He hallado cuatro textos desconocidos escritos por Diego Medrano y Treviño que edito a continuación. Dos ensayos publicados en la Revista de Madrid, un interesante Discurso publicado como jefe político de Castellón en 1822 y una escueta reseña de una obra histórica de su amigo Antonio Ferrer del Río. Creo que podré hallar asimismo un quinto, el Discurso que pronunció el 4 de noviembre de 1848 como consiliario del Ateneo de Madrid para abrir en ese año las cátedras, según he visto en una noticia de El Heraldo ese día.
I
Diego Medrano y Treviño, “Del progreso”, en Revista de Madrid, (¿1 de noviembre?, 1842):
DEL PROGRESO
Progreso: he aquí una palabra pronunciada con frecuencia, y casi siempre en contradicción con lo mismo a que se refiere. Ciertamente, el verdadero progreso es el alma del mundo. ¿Qué habría sido de las naciones, qué de la sociedad misma sin progreso, sin adelantos? Una barbarie continua; pero la especie humana, dotada de propiedades muy superiores al resto de los vivientes, obtuvo la preferencia de recorrer el espacio indefinido de su bienestar, y desenvolviendo sucesivamente sus facultades físicas e intelectuales, las perfeccionó y las contrajo al remedio de sus necesidades, penetrando por la observación, por el experimento y aun por el instinto en el asombroso e inagotable depósito de la naturaleza, cuyos secretos ha procurado y procura descubrir; pero la imperfección misma de la inteligencia del hombre, su pequeñez comparada con la inmensidad y complicación de lo creado, hace que su marcha, tanto en lo físico como en lo moral, sea lenta, insegura y no pocas veces equivocada, de modo que retrocede cuando cree adelantar, y al contrario. Estas alteraciones han sido muy comunes en el progreso de los conocimientos humanos. Cada siglo ha tenido su carácter particular de retroceso, de adelantos estacionario; en no pocos, los errores, el fanatismo y otras causas accidentales han producido el efecto de retrogradar, al paso que, en algunos, lo que quizás se calificaba de inacción influyó poderosa y maquinalmente en los adelantamientos. No basta pues creer que se progresa, es indispensable demostrarlo. Las ideas más estrambóticas, los principios más absurdos se han apoderado más de una vez de los entendimientos, que han tiranizado por mucho tiempo sin que nadie conociese el error o, por lo menos, se atreviese a combatirlo. ¿Quién intentó, ni a quién pasó siquiera por la imaginación contrariar los efectos de la voz de un ermitaño, cuyo influjo mágico alcanzó a poner casi toda la Europa en movimiento para conquistar la Tierra Santa? Las argucias y el embolismo de la filosofía aristotélica estuvieron muy en boga por mucho tiempo para buscar la verdad: en ambas épocas se creía de buena fe que aquella empresa la dictaba, no el espíritu industrial que en la actualidad fija su vista en aquella dirección, sino el celo religioso más puro, y que este sistema era el término de la más consumada ciencia; el tiempo, sin embargo, descorrió el velo al fanatismo de las cruzadas, así como a la aberración del peripato, y ya no hay Poder en la tierra que sea capaz de restablecer ni lo uno ni lo otro; pero ¿estamos seguros de que entre nosotros no haya también en política alguna clase semejante a la de los cruzados o peripatéticos? Esta cuestión la resolverán nuestros sucesores.
Únicamente los principios de la moral y los preceptos de la religión son inmutables: en todo lo demás es un exceso de orgullo la creencia de haber llegado al más alto punto de perfección. Los filósofos del siglo XVIII creyeron haber descubierto en política la piedra filosofal, extendiendo ideas nuevas o ataviadas de nuevo, cuyos vestidos, deslumbradores al principio y empapados en sangre después, se han deteriorado enseguida y convertido por último en miserables harapos. Las utopías de estos filósofos, que se recibieron y abrazaron con entusiasmo en el último periodo del siglo pasado, excitan ya el menosprecio más absoluto y excitarían hasta la risa si no fuese por el recuerdo triste de los desastres y espantosas catástrofes que ocasionaron.
Estas lecciones terribles han producido, en medio de los males acervos que las acompañaron, un bien de trascendencia, cual es el de haber enseñado a los hombres la necesidad de juzgar con detenimiento y cautela de los sucesos que presencian y de las ideas que se propagan. No basta decir que se progresa, es necesario hacerlo ver a la luz de la razón; no basta tampoco que una idea, un pensamiento, un sistema cualquiera se califique de acertado o eminentemente sabio, es indispensable también la mayor parte de las veces, aun después de examinado con reflexión e imparcialidad, ensayarlo en la piedra de toque de la experiencia para percibir sus mayores o menores ventajas, y conocer sus inconvenientes, porque en todas las cosas, y más en política que en ninguna, es bueno en teoría lo mismo que en la práctica resulta perjudicial: lo mejor suele ser por lo común el mayor enemigo de lo bueno. Si lo que se llama admirable mecanismo del sistema representativo y su decantado equilibrio de poderes, que se calcula por ápices, llega a producir en la práctica los resultados felices que teóricamente se demuestran, sin duda se deberá considerar como un asombroso descubrimiento, como una invención peregrina para el régimen de los Estados, y su propagación tiene que ser en tal caso más o menos lenta, pero segura e inevitable; si, por el contrario, la experiencia hace ver que en el examen teórico no se tuvieron presentes obstáculos invencibles que lo imposibilitan en la práctica, los Gobiernos representativos pasarán como han pasado otras tantas cosas en el mundo que en su época se tuvieron por buenas y en el día se reputan como hijas de la ignorancia y del atraso.
No será quizás acertado juzgar por presunciones o señales más o menos evidentes; pero desde luego se advierte que un sistema de Gobierno que ha necesitado en Inglaterra tantos años para consolidarse y no lo ha conseguido sino a expensas de una sorprendente y anómala combinación de prácticas contradictorias; que en Dinamarca se desplomó por la voluntad unánime de los mismos que lo formaban y por el asentimiento general de la nación; que en Francia hace cincuenta años que se viene bamboleando; que en España, que en Portugal y en otras partes no es más que una sombra, y esta se mantiene a duras penas, ofrece motivos más que suficientes para no confiar demasiado en su intrínseca bondad. Un problema es todavía, y no de muy fácil resolución, determinar si el sistema de que se trata tiene en sí mismo, cual debía para establecerse y subsistir, los medios de contener las pasiones y allanar los obstáculos que pueden paralizar o detener su marcha. Para establecer un sistema cualquiera de Gobierno, es necesario la fe en los principios que le sirven de base; pero esta fe no debe ser ciega, ni apoyarse en ilusiones, ni menos manifestarse por gritos y excesos, sino que ha de resultar de la convicción profunda que solo puede nacer del estudio y de la experiencia. Es pues necesario no alucinarse ni engreírse tan de improviso; sígase observando con imparcialidad, con detención y sana crítica, y el tiempo hará ver lo que hay de verdadero y lo que de ilusorio, para aprovechar lo útil y despreciar lo perjudicial o superfluo; de otro modo nos exponemos ciertamente a marchar de error en error en busca de un ente que nuestra imaginación nos presenta y que no es posible alcanzar porque tal vez no existe.
Si de este examen general y abstracto descendemos a las cuestiones prácticas de Gobierno, cuya resolución tanta influencia tiene en el bien o en el mal de los estados, también nos es absolutamente preciso caminar con circunspección y con los ojos muy abiertos para no confundir los efectos con las causas y los males con los bienes. ¿De qué servirá que creamos gozar de libertad si gemimos en la tiranía? ¿Qué importará que nos juzguemos en la senda de la prosperidad y bien andanza, si un triste desengaño nos hace ver que estamos sumergidos en la miseria o caminando rápidamente hacia ella? ¿A qué lisonjearnos con esperanzas de un halagüeño porvenir, si cuanto nos rodea y se nos presenta nos las ha de desvanecer a poco que reflexionemos? Los hechos positivos y no las palabras huecas que están en contradicción con ellos son los que proporcionan formar juicios exactos.
Aun después del examen indicado, todavía es conveniente indagar, en el caso de notar algunos bienes, si nacen de las causas que se les atribuyen o tienen su origen en otras que pasan desapercibidas o tal vez en el instinto que inadvertidamente conduce adonde conviene llegar.
En todas las revoluciones, por su misma naturaleza, sucede lo que no puede menos de suceder, y es que unos medren y otros se arruinen: se pasa con frecuencia de un estado de miseria o escasez al del fausto y de la opulencia, o bien se ven no pocos en la necesidad de vivir a expensas quizás de los que antes les debían su material subsistencia: la desmoralización que con facilidad cunde en los trastornos políticos, proporciona a muchos los medios de improvisar fortunas, y así vemos en el día a hombres de la nada convertidos repentinamente en grandes capitalistas; a otros que, solo con haber desempeñado por espacio de algunos meses ciertos empleos con mal pagado sueldo, se presentan, sin embargo, con ostentación y lujo, ya comprando fincas o adquiriendo otra clase de riqueza, ya construyendo suntuosas casas, ya formando galerías de cuadros, ya, en fin, paseando en coche con el mayor descaro, cuando pocos meses antes, o recién llegados de una larga emigración, apenas tenían zapatos para salir a la calle; natural es que estos crean que se progresa, y que así lo proclamen y repitan con frecuencia; sin embargo, para emitir un voto fundado, es menester colocarse en un punto más alto, o fuera del alcance de la parcialidad o del interés; solo de este modo y discurriendo con detenimiento se puede resolver el problema de si es o no exacto el progreso en que se supone a la nación española. Al empezar esta tarea es indispensable fijar un principio cierto, patente: tenemos una Constitución en armonía o más bien generalmente basada sobre los buenos principios; pero, una Constitución política sin leyes orgánicas que de ella emanen y la desenvuelvan es solamente una colección de preceptos aislados que de nada o casi de nada sirven, y aun no sin fundamento se puede todavía ir más lejos, porque si en la Constitución se fija una organización nueva de los poderes públicos y estos, sin embargo, en su ejercicio se han de sujetar en gran parte a reglas dictadas para otro sistema distinto o diametralmente opuesto, con precisión ha de resultar un desconcierto que constituya por lo menos un estado anómalo, que no es de libertad, ni de absolutismo, sino de una tercera especie incalificable como no se le titule de anarquía.
