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sábado, 23 de diciembre de 2017

Fernando Savater, El hombre que fue Chesterton

Fernando Savater, El hombre que fue Chesterton. Un amplio catálogo de libros traza la veta polemista de un autor que siempre buscó que el lector pensara dos veces y se alejara de todo lugar común, 1-XII-2017:

"Creo que es una verdad abstracta que cualquier literatura que represente nuestra vida como peligrosa y sorprendente es más verdadera que cualquier literatura que la represente como vaga y lánguida. Pues la vida es una lucha, y no una conversación” (G. K. Chesterton).

Uno de los empeños más evidentes de Chesterton (Londres, 1874-Beaconsfield, 1936) en casi todas las páginas que escribió es refutar la perspectiva moderna, pero de raíces clásicas, que describe el mundo con tintes lúgubres y pesimistas, un lugar donde incluso los goces sensuales y rebeldes están tocados por el ala negra de la desesperación. Para Chesterton la verdadera herejía moderna no es haber rechazado o ignorar a Dios sino rechazar o ignorar en qué consiste la alegría. No oculta su intención apologética, más bien blasona de ella hasta el punto que a veces su particular cruzada llega a hartar un poco incluso a quienes sentimos mayor simpatía por él. No es que predique con demasiado entusiasmo sino que su enorme entusiasmo sólo alcanza su cénit en el arrebato predicador. Pero no hay que confundir su actitud con una postura conformista que conjura los abismos de la existencia irreligiosa con abluciones de agua bendita. Al contrario, apuesta por la ortodoxia descartada en la era moderna pero desde una orilla trémula e incierta que tras un velo de humor resulta tan inquietante como el peor paganismo. No promete un futuro feliz para tranquilizarnos sino que precisamente nos inquieta por medio de él. Por decirlo con las mismas palabras con que describe la función de la buena poesía, “clama contra todos los mojigatos y progresistas desde las mismísimas profundidades y abismos del corazón destrozado del hombre, que la felicidad no es sólo una esperanza, sino en cierto extraño sentido un recuerdo y que somos reyes en el exilio”.

Cada línea, el escritor plantea una controversia. Leerle es participar en un torneo interminable

Es evidente que Chesterton es un escritor lleno de humor, a veces francamente cómico, que incluso diríamos que se pierde —o pierde el hilo de lo que está contando— por un buen chiste o una carambola verbal. Hasta cuando está hablando del tomismo medieval o del militarismo alemán puede ser sumamente divertido. Pero aun reconociendo esa infrecuente virtud, aunque lo leemos con una sonrisa perpetua en los labios y a veces con una abierta carcajada, también es cierto que al cabo de un rato de leerle nos sentimos más fatigados que si hubiéramos tenido entre manos el libro de un autor más aburrido. No trato de plantear una paradoja de apariencia chestertoniana y decir que los autores divertidos cansan antes que los aburridos: esta paradoja no es propia de G. K. Chesterton por la sencilla razón de que es falsa. Luego hablaremos de ello… Lo cierto es que hay una buena razón para que esa paradoja en general falsa sea en su caso verdadera. Y es que cada página, no cada página sino cada párrafo, no cada párrafo sino cada línea o línea y media de Chesterton plantea una polémica. Leerle es participar en un torneo interminable, en una batalla de esas que comienzan al alba y aún sigue entre mandobles y lanzadas cuando llega el crepúsculo. Al levantar con un suspiro la vista de la página que estamos leyendo, tenemos la imaginación llena de tópicos muertos, de evidencias destripadas, de creencias indiscutibles que han sido discutidas hasta que hemos dejado de creer en ellas y yacen yertas. Cada observación aparentemente inocente ha dado lugar a una refriega, cada certeza se ha disuelto en un pulso, cada perspectiva histórica vulgar ha sido arrastrada por las mulillas después de varias estocadas y el correspondiente descabello. El rato que leemos a G. K. Chesterton no estamos disfrutando del sillón en nuestro gabinete sino que hemos galopado en nuestro corcel de guerra por el campo de liza, que no en vano se llamó en tiempos “campo de la verdad”. No es extraño que de vez en cuando tengamos que descansar…

Antes dije que una paradoja falsa o artificiosa no pertenece al género que cultivó Chesterton, cuya maestría en ese campo le envidian incluso quienes le detestan y sobre todo los que pretenden sin éxito imitarle. Borges señaló perspicazmente que una característica de Oscar Wilde que suelen menospreciar hasta los que más festejan sus boutades y trallazos de ingenio es que por lo común además tiene razón. Algo semejante puede decirse del estilo pugnaz de G. K. Chesterton: no busca sobre todo sorprender o desconcertar (aunque es evidente que no le disgusta conseguirlo) sino hacernos pensar dos veces y desde un ángulo menos trillado lo que suponemos obvio… porque vemos a otros aceptarlo como tal. Cuando polemiza con escritores de talento a los que sin duda admira (Chesterton tenía buen ojo literario y nunca desprecia a un autor por no compartir sus ideas) se nota especialmente este tipo de chocante esgrima. Elijo un ejemplo entre mil. Como tantos otros antes o después que él, critica en el gran Rudyard Kipling su adoración del militarismo. Pero se distancia crucialmente de los demás en su argumentación, de acuerdo con su línea paradójica: “El mal del militarismo no es que enseñe a ciertas personas a ser feroces y altaneras y excesivamente belicosas. El mal del militarismo es que enseña a la mayoría de los hombres a ser mansos y tímidos y excesivamente pacíficos. El soldado profesional gana más y más poder a medida que decae el coraje de una comunidad. (…) Los militares ganan el poder civil en la misma proporción en la que los civiles pierden las virtudes militares”. Más adelante señala que nuestra época ha logrado a la vez “el deterioro del hombre y la más increíble perfección de las armas”, lo que ya era cierto en aquellos días y lo es mucho más en los nuestros. El complemento ideal de la beata admiración de los uniformes y la fanfarronería es el repliegue pacifista. Incluso quienes más veneramos a Kipling tenemos que asumir que este sesgo inusual del reproche usual que se le suele hacer es diabólicamente certero…

Fue un convencido de que mejoramos nuestra humanidad al reflejarnos en lo divino

Podríamos aducir otros muchos casos en que Chesterton, cuando aparta la vista de los elfos y los gerifaltes de antaño, señala con penetración las grietas de la modernidad. A la fascinación del cine le opone que propicia errores irrefutables, sobre todo en materia histórica: cuando alguien escribe disparates en un libro siempre salen otros diez o doce escritores que señalan sus fallos, pero nadie hace otra película para enmendar las equivocaciones filmadas. Es más, los que ven películas no suelen leer además libros para conocer las mentiras de la pantalla, hasta tal punto —señala G. K. Chesterton— que la palabra “pantalla” cobra el extraño sentido de lo que encubre y disimu­la. ¿Qué hubiera dicho ante el actual imperio de la pantalla digital y sus embelecos? También la creciente idolatría de la naturaleza, que ya apuntaba en su tiempo en la aplicación del darwinismo a la moral y en el nuestro en la psicología evolutiva o la ecología, le mueve a reflexiones oportunas: “Basarse en la teoría evolutiva permite ser inhumano o absurdamente humano, pero no humano. Que tú y el tigre seáis lo mismo puede ser un motivo para ser amable con el tigre. O para ser tan cruel como él”. En cuanto a sus ideas políticas, la fundamental para él era la democracia y la entendía del mejor modo posible: “He ahí el primer principio de la democracia: que lo esencial en los hombres es lo que tienen en común y no lo que los separa”. Aún no se había puesto de moda lo de que la mayor riqueza humana es la diversidad y quincalla intelectual semejante…

Chesterton fue un decidido humanista pero convencido de que mejoramos nuestra humanidad al reflejarnos en lo divino. En una vida no excesivamente larga pero muy fecunda escribió narraciones, poemas, piezas teatrales, ensayos y artículos. También unas estupendas biografías, que nada tienen que ver con el puntillismo académico que levanta sesudo inventario de la frecuencia de los alivios intestinales de los personajes estudiados y miserias parecidas. En las suyas, de escritores, santos o artistas, Chesterton realiza a mano alzada un retrato del alma de su biografiado, es decir de aquello que le hizo único y que justifica nuestro interés por su vida. También su memorable autobiografía sigue el mismo criterio. En España tenemos la suerte de contar desde hace décadas con múltiples ediciones de la mayor parte de la obra de G. K. Chesterton. Acantilado ha editado varias, entre ellas últimamente un volumen de Ensayos escogidos seleccionados por W. H. Auden que recomiendo a quienes quieran conocer esta faceta del autor, distinta a su habilidad como articulista. Y Renacimiento se lleva la palma, con un amplio catálogo que incluye todos los géneros: su publicación más reciente reúne lo mejor que escribió G. K. Chesterton para celebrar la Navidad, una fiesta religiosa y popular, con abundante tradición gastronómica y llena de ilusiones mágicas, que se celebra en familia y disfrutan (¡o disfrutaban!) sobre todos los niños…En una palabra, hecha para gustar al gigante feliz.

