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martes, 16 de julio de 2024

Noticias del último destino del perro Berganza (1814) de E.T.A. Hoffmann.

 Noticias del último destino del perro Berganza es un diálogo satírico sobre prosa, poesía y práctica escénica de E. T. A. Hoffmann, cuya redacción comenzó el 17 de febrero de 1813. El protagonista, antagonista de Cipión en el Coloquio de los perros de Cervantes, aparece en la Alemania contemporánea del autor como el perro negro de un músico que se vuelve loco.

Apareció impreso en mayo de 1814. Berganza se muestra como un altísimo filósofo en materia de Estética y Arte, formulando algunos principios del más profundo romanticismo alemán, y defiende a su segunda dueña, una cantante de ópera, de ser violada en su noche de bodas por un matrimonio forzoso e impuesto, mordiendo al marido.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Relatividad del atraco

Pocos escritores del desastre tan interesantes como el cervantista y regeneracionista Antonio Ledesma Hernández (1856-1937), autor de una de las mejores continuaciones modernas del Don Quijote, La nueva salida del valeroso caballero don Quijote de la Mancha (1905), donde el protagonista, revivido en el siglo XX, conquista Gibraltar, logra la Unión Ibérica y consigue crear una mancomunidad con Hispanoamérica. No menos llenas de ideas se hallan sus novelas Canuto Espárrago (1903) o El diácono Dionisio, aún inédita, la trilogía de los reformadores.

En un apólogo en que unos españoles son robados por unos salteadores estadounidenses, escribe:

      Yo pregunto a MacKinley:

“Si eso en Washington pasa,

¿a esa canalla no arrasa,

prende y castiga la Ley?”

     Mas responde, y con razón, 

que "El atraco es, no te asombre,

delito, si lo hace un hombre,

y gloria, si una nación”

sábado, 13 de enero de 2024

Francisco Aguilar Piñal, El misterio del Quijote

El gran bibliógrafo y dieciochista Francisco Aguilar Piñal tiene ya 93 años, y sigue tan fresco y campante, escribiendo un blog, "El asombro de Pinocho":

¿Quién escribió ¨El Quijote¨? (I)

28 septiembre, 2019

Esta inquietante pregunta es, desde luego, una provocación, pero hay una duda razonable sobre su autoría que se ha mantenido soterrada, sobre todo cuando se estudia el texto de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha bajo el prisma biográfico del autor. Desde la primera impresión de la portada de la maravillosa novela, una prueba de 1604 (cuya copia conservo), figura como autor (“Compuesto por”) Miguel de Cervantes Saavedra. Y así ha continuado en las innumerables ediciones que  siguieron a la primera parte de 1605, y a la segunda de 1615, dentro y fuera de España, ya en original castellano, ya traducida. El nombre de Cervantes va unido indisolublemente al Quijote, como autor de sus dos partes,  según todos los datos conocidos, aunque su biografía presenta lagunas y hechos ciertos que pueden contradecir su autoría. Ante una atribución tan admitida durante siglos parece una insensatez plantearse siquiera la duda, por muy razonable que pueda parecer. Las razones que abonan esa duda son, sin embargo, lo suficientemente pertinaces como para ser planteadas y discutidas de nuevo por cualquier lector de la novela cervantina.

Me parece discutible que, sin réplica, se tenga por autor del Quijote a un personaje histórico tan alejado de la tranquilidad del estudio y del reposo necesarios para pergeñar y redactar un texto repleto de alusiones literarias, humanísticas y geográficas. Nacido en Alcalá de Henares, ciudad universitaria entonces, de mayor población que Madrid,  al cumplir los tres años  su familia se traslada a Valladolid, donde su padre, cargado de deudas, es embargado y encarcelado. Por poco tiempo, porque enseguida los Cervantes se marchan a Córdoba, donde la familia vive durante diez años (1553-1563), y después a Sevilla, al entorno  de San Miguel, muy cerca del colegio jesuita de San Hermenegildo, donde algunos suponen que el joven Miguel siguió los estudios de latinidad.

En su adolescencia y juventud Miguel de Cervantes, si es que siguió la estela paterna, se traslada a diversas ciudades españolas: Alcalá, Córdoba, otra vez Alcalá, de nuevo Córdoba, y por fin Sevilla. Cambios de domicilio, de amigos y de tranquilidad, sin posibilidad de acceso a una biblioteca pública, porque eran entonces inexistentes, y mucho menos a ninguna de las privadas en las que sólo unos pocos nobles y adinerados podrían encontrar las puertas abiertas. Los únicos libros que hubiera podido  manejar eran los escolares, alguno prestado, quizás alguna antología y poco más.  Son escasas las referencias documentales de estos años, pero mucho menos las que pudieran dejar constancia de sus estudios, continuamente interrumpidos.  

Suposiciones, que no hechos ciertos. Miguel de Cervantes fue un iletrado, un ingenio lego, sin los estudios y conocimientos necesarios para escribir esa extensa novela engarzada en muchos saberes humanísticos. Así lo reconoce el último de sus biógrafos, Alfredo Alvar, quien afirma, con autoridad, que “la formación de Cervantes fue, como la de tantos, muy desestructurada. Nada de sus estudios se puede constatar documentalmente”. Y rechaza la “invención” de cervantistas ilustres como Astrana y Rodríguez Marín, que “fueron los fabricadores de la vida estudiantil de Cervantes en Córdoba y Sevilla”.

A sus veinte años la familia de Rodrigo Cervantes está ya en Madrid, al calor de la Corte, donde Miguel recibe clases, al parecer, del famoso latinista Juan López de Hoyos durante varios  meses. ¿Pero qué pudo aprender en sólo unos meses de asistencia a sus clases? Estos fueron todos sus estudios, digamos “académicos”, porque su gran maestra fue la vida, sin pisar los umbrales de ninguna universidad. Los títulos universitarios no garantizan los conocimientos pero obligan al trato cotidiano con los libros, bien escaso en las familias de agobio económico, como era el caso de los Cervantes de Alcalá. Aunque también es cierto que, para esquivar la dificultad, Alvar sostiene que nuestro escritor tuvo reales suficientes para adquirir unos cientos de libros. Lo que no dice es dónde guardaba esos libros ni los papeles originales de sus escritos.

Porque el “Mapa de los viajes cervantinos” en su madurez resulta envidiable para cualquiera que tenga ambiciones turísticas. Su vida fue un perpetuo deambular por ciudades y paisajes distintos, con escaso equipaje y menos sosiego para escribir.  Cruzó el Mediterráneo en varias ocasiones, desde que en 1569 tuvo que huir a Roma, acosado por la Justicia. Sabemos que Cervantes estuvo en Italia durante cinco años (1569-1575), primero como paje de un cardenal y después como soldado alistado en los tercios de Nápoles, participando en la batalla de Lepanto (1571). Pero pocos recordarán que en su obra menciona no sólo a Roma, sino a casi todas las capitales importantes (Venecia, Florencia, Milán, Bolonia, Génova, Nápoles, Ferrara, Lucca, Parma, Palermo) además de las acogedoras Reggio y Mesina, donde estuvo convaleciente después de Lepanto.

¿Todos estos viajes, envidia de cualquier turista de hoy, los pudo hacer en sólo cinco años de vida cuartelera? Sabemos que, al recuperarse de sus heridas, don Juan de Austria le concedió una paga mensual de tres ducados, insuficiente para tener una vida holgada, rodeado de libros y vagando por los caminos de la península italiana. Sabemos que fue paje del cardenal Acquaviva,  pero ¿tuvo allí ocasión para dedicarse a sus lecturas favoritas? ¿Aprendió bien el italiano estando en Roma? Las obras de Ariosto, que tan bien conoce el autor del Quijote, las pudo leer en volúmenes sueltos y recopilaciones, en toscano, pero poco más, porque ni tenía tiempo, ni acceso a bibliotecas públicas, tan inexistentes como en España,  ni conocía los idiomas necesarios para leer tantos libros de autores célebres, aún no traducidos al castellano.. Por más que un ilustre cervantista haya intentado imaginar una “biblioteca de Cervantes”, no parece probable que la tuviera una persona que no tuvo casa propia hasta sus últimos años, que vivió siempre en posadas, cuarteles o casas de amigos. Una cosa es que citara los libros y otra muy diferente que los poseyera. El mismo Canavaggio, que lo considera “autodidacta”, se pregunta: “¿cuándo pudo saciar esta sed de lectura?” Sin mucha convicción, indica que en Roma y en Nápoles. En última instancia, se pregunta de nuevo: “¿qué leyó? O más bien ¿qué retuvo de sus lecturas?”

Después de Lepanto, ya sabemos de su cautiverio en Argel (1575-1580), lugar que no parece muy propicio para lecturas y escrituras. Los años siguientes son de “pretendiente” en la Corte, sin éxito, hasta que decide casarse por interés, a los treinta y siete años cumplidos, con una joven que iba a cumplir los veinte, Catalina de Salazar, huyendo de la familia de su amante, Ana Franca, mujer casada con la que tiene a su hija Isabel. Abandona pronto el domicilio conyugal en Esquivias, para servir al rey como “juez de comisión” en la requisa de trigo y cebada para la Gran Armada (1587).

A principios de 1588 lo encontramos de nuevo en Sevilla, alojado en una pensión de la calle Bayona, junto a la catedral. Otra docena de años recorriendo Andalucía (1588-1600) de aquí para allá, siempre en incómodas posadas, con la maloliente compañía de las caballerizas. Con tanto viaje, ¿dónde guardar los libros? ¿Dónde los pliegos escritos? ¿Dónde los recibos de tanta recaudación? Y sobre todo, ¿acaso responde su vida inmoral y precipitada al reposo y la virtuosa condición del autor del Quijote?

Quedan cuatro años para que aparezca impresa la genial novela, pero en ellos da con sus huesos en la cárcel por malversación de fondos, en cuatro ocasiones: 1588, 1592, 1594 y 1597, esta última en Sevilla, donde un fantasioso historiador sitúa las primeras páginas del Quijote. Llamo fantasioso al insigne Rodríguez Marín porque hay que serlo para imaginar a un preso, manco por más señas, escribiendo en una infecta celda de esa cárcel inmunda, donde no se podía ni respirar aire puro, según cuenta un padre jesuita que la describe con los más negros tintes de incomodidad, suciedad y peleas de valentones. No. Cervantes no pudo escribir una sola línea en ese antro del hampa sevillana. Lamento disentir de esa tradición sin fundamento, en que se basa la lápida recordatoria en la calle de la Sierpe, descubierta por los académicos sevillanos en la fachada de la antigua cárcel. Lo único que se puede admitir es que en ese hacinamiento de rufianes, el preso poeta idease los primeros capítulos del Quijote, pero nunca  el asir la pluma para redactar una sola página. Vienen a confirmar esta opinión las palabras de Canavaggio sobre la prisión sevillana, de la que dice que era: ”un verdadero monstruo, donde residían de forma permanente casi dos mil detenidos, es decir, una capacidad de acogida superior a la que ofrecía el conjunto de los demás establecimientos de la península, Madrid incluido”.

Puesto en libertad, el ilustre prisionero llega a ver el regio catafalco levantado en la catedral sevillana para las honras fúnebres del rey Felipe II, fallecido en El Escorial el 13 de septiembre de 1598, casi al mismo tiempo que moría en Sevilla su gran protegido Arias Montano. Lo demuestra en el famoso soneto con estrambote que incluye en el Viaje del Parnaso, considerándolo “el principal honor de sus escritos”, aquél que comienza: “¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza/ y que diera un doblón por describilla!”.  Sí, Miguel de Cervantes estuvo en Sevilla durante varios años, pero sin destacar en ella ni como poeta ni como novelista. No era, para los sevillanos de entonces, más que un mediocre poeta madrileño, un recaudador molesto, del que se huía, con el sambenito de sus desfalcos y de sus meses en prisión.

En el año 1600, último de su estancia en Sevilla, se afirma que posó para un jovencísimo Juan de Jáuregui, autor del supuesto retrato que preside la Real Academia Española. Pero, al estudiar la polémica sobre este retrato, suscitada por varios cervantistas de comienzos del siglo XX, entre los que se encuentran Narciso Sentenach, el marqués de Camarasa, Rodríguez Marín, Aurelio Baig, Alejandro Pidal y otros, me quedo con la conclusión de Julio Puyol (1917), de  que “el retrato no es más que una superchería manifiesta”. Los argumentos en pro y en  contra son serios, pero no han tenido consecuencias prácticas. Sin embargo, soy de parecer que esa figura de caballero adusto no puede ser la de nuestro Cervantes, recién salido de la cárcel, de mala reputación y estrecheces económicas, a quien se digna retratar, según la tradición, un noble aprendiz de pintura, de muy buena familia sevillana, pero joven de sólo 17 años. No. Ni ese cuadro es de Jáuregui, ni el retratado puede ser Miguel de Cervantes, que todavía no había escrito el Quijote.  

Ese mismo año abandona Sevilla y vuelve a Esquivias, con escapadas a Madrid,  y después a Valladolid. En todo caso, después de la publicación del Quijote, se instala en Madrid, primero detrás del Hospital de Antón Martín, por dos veces en la calle Magdalena, después en la calle Huertas, y finalmente en la calle Francos (hoy Cervantes), esquina a la calle León, con su esposa y una criada. A pesar de los constantes cambios de domicilio,  son años de más tranquilidad, en los que pudo escribir con cierto sosiego la segunda parte de la novela. Pero ¿qué decir de la primera? Tuvo que ser escrita durante los años de recaudador en Andalucía, insultado por los vecinos, perseguido por la justicia, encarcelado, sin casa propia, viviendo en malolientes posadas. ¿No es motivo suficiente para la duda? No es mi deseo rebajar la categoría social y moral del novelista, pero cuanto digo está escrito y documentado por sus numerosos biógrafos. La suya fue un “desastre de vida”, como sentencia Alfredo Alvar en su Cervantes.

      (II)

Si nuestro Miguel de Cervantes fuese realmente el autor del Quijote habría que añadir al merecido título  de “Príncipe de los Ingenios Españoles” el no menos honroso de “Señor de los milagros”. Porque milagro, y no pequeño, es conservar en la memoria los nombres de todos los personajes que cita, sin tener biblioteca propia, ni mesa de trabajo, ni armario para guardar sus manuscritos, sin reales para comprar tanto papel, pluma y tinta,  sin unos meses de tranquilidad para escribir, siempre de acá para allá, entre espadachines, truhanes y mozas de partido. Sin estudios superiores, sin acceso a más bibliotecas que las de los amigos, ¿cómo consiguió escribir la mejor novela de todos los tiempos, en el mejor español del Siglo de Oro, maestro de la lengua, de la fabulación, de la sátira más fina de la sociedad de su tiempo? Escaso de tiempo y de comodidades, falto de la mano izquierda, sin más posibilidades que la facilidad de su pluma y el precioso baúl de sus recuerdos… ¿Cómo conciliar  vida y trabajo?

