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miércoles, 14 de agosto de 2024

Pandorga estudiantil

Lo que Lope de Vega llama panduerga otros la llaman pandorga. Un fasto que buscaba la chanza para regocijo del espectador con nombre propio como las pandorgas y las mojigangas; según María Bernal Martín, en su tesis Poesía insólita del barroco I, "la pandorga es definida en el Tesoro de la lengua como “una consonancia medio alocada y de mucho ruido que resulta de la variedad de instrumentos.” Cov., Tes. El Diccionario de Autoridades repite la misma explicación para la palabra (Auts.) y también el anónimo autor de la crónica que narró los festejos celebrados en Granada por la beatificación de san Ignacio:

“En medio destos fuegos y luces, salió una pandorga de los estudiantes de nuestras escuelas menores…. Iban delante seis a caballo con sus hachas, tan bien aderezados y tan bien puestos, que en máscara de más consideración parecieran bien. Seguíanse treinta estudiantes, vestidos de mil modos, diferenciándose unos de otros, y conviniendo todos en ser de risa y fiesta. Unos iban vestidos de pies a cabeza de caña, otros de cascabeles, otros de botargas etc., cada uno con su particular instrumento, de los muchos que pide (según sus leyes) la pandorga. En medio iba un carro, y en la popa dél, uno como organista, con figura ridícula de un viejo, y un órgano, cuyos cañones eran ocho perros, mayores y menores, en proporción, para que sus aullidos representasen bien la música deste instrumento, como lo hicieron mal de su grado. Iban asidos en una collera de palo, y las teclas, que eran de lo mesmo, asentaban sobre sus pechos, y por tener al cabo cada una una púa de hierro los lastimaba muy bien o muy mal, como lo decían los aullidos que daban. Estas teclas estaban dispuestas de manera que el organista las tocaba con facilidad y a punto, y hacíalo cuando callaban los demás instrumentos. En la proa deste carro iban dos gatos riñendo con espadas, y de broqueles, con cierta traza de ingenio y gusto. …” (Anónimo, Relación de la fiesta que en la beatificación del [...] Ignacio fundador de la Compañía de Iesus hizo su Collegio de la Ciudad de Granada…, fols. 29 r. y v.). 

Otra pandorga se hizo con ocasión de la beatificación del Patriarca, esta vez en Madrid, donde “Los estudiantes de nuestros estudios pusieron muchas hachas y luminarias en nuestras escuelas disparando arcabuzes y bolando cohetes tocando harpas trompetas y chirimías y otros instrumentos y bestidos con disfraces de mucha gracia y risa, y tocando mucha diuersidad de instrumentos músicos como suele, hizieron una pandorga con la qual fueron por las calles dando gritos y bozes "S. Ignacio, S. Ignacio", duró todo hasta las 10 de la noche, con grandissima alegria.” (vid. Anónimo, Relación de la fiesta de N. P. S. Ignacio que en Madrid se hiço a 15 de Nouiembre de 1609, en Simón - Díaz, Relaciones de sucesos…, op. cit., pág. 70)." 

lunes, 18 de marzo de 2024

El naturalista y médico manchego Francisco Hernández (1515-1578) y su expedición científica a América

Pequeño dossier sobre esta olvidada figura de la ciencia manchega

I

De la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes:

Francisco Hernández (Puebla de Montalbán, Toledo, 1517-Madrid, 1578)

Estudió Medicina en Alcalá de Henares. Ejerció de médico en Sevilla, Guadalupe, Toledo y Madrid. Nombrado protomédico de las Indias, estuvo en México de 1571 a 1577. Traductor de Plinio y de otros autores de la Antigüedad, se le conoce por sus investigaciones sobre la naturaleza y la historia de México. Entre las muchas crónicas que se escribieron en el siglo XVI con objeto de dar a conocer en el Viejo Mundo las maravillas desconocidas del Nuevo, la de Francisco Hernández, Antigüedades de la Nueva España, es una de las más atractivas. En ella se recoge la historia de los pueblos nahuas, principalmente la de los mexicanos tetzcocanos.

Durante su estancia en México, Hernández se interesó también en la civilización azteca y escribió Antigüedades de la Nueva España para darla a conocer en Europa. En este libro plasmó su sensibilidad de hombre renacentista abierto a la comprensión de otras culturas. De forma amena, clara y sencilla, describe en él la vida y la historia de los pueblos nahuas de la región central de México. A casi quinientos años del encuentro del Viejo y el Nuevo Mundo, la obra del famoso médico toledano es un testimonio impresionante sobre los antiguos mexicanos precolombinos.

Bibliografía básica

HERNÁNDEZ, Francisco. Antigüedades de la Nueva España. Edición de Ascensión Hernández. Madrid: Dastin Historia, 2000.

II

Artículo del Diccionario Biográfico Español de la RAH:

Hernández, Francisco. La Puebla de Montalbán (Toledo), c. 1515 – Madrid, 28.I.1587. Médico, expedicionario, investigador de la Materia Médica Mexicana.

La vida y escritos de Francisco Hernández han sido estudiados en detalle por Somolinos (1960), al imprimir las obras completas de Hernández, pero incurre en algunos errores que han sido repetidos por otros biógrafos. El apellido original de Hernández fue Fernández y éste es el patronímico que aparece en los primeros documentos; a partir de 1570 ocurre una mutación del apellido a Hernando y finalmente a Hernández, que se mantiene hasta el momento de expresar su última voluntad y testamento. En este documento, publicado por Barreiro (1929), Francisco Hernández declara que nació en La Puebla de Montalbán, diócesis de Toledo, sin expresar edad, ni año de nacimiento. Algunos de sus biógrafos sugieren que nació en 1517, pero como el primer Libro de Bautizos de La Puebla de Montalbán comienza en 1544 y el de Matrimonios en 1566, no es posible confirmar la fecha de nacimiento. Parece, más bien, que Francisco Hernández naciera antes de 1515, pues tenía que contar, cuando menos, veintiún años al graduarse de médico en 1536 y la única referencia a su edad aparece en una carta suya del 20 de marzo de 1575 a Juan de Ovando, presidente del Real Consejo de Indias, donde se queja de mala salud y de que tiene casi sesenta años de edad, lo cual indica que nació en 1515.

Entre los estudiantes de la primitiva Universidad de Alcalá de Henares hay varios graduados “Francisco Fernández” oriundos de la diócesis de Toledo, aunque sólo uno de La Puebla de Montalbán. En 1530 se graduó un Francisco Fernández de bachiller en Artes y Filosofía, grado previo al de Medicina, y Alonso Muñoyerro (1945) encontró en los archivos de la Universidad Complutense (Libro 397, Universidad, folio 85), un acta que dice: “1536. Bachiller en Medicina Francisco Fernández. Este dicho día q. fue a 22 de mayo del susodicho año se graduó de bachiller en Medicina el bachiller Fco. Fernández de la puebla de Montalbán e fue su presidente q. le dió el grado de bachiller el Dr. Xristobal de Vega”. Sin embargo, no se ha encontrado en estos archivos acta de su posterior grado de doctor en Medicina, aunque Hernández asegura que fue compañero de estudios en aquella Universidad de dos médicos coetáneos famosos, Francisco Valles (1524-1592), graduado de bachiller en Medicina en 1550, de licenciado en Medicina en 1553 y de doctor en Medicina en 1554, y Juan Fragoso (c. 1530-1597), graduado de bachiller en Medicina en 1552.

Tras su graduación, Francisco Hernández fue médico del duque de Maqueda en la villa de Torrijos (Toledo), de allí pasó a ejercer a Sevilla y contrajo matrimonio con Juana Díaz, oriunda de Paniagua, de la cual tuvo dos hijos, Juan Hernández y María de Sotomayor.

Hay noticias de que en 1555 herborizó con su colega Juan Fragoso por Andalucía y entre 1556 y 1560 Francisco Hernández fue médico del monasterio de Guadalupe en Extremadura, donde tuvo a su cuidado el jardín botánico y participó en las disecciones anatómicas de Francisco Miró. Después, pasó a residir a Toledo, donde tuvo casa y propiedades, y practicó en el Hospital de la Santa Cruz. Desde Toledo, viajó repetidamente a la Corte de Madrid y asegura que gozó allí de la amistad de Andreas Vesalius.

Fue a finales de 1568, mientras completaba la traducción de la Historia Natural de Plinio, cuando Hernández cambió su residencia a Madrid, alcanzó el favor real y en 1569 fue nombrado médico de cámara de Felipe II.

El 11 de enero de 1570, Francisco Hernández fue nombrado por Felipe II protomédico general de todas las Indias, islas y tierra firme del Mar Océano, para hacer la historia natural de las cosas de las Indias, por espacio y tiempo de cinco años, con un salario anual de 2.000 ducados. Este nombramiento confirma el interés de la Corona española en la Materia Médica Americana, cuyo valor había expuesto originalmente Cristóbal Colón en la carta de 1493 a los Reyes Católicos anunciando el descubrimiento del Nuevo Mundo, donde apuntaba que los simples americanos evitarían la dependencia del monopolio veneciano que controlaba la importación de las drogas orientales. El nombramiento contenía entre otras instrucciones: “Primeramente, que en la primera flota que destos reinos partiere para la Nueva España os embarqueis y va[ya]is a aquella tierra primero que a ninguna otra parte de las dichas Indias, porque se tiene relación que en ella hay más cantidad de plantas e yerbas y otras semillas medicinales conocidas que en otras partes.

“Item, os habeis de informar donde quiera que llegáredes de todos los médicos, cirujanos, herbolarios e indios e otras personas curiosas en esta facultad y que os pareciere podrán entender y saber algo, y tomar relación generalmente de ellos de todas las yerbas, árboles y plantas medicinales que hubiere en la provincia donde os halláredes”.

“Otrosí os informareis qué experiencia se tiene de las cosas susodichas y del uso y facultad y cantidad que de las dichas medicinas se da y de los lugares adonde nascen y cómo se cultivan y si nascen en lugares secos o húmedos o cerca de otros árboles y plantas y si hay especies diferentes de ellas y escribireis las notas y señales”.

“De todas las cosas susodichas que pudiérades hacer experiencia y prueba la hareis [...] las escribireis de manera que sean bien conoscidas por el uso, facultad y temperamento dellas [...]”. Otras instrucciones especificaban el lugar de residencia que habría de tener el protomédico, funciones, prerrogativas, limitaciones de su empleo y las relaciones que habría de tener con la Audiencia y Chancillería de México. Aunque señalaban la Nueva España como su primer destino, indicaban que también habría de explorar el virreinato del Perú y en ambos lugares debería ser proveído de dibujantes y geógrafo.

Antes de partir, Hernández dejó a su hija en el convento de San Juan de la Penitencia de Toledo junto con otra hija ilegítima que había tenido en Toledo, después de viudo. Partió Hernández con su hijo Juan y el geógrafo Francisco Domínguez del puerto de Sevilla a primeros de septiembre de 1570, hizo escala en Gran Canaria, donde herborizó dos semanas, llegó a Santo Domingo y, tras presentar su nombramiento ante la Audiencia el 25 de noviembre de 1570, herborizó en la isla durante la escala, y tras breve tiempo en La Habana, llegó al puerto de Veracruz a finales de enero de 1571. Desembarcó en aquel puerto y de allí viajó a la ciudad de México, donde se presentó ante la Audiencia el 1 de marzo de 1571.

Francisco Hernández procedió a recoger la experiencia terapéutica de los médicos españoles residentes en Ciudad de México en aquellos años y hay noticias de su relación con Francisco Bravo, médico sevillano, autor de la Opera medicinalia (México, 1570), el primer libro de medicina impreso en América, Alonso López, cirujano del Hospital de San José de Indios, autor de una Summa y Recopilación de Chirugía (México, 1578 y 1595), Agustín Farfán, autor de un Tractado breve de Anothomía y Chirugía (México, 1579), y de un Tractado Brebe de Medicina (México, 1592 y 1610), y algunos otros profesionales, como Pedro López, Francisco Toro y Juan de Unza, conocedores de la práctica indígena, pero cuya doctrina reflejaba la medicina europea.

Además, hay noticias de que Hernández obtuvo prestados, de particulares y del convento de la Orden de San Francisco en México, varios libros de medicina y materia médica, como el Herbario de Tragus (1553), el Canon de Avicena (1507), la Materia Medicia Medicinal de Dioscórides comentada por Laguna (1566) y otros textos.

En De Antiquitatibus Novae Hispaniae Hernández expresó su criterio acerca de la medicina indígena de México: “Entre los indios practican la Medicina promiscuamente hombres y mujeres, a los que llaman ticitl. Estos ni estudian la naturaleza de las enfermedadxes y sus diferencias, ni, conocida la razón de la enfermedad, de la causa o del accidente, acostumbran a recetar medicamentos, ni siguen ningún método en las enfermedades que han de curar. Son meros empíricos y solo usan para cualquiera enfermedad aquellas hierbas, minerales o partes de animales que, como pasados de mano, han recibido por algún derecho hereditario de sus mayores y eso enseñan a los que les siguen [...]”. Hernández comenzó la investigación de la Materia Médica Mexicana en la propia ciudad de México en marzo de 1571, ayudado por su hijo Juan Hernández, tres pintores indígenas, Antón Elías, Pedro Vázquez y Baltasar Elías, y luego por diversos médicos indígenas como informantes en cada una de las áreas que visitó. Somolinos (1960) sugiere que llevó a cabo cinco periplos: Altiplanicie central, el viaje al Mar austral, Oaxaca, Michoacán y Pánuco, cada uno de los cuales comenzó en un convento con enfermería u hospital. Para noviembre de 1571, con base en Ciudad de México, había clasificado ochocientas plantas medicinales, más de la mitad de toda su obra, gracias al jardín medicinal que tenía en Cuernavaca Bernardino del Castillo, compañero de Hernán Cortés durante la conquista y al jardín de Moctezuma en Huaxtepec, donde trabajaban el eremita Gregorio López y el primer editor de la obra hernandina Francisco Ximénez.

Hernández estudiaba la planta, supuestamente medicinal, primeramente in situ y después realizaba pruebas farmacológicas en los hospitales monásticos. Para ello, mientras residió en Ciudad de México, se reunía diariamente en el Hospital Real de Naturales con cuatro médicos de la capital, observando los efectos de las drogas medicinales sobre los enfermos internados en las doscientas camas de aquel hospital de indios.

Sánchez Téllez (1979) ha comparado la similitud entre la exposición de la Materia Medicinal de Dioscórides y el Rerum Medicarum Novae Hispaniae Thesaurus de Hernández, su mismo orden, iguales bases farmacognósticas e inclusive el tamaño de las ilustraciones, pero a la vez ha señalado el esmero con que Hernández estableció la calidad de los medicamentos americanos, cálido o frío, húmedo o seco, determinando su grado en la más fiel tradición hipocrática; no hay que olvidar que estuvo a punto de perder la vida en Michoacan al probar el latex del quauhtepatli o chupiri, Euphorbia calyculata, como confesó a Arias Montano y confirmó Ximénez (1615). En el verano de 1572 Hernández enfermó de cólicos y fiebres, posiblemente disentería amibiana, enfermedad que no le abandonó hasta su muerte.

Para comienzos de 1574 Hernández había completado la redacción de siete volúmenes de pinturas de plantas y otro de animales americanos y en septiembre de aquel año concluyó diez volúmenes de dibujos de plantas y animales, con veinticuatro de texto de la Historia Natural de México, además de otro sobre las Antigüedades de la Nueva España; todos ellos en latín. Próximo a concluir su nombramiento recibió una prórroga de un año el 15 de mayo de 1575 a la que siguió otra el 25 de junio de 1576. Los originales de su obra en dieciséis volúmenes salieron de Veracruz en dos cajones con la flota en marzo de 1576 y ya próximo Hernández a embarcar en agosto de 1576, la aparición de una epidemia de cocolitztli, tifo exantemático, en Ciudad de México, que causó notable mortandad, le forzó a quedarse para atender a los enfermos, y escribió un tratado de esta enfermedad en 1577. Francisco Hernández pasó a Veracruz y embarcó en marzo de 1577 con veintidós tomos de libros, sesenta y ocho talegas de simientes y raíces, ocho barriles y cuatro cubetas con árboles y hierbas medicinales mexicanas, que junto con los dieciséis volúmenes ya enviados, recogían los siete años de exploraciones entre 1571 y 1577.

Tras su llegada a Sevilla, Hernández procedió a plantar en el Alcázar las plantas y semillas medicinales traídas de México, entre ellas el árbol del bálsamo, labor que concluyó el 16 de septiembre de 1577. Siguió viaje a Madrid, donde se avecindó en el barrio de Santiago y presentó un Memorial a Felipe II a finales de aquel año donde enumeraba los trabajos realizados y los libros concluidos: Las Antigüedades de la Nueva España, la traducción de la Historia Natural de Plinio, la Historia Natural de la Nueva España, un Tratado de Sesenta Purgas americanas, las Plantas de Canarias, las Plantas de Santo Domingo, las Plantas de La Habana, insistiendo que había experimentado sus propiedades en los hospitales.

Los libros de Hernández, bellamente encuadernados, fueron conservados por Felipe II en su guardajoyas.