‘Ensayos escogidos’. G. K. Chesterton. Seleccionados por W. H. Auden. Traducción de Miguel Temprano García. Acantilado, 2017. 318 páginas. 22 euros.

‘San Francisco de Asís’. G. K. Chesterton. Prólogo de Ángel Manuel Rodríguez Castillo. Traducción de Aurora Rice. Espuela de Plata, 2017. 187 páginas. 15,90 euros.

‘Temperamentos. Ensayos sobre escritores, artistas y místicos’. G. K. Chesterton. Traducción de Juan Antonio Montiel y Natalia Babarovic. Jus Ediciones, 2017. 164 páginas. 16 euros.

‘La taberna errante’. G. K. Chesterton. Prólogo de Santiago Alba Rico. Traducción de Tomás González Cobos y José Elías Rodríguez Cañas. Antonio Machado, 2017. 285 páginas. 16 euros.

viernes, 6 de octubre de 2017

Carta de Savater y otros intelectuales remitida a Europa

Carta remitida al presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, los fundadores de Basta Ya denuncian lo ocurrido el 1-O. 

¡Basta Ya! lideró la rebelión cívica contra el nacionalismo en el País Vasco | EFE

Nos dirigimos a usted como miembros fundadores de la Plataforma Cívica ¡Basta Ya!, reconocida con el Premio Sajarov del año 2000 por su defensa de las libertades en el País Vasco. Como ciudadanos españoles y europeos, estamos muy preocupados por la confusión respecto a lo que está pasando en España en relación con Cataluña. No queremos asistir en silencio a la sustitución de los hechos por la propaganda y las emociones manipuladas por un gobierno regional independentista en abierta rebelión contra la democracia española y los Tratados europeos.

Discúlpenos si empezamos por enumerar algunas obviedades:

1. Los ciudadanos de Cataluña, como todos los de España, votan con frecuencia de acuerdo con las reglas democráticas; en Cataluña, seis veces en los últimos cinco años. Es completamente falso que se les impida votar.

2. Las autoridades catalanas han vulnerado sus propias leyes: en las sesiones parlamentarias del 6 y 7 de setiembre impidieron a la oposición ejercer sus derechos parlamentarios a presentar enmiendas y debatir la ley exprés, inconstitucional, de celebración de un referéndum de autodeterminación.

3. La educación autonómica se ha utilizado sistemáticamente para adoctrinar en el odio a España, difundir el supremacismo catalán y discriminar a los escolares castellanohablantes (más de la mitad). Los escolares han sido utilizados por el gobierno catalán para manifestaciones y actos públicos a favor de la independencia, llegando a cerrarse por decisión del Gobierno regional los centros escolares y universitarios para propiciar su asistencia.

4. Cataluña es una de las regiones más prósperas de España y sus ciudadanos disfrutan de un alto nivel de vida y uno de los más altos grados de autogobierno de cualquier región de Europa. La región de Cataluña nunca ha sido una entidad política independiente. Fue un conjunto de condados que formó parte de Francia, y luego del Reino de Aragón hasta que se fusionó dinásticamente con el Reino de Castilla en 1492 para crear la España actual.

5. El partido que tradicionalmente ha gobernado en Cataluña (actualmente PDCat) lleva 30 años utilizando el dinero público, aportado por todos los españoles, para promover su agenda separatista mientras culpaba a España de sus recortes en políticas sociales, educación y sanidad con la acusación "Espanya ens roba" (España nos roba).

6. Ese mismo partido tiene a sus más importantes dirigentes –dos de ellos ex Presidentes, Jordi Pujol y Artur Mas– imputados por corrupción política, y se ha financiado de forma continuada con un sistema corrupto conocido como el 3%, lo mínimo que los empresarios debían pagar para acceder a cualquier contrato público. La investigación judicial de esta trama corrupta ha coincidido, y no por casualidad, con la aceleración del proceso separatista, con la esperanza de salvar a los responsables de la acción de la justicia española.

7. España es una monarquía parlamentaria y su Constitución puede ser enmendada por los procedimientos previstos para el caso, incluyendo una reforma que contemplara el derecho a la autodeterminación de partes del territorio, hoy en día tan inconstitucional como lo es en todos los países de la UE, sin excepción.

8. Una votación sobre una secesión territorial como la que promueve el gobierno catalán requeriría, para ser democrática, la participación de todos los españoles, porque lo que es de todos, el Estado y el territorio, debe decidirse entre todos.

9. El separatismo atenta contra la democracia: ha roto de forma unilateral y violenta (no hay ruptura del orden constitucional que no lo sea) con la legalidad española y autonómica, y se han embarcado en una campaña para presentar al gobierno central como "malvado" por no permitir un referéndum ilegal, declarado inconstitucional por nuestro máximo Tribunal.

Respecto a los acontecimientos del día 1 de Octubre, encontramos incomprensible que se califique de "error" o "torpeza" que las fuerzas del orden cumplan con las órdenes judiciales para impedir la celebración del referéndum declarado ilegal. Puede discutirse la idoneidad de la instrucción judicial, pero la actuación policial fue proporcional y la habitual en todos los países europeos en casos semejantes.

La policía autonómica catalana, los Mossos (con 17.000 efectivos y competencias de policía integral), boicoteó activamente el cumplimiento de las órdenes judiciales, facilitó los desórdenes públicos y en algunos casos se enfrentó a las Fuerzas de Seguridad del Estado (Policía Nacional y Guardia Civil), que han tenido 431 heridos en lo que estuvo muy lejos de ser "una jornada pacífica de manifestación nacional". Las redes informativas y los medios subvencionados por el gobierno regional catalán, apoyados por la red habitual afín al gobierno ruso, han difundido sistemáticamente imágenes falsas de violencia y tergiversado los hechos.

El gobierno regional catalán ha actuado, y sigue actuando, como una organización consagrada a dar un Golpe de Estado. La administración autonómica se ha dedicado a dar cobertura política y apoyo material a grupos organizados que actúan en abierta rebeldía contra el orden constitucional, incluyendo ocupación de centros escolares, corte de vías de comunicación, ataques a las fuerzas policiales españolas, e intimidación generalizada de la parte mayoritaria de la sociedad catalana disconforme con este estado de cosas.

La "brutal represión" de la que se habla ha arrojado el saldo de un total de dos personas hospitalizadas, una de ellas un anciano que sufrió un infarto. Respecto a los "heridos", que los separatistas cifran en unos 800, son en realidad "atendidos" por los servicios sanitarios en la vía pública, incluyendo afectados por lipotimias, ataques de ansiedad e irritaciones por inhalación de humo. La manipulación propagandística, basada en escandalizar los buenos sentimientos de personas que ignoran lo ocurrido, no tiene precedentes en la Europa democrática y remite a la historia de los regímenes totalitarios de los años treinta y cuarenta.

Finalmente, queremos subrayar que toda Europa quedaría muy negativamente afectada si los planes separatistas acabaran imponiéndose. España no es el único país miembro de la Unión Europea con tensiones separatistas, y la posibilidad de derogar por la vía de los hechos consumados su Constitución y su integridad territorial –siguiendo un guión que recuerda la explosión de la antigua Yugoslavia– afectaría tarde o temprano a muchos otros Estados, terminando con el magnífico proyecto de una Europa libre de nacionalismo destructor y xenófobo dentro de sus propias fronteras. Creemos que es el momento de que las instituciones europeas apoyen a España para restablecer el orden constitucional y las reglas de la democracia en una parte del país, y de la Unión Europea, controlada por una administración sediciosa y una clase política corrupta.

Sin otro particular, reciba un cordial saludo,

Fernando Savater
Rosa Díez
Maite Pagazaurtundúa
Carlos Martínez Gorriarán
María San Gil

miércoles, 9 de agosto de 2017

Lo que queda de Franco

Fernando Savater "Lo que queda de Franco", en El País, 20 de noviembre de 1992:

El día 4 de diciembre Franco hubiese cumplido 100 años. Me lo imagino perfectamente gobernando aún con esa provecta edad, Matusalén de la autocracia sobreviviendo obstinadamente a sus cómplices y a sus víctimas, dictando sabiamente espaciadas condenas de muerte con su vocecita de grillo, esa misma con la que nos felicitaba las pascuas todos los años. Siempre he pensado que la eternidad debe ser aburridísima; por tanto, no me hubiese extrañado que Franco fuese eterno. Shakespeare enseña, y Freud confirma, que terminamos pereciendo a causa de la contradictoria efervescencia vital que llevamos dentro; pero nadie menos vital ni efervescente que el Caudillo, ni nadie menos contradictorio. Sus únicas pasiones conocidas son perfectamente coherentes: el fútbol, el despotismo y la sobrasada de Menorca. Tres cosas eficaces, pero un poco empachosas a la larga, ¿no?

