Francisco Rico y su Quijote*
Ángel Gómez Moreno
Universidad Complutense de Madrid
angelgomezmoreno@filol.ucm.es
RESUMEN: Este artículo-reseña valora positivamente el Quijote publicado por Francisco Rico con motivo del IV Centenario de la Segunda Parte del clásico (1615). Lo que se echa en falta no es de la exclusiva incumbencia del editor o su equipo: estudiar los libros de caballerías, la tratadística militar o la literatura hagiográfica, que se revelan fundamentales para entender el Quijote, son tareas que competen a todos los cervantistas. Detalles al margen, las herramientas a disposición del lector configuran un status quaestionis fresco y preciso; del mismo modo, las fichas lexicográficas cumplen bien su función, aunque las relativas a la botánica esperan una revisión en profundidad.
REVISTA DE FILOLOGÍA ESPAÑOLA (RFE) XCVI, enero-junio, 2016, pp. 203-220
Artículo-reseña sobre Miguel de Cervantes Saavedra (2015): Don Quijote de la Mancha: edición del Instituto Cervantes (1605, 1615, 2015), dirigida por Francisco Rico, con la colaboración de Joaquín Forradellas, Gonzalo Pontón y el Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, Serie clásica de la Real Academia Española, vol. 47, Madrid/Barcelona, Espasa Calpe/Círculo de Lectores, 2 vols., XX + 1644 (I), 1668 (II).
Cabía formular esta reseña como un ejercicio eminentemente retórico, entre descriptivo y encomiástico. Al fin y al cabo, estamos ante el mejor de todos los Quijotes publicados hasta la fecha. Que haya optado por una solución distinta se debe a que prefiero arriesgar opiniones antes que espantar al lector potencial con un discurso acrítico, huero y aburrido. Además, al esfuerzo de tanto cervantista de renombre como ha reunido Francisco Rico sólo se le hace justicia con una lectura despaciosa y el lapicero en la mano.
El reconocimiento de tan inmensa tarea exige un esfuerzo acorde por parte del evaluador, obligado como está a detectar carencias y proponer futuras líneas de actuación. Adelanto que esta edición no presenta fallos estructurales que pongan en riesgo la estabilidad del conjunto: el ojo avezado sólo percibe algunos problemas de detalle que esperan, eso sí, aclaración o enmienda. Es en esa precisa distancia donde se lleva a cabo la lectura profesional o especializada del Quijote y donde más claramente se percibe lo que queda por hacer. En realidad, nada o casi nada parece acuciante a estas alturas; de hecho, el salto cualitativo que supone esta nueva edición me lleva a afirmar que aquí tenemos Quijote para rato.
Aunque extraordinariamente gruesos, los dos volúmenes en que se ha dividido el libro se manejan sin dificultad gracias a su formato en cuarto menor (o, si se prefiere, en octavo mayor) y a su sobrecubierta satinada, más resistente a las manchas que la escogida para la edición del centenario de la Primera parte del Quijote (Rico, 2004). El reparto de contenidos se ha llevado a cabo del modo que más convenía, con el texto y las notas básicas en el primer tomo (así se hizo ya en la primera edición (Rico, 1998). Lectores habrá que no pasarán de ahí; los demás calarán a mayor o menor profundidad según lo precisen. En ese sentido, cabe hablar de un libro versátil: una especie de Quijote a la carta con arreglo a las necesidades, intereses y formación de cada cual.
Estoy seguro de que este Quijote dejará satisfechos al amante de los clásicos, que busca ediciones solventes, y al experto cervantista, obligado como está a trabajar con textos de calidad contrastada. Este Quijote está pensado para ese lector exigente, aficionado o profesional; a él también se dirige esta reseña, que —vaya por delante— confirma la bondad del trabajo realizado. En realidad, no estamos ante una mera edición del Quijote: en las más de tres mil trescientas páginas que suman ambos volúmenes (y eso a pesar de que los addenda van en una letra minúscula), se ofrece un status quaestionis detallado y fresco a más no poder de todo lo que ha ido aportando el cervantismo desde el siglo XVIII, en que surge como fenómeno erudito, a nuestros días. Nada escapa a la atención del editor y su equipo; por eso, cuesta entender algunos silencios, a no ser conscientes y voluntarios.
Al celo con que han realizado su labor se debe la perfecta articulación del conjunto, que, antes de bajar a detalles, constituye un primer indicio de calidad. Para comprobar posibles carencias, hay que comenzar por la bibliografía, con 350 páginas y más de 6.500 entradas; y luego hay que ver si sus aportaciones se reflejan en las notas al texto, los estudios y los apéndices. En lo que sigue, dispondré mis propuestas de trabajo en cuatro apartados y una coda, con materias que he frecuentado en mis investigaciones más recientes: [1] huellas de la hagiografía, a las que últimamente he añadido alguna ficha cristológica; [2] presencia e influencia de los libros de caballerías, manifiesta en temas y formas; [3] ecos de la literatura de re militari, con las leyes relativas a retos y desafíos, las cartas de batalla, y también los tratados de estrategia, protocolo o vexilología; y [4] una materia tan desatendida como la botánica, que importa más de lo que en principio se imagina. La coda corresponde a la gestación del Quijote, que arranca de una parodia del patrón del Perceval (ca. 1180-1190) de Chrétien de Troyes. Claro está que, ya antes, Ovidio se había ocupado de prefigurar a un héroe tan peculiar como el nuestro en un solo verso: “Turpe senex miles, turpe senilis amor” (Amores, 1, 9, 4). Lo veremos al final.
Comencemos con los santos y las vidas que de ellos se ocupan. Aunque el dato se silencia en esta edición, hoy se sabe que la fuente del c. 19 del Quijote de 1605 (“De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos”) se halla en la Vita Martini de Sulpicio Severo. Por lo tanto, no se trata, como hasta aquí sostenía la crítica, de la parodia de cierto episodio del Palmerín de Inglaterra, ni tampoco tiene que ver con el recuerdo de la traslación del cadáver de san Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia. En realidad, en ese largo pasaje, Cervantes se deja llevar por uno de los grandes relatos hagiográficos de todos los tiempos.