La legislación sobre libertad de la prensa y organización del Jurado necesita reformas muy sustanciales a juicio de todos, y lo mismo sucede con la Ordenanza de la Milicia Nacional, ambas cosas de dificilísimo arreglo, pero de una importancia tal, que con ellas mal establecidas es imposible todo gobierno: el derecho de petición está sin reglamentar, como que su uso no puede ajustarse al Real Decreto de 4 de setiembre de 1825 ni disposiciones anteriores dadas para distinto régimen político; un proyecto de ley se discutió y aprobó en el Senado sobre este punto y se paralizó después: los códigos que han de regir en toda la Monarquía, están en pensamiento y nada más o, por mejor decir, ni se piensa siquiera en su formación. A los gastos del Estado se debe contribuir en proporción de los haberes de cada uno, y faltan todos los elementos para lograrlo; y con el más impudente descaro son aliviados unos, sobrecargados otros, sin más regla que la opinión política de repartidores y contribuyentes. Los hechos más palpables y escandalosos demuestran la suerte que ha cabido y cabe a la seguridad individual, con tanta frecuencia menospreciada: no se respeta la propiedad, que sufre repetidos ataques impune o ligeramente castigados. Nada hay prevenido respecto a la forma y modo de hacer efectiva la responsabilidad de los Ministros, punto ciertamente difícil, quizá imposible; pero que al fin se debe procurar en cuanto sea dable aproximarse a la resolución del problema. Sobre la inviolabilidad del Trono y la de los Senadores y Diputados, sucesos recientes manifiestan con harta claridad el respeto que han merecido y pueden merecer en adelante. La inamovilidad de los jueces se ha establecido a voluntad de un Gobierno parcial y en beneficio de una miserable pandilla, que por asalto ocupó los puestos de la magistratura. La administración provincial y municipal se dirige por una ley monstruo que todos desaprueban, aunque muchos la han utilizado para escalar el poder, introducir el desorden más espantoso y desquiciar todas las reglas de buen Gobierno.
Adoptada la Constitución de 1837, se debieron desde luego guardar con rigidez algunos de sus preceptos, y para la observancia de los restantes, el establecimiento de las leyes indicadas debió ser instantáneo, porque sin ellas no puede decirse en realidad que el Gobierno representativo rige en España sino a medias, que es peor que si no rigiese, por la proximidad de la idea de no regir ninguno.
Si pues todo esto es cierto porque se apoya en hechos patentes, innegables ¿qué nos queda de la Constitución política de la Monarquía? ¿Qué del gobierno representativo? En suma, nada más que dos reuniones de hombres que se agrupan con intervalos en un verdadero campo de Agramante, para pasar el tiempo con sus eternos discursos y sus interpelaciones para satisfacer su ambición o particulares miras con sus coaliciones y rencillas, para entorpecer con sus enmiendas y con sus cuestiones previas o incidentales y para confirmar en fin la razón con que Juan Bautista Casti dijo:
In qualunque assemblea repubblicana
e sia pur di Licurghi e di Soloni,
scuote la face ognor discordia insana,
e attizza odio, livor, dissensioni.
Assai si ciarla e si contrasta assai,
nulla di buon non si conclude mai. (1)
No somos de los que nos horripilamos al oír el nombre de república: estamos persuadidos de que esta es una clase de gobierno como todas las demás, que según cada una de las otras tiene sus ventajas y sus contras, porque ventajas tiene también el absolutismo; pero creemos de buena fe y con la más profunda convicción que el Gobierno republicano ni es ni puede ser aplicable a la nación española, porque en ella no se reúnen, ni es posible reunir, las circunstancias o condiciones que hacen conveniente este sistema político; sin embargo, dígase también, en conciencia y con la mano puesta sobre el corazón, si el sistema vigente, supuesto el caso de que pueda llamarse sistema, con su Constitución no desenvuelta, con el desconcierto de todos los ramos de administración, con la preponderancia y casi independencia de las corporaciones provinciales y municipales, dígase, repetimos, si no es una verdadera república, o mejor, dígase si no es peor mil veces que una república, porque no es otra cosa que un completo estado de anarquía.
Quizás no falte quien al leer estas reflexiones, las califique de inoportunas, y aun de criminales, porque se supongan encaminadas a rebajar el prestigio del Gobierno representativo; pero este juicio será infundado: no es aspirar a la destrucción de un sistema el pretender que se complete y que se desarrollen los principios en que estriba sin falsearlos; que se establezca en toda su pureza, procurando remover, o al menos disminuir, los inconvenientes propios de su naturaleza y lograr que sobresalgan sus ventajas. Para hallar la verdad no hay más que un camino, y este no es, por cierto, el de las ilusiones: antes de corregir los defectos de una cosa cualquiera, bien sea en sí misma o en los accidentes que la acompañan, es indispensable conocerlos y aun decirlos.
La condición más esencial de los gobiernos representativos, es la división de los tres poderes fuertes, independientes, únicos, con la marcha desembarazada y libre en el ejercicio de sus respectivas atribuciones: si más o menos abiertamente se pretende introducir otro, es preciso anonadarlo; si se observa que uno de los legítimos tiene su acción entorpecida porque los medios adoptados para desenvolverla le han quitado la fuerza que le corresponde, es necesario dársela instantáneamente, removiendo los obstáculos que perjudiquen su movimiento. De esta vigilancia constante, de esta corrección sucesiva se ha de seguir el logro del fin que se desea: por esto hace muy poco tiempo que un ilustre diputado de la Cámara francesa ha llamado con sobrado fundamento admirable genio del hombre al tiempo y a la experiencia.
No hay remedio, la experiencia es el maestro que ha de hacer patentes los vicios y los descuidos que falsean el Gobierno representativo, dictando las mejoras y correcciones que para mantenerlo en toda su pureza se han de adoptar. Pero, aun suponiéndolo completamente establecido por las leyes orgánicas que faltan, todavía era necesario hacer reformas sustanciales en las pocas que existen así como desterrar varias prácticas que rechaza la sana razón. La ley electoral vigente, que es el primer ensayo de elección directa hecho en España, necesita correcciones muy capitales: la importantísima de relaciones entre los cuerpos legisladores y con el Gobierno, paralizada en el Senado, está sin concluir; pues la de 12 de julio de 1837 es diminuta e insuficiente, y sin una ley completa en este sentido que explique varios artículos de la Constitución, incluso el 37, y que fije clara, expresa y terminantemente los límites y enlace de los poderes legislativo y ejecutivo, es imposible precaver la indebida preponderancia de la cámara popular y llevar adelante el sistema político sin colisiones y conflictos de suma trascendencia. Los reglamentos de los cuerpos legisladores huyendo de un extremo han dado en el contrario, en términos de no poder estos llenar las funciones que les corresponden; y, como si no fuese bastante todavía, se han introducido precedentes infundados y contrarios a la misma naturaleza de estos cuerpos, porque minan la base fundamental en que deben apoyarse.
La lentitud en su marcha es el carácter distintivo de los cuerpos numerosos: ella está considerada como la prenda más segura del acierto en las deliberaciones que de necesidad exigen la discusión detenida y el peso respectivo de las razones que se alegan en pro y en contra de los puntos que se ventilan; pero la lentitud tiene sus límites, que le ha de fijar una prudencia reflexiva para evitar el gravísimo inconveniente de entorpecer las resoluciones y concluir por no hacer nada; de esta regla exactísima se sigue otra, no menos cierta, cual es la de que, por la misma naturaleza de las cosas, dicta la razón que en los cuerpos numerosos se adopte y observe con rigor todo lo que contribuya a la brevedad sin perjuicio del acierto, pues precisamente lo contrario es lo que se hace en términos de que parece haber un tenaz empeño en dilatar las discusiones, entorpecer los acuerdos y no acabar nunca; de modo que las leyes requeridas por las necesidades públicas, o no se dan, o cuando llegan a su fin son inoportunas o insuficientes por lo menos para reparar los inmensos males que su falta ocasionó; por esto una persona entendida dijo, no ha mucho tiempo, y no sin bastante fundamento, que los cuerpos legisladores podían ser buenos para muchas cosas; pero que no servían para hacer leyes.
Resulta pues, demostrado hasta la evidencia, que ni el gobierno representativo existe en España, ni la administración se dirige por leyes sabias que con él estén en debida y completa armonía: no se concibe siquiera que una nación pueda progresar en semejante estado de desconcierto.
Aquí existe, por desgracia, un vicio capital, insubsanable para el partido dominante: impulsado este de un modo irresistible por la fuerza de la opinión, se vio en la necesidad de adoptar una ley fundamental contraria a las miras y condiciones que constituyen la esencia de su parcialidad. De consiguiente, al desenvolver las reglas o preceptos abstractos que aquella contiene no puede dar en la aplicación un solo paso, porque tendría que suicidarse abjurando sus errores; y esto no lo permite ni su amor propio ni lo consiente tampoco la condición precisa de su existencia, que es caminar siempre adelante en la senda que conduce al precipicio, verdadera significación del progreso rápido que se atribuye; tiene, pues, que sujetarse a la ley inmutable de las revoluciones, que es no terminar nunca por el arrepentimiento de los que las promueven ni por la victoria de sus contrarios, sino por la exageración del principio en que se fundan, que, fatídicamente, lleva a sus adeptos hasta el abismo: los adeptos del partido dominante son la misma exageración personificada.
Para determinar si una nación se halla o no en estado de progreso, es preciso descender a los pormenores, examinando los diferentes ramos de fomento; pero este examen, hecho con el detenimiento, imparcialidad y exactitud que corresponde, requiere mucho espacio, es un campo vasto en que grandemente correría con libertad la pluma, excediendo sin duda los estrechos límites de este artículo, que va ya resultando involuntariamente demasiado largo; conviene, pues, limitarse a indicaciones generales que comprendan, sin embargo, los detalles necesarios para sentar antecedentes o premisas de donde por una consecuencia lógica e innegable se deduzca si es o no cierto el progreso que se supone.
De nada sirven; las pinturas poéticas que el espíritu de partido presenta, de nada el anuncio repetido de un venturoso porvenir: los hechos desmienten semejantes baladronadas, y, cuando los hechos hablan, la razón, la conciencia pública calla muchas veces; pero siempre juzga, y sus juicios, como ciertos, se realizan y destruyen los errores y las ilusiones.