A pesar de que con motivo de su centenario la tienda de souvenirs franquistas ha sido abierta, con amplia oferta de novelas, estudios históricos, psicoanálisis de andar por casa, elogios disimulados y sanas diatribas, de Franco los españoles nos acordamos lo menos posible. Cada cual tiene sus razones para esa amnesia. A los mayores nos humilla este secreto a voces: que sólo la biología pudo acabar con la dictadura franquista. Si hubiese vivido 20 o 30 años más, aunque fuese en la UVI, Franco hubiera mandado en España 20 o 30 años más. Quizá hubiese mandado fusilar de vez en cuando a tres o cuatro, por señas, y sus órdenes se habrían cumplido a rajatabla. ¿Para qué vamos a engañarnos? Nos había cogido el tranquillo... Los más jóvenes no le recuerdan porque nada había en su gris autoridad capaz de durar simbólicamente más allá del simple hecho agobiante de su presencia. Todo fue opaco en él, hasta el fascismo: inventó involuntariamente el fascismo sin carisma. Es imaginable un movimiento neonazi, un revival de Mussolini gracias a las gracias semiporno de Alexandra, pero no puede haber un "neofranquismo": Franco fue tan inquietantemente soso que parecía incapaz de morir; sin embargo, ahora nos tranquiliza comprobar que su misma sosera le impide resucitar.

Bien, pasó sin remedio ni retorno el aciago caracol franquista, pero el rastro de su mucosidad aún es perceptible en diversas instituciones y manías de la vida española. No me refiero en principio al uso más común de "franquista" como dicterio. Cada grupo político moteja de "franquista" cualquier actitud de sus adversarios que le desagrada, sobre todo si implica autoritarismo, abuso de propaganda ideológica o de privilegios oficiales. Son así tenidos por "franquistas" los rasgos que indican aplastamiento de la sociedad civil por el Estado, el favoritismo caciquil, el corporativismo unanimista de los partidos (¡ay de los "críticos" dentro de cualquier grupo!), la pérdida de garantías jurídicas o laborales, la utilización progubernamental de la televisión y radio estatales, las presiones del Ejecutivo sobre instancias arbitrales cuya independencia debiera ser inmaculada y ciertos rasgos de alarmante lenidad con policías condenados por torturas o crímenes. Sin duda no es del todo inexacto este uso del calificativo que convierte "franquista" en sinónimo de "dictatorial", "autocrático", "represivo" o, simplemente, "poco democrático". Pero esos abusos no son privativos de la herencia franquista, como saben por experiencia propia varios regímenes europeos actuales. De modo que, en cuanto acusación entre políticos, "franquismo" tiene algo de retóricamente genérico, como el vicio en otros países de proclamar "fascista" (¡o "comunista"!) cualquier procedimiento del adversario que resulta particularmente ofensivo.

Sin embargo, no faltan residuos específicos (más tóxicos, menos reciclables) que provienen directamente de la larga contaminación franquista. Por ejemplo, la animadversión a la "política" y los "políticos" que lleva a tantos a repetir la principal reconvención paternal del Caudillo: "Haga como yo, no se meta en política". Se da por supuesto que toda política es vil y rapaz, emporcada por intereses "partidistas" (no hay descalificación peor), mientras que sólo la ética, la utopía y otras ocupaciones no menos sublimes son dignas de hidalgos bien nacidos. También es muy retrofranquista (retro-antifranquista, para el caso) la convicción de que el intelectual sólo cumple bien su papel profético cuando es crítico del Gobierno (por extensión puede ejercitarse contra la sociedad de consumo, el materialismo que nos invade o las espeluznantes lacras de la cultura occidental). Lo más característico, empero, del franquismo era su enconado odio al liberalismo, enemistad por cierto que compartía con buena parte de los militantes antifranquistas. Como han subrayado algunos estudiosos del periodo, entre otros Santos Juliá, Franco fue aún más antiliberal que anticomunista..., que ya es decir. Naturalmente, me refiero sobre todo al liberalismo político, no al económico: lo que Franco pretendió hacer en la segunda mitad de su dictadura fue una especie de sociedad moderna de mercado, pero sin libertades políticas, algo así como lo que ahora están intentando en China. Tenía Franco bastante de chino y el franquismo fue una suerte de chinoiserie aunque a la gallega: el Caudillo hubiese querido ser Deng Xiaopín mejor que Fidel Castro, desoyendo en ese punto los consejos de Fraga. Todavía hoy "liberalismo" sigue siendo en España un taco para muchos oídos piadosos, que si son de izquierdas oyen "despido libre" y si son de derechas entienden "libertinaje". Y lo mismo ocurre con el corolario directo del antiliberalismo, el antilaicismo: al invicto general no le hubiese disgustado que la formación juvenil estuviese en manos de capellanes castrenses y hoy muchos consideran que debe orientarla el Opus, o por lo menos la teología de la liberación...

¿Hay más secuelas de esa gripe asiática que tantas bajas causó durante 40 años? Sin duda, el estilo de algunos intrépidos periodistas, formados en el dinámico inmovilismo de la prensa del Movimiento: chulería, horterada cotilla, calumnia jocosa y denuncia antiburguesa con café, copa y puro. Un poco más delicada es la beatería que rodea a las figuras de la casa real: esa necesidad de que haya figuras paternales y sacras, no contaminadas por la humillación de ser elegidas en las urnas como cualquier hijo de vecino, noblemente situadas por encima de los sucios entresijos políticos... En fin, demasiado bien hemos salido librados. Aunque, a veces... Lo más agobiante del franquismo fue el clima gazmoño y cutre que creó, una miseria más moral que política y más estética que moral. Vázquez Montalbán lo ha resumido estupendamente diciendo que durante esa época parecía que a todo el mundo le olían los calcetines. Pues bien, a veces, cuando uno hojea el tebeo socialista, escucha a los obispos o ciertas tertulias radiofónicas, comprueba el tono populista de algunas diatribas contra la Europa de Maastricht... nace la sospecha de que a los españoles nos vuelve a abandonar el desodorante.

jueves, 8 de junio de 2017

Nicolás Gómez Dávila

No poco del pensamiento reaccionario es absolutamente despreciable, con pocas excepciones; una de ellas es la de Nicolás Gómez Dávila.

He aquí una selección de sus aforismos tomada de Escolios a un texto implícito (Atalanta, 2009):


La originalidad de una obra depende a veces de lo que su autor no sabe hacer. Hay una impotencia creativa.



La inteligencia no aspira a liberarse, sino a someterse. La verdad es el resplandor de la necesidad.



Burguesía es todo conjunto de individuos inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son.




La sabiduría consiste en resignarse a lo único posible sin proclamarlo lo único necesario.



Ser joven es temer que nos crean estúpidos; madurar es temer serlo.



Cuando cobra total seriedad, la meditación metafísica culmina en relato autobiográfico.



El discípulo no es dueño ni de una solución ni de un problema, sino de un vocabulario. Su función se limita a formular banalidades en el léxico de su maestro.




Que el ser amado sea la tierra de nuestras raíces destrozadas.



El amor ama la inefabilidad del individuo.



El progresista cree que todo se torna pronto obsoleto, salvo sus ideas.



Una vocación genuina lleva al escritor a escribir solo para sí mismo: primero por orgullo, después por humildad.



La literatura que divierte al que la hace aburre al que la lee.




El primer paso de la sabiduría está en admitir, con buen humor, que nuestras ideas no tienen por qué interesar a nadie.



El político tal vez no sea capaz de pensar cualquier estupidez, pero siempre es capaz de decirla.



Madurar no consiste en renunciar a nuestros anhelos, sino en admitir que el mundo no está obligado a colmarlos.



La dialéctica es la simulación de un diálogo dentro de un soliloquio.



Quien tenga curiosidad de medir su estupidez, que cuente el número de cosas que le parecen obvias.




El tema del escritor auténtico son sus problemas; el del espurio, los de sus lectores.

Otros entre algunos de los que más le gustan a Fernando Savater:

"Lo contrario de lo absurdo no es la razón, sino la dicha".

"El bárbaro o totalmente afirma o totalmente venera. La civilización es sonrisa que mezcla discretamente ironía y respeto" 

Según Savater, "entronca con un comentario muy parecido de Isaiah Berlin, quien señaló en oposición al fanatismo del bárbaro que la persona civilizada está dispuesta a luchar e incluso morir por ideas en las que no cree del todo", esto es, la frase atribuida a Voltaire.

Otros más:


Nada más peligroso que resolver problemas transitorios con soluciones permanentes.


La inteligencia no consiste en encontrar soluciones sino en no perder de vista los problemas.


Nunca es demasiado tarde para nada verdaderamente importante.



Cuando se deje de luchar por la posesión de la propiedad privada se luchará por el usufructo de la propiedad colectiva.

Patrocinar al pobre ha sido siempre, en política, el más seguro medio de enriquecerse.

La actitud revolucionaria de la juventud moderna es inequívoca prueba de aptitud para la carrera administrativa.


Las revoluciones son perfectas incubadoras de burócratas.

Demagogia es el vocablo que emplean los demócratas cuando la democracia los asusta.

La política sabia es el arte de vigorizar la sociedad y de debilitar el Estado.