Hay noticias de León Pinelo acerca de que Hernández fue nombrado médico del príncipe Felipe, luego Felipe III, pero por su testamento se sabe que desde su regreso cayó en cama con la disentería adquirida en México en 1572 y “[...] no tuvo un día de salud [...]”.

Fue enterrado delante del altar de San Cosme y San Damián en la parroquia de Santa Cruz, pero su tumba no se conserva debido al incendio de aquella iglesia en 1620, que se repitió en 1783 y a la destrucción de su reedificación en 1868. El manuscrito original de Francisco Hernández sobre la Materia Méxica Mexicana pereció en el incendio de El Escorial en 1671, pero el resumen de la copia del Dr. N. A. Recco fue regalada al Príncipe Cesi que consiguió su impresión por la Accademia dei Lincei en Roma. En 1780 se localizó una de las copias de la obra de Hernández en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús de Madrid que sirvió para la edición de 1790 en tres tomos, sin láminas, al cuidado del botánico Casimiro Gómez Ortega

Algunas obras:

Quatro libros. De la natvraleza, y virtudes de las plantas, y animales que estan receuidos en el vso de Medicina en la Nueva España [...] Francisco Hernández [...] por Francisco Ximénez, México, Viuda de Diego López Dáualos, 1615

Rerum Novae Hispaniae thesaurus, Romae, Jacobi Mascardi, 1628; otras edicciones: Rerum medicarum Novae Hispaniae thesaurus, Romae, Jacobi Mascardi, 1648, Rerum medicarum Novae Hispaniae thesaurus, Romae, Vitalis Mascardi, 1649, Rerum medicarum Novae Hispaniae thesaurus, Romae, Vitalis Mascardi, 1651.

Opera, cum edita, tum inedita, ad autographi fidem et integritatem expressa, Madrid, Ibarrae Heredum, 1790

Cuatro libros de la naturaleza y virtudes de las plantas y animales de uso medicinal en la Nueva España (extracto de las obras del Dr. Francisco Hernández) por Francisco Ximenez, México, Secretaría de Fomento, 1888; otra ed. Cuatro libros de la naturaleza y virtudes medicinales de las plantas y animales de la Nueva España extracto de las obras del Dr. Francisco Hernández [...] por Fr. Francisco Ximénez, Morelia, Escuela de Artes, 1888

De antiquitatibus Novae Hispaniae. Códice de la Real Academia de la Historia de Madrid, México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1926

Historia de las Plantas de Nueva España, México, Imprenta Universitaria, 1942-1946, 3 vols.

Obras completas, México, Universidad Nacional, 1959-1960.

III

Manuel Ansede, "Tras el rastro del mayor fantasma de la ciencia española", El País, 17 de marzo de 2024:

El archivo inédito de un historiador fallecido resucita sus investigaciones sobre el viaje en mula del explorador Francisco Hernández por América en 1570

El médico español Francisco Hernández zarpó en 1570 de un viejo mundo que creía en criaturas fantásticas, como el unicornio y los monstruos marinos, y regresó siete años después con coloridos dibujos de seres más asombrosos todavía, que además existían: el armadillo, el guacamayo, el tucán. Hernández, nacido en La Puebla de Montalbán (Toledo) alrededor de 1515, había encabezado la primera expedición científica al Nuevo Mundo. Sus pinturas eran tan impresionantes que acabaron decorando los aposentos del rey Felipe II, pero todo aquello ardió en el incendio del Monasterio de El Escorial en 1671 o se perdió en el olvido, hasta que otro médico español, Germán Somolinos d’Ardois, arribó a México huyendo de la Guerra Civil en 1939 y se topó con el escurridizo rastro del primer explorador científico de América.

La filóloga Helena Rodríguez Somolinos recuerda que, a finales de 2022, abrió un armario y comenzó a cotillear las cajas heredadas de sus padres, ya fallecidos. Allí estaba el archivo de su tío Germán, que murió en Ciudad de México en 1973. Había manuscritos, fotografías, cartas, incluso mechones de pelo. Era un material inédito que permitía seguir los pasos de Germán Somolinos por México en el siglo XX, pero también los de Francisco Hernández casi 400 años antes. Eran dos historias entrelazadas. “Mi hermana Victoria y yo pasamos las Navidades completamente abducidas, fue increíble”, recuerda la sobrina, experta en griego clásico en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

Germán Somolinos, nacido en 1911 en Madrid, estudió Medicina en la capital y casi inmediatamente le pilló la Guerra Civil. Tenía 25 años y era militante de las Juventudes Socialistas. Ejerció de médico en la aviación republicana, se le incrustó metralla en la espalda, pasó por un campo de concentración en Francia y emprendió el camino del exilio a México, de donde no regresó jamás. Allí se obsesionó con la legendaria expedición científica de Francisco Hernández, de la que apenas quedaban huellas. Su sobrina muestra una carta mecanografiada enviada por Somolinos en 1948 a su familia madrileña: “Otro encargo: Francisco Hernández era de La Puebla de Montalbán y nació hacia 1520, ¿podrías encontrarme descripciones de ese pueblo lo más cercanas a la época?”.

La localidad toledana, en la orilla del Tajo, dominaba entonces un señorío castellano de olivos y cereales. Allí había nacido también el escritor Fernando de Rojas, autor en 1499 de La Celestina, una obra que muestra hechizos con veneno de víbora, ojos de loba y sangre de murciélago. En el pueblo nació también el poderoso cardenal Pedro Pacheco, que se quedó a tres votos de ser Papa en 1559 tras defender con virulencia, en el Concilio de Trento, la inmaculada concepción de la Virgen María. En ese ambiente de fe y superstición se crio Francisco Hernández.

Con unos 15 años, el toledano se fue a estudiar Medicina a la Universidad de Alcalá de Henares. Aprendió anatomía con el mejor libro —los cadáveres humanos diseccionados— y entró en la Corte en 1567, como médico de Felipe II. Dos años después, el rey le encomendó una misión sin precedentes: recorrer el Nuevo Mundo en mula para identificar todas las plantas medicinales. El monarca le ordenó que se embarcase en la primera flota que partiera con destino a América. “Os habéis de informar dondequiera que llegáredes de todos los médicos, cirujanos, herbolarios e indios e otras personas curiosas en esta facultad y que os pareciere podrán entender y saber algo”, dictaminó Felipe II.

Hernández zarpó de Sevilla en agosto de 1570 con destino a Nueva España, el actual México. La flota atracó en el puerto de Veracruz seis meses después. Durante seis años, Hernández recorrió el territorio acompañado por pintores locales, escribientes, muleros y hasta un cosmógrafo. El médico era más ambicioso que su rey. “No es nuestro propósito dar cuenta sólo de los medicamentos, sino reseñar la flora y componer la historia de las cosas naturales del Nuevo Mundo, poniendo ante los ojos de nuestros conterráneos, y principalmente de nuestro señor Felipe, todo lo que se produce en esta Nueva España”, escribió.

Un día de marzo de 1577, enfermo y fatigado a sus 62 años, Francisco Hernández emprendió el regreso, con los frutos de la primera expedición científica en América. Llevaba consigo casi 70 sacos con semillas y raíces, ocho barriles con hierbas medicinales y 22 tomos con manuscritos y las coloridas pinturas de plantas y de las extrañas criaturas del Nuevo Mundo. Germán Somolinos narró por primera vez la epopeya en su monumental Vida y obra de Francisco Hernández, publicada en 1960 por la Universidad Nacional Autónoma de México.

La familia de Somolinos ha donado su archivo al CSIC. El historiador Leoncio López-Ocón y sus colegas Teresa López e Irati Herrera llevan un año analizando los documentos. “Es un tesoro. Somolinos es uno de los grandes de la historia de la medicina, pero lo fundamental es lo que hizo con Francisco Hernández: es un monumento historiográfico. Es fascinante Somolinos y es fascinante Hernández”, celebra López-Ocón.

Teresa López, de 24 años, ha dedicado un erudito trabajo de fin de grado en Humanidades a las historias cruzadas de los dos médicos españoles en México. “Somolinos se retrató a sí mismo al relatar a Hernández”, opina. “La labor investigadora de Somolinos está motivada por un deseo de reconquistar el movimiento intelectual español del olvido y del fascismo que le empujó al exilio”, señala en su trabajo, para la Universidad Carlos III de Madrid.

Francisco Hernández recorrió el actual México con pintores locales, entre ellos, Pedro Vázquez, Antón y Baltasar Elías, a los que mencionó en su testamento para que fueran recompensados como merecían. Su idea era publicar su obra en latín, castellano y náhuatl, la lengua mayoritaria en el territorio. Somolinos destacó este mestizaje, “una amalgama cultural en la que los elementos indígenas se infiltran en la mentalidad dominadora modificándola en muchos aspectos”. A su juicio, “en la historia médica de la humanidad, tal vez sea la única ocasión en que se ha producido un fenómeno cultural de tanta trascendencia y sin posibilidades de repetirse”.

Hernández enriqueció la medicina mundial gracias a la descripción de las plantas medicinales del Nuevo Mundo, pero, cuando por fin cruzó el océano de vuelta, su trabajo fue maltratado. El rey Felipe II ya le había afeado su supuesta lentitud en recorrer América en mula. “Este Doctor ha prometido muchas veces enviar los libros de esta obra, y nunca lo ha cumplido: que los envíe en la primera flota a buen recaudo”, ordenó el monarca en 1575. Hernández, sorprendentemente, respondía dándole largas. Pedía más tiempo porque estaba experimentando las plantas con enfermos y traduciendo sus escritos al náhuatl, “por el provecho de los naturales”. Y se despedía diciendo: “Humilde vasallo y criado de Vuestra Majestad que sus Reales manos besa”.

A su regreso, Hernández y sus 22 tomos manuscritos de la Historia Natural de la Nueva España fueron menospreciados por el rey. Felipe II encargó a otro médico, el napolitano Nardo Antonio Recchi, que resumiera todo el material en una obra menos ambiciosa. Recchi amputó el original, prescindiendo del mestizaje de Hernández, y regresó con una copia de su manuscrito a Nápoles en 1589, dos años después de la muerte del toledano.

El historiador Juan Pimentel cuenta en su libro Fantasmas de la ciencia española (editorial Marcial Pons, 2020) que el mismísimo astrónomo Galileo Galilei pudo contemplar los dibujos hernandinos de las plantas del Nuevo Mundo, copiados una y otra vez en Italia: “Le debieron parecer tan extravagantes que puso en duda su propia existencia”. Muchos de los manuscritos de Hernández ardieron en El Escorial en 1671 o permanecen escondidos en algún archivo. Pimentel cree que es “el santo patrón de los fantasmas de la ciencia española”, porque “el destino de su colosal obra se esfumó”. Teresa López parafrasea a Pimentel: “Francisco Hernández es el mayor fantasma de la historia de la ciencia española”.

IV

De Wikipedia:

Francisco Hernández de Toledo o de Boncalo ( La Puebla de Montalbán, Toledo; ca. 1514 a 15171​-Madrid, 28 de enero de 1587) fue un médico, ornitólogo y botánico español.

Biografía

Ilustración de Rivea corymbosa en una edición del Rerum medicarum Novae Hispaniae thesaurus, seu plantarum, animalium, mineralium historia, de la que se atribuye la autoría a Francisco Hernández.

Estudió Medicina en la Universidad de Alcalá y ejerció durante varios años en Toledo y Sevilla. También ejerció en el hospital del monasterio de Guadalupe, una función prestigiosa que además estaba bien remunerada. Volvió a Toledo hacia el año 1565 y pronto fue transferido como médico de la corte.

De una gran formación científica, consagró muchas energías al estudio de la naturaleza. Poseía una sólida formación intelectual y científica y una mentalidad abierta a las novedades. Hubo un aristotelismo marcado en sus estudios sobre la naturaleza.

Fue elegido por Felipe II para dirigir una expedición científica a América centrada especialmente en el territorio de Nueva España: Comisión de Francisco Hernández a Nueva España. Hernández dispuso de 60000 ducados para organizar el viaje. En enero de 1570, el rey le nombra protomédico general de nuestras Indias, islas y tierra firme del mar Océano.

Hernández partió en agosto de 1571, junto con su hijo, y desembarcó en febrero de 1572 en Veracruz. Durante tres años recorrió la Nueva España, especialmente la meseta central. Las notas de sus observaciones no se han conservado. La expedición contaba con un geógrafo, pintores, botánicos y médicos indígenas.

Desde marzo de 1574 y hasta su vuelta a España en 1577, Hernández vivió en la Nueva España donde formó una colección, estudió las prácticas medicinales locales y realizó estudios arqueológicos. Durante estos años formó una considerable colección de plantas secas o no, 38 volúmenes de dibujos y numerosas notas, tres de las cuales están escritas en Náhuatl.

Hernández murió antes de ver su obra publicada. Dado su coste, Felipe II encargó al médico napolitano, Nardi Antonio Recchi,2​ la publicación de una versión abreviada. Los originales se conservaron en la biblioteca de El Escorial pero desaparecieron, seguramente destruidos durante el incendio de 1671. Por tanto, sólo se conocen fragmentos de su inmensa obra. Sucesivos retrasos (el editor murió prematuramente) llevaron a que la obra abreviada no se publicara hasta 1635 y 1651. Una nueva compilación por el médico Casimiro Gómez Ortega, publicada en 1790 y basada en material adicional encontrado en el Colegio Imperial de los Jesuitas de Madrid, fue titulado Francisci Hernandi, medici atque historici Philippi II, Hispan et Indiar. Regis, et totius novi orbis archiatri, opera: cum edita, tum inedita, ad autographi fidem et integritatem expressa, impensa et jussu regio.

Hernández describió 230 especies de aves pero la falta de ilustraciones, que se perdieron, hace su identificación muy difícil. Hernández citó de forma sistemática los nombres en náhuatl a partir de los cuales es posible clasificar las aves.

Cronología

1514 - 1517 (?) o quizás entre 1515 - 1520 (Somolinos), nace Francisco Hernández.

1535 - 1537 cursa estudios de medicina y cirugía.

1555 explora Andalucía y muestra interés por las plantas medicinales

1560 se desempeña como médico del monasterio y del hospital de Guadalupe.

1562 - 1568 por estos años escribe su Compendio de Philosophia Moral según Aristóteles (el texto, está incluido en las obras completas publicadas por la UNAM).

1567 es nombrado "médico de cámara" en la corte de Felipe II

1568, termina la traducción de la Historia Natural de Plinio el Viejo

1570 llega a América acompañado de su hijo Juan.

1571 - 1576 inicia intensa actividad científica en México, pese a sus problemas económicos

1576 envía carta al rey Felipe II, haciendo un resumen de su trabajo y de los métodos empleados. Esta carta formará parte de cuatro libros.

1577 Hernández regresa a España

1578 continúa puliendo una parte de sus obras, mientras que las que están terminadas las conserva el rey.

1580 Felipe II nombra al Dr. Nardo Antonio Recchi como médico de cámara. Recchi se encargaría de revisar y ordenar las obras de Francisco Hernández. En ese mismo año, Hernández escribe el famoso poema Ad Ariam Montanum, Virum Praeclamrissimum Atque Doctissinum, expresando su angustia y protesta contra el rey.

1587 muere Francisco Hernández.

Se le puso su nombre a un género botánico  (Hernandiaceae)

Publicaciones

Quatro libros de la naturaleza y virtudes de las plantas y animales. México: 1615.

Francisco Hernández. Quatro libros de la Naturaleza. México: Viuda de Diego López Davalos; 1615. Archivado el 15 de octubre de 2016 en Wayback Machine. 

Francisci Hernández. Rerum medicarum Novae Hispaniae Thesaurus, seu Plantarum, Animalium, Mineralium Mexicanorum Historia cum notis Joannis Terentii Lineæi. Roma: 1648.

Casimiro Gómez Ortega. Francisci Hernandi, medici atque historici Philippi II, Hispan et Indiar. Regis, et totius novi orbis archiatri, opera: cum edita, tum inedita, ad autographi fidem et integritatem expressa, impensa et jussu regio (1790).

Sus textos fueron traducidos al inglés, en 2000, con el título de The Mexican Treasury: The Writings of Dr. Francisco Hernández (Stanford University Press. xix + 281 pp.) por Rafael Chabrán, Cynthia L. Chamberlin & Simon Varey. El volumen se acompaña con Searching for the Secrets of Nature: The Life and Works of Dr. Francisco Hernández (Stanford University Press, 2000. xvi + 229 pp.), conteniendo comunicaciones sobre la vida y obra de Hernández.

[Añado otras obras no citadas, como sus traducciones que quedan en manuscrito]

Historia Natural. Libros I, II y III... XXV; de Cayo Plinio Cecilio Segundo; trasladada y anotada por el doctor Francisco Hernández, médico del invictísimo Rey don Felipe II Hay ed. moderna: Historia natural; trasladada y anotada por el doctor Francisco Hernández. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1966, 2 t. en 3 v. Otra ed.: Historia natural de Cayo Plinio Segundo ;trasladada y anotada por el doctor Francisco Hernández (libros primero a vigesimoquinto) y por Jerónimo de Huerta (libros vigesimosexto a trigesimoséptimo) y apéndice (libro séptimo, capítulo LV); Madrid / México: Visor Libros / Universidad Nacional deMéxico, 1999.