Aun con el horror que causan los nombres de Convención nacional y Comisión de salud pública, todavía vienen envueltos no pocos títulos de gloria de que se envanece la vecina Francia: el genio de la guerra, que allí apareció posteriormente, mezcló con su desmedida ambición hechos admirables y medidas fecundas que se recuerdan con entusiasmo. Pero, ¿podrá decirse otro tanto de nuestra revolución política? De ninguna manera: sus efectos, hasta ahora por lo menos, han sido infructuosos en todos sentidos: sus males se palpan; sus bienes es muy difícil, si no imposible, señalarlos, porque no existen. Recórranse todos los puntos de la Monarquía en busca de pruebas del estado de progreso, y bien pronto se encontrarán evidentes de lo contrario; nuestro comercio interior y exterior padece el marasmo más consumado; el cáncer mortífero del contrabando corroe incesantemente nuestra industria; la agricultura, por doquiera, en decadencia lastimosa; desapareció la opulencia de Cádiz, Jerez, Málaga; y otros países florecientes otro tiempo con su rica producción de vinos apreciados en todo el mundo claman sin cesar por medidas que protejan su extracción; en Cataluña sus fábricas se sostienen a duras penas, al paso que no pocos capitales huyen de los desórdenes; los aceites de las provincias de Sevilla, Jaén y Córdoba, sin salida, y, por consiguiente, sin el valor capaz de alentar el cultivo y el fomento; las ricas y variadas producciones de las provincias de Valencia, la superabundancia de cereales de las de ambas Castillas, formando depósitos inertes; la industria minera en las provincias de Murcia, Almería y otras, luchando con obstáculos y trabas que solo un Gobierno fuerte e ilustrado removería para que el interés individual marchase desembarazado en esta nueva senda de riqueza; todos los ramos de producción en el más completo desaliento y gravados sin embargo con exorbitantes contribuciones. ¡Oh, y qué bien en un periódico asalariado o en un café de la Corte se llena la boca con expresiones retumbantes de que se progresa! ¿Por qué no van esos apóstoles de felicidad y ventura a recorrer los pueblos y ver sus necesidades y su postración, víctimas de continuas exacciones y en el mayor desconsuelo? ¿Por qué no van a verlos manejados por unos cuantos individuos regularmente de la hez, del cieno de que no debían haber salido nunca, erigidos en mandarines, déspotas que a mansalva vejan, oprimen, tiranizan y arruinan? Pero no se necesita recorrer todos los pueblos; con el ligero trabajo de examinar lo que sucede en uno solo, eso mismo con cortas diferencias acontece en los veinte mil y más que forman la nación. ¿Progresarán las Provincias Vascongadas con la pérdida de sus venerandas leyes y patriarcales costumbres, que proporcionaron la felicidad de sus naturales por espacio de muchos siglos? El decaimiento de todos los ramos de prosperidad pública, el desconcierto en todas las cosas, la ruina y la miseria general, eso, eso únicamente es lo que existe y lo que se ve con evidencia. ¿Consistirá tampoco el progreso en la división y subdivisión de los ánimos hasta lo infinito, con las recriminaciones y los odios que engendra, y con el espíritu de persecución y de venganza que constantemente ejerce su funesto influjo? ¿Dónde pues está ese decantado progreso? ¡Ah, sí! En la prosperidad de unos cuantos que se enriquecen a costa de los demás, y en medio del desorden y desolación general.
Si unos hechos tan palpables producen un convencimiento absoluto de que el estado de progreso es ilusorio, ¿podrán los mismos servir de antecedentes para asegurar un venturoso porvenir? No, ciertamente o, mejor dicho, solo bajo un punto de vista triste, desconsolador, porque desconsolador y triste es reconocer que ha de venir el bien del aumento mismo del mal. No somos partidarios del pesimismo político; estamos muy lejos de lisonjearnos con esperanzas halagüeñas que se funden en tan inmoral principio; pero, si la marcha seguida hasta ahora conduce por tan fatal camino a lograr el bien, si no se presenta otro medio de alcanzarlo que el aciago y terrible de pasar por la tiranía de una dictadura militar que de cerca amenaza o por el horroroso trance de la anarquía disfrazada con el nombre de república, que no se ve lejos, ¿qué extraño será que haya quien desee estos espantosos trámites, a trueque de llegar después a una época tranquila y capaz de proporcionar el bienestar, que en el estado actual de cosas se considera imposible?
Más de ocho años llevamos de lo que se ha llamado gobierno representativo y, si bien durante tan largo período la encarnizada guerra civil, por un lado, y las no menos crudas revueltas intestinas, por otro, han podido entorpecer o retardar su consolidación, luego que aquella terminó de todo punto en Berga y estas se concluyeron con el titulado glorioso pronunciamiento de setiembre, porque el partido que las promovía logró su fin apoderándose de una manera ilegal y violenta, pero omnímoda, de todos los medios de gobernar, ¿qué obstáculos se le han presentado para obtener aquel objeto o empezar al menos a conseguirlo? Ninguno, más que su origen vicioso y su menguada suficiencia, su incapacidad misma, su propia naturaleza que le constituye siempre apto para destruir, nunca para edificar. La inflexible experiencia, descorriendo el velo a ofertas engañosas, y haciendo palpar lo poco que valen y significan palabras huecas, vacías de sentido, ha puesto al descubierto a este partido audaz con toda su deformidad, con todos sus defectos y con todos los caracteres desfavorables que le distinguen: pero, como los hechos que se tocan son innegables, y tal es el de que ninguna de las condiciones del progreso que preconizaba se ha verificado, preciso le era inventar un pretexto para encubrir tan patente falta; ¿y cuál ha sido? Proclamar a voz en grito que no han tenido lugar las consecuencias de su decantado pronunciamiento. ¡Miserable recurso! Si todos los Ministros que habéis tenido, si todos los funcionarios públicos desde el Regente del Reino hasta el mozo de oficio y portero de la más insignificante oficina os pertenecen; si la mayoría del Senado y casi la totalidad del Congreso son de vuestra comunión política; si os corresponden los ayuntamientos y diputaciones provinciales; y, por último, si habéis dispuesto de la fuerza pública para encumbraros y disponéis de ella para sosteneros, ¿quién os ha impedido marchar? Nadie más que vosotros mismos, vuestro carácter desorganizador, el desorden que os persigue, único elemento en que, como el pez en el agua, podéis vivir. Si, en lugar de haber ocupado los puestos los que los consiguieron y callan, hubiese cabido esta suerte a sus compañeros en el asalto (que fueron menos afortunados y por lo tanto chillan), sucedería ahora lo mismo, porque vuestro mal, por más que pretendáis alucinaros y alucinar, no está tanto en las personas como en la situación que habéis creado, que es una situación anómala, indeclinable, imposible de todo punto. Para insurreccionaros pretextasteis que la Ley de ayuntamientos violaba la Constitución; demos de barato que así fuese; pues tiempo habéis tenido para formar otra que no la violase; pero lo habéis intentado y tenéis que retroceder ante vuestra propia obra, porque os asustan con la amenaza de segundo pronunciamiento; tal es vuestra suerte; en este caso, y en todos, vuestra mano izquierda deshará siempre lo que hagáis con la derecha: no hay remedio, tenéis que confirmar con un ejemplo más la expresión tantas veces repetida de que las revoluciones son como Saturno, que devoran a sus propios hijos; (2) la que habéis promovido y sostenéis con tanta ceguedad y obstinación, más tarde o más temprano os devorará también y, en tanto, vuestro destino, con la palabra progreso constantemente en la boca, es, para lo malo, precipitaros, y, para lo bueno, retroceder, o cuando más, permanecer aferrados en opiniones añejas y desacreditadas por la experiencia y el convencimiento; y, como si vuestro sistema tuviese los caracteres santos y perennes de la religión del Crucificado, calificáis neciamente de apóstatas a los que desengañados reconocen sus anteriores equivocaciones, porque torpemente ignoráis que nada es de suyo más variable que las opiniones políticas: en su formación entran elementos unos inseguros, otros transitorios, y todos sujetos a la influencia de circunstancias temporales, de sucesos imprevistos y a las lecciones de la experiencia, en fin, que van indicando de un modo irresistible la conveniencia, y aun la necesidad, de modificaciones: semejante aplicación, pues, de la palabra apostasía es una solemne sandez, porque, si la variación de opiniones políticas se funda en la inmoralidad, en miras siniestras o en intereses mezquinos, le corresponde otro nombre; pero, si proviene de una profunda e ilustrada convicción, hija del estudio y del entendimiento, es la prueba más positiva y laudable de un juicio recto y de un corazón no pervertido; por lo mismo, una persona tan conocida por su saber y elocuencia como por su desgraciada suerte y que había incurrido en esta supuesta falta contestó con mucha oportunidad a los cargos que en este sentido se le hacían no negando el hecho, ni pretendiendo disculparlo, sino confesándolo y añadiendo breve y enérgicamente: “Yo no he hecho profesión de vivir siempre en el error”. (3) El don de la infalibilidad no está concedido a la especie humana, es un atributo exclusivo del Ser Supremo; el estudio, la observación y la experiencia son los verdaderos maestros del hombre; de muy distinto modo se ven las cosas en la edad juvenil que en la edad madura; propio es de la primera cometer errores, a la segunda corresponde corregirlos; ¿dónde está el ser perfecto y privilegiado que en su vida no tiene que arrepentirse ni enmendarse de nada? Levante el dedo, tire la primera piedra el que pueda lisonjearse de no haber errado nunca; no lo hay, no: y no serán, por cierto, los que incurren en la contradicción inexplicable de proclamarse progresistas por excelencia al mismo tiempo que con el mayor tesón y con el empeño más ciego no quieren abjurar ideas adquiridas en sus primeros años ni reconocer la preferencia de los que después han bebido su instrucción en fuentes más puras, sino que pretenden que, a despecho de la experiencia y de las luces, se ha de permanecer en el punto estacionario que ellos eligieron, sometiéndose todos a el cetro que creen corresponderles de derecho, sin más razón que la de haber nacido antes: exceso de orgullo cuyo origen no puede ser otro que el de la ignorancia, cuando no sea el de la malicia, o, por lo menos, el de un desmedido amor propio a que no pueden renunciar. Si más modestos fuesen, se contentarían con la gloria de haber empezado, y dejarían a otros el lauro de concluir, y no se pondrían en contradicción consigo mismos, queriendo hacer creer que se progresa, cuando todos sus conatos se dirigen a no adelantar.
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Diego Medrano y Treviño, por Esquivel, 1848 |
Pero se dirá quizás: cualesquiera que sean los defectos del sistema político vigente, sus imperfecciones y las faltas del Gobierno, es innegable que a la par de algunos males independientes de la voluntad de este y que son irremediables ahora por las circunstancias, influye él mismo con esmero y fruto en que se despleguen (4) bienes de suma utilidad y sucesivos beneficios, siendo aquellos principalmente la tendencia general que se advierte al saber, a la propagación de las luces y al fomento, en fin, de la industria por el poderoso resorte del espíritu de asociación, que con tantas ventajas se aplica a las mejoras materiales en todos los ramos. Esto se dirá, sin duda, y esto precisamente no es cierto o, por lo menos, no tiene el origen que se supone.
Nada es más frecuente en los gobiernos que el atribuirse glorias que no les pertenecen. “Nosotros contestamos a los cargos de la oposición con victorias”, proclamó, arrebatado de necio orgullo en el Congreso de los Diputados en época no muy lejana, un ministro progresista, aludiendo a victorias obtenidas por el ejército en los campos de Navarra o Provincias Vascongadas. “Nosotros los teólogos”, decía un estudiante la primera vez que asistió a la cátedra de lugares teológicos; porque es de advertir, que el tal ministro hacía pocos días que desempeñaba el cargo y lo conservó muy poco tiempo.