La noticia podía haberse tomado de Eric C. Graf (2004), ficha ésta que no falta en la bibliografía. De hecho, es una pena que finalmente nada se diga acerca de este episodio y su fuente ni en las notas a pie de página, ni tampoco en las notas complementarias. Tan sólo al consultar la sección “Lecturas del Quijote”, damos con el nombre de este estudioso (vol. II, p. 89): “y Graf [2004]”. Nada más se dice a ese respecto, con lo que la fuente de esta aventura de don Quijote queda relegada a una referencia bibliográfica que al menos tiene el detalle de incorporar el dato exacto en su título. Si Graf no hubiera bastado, habría hecho el mismo servicio un trabajo propio (Gómez Moreno, 2004); por desgracia, ni esa contribución ni el libro a que dio lugar (Gómez Moreno, 2008: 69-71, en concreto), se citan en este Quijote.
En ambos lugares (como también en Gómez Moreno, 2005), demuestro que la Vita Martini es la fuente de ese episodio del Quijote. A lo largo de ese mi libro, las vidas de los santos me ayudan a explicar otros tantos ingredientes y detalles del Quijote y la obra cervantina en su conjunto; a tan rico venero, de manera más o menos consciente (y también, cabe decir, de más o menos directa o más o menos clara), apela Cervantes cuando ha de dibujar un personaje o ha de servirse de la fórmula narrativa adecuada. Reitero mi sorpresa por la ausencia de mi libro en la biblioteca de este, por tantas razones, estupendo Quijote, aunque sólo sea porque la Modern Language Association-La Corónica le concedió su prestigioso premio anual en 2010.
En mi opinión, localizar la fuente cierta de todo un capítulo del Quijote supone una contribución relevante a los estudios cervantinos. Por si no bastara, la Vita Martini se deja sentir sobre la propia poética del Quijote. Más allá de la anécdota, queda claro que a Cervantes le satisfizo la comicidad del opúsculo, un ingrediente que, incorporado con habilidad para no dar al traste con su tono y decoro, no suele faltar en géneros elevados como la épica o, como es el caso, la hagiografía (al respecto, recuerdo un importante excurso del opus magnum de Curtius, 1955: 594-618, titulado “Bromas y veras en la literatura medieval”). En mi opinión, el humor, suave e inteligente, de Sulpicio Severo socorrió a Cervantes en el preciso momento en que había de perfilar a su héroe y, sobre todo, le indujo —o al menos coadyuvó— a apartarlo definitivamente de la estampa ridícula y simplona del orate de la primera salida.
Las vitae impregnan también el micro-relato, como cierta fazaña del sagaz Sancho Panza en la Ínsula Barataria. Antes de llegar a sus dominios, y a lo largo de un capítulo, don Quijote da una serie de consejos a Sancho que se constituyen a modo de pequeño tratado de buen gobierno y son una prueba más de la tendencia de la narrativa áurea a insertar todo tipo de elementos en el cuerpo del relato; al mismo tiempo, este excurso recuerda otro más añoso: los “Castigos del rey de Mentón” del Libro del caballero Zifar (ca. 1300), que Cervantes hubo de conocer en la edición sevillana de Jacobo Cromberger de 1512. Tras recordar la conveniencia de incorporar este último dato en algún punto de la edición, revisaré el modo en que el recién estrenado gobernador se da cuenta de que el denunciado, que jura haber devuelto el dinero prestado por el demandante, dice verdad y no incurre en perjurio, porque, mientras jura, pide a la parte contraria que le sujete el báculo.
Las monedas, deduce Sancho, se hallan ocultas en la cañaheja, nombre que entonces se daba a dos umbelíferas: la férula (Ferula communis) y la cicuta (Conium maculatum). Aunque el término que utiliza el narrador se reserva hoy para la primera especie, la oquedad sólo es característica de la segunda, por lo que a ella parece aludir Cervantes. En una cañaheja, por cierto, guardó Prometeo el fuego antes de devolvérselo a los hombres. Con independencia de que se trate de una u otra especie y de que le corresponda esa función en la mitología clásica, lo que ahora importa es que la anécdota se popularizó gracias a su incorporación a la leyenda de san Nicolás de Bari (como se lee en la versión de Jacobo de Vorágine) y a que cuenta con congéneres tan linajudos como el juramento de Isolda en Tristan et Iseut.
Al ocuparse de esta anécdota, Maxime Chevalier (“Lecturas del Quijote”, en Rico, 2015: vol. II, p. 228) defiende su carácter culto y apostilla que Cervantes hubo de leerla en alguna de las varias fuentes que la transmiten; sin embargo, se diría que, en ese episodio del Quijote o en aquel otro en que don Quijote cuenta cómo san Martín partió su capa con un pobre aterido de frío que resultó ser Cristo (c. 58, 1615), la memoria basta. A lo sumo, hay que apelar a alguna imagen, como la que a la generosidad de este santo dedica el tímpano de la Capilla de San Martín, en el Palacio de la Aljafería de Zaragoza; o a la que al juramento ante el prestamista, bajo la imagen de san Nicolás, ha reservado
una de las vidrieras de la Catedral de Chartres. En casos como éstos, yo no dejaría todo en oralidad a secas; en mi opinión, cuando en la transmisión de un elemento se superponen dos o más sentidos corporales (esto es, cuando la vista refuerza o complementa la información que llega a través del oído), más que de oralidad hay que hablar propiamente de vida. El Quijote no abunda en datos biográficos o personales sobre su autor, pero nadie puede negar que la vida brota a borbotones en cada línea.
