Mostrando entradas con la etiqueta Hispanoamérica. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Hispanoamérica. Mostrar todas las entradas

sábado, 15 de noviembre de 2025

España ayudó a la independencia de EE. UU., algo que nunca agradecieron. Dossier.

I

 Gonzalo Quintero Saravia: «La guerra contra Gran Bretaña que dio la independencia a EE.UU. fue el mayor éxito de España en el siglo XVIII», en ABC, por Manuel Trillo, 9/10/2025:

La sublevación de las colonias británicas se enmarcó en una guerra mucho mayor entre las grandes potencias europeas en la que la participación española fue decisiva, como destaca 'El enemigo de mi enemigo' (Alianza), la última obra del historiador Gonzalo Quintero Saravia.

«La declaración de independencia era una petición de auxilio a Francia y España». El historiador y diplomático Gonzalo Manuel Quintero Saravia (Lima, 1964), autor de 'El enemigo de mi enemigo' (Alianza Editorial), interpreta el documento de los 'padres fundadores' en Filadelfia en 1776 como una forma de internacionalizar la lucha que los colonos británicos en Norteamérica habían emprendido y atraer así a las potencias europeas, sin las cuales la victoria se antojaba imposible.

El año que viene se conmemorarán los 250 años de aquella declaración que daría lugar a los Estados Unidos de América, hoy la primera potencia mundial pero entonces un puñado de pequeñas colonias en un rincón poco prometedor de Norteamérica.

Lo que pasó a la historia como Guerra de la Independencia o Revolución Americana es objeto de revisión por los investigadores, que tratan de situar el conflicto en su verdadera dimensión: una disputa mucho mayor, a escala global, entre los grandes colosos del momento, en la cual la revuelta colonial no pasaba de ser un teatro más. Y la entrada de España en la contienda fue el factor clave que inclinó la balanza.

La llamada Guerra de la Independencia fue «mucho más que eso», afirma Quintero Saravia en una calurosa mañana de septiembre al pie del Palacio Real desde donde Carlos III gobernó medio mundo.

El periodista de ABC Manuel Trillo, autor de 'La conquista española olvidada' (Crítica, 2025), saca a la luz la toma del fuerte inglés de San José en 1781 tras rescatar en EE.UU. el acta de posesión original. Aquí avanza cómo fue su hallazgo

Para empezar, la propia decisión de las colonias de declarar su separación de la metrópoli fue un intento de no ser vistos como unos simples territorios rebeldes, sino como auténticos estados capaces de negociar con Francia y España, señala el experto, doctor en Historia por la Universidad Complutense y en Derecho por la UNED, miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia y de la Academia Colombiana de la Historia.

Jugada de riesgo

Apoyar a unos revoltosos que se alzaban contra su rey era una jugada de riesgo, pero la Corte de Carlos III decidió hacerlo en defensa de sus propios objetivos estratégicos, que quedaron por escrito en el pacto con Francia antes de declarar la guerra a Gran Bretaña. El primero de ellos, recuperar Gibraltar, que desde que Gran Bretaña se lo arrebatara en la Guerra de Sucesión española (1701-1713) era una china en el zapato.

Pero los intereses de Carlos III se extendían por muchos otros frentes, a uno y otro lado del Atlántico: recobrar Menorca, reafirmar la presencia en el Caribe, impedir el avance de los ingleses en Centroamérica, revertir sus derechos para el palo de tinte en el Yucatán y expulsarlos de la costa del golfo de México y la Florida.

Los americanos necesitaban imperiosamente a España. «Con Francia sólo no bastaba», recalca Quintero Saravia. La Marina de Luis XVI era inferior a la británica y sólo añadiendo la de Carlos III se conseguiría la superioridad naval. España y Francia sumaban 129 navíos de línea en 1781, frente a los 117 británicos, según Larrie D. Ferreiro, autor de 'Brothers at Arms' (editado en español como 'Hermanos de armas', Desperta Ferro) y finalista del Premio Pulitzer.

Ferreiro sostiene que el dominio de los mares era clave: «La Guerra de la Independencia no se ganó en Yorktown, sino a través de las alianzas marítimas», afirmó en un reciente simposio en el Constitution Hall de Washington, a unos pasos de la Casa Blanca, bajo el título 'España y el nacimiento de los Estados Unidos'.

Dos tercios de EE.UU.