Obras del bienaventurado Sanct Dionisio Areopagita ;traducidas por el Doctor Francisco Hernandez, medico e historiador de Philippo segundo y su protomedico general en todas las Yndias Occidentales 

Francisco Hernández de la Puebla: (periplo y testamento); ed. de Alberto Gálvez, Toledo: Editorial Cuarto Centenario, [2021]

Obras completas. Edición de Germán Somolinos. I. Vida y obra de Francisco Hernandez [por German Somolinos d'Ardois...] precedida de España y Nueva España en la época de Felipe II, por José Miranda. 485 p., 2 h., 1 map. col. pleg. II. Historia natural de Nueva España, v. I. 476 p., 1 h. III. Historia natural de Nueva España, v. II. 554 p., 2 h. IV. Historia natural de Cayo Plinio Segundo, trasladada y anotada por el doctor Francisco Hernandez, v. I. XXXII, 438 p., 1 h. V. Historia natural de Cayo Plinio Segundo ; trasladada y anotada por el Licenciado Gerónimo de Huerta (libros 26 a 37). México: UNAM, 1952-

Bibliografía

Dr, Francisco Hernández. 1946. Antigüedades de la Nueva España. Traducción del latín y notas por Joaquín García Pimentel. México, D.F. Editorial Pedro Romero.

José María López Piñero; José Pardo Tomás. 1996. La influencia de Francisco Hernández, 1515-1587, en la constitución de la Botánica y la materia médica modernas, Instituto de Estudios Documentales e Históricos sobre la Ciencia, Universidad de Valencia: 260 pp. ISBN 84-370-2690-3

Jacqueline Durand-Forest. 1986. Aperçu de l’histoire naturelle de la Nouvelle-Espagne d’après Hernández, les informateurs indigènes de Sahagun et les auteurs du Codex Badianus, Nouveau monde et renouveau de l’histoire naturelle (Centro de Estudios interuniversitarios sobre la América española colonial (París) dir.), Publicaciones de la Sorbonne: 3-28. ISBN 2-903019-51-7

Sandra I. Ramos Maldonado (2006). Tradición pliniana en la Andalucía del siglo XVI: a propósito de la labor filológica del Doctor Francisco Hernández, en M. Rodríguez-Pantoja (ed.), Las raíces clásicas de Andalucía. Actas del IV congreso Andaluz de Estudios Clásicos (Córdoba, 2002), Córdoba: Obra social y Cultural Caja Sur, 2006, pp. 883-891. ISBN 84-7959-614-7

viernes, 4 de agosto de 2023

El aventurero ciudarrealeño Blas Ruiz en el imperio Jemer

Daniel García Valdés "Blas Ruiz y Diego Velloso, pícaros aventureros en la corte del Imperio jemer", 10 febrero, 2016:

En 1580, con la coronación de Felipe II como rey de Portugal y la anexión española de las posesiones portuguesas en América, África y Asia, España se convirtió en la primera potencia mundial de su época. En Camboya, el otrora poderoso Imperio jemer, casi extinto, solicitó ayuda al imperio en el que nunca se ponía el sol para sobrevivir a los ataques del vecino reino tailandés de Ayutthaya. Al hacerlo, propició que dos aventureros ibéricos, junto con un ridículo ejército de doscientos soldados, consiguieran derrotar a una monarquía, fueran gobernadores de dos provincias camboyanas durante tres años y a punto estuvieran de convertir Indochina en un virreinato español, propiciando una campaña de conquista contra el Imperio chino.

Blas Ruiz de Hernán González no era noble, hidalgo o militar. Era hijo de un humilde labriego manchego y nació en Calzada de Calatrava, en torno a 1560. No sabemos cómo llegó a Nueva España, pues ningún registro escrito hay de sus primeros años, pero sí que estando en América se casó con una adinerada viuda con cuyos ahorros se embarcó en el Galeón de Manila, buque que comerciaba entre Filipinas y la costa oeste de México a través del océano Pacífico. Allí compraría una pequeña nave y pondría rumbo a los desconocidos territorios de Laos y Camboya, remontando el río Mekong, en busca de fortuna y riquezas con las que comerciar.

Entre el año 1113 y 1150, el rey Suryavarman II había instaurado como religión oficial el culto a la deidad hindú Visnu e iniciado la construcción del gran templo de Angkor Wat. Este asentamiento se convertiría en capital del reino jemer (o khmer) y a su alrededor crecería una ciudad estado que hacia el siglo XIII habitaría más de medio millón de habitantes. Sería, además, la cabeza de un imperio cuyo territorio abarcaría las actuales Camboya, Tailandia, Laos, Vietnam, y extensas regiones de Sri Lanka y Birmania. Pero, al igual que ocurrirá con todos los grandes imperios de la historia, a la época de expansión y esplendor le siguió un largo periodo de decadencia que los reinos vecinos aprovecharían para debilitar a la potencia dominante. En este caso, el nuevo enemigo sería el creciente reino tailandés de Ayutthaya, fundado hacia el 1350, que en 1531 ocupará la capital jemer. Al sur de Angkor Wat los supervivientes de la familia real fundarán una nueva ciudad, Phnom Penh, y el reino conseguirá sobrevivir, no sin dificultad, durante los siglos XV y XVI.

En 1592 Blas Ruiz alcanzó la población litoral de Longvek, donde descubrió que no era el primer occidental que se aventuraba en aquellas tierras. El rey Apram tenía a su servicio a los portugueses Francisco Machado, Pantaleón Carnero y Diego Velloso, natural este último de Amarante y que había desposado a una princesa local  entrada en años para gozar del favor de la realeza. Fue recibido con el candor propio de quien encuentra a un vecino entre extranjeros y pronto trabó amistad con Velloso, quien le ayudó a instalarse y comenzar a comerciar.

En 1594 las tropas del reino de Ayutthaya, Siam para los occidentales, atacan Longvek con un extraordinario ejército y provocan la huida de la casa real,  derrocada, hacía territorios de Laos. Tanto Blas Ruiz como Velloso son hechos prisioneros y pronto se los embarcará en distintos juncos en dirección a la capital siamesa, junto con el botín de la invasión de Camboya, para ser juzgados. Durante el viaje, Blas Ruiz se da cuenta de que la mayoría de la tripulación del junco la forman esclavos de origen chino y comienza a instigar contra los siameses. Muy convincente debía ser, pues termina provocando un motín en el que los chinos se levantan en armas y matan a los siameses, adueñándose de la carga de la embarcación que, según el cronista dominico Fray Gabriel Quiroga, contaba con «quinientos arcabuces, cincuenta falcones, dos medias culebrinas, cincuenta tinajas de pólvora, lanzas, catanas y oro y joyas destinados a las arcas de Ayutthaya». Blas Ruiz, mientras observa cómo los chinos comienzan a matarse entre ellos para tocar a más en el reparto del botín, se alía con los otros prisioneros, entre los que había varios samuráis japoneses, y organizan un segundo motín que acaba con los pocos chinos que habían sobrevivido, convenciendo después a sus cooperantes nipones de poner rumbo a Manila, donde encontrarían refugio y recompensa.

Mientras tanto, Diego Velloso llega a Siam en otro junco. Consigue ser liberado alegando no ser más que un comerciante y que su estancia en Longvek era casual. Explicándose ante el rey, se entera de la desaparición del junco que transportaba el botín y le embauca convenciéndole de su destreza como marino y su conocimiento de las rutas de navegación españolas, consiguiendo que se le ponga al frente de una expedición que irá en busca del barco en que se encontraba Blas Ruiz, eso sí, bajo la vigilancia de uno de los hombres de confianza del monarca. Poco hacía que la nave se había echado al mar cuando se encuentran con una gran tormenta y ven naufragar y perecer a su escolta. El siamés a cargo ordena dar media vuelta, pero el portugués le convence para aguardar en un puerto natural una jornada más, asegurándole que la tormenta amainará. Extrañamente, esa noche, el capitán, que gozaba de excelente salud y vigor, fallece por culpa de unas raras fiebres. Velloso, mostrándose consternado por la imprevista muerte, transmite a la tripulación que la última orden que había dado el jefe siano (como en la época se conocía a los siameses) era la de seguir en la búsqueda del junco extraviado hasta completar la misión. Ordena que la embarcación ponga rumbo a Malaca, una fortaleza portuguesa en la actual Malasia, donde reduce a la tripulación y toma posesión de la nave.

Mientras tanto, en Manila, Blas Ruiz termina de convencer a Pérez Dasmariñas, gobernador de Filipinas, de la oportunidad que representa el desgobierno y la guerra civil en Camboya para los intereses económicos y expansionistas de la corona. Consigue que se autorice una expedición compuesta por un galeón y dos juncos que comandará un hombre que, por su cobardía, hará honor a su apellido: Juan Juárez Gallinato. La segunda nave la capitaneará Blas Ruiz, y la última será dirigida por Velloso, que aburrido de la vida en la pequeña fortaleza Malaya acababa de arribar a Filipinas para reencontrarse con su amigo.

El inepto Gallinato se perderá durante una tormenta a medio viaje, descabezando la escuadra. Con ciento veinte soldados, varias decenas de japoneses samuráis conversos al cristianismo y algún indio filipino, la pequeña flota de Blas Ruiz y Velloso consigue llegar a la desembocadura del Mekong. Creyendo naufragado el buque insignia, deciden seguir por su cuenta e improvisar sobre la marcha. A pocas millas de remontar el río se encuentran con seis juncos sianos cargados de oro que iban en dirección a la corte de Ayutthaya, de los que se apoderan sin mayor problema, y en verano de 1596 llegan a Lan Xang, la nueva capital administrativa de los jemeres. Esperaban reencontrarse con el rey Satha, pero descubren que el querido monarca había fallecido de unas fiebres en el trayecto de Camboya a Laos, poco después de la invasión siamesa. Tras descansar unas jornadas emprenden camino a Longvek con la intención de provocar una rebelión que liberara Camboya de Ayutthaya, restaurar la dinastía de Apram sentando en el trono al heredero legítimo, ganarse su favor para establecer relaciones diplomáticas con España y alcanzar la gloria personal.

Consiguieron ser recibidos por Prabantur, el rey usurpador, al que embaucaron explicando su intención de actuar como árbitros imparciales en la resolución del problema de sucesión dinástica para conseguir la paz en la región, con la voluntad de posteriormente establecer relaciones comerciales entre España y Camboya. Entre otros presentes que llevaban para el rey de parte del gobernador de Filipinas, se encontraba un burro, animal exótico y de gran rareza en esa zona del mundo, que con sus rebuznos provocó una estampida en el corral de los elefantes del rey, provocando cuantiosos daños. El rey, airado por el destrozo, dio muerte al animal y lo cenó esa misma noche.

Las negociaciones no habían empezado con buen pie para los ibéricos y a esta inconveniencia se sumó el recelo que la colonia china de la capital, de unas tres mil almas, sintió nada más arribar los españoles. Estos eran casi en su totalidad comerciantes que de inmediato sintieron amenazados sus negocios en el país. Enseguida comenzaron a sabotear las naves españolas y tratar a los soldados con desprecio y desdén, pues para la milenaria cultura estos no eran más que bárbaros. Cuando, durante una disputa jugando naipes, varios chinos dan muerte a dos españoles y un samurái a su servicio, se colma la paciencia de Blas Ruiz, que estalla en ira, provocando una escaramuza en plena capital que termina con más de trescientos chinos muertos y apoderándose de todos los juncos del puerto. Cuando el rey se enteró de esta noticia, alertado por la comunidad china, exigió la devolución de los barcos y la presencia en su palacio de los capitanes españoles. Estos, temiendo una encerrona, no acudieron a la cita y, tras dos días acampados a las puertas de la ciudad, traspasaron sus barreras durante la noche. Con su ahora reducida fuerza de cuarenta españoles y veinte japoneses prendieron fuego a los almacenes, irrumpieron en las estancias reales descargando sus arcabuces y alcanzaron al rey con un balazo en el pecho, dándole muerte.

Coincidió que esa misma noche llegó Gallinato, que no estaba muerto, sino que había hecho escala en Singapur para reparar el aparejo y las cuadernas del galeón, gravemente dañado tras la tormenta, y al ver el caos decidió no involucrarse, seguro de la derrota, ordenando a su nave dar media vuelta hacia Manila sin entrar en batalla. Mientras, Ruiz y Velloso, victoriosos, se apoderaron de los mejores buques, reclutaron a lugareños para engrosar sus filas, saquearon la capital de todo objeto de valor y prosiguieron con su improvisado plan: ir a Laos a buscar al legítimo rey para restaurarlo en Camboya.

Cuando llegan a Laos la flota es acogida con candor. Blas Ruiz y Velloso son agasajados con exóticas viandas, desfiles de elefantes asiáticos, coronas, collares de flores y el agradecimiento de todo un pueblo, pero se encuentran con que el rey Apram II ha fallecido de otras extrañas fiebres. También han muerto sus dos primogénitos adultos. El ahora heredero del trono es un niño de doce años, Praunkar, asistido por un consejo de regencia constituido por su madrastra, su abuela y dos de sus tías. Para la costumbre de la época en ese lado del mundo la existencia de matriarcados era algo habitual, pero para las costumbres y el punto de vista occidental, un gobierno femenino era grave signo de debilidad. Ruiz y Velloso pensaron rápidamente que ganándose el favor de las mujeres conseguirían poder sobre el niño y podrían actuar a voluntad. Convencen a la familia real de regresar a Camboya y viajan escoltándolos hasta la capital. El país, descabezado, acepta la coronación del pequeño Praunkar bajo la tutela de su madrastra, que, cosas del amor, a esas alturas del viaje se había convertido en la amante de Blas Ruiz. El rey nombra a Blas Ruiz y Diego Velloso grandes chofas, el equivalente a príncipes, y entrega a cada uno, como muestra de gratitud y confianza, el gobierno de una provincia.

Comienzo de las intrigas, fin de las aventuras

En 1598, el gobernador de Filipinas envía a Camboya una expedición de dos buques con doscientos soldados y varios religiosos, que la corte jemer no vio con buenos ojos, y pronto comenzaron las intrigas. Uno de los generales del difunto rey Apram, Okuña, había sido también amante de la madrastra de Praunkar y se sentía ofendido y desplazado del poder por culpa de los castellanos. Convence al rey para ordenar que los buques españoles desciendan el Mekong junto a su flota para sofocar una supuesta rebelión, pero al llegar al territorio los aguarda emboscado un ejército de mercenarios malayos y mandarines, muy bien entrenados y temidos, dotados de potente artillería china, que Okuña había contratado. Blas Ruiz intenta convencer al pusilánime monarca de la traición que se avecinaba pero este, muy aficionado al vino español pese a su corta edad, lo recibe ebrio y no le presta atención, permitiendo la aniquilación del contingente español.

Velloso envía una misiva a Manila pidiendo refuerzos, pero Gallinato, justificando su cobardía, recomienda al gobernador no enviar más soldados en defensa de los españoles aduciendo que la empresa no merecía la pena, que ningún beneficio les reportaría esa ayuda. Así que Pérez Dasmariñas rechaza enviar refuerzos, pero autoriza que un grupo de voluntarios viajen a Camboya en un junco. Un dominico,  Alonso Jiménez, se planta en Longvek con un contingente de comerciantes interesados en el territorio. Blas Ruiz aprovecha la coyuntura y acude a la corte con una carta del gobernador de Manila, inventada, que exige al rey camboyano le sean pagados los servicios prestados a él y sus hombres, y se le entregue un terreno privilegiado para la construcción de una fortaleza. El niño rey, borracho como de costumbre, se arrodilla llorando y, pidiendo perdón por haber desoído sus consejos, autoriza la construcción del fortín.

Relacion de los sucesos del reyno de CamboxaEl ejército español estaba en la playa ultimando los preparativos para iniciar la construcción de la plaza fuerte cuando los mercenarios malayos asaltan el campamento español, al mismo tiempo que el traidor Okuña, que ya había envenenado a los dos reyes anteriores, asesina a Praunkar y se entroniza. Los españoles vencen, pero se exceden en las represalias y asaltan la capital, provocando una matanza injustificada. Este acto salvaje provoca la unión de los malayos, los chinos, los jemeres, los siameses y los laosianos, pues Longvek era una capital cosmopolita, cabeza del comercio de la región, ahora amenazada por la construcción de una fortaleza española. Antes de que se resuelva su construcción, antes de que los españoles se vuelvan invencibles tras muros de piedra y artillería, atacan en conjunto con una poderosa coalición y dan muerte a todo occidental, militar o religioso, y a los japoneses cristianos aliados de estos. Nada más se supo de Blas Ruiz y Diego Velloso.