Otra forma de penetración de la hagiografía se percibe en el dibujo de sus héroes y heroínas, en atención a su perfil prosopográfico (con una belleza corporal que es simple reflejo de la belleza interior) y etopéyico (con la bondad y la discreción como valores añadidos). Igual que en las vitae sanctorum, en Cervantes importa mucho la sangre o linaje, pues la nobleza de cuna se erige en factor determinante, que asegura una conducta recta en las circunstancias más difíciles. Así, a nadie le extraña que Preciosa, en La Gitanilla, o Constanza, en La ilustre fregona, hayan preservado su honra y su belleza contra todo pronóstico: una en la vida azarosa y nómada del gitano de otros tiempos (ni siquiera los rayos del sol han oscurecido su tez); otra, entre pícaros, rufianes y hampones. La hagiografía deja también su impronta en el episodio de la bella Marcela, contraria a acordar amores con Grisóstomo, aunque su rechazo le cueste la salud y finalmente la vida al infortunado joven.
De que se trata de más que una simple anécdota dan constancia los tres capítulos (c. 12-14, 1605) que Cervantes dedica al caso. En atención a Marcela, se ha hablado de un Cervantes de mentalidad abierta, un escritor avanzado en tanto en cuanto defiende la libertad femenina para elegir si se empareja o no y con quién. Sin embargo, el santoral está repleto de Marcelas, con el mérito añadido
de que su decisión —eran conscientes de ello— iba a costarles la vida. En mi libro, cito a aquellas santas que dieron calabazas a un pretendiente o se opusieron a un matrimonio que las habría librado de la muerte. Otras, sin más, defendieron su derecho a escoger su itinerario vital y prefirieron mantenerse castas en la soledad del campo. De todo ello nos informa puntualmente la voz de un narrador que no duda en ceder la palabra a la santa para reforzar el dramatismo de la escena.
El episodio de Marcela no pierde mérito por el hecho de que sus modelos más directos estén en el santoral femenino, en que abundan las jóvenes discretas y elocuentes (sobre todo, aquellas que tienen un nombre parlante, como santa Eulalia de Mérida y Barcelona, santa Eufrasia o santa Eufemia). El paisaje bucólico es característicamente renacentista. En la naturaleza estilizada de Arcadia tienen su hogar unos pastores igualmente estilizados; allí, además, buscan refugio muchos de los zaheridos por el amor y por las convenciones sociales que ponen límites a dicho sentimiento. La naturaleza, a modo de paraíso deleitable o de yermo inhóspito, es el medio idóneo para quien se aleja del hombre para acercarse a Dios. En este sentido, la soledad anhelada de Marcela tiene tanto de pastoril como de eremítica.
Las santas, bellas, fuertes y decididas fascinaban sobre todo a unas lectoras que no tenían bastante con las protagonistas, que no heroínas, de la ficción narrativa. Frente al patrón femenino vigente, ninguna de nuestras santas resulta pacata o ñoña; ninguna, tampoco, se caracteriza precisamente por su pasividad. Ahí está santa Perpetua, que, tras la acometida de un toro, se recompuso el vestido y peinó el pelo con la mano para morir como una verdadera mártir, sin perder el aplomo y la gallardía por un instante, mientras de sus pechos brota la leche por no haber amamantado a su hijito.
Del mismo modo, Pedro de Ribadeneira da cuenta de la donosura con que santa Nunilo o Nunilón, condenada a morir junto a su hermana Alodia o Alodía, arregló su cabello ante el verdugo que se disponía a decapitarla: “rodeó con aire y gracia sus hermosos cabellos a la cabeza y se puso de rodillas, diziendo al verdugo que la hiriesse quando fuesse servido” (cito por Ribadeneira, 1790: III, 301-302), aunque en ningún momento olvido que su obra, ampliada luego por distintos hagiógrafos, vio la luz en 1599, cuando Cervantes pensaba el Quijote). A la vista de estas y otras estampas, se entiende que la hagiografía entusiasmase a un público femenino que, por fin, encontraba mujeres a la altura del varón más valiente y esforzado.
Cervantes se sirvió de la hagiografía de maneras diversas. El narrador, por ejemplo, cuida de sus personajes igual que la Providencia cuida de los santos. A quien acostumbraba leer o escuchar el relato del santo del día no le llamaría la atención que la verosimilitud se llevase hasta el punto que suele Cervantes. ¿Cómo podían sorprenderle sus casualidades encadenadas cuando éstas abundan en las leyendas hagiográficas? A ese respecto, basta leer la vida de san Eustaquio, que además huele a pura novela bizantina (en mi interés por esta leyenda, coincido plenamente con Lozano Renieblas, 2003). En referencia a las Novelas ejemplares, estoy seguro de que La española inglesa y El amante liberal deben más a las vidas de los santos que a Heliodoro. Todo se entiende mejor cuando se considera que la hagiografía llevaba siglos rondando por los dominios de la novela; por eso, Delehaye, el gran bolandista belga, acuñó una nueva categoría literaria (con pleno arraigo desde Les légendes hagiographiques [Delehaye, 1905]): el que, desde el apartado inicial (“Notions”, pp. 1-13), denomina roman hagiographique.
La glosa que acabo de hacer a Marcela parte de un trabajo propio (Gómez Moreno, 2015) en el que me ocupo también del patrón cristológico con que, aquí y allá, se ha enriquecido la figura de don Quijote. Aunque en buena parte se trata de reflexiones propias, en ningún caso se me escapan las aportaciones seminales de Miguel de Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho (1905) y, sobre todo, de Girard (1982), que sostiene que toda sociedad precisa de víctimas propiciatorias. Es a Cristo a quien corresponde esta función de manera paradigmática; en un segundo peldaño, van los héroes de la tragedia griega y luego, por supuesto, don Quijote. Morón Arroyo (2005) y Bandera (2005) han dado su particular acuse de recibo a esta propuesta; en concreto, este último estudioso parte del concepto del mimetismo sacrificial.