Pero hay bastante más. Hay quien piensa que para escribir una novela sólo se necesita mucha imaginación y soltura con la pluma. Pero este no es el caso, ya que el Quijote es un compendio de sabiduría, no aprendida precisamente en las calles ni en las mazmorras. El autor no se vale solamente de su imaginación, sino que vuelca en su obra unos conocimientos que ya querría para sí el  mejor de los humanistas españoles del Siglo de Oro. ¡Qué  prodigio de memoria, qué formación erudita, sin un mal apoyo de notas o apuntes!  Quienquiera que fuese el novelista,  cita en su obra a todos los escritores importantes, tanto de la antigüedad (Hipócrates, Aristóteles, Platón, Homero, Polidoro, Jenofonte, Solón, Pausanias, Plutarco, Cicerón, Ovidio, Virgilio, Juvenal,  Marcial, Tibulo, Terencio) como del renacimiento español (Boscán, Garcilaso, Montemayor, Ercilla, Cetina, Jáuregui, Gil Polo, Laguna, Virués, incluso Marco Polo, el viajero italiano traducido por el fundador de la Universidad de Sevilla). Nunca a humo de pajas, sino sabiendo lo que decía.

Los libros de caballerías no tienen secretos para él: los ha leído todos y sabe los nombres, carácter y comportamiento de todos los personajes, desde Amadís de Gaula y Belianís de Grecia hasta todos los Palmerines, pasando por Tirant lo Blanc, Felixmarte de Hircania y el Orlando de Ariosto. Conoce la Eneida  y la Odisea tanto como La fingida Arcadia, Bernardo del Carpio, La Araucana. La Diana y El lazarillo de Tormes. No hay que resaltar su conocimiento de la mitología antigua, ya que las leyendas mitológicas son la base cultural de cualquier escritor del Renacimiento. Lo mismo cabe decir de las leyendas artúricas y la historia de Grecia y Roma, a las que alude con frecuencia, como la historia de España, desde el rebelde Viriato y el visigodo rey Wamba. ¿Cómo no dudar, sin una respetuosa prevención, de que Cervantes, el viajero impenitente, desgraciado en vida y en amores, sin un mal escritorio, pueda ser el verdadero autor de la enciclopédica novela?

Empleando la ironía, quizás pudiera ser “obra de encantamiento”, como insinúa seriamente el caballero loco: “Yo te aseguro, Sancho, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia”. Esto lo dice en el capítulo segundo de la segunda parte, uno de los más sustanciosos en cuanto a la autoría, ya que aquí se atribuye el manuscrito a Cide Hamete Benengeli, “nombre de moro”, según rápida sentencia del caballero, el cual, quedando pensativo, dice de la novela: “desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide; y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas”. Malos recuerdos tenía el soldado Miguel de los turcos de Lepanto y de los berberiscos de Argelia.

Que el creador del Quijote fuese el mismo que compuso La Galatea (impresa en 1585)  es tema que aparece en el famoso escrutinio de la biblioteca de don Alonso Quijano, en el capítulo primero de la Primera parte del Quijote, el cual distanciándose del novelista-relator, se refiere a “ese Cervantes”, autor de La Galatea: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega”. La verdad es que esa misericordia, con tanta humildad demandada, le llegó de inmediato, en compañía de la Fama, a las pocas horas de la primera edición del Quijote.  Ironía por ironía: ¿se señalaba con el dedo a sí mismo, destacando en el escrutinio a su querida Galatea? Miguel de Cervantes, el hijo del malaventurado cirujano y sangrador de Alcalá, ¿fue realmente  el verdadero autor de esta “novelada” historia?

Armando Cotarelo, venerable erudito, compiló las lecturas de Cervantes, que suman 429 títulos. “Imposible que leyera tanto”, respondió con arrogancia no exenta de sensatez, otro erudito, González de Amezúa, en 1956. ¿Cómo no dudar de esas posibles lecturas? Lo normal es la duda. Pero ya antes, en su discurso del centenario (1905) en la Universidad Central de Madrid, Menéndez Pelayo había dejado claro “que Cervantes fue hombre de mucha lectura; no podrá negarlo quien haya tenido trato familiar con sus obras”, añadiendo que “todas las obras de Cervantes prueban una cultura muy sólida y un admirable buen sentido”. Don Marcelino no supo decir dónde ni cómo Cervantes adquirió esa inmensa capacidad de conocimientos que se encierran en la inmortal novela. Si en lugar de “Cervantes” el ilustre académico y catedrático, hubiera escrito “el autor del Quijote”,  no habría nada que objetar. Pero ni por un momento puso en duda que lo fuese  el nacido en Alcalá, como tampoco lo dudaban los ilustres y numerosos académicos sevillanos de Buenas Letras que ocuparon largas horas de conversaciones y disputas con el sabio santanderino sobre Cervantes y sus obras.

Contra lo dicho por algunos críticos románticos, el autor del Quijote no fue un escritor aislado, de ideario independiente y genial, sino que, como todo escritor, tiene sus “fuentes literarias”, que no son pocas, según ha demostrado el gran cervantista sevillano Francisco Márquez Villanueva. Menéndez Pelayo tenía razón. Toda la cultura antigua y renacentista está volcada en sus libros. ¿Pero, cómo lo consiguió? Si Juan de Valdés, insigne humanista castellano del siglo XVI, de vida sosegada y buena biblioteca en el recogimiento de su casa, confiesa que tardó diez años en leer todos los libros de caballerías ¿cómo admitir que en menos tiempo y con menos sosiego lo hiciera el manco de Lepanto? ¿Qué misterio encierra el llamado  “enigma” Cervantes?

A mayor abundamiento, ¿cómo se puede compaginar el soterrado erasmismo del autor del Quijote, y su defensa de la paz cristiana y su horror a la guerra, con los ideales bélicos del soldado Miguel de Cervantes? ¿cómo la vida pendenciera, pecadora y a veces fraudulenta del escritor perseguido por la ley y excomulgado por la Iglesia, con las piadosas decisiones del Miguel de Cervantes Saavedra que en 1609 ingresa en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento de Madrid y en 1613 en la Orden Tercera de San Francisco, con cuyo hábito es sepultado?

Muere en su cama de Madrid el 22 de abril de 1616, después de aquella desgarradora dedicatoria de su obra póstuma, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, donde se despide de la vida y de su protector, el conde de Lemos. Obra cuyo argumento, según las más recientes investigaciones (Carlos Romero), pudo ser concebido por los mismos años de la ‘idea quijotesca’ es decir, en Sevilla. Con esta ampliación resulta más incomprensible la prodigiosa memoria de Cervantes, que esboza en Sevilla las dos obras más importantes de su vida, sin contar con el más mínimo soporte erudito, entre los barrotes de una prisión y en tan poco edificantes compañías. Por todo ello, la duda permanece y el milagro cervantino se agiganta, pero el ánimo se encoge ante la osadía de negarle a Cervantes la autoría del Quijote.

Quedarían sin explicación los privilegios reales, necesarios entonces para poder publicar la novela. El de 1604 para la Primera parte, comienza: “Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que havíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de La Mancha, el cual os había costado mucho trabajo…”. En la Segunda, fechado en marzo de 1615, se dice: “Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue hecha relación que havíades compuesto la Segunda Parte de don Quijote de la Mancha, por ser libro de historia agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio…”. Nótese que en ambas ocasiones se insiste en el “trabajo y estudio” que le había costado la novela (“historia agradable”) al autor, se supone que en la soledad de una alcoba atestada de libros, algo que, según hemos visto, no se compadece mucho con la ajetreada vida del novelista.  Imaginemos alguna salida al laberinto, sólo como hipótesis.

¿No podrían ser coetáneos dos personajes castellanos con los mismos nombres y apellidos? Lo insinúa también su biógrafo Canavaggio: “tal vez llegue un día en que se descubra que hubo dos Miguel de Cervantes”. ¿Acaso sería el Miguel alcalaíno el mediocre poeta que da la cara por otro personaje escondido a su sombra? ¿Quién podría esconderse tras el soldado nacido en Alcalá de Henares, de identidad tan documentada pero de vida tan incongruente con la que se perfila en el novelista? ¿Quién le pudo ofrecer la gloria de ser, ante todos, el creador de Don Quijote? ¿A cambio de qué?  No hay respuesta a tanta pregunta. Sólo imaginaciones sin fundamento documental. Pero nadie, en su sano juicio, podría negar hoy por hoy esa autoría, avalada por los privilegios reales y tan reconocida mundialmente.  Sin embargo, la duda persiste y se agiganta cada vez que la razón comienza su “quijotesca” aventura…

Confieso mi desmedida osadía a la vez que mi admiración por ese fabulador de las mejores páginas de nuestra literatura, sea quien fuese, que supo como nadie escudriñar en la locura de la vida. Porque en este mundo de locos, sólo es cuerdo el enajenado Alonso Quijano. Hoy por hoy, la respuesta a tanta pregunta insidiosa no es otra que la del humilde reconocimiento de ese ‘milagro’ literario que es el de haber conquistado la cima de la gloria a pesar de tantos inconvenientes, luchando contra tantas adversidades, en unos ambientes tan poco propicios para la creación y redacción de las mejores páginas de la literatura española. Aunque no sería justo si  la gloria que reclamo para el Quijote no la reclamara, cuadruplicada, para su desconocido autor, cuyo cerebro fue fábrica de sueños, pero también centro neurálgico de  una memoria sin igual y de una razón  crítica aplaudida como la mejor aportación de España a la cultura universal.

lunes, 19 de junio de 2023

Cervantes y los sicilianos

Hoy en día, cuando contamos con ediciones monstruosas del Don Quijote por su erudición o por su minucia (la variorum de Urbina y las "varias" de Francisco Rico, por casos) resulta extraño el escaso estudio que tiene entre nosotros la literatura en lengua siciliana, donde tanto hay curioso que reseñar. En concreto nos tocan personalmente dos autores. Uno es el erudito Giovanni Meli (1740-1815), autor de cinco volúmenes de escritos, entre ellos Don Chisciotti e Sanciu Panza (Don Quijote y Sancho Panza (1785 y 1787) un poema paródico (o, como el mismo dice, eroicomicu) en doce cantos de octavas reales inspirado, claro está, en la obra de Cervantes, pero que reinserta en la tradición narrativa de una de las fuentes del mismísimo Cervantes, Ludovico Ariosto, cuyo Orlando furioso tiene por protagonista a otro caballero enloquecido anterior, Roland, Roldán u Orlando. La obra tiene algunos excursus morales importantes, y según la hispanista Michelina Patania también parece haber tomado algo del apócrifo Quijote de Avellaneda. Apercibió correctamente el autor que el episodio de la cueva de Montesinos es una parodia de las catábasis épicas, pero el verdadero personaje de esta continuación es Sancho, que evoluciona y aprende como un buen salvaje roussoniano, o más bien un buen plebeyo (dejaremos para otro momento el tópico del mal salvaje, que también existe), mientras que su amo, convertido en ermitaño, sigue tan fanático como se ha querido ver. Patania cita el simbolismo consciente que el autor quiso figurar con el cambio de los tiempos del pasado a la modernidad en línea con la Revolución Francesa que no dejaba de apreciar al mismo tiempo que se daba cuenta de sus inevitables defectos.

El otro es Antoniu Vinizzianu (1543-1593), el autor más importante de esta literatura olvidada y cuya ingente obra, de difusión largo tiempo manuscrita, todavía no ha sido enteramente sondeada y editada. Fue nada menos que amigo de Cervantes, solo cuatro años más joven, y como él apresado por un pirata berberisco y conducido a Argel. Unas octavas testimonian bien la amistad que llegó a unir la obra y la vida de ambos poetas.

Michelina Patania, "Don Chischiotti e Sanciu Tanza de Giovanni Meli", en  Cervantes en Italia: Actas del X Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas : Academia de España, Roma 27-29 septiembre 2001 / coord. por Alicia Villar Lecumberri, 2001, págs. 323-327.


sábado, 15 de octubre de 2022

Jeroglíficos cervantinos

 La Habana, 4 nov (ACN)

"Si no os picaderes más de saber más menear las negras que llevais que la lengua –dijo el otro estudiante–, vos lleváredes el primero en licencias como llevaste cola".

¿Entiendes algo? No te preocupes, nosotros tampoco, es castellano de hace más de cuatro siglos y aunque incluso reconocemos casi todas las palabras, puestas juntas no tienen sentido. O al menos no en el siglo XXI.

El 9 de mayo de 1605 se publicó "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha", la primera parte de la monumental obra escrita por Miguel de Cervantes en un castellano tan remoto que, en la actualidad, hasta los profesores de literatura tienen problemas para descifrarlo.

Si Cervantes no hubiera sido un genial escritor de principios del siglo XVII sino un guionista de televisión, las incomprensibles líneas que empiezan este artículo sonarían así:

"Si os hubiérais jactado de utilizar la lengua tanto como os jactáis de manejar esas espadas que lleváis, habríais sido el primero en la licenciatura, y no el último de la cola".

Las diferencias con la versión original, publicada hace 411 años, son tantas que incluso poniendo un texto al lado del otro nos podría resultar dificil sospechar que tienen el mismo sentido.

Una hazaña digna de Don Quijote

Durante 14 años, el poeta español Andrés Trapiello emprendió la quijotesca aventura de traducir la obra de Cervantes a un español comprensible para los lectores de la actualidad.

En su trabajo, cada dos por tres, tropezaba con líneas como esta:

“Esto me parece argado sobre argado, y no miel sobre hojuelas. Bueno sería que tras pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen ahora los azotes".

¿Sabes lo que significa?

Como tú, generaciones de lectores lo han intentado y la gran mayoría, con la fuerza de voluntad hecha escombros, terminaron por abandonar el libro. Trapiello ayuda a traducir la frase:

"Me parece que llueve sobre mojado, y no miel sobre hojuelas –replicó Sancho–. Estaría bueno que tras pellizcos, sopapos y alfilerazos viniesen ahora los azotes".

¿Estás entre aquellos que alguna vez intentaron leer el Quijote y se sintieron derrotados?

"Trómpogelas"

Las versiones más comunes del Quijote, esas que se usan todavía en muchos colegios de España y Latinoamérica, suelen tener más de mil notas a pie de página para explicarle al lector los modismos caídos en desuso, algunas tan largas como páginas enteras.

¿Crees que podrías entender la siguiente frase sin ellas?

"Muchas veces te he aconsejado que no seas tan pródigo en refranes, y que te vayas a la mano en decirlos, pero paréceme que es predicar en el desierto, y castígame madre, y yo trómpogelas".

No te molestes en buscar esta última palabra en el diccionario: ya no existe.

“Hay millones de españoles e hispanohablantes que no es que no quieran (lo han intentado cien veces), es que no pueden leerlo, y abandonan, porque el Quijote está escrito en una lengua que ni hablamos ni, a menudo, entendemos", dice Trapiello en su blog.

La frase, que corresponde al capítulo 67 de la segunda parte del Quijote, debería entenderse así:

"Muchas veces te he aconsejado que no seas tan pródigo en refranes, y que te sujetes, pero me parece que es predicar en el desierto, y ríñeme mi madre, por un oído me entra y por otro me sale".

Enfrentando al gigante

La estructura del castellano no parece haber cambiado tanto desde los tiempos de Cervantes, pero muchas de las expresiones y las palabras que entonces eran comunes cambiaron o desaparecieron con los siglos.

“Los días de entre semana se honraba 'con su vellorí más fino'", dice Cervantes de Alonso Quijano, el popular Don Quijote.

Hoy se diría: "Con un traje pardo de lo más fino".

"Adarga antigua" es hoy lo que llamaríamos un escudo antiguo y decir que harás algo “de halgas o por mangas" significa que lo conseguirás de "una forma u otra".

