordamos que Franco capitalizaba la lucha contra ese enemigo ante el que había que estar siempre prevenido y que quería acabar con nuestra civilización, con nuestro sacrosanto nacionalcatolicismo, ese enemigo que bautizó como: «Contubernio judeomasónico.» Antisemitismo duro y puro. Así, con dos huevos. Los niños de nuestra generación teníamos al judío por animal de la peor especie y cuando un chaval escupía a otro, algo muy común en mis tiempos, se decía: «No seas judío.» Según dicen, los judíos escupían a Jesucristo durante la Pasión. Sufrimos un shock cuando nos enteramos de que Jesucristo era judío. Ese antisemitismo tuvo su máxima expresión en la primera mitad del siglo XX con el nazismo, que se lo tomó muy a pecho. Los nazis llegaron a una conclusión que llamaron «Solución Final» con la que pretendían, nada más y nada menos, exterminar a todos los judíos del mundo.
Los herederos del franquismo también olvidan que el ejército alemán con su aviación, la temida e implacable «Legión Cóndor», fue decisiva en la victoria de los golpistas en nuestra guerra civil. A ella se le atribuye el dudoso honor de perpetrar el primer ataque de la aviación contra una población civil de la historia, el célebre bombardeo de Guernica que inmortalizara Picasso en un cuadro para la Exposición Universal de París de 1937, con la intención de que el mundo tomara conciencia de la crueldad de estas hordas criminales. Por mirar para otro lado, Europa pagó más tarde un precio muy alto.
Estos nazis fueron los grandes maestros del uso de los símbolos, que también mezclaban con la cosa esotérica, y que plasmaban en las impresionantes coreografías castrenses que quedaron inmortalizadas en las películas de Leni Riefenstahl y que son el paradigma de la propaganda política y la exhibición de fuerza. Contaban con ese gran maestro de la manipulación del que ya he hablado y que se llamaba Goebbels. También para los nazis era tan importante la imposición de sus símbolos como la destrucción de los ajenos. De ahí que un partido que se creó para acabar con el socialismo, que se extendía como una plaga en aquella época, se llamara, precisamente, nacionalsocialista. De hecho, Hitler, en la última sesión donde hubo debate del Parlamento Alemán, el Reichstag, antes de quemarlo y tomar el poder absoluto, para demostrar el cariño que tenía a los socialistas se dirigió al líder de la socialdemocracia de aquel país, Otto Wels, y le espetó: «Ustedes ya no son necesarios, la estrella de Alemania se alzará y la de ustedes se hundirá. La hora de su muerte ha sonado.» Digo esto porque ahora, haciéndose eco de estas maniobras de manipulación, en algunos programas de debate de la televisión digital se afirma como ejemplo de la maldad del socialismo que Hitler era socialista, ya que su partido era nacionalsocialista. Esa manipulación de los términos permite, precisamente, a los que se encuentran más cerca de esa ideología dentro del espectro político, llamar nazis a los demás. Son los afines a Franco, el socio y aliado de Hitler, los que señalan a los demás con el dedo acusándoles de fascistas, totalitarios y nazis.
Por el contrario, un adjetivo que usaban para desprestigiar a los que eran tibios en sus manifestaciones públicas y no se definían como adictos al régimen, fue el elegido para bautizarse en la nueva democracia: «liberal». En los «buenos tiempos» de la dictadura se utilizaba el término liberal para desacreditar a alguien por su falta de compromiso, por no ser carne ni pescado, por su tibieza. Sólo «maricón» tenía el mismo efecto descalificador. Pues bien, en el afán de encontrar un adjetivo que les defina y para no verse obligados a decir lo que realmente piensan y ubicarse en esta sociedad de lo políticamente correcto, encontraron en el término «liberal» el adjetivo perfecto.
En política, liberal es el partido asociado a la libertad. En España está unido al liberalismo político que tiene su origen en las Cortes de Cádiz que se oponía a la invasión francesa y también al Antiguo Régimen. Desde luego, si de algo es inocente esta simpática muchachada de la derecha que nos gobierna es de haber luchado por la libertad. Todas las reformas que llevan a cabo van, precisamente, en el sentido contrario, el de menguar las libertades individuales de los ciudadanos. Ellos no son liberales, son conservadores, de los de toda la vida, de peineta y mantilla, están por la sociedad de castas y a ese proyecto se entregan con entusiasmo juvenil, últimamente plasmado en su reforma educativa que a todas luces persigue terminar con la igualdad de oportunidades.