El evento, organizado por el Queen Sofía Spanish Institute, las Daughters of the American Revolution (Hijas de la Revolución Americana) y la Fundación Ramón Areces, en colaboración con la Oficina Cultural de la Embajada española y con el asesoramiento del propio Gonzalo Quintero Saravia, reunió a destacados especialistas y sirvió de aperitivo para los numerosos actos que se avecinan con motivo del 250 aniversario de la declaración de independencia.

Junto al dominio de los océanos, España ofrecía otras ventajas con las que Francia no contaba. Mientras que esta había perdido todas sus posesiones en América del Norte, los españoles disponían de dos tercios de lo que hoy es territorio continental de EE.UU. Gracias a ello, podían proporcionar a las tropas rebeldes los suministros que necesitaban a través de Nueva Orleans y el Misisipi, sorteando el control británico de sus puertos coloniales. Además, los astilleros de La Habana permitían reparar los buques en caso de sufrir daños, «una ventaja táctica monumental», destaca Quintero Saravia.

Del mismo modo, les podían hacer llegar dinero en pesos acuñados en la ceca de Ciudad de México, una divisa muy demandada por los propios americanos ante la devaluación de la suya.

«Con la entrada de España, el bando aliado podía golpear donde quisiera, cuando quisiera y como quisiera», Gonzalo Quintero Saravia

En definitiva, con España en la guerra «el bando aliado hispanofrancés podía golpear donde quisiera, cuando quisiera y como quisiera», mientras que los británicos debían redistribuir ahora sus fuerzas para defender las costas de Inglaterra, Gibraltar o la India, sin poder concentrarlas contra los insurgentes norteamericanos.

En un primer momento, el apoyo español se tradujo en el suministro encubierto de armas, municiones, pólvora, pertrechos, mantas, tiendas de campaña… Ya antes incluso de la primera refriega con los casacas rojas en 1775, comerciantes españoles buscaban armas para los colonos, que se hicieron llegar inicialmente por medio de la empresa Roderique Hortalez et Cie. y luego de la bilbaína Gardoqui e Hijos. A ello se sumarían ingentes sumas de dinero, tanto en forma de subsidios como de préstamos.

En múltiples frentes

A partir de la declaración de guerra en 1779, esa ayuda dejó de ser secreta y España se convirtió en parte beligerante junto a Francia, pasando a llevar la voz cantante. El gobernador de la Luisiana, el malagueño Bernardo de Gálvez, se adelantó al enemigo y le arrebató por sorpresa los fuertes del bajo Misisipi, la Mobila (hoy Mobile, Alabama) y Pensacola (Florida). A su vez, en el norte, los españoles taponaron la acometida británica desde Canadá, primero con una defensa heroica de San Luis (hoy en el estado de Misuri) y luego con la audaz conquista en pleno invierno del fuerte inglés de San José, nada menos que a orillas del lejano lago Míchigan, tras una travesía de cientos de leguas sobre el hielo y la nieve organizada por el teniente de gobernador de la Alta Luisiana, el navarro Francisco Cruzat, como ya expliqué en el libro 'La conquista española olvidada' (Crítica).

Más allá de Norteamérica, la guerra se libró en múltiples frentes de cuatro continentes. Se intentó asaltar Gibraltar, se reconquistó Menorca, se intentó invadir la costa inglesa, se expulsó a los británicos de Centroamérica y el Yucatán, se tomó las Bahamas y sólo el apresamiento del comandante francés impidió apoderarse de Jamaica. En el pulso entre Gran Bretaña y Francia, la lucha se extendió a puntos tan distantes como Senegal o India.

La declaración de independencia fue «una petición de auxilio a Francia y España», según Quintero Saravia

En realidad, la llamada Guerra de la Independencia o Revolución Americana fue una más «de las muchas guerras de competencia imperial en el siglo XVIII entre las potencias europeas» y, en esta ocasión, «el mayor éxito que tuvo España». «Se lograron todos los objetivos menos Gibraltar», destaca Quintero Saravia, que apunta que incluso también este pudo conseguirse, ya que Londres propuso intercambiarlo por Puerto Rico. El conde de Aranda, embajador en París durante las negociaciones de paz, rechazó finalmente el cambalache pues no compensaba hacerse con «ese montón de rocas» -como lo llamaba el conde de Floridablanca, ministro de Estado-, a cambio de permitir que la isla caribeña se convirtiera en una amenaza permanente para las ricas posesiones en América.