Claro que hoy, que conmemoramos los 400 años de la muerte de Miguel de Cervantes, usamos un español que las próximas generaciones de hablantes del español tampoco entenderán.

El periódico de la mañana, los anuncios de publicidad por la calle o este mismo artículo, terminarán por requerir los oficios de un futuro y paciente traductor que se embarque en la quijotesca aventura de entendernos.

jueves, 3 de marzo de 2022

Nuevos datos fiables sobre Cervantes y el Quijote. Investigaciones de Javier Escudero en protocolos notariales.

I

Lidia Yanel, "Personas y hechos del Quijote son reales: sabemos quién informaba a Cervantes". EFE / Madrid Actual - Miércoles, 02 Marzo 2022 11:05

Toledo, 2 mar.- Cervantes escogió La Mancha para escribir el Quijote de forma consciente y meditada porque tenía muy cerca al hidalgo que le habló de personas y situaciones reales que el autor reflejó.

Ahora tenemos documentos que prueban la relación entre Miguel de Cervantes y su fuente, Alonso Manuel de Ludeña, su vecino en Esquivias (Toledo).

"No todo es como se nos había contado. Cervantes es un escritor organizado e informado, y la novela es verosímil y creíble. Su forma de escribir es como la de otros escritores, conoce a una serie de personas, le parecen interesantes y las incluye en sus novelas”, explica a la Agencia Efe el investigador Javier Escudero en vísperas de que se publique su ensayo ‘Las otras vidas de don Quijote’ (Ediciones B).

Durante dos décadas, Escudero ha investigado en miles de documentos de finales del siglo XVI, sobre todo relacionados con procesos judiciales, y ha localizado a multitud de personajes y aventuras que no solamente son protagonistas del Quijote sino de otras novelas de Miguel de Cervantes como ‘La ilustre fregona’ , ‘La gitanilla’, ‘Rinconete y Cortadillo’ o ‘El retablo de las maravillas’.

Este investigador madrileño, licenciado en Derecho, doctor en Humanidades y archivero de profesión (actualmente en Cuenca), ha encontrado documentos que avalaban situaciones y personas del Quijote, como el hidalgo que atacó un molino de viento, el que compró un rocín que se le cayó o los que vestían como caballeros medievales.

Pero faltaba algo, necesitaba encontrar por quien o quienes había conocido Cervantes todo eso, necesitaba descubrir al informante. Y lo ha encontrado: un hidalgo importante en aquella Mancha que se sitúa entre los municipios toledanos de Quintanar de la Orden, Miguel Esteban y El Toboso y que entre 1594 y 1607 vivió al lado de Cervantes en Esquivias, alejado de la Mancha.

Ese hidalgo manchego es Alonso Manuel de Ludeña, que en Esquivias tuvo una casa con cueva y tinajas y que sabemos que conoció a Cervantes porque arrendó tierras a Lope de Vivar Salazar (cuyo hijo fue el heredero de Cervantes y su esposa Catalina cuando murieron sin descendencia) y vendió otras a Gabriel Quijada de Salazar (hijo de Alonso Quijada, casero de Cervantes y de quien se considera que Cervantes tomó el nombre de su libro).

Ludeña era de Quintanar pero durante unos años vivió en Esquivias porque allí tenía tierras y bienes su mujer, que le dio poderes para poder venderlo cuando la convivencia del matrimonio acabó.

Javier Escudero cree que “hay mucho miedo a poner en cuestión la creatividad de Cervantes” pero tiene claro, a raíz de los documentos que ha localizado, que el escritor no improvisaba ni era contradictorio sino que era una persona “concienzuda”, bien organizada y coherente.

Añade que, además, Cervantes no traslada personajes de forma literal ni plasma sus biografías sino que lo utiliza para hilar su novela; es decir, toma nombres y hechos reales para hacer una obra reconocida universalmente, y esto no quita valor.

“Tenemos que saber que proviene de hechos y personajes reales y que Cervantes pretende hacer literatura, no historia. Creo que esto no modifica para nada la creatividad de Cervantes”, insiste Javier Escudero, quien defiende que su teoría es “la única que une lo que hasta ahora parecía irreconciliable”.

LO SENSATO ES LO REVOLUCIONARIO

Este investigador afirma que “lo sensato es lo revolucionario”. Es decir, que cuando Cervantes habla de Quintanar o el Toboso no es figurado, se refiere a Quintanar y El Toboso, y cuando escribe sobre molinos de viento se está fijando en Campo de Criptana porque allí hay molinos.

Todos estos lugares (Quintanar, El Toboso, Miguel Esteban, Criptana) están muy cerca geográficamente pero, al mismo tiempo, Miguel de Cervantes “nunca vivió en La Mancha o no hemos podido demostrarlo”, pero tampoco lo necesitó porque estaba bien informado.

“El realismo en situaciones, personajes y aventuras del Quijote empieza desde la primera página; no en la segunda parte, como se nos ha dicho”, insiste Escudero, quien agrega que “sabemos que, escribiera donde escribiera el Quijote, Cervantes lo gestó tranquilamente, en largas conversaciones en Esquivias con estos hidalgos”.

A su juicio, “se han dicho tantas cosas del Quijote, unas contradictorias con otras, a veces teorías inverosímiles, que ser sensato se convierte ahora en algo casi revolucionario”.

HOMENAJE A LA PROFESIÓN DE ARCHIVERO

En ‘Las otras vidas de don Quijote’ Escudero hace un paralelismo entre las salidas del Quijote y las que tendría que hacer un archivero para encontrar al hidalgo caballero, y plantea cuatro salidas, a archivos de Granada, Madrid, Cuenca y Toledo.

Porque este ensayo es “un homenaje a la profesion de archivero y conservador”, que es “muy poco conocida”, explica, porque “somos vistos como una especie de Quasimodo, abrazados a los documentos, en penumbra y sin dejar que nadie los vea”, bromea.

Archivos parroquiales de Quintanar, Miguel Esteban, El Toboso o Socuéllamos, entre otros; archivos municipales e históricos provinciales; el Archivo Diocesano de Cuenca, el Archivo de la Real Chancillería de Granada o el Archivo Histórico Nacional han sido algunos de los estudiados por este investigador que ha analizado medio millar de procesos judiciales.

Con su teoría y sus descubrimientos documentales ha participado en numerosos congresos y reuniones internacionales. Y avisa de que aún no ha cerrado sus investigaciones.

II

Personas y hechos del Quijote son reales: sabemos quién informaba a Cervantes

Por Newsroom Infobae, 2 de Marzo de 2022

Lidia Yanel Toledo (España), 2 mar Cervantes escogió La Mancha para escribir el Quijote de forma consciente y meditada porque tenía muy cerca al hidalgo que le habló de personas y situaciones reales que el autor reflejó. Ahora tenemos documentos que prueban la relación entre Miguel de Cervantes y su fuente, Alonso Manuel de Ludeña, su vecino en Esquivias (Toledo). "No todo es como se nos había contado. Cervantes es un escritor organizado e informado, y la novela es verosímil y creíble. Su forma de escribir es como la de otros escritores, conoce a una serie de personas, le parecen interesantes y las incluye en sus novelas”, explica a la Agencia Efe el investigador Javier Escudero en vísperas de que se publique su ensayo "Las otras vidas de don Quijote" (Ediciones B). Durante dos décadas, Escudero ha investigado en miles de documentos de finales del siglo XVI, sobre todo relacionados con procesos judiciales, y ha localizado a multitud de personajes y aventuras que no solamente son protagonistas del Quijote sino de otras novelas de Miguel de Cervantes como "La ilustre fregona", "La gitanilla", "Rinconete y Cortadillo" o "El retablo de las maravillas". Este investigador madrileño, licenciado en Derecho, doctor en Humanidades y archivero de profesión, ha encontrado documentos que avalaban situaciones y personas del Quijote, como el hidalgo que atacó un molino de viento, el que compró un rocín que se le cayó o los que vestían como caballeros medievales. Pero faltaba algo, necesitaba encontrar por quién o quiénes había conocido Cervantes todo eso, necesitaba descubrir al informante. Y lo ha encontrado: un hidalgo importante en aquella Mancha que se sitúa entre los municipios toledanos de Quintanar de la Orden, Miguel Esteban y El Toboso y que entre 1594 y 1607 vivió al lado de Cervantes en Esquivias, alejado de La Mancha. Ese hidalgo manchego es Alonso Manuel de Ludeña, que en Esquivias tuvo una casa con cueva y tinajas y que sabemos que conoció a Cervantes porque arrendó tierras a Lope de Vivar Salazar (cuyo hijo fue el heredero de Cervantes y su esposa Catalina cuando murieron sin descendencia) y vendió otras a Gabriel Quijada de Salazar (hijo de Alonso Quijada, casero de Cervantes y de quien se considera que Cervantes tomó el nombre de su libro). Ludeña era de Quintanar pero durante unos años vivió en Esquivias porque allí tenía tierras y bienes su mujer, que le dio poderes para poder venderlo cuando la convivencia del matrimonio acabó. Javier Escudero cree que “hay mucho miedo a poner en cuestión la creatividad de Cervantes” pero tiene claro, a raíz de los documentos que ha localizado, que el escritor no improvisaba ni era contradictorio sino que era una persona “concienzuda”, bien organizada y coherente. Añade que, además, Cervantes no traslada personajes de forma literal ni plasma sus biografías sino que los utiliza para hilar su novela; es decir, toma nombres y hechos reales para hacer una obra reconocida universalmente, y esto no quita le valor. 

DE LO REAL A LO LITERARIO

“Tenemos que saber que proviene de hechos y personajes reales y que Cervantes pretende hacer literatura, no historia. Creo que esto no modifica para nada la creatividad de Cervantes”, insiste Javier Escudero, quien defiende que su teoría es “la única que une lo que hasta ahora parecía irreconciliable”. Este investigador afirma que cuando Cervantes habla de Quintanar o el Toboso no es figurado, se refiere a Quintanar y El Toboso, y cuando escribe sobre molinos de viento se está fijando en Campo de Criptana porque allí hay molinos. Todos estos lugares están muy cerca geográficamente pero, al mismo tiempo, Miguel de Cervantes “nunca vivió en La Mancha o no hemos podido demostrarlo”, pero tampoco lo necesitó porque estaba bien informado. “El realismo en situaciones, personajes y aventuras del Quijote empieza desde la primera página; no en la segunda parte, como se nos ha dicho”, insiste Escudero, quien agrega que “sabemos que, escribiera donde escribiera el Quijote, Cervantes lo gestó tranquilamente, en largas conversaciones en Esquivias con estos hidalgos”. A su juicio, “se han dicho tantas cosas del Quijote, unas contradictorias con otras, a veces teorías inverosímiles, que ser sensato se convierte ahora en algo casi revolucionario”

domingo, 20 de junio de 2021

La parodia del conceptismo cancioneril y prosístico del siglo XV-XVI en el Quijote

Tomado de Quora:

Se dice en el capítulo I del primer Quijote:

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y, de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía: «Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza...»

Es un pasaje de Feliciano de Silva el que está parodiando Cervantes, pero no de una de las novelas de caballerías de este autor, sino del primer párrafo de su Segunda Celestina (1534). Dice el personaje Felides:

(…) ¡O amor, que no hay razón en que tu sinrazón no tenga mayor razón en sus contrarios! Y pues tú me niegas con tus sinrazones lo que en razón de tus leyes prometes, con la razón que yo tengo para amar a mi señora Polandria, para ponerte a ti y casarte con la razón que en ti contino falta, el consejo que tú niegas en mi mal quiero pedir a mi sabio y fiel criado Sigeril, podrá ser que, como libre de ti, pueda mejor dar consejo en el que a mí me falta.

La cita es humorística y ficticia (esa frase no aparece verbatim en la obra de Feliciano de Silva) pero es representativa de la escasa claridad de algunas cláusulas utilizadas por ese autor. 

El políptoton era muy común en la poesía cancioneril y prosa del XV y algo menos en la del primer XVI. Consiste en la repetición de una misma palabra con diferentes morfemas flexivos (masculino, femenino, singular, plural, modo verbal...)

La versión online del Don Quijote utilizada en esa referencia incluye una nota que también menciona una parodia que ya aparece en el siglo XVI: «la razón de la razón que tan sin razón por razón de ser vuestro tengo para alabar vuestro libro..


miércoles, 16 de septiembre de 2020

Curiosidades

¿Qué tienen que ver Blade Runner y Sancho Panza?

"Taffey Lewis", interpretado por el más feo actor estadounidense, Hy Pike (con la cara de sospechoso habitual más grande que he visto en mi vida; yo creo que lo maquillaron para que los espectadores no se llevaran un susto: es peor que el pequeño de los hermanos Calatrava), fue Sancho Panza en una versión músico-erótico-cinematográfica de Don Quijote de La Mancha: The Amourous Adventures of Don Quixote (When Sex Was a Knightly Affair) (1976) , perpetrada por un tal Raphael Nussbaum, engendrado en Alemania.

Quién nos iba a decir también, por otra parte, que el famoso novelista del oeste Marcial Lafuente Estefanía se entregó en 1938 a las tropas nacionales en Ciudad Real. Una curiosidad histórica más.

Es el tipo de cosas inútiles que averiguamos los mirapapeles. Compartimos genes con las polillas xilófagas, que sobreviven alimentándose solo de papel viejo.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Hallado un nuevo e importante documento cervantino

Andrés Amorós, "Aparece en Valencia la firma más antigua de Cervantes", en Abc de Madrid, 11-XII-2016:

Hallan un documento del escritor, la historia judicial de un supuesto crimen con tintes novelescos, sucedida tras su cautiverio

Al concluir el año dedicado a Cervantes, en el cuarto centenario de su muerte, ABC ofrece la primicia de un hallazgo cervantino: el descubrimiento de un documento, con la firma autógrafa del escritor. Solo 11 firmas han llegado hasta nosotros. Pero esta tiene, además, dos novedades: parece ser la firma más antigua que conocemos y no se refiere a sus trabajos por los pueblos andaluces sino a una historia judicial novelesca, con ribetes casi boccaccianos, que tuvo lugar en Valencia, cuando fue redimido.

El hallazgo

Lo ha encontrado, en el Archivo del Reino de Valencia, el archivero Jesús Villalmanzo –que ha publicado ya importantes documentos sobre Joanot Martorell, el autor del «Tirant lo Blanch», y Ausias March–, en el curso de sus investigaciones sobre fray Juan Gil, el trinitario que redimió a Cervantes . Éste es el avance de un estudio científico amplio, que está preparando.

Se trata de una declaración judicial realizada por Cervantes ante el Justicia Criminal de Valencia, el magistrado que entendía, en primera instancia, de los crímenes cometidos en la ciudad. (El folio siguiente recoge el testimonio de su amigo don Diego de Benavides, noble, natural de Baeza, que contaba 28 años).

El documento está muy bien conservado: quizá nadie lo ha consultado desde que finalizó el pleito, en 1581. Está escrito en lengua valenciana: así se hacía entonces, en los tribunales de la ciudad; también incluye algunas fórmulas jurídicas en latín. Lógicamente, las preguntas a Cervantes y sus respuestas se hicieron en castellano; luego, el escribano lo tradujo todo al valenciano. Poco después, Cervantes leyó y firmó su declaración.