¿La tragedia de la izquierda? -Diagnosticar la enfermedad correctamente, pero agravarla con su terapéutica.

Ayer el progresismo capturaba incautos ofreciéndoles la libertad; hoy le basta ofrecerles la alimentación.


El pueblo no elige a quien lo cura, sino a quien lo droga.

En el Estado moderno las clases con intereses opuestos no son tanto la burguesía y el proletariado como la clase que paga impuestos y la clase que vive de ellos.

Cuando las codicias individuales se agrupan, acostumbramos bautizarlas nobles anhelos populares.

Ante el hombre inteligente que se vuelve marxista sentimos lo mismo que el incrédulo ante la niña bonita que entra al convento.

Las decisiones despóticas del Estado moderno las toma finalmente un burócrata anónimo, subalterno, pusilánime, y probablemente cornudo.

Mientras más grave sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos.

La salvación social se aproxima cuando cada cual confiesa que solo puede salvarse a sí mismo.

La sociedad se salva cuando sus presuntos salvadores desesperan.

Reformar la sociedad por medio de leyes es el sueño del ciudadano incauto y el preámbulo discreto de toda tiranía.

La ley es forma jurídica de la costumbre o atropello de la libertad.

El auténtico revolucionario se subleva para abolir la sociedad que odia, el revolucionario actual se insurge para heredar una que envidia.

La pasión igualitaria es una perversión del sentido crítico: atrofia de la facultad de distinguir.

Nunca podemos contar con el que no se mira a sí mismo con mirada de entomólogo

No reprobamos el capitalismo porque fomente la desigualdad, sino porque favorece el ascenso de tipos humanos inferiores

Toda idea acaba de prostituta

La urbe moderna no es una ciudad; es una enfermedad

La jerarquías son celestes. En el infierno todos son iguales

Haber estado enamorado basta para refutar todo realismo epistemológico

Sólo la muerte es demócrata

La medida del éxito o el fracaso de la existencia es únicamente interior

Hasta el ateísmo es una definición de Dios

La ciencia se ha revelado capaz de enseñarnos cómo se hacen las cosas, pero incapaz de decirnos lo que debemos hacer.

La mejor crítica de la colonización española son las repúblicas sudamericanas.

Ni la religión se originó en la urgencia de asegurar la solidaridad social, ni las catedrales fueron construidas para fomentar el turismo

Gastamos una vida en comprender lo que un extraño comprende de un vistazo: que somos tan insignificantes como los demás.

Los problemas metafísicos no acosan al hombre para que los resuelva, sino para que los viva.

El hombre es un problema sin solución humana.

La muerte de Dios es opinión interesante, pero que no afecta a Dios.

La fealdad de un objeto es condición previa de su multiplicación industrial.

Toda civilización es un diálogo con la muerte.

Cada día resulta más fácil saber lo que debemos despreciar: lo que el moderno admira y el periodista elogia.

Las extravagancias del arte moderno están enseñándonos a apreciar debidamente las insipideces del arte clásico.

Culpo a este siglo de inventar el pedantismo de la obscenidad.

De los seres que amamos su existencia nos basta.

La verdadera religión es monástica, ascética, autoritaria, jerárquica.

¿Cómo soportar este mundo moderno si no oyéramos ya un lejano rumor de agonía?

Lo que despierta nuestra antipatía es siempre una carencia.

Para el hombre moderno las catástrofes no son enseñanzas, sino insolencias del universo.

Lo que se piensa contra la Iglesia, si no se piensa desde la Iglesia, carece de interés.

Escribir corto, para concluir antes de hastiar.

Para excusar sus atentados contra el mundo, el hombre resolvió que la materia es inerte.

La única cosa de la cual nunca he dudado: la existencia de Dios.

El que habla de su ‘generación’ se confiesa parte de un rebaño.

El mundo moderno no será castigado. Es el castigo.

El imbécil no descubre la radical miseria de nuestra condición sino cuando está enfermo, pobre o viejo.

Serio es lo que los hombres serios creen juego.

Ideario del hombre moderno: comprar el mayor número de objetos; hacer el mayor número de viajes; copular el mayor número de veces.

La sociedad moderna no aventaja a las sociedades pretéritas sino en dos cosas: la vulgaridad y la técnica

No debemos pensar para nuestro tiempo o contra nuestro tiempo, sino fuera de nuestro tiempo

Toda ciencia se nutre de las convicciones que estrangula.

Aducir la belleza de una cosa en su defensa, irrita al alma plebeya.

Tener razón es una razón de más para no lograr ningún éxito.

El tirano no es veleidoso, sino sistemático. El tirano no se desparrama en caprichos, sino se concentra en una idea. El tirano es hombre de principios.

Que ‘rutinario’ sea hoy un insulto comprueba nuestra ignorancia en el arte de vivir.

El tonto se duele de lo que no tiene, el inteligente de lo que posee.

Las revoluciones espantan, pero las campañas electorales asquean.

La religión no se demuestra, se contagia.

La promiscuidad sexual es la propina con la que la sociedad aquieta a sus esclavos.

El tiempo es menos temible porque mata que porque desenmascara.

Cuando hoy nos dicen que alguien carece de personalidad, sabemos que se trata de un ser sencillo, probo, recto.

Sólo las letras antiguas curan la sarna moderna.

La vulgaridad consiste en pretender ser lo que no somos.

Nuestra civilización es un palacio barroco invadido por una muchedumbre greñuda.

Cualquier experiencia compartida termina en simulacro de religión.

Todo necesita justificar su existencia, salvo la obra de arte.

Las reivindicaciones libertarias del ciudadano moderno se limitan a reclamar el derecho de copular sin trabas en el ergástulo donde lo encierran.

A ninguno se nos dificulta amar al prójimo que nos parece inferior. Pero amar al que sabemos superior es otra cosa.

El placer es el relámpago irrisorio del contacto entre el deseo y la nostalgia.

El místico es el único ambicioso serio.

El escritor bien educado trata de ser claro. Pero no achaquemos siempre nuestra ineptitud a su mala educación. Explicar, en vez de aludir, supone desprecio al lector.

El alma crece hacia adentro.

Ningún trabajo deshonra, pero todos degradan.

Cada individuo llama ‘cultura’ la suma de cosas que mira con aburrición respetuosa.

La mayor astucia del mal es su mudanza en dios doméstico y discreto, cuya hogareña presencia reconforta.

Para volverse persona el individuo necesita que exista una norma rígida y, a la vez, que su cumplimiento sea libre. Donde no exista norma rígida el individuo se vuelve masa tan fácilmente como donde su cumplimiento no es libre.

No vale la pena escuchar a quien no pueda prometer un presente eterno.

Clérigos y periodistas han embadurnado de tanto sentimentalismo el vocablo ‘amor’ que su solo eco hiede.

La retórica, la inocencia, la gracia de la juventud, son productos que ciertas sociedades astutas elaboran.

Todo lo superior nos incomoda: la belleza o la bondad, el genio o Dios. 

La noción de ideología es invento ideológico del empeño de humillar lo grande.

La única ejecutoria de nobleza, en nuestro tiempo, es la derrota

Tan sólo entre amigos no hay rangos

Lo ritual es vehículo de lo sagrado. Toda innovación profana.

Gran escritor es el que moja en tinta infernal la pluma que arranca al remo de un arcángel.

De los modernos sucedáneos de la religión probablemente el menos abyecto es el vicio

Los argumentos con que justificamos nuestra conducta suelen ser más estúpidos que nuestra conducta misma.

Es más llevadero ver vivir a los hombres que oírlos opinar

El misterio inquieta menos que la fatua tentativa de excluirlo mediante explicaciones estúpidas.

Frente a tanto intelectual soso, a tanto artista sin talento, a tanto revolucionario estereotipado, un burgués sin pretensiones parece una estatua griega.

La ausencia del hombre es la condición última de la perfección de toda cosa.

La rebelión contra Dios es demente, pero no estulta. Ante un universo impasible, resignación y rebeldía son igualmente necias.

El episodio más patético es el de la indiferencia con que la mera juventud finalmente mira a la vejez más ilustre.

Nadie carece totalmente de cualidades capaces de despertar nuestro respeto, nuestra admiración o nuestra envidia. Quien parezca incapaz de darnos ejemplo ha sido negligentemente observado.

Nada me seduce tanto en el cristianismo, como la maravillosa inocencia de sus doctrinas.

La ausencia de vida contemplativa convierte la vida activa de una sociedad en un tumulto de ratas pestilentes.

En un siglo en el que los medios de publicidad divulgan infinitas tonterías, el ser culto no se define por lo que se sabe sino por lo que se ignora.

Aun cuando no existan recetas infalibles, ni siquiera para fracasar, el propósito de hacer algo excelente, en lugar de pretender tan solo hacer bien lo que hacemos, es sin embargo un abortivo eficaz.

Sólo las educaciones austeras forman almas delicadas y finas.

No es el origen de las religiones, o su causa, lo que requiere explicación, sino la causa y el origen de su oscurecimiento y de su olvido.