Tanto el levantamiento colonial como el conflicto internacional que se desató a continuación hundían sus raíces en el fin de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), en la que Francia y España -que se incorporó a última hora-, cayeron derrotadas frente a Gran Bretaña. Los franceses perdieron todos sus territorios en Norteamérica, mientras que los españoles se vieron forzados a entregar la Florida para recuperar La Habana y a hacerse cargo de la Luisiana, un inmenso territorio al oeste del Misisipi con el que Versalles les compensaba por sus sacrificios y que, de caer en manos británicas, habría supuesto una gran amenaza para el corazón del imperio.

En las provincias inglesas, entre tanto, fermentaba el descontento con Londres por hacerles pagar los elevados costes de la victoria sin siquiera preguntarles. Ese rencor larvado estalló en abril de 1775 en Lexington y Concord, en Massachusetts, y enseguida España vio en la revuelta una oportunidad para «reposicionar el legado de la Guerra de los Siete Años», explica Gonzalo Quintero.

«Tomar partido por los rebeldes respondía a la vieja práctica de crear problemas en el territorio de tu enemigo», Gonzalo Quintero Saravia

Para la monarquía española, respaldar a los rebeldes podía ser un peligroso ejemplo para los súbditos de sus propias posesiones. Sin embargo, en ese momento era difícil adivinar que de la emancipación de aquellas colonias, relativamente insignificantes, surgiera la poderosa nación que hoy conocemos como Estados Unidos. La población de Ciudad de México triplicaba, como mínimo, a la de Filadelfia o Nueva York, y mientras en los dominios españoles había ya 19 universidades, en los británicos tan sólo tres centros de educación superior. La autora Eliga H. Gould reduce la América anglosajona de entonces a una mera «periferia» de la española.

Abundando en esta idea, Gonzalo Quintero invita a comparar la modesta casa del gobernador en Boston con la impresionante plaza del Zócalo de Ciudad de México o la plaza de Armas de Lima. En este sentido, recuerda que la declaración de 1776 proclamó trece repúblicas por separado, que no se unieron hasta la Constitución de 1787 y no contaron con su primer presidente, George Washington, hasta 1789. Además, la fórmula republicana únicamente había prosperado antes en territorios pequeños, como Génova, Venecia u Holanda, nunca de grandes dimensiones, por lo que el conde de Vergennes, ministro de Exteriores francés, les auguraba poco futuro. «No se puede pretender que tuvieran la visión de cuál iba a ser la situación 50 años después», señala Quintero Saravia.

Tomar partido por los insurrectos seguía, por tanto, «la vieja práctica entre imperios» de «apoyar problemas en el territorio» del rival, señala el autor de 'El enemigo de mi enemigo', un título cargado sin duda de intención.

Amnesia colectiva

La historiografía estadounidense, aunque en buena medida también la española, condenó al olvido durante siglos la indispensable aportación de España al nacimiento de Estados Unidos. Las causas son variadas. Entre ellas, los roces entre los dos países una vez que se consumó la independencia de las colonias y que ambos pasaron de ser aliados a vecinos a lo largo de miles de kilómetros de frontera y rivales por el dominio de Norteamérica. Pero también la visión deformada de España como «todo lo que no es Estados Unidos», según ha consignado el profesor Richard L. Kagan, participante en el mencionado simposio en Washington.

La Guerra de Cuba de 1898 agudizó esos prejuicios y resucitó la leyenda negra. Ese año se reeditó un libro inglés del siglo XVII que recogía las exageraciones de Bartolomé de las Casas bajo el macabro título de 'Las horribles atrocidades cometidas por los españoles en Cuba. Un relato histórico y verídico sobre la cruel masacre y asesinato de veinte millones de personas en las Indias Occidentales cometidos por los españoles'.

No obstante, hay motivos para un moderado optimismo. La historiografía, a ambas orillas del océano, está tratando de situar en sus justos términos la guerra que dio lugar a a EE.UU. «Se ha ido ampliando el campo de estudio de la Revolución Americana», tanto en el ámbito geográfico como en el de sus protagonistas. Para que eso permee a la sociedad se precisa difusión, algo en lo que contribuye una minoría hispana en EE.UU. que ya alcanza los 60 millones de personas y que «quiere ver reflejada su historia», señala Gonzalo Quintero.

«Cada generación tiene el derecho y la obligación de interpretar su propia historia. No se ve igual el pasado desde una sociedad europea de principios del siglo XIX o del XX que de principios del siglo XXI. Cada generación mira hacia atrás desde donde está y, como el 'desde donde está' cambia, cambia la visión del pasado», afirma. El tiempo dirá si esta generación sitúa el papel de España donde corresponde.