Conviene recordar que el escritor tuvo trato, en Argel, con soldados y comerciantes valencianos, que hablarían en su lengua materna. Y, en el «donoso escrutinio» de la biblioteca de Don Quijote (I, 6), elogia enormemente el realismo del «Tirant lo Blanch», escrito en esa lengua:

«¡Válame Dios! –dijo el cura, dando una gran voz–. ¡Que aquí esté Tirante el Blanco! (...) He hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos (...) Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros y duermen y mueren en sus camas y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros de este género carecen».

Una historia novelesca

En mayo de 1580, desapareció de Valencia un joven pescador, Jeroni Planelles, de 22 años. Se sabía que mantenía relaciones con la amiga de un viejo mercader mallorquín. Al desaparecer, creyeron algunos que lo habían asesinado y descuartizado, por venganza, los amigos del mercader. Algunos testigos confirmaron esta hipótesis. Se abrió un proceso y fueron encarcelados cuatro supuestos asesinos. A la vez, circulaban rumores de que el joven no había sido asesinado sino que había huído y estaba en paradero desconocido.

La ciudad se dividió en dos bandos: los mercaderes mallorquines, que creían en la inocencia de los acusados y los ayudaban, frente a muchos vecinos de Valencia, que los creían culpables. Fue el padre del joven, apoyado por otros pescadores, el que puso la denuncia que condujo a la detención de los presuntos culpables. Llegaron también rumores de que Planelles, en realidad, estaba cautivo en Argel: eso provocó que se pidiera testimonio a Cervantes.

El papel de Cervantes

Como es sabido, después de la batalla de Lepanto y varias empresas militares más, Cervantes salió para España en 1575. Cerca de Marsella, la goleta «Sol», en la que navegaba, fue atacada por tres naves y tuvo que rendirse: le llevaron cautivo a Argel, donde estuvo en prisión cinco largos años. El trinitario fray Juan Gil logró liberarlo, mediante el pago de 500 escudos, en septiembre de 1580.

Se cree que el grupo de redimidos en que iba Cervantes salió de Argel el 24 de octubre, desembarcó en Denia y llegó a Valencia hacia el 1 de noviembre. Se alojó en el convento trinitario del Remedio, junto al puente del Mar, mientras se arreglaban los papeles de los rescatados. Permaneció en la ciudad un mes largo: pudo asistir a fiestas, procesiones, misas solemnes, espectáculos…

Los comerciantes mallorquines buscaron al que acababa de ser liberado y, viendo que los datos que daba podían ser favorables a su causa, pidieron que testificara.. El 8 de noviembre de 1580, compareció Cervantes, al que se presenta, en el documento –sin duda, para dar más credibilidad a su testimonio– como «magnífico caballero, vecino y natural de Alcalá de Henares, residente ahora en Valencia, que dice ser de 32 años».

Le hicieron dos preguntas: si había visto, en Argel, en los meses de septiembre y octubre, a Jeroni Planelles y si había conocido una declaración de más de veinte personas (muchos de ellos, pescadores valencianos), testificando que estaba vivo, en Argel.

Declaró Cervantes que no lo conocía personalmente pero que, estando en Argel, «tierra de enemigos de la Santa Fe Católica y de Su Majestad», un mercader valenciano llamado Exarch (citado por los biógrafos de Cervantes) le contó «un caso muy extraño»: el del marinero desaparecido. Además, un día, en casa de fray Juan Gil, preguntó qué hacía un grupo de personas, que estaban escribiendo, en una mesa. Le dijeron que redactaban un testimonio de que Planelles estaba vivo y lo iban a entregar a Benedetto Pito, mercader genovés, residente en Valencia, que iba a salir en seguida, con su barco, hacia esa ciudad, para que lo hiciera llegar a los jueces. (En realidad, Pito no cumplió el encargo).

Añadió Cervantes que vio, junto a una escalera de caracol, a un joven, con «los morros algo grandes», y le dijeron que era Planelles. (Lo mismo confirmó luego, en su declaración, su amigo don Diego de Benavides).

¿Sirvió para mucho la declaración de Cervantes? No tanto como esperaban los mallorquines que le habían propuesto como testigo. Pero su testimonio, junto con otros, provocó que se trasladara la causa al Tribunal de la Audiencia Real, que disponía de más medios. La ciudad seguía dividida y eso dio lugar, curiosamente, a que se hicieran muchas apuestas sobre si el joven estaba vivo o no.

Los «asesinos», liberados

Concluyó el pleito en abril de 1581, cuando compareció en persona, en Valencia, el joven pescador: fueron liberados los presuntos asesinos y se condenó a un falso testigo al escarnio público y exilio de Valencia. Los mallorquines cobraron sus apuestas y, con ese dinero, se rescató a cuatro cautivos.

A causa de este episodio, Cervantes fue recordado, en Valencia, durante algún tiempo. Un año más tarde, en un pleito, unos testigos aludieron a la declaración de «un tal Servantes, castellano». Probablemente, él también recordaba aquellos gratos días que había pasado en la ciudad al escribir, en su última novela, «Los trabajos de Persiles y Sigismunda» (publicada póstuma, en 1617: se va a cumplir ahora el cuarto centenario) este elogio:

«Cerca de Valencia llegaron (…) No faltó quien les dijo la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, la amenidad de sus contornos y, finalmente, todo aquello que la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no sólo de España sino de toda Europa; y, principalmente, les alabaron la hermosura de las mujeres y su extremada limpieza y graciosa lengua…»

Así concluyó esta historia, digna de una «novela ejemplar». Más de cuatro siglos han pasado hasta el descubrimiento de esta firma de de Cervantes.

El joven pescador no fue descuartizado

Los folios donde ha aparecido la firma de Cervantes como testigo son parte de un litigio a cuenta de un posible asesinato.

Jeroni Planelles, de 22 años, era un joven pescador que mantenía relaciones con la amiga de un comerciante mallorquín.

Desapareció en extrañas circunstancias y los amigos del comerciante fueron acusados de asesinarle y descuartizarle.

Cervantes testifica en el caso para decir que, aunque no lo ha conocido personalmente, ha oído durante su cautiverio a quien decía conocerlo. Y que llegó a ver a un hombre que le dijeron que podría ser Planelles.

En 1581 apareció por fin Planelles ante el tribunal y los presuntos asesinos fueron liberados. Se condenó a escarnio público a un falso testigo sobre cuyas palabras se había fundamentado el caso.

martes, 22 de noviembre de 2016

Cómo recordaba Lope de Vega a Cervantes

No se llevaban muy bien, desde luego, pero andando el tiempo Lope de Vega, que fue uno de los pocos que fue a rezar cuando murió el gran alcalaíno, rectificó dedicándole unos versos de recuerdo en su Laurel de Apolo (1630):

En la batalla donde el rayo austrino,
hijo inmortal del Águila famosa,
ganó las hojas del laurel divino
al rey del Asia, en la campaña undosa,
la fortuna envidiosa
hirió la mano de Miguel Cervantes,
no su ingenio, que en versos de diamantes,
los de plomo volvió con tanta gloria,
que por dulces, sonoros y elegantes
dieron eternidad a su memoria,
porque se diga que una mano herida
pudo dar a su dueño eterna vida.

Ambos, Lope y Cervantes, habían luchado en batallas navales; eso tenían en común. El primero en las de las islas Terceiras, el segundo en Lepanto. Pero resulta muy curioso que lo alabe como poeta, algo de lo que Cervantes siempre estuvo inseguro, sin que mencione la prosa que fue donde precisamente más vino a destacar... por encima del propio Lope de Vega.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Entrevista a Felipe Pedraza sobre Cervantes en Daimiel

Encuentros con Cervantes en Daimiel. Felipe Pedraza: "Hoy corremos el peligro de convertir a Cervantes en un santo literario", en Lanza, hoy:

El historiador y cervantista Felipe Pedraza indagará en la cultura de Cervantes en Daimiel el próximo miércoles, con motivo de los Encuentros con Cervantes. En esta entrevista el estudioso  acerca al público en general a la figura de nuestro grande de las letras

Pregunta.- ‘La cultura de Cervantes y la construcción de la novela moderna’, desgrane las claves de su ponencia.

Respuesta.-Hablaré sobre cómo pudo construir El Quijote Cervantes, de donde partía, de qué lecturas, conocimientos, porque no tuvo una formación académica regular, de hecho podemos rastrear en su biografía las etapas de su formación y no acudió a la universidad. Su formación humanística fue tardía y, digamos, precaria, por lo que en su siglo se consideró un ingenio lego, es decir, un ingenio sin estudios; una persona que tenía intuición, pero carecía de la formación académica correspondiente, y justamente en esa clave puede ser que se encuentre uno de los elementos fundamentales para entender la originalidad del Quijote.

Cervantes tuvo una formación humanística y literaria al margen de los cauces regulares, pero todo indica que fue muy intensa porque su estancia en Italia le permitió conocer la literatura italiana en profundidad, y aunque los estudios que hizo de literatura clásica, del mundo latino y griego fueron limitados también le pusieron en contacto con una serie de modelos que pudo adaptar a su forma de ser, a su carácter y pudo conectar con un público que, en cierta media, desde el punto de vista intelectual estaba en un plano similar al suyo. Todo ello, lo libro de cierto escolasticismo, que lastra la creación en cierto momento y le permitió intuir una forma manera de hacer literatura y conectar con el público. Por lo que, no hay mal que por bien no venga…ni la formación académica lo es todo…

Si hiciéramos un estudio sociológico sobre la procedencia social y cultural de los creadores de la nueva literatura, lo que hoy llamamos literatura moderna, o sea la gran literatura de finales de los siglos finales del XVI y el XVII, si vamos a los grandes genios, Shakespeare, Cervantes, Lope, veríamos que pertenecen a un mismo grupo social, que son esas clases medias con estudios amplios pero no regulados, y que es justamente esa falta de formación académica sistemática lo que probablemente les permite conectar con el público, y al mismo tiempo la pasión que sienten por la literatura también les permite ampliar horizontes; entonces esa combinación de una cultura amplia, pero no la habitual, y ese contacto con el público es lo que finalmente crea la nueva literatura.

P.-Usted que es autor de un libro que recoge las complejas relaciones entre Lope y Cervantes, ¿hasta qué punto influyó esa enemistad en sus respectivas obras?

R.-En El Quijote hay quien opina que uno de los elementos inspiradores, claves, fueron las relaciones conflictivas que tuvo Cervantes con Lope, e incluso hay quien ha ido más lejos e incluso ha pensado que la propia figura de Don Quijote es una caricatura de Lope de Vega, que también tenía unas fantasías literarias parecidas a Don Quijote, un ansia de aventura, que en la realidad no se daba y que la proyectaba sobre el romance, el teatro y algunas de sus novelas. Y, efectivamente, entre los dos escritores hubo una época primera de amistad, de camaradería, colaboración, pero entre 1602 y 1604 esas relaciones se agriaron; se han dado muchas explicaciones, pero a mí la que me parece más probable es que el éxito de Lope en el teatro creó entre ellos un abismo. En esa época, la fama de Lope provoca una serie de sátiras, de poemas ridiculizadores, de parodias y, con razón o sin razón, Lope acabo convencido de que Cervantes colaboraba en esos poemas satíricos contra él, y a partir de ahí se rompieron las relaciones que se complican hasta la muerte de Cervantes, tras la que Lope se acerca a su obra porque escribe novelas al estilo cervantino, y en la última que publica en vida aparecen muchos rasgos del humor cervantino, de la fantasía quijotesca y de la ridiculización de esas mismas fantasías, de modo que efectivamente se influyeron mutuamente mucho.

P.-Como historiador y cervantista, ¿cree que los últimos nuevos datos biográficos arrojan luz sobre el personaje real alejándolo del mito?

R.-Desde luego, hay mucha literatura enteramente mítica, muchas fantasías, a veces incluso delirantes, y aportaciones nuevas documentales ha habido pero en un número limitado; se han descubierto nuevos documentos, pero son documentos que nos hablan fundamentalmente de la actividad funcionarial de Cervantes, de cuestiones económicas, pero muy poco de lo que sentía y pensaba. Lo que sí ha habido últimos tiempos ha sido intentos serios de interpretar los datos que ya teníamos. En este sentido, José Manuel Lucía acaba de escribir un libro interesantísimo sobre la juventud de Cervantes, que trata justamente de desmontar muchos de los mitos que existen sobre su figura.

P.-¿Quién fue Cervantes en realidad?

Cervantes era un hombre de clase media baja, y aunque su padre era cirujano, en el siglo XVII era como una especie entre barbero y sacamolero, además con muchos problemas económicos, por lo que tuvo que trasladarse en varias ocasiones de una ciudad a otra. Por eso Cervantes nace en Alcalá, pero su formación fundamentalmente es andaluza. Siendo ya joven vuelve a Castilla, se instala en Madrid e intenta estudiar, pero como no ve otras expectativas decide irse a Italia y enrolarse en el ejército, y desarrolla una carrera militar con mucha pasión, aunque con unos resultados contradictorios, fue herido en la primera batalla, cuando vuelve lo cautivan, etc.; él intenta continuar con la carrera militar, y la sigue un tiempo en lo que hoy llamaríamos Servicios de Inteligencia, espionaje e intenta acceder a cargos políticos, pero ya no cuenta con los valedores correspondientes, y a partir de ahí trata de convertirse en un escritor famoso con la Galatea, el teatro, pero fracasa, y ya cuando está prácticamente desahuciado aparece una novela que se convierte en un gran éxito, pero que no le da mucho dinero, y en consecuencia tiene que seguir luchando constantemente.

P.-Una vida intensa, llena de visicitudes, de múltiples caminos, por lo que sus obras tan heterogéneas se pueden entender como ¿fruto de su propia trayectoria?

R.-Tuvo una vida dolorosa, con muchas dificultades, y Cervantes no debía ser ese personaje bondadoso y tierno, que nos han querido hacer llegar, sino más bien un personaje modélico, enemistado con buena parte de los literatos de su época, y en cierta medida aislado en el ambiente madrileño de principios del siglo XVII. En cuanto a sus obras, hay algunas que son de una excepcional genialidad que abren nuevos panoramas, y en cambio otras que probamente miran al pasado y que seguramente no tenga más interés que el ser de Cervantes; y no sólo obras de muy variadas en estilos, géneros sino también en lo que puede representar y siguen representado, y no todas son lo mismo ni tienen el mismo valor ni la misma significación, ni para nosotros ni para sus contemporáneos. Cervantes es autor de un teatro fracasado, por ejemplo, y que hoy recuperamos, pero que tiene mucho de homenaje al creador del Quijote; no es una recuperación sustantiva porque el teatro suyo en su época no gustó y en la nuestra también tiene muchos problemas porque está escrito en unos versos duros, que no tienen fluidez, cadencia ni las virtudes estructurales que tenía el teatro de Lope, Calderón ni sus discípulos. 

P.-No se puede ser bueno en todo…

R.-No, claro que no; no todos lo pueden todo, eso lo dijo el propio Cervantes. Sin embargo, ahora sí corremos un peligro mitográfico, que es convertir a Cervantes en un santo literario, que por fuerza tiene que ser bueno en todo, excelente en todo y creo no es así, y mantengo la posición frente a otros de que Cervantes tiene aspectos muy diversos, y todos nos interesan por ser de Cervantes, pero no de la misma manera.