Lo eficaz no es denunciar la vileza de lo vil, sino mostrar la nobleza de lo noble.

No hay que esperar nada de nadie, ni desdeñar nada de nadie.

La sabiduría de este siglo se reduce a observar el mundo con la mirada amarga y sucia de un adolescente depravado.

Otras épocas quizá fueron vulgares como la nuestra, pero ninguna tuvo la fabulosa caja de resonancia, el amplificador inexorable, de la industria moderna.

Envejecer es catástrofe del cuerpo que nuestra cobardía convierte en catástrofe del alma.

El futuro próximo traerá probablemente extravagantes catástrofes, pero lo que más seguramente amenaza al mundo no es la violencia de muchedumbres famélicas, sino el hartazgo de masas tediosas.

El rango de nuestro adversario nos sitúa: ser vencedor o vencido es subalterno.

El odio al pasado es síntoma inequívoco de una sociedad que se aplebeya

Todo el mundo se siente superior a lo que hace, porque se cree superior a lo que es. Nadie cree ser lo poco que es en realidad.

El ‘político’ de conciencia más delicada apenas alcanza a ser una puta púdica

La perfección es el punto donde coinciden lo que podemos hacer y lo que queremos hacer con lo que debemos hacer.

¿Cómo no despreciar al pueblo? Basta que se ablanden las normas que nos civilizan, para que el pueblo sometido que gruñe en cada uno de nosotros desencadene sus torvos apetitos.

Ante el esplendor de las civilizaciones el hombre que conoce al hombre siente menos orgullo que sorpresa.

Un solo tipo de sociedad tuvo un contrato social por raíz histórica y por resorte ético: el feudalismo.

El demonio, actualmente, tiene forma geométrica.


Para la defensa de la libertad basta un soldado; la igualdad, para imponerse, necesita un escuadrón de policías.

¿Hoy quién puede creer en las actuales profecías, puesto que somos ese espléndido porvenir de ayer?

El mundo moderno parece invencible. Como los saurios desaparecidos

La sociedad industrial está condenada al progreso forzado a perpetuidad.

Verdadero aristócrata es el que tiene vida interior. Cualquiera que sea su origen, su rango o su fortuna.

Cuando todos quieren ser algo sólo es decente no ser nada.

Recordando las pifias de sus colegas de ayer, los críticos contemporáneos prodigan el incienso, sin advertir que más grave que ignorar a un gran artista es pasmarse ante un mediocre.

El proletariado no detesta en la burguesía sino la dificultad económica de imitarla.

Sólo hemos visto un urbanista genial: el tiempo.

Por mezquina y pobre que sea, toda vida tiene instantes dignos de eternidad.

No hay victoria espiritual que no sea necesario ganar cada día nuevamente.


El mundo moderno no tiene más solución que el juicio final. Que cierren esto


















domingo, 19 de marzo de 2017

La viudez de Fernando Savater

Fernando Savater, "Condena", en El País, 18-III-2017:

Llega el infierno y se revela mi condena, la más atroz: creer que estoy vivo y que es ella la que ha muerto.

De Emanuel Swedenborg, al que Kant llamó “visionario”, cuenta Borges que “hablaba con los ángeles por las calles de Londres”. Aunque fue un científico notable (hizo los planos de un avión y un submarino, descubrió el funcionamiento de las glándulas endocrinas, lanzó la hipótesis de la formación nebulosa del Sistema Solar, etcétera...), su verdadera especialidad fue el Mas Allá, la posvida en el Cielo y el Infierno. Explicó que al comienzo los condenados no son conscientes de su muerte y creen que continúan en su esfera cotidiana: les rodean los muebles y utensilios familiares, los paisajes conocidos. Poco a poco, van produciéndose desapariciones —la butaca favorita, el piano, una ventana, las flores del jardín...— y luego surgen en lugar de lo desvanecido formas equivocadas o amenazadoras. Por fin se dan cuenta de que no están en casa sino en el Infierno y empieza su eterna condena.

Creo poder confirmar esta tesis de Swedenborg. Hace tiempo que las cosas de mi mundo se van difuminando, pierden sustancia. Los libros siguen presentes y tentadores, pero al abrirlos algo ha drenado su savia hasta dejarlos huecos, exánimes. Las películas nuevas son peores que las antiguas, las antiguas peores de lo que las recordaba: sentado ante el televisor con desasosiego ya no siento la expectativa feliz porque ahora nadie apoya sus pies en mi regazo. Se fue el disfrute... Y los sitios que recorrimos juntos están hoy cubiertos de sudarios, como esas sábanas que tapan las formas incómodas de los muebles en una casa abandonada. Los platos más sabrosos, crujientes, aromáticos... comienzan a deleitarme la boca pero luego adquieren insipidez y amargura de ceniza. Llega el infierno y se revela mi condena, la más atroz: creer que estoy vivo y que es ella la que ha muerto. Hoy hace ya dos años.

sábado, 17 de diciembre de 2016

Fernando Savater, "Para aprender", en El País, 17-XII-2016:

La reflexión filosófica puede ofrecer un análisis potente de la realidad en la cual y a veces contra la cual vivimos

He leído a una defensora de la filosofía —papel poco rentable, pese a la salvación de la Facultad Complutense— proclamarla indispensable como permanente guerrilla intelectual contra las asechanzas del capitalismo. Es restringir su alcance tanto como los que quieren suprimirla de los estudios. Según ese criterio, Aristóteles debería haberse dejado de metafísicas y categorías para centrarse en la denuncia del imperialismo macedonio… Sin embargo, prescindiendo de prejuicios que la reduzcan a vacua tribuna de dogmas (la posverdad es la antítesis contra la que ha luchado no ahora, sino desde el ágora socrática), la reflexión filosófica puede ofrecer un análisis potente de la realidad en la cual y a veces contra la cual vivimos. Van tres ejemplos.

Con Estudios del malestar (editorial Anagrama), José Luis Pardo nos ofrece el mejor análisis en profundidad que conozco sobre la confusa metástasis política, tecnológica y social que nos somete a trumpazos y bandazos en la última década… como poco. Si no quieren limitarse a poner rótulos para sacudirse los problemas (neoliberalismo, populismo, etcétera) sino que les gustaría saber algo más, este es su libro. Aunque solo sea un enigma made in Spain, la cuestión de por qué la izquierda se ha vuelto reaccionaria y apoya al separatismo recibe adecuado tratamiento en La seducción de la frontera (editorial Montesinos) de Félix Ovejero. Y la sustitución sentimental del racionalismo democrático por el clamor de “las tripas”, como antes se decía, es el tema de fondo de La democracia sentimental (editorial Página Indómita) de Manuel Arias Maldonado, que no solo argumenta con tino sino que brinda abundantes pistas bibliográficas para continuar indagando por nuestra cuenta. De modo que el camino del pensamiento sigue abierto: falta saber cuántos leen aún para aprender, no para despotricar.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Fernando Savater: "¡Peligro: democracia!"

Fernando Savater, "¡Peligro: democracia!. El poder más temible en un sistema político libre es la saludable capacidad de toda la ciudadanía de poder elegir, aunque vaya en contra de la argumentación más racional", en El País, 11-XI-2016:

“Esta edad vanidosa
que se alimenta de vacuas esperanzas,
ama los cuentos y odia la virtud;
esta edad que adora lo útil
(G. Leopardi, ‘El pensamiento dominante’)

Confieso sentir un perverso placer cuando las predicciones de los especialistas sobre algún comportamiento colectivo fracasan estrepitosamente. Y ello aunque lo que realmente ocurre sea para mí más inquietante que lo que parecía que iba a pasar. Mi regocijo agridulce es del mismo tipo que expresa la repetidísima exclamación de Voltaire (apócrifa, por otra parte): “Estoy en completo desacuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida por que pudiera seguir diciéndolo”. De semejante modo, lamento que los votantes en una consulta o en unas elecciones se pronuncien mayoritariamente contra lo que aconsejan los expertos más fiables o la simple argumentación racional, pero me alegro de que tal desvío pueda ocurrir, porque la capacidad masiva de disparatar a coro es una prueba de salud democrática. De hecho, esta temible disposición es el argumento derogatorio que han empleado siempre contra la democracia sus adversarios más insignes, desde Platón a Borges. Y hoy continúa escandalizando a muchos de menor talento. Pero precisamente en ese punto estriba lo característicamente democrático. Jean Cocteau aconsejaba: “Lo que todos te censuran, cultívalo… porque eso eres tú”. Con algo de prosopopeya, también podríamos decírselo a Doña Democracia.