II 

'El enemigo de mi enemigo', de Gonzalo M. Quintero Saravia: al rey lo que es del rey, en ABC, por Manuel Lucena Giraldo, 8/10/2025:

Exploración de conjunto y actualizada de la participación española en la revolución de los colonos estadounidenses. La monarquía hispánica de Carlos III se convirtió en un actor determinante en este conflicto

A finales de 2021, se mostró al público una placa restaurada en Fort Green, Nueva York, en la que se recuerda a los 126 españoles, soldados y marineros, que estuvieron allí, presos de los británicos, durante la guerra de independencia de EE.UU. La placa original fue dada a conocer en 1976, con ocasión de su bicentenario, por el rey Juan Carlos, en una visita oficial que entonces tuvo enorme importancia.

Desgraciadamente, aquel conflicto imperial en el que España fue beligerante entre 1780 y 1783 costó, al menos, 5.000 muertos españoles. El mayor número de bajas, 1.300 hombres, se dio en el ataque contra Gibraltar de 1782.

Autor Gonzalo M. Quintero Saravia Editorial Alianza Páginas 856 Precio 27,50 euros

La mayor batalla de aquella guerra larga, terrible y global fue consecuencia del fallido intento de toma de «ese montón de piedras», como denominó al famoso peñón el conde de Floridablanca. En especial, los muertos se produjeron entre los tripulantes de las 'baterías flotantes', promovidas por el gran marino Antonio Barceló, en aquel último intento español de recuperar la roca.

Otra batalla naval, la del cabo de San Vicente, costosa derrota española, incluyó la explosión del navío Santo Domingo, con la muerte de 600 tripulantes. En 1780, un huracán hundió parte de los barcos que transportaban la primera expedición española al mando del militar Bernardo de Gálvez hacia Pensacola, en Florida. Aunque la acción terminaría con una rotunda y recordada victoria, podrían haberse ahogado unos 500 hombres entre marinos y soldados de refuerzo, procedentes de regimientos acantonados en España o en la América española.

No podríamos decir que la participación española en la exitosa revolución de los colonos estadounidenses haya sido ignorada en la historiografía especializada. En realidad, ha sido un tema clásico y, como muestra este volumen, compilación y obra maestra de la historiografía sobre ella, ha preocupado y hasta obsesionado en diferentes épocas a historiadores y diplomáticos.

Ciertamente las posiciones 'negrolegendarias' en los EE.UU. decimonónicos ignoraron la aportación española en sus orígenes

De lo que carecíamos hasta ahora es de una obra de conjunto y actualizada, una historia global y posnacional de una guerra mundial en la cual una tenue confederación republicana de antiguas colonias británicas en América del norte, una nación todavía sin nombre, sin constitución, sin moneda y unida solo en un dudoso experimento político, logró poner en marcha su existencia.

Ciertamente las posiciones 'negrolegendarias' en los EE.UU. decimonónicos ignoraron cualquier reconocimiento de la aportación española en sus orígenes. Allí inventaron que «el salvaje oeste estaba vacío» (Hollywood hizo el resto) y asumieron con pragmatismo imperialista que el mejor indio (con frecuencia hablante de español y sujeto a algún tratado con España), era el indio muerto.

Aquí, todavía algunos divulgadores, aficionados y polígrafos persiguen una imaginaria conspiración anglosajona que, no es una sorpresa, en este volumen de historia verdadera, trabajada con tesón en archivos y bibliotecas de muchos países, no aparece por ninguna parte. Según el orden de los siete capítulos y, de acuerdo con los argumentos fuertes del libro, la España de Carlos III era una potencia mundial formidable y se comportó como tal durante el nacimiento de EE.UU..

No hay elites viciosas, ni militares traidores, ni marinos cobardes, esos que tanto juego dan a novelistas y resentidos varios. La participación española en la independencia de EE.UU., esta es la historia, constituye una apología del reinado de Carlos III. Impresionan las habilidades diplomáticas de Grimaldi, Aranda o Floridablanca para retrasar todo lo posible otra guerra con Gran Bretaña que había que ganar, su defensa de la razón de Estado y el perfecto cálculo de riesgos.