Mas, aunque supongamos por un momento que las mejoras expresadas y otras que se indiquen sean efectivas, todavía se debe fijar si podían o no ser de mayor importancia y si tales como son corresponde al Gobierno vanagloriarse de ellas. La parte principal que a un Gobierno bien establecido pertenece en la prosperidad de una nación consiste casi exclusivamente en procurar la propagación de los conocimientos útiles y en remover los obstáculos que impedían la marcha ilustrada y libre del interés individual, que es el agente más poderoso del fomento. Por más que la vanidad de algunos Gobiernos se haya empeñado en decirlo, no necesita la producción que se la estimule para prosperar; pues basta con que no se la contraríe, dijo Mr. Thiers en su Historia de la revolución francesa; (5) reflexión exacta, porque el no contrariar no puede menos de comprender también el deber de allanar las dificultades que al interés individual no le sea dado vencer, e inspirar a los productores la más completa seguridad y confianza de que el fruto de su trabajo y de sus afanes ha de resultar en su beneficio. Y, por ventura, ¿se verificará esto en España? Dos años se han cumplido ya que el partido dominante se halla en quieta y pacífica posesión de gobernar y, sin embargo, difícil, o por mejor decir, imposible es señalar una sola medida fecunda que haya adoptado para lograr el fin dentro del círculo que le corresponde: no es el Gobierno, no, el creador de la tendencia al saber que el espíritu del siglo desplega, mal que les pese a los que con torvos ojos y rencoroso encono contemplan la brillante juventud, que, no pudiendo sujetarla a la coyunda de sus falsos sistemas, les hace palpables sus errores. No es el Gobierno, no, el que ha promovido, o promueve la reacción que se nota da la política, hacia la industria; esta rea[c]ción se verifica, más bien, a despecho del mismo, y se explica grandemente porque, cansados los hombres de esperar bienes de quien se contenta con ofrecerlos de palabra sin confirmarlos nunca con hechos, y fastidiados de intervenir en la política sin haber obtenido ni esperar tampoco la menor utilidad, convierten, naturalmente y como impulsados por el interés individual, su vista hacia las mejoras materiales, para obtener por sí mismos los bienes que en vano han esperado de otro modo. El vértigo político que tantas cabezas ha trastornado empieza ya a desaparecer; y desaparecerá muy en breve totalmente, cuando los hombres acaben de convencerse de que ni todos pueden mandar, ni les conviene tampoco, puesto que, por la naturaleza misma de las cosas, unos nacen para dirigir y otros para ser dirigidos; que son pocos los llamados para aquella difícil misión, y que estos pocos no se encuentran en la oscuridad de los conciliábulos que forma el espíritu de partido, de los cuales no pueden salir más que miserables sostenedores del mismo que ni tienen disposición ni voluntad ni medios para llenar otras miras que las mezquinas, infecundas y perjudiciales de proteger su parcialidad a todo trance, y aun, si necesario lo contemplan, a expensas de los intereses generales y del bien de la nación. Para encubrir sus verdaderos intentos emplean las expresiones huecas de prosperidad y ventura, amontonan ilusiones sin cuento, aglomeran promesas pomposas y promueven esperanzas que nadie mejor que ellos saben que han de ser fallidas; pero, por el pronto, logran su objeto, que es el de engrandecerse y conservarse el mayor espacio de tiempo que les sea posible. Este predominio tiránico pasará, porque la verdad no puede estar oculta y ha de aparecer con todo su esplendor a la generación presente para que se convenza de la falacia de estos empíricos que han pretendido embaucarla, y para que conozca que el decantado progreso que los mismos preconizan es un verdadero sarcasmo.
DIEGO MEDRANO
NOTAS
(1) [Nota del editor actual] Vid. Gli animali parlanti, London: C. F. Molini, 1822, I, 20. La edición original es de 1801. Es una colección de fábulas de Giambattista Casti (1724-1803) muy popular en su época. Esta es una traducción aproximada: En cualquier asamblea republicana / incluso de Licurgo y de Solón, / toda loca discordia sacude el rostro / e incita odio, ira, disensión; / mucho se habla y se contrasta mucho, / nada bueno llega a concluirse.
(2) [Nota del editor actual] Es una célebre expresión acuñada por el revolucionario francés Pierre Victorian Vergniaud (1753 - 1793) en su juicio, poco antes de ser guillotinado durante el Terror.
(3) [Nota del autor] El célebre orador don Antonio Alcalá Galiano en el Congreso de diputados.
(4) [Nota del editor actual] Sic. Es una particularidad del dialecto manchego de Ciudad Real conjugar este verbo en concreto sin realizar el diptongo, como he visto en otros autores de la misma procedencia. Lo confirma el usus scribendi un poco después.
(5) [Nota del editor actual] Adolphe Thiers (1797-1877), famoso historiador entonces y futuro presidente de la III República Francesa. La obra citada es su Histoire de la Révolution française, Paris: Lecointre et Durey, 1823-27 (10 vols.).
II
OBSERVACIONES SOBRE LA VERDADERA INTELIGENCIA DEL ART. 37 DE LA CONSTITUCIÓN (1)
Revista de Madrid, Madrid: Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, 1844, segunda época, tomo III, pp. 341-355.
Cuando la experiencia demostró el gravísimo riesgo de que en las constituciones modernas de algunos estados permaneciesen frente a frente el poder real y el popular, no tardó mucho en reconocerse la necesidad del establecimiento de un cuerpo intermedio que, al mismo tiempo que sirviese de antemural al trono contra las exigencias inmoderadas y fuerza absorbente de las asambleas únicas, mantuviese el equilibrio apetecido; pero este cuerpo intermedio, para llenar cumplidamente el objeto de su instituto, es preciso que tenga en sí mismo una importancia propia, un valor peculiar y efectivo por la clase de elementos que lo constituyan, puesto que en todas las operaciones humanas no basta la voluntad de hacer una cosa cualquiera si no se tienen o pueden proporcionarse los materiales adecuados para su formación. Tanto en el orden físico como en el moral no le es dado al hombre crear nada: su misión principal en la tierra es descubrir, combinar, modificar o aplicar lo creado: si en este procedimiento se dirige por reglas fijas que nazcan de la misma naturaleza de las cosas que emprenda, o que tengan una inmediata relación con ellas, regularmente consigue el objeto que se propone; pero si, por el contrario guiado por su voluntad aislada, por su capricho, sus pasiones bastardas, o miras mezquinas intenta erigir lo que no está en su mano crear, resulta indefectiblemente que no logra lo que apetece, envolviéndose tal vez en un verdadero caos cuando más lejos de él se contemplaba. Todos los poderes políticos ahora y siempre no han sido, ni pueden ser otra cosa que la expresión de los poderes sociales, y este carácter único es el que constantemente les ha dado y les dará en adelante la consistencia necesaria para ser estables, y no reducirse a verdaderas farsas pasajeras, que nada producen, ni dejan tras de sí más que el ridículo y el escarnio. Si esta doctrina se ha aplicado o no en todas las constituciones políticas modernas, el tiempo nos lo irá demostrando, y aun quizás nos lo hará más palpable todavía. Concebir y proclamar principios abstractos en todas las ciencias, y más en política que en ninguna, no es difícil; pero el mérito y las ventajas positivas consisten en su aplicación, y, para que esta pueda calificarse de acertada, es indispensable que sea posible, oportuna y conveniente. Tan difícil es quitar la influencia en un estado a las clases que la tienen como dársela a las que de ella carecen; y por más esfuerzos que se hagan, ni la una, si está incrustada en la masa social como producto de una bien entendida opinión pública, dejará de prevalecer, ni la otra pasará jamás de la superficie: ejemplos bien patentes por cierto de esta verdad nos han ofrecido las revoluciones políticas de nuestro tiempo; es preciso descatolizar los pueblos, dijo un diputado de la Convención francesa, y en el acceso del frenesí que entonces dominaba se pusieron en acción todos los medios para conseguirlo; pero los pueblos no se descatolizaron: inflamando los ánimos, y trastornando las cabezas con la quimérica idea de igualdad absoluta entre los hombres, se intentó sacar a clases enteras del puesto que las costumbres y el estado social les tenían señalado, y la desigualdad continuó y existirá hasta el fin de los siglos.
Frecuente es aún entre las personas más ilustradas convenir en un pensamiento fecundo y diferir en los medios de realizarlo hasta el extremo de ponerse en contradicción consigo mismas. Idea generalmente recibida es por cuantos tienen algún conocimiento de gobierno la conveniencia de establecer un Consejo de estado que proporcione la necesaria unidad administrativa; y, sin embargo, estos mismos, si se hallan en posición de llevarlo al cabo, o no lo procuran, o, si lo intentan, es destruyendo la esencia con la forma. Lo mismo sucede en cuanto a la unidad política; se convino fácilmente en la creación de un senado: todos generalmente estuvieron conformes en la necesidad de este cuerpo intermedio; pero, al establecerlo, se faltó hasta cierto punto al principio de que se partía o debía partirse y, cualesquiera que fuesen las causas que influyeron en ello, el resultado positivo no pudo corresponder al fin propuesto.
No es el objeto de este escrito, ni tampoco cabría en sus estrechos límites, analizar todos los puntos a los cuales son aplicables las reflexiones apuntadas; pero conviene asentar que de nada sirven las mejores bases fundamentales, propia o impropiamente dichas, si en su aplicación precisa, indispensable o no, se desenvuelven o se desenvuelven mal poniendo en contradicción las consecuencias con los principios establecidos.
La historia de los cuerpos legislativos en Francia, lo mismo que la de los nuestros, da lugar a una observación importantísima, que no se debe perder de vista, por hallarse fundada en un hecho que ha producido ya funestos resultados y sigue obrando de un modo al parecer insensible, pero eficaz, en la marcha política que tal vez inadvertidamente se resiente sin cesar de lo mismo que en tesis general se condena. Una y otra revolución, aunque por distintas causas y en circunstancias diferentes, partieron de un principio exagerado: la república en Francia y la Constitución casi republicana de 1812 en España, con ambos sistemas se introdujeron y adoptaron como axiomas, o, por lo menos, como reglas convenientes, ciertas prácticas que ni la caída de aquellos, ni su completo descrédito, ni su sustitución o reemplazo por otros de distinta naturaleza han alcanzado a desarraigar. Considérese, por ejemplo, la distancia i[n]mensa que media entre el sistema político de la dicha Constitución del año 12 y el establecido por el Estatuto Real en 1834, y nótese la tendencia constante o, mejor dicho, la obstinación incansable que se descubría principalmente en muchos miembros del estamento de procuradores por asimilar su marcha a la de las cortes anteriores, y se confirmará la exactitud de este juicio: los esfuerzos más extraordinarios y tenaces se hicieron desde luego por introducir en aquel los precedentes de estas, y lo mismo puede decirse que está sucediendo en la actualidad. Las cortes de 1812 y las demás que con arreglo a la misma Constitución se reunieron gobernaban más bien que legislaban, o, por mejor decir, queriendo hacer las dos cosas no hacían ninguna de ellas, o ambas las hacían mal. Los cuerpos legisladores sucesivos, a pesar de las variaciones esencialísimas introducidas en su forma y naturaleza, no dejan de ofrecer repetidamente señales muy marcadas de tan fatal tendencia: de aquí la falta de equilibrio de los poderes públicos, de aquí el efecto perjudicialísimo de invadir o al menos entorpecer el ejercicio de atribuciones ajenas, y de aquí, en fin, el resultado funesto de que por esta causa, y otras enlazadas con ella, ni se legisla ni se gobierna, prolongándose indefinidamente el lamentable e imperfecto estado de todos los ramos de la administración pública.