Deplorando el resultado de las elecciones presidenciales norte­americanas, una portavoz de Podemos dijo: “Hoy es un día triste para la democracia”. Lo repitió varias veces y luego, ya lanzada, dijo también que “era un día triste para la humanidad”. Pasemos por alto esta última hipérbole, porque a todos se nos puede calentar la boca. Pero ¿por qué es un día triste para la democracia? Sin duda es una jornada poco radiante para quienes, como esa señorita y yo mismo, aborrecemos el ideario agresivamente xenófobo, clasista, machista y sobre todo apoyado en descaradas exageraciones y falsedades del ya presidente Trump. Pero ni la portavoz ni yo somos dueños de las instituciones, debemos compartirlas con otros millones de personas que desdichadamente no piensan como nosotros. En cambio, desde otra perspectiva, unas elecciones donde los ciudadanos prefieren contra todo pronóstico a un candidato al que no apoyan ni en su propio partido (mientras a su rival la recomendaba el presidente anterior, los periódicos de referencia, artistas, intelectuales, etcétera), que vomita barbaridades, se comporta públicamente como un patán, ofende a todos los grupos sociales imaginarios, promete medidas políticas autoritarias, belicistas o que amenazan mejoras sociales, demuestra ser un ignorante en casi todo y elogia demagógicamente a quienes lo son aún más que él… Pues vaya, caramba, eso sí que es una muestra estremecedora pero indudable de libertad. Porque elegir según recomienda la lógica, la fuerza de las razones, la opinión de los expertos políticos y morales, puede ser socialmente beneficioso, pero deja un regusto de que es “lo que hay que hacer”, lo obligado; mientras que ir contra lo que parece conveniente y cuerdo es peligrosísimo, pero sin duda revela que uno sigue su real gana. Cuando se incendia la casa, el que sale corriendo para salvar el pellejo hace muy bien, pero obedece a las circunstancias; libre, lo que se dice grandiosamente libre, es el que se queda dentro cantando salmos entre las llamas.

La libertad política es algo muy deseable de tener pero peligroso de utilizar. Nos hemos criado oyendo mencionar al poder como el coco que quiere devorarnos: el lenguaje del poder, las asechanzas del poder, la cara oculta del poder… Lo imaginamos oculto en cenáculos restringidos donde conspiran unos cuantos plutócratas desalmados. Seguro que hay algo de verdad en esta caricatura siniestra, pero el poder más temible en democracia es precisamente el que comparten todos y cada uno de los ciudadanos: el poder de elegir. Temblamos con razón ante los autócratas que monopolizan el mando, pero en nuestras democracias es lógico sentir escalofríos al pensar en las multitudes que deciden quién debe ostentarlo. Algunos tratan de aliviar este recelo asegurando que la mayoría de los ciudadanos no pueden ser llamados realmente libres porque son ignorantes en las cuestiones de gobierno, se dejan engañar o seducir con promesas vanas, se asustan ante amenazas imaginarias, son venales, xenófobos, intolerantes… Pero todo esto sólo quiere decir que son humanos: esos mismos defectos existen en todas partes, aunque no haya libertades políticas. En democracia la diferencia es que pueden expresarse y elegir lo que prefieren: quizá no sean más felices que otros vasallos, pero al menos son tratados como realmente humanos. No se les reconocen sus virtudes, sino su dignidad. La democracia no es ante todo el asilo de la lucidez, la solidaridad, el buen gusto o la creación artística, sino que es “la tierra de los libres”, como dice el himno de Estados Unidos.

Para evitar que el devenir democrático sea una serie de dictaduras electivas contrapuestas, están las leyes. Los ciudadanos basan las garantías de su libertad participativa en el acatamiento de la Constitución. Los que hablan de fascismo y caos tras la victoria de Trump fantasean tétricamente. Lo único que verdaderamente sonó inquietante en el discurso electoralista de Trump fue la amenaza de no respetar el resultado de las elecciones si no le gustaba. Algo parecido a lo que hoy berrean por las calles —espero que por poco tiempo— los modernos caprichosos del “No es mi presidente” o “No me representa”, que se consideran por encima de la democracia y capacitados para decidir cuándo la libertad ha optado por el bien y cuándo no.

En España ya estamos acostumbrados a quienes piensan que la democracia funciona mejor sin leyes que la coarten, como la paloma de Kant creía volar mejor en el vacío… Sin duda Trump es populista, como en nuestro país Podemos y sus siete enanitos: no porque prediquen lo mismo sino porque predican del mismo modo, empleando la retórica demagógica para conseguir aunar la heterogeneidad de los descontentos.

En la era de Internet, el populismo tiene campo abonado. Y es inútil empeñarse en regañar a la gente por sus preferencias (todos son “gente”, los que piensan como nosotros y los demás), mejor es perseverar en educarla para argumentar y comprender en lugar de aclamar. También hay que proponer alternativas ideológicas fuertes, no simplemente apelar al pragmatismo y la rentabilidad. Hagamos lo que hagamos, seguiremos remando en lo imprevisible. Porque la incertidumbre no la ha traído Trump, sino la libertad.

sábado, 25 de junio de 2016

Fernando Savater, Aun así...

Fernando Savater, "Aun así", en El País, 25 JUN 2016 

Les recuerdo una escena de Macbeth: Macduff prepara el asalto definitivo al castillo del tirano y necesita el apoyo de Malcolm, hijo del rey asesinado por Macbeth, así que le propone el trono cuando derroquen al usurpador. Malcolm quiere saber cuánto hay de noble afán o de mero oportunismo en esta propuesta: advierte a Macduff que él está tan lleno de defectos como Macbeth, porque es sumamente ambicioso, injusto, ávido de riquezas, violento, incapaz de contener su feroz lujuria... Macduff, al que le interesa ante todo vengar la muerte de su hijo, va minimizando los pecados que se atribuye falsamente el joven príncipe, dispuesto a aceptarle cualquier vicio a fin de contar con ese imprescindible aliado. Una excelente muestra de la penetración política de Shakespeare. Finalmente, Malcolm descubre la superchería y acepta acompañar a Macduff, pero queda la duda de que quizá el resultado hubiera sido igual si todas sus autoacusaciones fuesen ciertas. Lo importante era la venganza y recobrar el trono.

Donald Trump ha llegado a decir que él podría salir a la calle, disparar contra un transeúnte y la gente le votaría igual. Probablemente, ay, no se equivoca. Los partidarios del Brexit han seguido a un xenófobo caricaturesco como Farage, desoyendo sin inmutarse las más solventes advertencias sobre los perjuicios que traerá el abandono de la UE. En España, candidatos que veneran los regímenes menos recomendables mienten sin sonrojo en los debates, amparan la corrupción, desconocen la igualdad de los ciudadanos o prometen medidas tan democráticas como ordenar a jueces y guardias civiles que detengan a sus opositores, ni aun así ven disminuir sus apoyos electorales. ¡Son los nuestros, arrearán al enemigo! Y luego nos escandalizamos de los hooligans, esos mártires brutales de la inteligencia emocional...

jueves, 7 de enero de 2016

Fernando Savater pone el dedo en el ojo

Fernando Savater, "Ni podemos ni debemos", en El País, 7-I-2016:

No hay inconveniente en admitir que España es un país plurinacional siempre que tales naciones se entiendan como realidades culturales. Los nacionalistas quieren convertir la diversidad cultural en fundamento de separación política.

Como están de actualidad las listas, comenzaré con la de quienes pueden saltarse este artículo con tranquilidad, porque la cosa no va con ellos... o como si no fuera. En primer término, los que forman el partido mayoritario del país según las últimas elecciones, dos millones de votos por delante del siguiente. Me refiero, claro está, a quienes no votan, sea porque están en la inopia (“¡y yo qué sé!”) o porque creen pertenecer a la élite (“a mí no me engañan, yo no entro en el juego”). En los comicios con mayor oferta política de nuestra historia reciente no han encontrado motivo para salir de casa (excluyo, por supuesto, a los miles que quisieron votar desde el extranjero y no pudieron hacerlo por una infecta burocracia). La verdad es que no merecen vivir en un país democrático, sino en un establo con televisión y ADSL. Ahí seguirán, hasta que el voto obligatorio les recuerde que son ciudadanos mal que les pese.

Tampoco aspiro a dirigirme a la secta de los cambistas, los adictos en cuerpo y alma al cambio. No a mejorar, a perfeccionar o a corregir, sino a cambiar. Sea adelante, atrás, a derecha o izquierda, eso va en gustos. Odo Marquard, genial pensador minimalista lleno de humor, no un chistoso barato como Zizek, que murió a mediados de pasado año ignorado por nuestros medios, dice: “El prejuicio más fácil de cultivar, el más impermeable, el más apabullante, el prejuicio de uso múltiple, la suma de todos los prejuicios, es el que afirma que todo cambio lleva, con certeza, a la Salvación, y mientras más cambio haya, mejor”. Como voy a intentar exponer razones para evitar el cambio en un punto importante de nuestro ordenamiento político, cuyos adversarios invocan precisamente la necesidad de cambio para liquidarlo, sólo encontraré oídos impermeables a la argumentación en los fascinados por la palabreja de marras.