La crónica de las aventuras de estos españoles en Indochina fue muy conocida durante el siglo XVII. Dícese que Cervantes se inspiró en sus gestas para componer varios capítulos del Quijote, e incluso Góngora les dedicó unos versos. Cuando Álvaro de Sande propuso a Felipe II la movilización de mil voluntarios de los tercios viejos para preparar la invasión de China, el rey ya había perdido el interés por la conquista de Asia. Tenía muy presente los pocos beneficios económicos y políticos que la empresa de Indochina había reportado, y los muchos problemas causados. Fue así como esta historia fue quedando atrás en el tiempo, fue así como estos españoles fueron olvidados, así como sus aventuras y sus infortunios. No obstante, no podemos evitar pensar qué hubiera ocurrido de haberse terminado la construcción de aquella plaza fuerte en el actual Phnom Penh. Quizá Blas Ruiz y Diego Velloso habrían podido influir en la expansión ultramarina de un imperio en el que, tal vez, durante mucho tiempo nunca se hubiera puesto el sol.

martes, 27 de junio de 2023

Navagero y el caballero ciudarrealeño Gaspar Rótulo, de origen italiano

 "Pasado el puerto se está fuera de Andalucía y se entra en Castilla, cuyo primer lugar es El Viso. Si yo no me engaño, el Puerto del Muladar forma parte de Sierra Morena. El día 16 fuimos a parar a Almagro, a siete leguas. El camino transcurre por sitios deshabitados y estériles. Almagro es buena población, lugar principal de la Orden de Calatrava y entrada del Maestrazgo. Hay en Almagro una cosa rara, y son unos pozos de agua amarga. A dieciocho leguas de Almagro, en Sierra Morena, hay un lugar llamado Almadén donde, cociéndola, se obtiene azogue de una piedra, y de la misma se obtiene bermellón, que es el minio o cinabrio. Nos detuvimos en Almagro un día, invitados por Meser Gaspar Rótulo, y nos alojamos en casa del Bachiller del Salto." (Viaje a España del Magnífico Señor Andrés Navagero, Embajador de la República de Venecia ante el Emperador Carlos V, 1524-1526, traducción y estudio preliminar de José María Alonso Gamo, Valencia, Editorial Castalia, 1951, págs. 81-82).

viernes, 26 de mayo de 2023

El rostro de Diego de Almagro, una frase hecha y un pintor griego.

Cuando el conquistador español Diego de Almagro se presentó ante el emperador Carlos I, comentó entre lamentos que "el negocio de defender los intereses de la Corona le había costado un ojo de la cara". Y es que para él fue literalmente así.

Durante una expedición que organizó con Francisco Pizarro para hacerse con los territorios del suroccidente de Panamá, el conquistador perdió un ojo a consecuencia de una flecha disparada por un indígena en el asalto del Fortín del Cacique de las Piedras (septiembre de 1524), quedando tuerto para siempre. El descubridor de Chile dio tanta importancia a este hecho, que pronto la frase se difundió entre los soldados para designar una tarea peligrosa o algo muy complejo, manteniendo este mismo significado hasta nuestros días.

Siempre que se representa a Almagro en las artes es de lado: se evita el parche de su ojo imitando a Apeles, el famoso pintor de Alejandro Magno, también tuerto, que lo pintaba de perfil para, sin mentir ni adularlo, presentarle la mejor cara, mientras que otros pintores eran tan fieles a la verdad que mostraban su desagradable parche y otros eran tan halagüeños y lisonjeros que lo pintaban con los dos ojos sanos.

Este es gato, como decía Cervantes.

domingo, 27 de diciembre de 2020

Las nuevas viejas ideas de Diego Medrano y Treviño

He leído algunos artículos del último número de los Cuadernos de Estudios Manchegos; no voy a hablar del mío, tan lleno de erratas y otras tachas, pero sí del de José María Barreda sobre el gran político ciudadrealeño (o ciudarrealeño) Diego Medrano y Treviño (1784-1853), porque creo poder completarlo en muchas cosas que me fueron apareciendo tangencialmente cuando investigaba a otro autor, hace ya bastantes años. 

Parte de ello ya lo había anticipado en mi Historia de la literatura manchega del siglo XIX. Me di cuenta de que Diego Medrano había escrito como colaborador un importante ensayo sobre política ("Del progreso", 1842) en la Revista de Madrid, en plena regencia del también manchego y "progresista" general Baldomero Espartero, que había sido ignorado en todas las bibliografías, y ahora mismo que he mirado más, con motivo de escribir este artículo, descubrí otros dos textos: un discurso de presentación cuando le dieron el cargo de jefe político de Castellón y otro artículo sobre derecho constitucional aparecido también en la Revista de Madrid. Para aliviarles la fatigosa búsqueda les tengo transcritos los dos artículos de la Revista de Madrid aquí, en mi blog, modernizando la ortografía y la prosodia, traduciendo algunas citas en italiano y aportando unas pocas notas, pues no tengo tiempo para trabajar más en estos textos. Sin duda Medrano fue algo más que un político "aprovechado", como era lo común en su época; era conservador, pero un conservador inteligente, que había asimilado sus lecturas (Condorcet, Bentham, Burke, Thiers) sintetizándolas en un grado tal que supo darse cuenta de que las necesidades más perentorias del país pasaban por un pragmatismo esencial, una visión moderada que reflejara la disposición de usar solo de lo que se tiene, pero con voluntad firme y sin pausa, de la que derivó la creación de un capital rural con una ley para generar las cajas de ahorro que actualmente se han destruido o sustituido por bancos, estos últimos sin interés social. Fue un político que hizo algo bueno. El regeneracionista miguelturreño Francisco Rivas Moreno, apóstol del cooperativismo, se hará eco de esta idea, que vio dar más fruto en otras regiones que en la suya. Leyendo a Medrano se da uno cuenta del sentido profundo que tiene la frase, en apariencia superficial, de "lo mejor es enemigo de lo bueno"; él prefiere lo bueno a lo mejor, que él identifica con los fanatismos y los sueños de utopía.

Una Constitución política sin leyes orgánicas que de ella emanen y la desenvuelvan es solamente una colección de preceptos aislados que de nada o casi de nada sirven, y aun no sin fundamento se puede todavía ir más lejos, porque si en la Constitución se fija una organización nueva de los poderes públicos y estos, sin embargo, en su ejercicio se han de sujetar en gran parte a reglas dictadas para otro sistema distinto o diametralmente opuesto, con precisión ha de resultar un desconcierto que constituya por lo menos un estado anómalo, que no es de libertad, ni de absolutismo, sino de una tercera especie incalificable como no se le titule de anarquía.

Aparecen en su ensayo "Del progreso" claramente esbozados los males que atacaban a España entonces; lo malo es que parece que ahora siguen siendo los mismos:

Los códigos que han de regir en toda la Monarquía, están en pensamiento y nada más o, por mejor decir, ni se piensa siquiera en su formación. A los gastos del Estado se debe contribuir en proporción de los haberes de cada uno, y faltan todos los elementos para lograrlo; y con el más impudente descaro son aliviados unos, sobrecargados otros, sin más regla que la opinión política de repartidores y contribuyentes. Los hechos más palpables y escandalosos demuestran la suerte que ha cabido y cabe a la seguridad individual, con tanta frecuencia menospreciada: no se respeta la propiedad, que sufre repetidos ataques impune o ligeramente castigados. Nada hay prevenido respecto a la forma y modo de hacer efectiva la responsabilidad de los Ministros, punto ciertamente difícil, quizá imposible; pero que al fin se debe procurar en cuanto sea dable aproximarse a la resolución del problema. Sobre la inviolabilidad del Trono y la de los Senadores y Diputados, sucesos recientes manifiestan con harta claridad el respeto que han merecido y pueden merecer en adelante. La inamovilidad de los jueces se ha establecido a voluntad de un Gobierno parcial y en beneficio de una miserable pandilla, que por asalto ocupó los puestos de la magistratura. La administración provincial y municipal se dirige por una ley monstruo que todos desaprueban, aunque muchos la han utilizado para escalar el poder, introducir el desorden más espantoso y desquiciar todas las reglas de buen Gobierno. [...] El establecimiento de las leyes indicadas debió ser instantáneo, porque sin ellas no puede decirse en realidad que el Gobierno representativo rige en España sino a medias, que es peor que si no rigiese, por la proximidad de la idea de no regir ninguno.

Si pues todo esto es cierto porque se apoya en hechos patentes, innegables ¿qué nos queda de la Constitución política de la Monarquía? ¿Qué del gobierno representativo? En suma, nada más que dos reuniones de hombres que se agrupan con intervalos en un verdadero campo de Agramante, para pasar el tiempo con sus eternos discursos y sus interpelaciones para satisfacer su ambición o particulares miras con sus coaliciones y rencillas, para entorpecer con sus enmiendas y con sus cuestiones previas o incidentales [...] No somos de los que nos horripilamos al oír el nombre de república: estamos persuadidos de que esta es una clase de gobierno como todas las demás, que según cada una de las otras tiene sus ventajas y sus contras, porque ventajas tiene también el absolutismo; pero creemos de buena fe y con la más profunda convicción que el Gobierno republicano ni es ni puede ser aplicable a la nación española, porque en ella no se reúnen, ni es posible reunir, las circunstancias o condiciones que hacen conveniente este sistema político; sin embargo, dígase también, en conciencia y con la mano puesta sobre el corazón, si el sistema vigente, supuesto el caso de que pueda llamarse sistema, con su Constitución no desenvuelta, con el desconcierto de todos los ramos de administración, con la preponderancia y casi independencia de las corporaciones provinciales y municipales, dígase, repetimos, si no es una verdadera república, o mejor, dígase si no es peor mil veces que una república, porque no es otra cosa que un completo estado de anarquía. 


La cita es larga, pero el pragmatismo de Diego Medrano, autor de un importante informe para la Sociedad Económica de Amigos del País de Ciudad Real, no se detiene, como hoy se suele hacer, y llega a conclusiones sobre qué debe hacerse:

Para hallar la verdad no hay más que un camino, y este no es, por cierto, el de las ilusiones: antes de corregir los defectos de una cosa cualquiera, bien sea en sí misma o en los accidentes que la acompañan, es indispensable conocerlos y aun decirlos. 

La condición más esencial de los gobiernos representativos, es la división de los tres poderes fuertes, independientes, únicos, con la marcha desembarazada y libre en el ejercicio de sus respectivas atribuciones: si más o menos abiertamente se pretende introducir otro, es preciso anonadarlo; si se observa que uno de los legítimos tiene su acción entorpecida porque los medios adoptados para desenvolverla le han quitado la fuerza que le corresponde, es necesario dársela instantáneamente, removiendo los obstáculos que perjudiquen su movimiento

La política tiene sus ritmos, pero el progreso no se debe dejar embotar:

La lentitud en su marcha es el carácter distintivo de los cuerpos numerosos: ella está considerada como la prenda más segura del acierto en las deliberaciones que de necesidad exigen la discusión detenida y el peso respectivo de las razones que se alegan en pro y en contra de los puntos que se ventilan; pero la lentitud tiene sus límites, que le ha de fijar una prudencia reflexiva para evitar el gravísimo inconveniente de entorpecer las resoluciones y concluir por no hacer nada; de esta regla exactísima se sigue otra, no menos cierta, cual es la de que, por la misma naturaleza de las cosas, dicta la razón que en los cuerpos numerosos se adopte y observe con rigor todo lo que contribuya a la brevedad sin perjuicio del acierto, pues precisamente lo contrario es lo que se hace en términos de que parece haber un tenaz empeño en dilatar las  discusiones, entorpecer los acuerdos y no acabar nunca; de modo que las leyes requeridas por las necesidades públicas, o no se dan, o cuando llegan a su fin son inoportunas o insuficientes por lo menos para reparar los inmensos males que su falta ocasionó; por esto una persona entendida dijo, no ha mucho tiempo, y no sin bastante fundamento, que los cuerpos legisladores podían ser buenos para muchas cosas; pero que no servían para hacer leyes. 



En los dos artículos, sin mencionarlo específicamente, polemiza con el diario que lideraba el progresismo, El Eco del Comercio, cuyo Suplemento satírico de ocho páginas redactó su paisano Félix Mejía desde el dieciséis de mayo de 1844 al cuatro de mayo de 1845. El primer artículo, Del progreso, se escribió contra el Partido Progresista en 1842 durante la regencia del también manchego general Espartero (del que se ha publicado ha poco una solvente biografía): 

¡Oh, y qué bien en un periódico asalariado o en un café de la Corte se llena la boca con expresiones retumbantes de que se progresa! ¿Por qué no van esos apóstoles de felicidad y ventura a recorrer los pueblos y ver sus necesidades y su postración, víctimas de continuas exacciones y en el mayor desconsuelo? ¿Por qué no van a verlos manejados por unos cuantos individuos regularmente de la hez, del cieno de que no debían haber salido nunca, erigidos en mandarines, déspotas que a mansalva vejan, oprimen, tiranizan y arruinan? Pero no se necesita recorrer todos los pueblos; con el ligero trabajo de examinar lo que sucede en uno solo, eso mismo con cortas diferencias acontece en los veinte mil y más que forman la nación

El ensayo "Del progreso" se publicó justo un año antes de que imprimiera sus ya conocidas Consideraciones sobre el estado económico moral de la provincia de Ciudad-Real, redactadas para su Sociedad Económica antes del 16 de junio de 1841 (institución que imprimió algo más de que no hay constancia salvo la que doy, pues recuerdo haber visto hojas de otro folleto desconocido que publicó, en algún archivo que ya soy incapaz de recordar).

El segundo, Observaciones sobre la verdadera inteligencia del art. 37 de la Constitución, se publicó en 1844, tras la caída de Espartero, acaso para polemizar con su coterráneo, compatricio o paisano, como quieran ustedes llamarlo, Félix Mejía, quien había descargado en el Suplemento a El Eco del Comercio toda su inteligencia y pasión en diversos artículos contra la entonces en escritura Constitución de 1845, auspiciada por el Espadón de Loja, el general Narváez, sobre todo contra el concepto de soberanía compartida (algo que, pese a quien pese, sigue existiendo soterrado en la Constitución actual, que no permite sino muy difícilmente cambiar la forma del estado). Se discute en el artículo cuál cámara, el Congreso o el Senado, debe prevalecer en caso de conflicto (en nuestro caso, tres cámaras, si se incluye al Tribunal Constitucional, del que tanto se abusa). Y por cierto que lo que dice en cuanto a la tramitación de los presupuestos generales del Estado tenía mucha aplicación al follón que se ha montado al respecto desde hace años y hasta hace bien poco:

Como nuestra administración pública no está organizada, ni probablemente lo estará en mucho tiempo, y, por otra parte, el examen de los presupuestos proporciona a los partidos un campo vasto de discusión en el cual pueden desplegar sus fuerzas y tocar todas las cuestiones de gobierno, es claro que los debates han de ser lentos; de lo que se sigue que aun cuando no está fijada la duración de las legislaturas, estas no pueden menos de tener un término racional y conforme a la misma naturaleza de los cuerpos colegisladores; y presentándose primero al Congreso de los diputados la ley de presupuestos, absorbe él mismo todo el tiempo en su examen y aprobación, de lo que resulta que el Senado se ve en la necesidad de pasar por ellos a ciegas y como por mera fórmula, exponiéndose a incurrir en la irregularidad de aprobar de este modo incidental y ligero cosas que anteriormente haya desaprobado con plena deliberación según que ya ha sucedido una vez y puede repetirse varias.

¡Cuánto hubieran podido haber aprendido nuestros políticos si hubieran leído los pensamientos, errores y desengaños de sus antepasados...! ¡Si hubieran leído...! Pero no se preocupen: esto se remediará con otra reforma educativa.

Varios artículos inéditos de Diego Medrano y Treviño (C. Real, 1784 – íd. 1853) , y un discurso de 1822 y su crítica a una obra de A. Ferrer del Río

He hallado cuatro textos desconocidos escritos por Diego Medrano y Treviño que edito a continuación. Dos ensayos publicados en la Revista de Madrid, un interesante Discurso publicado como jefe político de Castellón en 1822 y una escueta reseña de una obra histórica de su amigo Antonio Ferrer del Río. Creo que podré hallar asimismo un quinto, el Discurso que pronunció el 4 de noviembre de 1848 como consiliario del Ateneo de Madrid para abrir en ese año las cátedras, según he visto en una noticia de El Heraldo ese día.