P.-Tampoco debería ser un drama, ¿no? Eso mismo le ocurrió a muchos otros autores como Lope, que era muy bueno en teatro, pero con la novela no llegó…

R.-Exactamente. Cada escritor, cada hombre tiene campos en los que se desarrolla a gusto y con plenitud, y logrando transmitir lo que desea, y otros en los que se atasca, e incluso en campos queridos; hay muchos escritores de fama frustrados porque en un campo que para ellos es muy querido no han sido capaces de acertar.

martes, 1 de noviembre de 2016

Cervantes en el Tristram Shandy de Lawrence Sterne

Cuatro son los autores esenciales que influyen en Sterne, esa especie de Joyce del siglo XVIII: Locke, Swift, Rabelais y Cervantes. Sterne llama a su Tristram Shandy una "sátira cervantina". En la traducción pionera de 1975 Francisco Ynduráin señaló algunos de los elementos cervantinos. El caballo de Yorick es todo un Rocinante, pero la locura de Walter y Toby Shandy, los personajes más quijotescos, está sin embargo fraguada según la teoría de las asociaciones mentales de Locke. Tal vez la alusión más concreta es esta, IV, 32:

"Si -como a Sancho Panza- me hubieran dejado escoger mi propio reino, sé que nunca hubiera elegido un reino marítimo, ni un reino de negros para sacar un solo penique con él, sino un reino lleno de súbditos francos y sonrientes. Y como las pasiones biliosas y saturninas cuando crean desórdenes en la sangre y en los humores ejercen tan adversa influencia sobre el cuerpo político como sobre el cuerpo físico, y como no hay más que el hábito de la virtud que pueda gobernar a esas pasiones sometiéndolas a la razón, solo me queda añadir a mi oración que Dios se digne dar fuerzas a mis súbditos para ser tan prudentes como alegres. Así sería yo el monarca más feliz y ellos el más feliz de los pueblos bajo la capa del cielo"

domingo, 23 de octubre de 2016

La interpretación del Persiles cervantino

De Lanza, 23/10/2016:

Jesús Munárriz: "El 'Persiles' es un libro que casi nadie conoce, y sin embargo Cervantes lo consideraba el mejor de los suyos"

Acaban de reeditar el Persiles de Cervantes, uno de los textos menos frecuentados de su autor, ¿han querido rendir un tributo especial a Cervantes por su IV Centenario?

Habíamos publicado un libro importante hace 10 años, de un profesor alemán, Michael Nerlich El Persiles descodificado o la "Divina Comedia" de Cervantes. Entonces a partir de la publicación de este libro, yo mismo me metí en el tema cervantino, y concretamente en el Persiles, que leí y releí, y se me ocurrió que podríamos publicarlo para la conmemoración de la muerte de Cervantes porque, pese a la fama de su autor, era un libro que casi nadie conoce, y sin embargo Cervantes lo consideraba el mejor de los suyos, al menos de los de entretenimiento, que decía él. Además, es precisamente el libro que dejó listo en el momento de morir, porque el prólogo está fechado tres días antes de su muerte.

Como buen conocedor de este texto, ¿cuál es su esencia y su interpretación?

Hasta ahora nadie ha dado con una explicación muy clara de lo que pretendía Cervantes con este libro. Hay muchas teorías, de investigadores, catedráticos, que lo han interpretado como una afirmación cristiana por parte de Cervantes, posterior al Concilio de Trento, pero Nerlich lo interpreta como un intento de diálogo entre protestantes y cristianos; cuando se escribe el Persiles se acababan de separar las dos ramas del cristianismo, y de hecho, el libro arranca en una zona no determinada, pero que es del norte de Europa, tierras nórdicas, y los protagonistas salen de ahí y van a Roma, o sea que parte de tierras protestantes y llegan a Roma a ver al papa. Pero no hay una afirmación explícita de una cosa ni de la otra, aunque se puede interpretar efectivamente como un intento de unir a la cristiandad frente al enemigo común que en aquellos momentos era el islam, eran los turcos, que se habían apoderado del mediterráneo, y Cervantes había luchado en Lepanto contra ellos, de modo que tiene sentido.

¿Qué otros temas va a encontrar el lector en esta obra?

Hay muchos, es un libro de viajes porque arranca en el norte y acaba en Roma, pasando por Holanda, Inglaterra, Portugal, luego atraviesa toda España, subiendo por la costa mediterránea hacia Francia, atraviesa el norte hasta bajar por Italia y llegar a Roma, de manera que es un grandísimo viaje donde van apareciendo todos esos paisajes, y en cada sitio les van pasando cosas, de modo que es una suma de aventuras, de historias diversas, como el Quijote en parte es una historia de historias, pues también en parte el Persiles lo es.

La conferencia que va a protagonizar dentro de estos ‘Encuentros con Cervantes’, va a estar amenizada por una lectura dramática de algunos de los pasajes de esta obra,¿ cuál ha sido el criterio de selección y cómo se siente al poder escucharlo, después de haberlo estudiado y leído tanto, en las voces e interpretación de Cuetos y Galiana?

Respecto a la selección de los pasajes a leer, he procurado que se tratara de episodios breves, interesantes  y con vida propia, es decir, narraciones que se pueden aislar del resto del libro y que en unas pocas páginas empiezan y terminan, y cuentan una historia independiente del resto. Estoy seguro de que estos pasajes, leídos e interpretados por actores de la excelencia de Concha Cuetos y Manuel Galiana, descubrirán a los asistentes las maravillas de esta obra de Cervantes, a menudo eclipsada por la merecida fama de sus obras más conocidas.

jueves, 8 de septiembre de 2016

La poesía de Cervantes

Cervantes no era tan apreciado como poeta como lo era por prosista: eso le causó siempre una gran inseguridad, ya que él se tenía fundamentalmente por poeta. Son muy citados sus versos del Viaje del Parnaso, I, vv. 25-27:
 
Yo que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo

Su modelo máximo fue Garcilaso de la Vega y la filosofía del amor neoplatónica de los ''Diálogos de amor'' de León Hebreo; pero estos modelos se antojaban ya periclitados a fines del siglo XVI y comienzos del XVII, hasta el punto que el propio Cervantes se llamó "Adán de los poetas" por lo viejo que se sentía respecto a las nuevas modas y sus manierismos. Ya en La Galatea, III, había escrito en una égloga, haciéndose eco de un famoso pasaje de la tercera de Garcilaso:

Que no está en la elegancia
y modo de decir el fundamento
y principal sustancia
del verdadero cuento,
que en la pura verdad tiene su asiento

Garcilaso en su ''Égloga III'' escribió:

Mas a las veces son mejor oídos
el puro ingenio y lengua casi muda
testigos limpios de ánimo inocente
que la curiosidad del elocuente

Se han perdido o no se han identificado casi todos los versos que no estaban incluidos en sus novelas o en sus obras teatrales; Vicente Gaos, en su edición de 1981, contó 186 poemas de autoría segura y 17 atribuidos, pero esta selección excluye numerosos poemas sueltos que pueden extraerse de su teatro, por ejemplo la jácara "Año de mil y quinientos..." incluida en El rufián dichoso y cuyo fin anticipa el famoso "fuese y no hubo nada". Si bien se le suele llamar inventor de los versos de cabo roto, en realidad no fue él, sino Alonso Álvarez de Soria, elogiado por Cervantes en su Viaje del Parnaso como "andaluz tozudo" y "tirador repentista". Cervantes declara haber compuesto gran número de romances, cuya forma, escribió, "a todas acciones se acomoda" y entre los cuales estimaba especialmente uno sobre los celos:

Yo he compuesto romances infinitos,
y el de los Celos es aquel que estimo,
entre otros que los tengo por malditos (Viaje del Parnaso, IV, vv. 40-42) 
 
En efecto, hacia 1580 participó con otros poetas más jóvenes (Lope de Vega, Luis de Góngora y Francisco de Quevedo) en la resurrección del Romancero nuevo que imitaba al antiguo. Compuso romances moriscos como "El desafío de Alimuzel", incluido en su comedia El gallardo español, o el pastoril "Yace donde el Sol se pone / entre dos tajadas peñas...", comparable a los mejores de Pedro Liñán de Riaza o Lope de Vega y que parece ser el famoso "romance de los celos" al que aludía. Pero su genio cómico no podía por menos que rebelarse contra modelos tan formales, así que también parodió las fórmulas del género con sus romances de Altisidora y en varios pasajes del Quijote, al que no en vano han atribuido origen en el también paródico Entremés de los romances

Los primeros textos poéticos que se le pueden atribuir fueron cuatro composiciones dedicadas a ''Exequias de la reina Isabel de Valois''. Otros poemas fueron: ''A Pedro Padilla'', ''A la muerte de Fernando de Herrera'', ''A la Austriada de Juan Rufo''. Se alaban mucho sus dos canciones a la Armada Invencible, una anterior a su marcha y otra después de su fracaso, y el soneto "¿Quién dejará del verde prado umbroso...", rematado por un endecasílabo inolvidable: "Libre nací, y en libertad me fundo". El genial autor alcalaíno asentó algunas innovaciones en la métrica, como la invención de la estrofa denominada ovillejo y el uso del soneto con estrambote. Como poeta sin embargo destaca en el tono cómico y satírico, y sus obras maestras en este estilo son los sonetos ''Diálogo entre Babieca y Rocinante'', ''Un valentón de espátula y greguesco'' y ''Al túmulo del rey Felipe II'', del cual se hizo famoso los últimos versos:
  
Caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. 

La admirable ''Epístola a Mateo Vázquez'', que expone su inquebrantable rebeldía frente a la adversidad en las prisiones de Argel, fue durante un tiempo considerada una falsificación literaria parcial (pues la mayor parte del texto sí es cervantino: procede de un monólogo del cautivo personaje autobiográfico Sayavedra de El trato de Argel, comedia de Cervantes) improvisada por el erudito decimonónico Adolfo de Castro, ya que el original de donde la copió no había aparecido hasta muy recientemente; sí que es segura su falsificación del folleto en prosa El buscapié, supuesta vindicación del Quijote que habría escrito Cervantes, superchería que levantó no poca polvareda en el siglo XIX.

miércoles, 24 de agosto de 2016

¿Se conocieron Cervantes y Shakespeare en Valladolid?

Jesús Ruiz Mantilla, "¿Se conocieron Shakespeare y Cervantes en Valladolid?" en El País, 23 de agosto de 2016:

Una delegación británica para la paz, de la que probablemente formaba parte el autor inglés, viajó a la ciudad castellana donde entonces vivía el autor del Quijote

No hay pruebas ni testimonios, pero sí una muy probable coincidencia física y temporal. William Shakespeare pudo viajar hacia la primavera de 1605 a Valladolid en misión de paz, como miembro de una delegación real. Justo en esa época, el nómada Cervantes se había instalado allí con sus hermanas, su sobrina, su esposa y su hija. ¿Les presentó alguien…? Es la pregunta que obsesivamente se siguen haciendo casi todos los biógrafos de ambos autores.

Felipe III y Jacobo I habían decidido dar tregua al ardor guerrero de sus antecesores. Una pulsión enconada y expansiva había conformado el eje de la tensa ambición imperial que determinó los reinados de Felipe II e Isabel I: el enfrentamiento colonial por ampliar fronteras y la batalla sin descanso por mar. El mundo era cosa de dos. Inglaterra y España.

Esa bipolaridad había dominado también la obra de ambos escritores. Tanto Shakespeare como Cervantes se habían mostrado buenos vasallos de sus respectivos monarcas, a los que dieron constantes muestras de admiración. Aunque, en el caso del español, con algunas leales reservas. Pero la era que se estrenaba respondía a otro tipo de empeños más modestos.

Los nuevos reyes gustaban de preferencias relajadas. Si a Felipe, apodado el piadoso, pronto se le cató como un amante de las artes, que dio cuartel a los jesuitas durante su reinado y dejó los asuntos candentes en manos de un ambicioso y corrupto duque de Lerma, Jacobo despuntó por su exhibicionismo, su petulancia y su preferencia por la juerga, en la que dejaba patente sus claras inclinaciones homosexuales sin importarle el murmullo. Algo unía a ambos, además: el vicio de la caza por encima de todas las cosas.

Para firmar la paz se nombraron dos vastas delegaciones. La española viajó primero a Inglaterra en agosto de 1604 y la británica se presentó en Valladolid un año más tarde. La componían unos 700 ingleses entre los que en principio –ya que como miembro de la misma había sido designado en su país- se encontraba William Shakespeare. No así Cervantes, pese a que viviera en la ciudad. Aunque uno de los motivos de que se instalara antes en la nueva capital del reino pudiera haberse debido a la cercanía hacia la corte, no fue considerado por las autoridades y los prebostes para tal acontecimiento.

William Shakespeare pudo viajar hacia la primavera de 1605 a Valladolid en misión de paz, como miembro de una delegación real.

La paz apremiaba y, seguramente, como sostiene Jordi Gracia en su magistral biografía Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía (Taurus), al autor no se le escapaba lo que el entonces embajador inglés, Charles Cornwallis, había detectado para su atinado diagnóstico diplomático: “El tesoro de la monarquía está completamente exhausto, sus rentas consignadas para el pago de la deuda, su nobleza pobre y completamente endeudada”.

Aun así, arde la iluminación nocturna en forma de 12.000 papelones pintados con las armas de la ciudad y la firma se hace coincidir con el bautizo de un heredero que llegaría a reinar como Felipe IV. No sin esfuerzo. El deseado alumbramiento había costado previamente a su madre, Margarita de Austria-Estiria, la sangre de varios partos y abortos.

Cuesta creer que de haberse trasladado Shakespeare a España nadie les hubiese presentado. Cervantes vivía su naciente éxito con el Quijote, recién publicado. De hecho, el icónico personaje ya aparece en algunos sonetos satíricos sobre los fastos, atribuido a un Luis de Góngora venenoso y clandestino.

Tanto Astrana Marín como Jean Canavaggio, biógrafos cervantinos de referencia, apuntan la coincidencia. Pero ninguno se atreve a aventurar más. Les basta un deseo pero les falta la prueba. Lo que sí sostiene Canavaggio es que a partir de entonces, las hazañas de Don Quijote viajan a Londres. Alguien de la delegación debió encapricharse con el caballero… En 1607, antes de que se tradujera la novela, el poeta George Wilkins, en una comedia representada en el escenario de The Globe, hace clamar a uno de sus personajes: “Muchacho, sostenme bien esta antorcha, porque aquí me tienes armado para combatir a un molino de viento”.

El caso es que si no hay rastro de lecturas de Shakespeare en Cervantes, sí sucede al contrario. Hacia 1612 apareció la primera versión inglesa del Quijote por empeño de Thomas Shelton. Un año después, Shakespeare y John Fletcher firman una obra sobre uno de los personajes de la novela: el joven Cardenio, que loco de amor por la pérdida de su Lucinda se echa al monte y se convierte en un eremita vagabundo a quien dan en llamar El roto.

La obra se estrena a cargo de la compañía de Los hombres del rey (The King’s Men) y desaparece tras un incendio. Pero sigue representándose con éxito hasta 1653, cuando, casi al completo, se pierde su rastro. Hasta que en 1727, Lewis Theobald publica Doble falsedad o los amantes afligidos, basada en la comedia de Shakespeare y Fletcher. Así que su estela, mal que bien, perduró.