Y por supuesto nada tengo que decir a los enclaustrados en lo que llaman “pragmatismo”, o sea, los que más allá del Ibex, la prima de riesgo, la tasa de crecimiento o de afiliados a la seguridad social —todo ello muy respetable, desde luego— se contentan con las más obvias letanías: la ley está para cumplirla, la unidad de España no está en venta, queremos muchísimo a los catalanes, y a los vascos es que los adoramos, ay, ¡la gula del Norte! El lema de esta buena gente, porque suele serlo, es: “No nos metamos en honduras”. Nada de explicar con demasiadas teorías la ley, o la unidad, o lo que sea. Lo importante es que no haya jaleo y que los irredentos sepan que todas sus diferencias son bienvenidas y que la Constitución está para dar gusto a todos y que estén cómodos en ella. Si no, se cambia a tal efecto. A fin de cuentas, los nombres de las cosas son lo de menos, lo que cuenta es el business as usual. O, como canta la jota, “que me llamen como quieran, mientras sea de Zaragoza”.

Para el resto, si es que queda todavía alguien por ahí, van las explicaciones prometidas. Porque creo que es imposible combatir racional y democráticamente contra ideologías dañinas, pero muy asentadas, si se renuncia a dejar claro el fundamento de lo que se defiende frente a ellas. O aún peor, si se maneja el mismo lenguaje que el de los antagonistas, pero con invocaciones a que toda exageración es mala o que dentro de la ley todo es posible. Se asegura que es imprescindible para la paz social del país reconocer que España es una entidad plurinacional. No hay inconveniente en asumir algo tan obvio. De hecho, todos los Estados modernos son plurinacionales, siempre —claro está— que esas naciones sean entendidas como realidades culturales.

La fragmentación entre “los de aquí” y “los de fuera” restringe la libertad de cada cual.

Los ciudadanos se reconocen en una de ellas o se adscriben a la que prefieren según sus avatares biográficos, aunque lo más corriente es que bajo su opción preferente incluyan elementos significativos de las otras que forman el puzle del país. Esas “naciones” se modifican constantemente, en buena medida por la irrigación de gente de otras latitudes que se instalan a vivir en su ámbito tradicional, pese a los esfuerzos de los guardianes de las esencias por redefinir una y otra vez “lo de aquí” frente a “lo de fuera”. Los nacionalistas locales quieren convertir la diversidad cultural en fundamento de separación política. Es decir, convierten las culturas —optativas, cambiantes, mestizas— en estereotipos estatalizables de nuevo cuño, que definen ciudadanías distintas a la del Estado de derecho común. Aquí comienza lo inadmisible.

Porque precisamente esa fragmentación no aumenta, sino que restringe la libertad de cada cual. Al repartir la ciudadanía por módulos culturales transformados en políticos, se priva a los individuos de su disponibilidad de administrar sus identidades personales como deseen dentro de un marco común que las trasciende y a la vez las acoge democráticamente. La ley estatal compartida, constitucional o similar, permite una igualdad que también Odo Marquard definió inmejorablemente: “Igualdad significa que todos pueden ser diferentes sin temor”. Y sin que esa capacidad libre de autodefinición cultural coarte la capacidad de otros conciudadanos de decidir políticamente sobre lo que atañe a todos.

Tal es la concepción democrática contemporánea, cada vez más alejada de las determinaciones del terruño propias de siervos de la gleba, abierta a la inclusión de los inmigrantes en busca de derechos que puedan llegar de cualquier parte. Y por eso las consultas políticas parciales determinadas por territorios —como si los ciudadanos nativos de una localidad o empadronados en ella se transmutasen en miembros de un estado virtual oprimido por la realidad democrática vigente— son, cualquiera que fuese su resultado, mutiladoras de la integridad del resto de la ciudadanía. En España no hay ningún problema territorial, aunque cualquier división administrativa del Estado admite mejoras o reformas, sino un atentado separatista contra el derecho a decidir de todos y cada uno de los ciudadanos miembros del país.

En España no hay un problema territorial, sino un atentado separatista contra el derecho de todos.

Piden diálogo. No parece fácil. Oí en Espejo público a García Page contestar bien a un nacionalista que le preguntó por qué no referéndum en Cataluña: sería conceder de antemano lo que se pretende preguntar, porque la autodeterminación no consiste en irse, sino en poder elegir entre irse o quedarse sin contar con los demás. Su interlocutor comentó: “Bueno, seguiremos intentándolo”. Como quien oye llover. En su ensayo L’art de conférer, uno de los mejores, Montaigne hace una encendida defensa del diálogo y la controversia, proclama que prefiere el coloquio con quien piensa distinto que él porque así aprende más, etcétera... Pero también advierte: “Me es imposible tratar de buena fe con un tonto, porque bajo su influjo no sólo se corrompe mi juicio, sino también mi conciencia”. Yo, siempre con Montaigne.

Fernando Savater es escritor.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Fernando Savater, Aulas y púlpitos

Fernando Savater "Aulas y púlpitos", en El País, 26-XI-2015:

La formación religiosa no es una asignatura. Podría serlo si tuviese como objetivo una historia de las mitologías o algo así, en cuyo caso los profesores serían elegidos como el resto: por razones académicas, no designados por el obispado.

El otro día vi una tertulia televisiva en la que remaché mi convicción de que nuestros políticos en ejercicio actuales son frecuentemente mediocres, pero que peor será cuando dentro de poco gobiernen los tertulianos. El tema era el litigioso asunto de la asignatura de Religión en la escuela. Se oyeron las cantinfladas de siempre. “Nosotros somos partidarios de la laicidad, no del laicismo, que no es lo mismo”, decía, pedagógica, la representante socialista. En efecto, no es lo mismo: la palabra castellana es “laicismo”, mientras que “laicidad” es un galicismo no aceptado por la RAE hasta fecha muy reciente (que, por cierto, define laicismo de forma cuidadosamente errónea). De modo que o laicismo o laicité: lo de “laicidad” podemos dejárselo a los clérigos, que se trabucan en cuanto hay que nombrar algo referido a la libertad de conciencia.

Otro contertulio, más de derechas pero no más diestro, recordaba que España es un Estado aconfesional, no laico, de modo que el laicismo le parecía anticonstitucional. Supongamos que “aconfesional” no sea un eufemismo por “laico”, que es como lo suele entender la gente bienintencionada, sino que significa “sin una confesión religiosa privilegiada, aunque reconociendo el hecho religioso y favoreciéndolas a todas”. Bueno, sin duda entonces recogerá tanto las actitudes religiosas positivas como negativas. Santo Tomás de Aquino, el cardenal Newman y Juan Pablo II fueron pensadores religiosos (de muy distinto calibre, claro) como también lo son Nietzsche, Freud y Richard Dawkins (ídem).

No es arriesgado asegurar que la postura religiosa mayoritaria en las democracias occidentales entre científicos, humanistas, etcétera, es la incredulidad, cuando no hostilidad, sobre los dogmas eclesiales: los más favorables los consideran un lenguaje poético que puede inspirar conductas solidarias y compasivas… pero también todo lo contrario. De modo que una aconfesionalidad consecuente obligaría a incluir junto a la enseñanza religiosa otra asignatura que explicase escepticismo, críticas a las creencias eclesiásticas, etcétera... Demasiado para el ya sobrecargado programa escolar de los tiernos infantes.

Hay que suprimir cuanto antes los acuerdos de España con la Santa Sede

Se invocaron en la discusión, como no podía ser menos, los acuerdos con la Santa Sede. Urge suprimirlos ya, puesto que ahora a nadie sorprendería tal decisión y sin embargo escandaliza a muchos el empeño en mantenerlos. Su contenido contradice evidentemente la aconfesionalidad constitucional y encierra una paradoja no respecto a la religión sino respecto al Vaticano. ¿Estamos hablando de un Estado propiamente dicho o de una especie de parroquia de proporciones y pretensiones imperiales? Si nos lo tomamos en serio como Estado, resulta que es la única teocracia vigente en suelo europeo, antidemocrática puesto que no respeta en sus elecciones a cargos públicos, derechos humanos fundamentales como la igualdad de los sexos o la libertad de conciencia, que se ha negado a firmar algunos de los tratados más importantes sobre estas cuestiones suscritos por las democracias de todo el mundo. ¿Por qué tiene España que mantener acuerdos privilegiados con semejante entidad, que representa lo contrario de lo que deseamos para las instituciones de nuestro país y de Europa? Pero quizá su apariencia estatal es sólo un disfraz histórico para esa gran parroquia antes mencionada. Entonces no hay nada que objetar a las peregrinaciones y reconocimientos piadosos que recibe, pero resulta inaceptable que dicte, por medio de acuerdos privilegiados, normas que afectan a la organización de nuestra educación y otras instituciones militares, penales, etcétera… en contra de la aconfesionalidad proclamada. Se tome como se tome, son lazos comprometedores que conviene cuanto antes disolver discreta y amistosamente.