 I

Diego Medrano y Treviño, “Del progreso”, en Revista de Madrid,  (¿1 de noviembre?, 1842):

DEL PROGRESO

Progreso: he aquí una palabra pronunciada con frecuencia, y casi siempre en contradicción con lo mismo a que se refiere. Ciertamente, el verdadero progreso es el alma del mundo. ¿Qué habría sido de las naciones, qué de la sociedad misma sin progreso, sin adelantos? Una barbarie continua; pero la especie humana, dotada de propiedades muy superiores al resto de los vivientes, obtuvo la preferencia de recorrer el espacio indefinido de su bienestar, y desenvolviendo sucesivamente sus facultades físicas e intelectuales, las perfeccionó y las contrajo al remedio de sus necesidades, penetrando por la observación, por el experimento y aun por el instinto en el asombroso e inagotable depósito de la naturaleza, cuyos secretos ha procurado y procura descubrir; pero la imperfección misma de la inteligencia del hombre, su pequeñez comparada con la inmensidad y complicación de lo creado, hace que su marcha, tanto en lo físico como en lo moral, sea lenta, insegura y no pocas veces equivocada, de modo que retrocede cuando cree adelantar, y al contrario. Estas alteraciones han sido muy comunes en el progreso de los conocimientos humanos. Cada siglo ha tenido su carácter particular de retroceso, de adelantos estacionario; en no pocos, los errores, el fanatismo y otras causas accidentales han producido el efecto de retrogradar, al paso que, en algunos, lo que quizás se calificaba de inacción influyó poderosa y maquinalmente en los adelantamientos. No basta pues creer que se progresa, es indispensable demostrarlo. Las ideas más estrambóticas, los principios más absurdos se han apoderado más de una vez de los entendimientos, que han tiranizado por mucho tiempo sin que nadie conociese el error o, por lo menos, se atreviese a combatirlo. ¿Quién intentó, ni a quién pasó siquiera por la imaginación contrariar los efectos de la voz de un ermitaño, cuyo influjo mágico alcanzó a poner casi toda la Europa en movimiento para conquistar la Tierra Santa? Las argucias y el embolismo de la filosofía aristotélica estuvieron muy en boga por mucho tiempo para buscar la verdad: en ambas épocas se creía de buena fe que aquella empresa la dictaba, no el espíritu industrial que en la actualidad fija su vista en aquella dirección, sino el celo religioso más puro, y que este sistema era el término de la más consumada ciencia; el tiempo, sin embargo, descorrió el velo al fanatismo de las cruzadas, así como a la aberración del peripato, y ya no hay Poder en la tierra que sea capaz de restablecer ni lo uno ni lo otro; pero ¿estamos seguros de que entre nosotros no haya también en política alguna clase semejante a la de los cruzados o peripatéticos? Esta cuestión la resolverán nuestros sucesores.

Únicamente los principios de la moral y los preceptos de la religión son inmutables: en todo lo demás es un exceso de orgullo la creencia de haber llegado al más alto punto de perfección. Los filósofos del siglo XVIII creyeron haber descubierto en política la piedra filosofal, extendiendo ideas nuevas o ataviadas de nuevo, cuyos vestidos, deslumbradores al principio y empapados en sangre después, se han deteriorado enseguida y convertido por último en miserables harapos. Las utopías de estos filósofos, que se recibieron y abrazaron con entusiasmo en el último periodo del siglo pasado, excitan ya el menosprecio más absoluto y excitarían hasta la risa si no fuese por el recuerdo triste de los desastres y espantosas catástrofes que ocasionaron. 

Estas lecciones terribles han producido, en medio de los males acervos que las acompañaron, un bien de trascendencia, cual es el de haber enseñado a los hombres la necesidad de juzgar con detenimiento y cautela de los sucesos que presencian y de las ideas que se propagan. No basta decir que se progresa, es necesario hacerlo ver a la luz de la razón; no basta tampoco que una idea, un pensamiento, un sistema cualquiera se califique de acertado o eminentemente sabio, es indispensable también la mayor parte de las veces, aun después de examinado con reflexión e imparcialidad, ensayarlo en la piedra de toque de la experiencia para percibir sus mayores o menores ventajas, y conocer sus inconvenientes, porque en todas las cosas, y más en política que en ninguna, es bueno en teoría lo mismo que en la práctica resulta perjudicial: lo mejor suele ser por lo común el mayor enemigo de lo bueno. Si lo que se llama admirable mecanismo del sistema representativo y su decantado equilibrio de poderes, que se calcula por ápices, llega a producir en la práctica los resultados felices que teóricamente se demuestran, sin duda se deberá considerar como un asombroso descubrimiento, como una invención peregrina para el régimen de los Estados, y su propagación tiene que ser en tal caso más o menos lenta, pero segura e inevitable; si, por el contrario, la experiencia hace ver que en el examen teórico no se tuvieron presentes obstáculos invencibles que lo imposibilitan en la práctica, los Gobiernos representativos pasarán como han pasado otras tantas cosas en el mundo que en su época se tuvieron por buenas y en el día se reputan como hijas de la ignorancia y del atraso. 

No será quizás acertado juzgar por presunciones o señales más o menos evidentes; pero desde luego se advierte que un sistema de Gobierno que ha necesitado en Inglaterra tantos años para consolidarse y no lo ha conseguido sino a expensas de una sorprendente y anómala combinación de prácticas contradictorias; que en Dinamarca se desplomó por la voluntad unánime de los mismos que lo formaban y por el asentimiento general de la nación; que en Francia hace cincuenta años que se viene bamboleando; que en España, que en Portugal y en otras partes no es más que una sombra, y esta se mantiene a duras penas, ofrece motivos más que suficientes para no confiar demasiado en su intrínseca bondad. Un problema es todavía, y no de muy fácil resolución, determinar si el sistema de que se trata tiene en sí mismo, cual debía para establecerse y subsistir, los medios de contener las pasiones y allanar los obstáculos que pueden paralizar o detener su marcha. Para establecer un sistema cualquiera de Gobierno, es necesario la fe en los principios que le sirven de base; pero esta fe no debe ser ciega, ni apoyarse en ilusiones, ni menos manifestarse por gritos y excesos, sino que ha de resultar de la convicción profunda que solo puede nacer del estudio y de la experiencia. Es pues necesario no alucinarse ni engreírse tan de improviso; sígase observando con imparcialidad, con detención y sana crítica, y el tiempo hará ver lo que hay de verdadero y lo que de ilusorio, para aprovechar lo útil y despreciar lo perjudicial o superfluo; de otro modo nos exponemos ciertamente a marchar de error en error en busca de un ente que nuestra imaginación nos presenta y que no es posible alcanzar porque tal vez no existe. 

Si de este examen general y abstracto descendemos a las cuestiones prácticas de Gobierno, cuya resolución tanta influencia tiene en el bien o en el mal de los estados, también nos es absolutamente preciso caminar con circunspección y con los ojos muy abiertos para no confundir los efectos con las causas y los males con los bienes. ¿De qué servirá que creamos gozar de libertad si gemimos en la tiranía? ¿Qué importará que nos juzguemos en la senda de la prosperidad y bien andanza, si un triste desengaño nos hace ver que estamos sumergidos en la miseria o caminando rápidamente hacia ella? ¿A qué lisonjearnos con esperanzas de un halagüeño porvenir, si cuanto nos rodea y se nos presenta nos las ha de desvanecer a poco que reflexionemos? Los hechos positivos y no las palabras huecas que están en contradicción con ellos son los que proporcionan formar juicios exactos. 

Aun después del examen indicado, todavía es conveniente indagar, en el caso de notar algunos bienes, si nacen de las causas que se les atribuyen o tienen su origen en otras que pasan desapercibidas o tal vez en el instinto que inadvertidamente conduce adonde conviene llegar.

En todas las revoluciones, por su misma naturaleza, sucede lo que no puede menos de suceder, y es que unos medren y otros se arruinen: se pasa con frecuencia de un estado de miseria o escasez al del fausto y de la opulencia, o bien se ven no pocos en la necesidad de vivir a expensas quizás de los que antes les debían su material subsistencia: la desmoralización que con facilidad cunde en los trastornos políticos, proporciona a muchos los medios de improvisar fortunas, y así vemos en el día a hombres de la nada convertidos repentinamente en grandes capitalistas; a otros que, solo con haber desempeñado por espacio de algunos meses ciertos empleos con mal pagado sueldo, se presentan, sin embargo, con ostentación y lujo, ya comprando fincas o adquiriendo otra clase de riqueza, ya construyendo suntuosas casas, ya formando galerías de cuadros, ya, en fin, paseando en coche con el mayor descaro, cuando pocos meses antes, o recién llegados de una larga emigración, apenas tenían zapatos para salir a la calle; natural es que estos crean que se progresa, y que así lo proclamen y repitan con frecuencia; sin embargo, para emitir un voto fundado, es menester colocarse en un punto más alto, o fuera del alcance de la parcialidad o del interés; solo de este modo y discurriendo con detenimiento se puede resolver el problema de si es o no exacto el progreso en que se supone a la nación española. Al empezar esta tarea es indispensable fijar un principio cierto, patente: tenemos una Constitución en armonía o más bien generalmente basada sobre los buenos principios; pero, una Constitución política sin leyes orgánicas que de ella emanen y la desenvuelvan es solamente una colección de preceptos aislados que de nada o casi de nada sirven, y aun no sin fundamento se puede todavía ir más lejos, porque si en la Constitución se fija una organización nueva de los poderes públicos y estos, sin embargo, en su ejercicio se han de sujetar en gran parte a reglas dictadas para otro sistema distinto o diametralmente opuesto, con precisión ha de resultar un desconcierto que constituya por lo menos un estado anómalo, que no es de libertad, ni de absolutismo, sino de una tercera especie incalificable como no se le titule de anarquía.

La legislación sobre libertad de la prensa y organización del Jurado necesita reformas muy sustanciales a juicio de todos, y lo mismo sucede con la Ordenanza de la Milicia Nacional, ambas cosas de dificilísimo arreglo, pero de una importancia tal, que con ellas mal establecidas es imposible todo gobierno: el derecho de petición está sin reglamentar, como que su uso no puede ajustarse al Real Decreto de 4 de setiembre de 1825 ni disposiciones anteriores  dadas para distinto régimen político; un proyecto de ley se discutió y aprobó en el Senado sobre este punto y se paralizó después: los códigos que han de regir en toda la Monarquía, están en pensamiento y nada más o, por mejor decir, ni se piensa siquiera en su formación. A los gastos del Estado se debe contribuir en proporción de los haberes de cada uno, y faltan todos los elementos para lograrlo; y con el más impudente descaro son aliviados unos, sobrecargados otros, sin más regla que la opinión política de repartidores y contribuyentes. Los hechos más palpables y escandalosos demuestran la suerte que ha cabido y cabe a la seguridad individual, con tanta frecuencia menospreciada: no se respeta la propiedad, que sufre repetidos ataques impune o ligeramente castigados. Nada hay prevenido respecto a la forma y modo de hacer efectiva la responsabilidad de los Ministros, punto ciertamente difícil, quizá imposible; pero que al fin se debe procurar en cuanto sea dable aproximarse a la resolución del problema. Sobre la inviolabilidad del Trono y la de los Senadores y Diputados, sucesos recientes manifiestan con harta claridad el respeto que han merecido y pueden merecer en adelante. La inamovilidad de los jueces se ha establecido a voluntad de un Gobierno parcial y en beneficio de una miserable pandilla, que por asalto ocupó los puestos de la magistratura. La administración provincial y municipal se dirige por una ley monstruo que todos desaprueban, aunque muchos la han utilizado para escalar el poder, introducir el desorden más espantoso y desquiciar todas las reglas de buen Gobierno.

Adoptada la Constitución de 1837, se debieron desde luego guardar con rigidez algunos de sus preceptos, y para la observancia de los restantes, el establecimiento de las leyes indicadas debió ser instantáneo, porque sin ellas no puede decirse en realidad que el Gobierno representativo rige en España sino a medias, que es peor que si no rigiese, por la proximidad de la idea de no regir ninguno.

Si pues todo esto es cierto porque se apoya en hechos patentes, innegables ¿qué nos queda de la Constitución política de la Monarquía? ¿Qué del gobierno representativo? En suma, nada más que dos reuniones de hombres que se agrupan con intervalos en un verdadero campo de Agramante, para pasar el tiempo con sus eternos discursos y sus interpelaciones para satisfacer su ambición o particulares miras con sus coaliciones y rencillas, para entorpecer con sus enmiendas y con sus cuestiones previas o incidentales y para confirmar en fin la razón con que Juan Bautista Casti dijo:

In qualunque assemblea repubblicana

e sia pur di Licurghi e di Soloni,

scuote la face ognor discordia insana,

e attizza odio, livor,  dissensioni.

Assai si ciarla e si contrasta assai,

nulla di buon non si conclude mai. (1)

No somos de los que nos horripilamos al oír el nombre de república: estamos persuadidos de que esta es una clase de gobierno como todas las demás, que según cada una de las otras tiene sus ventajas y sus contras, porque ventajas tiene también el absolutismo; pero creemos de buena fe y con la más profunda convicción que el Gobierno republicano ni es ni puede ser aplicable a la nación española, porque en ella no se reúnen, ni es posible reunir, las circunstancias o condiciones que hacen conveniente este sistema político; sin embargo, dígase también, en conciencia y con la mano puesta sobre el corazón, si el sistema vigente, supuesto el caso de que pueda llamarse sistema, con su Constitución no desenvuelta, con el desconcierto de todos los ramos de administración, con la preponderancia y casi independencia de las corporaciones provinciales y municipales, dígase, repetimos, si no es una verdadera república, o mejor, dígase si no es peor mil veces que una república, porque no es otra cosa que un completo estado de anarquía. 

Quizás no falte quien al leer estas reflexiones, las califique de inoportunas, y aun de criminales, porque se supongan encaminadas a rebajar el prestigio del Gobierno representativo; pero este juicio será infundado: no es aspirar a la destrucción de un sistema el pretender que se complete y que se desarrollen los principios en que estriba sin falsearlos; que se establezca en toda su pureza, procurando remover, o al menos disminuir, los inconvenientes propios de su naturaleza y lograr que sobresalgan sus ventajas. Para hallar la verdad no hay más que un camino, y este no es, por cierto, el de las ilusiones: antes de corregir los defectos de una cosa cualquiera, bien sea en sí misma o en los accidentes que la acompañan, es indispensable conocerlos y aun decirlos. 

La condición más esencial de los gobiernos representativos, es la división de los tres poderes fuertes, independientes, únicos, con la marcha desembarazada y libre en el ejercicio de sus respectivas atribuciones: si más o menos abiertamente se pretende introducir otro, es preciso anonadarlo; si se observa que uno de los legítimos tiene su acción entorpecida porque los medios adoptados para desenvolverla le han quitado la fuerza que le corresponde, es necesario dársela instantáneamente, removiendo los obstáculos que perjudiquen su movimiento. De esta vigilancia constante, de esta corrección sucesiva se ha de seguir el logro del fin que se desea: por esto hace muy poco tiempo que un ilustre diputado de la Cámara francesa ha llamado con sobrado fundamento admirable genio del hombre al tiempo y a la experiencia.

No hay remedio, la experiencia es el maestro que ha de hacer patentes los vicios y los descuidos que falsean el Gobierno representativo, dictando las mejoras y correcciones que para mantenerlo en toda su pureza se han de adoptar. Pero, aun suponiéndolo completamente establecido por las leyes orgánicas que faltan, todavía era necesario hacer reformas sustanciales en las pocas que existen así como desterrar varias prácticas que rechaza la sana razón. La ley electoral vigente, que es el primer ensayo de elección directa hecho en España, necesita correcciones muy capitales: la importantísima de relaciones entre los cuerpos legisladores y con el Gobierno, paralizada en el Senado, está sin concluir; pues la de 12 de julio de 1837 es diminuta e insuficiente, y sin una ley completa en este sentido que explique varios artículos de la Constitución, incluso el 37, y que fije clara, expresa y terminantemente los límites y enlace de los poderes legislativo y ejecutivo, es imposible precaver la indebida preponderancia de la cámara popular y llevar adelante el sistema político sin colisiones y conflictos de suma trascendencia. Los reglamentos de los cuerpos legisladores huyendo de un extremo han dado en el contrario, en términos de no poder estos llenar las funciones que les corresponden; y, como si no fuese bastante todavía, se han introducido precedentes infundados y contrarios a la misma naturaleza de estos cuerpos, porque minan la base fundamental en que deben apoyarse.

 La lentitud en su marcha es el carácter distintivo de los cuerpos numerosos: ella está considerada como la prenda más segura del acierto en las deliberaciones que de necesidad exigen la discusión detenida y el peso respectivo de las razones que se alegan en pro y en contra de los puntos que se ventilan; pero la lentitud tiene sus límites, que le ha de fijar una prudencia reflexiva para evitar el gravísimo inconveniente de entorpecer las resoluciones y concluir por no hacer nada; de esta regla exactísima se sigue otra, no menos cierta, cual es la de que, por la misma naturaleza de las cosas, dicta la razón que en los cuerpos numerosos se adopte y observe con rigor todo lo que contribuya a la brevedad sin perjuicio del acierto, pues precisamente lo contrario es lo que se hace en términos de que parece haber un tenaz empeño en dilatar las  discusiones, entorpecer los acuerdos y no acabar nunca; de modo que las leyes requeridas por las necesidades públicas, o no se dan, o cuando llegan a su fin son inoportunas o insuficientes por lo menos para reparar los inmensos males que su falta ocasionó; por esto una persona entendida dijo, no ha mucho tiempo, y no sin bastante fundamento, que los cuerpos legisladores podían ser buenos para muchas cosas; pero que no servían para hacer leyes

Resulta pues, demostrado hasta la evidencia, que ni el gobierno representativo existe en España, ni la administración se dirige por leyes sabias que con él estén en debida y completa armonía:  no se concibe siquiera que una nación pueda progresar en semejante estado de desconcierto. 

Aquí existe, por desgracia, un vicio capital, insubsanable para el partido dominante: impulsado este de un modo irresistible por la fuerza de la opinión, se vio en la necesidad de adoptar una ley fundamental contraria a las miras y condiciones que constituyen la esencia de su parcialidad. De consiguiente, al desenvolver las reglas o preceptos abstractos que aquella contiene no puede dar en la aplicación un solo paso, porque tendría que suicidarse abjurando sus errores; y esto no lo permite ni su amor propio ni lo consiente tampoco la condición precisa de su existencia, que es caminar siempre adelante en la senda que conduce al precipicio, verdadera significación del progreso rápido que se atribuye; tiene, pues, que sujetarse a la ley inmutable de las revoluciones, que es no terminar nunca por el arrepentimiento de los que las promueven ni por la victoria de sus contrarios, sino por la exageración del principio en que se fundan, que, fatídicamente, lleva a sus adeptos hasta el abismo: los adeptos del partido dominante son la misma exageración personificada. 