Lo mismo que el de ambos genios con sus biografías cruzadas y sus extrañas coincidencias. Las que marcaron senda de futuro en la literatura universal sembrando, como sostiene sin temor a la polémica el crítico Harold Bloom, un persistente canon accidental en varios frentes. Tanto Shakespeare como Cervantes son los troncos geniales de los que durante siglos, se conocieran o no, se ha desprendido una constante y ejemplar modernidad.

miércoles, 20 de julio de 2016

Ángel Gómez Moreno enumera los defectos del Quijote de Francisco Rico

Francisco Rico y su Quijote*

Ángel Gómez Moreno
Universidad Complutense de Madrid
angelgomezmoreno@filol.ucm.es

RESUMEN: Este artículo-reseña valora positivamente el Quijote publicado por Francisco Rico con motivo del IV Centenario de la Segunda Parte del clásico (1615). Lo que se echa en falta no es de la exclusiva incumbencia del editor o su equipo: estudiar los libros de caballerías, la tratadística militar o la literatura hagiográfica, que se revelan fundamentales para entender el Quijote, son tareas que competen a todos los cervantistas. Detalles al margen, las herramientas a disposición del lector configuran un status quaestionis fresco y preciso; del mismo modo, las fichas lexicográficas cumplen bien su función, aunque las relativas a la botánica esperan una revisión en profundidad.


REVISTA DE FILOLOGÍA ESPAÑOLA (RFE) XCVI, enero-junio, 2016, pp. 203-220

Artículo-reseña sobre Miguel de Cervantes Saavedra (2015): Don Quijote de la Mancha: edición del Instituto Cervantes (1605, 1615, 2015), dirigida por Francisco Rico, con la colaboración de Joaquín Forradellas, Gonzalo Pontón y el Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, Serie clásica de la Real Academia Española, vol. 47, Madrid/Barcelona, Espasa Calpe/Círculo de Lectores, 2 vols., XX + 1644 (I), 1668 (II).

Cabía formular esta reseña como un ejercicio eminentemente retórico, entre descriptivo y encomiástico. Al fin y al cabo, estamos ante el mejor de todos los Quijotes publicados hasta la fecha. Que haya optado por una solución distinta se debe a que prefiero arriesgar opiniones antes que espantar al lector potencial con un discurso acrítico, huero y aburrido. Además, al esfuerzo de tanto cervantista de renombre como ha reunido Francisco Rico sólo se le hace justicia con una lectura despaciosa y el lapicero en la mano.

El reconocimiento de tan inmensa tarea exige un esfuerzo acorde por parte del evaluador, obligado como está a detectar carencias y proponer futuras líneas de actuación. Adelanto que esta edición no presenta fallos estructurales que pongan en riesgo la estabilidad del conjunto: el ojo avezado sólo percibe algunos problemas de detalle que esperan, eso sí, aclaración o enmienda. Es en esa precisa distancia donde se lleva a cabo la lectura profesional o especializada del Quijote y donde más claramente se percibe lo que queda por hacer. En realidad, nada o casi nada parece acuciante a estas alturas; de hecho, el salto cualitativo que supone esta nueva edición me lleva a afirmar que aquí tenemos Quijote para rato.

Aunque extraordinariamente gruesos, los dos volúmenes en que se ha dividido el libro se manejan sin dificultad gracias a su formato en cuarto menor (o, si se prefiere, en octavo mayor) y a su sobrecubierta satinada, más resistente a las manchas que la escogida para la edición del centenario de la Primera parte del Quijote (Rico, 2004). El reparto de contenidos se ha llevado a cabo del modo que más convenía, con el texto y las notas básicas en el primer tomo (así se hizo ya en la primera edición (Rico, 1998). Lectores habrá que no pasarán de ahí; los demás calarán a mayor o menor profundidad según lo precisen. En ese sentido, cabe hablar de un libro versátil: una especie de Quijote a la carta con arreglo a las necesidades, intereses y formación de cada cual.

Estoy seguro de que este Quijote dejará satisfechos al amante de los clásicos, que busca ediciones solventes, y al experto cervantista, obligado como está a trabajar con textos de calidad contrastada. Este Quijote está pensado para ese lector exigente, aficionado o profesional; a él también se dirige esta reseña, que —vaya por delante— confirma la bondad del trabajo realizado. En realidad, no estamos ante una mera edición del Quijote: en las más de tres mil trescientas páginas que suman ambos volúmenes (y eso a pesar de que los addenda van en una letra minúscula), se ofrece un status quaestionis detallado y fresco a más no poder de todo lo que ha ido aportando el cervantismo desde el siglo XVIII, en que surge como fenómeno erudito, a nuestros días. Nada escapa a la atención del editor y su equipo; por eso, cuesta entender algunos silencios, a no ser conscientes y voluntarios.

Al celo con que han realizado su labor se debe la perfecta articulación del conjunto, que, antes de bajar a detalles, constituye un primer indicio de calidad. Para comprobar posibles carencias, hay que comenzar por la bibliografía, con 350 páginas y más de 6.500 entradas; y luego hay que ver si sus aportaciones se reflejan en las notas al texto, los estudios y los apéndices. En lo que sigue, dispondré mis propuestas de trabajo en cuatro apartados y una coda, con materias que he frecuentado en mis investigaciones más recientes: [1] huellas de la hagiografía, a las que últimamente he añadido alguna ficha cristológica; [2] presencia e influencia de los libros de caballerías, manifiesta en temas y formas; [3] ecos de la literatura de re militari, con las leyes relativas a retos y desafíos, las cartas de batalla, y también los tratados de estrategia, protocolo o vexilología; y [4] una materia tan desatendida como la botánica, que importa más de lo que en principio se imagina. La coda corresponde a la gestación del Quijote, que arranca de una parodia del patrón del Perceval (ca. 1180-1190) de Chrétien de Troyes. Claro está que, ya antes, Ovidio se había ocupado de prefigurar a un héroe tan peculiar como el nuestro en un solo verso: “Turpe senex miles, turpe senilis amor” (Amores, 1, 9, 4). Lo veremos al final.

Comencemos con los santos y las vidas que de ellos se ocupan. Aunque el dato se silencia en esta edición, hoy se sabe que la fuente del c. 19 del Quijote de 1605 (“De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos”) se halla en la Vita Martini de Sulpicio Severo. Por lo tanto, no se trata, como hasta aquí sostenía la crítica, de la parodia de cierto episodio del Palmerín de Inglaterra, ni tampoco tiene que ver con el recuerdo de la traslación del cadáver de san Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia. En realidad, en ese largo pasaje, Cervantes se deja llevar por uno de los grandes relatos hagiográficos de todos los tiempos.

La noticia podía haberse tomado de Eric C. Graf (2004), ficha ésta que no falta en la bibliografía. De hecho, es una pena que finalmente nada se diga acerca de este episodio y su fuente ni en las notas a pie de página, ni tampoco en las notas complementarias. Tan sólo al consultar la sección “Lecturas del Quijote”, damos con el nombre de este estudioso (vol. II, p. 89): “y Graf [2004]”. Nada más se dice a ese respecto, con lo que la fuente de esta aventura de don Quijote queda relegada a una referencia bibliográfica que al menos tiene el detalle de incorporar el dato exacto en su título. Si Graf no hubiera bastado, habría hecho el mismo servicio un trabajo propio (Gómez Moreno, 2004); por desgracia, ni esa contribución ni el libro a que dio lugar (Gómez Moreno, 2008: 69-71, en concreto), se citan en este Quijote.

En ambos lugares (como también en Gómez Moreno, 2005), demuestro que la Vita Martini es la fuente de ese episodio del Quijote. A lo largo de ese mi libro, las vidas de los santos me ayudan a explicar otros tantos ingredientes y detalles del Quijote y la obra cervantina en su conjunto; a tan rico venero, de manera más o menos consciente (y también, cabe decir, de más o menos directa o más o menos clara), apela Cervantes cuando ha de dibujar un personaje o ha de servirse de la fórmula narrativa adecuada. Reitero mi sorpresa por la ausencia de mi libro en la biblioteca de este, por tantas razones, estupendo Quijote, aunque sólo sea porque la Modern Language Association-La Corónica le concedió su prestigioso premio anual en 2010.

En mi opinión, localizar la fuente cierta de todo un capítulo del Quijote supone una contribución relevante a los estudios cervantinos. Por si no bastara, la Vita Martini se deja sentir sobre la propia poética del Quijote. Más allá de la anécdota, queda claro que a Cervantes le satisfizo la comicidad del opúsculo, un ingrediente que, incorporado con habilidad para no dar al traste con su tono y decoro, no suele faltar en géneros elevados como la épica o, como es el caso, la hagiografía (al respecto, recuerdo un importante excurso del opus magnum de Curtius, 1955: 594-618, titulado “Bromas y veras en la literatura medieval”). En mi opinión, el humor, suave e inteligente, de Sulpicio Severo socorrió a Cervantes en el preciso momento en que había de perfilar a su héroe y, sobre todo, le indujo —o al menos coadyuvó— a apartarlo definitivamente de la estampa ridícula y simplona del orate de la primera salida.

Las vitae impregnan también el micro-relato, como cierta fazaña del sagaz Sancho Panza en la Ínsula Barataria. Antes de llegar a sus dominios, y a lo largo de un capítulo, don Quijote da una serie de consejos a Sancho que se constituyen a modo de pequeño tratado de buen gobierno y son una prueba más de la tendencia de la narrativa áurea a insertar todo tipo de elementos en el cuerpo del relato; al mismo tiempo, este excurso recuerda otro más añoso: los “Castigos del rey de Mentón” del Libro del caballero Zifar (ca. 1300), que Cervantes hubo de conocer en la edición sevillana de Jacobo Cromberger de 1512. Tras recordar la conveniencia de incorporar este último dato en algún punto de la edición, revisaré el modo en que el recién estrenado gobernador se da cuenta de que el denunciado, que jura haber devuelto el dinero prestado por el demandante, dice verdad y no incurre en perjurio, porque, mientras jura, pide a la parte contraria que le sujete el báculo.

Las monedas, deduce Sancho, se hallan ocultas en la cañaheja, nombre que entonces se daba a dos umbelíferas: la férula (Ferula communis) y la cicuta (Conium maculatum). Aunque el término que utiliza el narrador se reserva hoy para la primera especie, la oquedad sólo es característica de la segunda, por lo que a ella parece aludir Cervantes. En una cañaheja, por cierto, guardó Prometeo el fuego antes de devolvérselo a los hombres. Con independencia de que se trate de una u otra especie y de que le corresponda esa función en la mitología clásica, lo que ahora importa es que la anécdota se popularizó gracias a su incorporación a la leyenda de san Nicolás de Bari (como se lee en la versión de Jacobo de Vorágine) y a que cuenta con congéneres tan linajudos como el juramento de Isolda en Tristan et Iseut.

Al ocuparse de esta anécdota, Maxime Chevalier (“Lecturas del Quijote”, en Rico, 2015: vol. II, p. 228) defiende su carácter culto y apostilla que Cervantes hubo de leerla en alguna de las varias fuentes que la transmiten; sin embargo, se diría que, en ese episodio del Quijote o en aquel otro en que don Quijote cuenta cómo san Martín partió su capa con un pobre aterido de frío que resultó ser Cristo (c. 58, 1615), la memoria basta. A lo sumo, hay que apelar a alguna imagen, como la que a la generosidad de este santo dedica el tímpano de la Capilla de San Martín, en el Palacio de la Aljafería de Zaragoza; o a la que al juramento ante el prestamista, bajo la imagen de san Nicolás, ha reservado
una de las vidrieras de la Catedral de Chartres. En casos como éstos, yo no dejaría todo en oralidad a secas; en mi opinión, cuando en la transmisión de un elemento se superponen dos o más sentidos corporales (esto es, cuando la vista refuerza o complementa la información que llega a través del oído), más que de oralidad hay que hablar propiamente de vida. El Quijote no abunda en datos biográficos o personales sobre su autor, pero nadie puede negar que la vida brota a borbotones en cada línea.

Otra forma de penetración de la hagiografía se percibe en el dibujo de sus héroes y heroínas, en atención a su perfil prosopográfico (con una belleza corporal que es simple reflejo de la belleza interior) y etopéyico (con la bondad y la discreción como valores añadidos). Igual que en las vitae sanctorum, en Cervantes importa mucho la sangre o linaje, pues la nobleza de cuna se erige en factor determinante, que asegura una conducta recta en las circunstancias más difíciles. Así, a nadie le extraña que Preciosa, en La Gitanilla, o Constanza, en La ilustre fregona, hayan preservado su honra y su belleza contra todo pronóstico: una en la vida azarosa y nómada del gitano de otros tiempos (ni siquiera los rayos del sol han oscurecido su tez); otra, entre pícaros, rufianes y hampones. La hagiografía deja también su impronta en el episodio de la bella Marcela, contraria a acordar amores con Grisóstomo, aunque su rechazo le cueste la salud y finalmente la vida al infortunado joven.

De que se trata de más que una simple anécdota dan constancia los tres capítulos (c. 12-14, 1605) que Cervantes dedica al caso. En atención a Marcela, se ha hablado de un Cervantes de mentalidad abierta, un escritor avanzado en tanto en cuanto defiende la libertad femenina para elegir si se empareja o no y con quién. Sin embargo, el santoral está repleto de Marcelas, con el mérito añadido
de que su decisión —eran conscientes de ello— iba a costarles la vida. En mi libro, cito a aquellas santas que dieron calabazas a un pretendiente o se opusieron a un matrimonio que las habría librado de la muerte. Otras, sin más, defendieron su derecho a escoger su itinerario vital y prefirieron mantenerse castas en la soledad del campo. De todo ello nos informa puntualmente la voz de un narrador que no duda en ceder la palabra a la santa para reforzar el dramatismo de la escena.

El episodio de Marcela no pierde mérito por el hecho de que sus modelos más directos estén en el santoral femenino, en que abundan las jóvenes discretas y elocuentes (sobre todo, aquellas que tienen un nombre parlante, como santa Eulalia de Mérida y Barcelona, santa Eufrasia o santa Eufemia). El paisaje bucólico es característicamente renacentista. En la naturaleza estilizada de Arcadia tienen su hogar unos pastores igualmente estilizados; allí, además, buscan refugio muchos de los zaheridos por el amor y por las convenciones sociales que ponen límites a dicho sentimiento. La naturaleza, a modo de paraíso deleitable o de yermo inhóspito, es el medio idóneo para quien se aleja del hombre para acercarse a Dios. En este sentido, la soledad anhelada de Marcela tiene tanto de pastoril como de eremítica.

Las santas, bellas, fuertes y decididas fascinaban sobre todo a unas lectoras que no tenían bastante con las protagonistas, que no heroínas, de la ficción narrativa. Frente al patrón femenino vigente, ninguna de nuestras santas resulta pacata o ñoña; ninguna, tampoco, se caracteriza precisamente por su pasividad. Ahí está santa Perpetua, que, tras la acometida de un toro, se recompuso el vestido y peinó el pelo con la mano para morir como una verdadera mártir, sin perder el aplomo y la gallardía por un instante, mientras de sus pechos brota la leche por no haber amamantado a su hijito.