Es fascinante el ejercicio político de una meritocracia militar y naval hispana abierta al reconocimiento del talento individual multiétnico, característico de la monarquía española. Asuntos de debate como la eficacia asombrosa de la red de espionaje española, la poderosa maquinaria militar y naval –con La Habana como puerto y arsenal decisivo–, o la aportación económica a los rebeldes estadounidenses, cinco millones de reales que en 1795 ya habían sido devueltos, muestran el dinamismo de una relación mutua que, todavía en 1800 imponía una relación fronteriza de miles de kilómetros. Lo que acontece después, la crisis metropolitana española que dará tantas oportunidades a los emergentes EE.UU. de América, será historia de otro siglo.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Los motivos por los cuales Latinoamérica declina

De Joaquín Bernárdez en Quora:

¿Por qué creen que una vez que se colonizó América, EEUU prosperó más rápidamente que América Latina?

No es cuestión de creer nada con respecto a eso, puesto que la pregunta (como muchas en "Quora") parte de una premisa falsa. Ni Estados Unidos ni Canadá llegaron en ningún momento al grado de desarrollo al que llegó México y el Caribe durante la época de la colonización. En concreto Estados Unidos habrá de empezar a desarrollarse a partir de su independencia (finales del siglo XVIII y principios del XIX), es decir, ya fuera de su época de colonización, pues hasta entonces no era nada al lado de lo que hoy llamamos América Latina; pero es que Canadá es todavía más nuevo. En realidad, ninguno de ambos países llegaba todavía al grado de civilización y desarrollo de los principales países de América Latina casi hasta finales del siglo XIX.

Para empezar, el paradigma de la colonización anglosajona y francesa al sur de los Estados Unidos son Jamaica y Haití, dos países actualmente más subdesarrollados que cualquiera de Hispanoamérica.

Con respecto a ésta, según Carlos Rangel en su obra Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario (1976), el adelanto en progreso de Estados Unidos sobre Latinoamérica durante el siglo XIX (que no es ya época colonial, sino post colonial, ya que es también en la que alcanzan la independencia la mayoría de los países latinoamericanos), se entiende si nos fijamos en estos procesos de independencia.

Los estadounidenses, antes de su independencia, no sentían desprecio por el Viejo Mundo, sino que querían «construir sociedades mejores que la europea, donde deberá existir la igualdad social y de oportunidades, y donde tendrán vigencia los derechos humanos juzgados naturales por el liberalismo». Una vez que los americanos de Estados Unidos logran la independencia, estos se propondrán «mantener, desarrollar y mejorar la sociedad que había existido hasta entonces en esos territorios, no a subvertirlas». Es decir, la herencia británica iba a ser reivindicada, honrada y mejorada.

Por esto, los estadounidenses no planearon su independencia en 1776 como una ruptura con sus raíces británicas. Lo hacen manteniendo deliberadamente el trato con los británicos, relaciones y tradiciones. «No por rechazar la tutela política de Inglaterra, los norteamericanos dejaron de reconocerse como beneficiarios y continuadores de la civilización inglesa».

Pero en Latinoamérica, por el contrario, se «quiso eliminar por completo una herencia española que constituía, sin embargo, su única cultura». Como consecuencia, en Latinoamérica, las guerras de independencia fueron «una llamarada de odio antiespañol, una cólera violenta de hijos demasiado largo tiempo sometidos, un sacrificio ritual del padre», según reconoce Jean-François Revel en el prólogo al libro citado de Rangel.

Y así como los norteamericanos no integraron en su sistema social a los indios nativos, sino que los exterminaron y apartaron a los supervivientes, con lo cual «no tuvieron necesidad de rechazarlos ni de integrarlos social o psicológicamente», en cambio, en Latinoamérica, durante los procesos de independencia se intentó integrarlos de forma organizada; pero para mantenerlos como instrumento y en la continua subordinación: «En Norteamérica el indio fue marginado. En Hispanoamérica se convirtió, al contrario, en el grueso de la población activa».

De modo que en Latinoamérica, tanto indios como pobres no se integraron como resultado de unas auténticas buenas intenciones, sino que fue en realidad con la intención de utilizarlos primero en la lucha contra la corona española, y después para luchar contra las potencias imperialistas y para poder dar forma a procesos revolucionarios. Se comienza así la exaltación del indio con el objetivo de instrumentalizarlo como carne de cañón sirviendo a ciertos intereses, introduciéndose de este modo el mito del Buen Salvaje, aquel «hombre bueno y puro que la civilización busca corromper».

Así que el indio, como los pobres y los marginados, pasa a representar la inocencia humana, y por esta principal razón y otras muchas, se convierte en una figura consustancial a las sociedades hispanoamericanas, representando todo lo que Latinoamérica espera ser, pero que la perversión estadounidense le impide.