Nuestra Constitución reconoce el derecho de los padres a optar por la educación de sus hijos más acorde con sus convicciones, pero este es un punto que si se renueva la Carta Magna convendrá aclarar. Porque sería inaceptable que ese derecho incluyese la enseñanza de nociones anticientíficas como el creacionismo en lugar de la teoría de la evolución o la diferencia de derechos cívicos entre varones y mujeres, como quieren algunas doctrinas piadosas. Las familias tienen derecho a educar a sus hijos según sus preferencias… dentro de la oferta escolar establecida. El punto importante aquí es que, ni optativa ni obligatoria: la formación religiosa no es una asignatura. Podría serlo si tuviese como objetivo una historia de las mitologías o algo así, en cuyo caso los profesores serían elegidos como el resto: por razones académicas, no designados por el obispado. Para que los niños reciban formación religiosa no hace falta que la estudien en el colegio, véase lo que ocurre en países laicos como Francia (modélica en tantas cosas). A este respecto se fomentan errores interesados. Una entrevista publicada por Abc (23 de octubre) con Tibor Navracsics, comisario europeo de Educación, llevaba el siguiente titular: “Hay que garantizar el derecho a elegir la asignatura de Religión”. Pero lo que el entrevistado decía, líneas más abajo, era: “Un sistema educativo tiene que ofrecer el derecho a elegir y garantizar a los padres la elección del mejor modo de educar a sus hijos”. C’est pas la même chose.

Los partidos laicos deben detallar de nuevo la oferta de Educación para la Ciudadanía

Este asunto no es cosa menor, un incordio electoral para hacerse el progre. En la situación actual de Europa y del mundo, es un tema vital saber cómo vamos a educar a los ciudadanos para que en una sociedad mercantilizada no tengan que buscar el “suplemento de alma” exclusivamente en dogmas religiosos. Con desparpajo ofensivo, el portavoz de la Conferencia Episcopal señala que nos amenazan dos peligros, el laicismo y el fundamentalismo. El segundo provoca matanzas, está de sobra visto, y el primero, según él, quiere extirpar la religión de la vida pública (otra mentira: el laicismo reconoce el derecho de los creyentes a manifestarse en público pero a título privado, no institucionalmente).

Es el momento de que los partidos laicos detallen de nuevo la oferta de Educación para la Ciudadanía, en lugar de esa asignatura de “Inteligencia emocional” que coinciden en reivindicar C'S y Podemos (lo cual demuestra que Chesterton tenía otra vez razón: es más difícil luchar contra las nuevas supersticiones que contra las antiguas, lo mismo que es más difícil vencer a un joven que a su abuela). No olvidemos que en el torticero argumentario contra la Educación para la Ciudadanía del ministro Wert jugó un papel importante el manual escrito por los luego promotores de Podemos Luis Alegre y Carlos Fernández Liria, cuyo radicalismo intemperante y bastante bobo se convirtió, como en otras ocasiones, en el mejor aliado de los reaccionarios. Por nuestro bien y nuestro futuro esperemos que, a partir del 20-D, las cosas se planteen mejor.

martes, 20 de octubre de 2015

Nuevo libro sobre la Ilustración

Fernando Savater, "La agonía de la Ilustración. El historiador británico Anthony Pagden ofrece una visión actual de los objetivos ilustrados", en El País, 19 OCT 2015:

Quizá algunos de los lectores más veteranos recuerden la entonces famosa boutade sesentayochista, atribuida a diversos profesores franceses (yo la leí en una pared de Nanterre, pero algo después): “Platón ha muerto, Hegel ha muerto, Nietzsche ha muerto… y yo no me encuentro nada bien”. Quizá hoy podríamos parafrasearla diciendo: “Montesquieu ha muerto, Voltaire ha muerto, Kant ha muerto… y quienes quisimos ser ilustrados no nos encontramos nada bien”. Pero ¿en qué consiste la Ilustración si no queremos dejarla reducida a otra etiqueta pegada a uno de esos casilleros en los que metemos con calzador un periodo histórico bastante caprichosamente delimitado, cortando al modo en que lo hacía el bárbaro Procusto lo que falta o lo que sobra para que todo confirme la teoría previamente adoptada?

La Ilustración, en todas las épocas en que podemos sin exageración o manipulación detectarla (sea la Grecia clásica, la Roma que inventó y justificó el Derecho, la Edad Media de Abelardo y Guillermo de Occam, Erasmo, el Renacimiento, la era barroca en que aparece la ciencia moderna…), es el esfuerzo por establecer el alcance y límite de lo humano a partir del rasgo humano por excelencia, la razón que deduce, experimenta y concluye, en lugar de aceptar lo que sobre ella establecen las leyendas y costumbres tradicionales. En cualquiera de sus avatares, el ilustrado se alza pidiendo argumentos y debates —la razón nunca es revelación única, sino relación entre varios que no ponen ninguna autoridad divina o humana por encima de ella— y proclama firmemente que así podemos alcanzar las verdades vitales que nos interesan, o al menos aproximarnos con tanteos y dudas a su paulatina elucidación. En una palabra, frente a los creyentes que aceptan, tiemblan y confían, los ilustrados son pensantes que ponen en cuestión, discuten, concluyen… y también confían. Alcanzar una frágil balsa de confianza para flotar sobre tormentas y tormentos, en ese objetivo definitoriamente humano coinciden por caminos opuestos la fe de los sencillos y la razón de los ilustrados.

A partir de La dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, una obra llena de sugestiones a veces geniales y otras genialoides, pero que en modo alguno zanjaba la cuestión, se puso de moda culpar a la Ilustración de los atroces males totalitarios del siglo XX. Los campos de concentración, tanto Treblinka como el Gulag, provenían de la aplicación del método industrial al exterminio humano. Y claro, ese método industrial como toda forma de razón tecnológica provienen del orgullo ilustrado (¡no hace falta más que hojear la Enciclopedia de Diderot, llena de láminas que diseccionan maquinarias y herramientas!). ¡Y seréis como dioses! El olvido de la piedad y la tradición, la suposición de que todo puede argumentarse y ponerse en cuestión inició la pendiente que llevó a convertir en engranajes a los humanos y en material desechable a quienes no razonaban de acuerdo con la norma establecida por el Estado, ese “monstruo frío” al decir de Nietzsche.

Pero la Ilustración no fue solamente una apología del racionalismo sin cortapisas religiosas o consuetudinarias. Después de todo, la razón ha sido utilizada por todas las culturas humanas en todas las épocas, y las concesiones a la superstición ni antes ni ahora fueron suprimidas. La razón ilustrada estaba al servicio de ideales valorativos, destacadamente la semejanza esencial de todos los seres humanos y su autonomía para planear la vida en común. Como señala Anthony Pagden, “se suele ver en ella el origen intelectual de esa convicción que aún emerge tímidamente entre nosotros de que todos los seres humanos comparten los mismos derechos básicos, de que las mujeres piensan y sienten igual que los hombres o de que los africanos lo hacen igual que los asiáticos”. Las leyes, en la concepción ilustrada, no son herencia indiscutible de la divinidad o los ancestros, sino acuerdos establecidos entre seres más pensantes que meramente creyentes para asegurar el bienestar de la mayoría en este mundo, no para ganar a fuerza de sacrificios y renuncias un lugar bienaventurado en el otro. Por supuesto, ninguno de los grandes autores ilustrados creyó en el dogma irracional de la “omnipotencia de la razón”, ni desdeñó como cosa superflua los sentimientos de benevolencia y compasión: sus mentores jurídicos, como el admirable Cesare Beccaria y otros, se opusieron a la tortura, a la pena de muerte y a convertir los pecados en delitos, por lo que no es difícil suponer lo que hubieran pensado de Hitler, Stalin, Pol Pot o el Estado Islámico.

No cabe duda de que los objetivos ilustrados aún no se han alcanzado del todo, ni de que a veces ideas regeneradoras tuvieron contrapartidas imprevistas y dañinas
No cabe duda de que los objetivos ilustrados aún no se han alcanzado del todo, ni de que a veces ideas regeneradoras tuvieron contrapartidas imprevistas y dañinas. Esa es la agonía actual en que se debate la Ilustración, entendiendo “agonía” en el sentido unamuniano del término, no como los estertores que llevan inexorablemente a la muerte, sino como la lucha por no dejarse abrumar por el pesimismo trascendentalista y no sacrificar la visión universalista a indescifrables y postizos particularismos tribales. Anthony Pagden realiza en su libro un repaso suficiente de lo que la corriente mayoritaria de la revolución ilustrada propuso, de lo que en parte logró y de cuáles fueron algunas de sus patentes deficiencias. También de lo que le objetaron sus principales adversarios en una reacción contra ella que no pretendió en muchos casos mejorarla, sino abandonarla o contrarrestarla. Quizá el mejor resumen de la Ilustración, irónico y desfanatizado como le corresponde, lo hizo Voltaire: “Cuando la naturaleza creó nuestra especie, la dotó de ciertos instintos: el amor propio para nuestra conservación, la benevolencia para la conservación de los otros, el amor que es común a todas las especies y el inexplicable don de combinar más ideas que los restantes animales. Después de asignarnos nuestra cuota, dijo: ‘Ahora, haced lo que podáis”.

La Ilustración. Anthony Pagden. Traducción de Pepa Linares. Alianza. Madrid, 2015. 542 páginas. 32 euros