Del mismo modo, Pedro de Ribadeneira da cuenta de la donosura con que santa Nunilo o Nunilón, condenada a morir junto a su hermana Alodia o Alodía, arregló su cabello ante el verdugo que se disponía a decapitarla: “rodeó con aire y gracia sus hermosos cabellos a la cabeza y se puso de rodillas, diziendo al verdugo que la hiriesse quando fuesse servido” (cito por Ribadeneira, 1790: III, 301-302), aunque en ningún momento olvido que su obra, ampliada luego por distintos hagiógrafos, vio la luz en 1599, cuando Cervantes pensaba el Quijote). A la vista de estas y otras estampas, se entiende que la hagiografía entusiasmase a un público femenino que, por fin, encontraba mujeres a la altura del varón más valiente y esforzado.

Cervantes se sirvió de la hagiografía de maneras diversas. El narrador, por ejemplo, cuida de sus personajes igual que la Providencia cuida de los santos. A quien acostumbraba leer o escuchar el relato del santo del día no le llamaría la atención que la verosimilitud se llevase hasta el punto que suele Cervantes. ¿Cómo podían sorprenderle sus casualidades encadenadas cuando éstas abundan en las leyendas hagiográficas? A ese respecto, basta leer la vida de san Eustaquio, que además huele a pura novela bizantina (en mi interés por esta leyenda, coincido plenamente con Lozano Renieblas, 2003). En referencia a las Novelas ejemplares, estoy seguro de que La española inglesa y El amante liberal deben más a las vidas de los santos que a Heliodoro. Todo se entiende mejor cuando se considera que la hagiografía llevaba siglos rondando por los dominios de la novela; por eso, Delehaye, el gran bolandista belga, acuñó una nueva categoría literaria (con pleno arraigo desde Les légendes hagiographiques [Delehaye, 1905]): el que, desde el apartado inicial (“Notions”, pp. 1-13), denomina roman hagiographique.

La glosa que acabo de hacer a Marcela parte de un trabajo propio (Gómez Moreno, 2015) en el que me ocupo también del patrón cristológico con que, aquí y allá, se ha enriquecido la figura de don Quijote. Aunque en buena parte se trata de reflexiones propias, en ningún caso se me escapan las aportaciones seminales de Miguel de Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho (1905) y, sobre todo, de Girard (1982), que sostiene que toda sociedad precisa de víctimas propiciatorias. Es a Cristo a quien corresponde esta función de manera paradigmática; en un segundo peldaño, van los héroes de la tragedia griega y luego, por supuesto, don Quijote. Morón Arroyo (2005) y Bandera (2005) han dado su particular acuse de recibo a esta propuesta; en concreto, este último estudioso parte del concepto del mimetismo sacrificial.

La cristología obliga a reparar en una gran diversidad de detalles, algunos manifiestos, como el discurso de don Quijote a los cabreros (c. 9, 1605), que recuerda a Jesús y sus prédicas, particularmente en el Sermón de la Montaña; además, el tema escogido, la Edad de Oro, suena a puro edenismo cristiano, entre la nostalgia del paraíso perdido y el anhelo de un paraíso para los justos.

Claro está que no se trata de un estímulo único: en ese lugar, Cervantes se hace eco de estampas parecidas que aguardan al lector en la pura ficción, como en Tristán el Joven (1534) o la Segunda Parte del Espejo de príncipes y caballeros (1580) de Pedro de la Sierra. Con este título, acabamos de entrar en los dominios de los libros de caballerías, género que, a pesar de lo mucho que cuenta en el Quijote, ha sido escasamente considerado por la crítica cervantina. Si así me expreso es porque el cotejo de los libros de caballerías quinientistas con el Quijote es una operación imprescindible que nadie ha osado acometer hasta la fecha. Nada importa que la versión española de Williamson (1984) se titule El Quijote y los libros de caballerías (1991). En realidad, este hispanista detiene sus pesquisas en el preciso instante en que debería iniciarlas: el Amadís de Garci Rodríguez de Montalvo (1508), del que proceden todos los libros de caballerías. En este sentido, el aporte principal debe venir de dos líneas de investigación fundamentales: una es la que, entre la ficción literaria y una vida empregnada en literatura, lleva desde Martín de Riquer (Caballeros andantes españoles, Madrid, Espasa-Calpe, 1967) a Pedro Cátedra (El sueño caballeresco. De la caballería de papel al sueño real de don Quijote, Madrid: Abada Editores, 2007); otra, la que, en atención a los libros de caballerías,
arranca de Daniel Eisenberg (con un primer hito en Eisenberg 1982), pasa por María del Carmen Marín Pina (con un sinfín de trabajos seminales y su labor de rastreo de la ficción caballeresca del Quinientos español junto a este último estudioso en Eisenberg y Marín Pina, 2000) y Alberto del Río (en atención al procedimiento de la inversión, también tengo presente su labor en Demattè y Del Río, 2012), y suma nombres como los de Bognolo (1997) y Roubaud Bénichou (2000).

Es a esta última investigadora a la que Rico adjudicó finalmente el estudio de los libros de caballerías en la fase larval de su proyecto, allá por los años noventa. Tiene razón esta estudiosa cuando habla de la credulidad con que sucesivas generaciones de lectores han encajado las críticas de Cervantes a este
género entre el prólogo al Quijote de 1605 y el último capítulo de 1615: “Aún no se han apagado los ecos de tan enérgica condena. Por comodidad, por rutina, la crítica y el público la siguen haciendo suya” (vol. I, p. 1426). Ese desprecio ha resultado pernicioso para los libros de caballerías, a los que se ha negado cualquier mérito (y no hay duda de que varios de sus títulos lo tienen, y no chico), y ha dificultado un conocimiento más preciso del Quijote. En la estupenda actualización de Marín Pina para esta nueva edición se denuncia una vez más “el precario conocimiento que se tiene del género” (vol. I, p. 1447).

A medida que nos familiarizamos con los libros de caballerías, comprobamos que Cervantes les debe mucho más de lo que suponíamos; además, los préstamos temáticos o formales no siempre resultan de una inversión paródica, como se pone de relieve en el final del c. 8 de 1605. La historia del combate entre don Quijote y el vizcaíno queda congelada, pero luego se retoma y remata gracias al feliz hallazgo de un cartapacio arábigo; ahí, continúa la singular batalla de ambos personajes, que concluye con el que don Quijote tiene por triunfo indiscutible. Lo que aquí tenemos es en realidad una especie de versión mejorada del entrelazamiento del roman courtois; además, este mismo recurso, retocado de parecida manera, ya se había probado al cierre de la Primera Parte del Espejo de príncipes y caballeros, en el qual, en tres libros, se cuentan los inmortales hechos del Caballero del Febo y de su hermano Rosicler, hijos del grande emperador Trebacio (1562), de Diego Ortúñez de Calahorra, y también en el Belianís de Grecia (1579), de Jerónimo Fernández.

Cotejar de modo sistemático y profundo los libros de caballerías y el Quijote: he aquí una tarea inexcusable de la que actualmente se encarga mi discípula Ana Martínez Muñoz (que también lo es de Carlos Alvar y prepara en paralelo una edición del manuscrito de El Caballero de la Cruz). Como bien dice Marín Pina, contamos con las herramientas necesarias para llevar a cabo tan acuciante labor, entre ellas las ediciones y las guías de lectura de la colección “Los libros de Rocinante” del Centro de Estudios Cervantinos, impulsada por Carlos Alvar y José Manuel Lucía Mejías. Aunque, por prurito profesional, no descansamos hasta dar con las fuentes, antecedentes y causas de los fenómenos literarios que nos interesan, en el caso de Cervantes nunca se ha sentido la necesidad de llegar tan lejos. Edward Riley (1990: 51) explicó el porqué: “[...] que el humor no dependa por completo del conocimiento de las fuentes originarias se debe al genio cómico del autor. Si dependiera de ese conocimiento, su novela estaría anticuada por completo”.

Prestemos atención a otra fuente de información a la que la crítica ha hecho oídos sordos: la tratadística de re militari. En las postrimerías del siglo XVI, los retos y desafíos eran de sobra conocidos a través de los escritos legales que los regulaban (en primer lugar, las Siete Partidas alfonsíes), los tratados que a ellos aludían y la ficción narrativa, que encontraba en los hechos de armas su materia prima. En la ficción caballeresca, la referencia que más importa para Cervantes y el Quijote es el Tirant (editado en 1490 y traducido al castellano en 1511), cuajado como está de cartas de batalla y carteles de desafío (además, como de sobra sabemos, la ficción tiene correspondencia absoluta en la vida real, con los retos por honor de Joanot Martorell de los que se ocuparon Riquer y Vargas Llosa (1972). A su lado, están la novela sentimental y los libros de caballerías, en los que, lógicamente, hay muestras de este género (magníficos son los ejemplos de la Segunda Parte del Belianís de Grecia [1547] de Jerónimo Fernández o el anónimo Polindo [1526]).

Las crónicas se les habían adelantado al incluir cartas de batalla y carteles de desafío revueltos con epístolas de diferente índole y unos discursos que se confunden con ellas porque se les han quitado antes sus marcas características (la intitulatio, la inscriptio y la salutatio). Este cambio en la poética del género historiográfico se inicia con Pedro López de Ayala y su Crónica de Pedro I (1396) y sigue con las cartas y arengas que Hernando del Pulgar fue incorporando a su Crónica de los Reyes Católicos (1482). Entrado el siglo XVI, basta el recuerdo de Alfonso de Valdés y su Diálogo de Mercurio y Carón (ca. 1529), que informa de la ira con que la corte de Carlos V recibió las cartas de
batalla de Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. Y paro aquí la relación porque, aunque el aroma de esa literatura bélica impregna el Quijote, en ningún momento se alude expresamente a ella; por el contrario, en sus páginas se amontonan las referencias a las llamadas leyes del desafío.

Ciertamente, Cervantes parodia la literatura en que se regulan los retos y desafíos, cuyo primer título corresponde a las Siete Partidas alfonsíes, más concretamente a la Segunda y Séptima. El texto fue promulgado y adquirió estatus legal en el Ordenamiento de Alcalá de 1348 de Alfonso XI; luego los Reyes Católicos lo recuperaron gracias a la Compilación de Alonso Díaz de Montalvo de 1484. No olvidemos que a menudo la cita de las Siete partidas se hace a través de ese verdadero epítome que es el Doctrinal de los caballeros (1435-1440) de Alonso de Cartagena, o bien por medio del Tratado de las armas (ca. 1462-1465) de mosén Diego de Valera.

La parodia a que acabo de referirme es la del c. 27 de 1615, en que don Quijote sienta jurisprudencia como un nuevo Baldo o como un segundo Honoré Bouvet (célebre autor del igualmente célebre Arbre des batailles [1386-1389], que gozó de dos traducciones al español coetáneas) al defender que un insulto no puede ni debe implicar a toda una comunidad. En su parlamento, don Quijote destaca la alusión explícita al cuerpo de leyes y tratados que aún entonces (pues no se trataba de un fósil legal, esto es, de pura letra muerta) regulaban los encuentros armados y la alusión implícita a alguna de las fuentes que se ocupaban de la guerra justa. Por si alguien no ve claros los fundamentos legales del discurso de don Quijote, la apostilla de Sancho disipa cualquier duda, pues dice de su señor que se los sabe de memoria:

—Mi señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de la Triste Figura y ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller, y en todo cuanto trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y ordenanzas de lo que llaman el duelo en la uña.

La afirmación de Sancho no es caprichosa. Ciertamente, don Quijote había dado pruebas de sus conocimientos acerca de esa ley de caballería a la que remite de modo insistente y a la que, contra todo pronóstico, no se ha prestado la atención que merece. Así ocurre cuando, por ejemplo, prohíbe a Sancho que tome las armas en su auxilio, pues “en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes hasta que seas armado caballero” (c. 8, 1605); o cuando, para convencerlo de que no deben sentirse afrentados por el formidable revolcón que les acaban de propinar los yangüeses (c. 15, 1605), afirma que todo ha ocurrido por mezclarse en pendencias contra gente baja, frente a lo indicado por las leyes de la caballería. Así las cosas, el escudero debe tener en cuenta lo siguiente:

Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos; y esto está en la ley del duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero da a otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no
por eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella.

Del mismo modo, tras discutir con un eclesiástico atrevido que, sin conocimiento de tan rico y complejo universo, quería “meterse de rondón a dar leyes a la caballería” (c. 32, 1615), don Quijote quita hierro al asunto y afirma “que el que no puede ser agraviado no puede agraviar a nadie”. Al distinguir entre agravio y afrenta, concluye:” Y así, según las leyes del maldito duelo, yo puedo estar agraviado, mas no afrentado”. La literatura jurídico-militar, ya se ve, está presente en el Quijote y adquiere el valor jocoso que se percibe en las citas aducidas; dicho sentido, no obstante, no depende de desordenar los términos o alterar las palabras sino, sobre todo, del contexto en que éstas y aquéllos se enmarcan. 

En el Quijote ni siquiera está ausente el universo afín de la vexilología y la heráldica, que contaba con la autoridad de Bartulo de Sassoferrato, jurisperito italiano de la primera mitad del siglo XIV que compuso De insigniis et armis, y de varios teóricos españoles, particularmente Ferrán Mexía, autor del difundido Nobiliario vero (1492). Recordemos alusiones tan reveladoras como las del combate contra los dos rebaños de ovejas, en que don Quijote incluso identifica las “empresas y motes” (c. 18, 1615). De todos modos, la principal parodia de ese universo de referencia —con sus enseñas o insignias, guiones, pendones, estandartes y banderas— está en la aventura del rebuzno (c. 27, 1615), con la empresa del burrillo sardesco o moruno y un divertido pareado por mote.

Si en el episodio de los rebaños es la imaginación de don Quijote la culpable de que vea escudos y empresas donde no los hay, en éste es un grupo de rústicos el que recrea el mundo ideal de la caballería. El espectáculo, más que cómico, es propiamente bufo, pues el decoro salta hecho añicos. No olvidemos que al don Quijote de la primera salida, por no ser caballero o por serlo novel, le estaba prohibido portar empresa alguna en sus armas, por lo que lleva “armas blancas”. El concepto lo explica el propio don Quijote cuando, en el capítulo susodicho, describe unas huestes que no son más que ovejas y, entre ellas, distingue a un personaje: “el otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique”. La deformación burlesca llega al absurdo en este episodio del Quijote, que se diría realista y no lo es en absoluto. Aunque el Quijote se hace eco de la tratadística militar, falta igualmente una investigación que, con la exhaustividad necesaria, revele hasta dónde llega Cervantes en su recurso a una literatura que arranca de Alfonso X y seguía viva en los años en que se gestaba el Quijote (en ese sentido, mi trabajo, en Gómez Moreno, 2006, sirve sólo como parche o sucedáneo mientras se espera esa prospección metódica y exhaustiva*). Los apuntes de tipo teórico y legal insertos en el Quijote lo enriquecen al tiempo que ayudan a trazar un ideal caballeresco alejado por completo de la realidad. Ya sabemos que don Quijote es plenamente consciente de esta circunstancia y así lo proclama al denunciar la aparición de las armas de fuego en su discurso sobre las armas y las letras (c. 38, 1605).