¿Cómo se come esto? La cosa tiene truco. La cuestión es que existe también el término liberal aplicado a la economía, que es aquella teoría que aboga por la mínima intervención del Estado, partidaria de la libertad económica, el mercado libre, la libre competencia, la iniciativa privada y demás. O sea el desarrollo de las iniciativas económicas sin control o intervención del Estado. Libertad o descontrol que propiciado desde el púlpito del imperio por George W. Bush nos ha traído hasta la actual situación de crisis. La cosa se resume en que si todo el poder de la relación económica se vuelca del lado del empresario, al que se le dan todas las facilidades posibles para que desarrolle sus iniciativas, que incluyen incentivos fiscales, abaratamiento de los contratos con los trabajadores, liberalización de los despidos, flexibilización de la jornada laboral, en resumidas cuentas, eso que llaman optimizar la productividad a través de «reformas estructurales profundas», o sea, reducir los gastos al máximo para que los beneficios crezcan y la inversión sea más tentadora, con esos alicientes, se supone que se favorecerá la iniciativa empresarial y, con ella, la creación de puestos de trabajo. Es decir, si puedo tratar a los ciudadanos como objetos productivos de usar y tirar, como si fueran cosas, igual me animo y contrato. La idea no es mala, ya la conocían los egipcios y les sirvió para construir esas pirámides tan bonitas.
En este cuento de la lechera neoliberal, ¿dónde termina la voracidad del empresario?, ¿existe un tope en el margen de beneficio que permita al trabajador llevar una vida digna? Por decirlo de otra manera, ¿cómo se evita el abuso?, si es que le importa a alguien. El Estado debería controlar el mercado laboral, pero no interviene en los asuntos de las empresas privadas porque el manual neoliberal lo prohíbe, ya que tal intervención es característica de un totalitarismo de izquierdas trasnochado. El ciudadano se queda con el culo al aire.
Hace unos meses, en un debate televisivo, pude ver al que fuera consejero de Economía y Hacienda de la Comunidad de Madrid, Percival Manglano, que al ser preguntado por las consecuencias de esta crisis que produce puestos de trabajo en los que se exige (y le pusieron este ejemplo de oferta real) titulación superior, dos idiomas y dedicación completa por un salario de 600 euros mensuales, contestó sin vacilar que eso es mejor que estar en el paro y no cobrar nada. Contestó como si estuviera en un concurso, eludiendo toda responsabilidad exigible a los gobernantes de procurar el bienestar de la ciudadanía, y sin hacerse eco del drama que supone en una sociedad avanzada vivir en la pobreza a pesar de estar todo el día trabajando. Su respuesta es incontestable, 600 euros es mejor que nada. Un cerebro privilegiado. Este problema no va con él, a pesar de estar a cargo de la nave, y ése es «nuestro problema».
No entiende don Percival que es difícil hacer responsable del desempleo a una persona concreta, pero no lo es detectar el abuso y la explotación que, a mi entender, deben ser perseguidos, y más ahora cuando vivimos tiempos de necesidad y desprotección absolutos. Para proteger a los ciudadanos, que en ningún caso están en igualdad de condiciones a la hora de negociar un sueldo cuando se solicita un trabajo, debería estar la Administración. La labor de control cae en manos de los sindicatos a los que desde la Administración y sus medios de comunicación afines se ha demonizado y difamado constantemente, mientras que jamás se ha escuchado una sola crítica a las innumerables situaciones de abuso que se están dando en el mundo empresarial aprovechando la situación de precariedad que nos han traído la crisis y su herramienta más eficaz: la «reforma laboral». Y esto, a pesar de que la cúpula de la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales) tiene serios problemas con la justicia por delincuente. Su anterior presidente, Díaz Ferrán, está en la cárcel; un hijo de su predecesor, José María Cuevas, detenido por blanqueo de capitales; su actual vicepresidente, Arturo Fernández, está procesado por pagar con dinero negro a sus empleados sin que este detalle le haya supuesto el menor problema de incompatibilidad para continuar en el cargo, ni siquiera después de una anunciada reforma de regeneración ética de la Confederación. Debe de ser que ahí se encuentra en su elemento y sus compañeros también. ¡Vaya cartel!
El futuro para los trabajadores se ve negro cuando el Banco de España, a través de su gobernador, Luis María Linde, recomienda que se permita hacer contratos al margen de los convenios colectivos, así como traspasar la línea roja del salario mínimo interprofesional, que actualmente está en 645 euros. Me llamarán demagogo, pero quiero destacar que quien eso afirma ganó 81.320 euros pagados de las arcas públicas en los seis primeros meses del año 2012. Dice este señor que el salario mínimo de 645 euros puede suponer un freno a la contratación, ya que «no se ha conseguido paliar el desolador panorama laboral a pesar —y cito textualmente— de los esperanzadores logros alcanzados por la reforma laboral en materia de flexibilidad interna y moderación salarial». Bueno, como sabemos que este cargo lo ostenta un técnico de esos que no tienen ideología, no hacemos comentario alguno, pero cualquiera diría que no es que se le vea el plumero, es que parece un pavo real haciendo de cheerleader en la puerta de la CEOE.