La cristología obliga a reparar en una gran diversidad de detalles, algunos manifiestos, como el discurso de don Quijote a los cabreros (c. 9, 1605), que recuerda a Jesús y sus prédicas, particularmente en el Sermón de la Montaña; además, el tema escogido, la Edad de Oro, suena a puro edenismo cristiano, entre la nostalgia del paraíso perdido y el anhelo de un paraíso para los justos.
Claro está que no se trata de un estímulo único: en ese lugar, Cervantes se hace eco de estampas parecidas que aguardan al lector en la pura ficción, como en Tristán el Joven (1534) o la Segunda Parte del Espejo de príncipes y caballeros (1580) de Pedro de la Sierra. Con este título, acabamos de entrar en los dominios de los libros de caballerías, género que, a pesar de lo mucho que cuenta en el Quijote, ha sido escasamente considerado por la crítica cervantina. Si así me expreso es porque el cotejo de los libros de caballerías quinientistas con el Quijote es una operación imprescindible que nadie ha osado acometer hasta la fecha. Nada importa que la versión española de Williamson (1984) se titule El Quijote y los libros de caballerías (1991). En realidad, este hispanista detiene sus pesquisas en el preciso instante en que debería iniciarlas: el Amadís de Garci Rodríguez de Montalvo (1508), del que proceden todos los libros de caballerías. En este sentido, el aporte principal debe venir de dos líneas de investigación fundamentales: una es la que, entre la ficción literaria y una vida empregnada en literatura, lleva desde Martín de Riquer (Caballeros andantes españoles, Madrid, Espasa-Calpe, 1967) a Pedro Cátedra (El sueño caballeresco. De la caballería de papel al sueño real de don Quijote, Madrid: Abada Editores, 2007); otra, la que, en atención a los libros de caballerías,
arranca de Daniel Eisenberg (con un primer hito en Eisenberg 1982), pasa por María del Carmen Marín Pina (con un sinfín de trabajos seminales y su labor de rastreo de la ficción caballeresca del Quinientos español junto a este último estudioso en Eisenberg y Marín Pina, 2000) y Alberto del Río (en atención al procedimiento de la inversión, también tengo presente su labor en Demattè y Del Río, 2012), y suma nombres como los de Bognolo (1997) y Roubaud Bénichou (2000).
Es a esta última investigadora a la que Rico adjudicó finalmente el estudio de los libros de caballerías en la fase larval de su proyecto, allá por los años noventa. Tiene razón esta estudiosa cuando habla de la credulidad con que sucesivas generaciones de lectores han encajado las críticas de Cervantes a este
género entre el prólogo al Quijote de 1605 y el último capítulo de 1615: “Aún no se han apagado los ecos de tan enérgica condena. Por comodidad, por rutina, la crítica y el público la siguen haciendo suya” (vol. I, p. 1426). Ese desprecio ha resultado pernicioso para los libros de caballerías, a los que se ha negado cualquier mérito (y no hay duda de que varios de sus títulos lo tienen, y no chico), y ha dificultado un conocimiento más preciso del Quijote. En la estupenda actualización de Marín Pina para esta nueva edición se denuncia una vez más “el precario conocimiento que se tiene del género” (vol. I, p. 1447).
A medida que nos familiarizamos con los libros de caballerías, comprobamos que Cervantes les debe mucho más de lo que suponíamos; además, los préstamos temáticos o formales no siempre resultan de una inversión paródica, como se pone de relieve en el final del c. 8 de 1605. La historia del combate entre don Quijote y el vizcaíno queda congelada, pero luego se retoma y remata gracias al feliz hallazgo de un cartapacio arábigo; ahí, continúa la singular batalla de ambos personajes, que concluye con el que don Quijote tiene por triunfo indiscutible. Lo que aquí tenemos es en realidad una especie de versión mejorada del entrelazamiento del roman courtois; además, este mismo recurso, retocado de parecida manera, ya se había probado al cierre de la Primera Parte del Espejo de príncipes y caballeros, en el qual, en tres libros, se cuentan los inmortales hechos del Caballero del Febo y de su hermano Rosicler, hijos del grande emperador Trebacio (1562), de Diego Ortúñez de Calahorra, y también en el Belianís de Grecia (1579), de Jerónimo Fernández.
Cotejar de modo sistemático y profundo los libros de caballerías y el Quijote: he aquí una tarea inexcusable de la que actualmente se encarga mi discípula Ana Martínez Muñoz (que también lo es de Carlos Alvar y prepara en paralelo una edición del manuscrito de El Caballero de la Cruz). Como bien dice Marín Pina, contamos con las herramientas necesarias para llevar a cabo tan acuciante labor, entre ellas las ediciones y las guías de lectura de la colección “Los libros de Rocinante” del Centro de Estudios Cervantinos, impulsada por Carlos Alvar y José Manuel Lucía Mejías. Aunque, por prurito profesional, no descansamos hasta dar con las fuentes, antecedentes y causas de los fenómenos literarios que nos interesan, en el caso de Cervantes nunca se ha sentido la necesidad de llegar tan lejos. Edward Riley (1990: 51) explicó el porqué: “[...] que el humor no dependa por completo del conocimiento de las fuentes originarias se debe al genio cómico del autor. Si dependiera de ese conocimiento, su novela estaría anticuada por completo”.