Muchos, quizá la mayor parte de los individuos que compusieron las Cortes constituyentes, y, sin duda alguna, los de más influencia en ellas, conocían los buenos principios, y aun al parecer de buena fe trataron de aplicarlos; sin embargo, frecuentemente impelidos de aquella fatal tendencia, se dejaban llevar y con facilidad se conformaron con varias propuestas que estaban en contradicción abierta con las opiniones que habían antes proclamado, en términos de no poderse negar la razón a los que creen que las conquistas alcanzadas en algunos casos haciendo prevalecer las sanas doctrinas contra el torrente de las ideas políticas del partido entonces dominante se desvirtuaron con la admisión de otras erróneas, cuyas consecuencias tocamos ya de cerca, y se notarán aún más en lo sucesivo, dando lugar a que aquellas no se desenvuelvan convenientemente o se entiendan y apliquen mal, introduciendo costumbres o precedentes perjudicialísimos y de una trascendencia inmensa, porque destruyen las mismas bases fundamentales del sistema político que se ha querido admitir.
Una de las consignadas del modo más explícito y terminante es no solo el establecimiento de dos Cámaras, sino también el que sean iguales en facultades; es decir, que la mente del legislador en la creación de estos cuerpos fue precaver el peligro de que cualquiera de ellos pueda ser dominado por el otro, y para este fin quiso que ambos tengan la misma importancia, la misma influencia política, el mismo desembarazo y medios en el ejercicio de sus funciones legislativas y, por último, la misma fuerza moral; pues que esto o nada quiere decir la igualdad que se establece. ¿Y se verifica así, en efecto? ¿Es, por ventura, esto lo que sucede? Díganlo los hombres pensadores al observar la indiferencia con que generalmente se miran las elecciones contraídas a la propuesta de los individuos en quienes ha de recaer el nombramiento de senadores; dígalo la marcha que por lo regular sigue el Congreso de los diputados y aun el lenguaje que en él más de una vez se emplea, y dígalo, en fin, hasta lo poco que el Gobierno se ocupa de la opinión del Senado, como con frecuencia lo manifiesta palpablemente la insignificante atención que a sus discusiones presta; y ¿cuál es la causa de estos efectos? ¿Será la de que este cuerpo no debe su origen a la influencia social preexistente a su formación, de las clases que deberían haber concurrido a componerlo? ¿Será que conserva todo su vigor, y acaso va en aumento en el cuerpo popular esa fuerza de absorción y exclusivismo que siempre debe suponerse en él y que, por tanto, requiere la construcción de diques que le contengan y no existen? ¿Será, en fin, porque la misma naturaleza del Senado rechaza la movilidad que se le ha dado participando del carácter electivo, y del flujo y reflujo consiguiente en mayor o menor grado? Cuestiones son estas que merecerían un serio examen, y cuya resolución acertada quizás no sea fácil obtenerla sino remontándose al origen, o lo que es lo mismo, procurando constituir oportunamente el cuerpo de que se trata bajo unas bases más sólidas, bien meditadas y capaces de asegurarle la estabilidad, la importancia y la influencia de que actualmente carece; pero, mientras que esto no se verifique, que sin duda se verificará, si algo valen entre los hombres las inflexibles lecciones del tiempo y de la experiencia, preciso es disminuir los defectos que se le reconocen sin darles una latitud que los haga más perniciosos, ya que de pronto no sea posible removerlos.
Contrayendo, pues, estas ligeras reflexiones al caso en cuestión, examínese con detenimiento el art. 37 de la ley fundamental y se verá cuál debe ser su verdadera inteligencia, y hasta qué punto puede ponerse en armonía con otros de la misma.
El art. 13 de la Constitución dice: «Las Cortes se componen de dos cuerpos colegisladores iguales en facultades: el Senado y el Congreso de los diputados; pero el 37 previene: «Las leyes sobre contribuciones y crédito público se presentarán primero al Congreso de los diputados, y si en el Senado sufrieren alguna alteración que aquel ņo admita, después pasará a la sanción Real lo que los diputados aprobaren definitivamente». Esta es una excepción de la regla general antes establecida y, como tal, es preciso restringirla o limitarla al punto a que se refiere; porque, de otro modo, mal podrían reputarse iguales las facultades de los dos cuerpos si en muchos casos, no de poca monta por cierto, se da la preferencia a uno de ellos sobre las resoluciones del otro; pero toda excepción se funda o debe fundarse en un motivo razonable que la haga necesaria o conveniente, y que por tanto la justifique; y ¿cuál puede ser este motivo en el presente caso? No es el carácter electivo del Congreso de los diputados, por el cual podría suponerse que representaba con más exactitud los intereses materiales y las opiniones de la generalidad de sus comitentes, porque este mismo carácter corresponde también al Senado, cuyo origen es en la esencia igualmente electivo: no es tampoco la consideración de que en esta clase de gobiernos se parte casi siempre del principio de dar mayor intervención en los negocios públicos a las personas que por sus circunstancias se contemplan más interesadas en el orden y en el buen uso de los derechos que han de ejercitar; porque para ser diputado se requieren menos cualidades que para ser senador: aquel con ser español mayor de 25 años, no estar procesado criminalmente ni bajo interdicción judicial, ni declarado fallido en quiebra o suspensión de pagos, ni siendo deudor a los fondos públicos, como segundo contribuyente, se encuentra hábil para ejercer su cargo, y este necesita, además, mayor edad, y poseer una renta propia que no baje de treinta mil reales anuales, por la cual se debe creer concurrirá a sostener las cargas públicas: natural es pues suponer que tomará más interés el que contribuye que los que pueden hallarse en el caso de no contribuir, porque no se les exige este requisito, y de consiguiente observándose la regla indicada, la preferencia correspondería al cuerpo cuyos individuos contribuyen. Y no se diga que los diputados, aun cuando ellos por sí pueden no estar comprendidos en el pago de contribuciones, ni en contacto con los intereses del crédito, que tanta relación tienen con las mismas, representan a la masa general de los que sí que reúnen estas circunstancias; pues los senadores, sobre esta calidad de que participan, llevan la ventaja de estar identificados en intereses con los que concurren a su nombramiento.
Si el Senado en España fuese lo que son las Cámaras altas en otras naciones regidas por gobiernos representativos, variaba seguramente la cuestión; pero no es así, y, por tanto, es indispensable seguir otra senda para encontrar el fundamento de la excepción que nos ocupa.
Las leyes sobre contribuciones son por lo común de tal naturaleza, que no es conveniente bajo ningún aspecto comprenderlas en la regla general del art. 39 de la Constitución, que dice: «Si uno de los cuerpos colegisladores desechare un proyecto de ley, o le negare el Rey su sanción, no puede volverse a proponer un proyecto de ley sobre el mismo objeto en aquella legislatura.» En efecto, por mucha que sea la importancia de una propuesta semejante sobre cualquiera asunto independiente de la marcha ordinaria y precisa de la administración pública, nunca puede tener un carácter tan urgente que no permita prescindir de su ejecución, si las opiniones de los que han de concurrir a su adopción no se conciliasen; pero las contribuciones de una u otra forma, y en mayor o menor cuantía, son de una necesidad absoluta, porque indispensable es cubrir las cargas del Estado. El recurso que tienen las Cortes de negar al Gobierno los subsidios en algunas circunstancias es un remedio que puede llamarse heroico, aplicable únicamente a casos muy singulares y extremos, cuando no hay otro camino que seguir para conjurar un mal inminente y de suma trascendencia, y esto se ha confirmado de un modo bien palpable que no da lugar a duda, de que son muy raras las ocasiones en que es permitido apelar a un medio tan violento; y así es que, aun cuando en la época que atravesamos han ocupado el poder hombres de diversos y opuestos matices políticos, jamás los partidos, por una especie de instinto o sentimiento de moralidad que les honra, han apelado a este medio; todos han concedido al Gobierno siempre, y algunas veces con profusión, los recursos que exigía para gobernar, por contrario que fuese su sistema a las ideas de aquellos; esta es, por consiguiente, una arma vedada, cuyo uso no debe ser lícito sino en algún caso singularísimo o, como vulgarmente se dice, a la desesperada; lo ordinario, racional y conveniente o más bien lo indispensable es la concesión de subsidios como primera condición de la vida de los Estados y sin la cual no pueden existir. Si pues tan absoluta es esta necesidad no es posible por regla general aplicar a ella lo prescrito en el art. 39 citado, porque la menor divergencia de los cuerpos colegisladores produciría el efecto necesario de que un proyecto de ley de contribuciones, desechado en una legislatura, no había facultad de proponer otro en la misma, y esto equivaldría a decir que, por causas de poca monta o tal vez livianas, quedase el Gobierno sin medios y la administración paralizada; cosa que jamás ha podido caber en la cabeza de ningún legislador. Para salvar este inconveniente y cubrir la absoluta necesidad dicha, en vez de admitir cualquiera otro método que precaviese un perjuicio tan conocido y trascendental, se adoptó la excepción prescrita por el art. 37, reducida a que en el referido caso prevalezca en último término la opinión del Congreso de los diputados. Pero a esta preferencia no puede darse tal latitud que destruya una de las principales bases del sistema político vigente, cual es la división de la potestad legislativa en dos cuerpos de facultades iguales; sin embargo, hay no pocos sujetos que, o por no haber reflexionado bastante sobre este asunto, o bien, y es lo más probable, porque se hallan mal avenidos con semejante división, juzgan al Congreso de los diputados casi exclusivamente revestido de la facultad de hacer y deshacer en punto a contribuciones y presupuestos cuanto a bien tenga, escudado con la idea de que han de prevalecer al fin sus acuerdos, si en ellos insiste: oportuno es por tanto demostrar a los que así piensan el extremo a que conduciría su opinión, reducida a práctica con la amplitud que desean.