Para determinar si una nación se halla o no en estado de progreso, es preciso descender a los pormenores, examinando los diferentes ramos de fomento; pero este examen, hecho con el detenimiento, imparcialidad y exactitud que corresponde, requiere mucho espacio, es un campo vasto en que grandemente correría con libertad la pluma, excediendo sin duda los estrechos límites de este artículo, que va ya resultando involuntariamente demasiado largo; conviene, pues, limitarse a indicaciones generales que comprendan, sin embargo, los detalles necesarios para sentar antecedentes o premisas de donde por una consecuencia lógica e innegable se deduzca si es o no cierto el progreso que se supone.

De nada sirven; las pinturas poéticas que el espíritu de partido presenta, de nada el anuncio repetido de un venturoso porvenir: los hechos desmienten semejantes baladronadas, y, cuando los hechos hablan, la razón, la conciencia pública calla muchas veces; pero siempre juzga, y sus juicios, como ciertos, se realizan y destruyen los errores y las ilusiones.

Aun con el horror que causan los nombres de Convención nacional y Comisión de salud pública, todavía vienen envueltos no pocos títulos de gloria de que se envanece la vecina Francia: el genio de la guerra, que allí apareció posteriormente, mezcló con su desmedida ambición hechos admirables y medidas fecundas que se recuerdan con entusiasmo. Pero, ¿podrá decirse otro tanto de nuestra revolución política? De ninguna manera: sus efectos, hasta ahora por lo menos, han sido infructuosos en todos sentidos: sus males se palpan; sus bienes es muy difícil, si no imposible, señalarlos, porque no existen. Recórranse todos los puntos de la Monarquía en busca de pruebas del estado de progreso, y bien pronto se encontrarán evidentes de lo contrario; nuestro comercio interior y exterior padece el marasmo más consumado; el cáncer mortífero del contrabando corroe incesantemente nuestra industria; la agricultura, por doquiera, en decadencia lastimosa; desapareció la opulencia de Cádiz, Jerez, Málaga; y otros países florecientes otro tiempo con su rica producción de vinos apreciados en todo el mundo claman sin cesar por medidas que protejan su extracción; en Cataluña sus fábricas se sostienen a duras penas, al paso que no pocos capitales huyen de los desórdenes; los aceites de las provincias de Sevilla,  Jaén y Córdoba, sin salida, y, por consiguiente, sin el valor capaz de alentar el cultivo y el fomento; las ricas y variadas producciones de las provincias de Valencia, la superabundancia de cereales de las de ambas Castillas, formando depósitos inertes; la industria minera en las provincias de Murcia, Almería y otras, luchando con obstáculos y trabas que solo un Gobierno fuerte e ilustrado removería para que el interés individual marchase desembarazado en esta nueva senda de riqueza; todos los ramos de producción en el más completo desaliento y gravados sin embargo con exorbitantes contribuciones. ¡Oh, y qué bien en un periódico asalariado o en un café de la Corte se llena la boca con expresiones retumbantes de que se progresa! ¿Por qué no van esos apóstoles de felicidad y ventura a recorrer los pueblos y ver sus necesidades y su postración, víctimas de continuas exacciones y en el mayor desconsuelo? ¿Por qué no van a verlos manejados por unos cuantos individuos regularmente de la hez, del cieno de que no debían haber salido nunca, erigidos en mandarines, déspotas que a mansalva vejan, oprimen, tiranizan y arruinan? Pero no se necesita recorrer todos los pueblos; con el ligero trabajo de examinar lo que sucede en uno solo, eso mismo con cortas diferencias acontece en los veinte mil y más que forman la nación. ¿Progresarán las Provincias Vascongadas con la pérdida de sus venerandas leyes y patriarcales costumbres, que proporcionaron la felicidad de sus naturales por espacio de muchos siglos? El decaimiento de todos los ramos de prosperidad pública, el desconcierto en todas las cosas, la ruina y la miseria general, eso, eso únicamente es lo que existe y lo que se ve con evidencia. ¿Consistirá tampoco el progreso en la división y subdivisión de los ánimos hasta lo infinito, con las recriminaciones y los odios que engendra, y con el espíritu de persecución y de venganza que constantemente ejerce su funesto influjo? ¿Dónde pues está ese decantado progreso? ¡Ah, sí! En la prosperidad de unos cuantos que se enriquecen a costa de los demás, y en medio del desorden y desolación general. 

Si unos hechos tan palpables producen un convencimiento absoluto de que el estado de progreso es ilusorio, ¿podrán los mismos servir de antecedentes para asegurar un venturoso porvenir? No, ciertamente o, mejor dicho, solo bajo un punto de vista triste, desconsolador, porque desconsolador y triste es reconocer que ha de venir el bien del aumento mismo del mal. No somos partidarios del pesimismo político; estamos muy lejos de lisonjearnos con esperanzas halagüeñas que se funden en tan inmoral principio; pero, si la marcha seguida hasta ahora conduce por tan fatal camino a lograr el bien, si no se presenta otro medio de alcanzarlo que el aciago y terrible de pasar por la tiranía de una dictadura militar que de cerca amenaza o por el horroroso trance de la anarquía disfrazada con el nombre de república, que no se ve lejos, ¿qué extraño será que haya quien desee estos espantosos trámites, a trueque de llegar después a una  época tranquila y capaz de proporcionar el bienestar, que en el estado actual de cosas se considera imposible?  

Más de ocho años llevamos de lo que se ha llamado gobierno representativo y, si bien durante tan largo período la encarnizada guerra civil, por un lado, y las no menos crudas revueltas intestinas, por otro, han podido entorpecer o retardar su consolidación, luego que aquella terminó de todo punto en Berga y estas se concluyeron con el titulado glorioso pronunciamiento de setiembre, porque el partido que las promovía logró su fin apoderándose de una manera ilegal y violenta, pero omnímoda, de todos los medios de gobernar, ¿qué obstáculos se le han presentado para obtener aquel objeto o empezar al menos a conseguirlo? Ninguno, más que su origen vicioso y su menguada suficiencia, su incapacidad misma, su propia naturaleza que le constituye siempre apto para destruir, nunca para edificar. La inflexible experiencia, descorriendo el velo a ofertas engañosas, y haciendo palpar lo poco que valen y significan palabras huecas, vacías de sentido, ha puesto al descubierto a este partido audaz con toda su deformidad, con todos sus defectos y con todos los caracteres desfavorables que le distinguen: pero, como los hechos que se tocan son innegables, y tal es el de que ninguna de las condiciones del progreso que preconizaba se ha verificado, preciso le era inventar un pretexto  para encubrir tan patente falta; ¿y cuál ha sido? Proclamar a voz en grito que no han tenido lugar las consecuencias de su decantado pronunciamiento. ¡Miserable recurso! Si todos los Ministros que habéis tenido, si todos los funcionarios públicos desde el Regente del Reino hasta el mozo de oficio y portero de la más insignificante oficina os pertenecen; si la mayoría del Senado y casi la totalidad del Congreso son de vuestra comunión política; si os corresponden los ayuntamientos y diputaciones provinciales; y, por último, si habéis dispuesto de la fuerza pública para encumbraros y disponéis de ella para sosteneros, ¿quién os ha impedido marchar? Nadie más que vosotros mismos, vuestro carácter desorganizador, el desorden que os persigue, único elemento en que, como el pez en el agua, podéis vivir. Si, en lugar de haber ocupado los puestos los que los consiguieron y callan, hubiese cabido esta suerte a sus compañeros en el asalto (que fueron menos afortunados y por lo tanto chillan), sucedería ahora lo mismo, porque vuestro mal, por más que pretendáis alucinaros y alucinar, no está tanto en las personas como en la situación que habéis creado, que es una situación anómala, indeclinable, imposible de todo punto. Para insurreccionaros pretextasteis que la Ley de ayuntamientos violaba la Constitución; demos de barato que así fuese; pues tiempo habéis tenido para formar otra que no la violase; pero lo habéis intentado y tenéis que retroceder ante vuestra propia obra, porque os asustan con la amenaza de segundo pronunciamiento; tal es vuestra suerte; en este caso, y en todos, vuestra mano izquierda deshará siempre lo que hagáis con la derecha: no hay remedio, tenéis que confirmar con un ejemplo más la expresión tantas veces repetida de que las revoluciones son como Saturno, que devoran a sus propios hijos;  (2) la que habéis promovido y sostenéis con tanta ceguedad y obstinación, más tarde o más temprano os devorará también y, en tanto, vuestro destino, con la palabra progreso constantemente en la boca, es, para lo malo, precipitaros, y, para lo bueno, retroceder, o cuando más, permanecer aferrados en opiniones añejas y desacreditadas por la experiencia y el convencimiento; y, como si vuestro sistema tuviese los caracteres santos y perennes de la religión del Crucificado, calificáis neciamente de apóstatas a los que desengañados reconocen sus anteriores equivocaciones, porque torpemente ignoráis que nada es de suyo más variable que las opiniones políticas: en su formación entran elementos unos inseguros, otros transitorios, y todos sujetos a la influencia de circunstancias temporales, de sucesos imprevistos y a las lecciones de la experiencia, en fin, que van indicando de un modo irresistible la conveniencia, y aun la necesidad, de modificaciones: semejante aplicación, pues, de la palabra apostasía es una solemne sandez, porque, si la variación de opiniones políticas se funda en la inmoralidad, en miras siniestras o en intereses mezquinos, le corresponde otro nombre; pero, si proviene de una profunda e ilustrada convicción, hija del estudio y del entendimiento, es la prueba más positiva y laudable de un juicio recto y de un corazón no pervertido; por lo mismo, una persona tan conocida por su saber y elocuencia como por su desgraciada suerte   y que había incurrido en esta supuesta falta contestó con mucha oportunidad a los cargos que en este sentido se le hacían no negando el hecho, ni pretendiendo disculparlo, sino confesándolo y añadiendo breve y enérgicamente: “Yo no he hecho profesión de vivir siempre en el error”.  (3) El don de la infalibilidad no está concedido a la especie humana, es un atributo exclusivo del Ser Supremo; el estudio, la observación y la experiencia son los verdaderos maestros del hombre; de muy distinto modo se ven las cosas en la edad juvenil que en la edad madura; propio es de la primera cometer errores, a la segunda corresponde corregirlos; ¿dónde está el ser perfecto y privilegiado que en su vida no tiene que arrepentirse ni enmendarse de nada? Levante el dedo, tire la primera piedra el que pueda lisonjearse de no haber errado nunca; no lo hay, no: y no serán, por cierto, los que incurren en la contradicción inexplicable de proclamarse progresistas por excelencia al mismo tiempo que con el mayor tesón y con el empeño más ciego no quieren abjurar ideas adquiridas en sus primeros años ni reconocer la preferencia de los que después han bebido su instrucción en fuentes más puras, sino que pretenden que, a despecho de la experiencia y de las luces, se ha de permanecer en el punto estacionario que ellos eligieron, sometiéndose todos a el cetro que creen corresponderles de derecho, sin más razón que la de haber nacido antes: exceso de orgullo cuyo origen no puede ser otro que el de la ignorancia, cuando no sea el de la malicia, o, por lo menos, el de un desmedido amor propio a que no pueden renunciar. Si más modestos fuesen, se contentarían con la gloria de haber empezado, y dejarían a otros el lauro de concluir, y no se pondrían en contradicción consigo mismos, queriendo hacer creer que se progresa, cuando todos sus conatos se dirigen a no adelantar. 


Diego Medrano y Treviño, por Esquivel, 1848


Pero se dirá quizás: cualesquiera que sean los defectos del sistema político vigente, sus imperfecciones y las faltas del Gobierno, es innegable que a la par de algunos males independientes de la voluntad de este y que son irremediables ahora por las circunstancias, influye él mismo con esmero y fruto en que se despleguen (4) bienes de suma utilidad y sucesivos beneficios, siendo aquellos principalmente la tendencia general que se advierte al saber, a la propagación de las luces y al fomento, en fin, de la industria por el poderoso resorte del espíritu de asociación, que con tantas ventajas se aplica a las mejoras materiales en todos los ramos. Esto se dirá, sin duda, y esto precisamente no es cierto o, por lo menos, no tiene el origen que se supone.

Nada es más frecuente en los gobiernos que el atribuirse glorias que no les pertenecen. “Nosotros contestamos a los cargos de la oposición con victorias”, proclamó, arrebatado de necio orgullo en el Congreso de los Diputados en época no muy lejana, un ministro progresista, aludiendo a victorias obtenidas por el ejército en los campos de Navarra o Provincias Vascongadas. “Nosotros los teólogos”, decía un estudiante la primera vez que asistió a la cátedra de lugares teológicos; porque es de advertir, que el tal ministro hacía pocos días que desempeñaba el cargo y lo conservó muy poco tiempo.

Mas, aunque supongamos por un momento que las mejoras expresadas y otras que se indiquen sean efectivas, todavía se debe fijar si podían o no ser de mayor importancia y si tales como son corresponde al Gobierno vanagloriarse de ellas. La parte principal que a un Gobierno bien establecido pertenece en la prosperidad de una nación consiste casi exclusivamente en procurar la propagación de los conocimientos útiles y en remover los obstáculos que impedían la marcha ilustrada y libre del interés individual, que es el agente más poderoso del fomento. Por más que la vanidad de algunos Gobiernos se haya empeñado en decirlo, no necesita la producción que se la estimule para prosperar; pues basta con que no se la contraríe, dijo Mr. Thiers en su Historia de la revolución francesa; (5) reflexión exacta, porque el no contrariar no puede menos de comprender también el deber de allanar las dificultades que al interés individual no le sea dado vencer, e inspirar a los productores la más completa seguridad y confianza de que el fruto de su trabajo y de sus afanes ha de resultar en su beneficio. Y, por ventura, ¿se verificará esto en España? Dos años se han cumplido ya que el partido dominante se halla en quieta y pacífica posesión de gobernar y, sin embargo, difícil, o por mejor decir, imposible es señalar una sola medida fecunda que haya adoptado para lograr el fin dentro del círculo que le corresponde: no es el Gobierno, no, el creador de la tendencia al saber que el espíritu del siglo desplega, mal que les pese a los que con torvos ojos y rencoroso encono contemplan la brillante juventud, que, no pudiendo sujetarla a la coyunda de sus falsos sistemas, les hace palpables sus errores. No es el Gobierno, no, el que ha promovido, o promueve la reacción que se nota da la política, hacia la industria; esta rea[c]ción se verifica, más bien, a despecho del mismo, y se explica grandemente porque, cansados los hombres de esperar bienes de quien se contenta con ofrecerlos de palabra sin confirmarlos nunca con hechos, y fastidiados de intervenir en la política sin haber obtenido ni esperar tampoco la menor utilidad, convierten, naturalmente y como impulsados por el interés individual, su vista hacia las mejoras materiales, para obtener por sí mismos los bienes que en vano han esperado de otro modo. El vértigo político que tantas cabezas ha trastornado empieza ya a desaparecer; y desaparecerá muy en breve totalmente, cuando los hombres acaben de convencerse de que ni todos pueden mandar, ni les conviene tampoco, puesto que, por la naturaleza misma de las cosas, unos nacen para dirigir y otros para ser dirigidos; que son pocos los llamados para aquella difícil misión, y que estos pocos no se encuentran en la oscuridad de los conciliábulos que forma el espíritu de partido, de los cuales no pueden salir más que miserables sostenedores del mismo que ni tienen disposición ni voluntad ni medios para llenar otras miras que las mezquinas, infecundas y perjudiciales de proteger su parcialidad a todo trance, y aun, si necesario lo contemplan, a expensas de los intereses generales y del bien de la nación. Para encubrir sus verdaderos intentos emplean las expresiones huecas de prosperidad y ventura, amontonan ilusiones sin cuento, aglomeran promesas pomposas y promueven esperanzas que nadie mejor que ellos saben que han de ser fallidas; pero, por el pronto, logran su objeto, que es el de engrandecerse y conservarse el mayor espacio de tiempo que les sea posible. Este predominio tiránico pasará, porque la verdad no puede estar oculta y ha de aparecer con todo su esplendor a la generación presente para que se convenza de la falacia de estos empíricos que han pretendido embaucarla, y para que conozca que el decantado progreso que los mismos preconizan es un verdadero sarcasmo. 

                                                                    DIEGO MEDRANO


NOTAS  

(1) [Nota del editor actual] Vid. Gli animali parlanti, London: C. F. Molini, 1822, I, 20. La edición original es de 1801. Es una colección de fábulas de Giambattista Casti (1724-1803) muy popular en su época. Esta es una traducción aproximada:  En cualquier asamblea republicana / incluso de Licurgo y de Solón, / toda loca discordia sacude el rostro / e incita odio, ira, disensión; / mucho se habla y se contrasta mucho, / nada bueno llega a concluirse.