Prestemos atención a otra fuente de información a la que la crítica ha hecho oídos sordos: la tratadística de re militari. En las postrimerías del siglo XVI, los retos y desafíos eran de sobra conocidos a través de los escritos legales que los regulaban (en primer lugar, las Siete Partidas alfonsíes), los tratados que a ellos aludían y la ficción narrativa, que encontraba en los hechos de armas su materia prima. En la ficción caballeresca, la referencia que más importa para Cervantes y el Quijote es el Tirant (editado en 1490 y traducido al castellano en 1511), cuajado como está de cartas de batalla y carteles de desafío (además, como de sobra sabemos, la ficción tiene correspondencia absoluta en la vida real, con los retos por honor de Joanot Martorell de los que se ocuparon Riquer y Vargas Llosa (1972). A su lado, están la novela sentimental y los libros de caballerías, en los que, lógicamente, hay muestras de este género (magníficos son los ejemplos de la Segunda Parte del Belianís de Grecia [1547] de Jerónimo Fernández o el anónimo Polindo [1526]).
Las crónicas se les habían adelantado al incluir cartas de batalla y carteles de desafío revueltos con epístolas de diferente índole y unos discursos que se confunden con ellas porque se les han quitado antes sus marcas características (la intitulatio, la inscriptio y la salutatio). Este cambio en la poética del género historiográfico se inicia con Pedro López de Ayala y su Crónica de Pedro I (1396) y sigue con las cartas y arengas que Hernando del Pulgar fue incorporando a su Crónica de los Reyes Católicos (1482). Entrado el siglo XVI, basta el recuerdo de Alfonso de Valdés y su Diálogo de Mercurio y Carón (ca. 1529), que informa de la ira con que la corte de Carlos V recibió las cartas de
batalla de Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra. Y paro aquí la relación porque, aunque el aroma de esa literatura bélica impregna el Quijote, en ningún momento se alude expresamente a ella; por el contrario, en sus páginas se amontonan las referencias a las llamadas leyes del desafío.
Ciertamente, Cervantes parodia la literatura en que se regulan los retos y desafíos, cuyo primer título corresponde a las Siete Partidas alfonsíes, más concretamente a la Segunda y Séptima. El texto fue promulgado y adquirió estatus legal en el Ordenamiento de Alcalá de 1348 de Alfonso XI; luego los Reyes Católicos lo recuperaron gracias a la Compilación de Alonso Díaz de Montalvo de 1484. No olvidemos que a menudo la cita de las Siete partidas se hace a través de ese verdadero epítome que es el Doctrinal de los caballeros (1435-1440) de Alonso de Cartagena, o bien por medio del Tratado de las armas (ca. 1462-1465) de mosén Diego de Valera.
La parodia a que acabo de referirme es la del c. 27 de 1615, en que don Quijote sienta jurisprudencia como un nuevo Baldo o como un segundo Honoré Bouvet (célebre autor del igualmente célebre Arbre des batailles [1386-1389], que gozó de dos traducciones al español coetáneas) al defender que un insulto no puede ni debe implicar a toda una comunidad. En su parlamento, don Quijote destaca la alusión explícita al cuerpo de leyes y tratados que aún entonces (pues no se trataba de un fósil legal, esto es, de pura letra muerta) regulaban los encuentros armados y la alusión implícita a alguna de las fuentes que se ocupaban de la guerra justa. Por si alguien no ve claros los fundamentos legales del discurso de don Quijote, la apostilla de Sancho disipa cualquier duda, pues dice de su señor que se los sabe de memoria:
—Mi señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de la Triste Figura y ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller, y en todo cuanto trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y ordenanzas de lo que llaman el duelo en la uña.
La afirmación de Sancho no es caprichosa. Ciertamente, don Quijote había dado pruebas de sus conocimientos acerca de esa ley de caballería a la que remite de modo insistente y a la que, contra todo pronóstico, no se ha prestado la atención que merece. Así ocurre cuando, por ejemplo, prohíbe a Sancho que tome las armas en su auxilio, pues “en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes hasta que seas armado caballero” (c. 8, 1605); o cuando, para convencerlo de que no deben sentirse afrentados por el formidable revolcón que les acaban de propinar los yangüeses (c. 15, 1605), afirma que todo ha ocurrido por mezclarse en pendencias contra gente baja, frente a lo indicado por las leyes de la caballería. Así las cosas, el escudero debe tener en cuenta lo siguiente:
Porque quiero hacerte sabidor, Sancho, que no afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos; y esto está en la ley del duelo, escrito por palabras expresas: que si el zapatero da a otro con la horma que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no
por eso se dirá que queda apaleado aquel a quien dio con ella.
Del mismo modo, tras discutir con un eclesiástico atrevido que, sin conocimiento de tan rico y complejo universo, quería “meterse de rondón a dar leyes a la caballería” (c. 32, 1615), don Quijote quita hierro al asunto y afirma “que el que no puede ser agraviado no puede agraviar a nadie”. Al distinguir entre agravio y afrenta, concluye:” Y así, según las leyes del maldito duelo, yo puedo estar agraviado, mas no afrentado”. La literatura jurídico-militar, ya se ve, está presente en el Quijote y adquiere el valor jocoso que se percibe en las citas aducidas; dicho sentido, no obstante, no depende de desordenar los términos o alterar las palabras sino, sobre todo, del contexto en que éstas y aquéllos se enmarcan.
En el Quijote ni siquiera está ausente el universo afín de la vexilología y la heráldica, que contaba con la autoridad de Bartulo de Sassoferrato, jurisperito italiano de la primera mitad del siglo XIV que compuso De insigniis et armis, y de varios teóricos españoles, particularmente Ferrán Mexía, autor del difundido Nobiliario vero (1492). Recordemos alusiones tan reveladoras como las del combate contra los dos rebaños de ovejas, en que don Quijote incluso identifica las “empresas y motes” (c. 18, 1615). De todos modos, la principal parodia de ese universo de referencia —con sus enseñas o insignias, guiones, pendones, estandartes y banderas— está en la aventura del rebuzno (c. 27, 1615), con la empresa del burrillo sardesco o moruno y un divertido pareado por mote.