“Todos los años presentará el Gobierno a las Cortes el presupuesto de los gastos del Estado para el año siguiente, y el plan de las contribuciones y medios para llenarlos”. “No podrá imponerse ni cobrarse ninguna contribución ni arbitrio que no esté autorizado por la ley de presupuestos u otra especial”, dicen los arts. 72 y 73 de la Constitución: sus disposiciones son tan claras y terminantes que en ningún caso pueden dar lugar a duda. A las Cortes compete la imposición de contribuciones, y ninguna puede cobrarse sin estar autorizada por una ley: resoluciones semejantes contienen los art. 74 y 75 respecto a la deuda pública y crédito de la Nación; pero por lo prevenido antes en el art. 37 y en el caso que allí se refiere, el Congreso de los diputados tiene la preferencia que se indica en las leyes sobre contribuciones y crédito público, y nada más: todo cuanto se quiera deducir que ensanche esta especie de privilegio, dictado única y exclusivamente por la necesidad antes apuntada, es erróneo, perjudicial en sumo grado y principio seguro de un verdadero caos en la administración pública.
Si la primacía que se atribuye en definitiva a los acuerdos del Congreso de los diputados en las leyes sobre contribuciones y crédito público se extiende a todos los puntos que tengan relación con dichos dos objetos, inútil, ilusoria y aun no pocas veces perniciosa sería la división de la potestad legislativa en dos Cámaras; como pues no puede ser este el espíritu de las disposiciones dichas, es importantísimo distinguir entre la causa que produce la conveniencia o necesidad de la ley, y los medios de realizarla. Para quitar a esta distinción lo que por el modo de enunciarla parece tener de sutil y confusa, se explicará contrayéndola a casos determinados.
La ley llamada de presupuestos tiene dos partes muy marcadas o, mejor, son estas en realidad dos leyes esencialmente distintas; la del presupuesto general de gastos del Estado y la de ingresos, o sea, usando de los términos que emplea el art. 72, la del plan de contribuciones y medios para llenarlos. Los gastos provienen de las atenciones que llevan consigo la marcha y dirección de los ramos que forman la administración pública. Estos ramos tienen necesariamente su privativa organización, fijada por leyes especiales que determinan el número y clase de sus empleados, sus deberes y funciones respectivas, los goces y emolumentos que les corresponden y demás pormenores que los constituyen. Y, porque a todo esto se atiende con el producto de las contribuciones, ¿se podrá decir que las leyes relativas a dichos objetos son de las comprendidas en el art. 37? Esto sería un despropósito.
Si pues el ejército, la marina y los restantes ramos de administración judicial, civil y económica están sujetos a leyes orgánicas, hasta cierto punto independientes de los gastos que necesitan, las variaciones que convenga hacer en ellos no deben verificarse por incidencia y a la ligera, sino con plena deliberación y por los trámites prescritos generalmente para la confección de las leyes, trámites que se han creído precisos para el acierto y que, por tanto, sería un contrasentido suprimirlos en negocios de tamaña importancia; cuales son por lo común todos los que más o menos sustancialmente alteran cualquiera sistema establecido y seguido con ventajas conocidas. Es desacertada por consiguiente la opinión de los que creen que en el examen de los presupuestos puede la cámara popular suprimir, fundada en lo prevenido por el art. 37, cualquiera instituto con solo el acto de tachar en aquellos la cantidad o cantidades que para sus atenciones se le asignen; de lo contrario, sería preciso reconocer en el Congreso de los diputados la facultad de trastornar toda la administración y aun destruirla, lo que ciertamente sería el mayor de los absurdos.
En los estados regidos por gobiernos representativos, cuyos cuerpos colegisladores no tengan la iniciativa de las leyes, como sucedía con el Estatuto Real, se concibe bien el fundamento del deseo de intervenir por medio indirecto en el régimen de un Estado; pero cuando cada uno de los miembros de estos cuerpos conserva el derecho de proponer todas las leyes que crear convenientes para anular, modificar o alterar las establecidas, sería por lo menos totalmente superfluo conceder un medio incidental e imperfecto a quien lo posee propio y completo. Lo que la razón y la conveniencia dictan es que semejantes variaciones sigan los trámites comunes, y esto es precisamente lo que está conforme con los términos en que se halla concebido el artículo que se analiza, en el cual solo se habla de las leyes sobre contribuciones y crédito público, no de la de presupuestos a que se refiere el art. 73, ni de ninguna otra.
La organización judicial, militar, civil y económica nacen de leyes especiales; si conviene o se cree que puede convenir derogar alguna parte de ellas o establecer otras nuevas, es indispensable que se verifique también por leyes especiales , sujetas en el curso de su formación a las reglas que generalmente se exigen y que proporcionan el tiempo y oportunidad convenientes para discurrir con detenimiento, pesar las razones en pro y en contra de lo que se propone y acordar en caso de supresión los medios de que esta no produzca males superiores a los que se desean remover: este fin necesario, indispensable, no se consigue con el acto sencillo de borrar líneas en los presupuestos, por lata que sea la discusión que le preceda, puesto que el resultado final no podrá satisfacer en el mayor número de casos a las condiciones que deben acompañar a la supresión.
Por inútil que sea cualquiera institución o parte de las que forman el todo de la administración pública, siempre le competen alguna o algunas atribuciones de necesidad absoluta, y, si desaparece la corporación o funcionario que las desempeñaba, preciso es decir, al mismo tiempo que esto se acuerda, quién o con quiénes han de llenar el vacío que resulta. Lo sucedido con el tribunal especial de las órdenes ha sido una lección viva que no debe perderse de vista: se creyó bastante para suprimirlo con no dar las cantidades que su permanencia exigía; pero la supresión no ha tenido ni podido tener lugar sin gravísimos obstáculos que el Gobierno sin duda no ha encontrado medios de allanar, y el tribunal sigue y seguirá desempeñando sus funciones hasta que, si conviene extinguirlo, se verifique del modo que corresponde. Véase pues, palpablemente, cómo las leyes sobre contribuciones no tienen relación con otras de distinta clase sino de una manera muy subsidiaria; y, si por esta sola circunstancia compete al Congreso de los diputados la preferencia de que se trata, no habrá una ley o por lo menos serán muy pocas en las que no tenga lugar, promoviendo el recelo fundado de que el art. 13 de la Constitución se puso únicamente para alucinar o acallar la opinión ilustrada que exigía imperiosamente el establecimiento de dos cámaras, pero que en realidad su disposición es en último análisis del todo ilusoria.
En una nación donde faltan leyes orgánicas o las que existen requieren reformas muy capitales; donde su fomento y prosperidad se han mirado con el mayor descuido, y donde todo en fin está por hacer y se debe aspirar a ejecutarlo si ha de salir alguna vez del lastimoso estado de embrollo, confusión y desorden en que se encuentra, muy rara será la ley cuya ejecución no lleve consigo gastos de los que con el producto de las contribuciones se satisfacen.
Fuera de esto, como nuestra administración pública no está organizada, ni probablemente lo estará en mucho tiempo, y, por otra parte, el examen de los presupuestos proporciona a los partidos un campo vasto de discusión en el cual pueden desplegar sus fuerzas y tocar todas las cuestiones de gobierno, es claro que los debates han de ser lentos; de lo que se sigue que aun cuando no está fijada la duración de las legislaturas, estas no pueden menos de tener un término racional y conforme a la misma naturaleza de los cuerpos colegisladores; y presentándose primero al Congreso de los diputados la ley de presupuestos, absorbe él mismo todo el tiempo en su examen y aprobación, de lo que resulta que el Senado se ve en la necesidad de pasar por ellos a ciegas y como por mera fórmula, exponiéndose a incurrir en la irregularidad de aprobar de este modo incidental y ligero cosas que anteriormente haya desaprobado con plena deliberación según que ya ha sucedido una vez y puede repetirse varias. En efecto, el Congreso aprobó un proyecto de ley sobre supresión de ciertos goces a los individuos de una clase que los disfrutaban por ley expresa; pero, pasando al Senado, este cuerpo, después de los trámites ordinarios, lo desechó, y por consiguiente debió sufrir la suerte que le señalaba el art. 39 de la Constitución; sin embargo, el Congreso, en el examen de los presupuestos dentro de la misma legislatura, tachó el renglón correspondiente y el Senado pasó por esta supresión.
Para evitar estas y otras anomalías que en el sistema de gobierno adoptado han ocurrido y pueden ocurrir es para lo que se necesitan leyes secundarias y aclaratorias que desvanezcan las dudas y faciliten la verdadera inteligencia y conveniente aplicación de los principios o bases fundamentales, y de tal importancia es esta necesidad que, sin satisfacerla cumplidamente, ni se puede considerar establecido un sistema de gobierno ni, por bueno que sea, obtendrá otro resultado que su propio descrédito.
De nada sirve que una constitución política, por preceptos aislados y generales en la forma que una constitución puede contenerlos, establezca la libertad de emitir las ideas por la imprenta, prevenga que haya diputaciones provinciales y ayuntamientos; prescriba la independencia de los poderes públicos; declare sagrado el derecho de propiedad y la seguridad de las personas y dicte, en fin, otras máximas generales que constituyan el sistema del gobierno que se pretenda admitir, si al mismo tiempo o por lo menos muy inmediatamente por medio de leyes secundarias no se desenvuelven bien estos principios de forma que en todas partes se perciba a primera vista el orden y el concierto más acabados, sin los inconvenientes y males que resultan siempre de la falta de reglas fijas a que atenerse en la forma y límites de la aplicación de aquellos. Por desgracia, de todos los artículos de la Constitución política que requieren dichas leyes, muchos, si no carecen absolutamente de ellas, las tienen en gran parte contrarias al mismo principio que debía servirles de base, o por lo menos son incompletas, y en este caso se halla el decreto de las Cortes constituyentes de 12 de Julio de 1837 que estableció las relaciones de los cuerpos colegisladores entre sí y con el gobierno: allí debió tener lugar una explicación clara, sencilla y terminante del artículo 37 de la Constitución, y así debe verificarse en el proyecto de la ley más amplio que sobre el mismo asunto existe paralizado en el Congreso de los diputados: este es el medio más directo de precaver un riesgo inminente de colisiones desagradables y transcendentales entre los cuerpos colegisladores, así como de que no resulte ilusoria la igualdad de facultades que se les concede y de que sea por último efectiva la base fundamental de residir la potestad de hacer las leyes en las Cortes con el Rey, lo que seguramente no sucederá si uno de aquellos es un gigante robusto y fuerte y, el otro un pigmeo raquítico y débil, con menoscabo del digno y elevado carácter de cuerpo conservador que por su misma naturaleza le corresponde.
Quizás el autor de este artículo no habrá acertado a determinar en el objeto a que se refiere las dificultades y el modo más conveniente de resolverlas; pero, por grande, que sea, como lo es, su desconfianza en esta parte, no tiene la menor duda de que el punto es de suyo importantísimo, y merece dilucidarse por sujetos más entendidos y capaces.
Diego Medrano
(1) Se trata del art. 37 de la Constitución de 1837, título V (“De la celebración y facultades de las Cortes”), cuyo texto es el siguiente: “Las leyes sobre contribuciones y crédito público se presentarán primero al Congreso de los Diputados, y si en el Senado sufrieren alguna alteración que aquel no admita después, pasará a la sanción Real lo que los Diputados aprobaren definitivamente.”