Continúa Rangel que «por causa del mito del Buen Salvaje, Occidente sufre hoy un absurdo complejo de culpa, íntimamente convencido de haber corrompido con su civilización a los demás pueblos de la tierra, agrupados genéricamente bajo el calificativo de ‘Tercer Mundo’, los cuales sin la influencia occidental habrían supuestamente permanecido tan felices como Adán y tan puros como el diamante».

Un sueño idealista ridículo, si bien se piensa.

Como consecuencia de todo eso, Rangel concluye que «el mito del Buen Salvaje nos concierne personalmente, es a la vez nuestro orgullo y nuestra vergüenza». Y con los años se ha ido alimentando esta leyenda, que se ha introducido en el subconsciente colectivo latinoamericano, condenando a los ciudadanos de esta fracasada región a rechazar toda civilización y a vivir en una perpetua inestabilidad.

Así, continuando la explicación de Rangel, Latinoamérica ha fracasado principalmente frente a la América de Estados Unidos y Canadá porque, tras la independencia, repudió la europeización, lo que no le ha dejado otro camino más que la necesidad de enaltecer costumbres, por más salvajes que fuesen, solo por el hecho de que representaban la inocencia, preferible para ella antes que la supuesta corrupción de la civilización.

En 1924, Ricardo Rojas escribió: «Los españoles hispanizaron al nativo; pero las indias y los indios indianizaron al español. Penetraron los conquistadores en los imperios aborígenes, destruyéndolos; pero tres siglos después los pueblos de América expulsaron al conquistador. La emancipación fue una reivindicación nativista, es decir, indiana, contra el civilizador de procedencia exótica».

Como consecuencia de esta naturaleza de la emancipación, se ha procedido a la exaltación de la barbarie como lo auténtico y autóctono de Latinoamérica. Por eso continúa Rangel: «La barbarie sería en cierto modo el estado natural de las repúblicas hispanoamericanas, el fruto necesario de la combinación de las culturas aborígenes que hallaron los conquistadores, con la conquista misma y la colonización española y, finalmente, con las guerras civiles, comenzando con la guerra de independencia. Antes de esta, cierto grado de incipiente había encontrado asiento en las ciudades».

La independencia de los países latinoamericanos se produjo para que unos pocos garantizaran o mejoraran sus privilegios. Por eso, toda la comunidad de los indios fue idealizada —pintándola como en un estado inmaculado antes de la colonización: ¡qué buenos eran…!—, para incluirla en el proceso de emancipación porque les venía muy bien a los intereses de algunos, lo cual sigue sucediendo hoy en día. Y a estos buenos salvajes había que inventarles un supuesto enemigo al que había que aborrecer y combatir: los españoles, y, con ellos, cualquier rastro de civilización extranjera ajena a los poblados autóctonos y a la naturaleza.

Ese rechazo completo al único modelo y sistema con cierto orden que Latinoamérica conocía hasta entonces, provocó el surgimiento de un «caudillismo feroz» como «único remedio a la anarquía» (como escribe Domingo Faustino Sarmiento en su Facundo, 1845). De aquí parte el subdesarrollo político latinoamericano, inquisidor y represivo, que a su vez trae como consecuencia el devastador subdesarrollo económico que aún hoy lastra la prosperidad de Latinoamérica.

Sin embargo, durante la época de la colonización, y al revés de lo que sostiene la pregunta, la América hispana estuvo mucho más desarrollada que las colonias británicas o francesas en el mismo continente. Algunos puntos para entender mejor esto son:

España fundó la primera universidad en su territorio americano dos siglos antes que los anglosajones. Universidades que fundó España en América.

España promulgó unas leyes con respecto a los nativos americanos que jamás las tuvieron los indios de las zonas controladas por británicos y franceses: Las Leyes de Indias.

Estados Unidos debe gran parte de su propia independencia a España: La independencia norteamericana nos costó 33 barcos, 9.000 tripulantes y 1.200 cañones.

La mayor parte del actual territorio de Estados Unidos, e incluso parte de Canadá, pertenecían al Imperio Español durante la época colonial, antes de la independencia de Estados Unidos: La conquista del Oeste:El legado histórico olvidado por España | El Distrito

Por las razones expuestas más arriba en este artículo, los latinoamericanos generalmente ignoran qué fue el imperio español y tienen hecha una mitología al respecto que beneficia a sus gobernantes más populistas, quienes la siguen fomentando: Leyenda Negra: Desmontamos las cuatro mentiras históricas de López Obrador contra el Imperio español.