Si en el episodio de los rebaños es la imaginación de don Quijote la culpable de que vea escudos y empresas donde no los hay, en éste es un grupo de rústicos el que recrea el mundo ideal de la caballería. El espectáculo, más que cómico, es propiamente bufo, pues el decoro salta hecho añicos. No olvidemos que al don Quijote de la primera salida, por no ser caballero o por serlo novel, le estaba prohibido portar empresa alguna en sus armas, por lo que lleva “armas blancas”. El concepto lo explica el propio don Quijote cuando, en el capítulo susodicho, describe unas huestes que no son más que ovejas y, entre ellas, distingue a un personaje: “el otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique”. La deformación burlesca llega al absurdo en este episodio del Quijote, que se diría realista y no lo es en absoluto. Aunque el Quijote se hace eco de la tratadística militar, falta igualmente una investigación que, con la exhaustividad necesaria, revele hasta dónde llega Cervantes en su recurso a una literatura que arranca de Alfonso X y seguía viva en los años en que se gestaba el Quijote (en ese sentido, mi trabajo, en Gómez Moreno, 2006, sirve sólo como parche o sucedáneo mientras se espera esa prospección metódica y exhaustiva*). Los apuntes de tipo teórico y legal insertos en el Quijote lo enriquecen al tiempo que ayudan a trazar un ideal caballeresco alejado por completo de la realidad. Ya sabemos que don Quijote es plenamente consciente de esta circunstancia y así lo proclama al denunciar la aparición de las armas de fuego en su discurso sobre las armas y las letras (c. 38, 1605).
Suena a lugar común y no lo es: me refiero al binomio literatura y vida. Cuántas veces hemos oído pronunciarlo en relación con nuestra obra y su autor. Menos frecuente es otra pareja que ha multiplicado su presencia en los estudios literarios de cualquier periodo desde los años ochenta para acá: oralidad y escritura. Ciertamente, desde la publicación de El pensamiento de Cervantes (Castro, 1925), los referentes culturales de nuestro primer escritor se han rastreado exclusivamente en la cultura libraria española y europea de su tiempo. Ahora, sin desandar lo andado, esto es, sin necesidad de volver a la imagen de un Cervantes lego en una España igualmente lega, se impone corregir esa trayectoria. Cervantes nunca más será un escritor de pobre formación y “sublimes intuiciones”; sin embargo, hay que partir del hecho de que, en el Quijote, la cultura de transmisión oral no se agota en los refranes de Sancho Panza. Gonzalo Pontón y Joaquín Forradellas han sido los compañeros inseparables de Rico a lo largo de todo el proceso. Del segundo, fallecido el 21 de marzo de 2014, es una afirmación cargada de gracejo y también de sentido. La voz que narra es la de Rico (2012): “«Para entender el Quijote», me corrobora el omnisciente Joaquín Forradellas, «hay que ser de pueblo»”, que corrige la alusión a las fiestas que muchos segadores pasan recogidos en la venta de Juan Palomeque el Zurdo y la deja en un siestas que tiene toda la razón de ser. Forradellas estaba en lo cierto hasta un extremo que el lector común del Quijote (permítaseme llamarlo así, pues el adjetivo no conlleva ningún matiz peyorativo) ni siquiera alcanza a imaginar.
Con dicha categoría, “lector común”, abarco un amplio abanico de consumidores potenciales: desde el más culto y mejor preparado para saborear la obra y sacarle el mayor jugo posible hasta el joven que no sale del WhatsApp, que se ve en la tesitura de leer algún fragmento o capítulo de la obra porque se lo exigen en clase y no entiende casi ninguna de las palabras que le salen al paso. En ninguno de esos casos recomendaría una edición modernizada (yo diría más bien “trivializada”) del Quijote, pues al primero de esos individuos se le priva de la posibilidad de aprender algo nuevo y al segundo se le condena a no salir jamás del estado de ignorancia profunda en que se halla. No, no se trata de un problema de evolución en la lengua (de hecho, el español de Cervantes apenas si se distingue del que hoy se habla o escribe en un nivel culto) sino del empobrecimiento de esa misma lengua en un proceso raudo e imparable. Acaso no haga falta decir que esta vez estoy en desacuerdo con Trapiello (2015) y con ese Quijote “puesto en castellano actual íntegra y fielmente”. Desde mi más profundo respeto a su persona y obra, creo que esta vez se ha esforzado en balde. Al menos, estoy seguro de que el tiempo que ha dedicado a esta empresa le habrá valido para familiarizarse con el “Quijote” [CVA.] y conocerlo como pocos. En este sentido, mi experiencia es distinta por completo. Me tengo, sí, por un verdadero privilegiado, pues cada vez que leo el Quijote resuena en mi cabeza la glosa de mi madre, que a sus cerca de 88 años (nació el 11 de junio de 1928) conserva una memoria fresca y deslumbrante. El recuerdo de sus vivencias me transporta a un pasado que lo mismo es el de Cervantes que, ya puestos, el de Alfonso X o don Juan Manuel; de hecho, alguna pieza de su inagotable repertorio me ha permitido validar el carácter tradicional de varios de los poemas recogidos por Margit Frenk o dar la solución o al menos hacer una propuesta plausible a determinados pasajes del Quijote. De lo primero, ofrezco una amplia muestra en Gómez Moreno (2007); de lo segundo, me ocupo en “Cervantes elucidado en la campiña toledana: conversaciones con mi madre”, que aparecerá en el homenaje a un buen amigo cuyo nombre callo para darle una sorpresa.
Para mi madre, lectora infatigable, la nota de Rico que acabo de citar —convenientemente incorporada a este nuevo Quijote— coincide con los ritmos de la vida campestre hasta finales de los años cincuenta, cuando se produjo el abandono masivo del campo español y la integración de los braceros y pequeños campesinos en la masa del proletariado urbano. Ella recuerda que la hora de la comida y el descanso la marcaba el astil de un azadón puesto de pie: cuando perdía la sombra, por estar el sol en el sur y ocupar la posición más elevada, eran las doce en punto —esto es, la hora sexta de los romanos y la siesta del campesinado—, tiempo para comer, charlar y echar una cabezada.