La Constitución de 1837 estuvo vigente hasta 1845, cuando se promulgó otra a instancias de Narváez.
III
Discurso del jefe superior político de la provincia de Castellón al instalarse la diputación provincial de la misma en la mañana del 16 de Mayo de 1822. Castellón: Imprenta de José Tomás Nebot, año 1822.
SEÑORES:
Al ver llegado el día en que va a instalarse la Diputación Provincial de esta nueva provincia, no me es posible ocultar el regocijo de que me hallo poseído. Esta benéfica institución, que es uno de los resortes principales de nuestro actual sistema de gobierno, tiene un carácter tan justo, tan útil, tan liberal y por consiguiente tan beneficioso a los pueblos, que sería necesario incurrir en una criminal indiferencia por el bien de los mismos para mostrarse insensible a la alegría y entusiasmo que debe producir este afortunado momento.
No los viles amaños de intrigas rateras, no las preocupaciones (1) que limitaban el desempeño de los altos puestos a cierta y determinada clase de personas que se consideraban elevadas sobre las demás por motivos independientes de la virtud y del merecimiento; no, señores: no son estos despreciables medios los que llevan a un español al distinguido cargo de diputado provincial: los votos de sus conciudadanos son únicamente los que le conducen, la Voluntad del pueblo, en una palabra, del verdadero pueblo que en los países libres, cuando pronuncia su opinión de un modo positivo y legal, rara vez se equivoca; porque, huyendo como por instinto de lo que le es perjudicial, atiende en los sujetos no a sus palabras, no a sus apariencias, sino a sus calidades probadas por la práctica de las virtudes, a su conducta, en fin, y donde quiera que halla un hombre benéfico, sabio y digno de dirigirlo al bien, allí fija su vista y allí deposita su confianza: esta ha sido sin duda la marcha seguida en la elección de los individuos a quienes tengo la honra de hablar.
El día 5 de mayo del año de 1823 se ha presentado a mis ojos como uno de los más memorables para esta nueva provincia y, pues que fui testigo presencial y tan inmediato del fausto suceso de aquel día, no dejaré pasar este oportuno momento sin hacer patente la agradable sensación que me produjo. Yo vi a una escogida porción de ciudadanos en la calma de las pasiones precursora del acierto, animados de los mismos deseos, dirigidos por las más puras intenciones y estimulados por el más ardiente amor a su país, pronunciar sus votos unánimemente en favor de las recomendables personas que hoy ocupan estas sillas: la aprobación pública y la gratitud consiguiente son, para tan dignos electores, la más satisfactoria recompensa; pero a mí aún me quedaba el placer de desahogar los dulces sentimientos de mi corazón en el seno de los elegidos, congratulándome el tener por colaboradores a sujetos de tan relevantes calidades, cuya modestia no quiero continuar ofendiendo, ya que me ha sido imposible resistir el estímulo de indicar la expresión más sincera de un convencimiento fundado en tan sólida base como es la opinión pública que han merecido.
En otro tiempo, la mayor o menor prosperidad de los españoles dependía exclusivamente de los que quizás menos interés tenían en promoverla. Era, cuando más, el resultado de las calidades personales del que mandaba; si inclinado al bien, podía seguramente extender su genio, pero solo hasta el punto que su Voluntad le dictaba; si por desgracia era indolente, no reconocía ningún estímulo; y, si abandonado o inmoral se hallaba por lo regular libre de freno que le contuviese, entonces los pueblos eran víctimas de la rapacidad o de los vicios sin recurso alguno que pudiera ponerles a salvo de vejaciones y no les quedaba otro medio que el triste de sufrir sus males y esperar una época más feliz.
Acaso no habrá uno de entre nosotros que no pueda citar repetidos ejemplos de esta alternativa, por haber observado que, si bien alguna vez había a la cabeza de un pueblo o de una provincia un hombre virtuoso haciendo beneficios, existían también otros que al mismo tiempo y en diferentes parajes estaban siendo el azote de ellos y los causadores de males sin cuento. ¡Qué al contrario sucede y debe suceder en nuestro actual sistema de gobierno! En él la iniciativa y la mayor influencia para promover la prosperidad de los pueblos puede decirse que dependen de ellos mismos, pues que residen casi totalmente en las corporaciones populares compuestas de individuos que obtienen el voto de sus conciudadanos. A cada una de estas, así como a las demás autoridades nombradas por el gobierno, les están por la Ley fundamental fijados sus límites, señaladas sus atribuciones, determinados sus respectivos deberes, todo bajo un orden admirable de relaciones recíprocas que facilitan y aseguran los medios de hacer el bien, al paso que ligan y entorpecen para el mal, o, por lo menos, no puede causarse sin sufrir desde luego la responsabilidad y el rigor de las leyes; y, como si no fuera bastante este vínculo, siempre temible, aún existe también otro que hace temblar al hombre honrado. La opinión, ese tribunal respetable, que califica las acciones de los funcionarios públicos con severidad, pero con justicia, tiene una fuerza extraordinaria en los países libres, donde el que una vez pierde la confianza de sus conciudadanos, tarde o nunca la recupera.
Yo estoy muy convencido de que los dignos individuos que me oyen dando a estos poderosos agentes toda la importancia que les corresponde se hallan resueltos a no perdonar fatiga ni medio alguno para corroborar más y más el concepto que tan justamente han obtenido; vasto es, sin embargo, el campo que se les presenta, muchos y muy interesantes los objetos en que desplegar sus conocimientos y patriotismo; pues, si se examinan los difíciles cargos que la Constitución y las leyes señalan a las diputaciones provinciales, preciso es reconocer el asiduo trabajo que se necesita para llenar los fines de tan benéfica institución en los noventa días de sesiones que tiene señalados: no hay un ramo de fomento o prosperidad pública en que no tenga la parte principal. Promover la educación de la juventud; fomentar la agricultura, la industria y el comercio; proteger a los inventores de nuevos descubrimientos en cualquiera de estos ramos; intervenir y aprobar el repartimiento hecho a los pueblos de las contribuciones que hubieren cabido a la provincia; velar sobre la buena inversión de los fondos de los pueblos y dar parte al Gobierno de los abusos que se noten en la administración de las rentas públicas; formar el censo y la estadística de sus respectivas provincias; cuidar de que los establecimientos piadosos y de beneficencia llenen su objeto; velar sobre la conservación de las obras publicas de utilidad, comodidad y ornato: promover la construcción de nuevas obras; la formación de cualquiera establecimiento beneficioso, muy especialmente la navegación interior donde hubiere proporción y, por último, ser una constante centinela para dar parte a las Cortes de las infracciones de Constitución que se noten en la provincia.
Este es, en pequeño, el cuadro de las principales atribuciones que la ley fundamental y las que de ella emanan señalan a las diputaciones provinciales. ¿Quién podrá, pues, negar a esta institución la importancia e influencia indicadas anteriormente? Casi nadie, señores, porque en el siglo de las luces pocos ignoran ya que, si a la tierna y amable juventud no se le proporciona la felicidad de marchar por la senda de la ilustración y de los sanos principios, es imposible que se formen jamás de ella ciudadanos dignos, ni aun capaces de gozar por mucho tiempo de los incalculables beneficios de un sistema de gobierno liberal: pocos hay que duden que, si las cargas del Estado pesan con injusta desproporción sobre los (2) que han de contribuir con sus haberes a sostenerlas, los manantiales de la riqueza pública se han de agotar precisamente; a pocos se les oculta que, si no se remueven obstáculos, si no se facilitan los medios de caminar a la prosperidad y al fomento de todos los ramos de industria, bien pronto se nota[rá] la decadencia, la miseria y la despoblación de las naciones; y pocos, por último, desconocen que, si no se consulta al remedio de las desgracias o infortunios de las familias proporcionando establecimientos benéficos donde se ampare la humanidad doliente o desvalida, los gobiernos caracen [sic] del carácter paternal, único que les corresponde, y la sociedad pierde una de sus primeras bases, el primero y el más hermoso de sus atractivos que consiste en el recíproco auxilio, evitándose de este modo los perniciosos efectos, que resultan a la misma del abandono en esta parte.
Tales y tan arduos son los negocios que van a ser objeto de nuestras tareas: arriesgado seria que nos lisonjeásemos de antemano con la facilidad de su desempeño; pero sí nos es permitido contar desde ahora con que usaremos de todos los arbitrios que estén a nuestro alcance para conseguirlo, siempre en el concepto de que es indispensable no perder de vista que se nos han de presentar a cada paso grandes dificultades que vencer, tanto mayores, cuanto que la circunstancia de ser esta una provincia nueva ha de contribuir con frecuencia a que algunas veces nos veamos en la necesidad de determinar sin tener ni poder adquirir todos los datos y noticias necesarias para la seguridad del acierto, y otras nos hallemos en la precisión de luchar con la escasez de los recursos que exijan nuestras disposiciones; pero estos inconvenientes que el trabajo aminorará, sin duda, y el tiempo hará desaparecer del todo, son aun en la actualidad pequeños si se comparan con los incalculables beneficios que empezarán desde luego a resultar de la ejecución del decreto de las Cortes por el cual nos hallamos en este sitio.
Es una verdad inegable [sic] que las instituciones humanas por sabios y bien combinados que sean los principios en que se funden, no llegan al fin a que se dirigen ni producen la utilidad que se desea si no está calculada la extensión a que puede alcanzar su influjo: todos hemos observado de cerca que las diputaciones provinciales no podían absolutamente desplegar su carácter protector y paternal, porque, abrumadas con el cúmulo de negocios que les producía un vasto territorio, les era imposible dedicar su atención a todos, ni aun fijarla en algunos con el detenimiento y circunspección competentes. De aquí el atraso en el despacho de los asuntos y su irremediable inexactitud, cuando llegaba a verificarse, sin que el mayor celo ni la mayor actividad pudiesen evitar los perjuicios que habían de seguirse a los pueblos y a los particulares. Es verdad que este mal era común a las demás autoridades provinciales; pero quizás en ninguna se hacia sentir con más trascendencia que en las diputaciones por la calidad de las útiles tareas en que deben ocuparse. Veíamos por consiguiente con sentimiento una hermosa planta careciendo de su natural verdor y lozanía por no podérsela dar todo el cultivo que necesitaba.