(2)  [Nota del editor actual] Es una célebre expresión acuñada por el revolucionario francés Pierre Victorian Vergniaud (1753 - 1793)  en su juicio, poco antes de ser guillotinado durante el Terror. 

(3)  [Nota del autor] El célebre orador don Antonio Alcalá Galiano en el Congreso de diputados.

(4) [Nota del editor actual] Sic. Es una particularidad del dialecto manchego de Ciudad Real conjugar este verbo en concreto sin realizar el diptongo, como he visto en otros autores de la misma procedencia. Lo confirma el usus scribendi un poco después.

(5) [Nota del editor actual] Adolphe Thiers (1797-1877), famoso historiador entonces y futuro presidente de la III República Francesa. La obra citada es su Histoire de la Révolution française, Paris: Lecointre et Durey, 1823-27 (10 vols.).


II


OBSERVACIONES SOBRE LA VERDADERA INTELIGENCIA DEL ART. 37 DE LA CONSTITUCIÓN (1)

Revista de Madrid, Madrid: Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, 1844, segunda época, tomo III, pp. 341-355.

Cuando la experiencia demostró el gravísimo riesgo de que en las constituciones modernas de algunos estados permaneciesen frente a frente el poder real y el popular, no tardó mucho en reconocerse la necesidad del establecimiento de un cuerpo intermedio que, al mismo tiempo que sirviese de antemural al trono contra las exigencias inmoderadas y fuerza absorbente de las asambleas únicas, mantuviese el equilibrio apetecido; pero este cuerpo intermedio, para llenar cumplidamente el objeto de su instituto, es preciso que tenga en sí mismo una importancia propia, un valor peculiar y efectivo por la clase de elementos que lo constituyan, puesto que en todas las operaciones humanas no basta la voluntad de hacer una cosa cualquiera si no se tienen o pueden proporcionarse los materiales adecuados para su formación. Tanto en el orden físico como en el moral no le es dado al hombre crear nada: su misión principal en la tierra es descubrir, combinar, modificar o aplicar lo creado: si en este procedimiento se dirige por reglas fijas  que nazcan de la misma naturaleza de las cosas que emprenda, o que tengan una inmediata relación con ellas, regularmente consigue el objeto que se propone; pero si, por el contrario guiado por su voluntad aislada, por su capricho, sus pasiones bastardas, o miras mezquinas intenta erigir lo que no está en su mano crear, resulta indefectiblemente que no logra lo que apetece, envolviéndose tal vez en un verdadero caos cuando más lejos de él se contemplaba. Todos los poderes políticos ahora y siempre no han sido, ni pueden ser otra cosa que la expresión de los poderes sociales, y este carácter único es el que constantemente les ha dado y les dará en adelante la consistencia necesaria para ser estables, y no reducirse a verdaderas farsas pasajeras, que nada producen, ni dejan tras de sí más que el ridículo y el escarnio. Si esta doctrina se ha aplicado o no en todas las constituciones políticas modernas, el tiempo nos lo irá demostrando, y aun quizás nos lo hará más palpable todavía. Concebir y proclamar principios abstractos en todas las ciencias, y más en política que en ninguna, no es difícil; pero el mérito y las ventajas positivas consisten en su aplicación, y, para que esta pueda calificarse de acertada, es indispensable que sea posible, oportuna y conveniente. Tan difícil es quitar la influencia en un estado a las clases que la tienen como dársela a las que de ella carecen; y por más esfuerzos que se hagan, ni la una, si está incrustada en la masa social como producto de una bien entendida opinión pública, dejará de prevalecer, ni la otra pasará jamás de la superficie: ejemplos bien patentes por cierto de esta verdad nos han ofrecido las revoluciones políticas de nuestro tiempo; es preciso descatolizar los pueblos, dijo un diputado de la Convención francesa, y en el acceso del frenesí que entonces dominaba se pusieron en acción todos los medios para conseguirlo; pero los pueblos no se descatolizaron: inflamando los ánimos, y trastornando las cabezas con la quimérica idea de igualdad absoluta entre los hombres, se intentó sacar a clases enteras del puesto que las costumbres y el estado social les tenían señalado, y la desigualdad continuó y existirá hasta el fin de los siglos.


Frecuente es aún entre las personas más ilustradas convenir en un pensamiento fecundo y diferir en los medios de realizarlo hasta el extremo de ponerse en contradicción consigo mismas. Idea generalmente recibida es por cuantos tienen algún conocimiento de gobierno la conveniencia de establecer un Consejo de estado que proporcione la necesaria unidad administrativa; y, sin embargo, estos mismos, si se hallan en posición de llevarlo al cabo, o no lo procuran, o, si lo intentan, es destruyendo la esencia con la forma. Lo mismo sucede en cuanto  a la unidad política; se convino fácilmente en la creación de un senado: todos generalmente estuvieron conformes en la necesidad de este cuerpo intermedio; pero, al establecerlo, se faltó hasta cierto punto al principio de que se partía o debía partirse y, cualesquiera que fuesen las causas que influyeron en ello, el resultado positivo no pudo corresponder al fin propuesto.

No es el objeto de este escrito, ni tampoco cabría en sus estrechos límites, analizar todos los puntos a los cuales son aplicables las reflexiones apuntadas; pero conviene asentar que de nada sirven las mejores bases fundamentales, propia o impropiamente dichas, si en su aplicación precisa, indispensable o no, se desenvuelven o se desenvuelven mal poniendo en contradicción las consecuencias con los principios establecidos.

La historia de los cuerpos legislativos en Francia, lo mismo que la de los nuestros, da lugar a una observación importantísima, que no se debe perder de vista, por hallarse fundada en un hecho que ha producido ya funestos resultados y sigue obrando de un modo al parecer insensible, pero eficaz, en la marcha política que tal vez inadvertidamente se resiente sin cesar de lo mismo que en tesis general se condena. Una y otra revolución, aunque por distintas causas y en circunstancias diferentes, partieron de un principio exagerado: la república en Francia y la Constitución casi republicana de 1812 en España, con ambos sistemas se introdujeron y adoptaron como axiomas, o, por lo menos, como reglas convenientes, ciertas prácticas que ni la caída de aquellos, ni su completo descrédito, ni su sustitución o reemplazo por otros de distinta naturaleza han alcanzado a desarraigar. Considérese, por ejemplo, la distancia i[n]mensa que media entre el sistema político de la dicha Constitución del año 12 y el establecido por el Estatuto Real en 1834, y nótese la tendencia constante o, mejor dicho, la obstinación incansable que se descubría principalmente en muchos miembros del estamento de procuradores por asimilar su marcha a la de las cortes anteriores, y se confirmará la exactitud de este juicio: los esfuerzos más extraordinarios y tenaces se hicieron desde luego por introducir en aquel los precedentes de estas, y lo mismo puede decirse que está sucediendo en la actualidad. Las cortes de 1812 y las demás que con arreglo a la misma Constitución se reunieron gobernaban más bien que legislaban, o, por mejor decir, queriendo hacer las dos cosas no hacían ninguna de ellas, o ambas las hacían mal. Los cuerpos legisladores sucesivos, a pesar de las variaciones esencialísimas introducidas en su forma y naturaleza, no dejan de ofrecer repetidamente señales muy marcadas de tan fatal tendencia: de aquí la falta de equilibrio de los poderes públicos, de aquí el efecto perjudicialísimo de invadir o al menos entorpecer el ejercicio de atribuciones ajenas, y de aquí, en fin, el resultado funesto de que por esta causa, y otras enlazadas con ella, ni se legisla ni se gobierna, prolongándose indefinidamente el lamentable e imperfecto estado de todos los ramos de la administración pública.


Muchos, quizá la mayor parte de los individuos que compusieron las Cortes constituyentes, y, sin duda alguna, los de más influencia en ellas, conocían los buenos principios, y aun al parecer de buena fe trataron de aplicarlos; sin embargo, frecuentemente impelidos de aquella fatal tendencia, se dejaban llevar y con facilidad se conformaron con varias propuestas que estaban en contradicción abierta con las opiniones que habían antes proclamado, en términos de no poderse negar la razón a los que creen que las conquistas alcanzadas en algunos casos haciendo prevalecer las sanas doctrinas contra el torrente de las ideas políticas del partido entonces dominante se desvirtuaron con la admisión de otras erróneas, cuyas consecuencias tocamos ya de cerca, y se notarán aún más en lo sucesivo, dando lugar a que aquellas no se desenvuelvan convenientemente o se entiendan y apliquen mal, introduciendo costumbres o precedentes perjudicialísimos y de una trascendencia inmensa, porque destruyen las mismas bases fundamentales del sistema político que se ha querido admitir.


Una de las consignadas del modo más explícito y terminante es no solo el establecimiento de dos Cámaras, sino también el que sean iguales en facultades; es decir, que la mente del legislador en la creación de estos cuerpos fue precaver el peligro de que cualquiera de ellos pueda ser dominado por el otro, y para este fin quiso que ambos tengan la misma importancia, la misma influencia política, el mismo desembarazo y medios en el ejercicio de sus funciones legislativas y, por último, la misma fuerza moral; pues que esto o nada quiere decir la igualdad que se establece. ¿Y se verifica así, en efecto? ¿Es, por ventura, esto lo que sucede? Díganlo los hombres pensadores al observar la indiferencia con que generalmente se miran las elecciones contraídas a la propuesta de los individuos en quienes ha de recaer el nombramiento de senadores; dígalo la marcha que por lo regular sigue el Congreso de los diputados y aun el lenguaje que en él más de una vez se emplea, y dígalo, en fin, hasta lo poco que el Gobierno se ocupa de la opinión del Senado, como con frecuencia lo manifiesta palpablemente la insignificante atención que a sus discusiones presta; y ¿cuál es la causa de estos efectos? ¿Será la de que este cuerpo no debe su origen a la influencia social preexistente a su formación, de las clases que deberían haber concurrido a componerlo? ¿Será que conserva todo su vigor, y acaso va en aumento en el cuerpo popular esa fuerza de absorción y exclusivismo que siempre debe suponerse en él y que, por tanto, requiere la construcción de diques que le contengan y no existen? ¿Será, en fin, porque la misma naturaleza del Senado rechaza la movilidad que se le ha dado participando del carácter electivo, y del flujo y reflujo consiguiente en mayor o menor grado? Cuestiones son estas que merecerían un serio examen, y cuya resolución acertada quizás no sea fácil obtenerla sino remontándose al origen, o lo que es lo mismo, procurando constituir oportunamente el cuerpo de que se trata bajo unas bases más sólidas, bien meditadas y capaces de asegurarle la estabilidad, la importancia y la influencia de que actualmente carece; pero, mientras que esto no se verifique, que sin duda se verificará, si algo valen entre los hombres las inflexibles lecciones del tiempo y de la experiencia, preciso es disminuir los defectos que se le reconocen sin darles una latitud que los haga más perniciosos, ya que de pronto no sea posible removerlos. 

Contrayendo, pues, estas ligeras reflexiones al caso en cuestión, examínese con detenimiento el art. 37 de la ley fundamental y se verá cuál debe ser su verdadera inteligencia, y hasta qué punto puede ponerse en armonía con otros de la misma.

El art. 13 de la Constitución dice: «Las Cortes se componen de dos cuerpos colegisladores iguales en facultades: el Senado y el Congreso de los diputados; pero el 37 previene: «Las leyes sobre contribuciones y crédito público se presentarán primero al Congreso de los diputados, y si en el Senado sufrieren alguna alteración que aquel ņo admita, después pasará a la sanción Real lo que los diputados aprobaren definitivamente». Esta es una excepción de la regla general antes establecida y, como tal, es preciso restringirla o limitarla al punto a que se refiere; porque, de otro modo, mal podrían reputarse iguales las facultades de los dos cuerpos si en muchos casos, no de poca monta por cierto, se da la preferencia a uno de ellos sobre las resoluciones del otro; pero toda excepción se funda o debe fundarse en un motivo razonable que la haga necesaria o conveniente, y que por tanto la justifique; y ¿cuál puede ser este motivo en el presente caso? No es el carácter electivo del Congreso de los diputados, por el cual podría suponerse que representaba con más exactitud los intereses materiales y las opiniones de la generalidad de sus comitentes, porque este mismo carácter corresponde también al Senado, cuyo origen es en la esencia igualmente electivo: no es tampoco la consideración de que en esta clase de gobiernos se parte casi siempre del principio de dar mayor intervención en los negocios públicos a las personas que por sus circunstancias se contemplan más interesadas en el orden y en el buen uso de los derechos que han de ejercitar; porque para ser diputado se requieren menos cualidades que para ser senador: aquel con ser español mayor de 25 años, no estar procesado criminalmente ni bajo interdicción judicial, ni declarado fallido en quiebra o suspensión de pagos, ni siendo deudor a los fondos públicos, como segundo contribuyente, se encuentra hábil para ejercer su cargo, y este necesita, además, mayor edad, y poseer una renta propia que no baje de treinta mil reales anuales, por la cual se debe creer concurrirá a sostener las cargas públicas: natural es pues suponer que tomará más interés el que contribuye que los que pueden hallarse en el caso de no contribuir, porque no se les exige este requisito, y de consiguiente observándose la regla indicada, la preferencia correspondería al cuerpo cuyos individuos contribuyen. Y no se diga que los diputados, aun cuando ellos por sí pueden no estar comprendidos en el pago de contribuciones, ni en contacto con los intereses del crédito, que tanta relación tienen con las mismas, representan a la masa general de los que sí que reúnen estas circunstancias; pues los senadores, sobre esta calidad de que participan, llevan la ventaja de estar identificados en intereses con los que concurren a su nombramiento.

Si el Senado en España fuese lo que son las Cámaras altas en otras naciones regidas por gobiernos representativos, variaba seguramente la cuestión; pero no es así, y, por tanto, es indispensable seguir otra senda para encontrar el fundamento de la excepción que nos ocupa.

Las leyes sobre contribuciones son por lo común de tal naturaleza, que no es conveniente bajo ningún aspecto comprenderlas en la regla general del art. 39 de la Constitución, que dice: «Si uno de los cuerpos colegisladores desechare un proyecto de ley, o le negare el Rey su sanción, no puede volverse a proponer un proyecto de ley sobre el mismo objeto en aquella legislatura.» En efecto, por mucha que sea la importancia de una propuesta semejante sobre cualquiera asunto independiente de la marcha ordinaria y precisa de la administración pública, nunca puede tener un carácter tan urgente que no permita prescindir de su ejecución, si las opiniones de los que han de concurrir a su adopción no se conciliasen; pero las contribuciones de una u otra forma, y en mayor o menor cuantía, son de una necesidad absoluta, porque indispensable es cubrir las cargas del Estado. El recurso que tienen las Cortes de negar al Gobierno los subsidios en algunas circunstancias es un remedio que puede llamarse heroico, aplicable únicamente a casos muy singulares y extremos, cuando no hay otro camino que seguir para conjurar un mal inminente y de suma trascendencia, y esto se ha confirmado de un modo bien palpable que no da lugar a duda, de que son muy raras las ocasiones en que es permitido apelar a un medio tan violento; y así es que, aun cuando en la época que atravesamos han ocupado el poder hombres de diversos y opuestos matices políticos, jamás los partidos, por una especie de instinto o sentimiento de moralidad que les honra, han apelado a este medio; todos han concedido al Gobierno siempre, y algunas veces con profusión, los recursos que exigía para gobernar, por contrario que fuese su sistema a las ideas de aquellos; esta es, por consiguiente, una arma vedada, cuyo uso no debe ser lícito sino en algún caso singularísimo o, como vulgarmente se dice, a la desesperada; lo ordinario, racional y conveniente o más bien lo indispensable es la concesión de subsidios como primera condición de la vida de los Estados y sin la cual no pueden existir. Si pues tan absoluta es esta necesidad no es posible por regla general aplicar a ella lo prescrito en el art. 39 citado, porque la menor divergencia de los cuerpos colegisladores produciría el efecto necesario de que un proyecto de ley de contribuciones, desechado en una legislatura, no había facultad de proponer otro en la misma, y esto equivaldría a decir que, por causas de poca monta o tal vez livianas, quedase el Gobierno sin medios y la administración paralizada; cosa que jamás ha podido caber en la cabeza de ningún legislador. Para salvar este inconveniente y cubrir la absoluta necesidad dicha, en vez de admitir cualquiera otro método que precaviese un perjuicio tan conocido y trascendental, se adoptó la excepción prescrita por el art. 37, reducida a que en el referido caso prevalezca en último término la opinión del Congreso de los diputados. Pero a esta preferencia no puede darse tal latitud que destruya una de las principales bases del sistema político vigente, cual es la división de la potestad legislativa en dos cuerpos de facultades iguales; sin embargo, hay no pocos sujetos que, o por no haber reflexionado bastante sobre este asunto, o bien, y es lo más probable, porque se hallan mal avenidos con semejante división, juzgan al Congreso de los diputados casi exclusivamente revestido de la facultad de hacer y deshacer en punto a contribuciones y presupuestos cuanto a bien tenga, escudado con la idea de que han de prevalecer al fin sus acuerdos, si en ellos insiste: oportuno es por tanto demostrar a los que así piensan el extremo a que conduciría su opinión, reducida a práctica con la amplitud que desean.