Cuando se retrotrae a aquellos tiempos, afloran voces que yo he recogido y estudiado en más de una ocasión y que, además de resolver varias dificultades del Quijote, lo enriquecen a cada paso.
Si Cervantes alterna camaranchón y caramanchón, ella hace otro tanto; del mismo modo, las alusiones a la tuera y el tártago, a la algarroba castellana o al alcacel o alcacer, erróneas en todas las ediciones que se nos ocurra manejar, se iluminan al instante. En su mayor parte, me he referido a ellas y las he explicado y corregido Gómez Moreno (2011). La edición que reseño, extraordinaria en
tantos otros sentidos, me confirma que de poco ha servido mi labor, pues por mucho que la ficha aparezca en la bibliografía, los errores en materia botánica se han enquistado o, peor aún, van a más.
Que inexplicablemente la tuera se identifique con especies tan venenosas como el acónito (Aconitum napellus o Aconitum vulparia) o el vedegambre (Veratrum album) ni siquiera me llama la atención; es más, no espero que se busque su correspondencia exacta en la coloquíntida o calabacilla salvaje (Citrullus colocynthis). Me extraña, eso sí, que se olvide el poema que Miguel Hernández dedica a la planta y que no se tenga en cuenta que “amargar [en lugar del verbo, puede haber un adjetivo, amargo o amarga] como la tuera” era una expresión común en época de Cervantes y, de echar un vistazo a la Web, aún sigue viva en la memoria de no pocos usuarios. En este caso, el testimonio de mi madre es sólo uno más, pero me confirma que estamos ante un caso de oralidad pura. De forma reveladora, ni siquiera ella, que tan bien conoce la flora silvestre y sus propiedades medicinales, ha sabido darme noticia exacta sobre la especie. Su apostilla no deja lugar a duda: “Es un dicho de toda la vida”.
Lo mismo ocurre con el tártago (Euphorbia lathyris), cuyas virtudes purgativas estaban en sus semillas y látex, comúnmente conocido como “leche de tártago”. Mi madre conoce una expresión verdaderamente elocuente, que al parecer decían los más ancianos de su pueblo: “tener peor leche que el tártago”. Este violento emético, emenagogo y abortivo, de uso extremadamente peligroso, era bien conocido por los boticarios; sin embargo, a pesar de proceder de una familia de galenos, es probable que Cervantes sólo tuviese referencias como la recién aducida o las que se insertan en dos best-sellers como el Marco Aurelio (1528) de Fray Antonio de Guevara o la Introducción al símbolo de la fe (1583) de Fray Luis de Granada, entre otras. Luego, el maestro Gonzalo Correas comenta el sintagma “dar tártago” en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627). A este respecto, basta su glosa: “Tártago es una planta ke lleva unos granos buenos para purgar, pero fatigan a kien los kome”. Más que de la observación directa o del uso de fuentes concretas, las referencias vegetales de la obra cervantina precisan, como aquí y en los lugares que veremos, de la sabiduría popular. El uso de una fuente libraría, el Dioscórides (1555) glosado por el doctor Andrés Laguna, sólo es seguro en un pasaje alusivo a la pomada de brujas en El coloquio de los perros y en cierto comentario jocoso de don Quijote, que cuando toca suelo puede ser más socarrón que el propio Sancho:
—Con todo eso —respondió don Quijote—, tomara yo ahora más aína un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna.
Otra referencia en que tropiezan los editores es la correspondiente a la algarroba, leguminosa rastrera (Vicia articulata) que nada tiene que ver con el algarrobo (Ceratonia siliqua) y su fruto, que sólo prospera en el Levante español.
Que Sancho lleve consigo cuatro docenas de esta última especie es poco creíble, pues dado el tamaño de sus vainas no cabrían, no ya en la talega, sino en las alforjas; además, los azúcares de su pulpa limitan la ingesta de la algarroba levantina a media unidad o, a lo sumo, una algarroba entera. De los granos de la algarroba castellana o manchega cabe decir todo lo contrario; además, si tenemos en cuenta el resto de su conducho, ésta es la cantidad proporcional y la única que hace justicia al adverbio con que arranca esta cita: “sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces”.
Es evidente que Cervantes no sólo ha oído hablar de esta última planta (que en algunos lugares llaman vezo y en otros algarroba castellana o algarroba manchega), sino que, sin lugar a duda, la conoce y muy probablemente la ha comido en alguna ocasión, pues no sólo es idónea para alimentar acémilas sino que se ha derivado también para el consumo humano en épocas de escasez o necesidad. Que su ingesta sea excepcional tiene que ver sin duda con el hecho de que sólo la digieren bien los rumiantes y contiene una toxina que, como ocurre con la almorta y el latirismo a ella asociado, la vuelve peligrosa para el consumo humano ininterrumpido. En fin, la siembra temprana de cualquier cereal —no sólo de cebada, como algunos quieren— es el alcacel o alcacer, al que alude un magnífico refrán de mi madre (todo un hápax paremiológico): “Casa y alcacer: lo que sea menester”. La voz se sigue usando en otras partes de España, y con idéntico significado.
El ingeniero de montes Luis Ceballos, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española (Ceballos, 1965), disertó sobre el asunto que me ocupa y le puso un título poco rebuscado: Flora del “Quijote”. De entrada, de su relación hay que eliminar la que él tiene por planta de flor y en realidad no es tal: me refiero a la “margarita preciosa” de El curioso impertinente, pues, en latín y en romance (en toda la Edad Media y todavía en época de Cervantes), margarita es lo mismo que ‘perla’. Por lo tanto, Cervantes no se refiere en ese pasaje a la bellorita o magarza (Bellis perennis) sino a la margarita bíblica, a la que aluden tanto la Vulgata como sus glosadores. Recordemos que lo de echar perlas a los cerdos lo iguala Juan Ruiz con el “Enxiemplo del gallo que falló el çafir en el muladar”.