Las Cortes extraordinarias, apoyadas en el artículo II de la Constitución, que prescribe una división más conveniente del territorio español, (3) conociendo la imposibilidad de verificar esta, desde luego definitivamente se propusieron sin embargo allanar el camino por un medio seguro y capaz de conducir a la perfección, que empezase a causar en el momento muchos de los beneficios consiguientes a la misma, y convencidas, por tanto, de que para hacer es indispensable empezar, no las detuvo el sinnúmero de dificultades que ofrecía una empresa tan complicada; no la falta de datos que podrían parecer necesarios; no mil otras circunstancias, bastantes para arredrar al ánimo más resuelto y, fijando sus miras en el tamaño de las ventajas que han de ser resultado preciso de llevar a cabo la operación, partieron con firmeza y venciendo estorbos, superando inconvenientes, reuniendo o adquiriendo noticias, supliendo las que faltaban por medios aproximativos, todo con incesante trabajo y Voluntad decidida llegaron a expedir el decreto del 27 de enero último, (4) cuya ejecución se está verificando bajo los más felices auspicios y con las más fundadas esperanzas de las palpables utilidades que han de sobrevenir de su completa plantificación.
Pero de nada serviría tanto celo por parte de los Padres de la Patria, inútil sería el gran paso que dieron con este memorable decreto hacia la consolidación del sistema constitucional y hacia la prosperidad de las provincias, si las autoridades de estas, cada una en el círculo que le está señalado no emplease su energía, el patriotismo y las luces todas de sus individuos para segundar las miras laudables de sus legisladores.
Muy lejos está de mí la desconfianza en este punto respecto a los dignos sujetos que han de componer esta corporación, pues desde luego me atrevo a esperar que llenarán todos sus deberes con la ilustración que les distingue y con la actividad que les caracteriza: yo confío que las empresas útiles propias de sus atribuciones llamarán particularmente su atención, dedicando a ellas sus esfuerzos con esmero, y manteniendo siempre la buena armonía y estrecha unión que para conseguir el bien en toda su latitud, deben reinar entre quienes se hallan ligados con los fuertes vínculos de unánimes deseos y sanas intenciones: así y solo así cumplirán como buenos ciudadanos; así y solo así adquirirán justos títulos a la gratitud pública, porque, desengañémonos, señores, tarde o temprano la razón siempre triunfa y jamás da valor sino a los hechos que esencialmente lo tienen; halagando pasiones, siguiendo el espíritu de partido, dejándose arrastrar de circunstancias accidentales y pasajeras, condescendiendo con los errores de la opinión extraviada, no es difícil alucinar a la multitud y obtener sus aplausos; pero, ¡qué momentáneo y aéreo es en realidad este lauro! El tiempo que hace desaparecer todo lo frívolo y superficial de las cosas, las presenta luego bajo su verdadero punto de vista sin ilusiones ni apariencias; si resultan perjudiciales o superfluas el vituperio o el desprecio reciben en pago los que las promovieron; pero, por el contrario, si son útiles, si mejoran la suerte del afanoso labrador, del activo comerciante , del aplicado artista, entonces el hombre benéfico que las produjo coge el fruto de sus fatigas en sinceras bendiciones, o cuando menos ve aproximarse con ánimo tranquilo el término de sus días, seguro de que sobre su sepulcro se han de derramar lágrimas de ternura y reconocimiento por los beneficios que lega a la posteridad como resultado de sus tareas y desvelos. Sean, pues, estos los principios que dirijan a los respetables ciudadanos que me escuchan; a ellos les ha cabido la suerte de ser los primeros que rompan la marcha de la prosperidad de los pueblos de esta provincia; a ellos corresponde marcar las huellas que han de seguir los que les sucedan, y de ellos, en fin, será la gloria de haber sentado las bases del bienestar de sus conciudadanos y de la felicidad de las futuras generaciones en este país afortunado.
Mil accidentes favorables auxilian tan noble intento: la índole de estos habitantes, su docilidad y reconocida sumisión a las leyes, su respeto y subordinación a las autoridades, su general adhesión a nuestro sistema de gobierno, su amor al trabajo y otras virtudes que les adornan son circunstancias que facilitan en sumo grado la proporción de hacerles conocer por la experiencia de los beneficios que reciban su dichosa suerte de vivir bajo la sabia y liberal constitución política que nos gloriamos de poseer, que hemos jurado observar y cuya conservación mantendremos a todo trance contra cualquiera clase de enemigos que intenten destruirla.
Castellón, 16 de Mayo de 1822.
Diego Medrano
NOTAS
1. [Nota del editor moderno] Preocupaciones, en la lengua de la época, tenía un significado diferente al actual: hoy diríamos "prejuicios".
2. [Nota del editor moderno] En el texto, las, sin duda por anacoluto o errata.
3. [Nota del editor moderno] El artículo II de la Constitución de 1812, reestablecida en 1820 por Rafael del Riego, a que se refiere, debe ser el undécimo, escrito de forma semejante (11): "Se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional, luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan". Véase la nota siguiente
4. [Nota del editor moderno] Se refiere al decreto de 27 de enero de 1822, con el título de División provisional del territorio español, que desarrollaba el artículo 11.º de la Constitución de 1812. Divide al reino en provincias (incluida algunas tan curiosas y efímeras como las de Calatayud, Chinchilla, Játiva y Pamplona), y crea en este caso la de Castellón, con capital en Castellón de la Plana, asignándole tres diputados y demarcando con precisión sus límites geográficos: Confina por el N. con las de Zaragoza y Tarragona; por el E. con el mar Mediterráneo; por el S. con la de Valencia, y por el O. con la de Teruel. Su límite N., empezando por la parte oriental, es la orilla derecha del rio Cenia, siguiendo el límite antiguo con Cataluña y Aragon hasta el río Bergantes, donde termina el límite septentrional. Continúa el occidental por la misma division con Aragon hasta Olocau, de aquí se dirige á pasar al O. de Cantavieja, y al E. de Fortanete, al O. de Mosqueruela y del Puerto, por los nacimientos de los ríos Mayo y Monleon, siguiendo á encontrar el límite antiguo con Aragon en el río Millares, al O. de la Puebla de Arenoso; y atravesando dicho río sigue como al S. O. hasta estar como cuatro millas al N. O. de Villanueva de la Reina, donde concluye el límite occidental. El meridional empieza en este punto; y tomando por la cordillera que divide las aguas al río Palancia y al Millares, pasa por el N. de Villanueva de la Reina, entre Higueras y Gaibiel, por el Pico de Espadan, y dirigiéndose hacia el S. E. continúa por el de Hain, E. de Choba, O. de Alfandeguillas y Cuart, y por el N. de Benifairó, Faura, SantaColoma y Canet, concluyendo en el mar en la Torre y Cabo Canet. El límite oriental es el mar Mediterráneo desde dicho Cabo Canet hasta el río Cenia.
IV
En Antonio Ferrer del Río, Examen histórico-crítico del reinado de Don Pedro de Castilla, obra premiada por voto unánime de la Real Academia Española en el certamen que abrió en el certamen que abrió la misma en 2 de marzo de 1850. Madrid: Impr. del establecimiento de Mellado, a cargo de J . Bernat, 1863, 3.ª ed. pp. 299-303:
Por último, el señor don Diego Medrano, ministro que fue de la Corona, secretario y vicepresidente del Senado diversas veces, y persona de tanta modestia como gran seso, tuvo la benevolencia de enviarme al Pardo el 3 de febrero de 1853 su grave opinión formulada del modo que sigue:
Humilde, pero franco juicio de la obra del señor don Antonio Ferrer del Río titulada: Examen histórico del reinado de don Pedro de Castilla.
Es costumbre antigua del que hace estos ligeros apuntes, siempre que se ha visto en la necesidad de dar su pobre parecer sobre alguna producción literaria de sus amigos, leerla con detenimiento, poniendo al lado un papel para anotar las observaciones que le vayan ocurriendo; y esta misma práctica ha observado en la ocasión presente, con toda la desconfianza que no podía menos de inspirarle la circunstancia esencialísima de tratar de una obra aprobada y premiada por tan distinguida corporación como es la Real Academia Española. Sucedió lo que no podía menos de suceder, que el papel indicado quedó casi en blanco, o mas bien reducido a contener merecidos elogios; dando lugar únicamente la obra a las indicaciones que siguen:
1.) La introducción es bellísima y oportuna, pues que, en seguida de manifestar a grandes rasgos el aspecto que presentaba la Europa en el siglo XIV y sucesos algo anteriores, hace una ligera, pero atinada reseña de nuestra historia hasta llegar al período cuya ilustración se propone. Este preliminar era tan indispensable, como que nada constituye un error más craso en historia que el intento de calificar los hechos ocurridos sujetándolos a un examen de actualidad, es decir, calificar los sucesos y personajes que en ellos intervinieron, juzgándolos por las ideas y reflexiones que sugiere la civilización adelantada de la época en que se escribe, sin tener en cuenta las costumbres, bárbaras quizás, el atraso, las preocupaciones y los errores del tiempo en que aquellos tuvieron lugar.
2.) Trata con circunspección en la página 26 del asesinato de doña Leonor de Guzmán.
3.) Observa la misma parsimonia al calificar en la página 31 los de Garcilaso y otros caballeros de Burgos.
4.) En las páginas 33 y siguientes, se hace una bella descripción de la sociedad castellana de aquel siglo.
5.) Las semblanzas o retratos que se forman de don Alonso XI y su esposa doña María, de doña Leonor de Guzmán, de don Juan Alfonso de Alburquerque, de doña María de Padilla, de doña Inés de Castro, de los bastardos de don Alonso y de otros personajes, que figuran, son en general exactos y alguna vez severos; pero siempre imparciales y justos.
6.) La calificación del personaje, objeto principal de este epítome, después de haber recorrido todos los actos de su vida, aplicándole con preferencia el dictado de Cruel sobre el de Justiciero con que escritores apasionados le apellidan, se justifica hasta la evidencia, y se comprueba del modo mas patente en las eruditas y oportunas notas con que el trabajo concluye.
7.) La narración es fácil y sencilla, el lenguaje correcto y puro, el estilo fluido y grave, cual corresponde a la historia, y no carece de sentencias oportunas, expresiones felices, no pocas observaciones ligeras, pero filosóficas y profundas, que nacen naturalmente de los mismos sucesos que refiere.
8.) Según se insinuó al principio de estas indicaciones, el trabajo precioso en cuestión no podía merecer más que elogios; pero a fin de que no se diga que lo juzgan la pasión y la amistad, no se quiere omitir el hacer mérito de un pequeñísimo descuido que se ha notado, y tal se cree el de la página 111, línea 12, que dice, "y del vencedor en la memorable llanura de Las Navas de Tolosa". En la época de este gran suceso era la Sierra Morena, a la cual pertenecen Las Navas, un verdadero desierto sumamente fragoso que, aun después de haber sido descuajado en parte para las nuevas poblaciones que se formaron en el reinado del señor don Carlos III, todavía no puede llamarse en ninguno de sus parajes propiamente llanura; y mucho menos en el sitio en que se supone tuvo lugar aquella tal batalla, que salvó a la Europa de una nueva irrupción. Parece, pues, que habría sido mejor decir "en las memorables quebraduras de Las Navas de Tolosa", o bien "en el fragoso y áspero campo de batalla de Las Navas etc." u otra expresión semejante que significase lo montuoso y quebrado del terreno.