Suena a lugar común y no lo es: me refiero al binomio literatura y vida. Cuántas veces hemos oído pronunciarlo en relación con nuestra obra y su autor. Menos frecuente es otra pareja que ha multiplicado su presencia en los estudios literarios de cualquier periodo desde los años ochenta para acá: oralidad y escritura. Ciertamente, desde la publicación de El pensamiento de Cervantes (Castro, 1925), los referentes culturales de nuestro primer escritor se han rastreado exclusivamente en la cultura libraria española y europea de su tiempo. Ahora, sin desandar lo andado, esto es, sin necesidad de volver a la imagen de un Cervantes lego en una España igualmente lega, se impone corregir esa trayectoria. Cervantes nunca más será un escritor de pobre formación y “sublimes intuiciones”; sin embargo, hay que partir del hecho de que, en el Quijote, la cultura de transmisión oral no se agota en los refranes de Sancho Panza. Gonzalo Pontón y Joaquín Forradellas han sido los compañeros inseparables de Rico a lo largo de todo el proceso. Del segundo, fallecido el 21 de marzo de 2014, es una afirmación cargada de gracejo y también de sentido. La voz que narra es la de Rico (2012): “«Para entender el Quijote», me corrobora el omnisciente Joaquín Forradellas, «hay que ser de pueblo»”, que corrige la alusión a las fiestas que muchos segadores pasan recogidos en la venta de Juan Palomeque el Zurdo y la deja en un siestas que tiene toda la razón de ser. Forradellas estaba en lo cierto hasta un extremo que el lector común del Quijote (permítaseme llamarlo así, pues el adjetivo no conlleva ningún matiz peyorativo) ni siquiera alcanza a imaginar.

Con dicha categoría, “lector común”, abarco un amplio abanico de consumidores potenciales: desde el más culto y mejor preparado para saborear la obra y sacarle el mayor jugo posible hasta el joven que no sale del WhatsApp, que se ve en la tesitura de leer algún fragmento o capítulo de la obra porque se lo exigen en clase y no entiende casi ninguna de las palabras que le salen al paso. En ninguno de esos casos recomendaría una edición modernizada (yo diría más bien “trivializada”) del Quijote, pues al primero de esos individuos se le priva de la posibilidad de aprender algo nuevo y al segundo se le condena a no salir jamás del estado de ignorancia profunda en que se halla. No, no se trata de un problema de evolución en la lengua (de hecho, el español de Cervantes apenas si se distingue del que hoy se habla o escribe en un nivel culto) sino del empobrecimiento de esa misma lengua en un proceso raudo e imparable. Acaso no haga falta decir que esta vez estoy en desacuerdo con Trapiello (2015) y con ese Quijote “puesto en castellano actual íntegra y fielmente”. Desde mi más profundo respeto a su persona y obra, creo que esta vez se ha esforzado en balde. Al menos, estoy seguro de que el tiempo que ha dedicado a esta empresa le habrá valido para familiarizarse con el “Quijote” [CVA.] y conocerlo como pocos. En este sentido, mi experiencia es distinta por completo. Me tengo, sí, por un verdadero privilegiado, pues cada vez que leo el Quijote resuena en mi cabeza la glosa de mi madre, que a sus cerca de 88 años (nació el 11 de junio de 1928) conserva una memoria fresca y deslumbrante. El recuerdo de sus vivencias me transporta a un pasado que lo mismo es el de Cervantes que, ya puestos, el de Alfonso X o don Juan Manuel; de hecho, alguna pieza de su inagotable repertorio me ha permitido validar el carácter tradicional de varios de los poemas recogidos por Margit Frenk o dar la solución o al menos hacer una propuesta plausible a determinados pasajes del Quijote. De lo primero, ofrezco una amplia muestra en Gómez Moreno (2007); de lo segundo, me ocupo en “Cervantes elucidado en la campiña toledana: conversaciones con mi madre”, que aparecerá en el homenaje a un buen amigo cuyo nombre callo para darle una sorpresa.

Para mi madre, lectora infatigable, la nota de Rico que acabo de citar —convenientemente incorporada a este nuevo Quijote— coincide con los ritmos de la vida campestre hasta finales de los años cincuenta, cuando se produjo el abandono masivo del campo español y la integración de los braceros y pequeños campesinos en la masa del proletariado urbano. Ella recuerda que la hora de la comida y el descanso la marcaba el astil de un azadón puesto de pie: cuando perdía la sombra, por estar el sol en el sur y ocupar la posición más elevada, eran las doce en punto —esto es, la hora sexta de los romanos y la siesta del campesinado—, tiempo para comer, charlar y echar una cabezada.

Cuando se retrotrae a aquellos tiempos, afloran voces que yo he recogido y estudiado en más de una ocasión y que, además de resolver varias dificultades del Quijote, lo enriquecen a cada paso.

Si Cervantes alterna camaranchón y caramanchón, ella hace otro tanto; del mismo modo, las alusiones a la tuera y el tártago, a la algarroba castellana o al alcacel o alcacer, erróneas en todas las ediciones que se nos ocurra manejar, se iluminan al instante. En su mayor parte, me he referido a ellas y las he explicado y corregido Gómez Moreno (2011). La edición que reseño, extraordinaria en
tantos otros sentidos, me confirma que de poco ha servido mi labor, pues por mucho que la ficha aparezca en la bibliografía, los errores en materia botánica se han enquistado o, peor aún, van a más.

Que inexplicablemente la tuera se identifique con especies tan venenosas como el acónito (Aconitum napellus o Aconitum vulparia) o el vedegambre (Veratrum album) ni siquiera me llama la atención; es más, no espero que se busque su correspondencia exacta en la coloquíntida o calabacilla salvaje (Citrullus colocynthis). Me extraña, eso sí, que se olvide el poema que Miguel Hernández dedica a la planta y que no se tenga en cuenta que “amargar [en lugar del verbo, puede haber un adjetivo, amargo o amarga] como la tuera” era una expresión común en época de Cervantes y, de echar un vistazo a la Web, aún sigue viva en la memoria de no pocos usuarios. En este caso, el testimonio de mi madre es sólo uno más, pero me confirma que estamos ante un caso de oralidad pura. De forma reveladora, ni siquiera ella, que tan bien conoce la flora silvestre y sus propiedades medicinales, ha sabido darme noticia exacta sobre la especie. Su apostilla no deja lugar a duda: “Es un dicho de toda la vida”.

Lo mismo ocurre con el tártago (Euphorbia lathyris), cuyas virtudes purgativas estaban en sus semillas y látex, comúnmente conocido como “leche de tártago”. Mi madre conoce una expresión verdaderamente elocuente, que al parecer decían los más ancianos de su pueblo: “tener peor leche que el tártago”. Este violento emético, emenagogo y abortivo, de uso extremadamente peligroso, era bien conocido por los boticarios; sin embargo, a pesar de proceder de una familia de galenos, es probable que Cervantes sólo tuviese referencias como la recién aducida o las que se insertan en dos best-sellers como el Marco Aurelio (1528) de Fray Antonio de Guevara o la Introducción al símbolo de la fe (1583) de Fray Luis de Granada, entre otras. Luego, el maestro Gonzalo Correas comenta el sintagma “dar tártago” en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627). A este respecto, basta su glosa: “Tártago es una planta ke lleva unos granos buenos para purgar, pero fatigan a kien los kome”. Más que de la observación directa o del uso de fuentes concretas, las referencias vegetales de la obra cervantina precisan, como aquí y en los lugares que veremos, de la sabiduría popular. El uso de una fuente libraría, el Dioscórides (1555) glosado por el doctor Andrés Laguna, sólo es seguro en un pasaje alusivo a la pomada de brujas en El coloquio de los perros y en cierto comentario jocoso de don Quijote, que cuando toca suelo puede ser más socarrón que el propio Sancho:

—Con todo eso —respondió don Quijote—, tomara yo ahora más aína un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna.

Otra referencia en que tropiezan los editores es la correspondiente a la algarroba, leguminosa rastrera (Vicia articulata) que nada tiene que ver con el algarrobo (Ceratonia siliqua) y su fruto, que sólo prospera en el Levante español.

Que Sancho lleve consigo cuatro docenas de esta última especie es poco creíble, pues dado el tamaño de sus vainas no cabrían, no ya en la talega, sino en las alforjas; además, los azúcares de su pulpa limitan la ingesta de la algarroba levantina a media unidad o, a lo sumo, una algarroba entera. De los granos de la algarroba castellana o manchega cabe decir todo lo contrario; además, si tenemos en cuenta el resto de su conducho, ésta es la cantidad proporcional y la única que hace justicia al adverbio con que arranca esta cita: “sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces”.

Es evidente que Cervantes no sólo ha oído hablar de esta última planta (que en algunos lugares llaman vezo y en otros algarroba castellana o algarroba manchega), sino que, sin lugar a duda, la conoce y muy probablemente la ha comido en alguna ocasión, pues no sólo es idónea para alimentar acémilas sino que se ha derivado también para el consumo humano en épocas de escasez o necesidad. Que su ingesta sea excepcional tiene que ver sin duda con el hecho de que sólo la digieren bien los rumiantes y contiene una toxina que, como ocurre con la almorta y el latirismo a ella asociado, la vuelve peligrosa para el consumo humano ininterrumpido. En fin, la siembra temprana de cualquier cereal —no sólo de cebada, como algunos quieren— es el alcacel o alcacer, al que alude un magnífico refrán de mi madre (todo un hápax paremiológico): “Casa y alcacer: lo que sea menester”. La voz se sigue usando en otras partes de España, y con idéntico significado.

El ingeniero de montes Luis Ceballos, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española (Ceballos, 1965), disertó sobre el asunto que me ocupa y le puso un título poco rebuscado: Flora del “Quijote”. De entrada, de su relación hay que eliminar la que él tiene por planta de flor y en realidad no es tal: me refiero a la “margarita preciosa” de El curioso impertinente, pues, en latín y en romance (en toda la Edad Media y todavía en época de Cervantes), margarita es lo mismo que ‘perla’. Por lo tanto, Cervantes no se refiere en ese pasaje a la bellorita o magarza (Bellis perennis) sino a la margarita bíblica, a la que aluden tanto la Vulgata como sus glosadores. Recordemos que lo de echar perlas a los cerdos lo iguala Juan Ruiz con el “Enxiemplo del gallo que falló el çafir en el muladar”.

Una vez más, Ceballos lleva al plano de la vida lo que no es más que literatura. Lo mismo acontece cuando pretende dar sentido a la obsesión de Cervantes por un árbol, el haya (Fagus silvatica), ajeno por completo al universo de referencia de don Quijote y a la geografía del Quijote. En unos casos, la
representación del paisaje natural es realista al máximo; en otras, en cambio, se transforma y acomoda al locus amoenus renacentista, en el que tanto cuenta la Arcadia (1502) de Sannazaro. La intervención de nuestro autor se percibe en detalles tan reveladores como la omnipresencia de una especie arbórea impensable en la ruta de don Quijote, aunque inexcusable en el paisaje bucólico: el haya de las Églogas de Virgilio y la Arcadia de Sannazaro. Este árbol, por sí solo, supone una metamorfosis automática, vale decir, una estilización del paisaje manchego, en el que la encina no tiene rival. Este hecho ha despistado a más de un experto.

Ceballos precisa que Cervantes pone un bosquete de castaños y sitúa las hayas en lugares imposibles. Y es así porque, frente a los momentos basados en la vida de Cervantes, hay otros en que la literatura logra imponerse sobre cualquier otro factor; de ese modo, hayas no podían faltar por influjo de la pastoral, aunque no encajen en el itinerario de nuestro héroe. Todos sabemos que el límite meridional de este árbol está en el madrileño paralelo 40, por lo que nadie, por mucho que se esfuerce, encontrará hayas en Toledo o Ciudad Real. ¿Cómo, si no, puede encajar la descripción de un lugar “en que hay casi dos docenas de hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela?” (c. 12, 1605). Ceballos sigue una senda equivocada: “Es muy probable que Cervantes trabara conocimiento con las hayas durante su estancia y recorridos por el Norte de Italia, observando allá la costumbre de los enamorados de grabar sus nombres en la corteza del árbol”.

En realidad, con el haya virgiliana, la bucólica clásica y renacentista se cuela de rondón en el Quijote. Así las cosas, apenas si llama la atención que Sancho y el morisco Ricote, su otrora vecino, para hablar se sienten “al pie de una haya” (c. 54, 1615); del mismo modo, los azotes que Sancho ha de recibir para desencantar a Dulcinea los sufren no sus nalgas sino los troncos de un hayedo imposible de todo punto por estar situado en el Bajo Aragón. En esos momentos, Cervantes da al traste con el realismo del Quijote, acaso porque le falta sensibilidad en esa materia, acaso también porque, en caso de que sus lectores cayesen en la cuenta de que la verosimilitud se acababa en ese punto, no se lo
habrían tenido a mal.

Es el turno, ya anunciado, de la coda, con la burla del patrón vital de Perceval, que siente la llamada de la sangre al pasar de niño a joven y parte a una doble aventura, militar y amorosa. Ese modelo será reelaborado —entre otras cosas, para aprovechar su potencial comicidad— por Alexandre Dumas al dibujar al D’Artagnan de Los tres mosqueteros (1844). En realidad, la inversión paródica que supone el Quijote venía sugerida por Ovidio: “Turpe senex miles, turpe senilis amor” (Amores, 1, 9, 4). Muchos habían sido los artistas plásticos y los literatos que habían desarrollado la primera de las oraciones nominales para atender a un Aristóteles cabalgado por Flora, a Virgilio en el cesto o bien a Susana y los viejos rijosos. En cambio, sólo Cervantes atiende también a la segunda oración y, por tanto, al verso completo, con un héroe viejo y mermado de fuerzas, escuálido y mal pertrechado. No, don Quijote no tiene edad para andarse con batallitas y amoríos, como digo en Gómez Moreno (2014).

Acabo aquí el recorrido dibujado al inicio de esta nota crítica; en ella, he atendido a una serie de materias que —ojalá quede claro— ponderan mucho en una lectura profesional del Quijote. Su importancia deriva del poderoso influjo que la hagiografía, la tratadística militar y los libros de caballerías (tan presentes y, al mismo tiempo, tan olvidados) ejercen sobre la totalidad del Quijote. Es
probable que, inicialmente, la voluntad de Cervantes consistiese en una mera inversión paródica de la figura de Perceval; en todo caso, es muy probable que se lanzase a escribir la obra aguijoneado por un verso de Ovidio que resume la doble empresa, amorosa y militar, del viejo hidalgo manchego.

Ni siquiera la botánica queda al margen de mi afirmación. Guiados por ella, comprobamos la necesidad de reescribir algunas notas y la de volver sobre determinados pasajes, en los que de repente se hace la luz. Mucha mayor importancia, a mi modo de ver, tiene el paisaje imaginario del Quijote, en el que, por influjo de la bucólica clásica y renacentista, nos damos de bruces con una naturaleza imposible. En ella, el haya aparece por doquier, lo que supone un homenaje a Virgilio, desde el primer verso de la Bucólica I, y sobre todo a Sannazaro, esta vez por la totalidad de su Arcadia. Tanto tira de Cervantes esa querencia hacia la pastoral renacentista que ni siquiera cae en la cuenta de que está haciendo trizas tanto el realismo estético como la poética de la verosimilitud.

Ahí es nada.

Tras estas reflexiones, sólo me resta dar las gracias a Francisco Rico como responsable último (y, en abierta paradoja, responsable primero) de este extraordinario Quijote.

* Poco antes de corregir las primeras pruebas de este artículo-reseña, he podido leer el magnífico trabajo de fin de máster de Amalia M. Castellot de Miguel; en sus cerca de sesenta páginas, ha localizado la mayoría de las citas de la tratadística militar incorporadas al Quijote

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