Una vez más, Ceballos lleva al plano de la vida lo que no es más que literatura. Lo mismo acontece cuando pretende dar sentido a la obsesión de Cervantes por un árbol, el haya (Fagus silvatica), ajeno por completo al universo de referencia de don Quijote y a la geografía del Quijote. En unos casos, la
representación del paisaje natural es realista al máximo; en otras, en cambio, se transforma y acomoda al locus amoenus renacentista, en el que tanto cuenta la Arcadia (1502) de Sannazaro. La intervención de nuestro autor se percibe en detalles tan reveladores como la omnipresencia de una especie arbórea impensable en la ruta de don Quijote, aunque inexcusable en el paisaje bucólico: el haya de las Églogas de Virgilio y la Arcadia de Sannazaro. Este árbol, por sí solo, supone una metamorfosis automática, vale decir, una estilización del paisaje manchego, en el que la encina no tiene rival. Este hecho ha despistado a más de un experto.
Ceballos precisa que Cervantes pone un bosquete de castaños y sitúa las hayas en lugares imposibles. Y es así porque, frente a los momentos basados en la vida de Cervantes, hay otros en que la literatura logra imponerse sobre cualquier otro factor; de ese modo, hayas no podían faltar por influjo de la pastoral, aunque no encajen en el itinerario de nuestro héroe. Todos sabemos que el límite meridional de este árbol está en el madrileño paralelo 40, por lo que nadie, por mucho que se esfuerce, encontrará hayas en Toledo o Ciudad Real. ¿Cómo, si no, puede encajar la descripción de un lugar “en que hay casi dos docenas de hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela?” (c. 12, 1605). Ceballos sigue una senda equivocada: “Es muy probable que Cervantes trabara conocimiento con las hayas durante su estancia y recorridos por el Norte de Italia, observando allá la costumbre de los enamorados de grabar sus nombres en la corteza del árbol”.
En realidad, con el haya virgiliana, la bucólica clásica y renacentista se cuela de rondón en el Quijote. Así las cosas, apenas si llama la atención que Sancho y el morisco Ricote, su otrora vecino, para hablar se sienten “al pie de una haya” (c. 54, 1615); del mismo modo, los azotes que Sancho ha de recibir para desencantar a Dulcinea los sufren no sus nalgas sino los troncos de un hayedo imposible de todo punto por estar situado en el Bajo Aragón. En esos momentos, Cervantes da al traste con el realismo del Quijote, acaso porque le falta sensibilidad en esa materia, acaso también porque, en caso de que sus lectores cayesen en la cuenta de que la verosimilitud se acababa en ese punto, no se lo
habrían tenido a mal.
Es el turno, ya anunciado, de la coda, con la burla del patrón vital de Perceval, que siente la llamada de la sangre al pasar de niño a joven y parte a una doble aventura, militar y amorosa. Ese modelo será reelaborado —entre otras cosas, para aprovechar su potencial comicidad— por Alexandre Dumas al dibujar al D’Artagnan de Los tres mosqueteros (1844). En realidad, la inversión paródica que supone el Quijote venía sugerida por Ovidio: “Turpe senex miles, turpe senilis amor” (Amores, 1, 9, 4). Muchos habían sido los artistas plásticos y los literatos que habían desarrollado la primera de las oraciones nominales para atender a un Aristóteles cabalgado por Flora, a Virgilio en el cesto o bien a Susana y los viejos rijosos. En cambio, sólo Cervantes atiende también a la segunda oración y, por tanto, al verso completo, con un héroe viejo y mermado de fuerzas, escuálido y mal pertrechado. No, don Quijote no tiene edad para andarse con batallitas y amoríos, como digo en Gómez Moreno (2014).
Acabo aquí el recorrido dibujado al inicio de esta nota crítica; en ella, he atendido a una serie de materias que —ojalá quede claro— ponderan mucho en una lectura profesional del Quijote. Su importancia deriva del poderoso influjo que la hagiografía, la tratadística militar y los libros de caballerías (tan presentes y, al mismo tiempo, tan olvidados) ejercen sobre la totalidad del Quijote. Es
probable que, inicialmente, la voluntad de Cervantes consistiese en una mera inversión paródica de la figura de Perceval; en todo caso, es muy probable que se lanzase a escribir la obra aguijoneado por un verso de Ovidio que resume la doble empresa, amorosa y militar, del viejo hidalgo manchego.
Ni siquiera la botánica queda al margen de mi afirmación. Guiados por ella, comprobamos la necesidad de reescribir algunas notas y la de volver sobre determinados pasajes, en los que de repente se hace la luz. Mucha mayor importancia, a mi modo de ver, tiene el paisaje imaginario del Quijote, en el que, por influjo de la bucólica clásica y renacentista, nos damos de bruces con una naturaleza imposible. En ella, el haya aparece por doquier, lo que supone un homenaje a Virgilio, desde el primer verso de la Bucólica I, y sobre todo a Sannazaro, esta vez por la totalidad de su Arcadia. Tanto tira de Cervantes esa querencia hacia la pastoral renacentista que ni siquiera cae en la cuenta de que está haciendo trizas tanto el realismo estético como la poética de la verosimilitud.
Ahí es nada.
Tras estas reflexiones, sólo me resta dar las gracias a Francisco Rico como responsable último (y, en abierta paradoja, responsable primero) de este extraordinario Quijote.
* Poco antes de corregir las primeras pruebas de este artículo-reseña, he podido leer el magnífico trabajo de fin de máster de Amalia M. Castellot de Miguel; en sus cerca de sesenta páginas, ha localizado la mayoría de las citas de la tratadística militar incorporadas al Quijote
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