“Todos los años presentará el Gobierno a las Cortes el presupuesto de los gastos del Estado para el año siguiente, y el plan de las contribuciones y medios para llenarlos”. “No podrá imponerse ni cobrarse ninguna contribución ni arbitrio que no esté autorizado por la ley de presupuestos u otra especial”, dicen los arts. 72 y 73 de la Constitución: sus disposiciones son tan claras y terminantes que en ningún caso pueden dar lugar a duda. A las Cortes compete la imposición de contribuciones, y ninguna puede cobrarse sin estar autorizada por una ley: resoluciones semejantes contienen los art. 74 y 75 respecto a la deuda pública y crédito de la Nación; pero por lo prevenido antes en el art. 37 y en el caso que allí se refiere, el Congreso de los diputados tiene la preferencia que se indica en las leyes sobre contribuciones y crédito público, y nada más: todo cuanto se quiera deducir que ensanche esta especie de privilegio, dictado única y exclusivamente por la necesidad antes apuntada, es erróneo, perjudicial en sumo grado y principio seguro de un verdadero caos en la administración pública.

Si la primacía que se atribuye en definitiva a los acuerdos del Congreso de los diputados en las leyes sobre contribuciones y crédito público se extiende a todos los puntos que tengan relación con dichos dos objetos, inútil, ilusoria y aun no pocas veces perniciosa sería la división de la potestad legislativa en dos Cámaras; como pues no puede ser este el espíritu de las disposiciones dichas, es importantísimo distinguir entre la causa que produce la conveniencia o necesidad de la ley, y los medios de realizarla. Para quitar a esta distinción lo que por el modo de enunciarla parece tener de sutil y confusa, se explicará contrayéndola a casos determinados.

La ley llamada de presupuestos tiene dos partes muy marcadas o, mejor, son estas en realidad dos leyes esencialmente distintas; la del presupuesto general de gastos del Estado y la de ingresos, o sea, usando de los términos que emplea el art. 72, la del plan de contribuciones y medios para llenarlos. Los gastos provienen de las atenciones que llevan consigo la marcha y dirección de los ramos que forman la administración pública. Estos ramos tienen necesariamente su privativa organización, fijada por leyes especiales que determinan el número y clase de sus empleados, sus deberes y funciones respectivas, los goces y emolumentos que les corresponden y demás pormenores que los constituyen. Y, porque a todo esto se atiende con el producto de las contribuciones, ¿se podrá decir que las leyes relativas a dichos objetos son de las comprendidas en el art. 37? Esto sería un despropósito.

Si pues el ejército, la marina y los restantes ramos de administración judicial, civil y económica están sujetos a leyes orgánicas, hasta cierto punto independientes de los gastos que necesitan, las variaciones que convenga hacer en ellos no deben verificarse por incidencia y a la ligera, sino con plena deliberación y por los trámites prescritos generalmente para la confección de las leyes, trámites que se han creído precisos para el acierto y que, por tanto, sería un contrasentido suprimirlos en negocios de tamaña importancia; cuales son por lo común todos los que más o menos sustancialmente alteran cualquiera sistema establecido y seguido con ventajas conocidas. Es desacertada por consiguiente la opinión de los que creen que en el examen de los presupuestos puede la cámara popular suprimir, fundada en lo prevenido por el art. 37, cualquiera instituto con solo el acto de tachar en aquellos la cantidad o cantidades que para sus atenciones se le asignen; de lo contrario, sería preciso reconocer en el Congreso de los diputados la facultad de trastornar toda la administración y aun destruirla, lo que ciertamente sería el mayor de los absurdos.

En los estados regidos por gobiernos representativos, cuyos cuerpos colegisladores no tengan la iniciativa de las leyes, como sucedía con el Estatuto Real, se concibe bien el fundamento del deseo de intervenir por medio indirecto en el régimen de un Estado; pero cuando cada uno de los miembros de estos cuerpos conserva el derecho de proponer todas las leyes que crear convenientes para anular, modificar o alterar las establecidas, sería por lo menos totalmente superfluo conceder un medio incidental e imperfecto a quien lo posee propio y completo. Lo que la razón y la conveniencia dictan es que semejantes variaciones sigan los trámites comunes, y esto es precisamente lo que está conforme con los términos en que se halla concebido el artículo que se analiza, en el cual solo se habla de las leyes sobre contribuciones y crédito público, no de la de presupuestos a que se refiere el art. 73, ni de ninguna otra.


La organización judicial, militar, civil y económica nacen de leyes especiales; si conviene o se cree que puede convenir derogar alguna parte de ellas o establecer otras nuevas, es indispensable que se verifique también por leyes especiales , sujetas en el curso de su formación a las reglas que generalmente se exigen y que proporcionan el tiempo y oportunidad convenientes para discurrir con detenimiento, pesar las razones en pro y en contra de lo que se propone y acordar en caso de supresión los medios de que esta no produzca males superiores a los que se desean remover: este fin necesario, indispensable, no se consigue con el acto sencillo de borrar líneas en los presupuestos, por lata que sea la discusión que le preceda, puesto que el resultado final no podrá satisfacer en el mayor número de casos a las condiciones que deben acompañar a la supresión.

Por inútil que sea cualquiera institución o parte de las que forman el todo de la administración pública, siempre le competen alguna o algunas atribuciones de necesidad absoluta, y, si desaparece la corporación o funcionario que las desempeñaba, preciso es decir, al mismo tiempo que esto se acuerda, quién o con quiénes han de llenar el vacío que resulta. Lo sucedido con el tribunal especial de las órdenes ha sido una lección viva que no debe perderse de vista: se creyó bastante para suprimirlo con no dar las cantidades que su permanencia exigía; pero la supresión no ha tenido ni podido tener lugar sin gravísimos obstáculos que el Gobierno sin duda no ha encontrado medios de allanar, y el tribunal sigue y seguirá desempeñando sus funciones hasta que, si conviene extinguirlo, se verifique del modo que corresponde. Véase pues, palpablemente, cómo las leyes sobre contribuciones no tienen relación con otras de distinta clase sino de una manera muy subsidiaria; y, si por esta sola circunstancia compete al Congreso de los diputados la preferencia de que se trata, no habrá una ley o por lo menos serán muy pocas en las que no tenga lugar, promoviendo el recelo fundado de que el art. 13 de la Constitución se puso únicamente para alucinar o acallar la opinión ilustrada que exigía imperiosamente el establecimiento de dos cámaras, pero que en realidad su disposición es en último análisis del todo ilusoria.

En una nación donde faltan leyes orgánicas o las que existen requieren reformas muy capitales; donde su fomento y prosperidad se han mirado con el mayor descuido, y donde todo en fin está por hacer y se debe aspirar a ejecutarlo si ha de salir alguna vez del lastimoso estado de embrollo, confusión y desorden en que se encuentra, muy rara será la ley cuya ejecución no lleve consigo gastos de los que con el producto de las contribuciones se satisfacen.

Fuera de esto, como nuestra administración pública no está organizada, ni probablemente lo estará en mucho tiempo, y, por otra parte, el examen de los presupuestos proporciona a los partidos un campo vasto de discusión en el cual pueden desplegar sus fuerzas y tocar todas las cuestiones de gobierno, es claro que los debates han de ser lentos; de lo que se sigue que aun cuando no está fijada la duración de las legislaturas, estas no pueden menos de tener un término racional y conforme a la misma naturaleza de los cuerpos colegisladores; y presentándose primero al Congreso de los diputados la ley de presupuestos, absorbe él mismo todo el tiempo en su examen y aprobación, de lo que resulta que el Senado se ve en la necesidad de pasar por ellos a ciegas y como por mera fórmula, exponiéndose a incurrir en la irregularidad de aprobar de este modo incidental y ligero cosas que anteriormente haya desaprobado con plena deliberación según que ya ha sucedido una vez y puede repetirse varias. En efecto, el Congreso aprobó un proyecto de ley sobre supresión de ciertos goces a los individuos de una clase que los disfrutaban por ley expresa; pero, pasando al Senado, este cuerpo, después de los trámites ordinarios, lo desechó, y por consiguiente debió sufrir la suerte que le señalaba el art. 39 de la Constitución; sin embargo, el Congreso, en el examen de los presupuestos dentro de la misma legislatura, tachó el renglón correspondiente y el Senado pasó por esta supresión.

Para evitar estas y otras anomalías que en el sistema de gobierno adoptado han ocurrido y pueden ocurrir es para lo que se necesitan leyes secundarias y aclaratorias que desvanezcan las dudas y faciliten la verdadera inteligencia y conveniente aplicación de los principios o bases fundamentales, y de tal importancia es esta necesidad que, sin satisfacerla cumplidamente, ni se puede considerar establecido un sistema de gobierno ni, por bueno que sea, obtendrá otro resultado que su propio descrédito.

De nada sirve que una constitución política, por preceptos aislados y generales en la forma que una constitución puede contenerlos, establezca la libertad de emitir las ideas por la imprenta, prevenga que haya diputaciones provinciales y ayuntamientos; prescriba la independencia de los poderes públicos; declare sagrado el derecho de propiedad y la seguridad de las personas y dicte, en fin, otras máximas generales que constituyan el sistema del gobierno que se pretenda admitir, si al mismo tiempo o por lo menos muy inmediatamente por medio de leyes secundarias no se desenvuelven bien estos principios de forma que en todas partes se perciba a primera vista el orden y el concierto más acabados, sin los inconvenientes y males que resultan siempre de la falta de reglas fijas a que atenerse en la forma y límites de la aplicación de aquellos. Por desgracia, de todos los artículos de la Constitución política que requieren dichas leyes, muchos, si no carecen absolutamente de ellas, las tienen en gran parte contrarias al mismo principio que debía servirles de base, o por lo menos son incompletas, y en este caso se halla el decreto de las Cortes constituyentes de 12 de Julio de 1837 que estableció las relaciones de los cuerpos colegisladores entre sí y con el gobierno: allí debió tener lugar una explicación clara, sencilla y terminante del artículo 37 de la Constitución, y así debe verificarse en el proyecto de la ley más amplio que sobre el mismo asunto existe paralizado en el Congreso de los diputados: este es el medio más directo de precaver un riesgo inminente de colisiones desagradables y transcendentales entre los cuerpos colegisladores, así como de que no resulte ilusoria la igualdad de facultades que se les concede y de que sea por último efectiva la base fundamental de residir la potestad de hacer las leyes en las Cortes con el Rey, lo que seguramente no sucederá si uno de aquellos es un gigante robusto y fuerte y, el otro un pigmeo raquítico y débil, con menoscabo del digno y elevado carácter de cuerpo conservador que por su misma naturaleza le corresponde.

Quizás el autor de este artículo no habrá acertado a determinar en el objeto a que se refiere las dificultades y el modo más conveniente de resolverlas; pero, por grande, que sea, como lo es, su desconfianza en esta parte, no tiene la menor duda de que el punto es de suyo importantísimo, y merece dilucidarse por sujetos más entendidos y capaces.

                                            Diego Medrano

(1)  Se trata del art. 37 de la Constitución de 1837, título V (“De la celebración y facultades de las Cortes”), cuyo texto es el siguiente: “Las leyes sobre contribuciones y crédito público se presentarán primero al Congreso de los Diputados, y si en el Senado sufrieren alguna alteración que aquel no admita después, pasará a la sanción Real lo que los Diputados aprobaren definitivamente.”

La Constitución de 1837 estuvo vigente hasta 1845, cuando se promulgó otra a instancias de Narváez.


III


Discurso del jefe superior político de la provincia de Castellón al instalarse la diputación provincial de la misma en la mañana del 16 de Mayo de 1822. Castellón: Imprenta de José Tomás Nebot, año 1822.


SEÑORES: 


Al ver llegado el día en que va a instalarse la Diputación Provincial de esta nueva provincia, no me es posible ocultar el regocijo de que me hallo poseído. Esta benéfica institución, que es uno de los resortes principales de nuestro actual sistema de gobierno, tiene un carácter tan justo, tan útil, tan liberal y por consiguiente tan beneficioso a los pueblos, que sería necesario incurrir en una criminal indiferencia por el bien de los mismos para mostrarse insensible a la alegría y entusiasmo que debe producir este afortunado momento. 

No los viles amaños de intrigas rateras, no las preocupaciones (1) que limitaban el desempeño de los altos puestos a cierta y determinada clase de personas que se consideraban elevadas sobre las demás por motivos independientes de la virtud y del merecimiento; no, señores: no son estos despreciables medios los que llevan a un español al distinguido cargo de diputado provincial: los votos de sus conciudadanos son únicamente los que le conducen, la Voluntad del pueblo, en una palabra, del verdadero pueblo que en los países libres, cuando pronuncia su opinión de un modo positivo y legal, rara vez se equivoca; porque, huyendo como por instinto de lo que le es perjudicial, atiende en los sujetos no a sus palabras, no a sus apariencias, sino a sus calidades probadas por la práctica de las virtudes, a su conducta, en fin, y donde quiera que halla un hombre benéfico, sabio y digno de dirigirlo al bien, allí fija su vista y allí deposita su confianza: esta ha sido sin duda la marcha seguida en la elección de los individuos a quienes tengo la honra de hablar.

El día 5 de mayo del año de 1823 se ha presentado a mis ojos como uno de los más memorables para esta nueva provincia y, pues que fui testigo presencial y tan inmediato del fausto suceso de aquel día, no dejaré pasar este oportuno momento sin hacer patente la agradable sensación que me produjo. Yo vi a una escogida porción de ciudadanos en la calma de las pasiones precursora del acierto, animados de los mismos deseos, dirigidos por las más puras intenciones y estimulados por el más ardiente amor a su país, pronunciar sus votos unánimemente en favor de las recomendables personas que hoy ocupan estas sillas: la aprobación pública y la gratitud consiguiente son, para tan dignos electores, la más satisfactoria recompensa; pero a mí aún me quedaba el placer de desahogar los dulces sentimientos de mi corazón en el seno de los elegidos, congratulándome el tener por colaboradores a sujetos de tan relevantes calidades, cuya modestia no quiero continuar ofendiendo, ya que me ha sido imposible resistir el estímulo de indicar la expresión más sincera de un convencimiento fundado en tan sólida base como es la opinión pública que han merecido. 

En otro tiempo, la mayor o menor prosperidad de los españoles dependía exclusivamente de los que quizás menos interés tenían en promoverla. Era, cuando más, el resultado de las calidades personales del que mandaba; si inclinado al bien, podía seguramente extender su genio, pero solo hasta el punto que su Voluntad le dictaba; si por desgracia era indolente, no reconocía ningún estímulo; y, si abandonado o inmoral se hallaba por lo regular libre de freno que le contuviese, entonces los pueblos eran víctimas de la rapacidad o de los vicios sin recurso alguno que pudiera ponerles a salvo de vejaciones y no les quedaba otro medio que el triste de sufrir sus males y esperar una época más feliz.

Acaso no habrá uno de entre nosotros que no pueda citar repetidos ejemplos  de esta alternativa, por haber observado que, si bien alguna vez había a la cabeza de un pueblo o de una provincia un hombre virtuoso haciendo beneficios, existían también otros que al mismo tiempo y en diferentes parajes estaban siendo el azote de ellos y los causadores de males sin cuento. ¡Qué al contrario sucede y debe suceder en nuestro actual sistema de gobierno! En él la iniciativa y la mayor influencia para promover la prosperidad de los pueblos puede decirse que dependen de ellos mismos, pues que residen casi totalmente en las corporaciones populares compuestas de individuos que obtienen el voto de sus conciudadanos. A cada una de estas, así como a las demás autoridades nombradas por el gobierno, les están por la Ley fundamental fijados sus límites, señaladas sus atribuciones, determinados sus respectivos deberes, todo bajo un orden admirable de relaciones recíprocas que facilitan y aseguran los medios de hacer el bien, al paso que ligan y entorpecen para el mal, o, por lo menos, no puede causarse sin sufrir desde luego la responsabilidad y el rigor de las leyes; y, como si no fuera bastante este vínculo, siempre temible, aún existe también otro que hace temblar al hombre honrado. La opinión, ese tribunal respetable, que califica las acciones de los funcionarios públicos con severidad, pero con justicia, tiene una fuerza extraordinaria en los países libres, donde el que una vez pierde la confianza de sus conciudadanos, tarde o nunca la recupera.

Yo estoy muy convencido de que los dignos individuos que me oyen dando a estos poderosos agentes toda la importancia que les corresponde se hallan resueltos a no perdonar fatiga ni medio alguno para corroborar más y más el concepto que tan justamente han obtenido; vasto es, sin embargo, el campo que se les presenta, muchos y muy interesantes los objetos en que desplegar sus conocimientos y patriotismo; pues, si se examinan los difíciles cargos que la Constitución y las leyes señalan a las diputaciones provinciales, preciso es reconocer el asiduo trabajo que se necesita para llenar los fines de tan benéfica institución en los noventa días de sesiones que tiene señalados: no hay un ramo de fomento o prosperidad pública en que no tenga la parte principal. Promover la educación de la juventud; fomentar la agricultura, la industria y el comercio; proteger a los inventores de nuevos descubrimientos en cualquiera de estos ramos; intervenir y aprobar el repartimiento hecho a los pueblos de las contribuciones que hubieren cabido a la provincia; velar sobre la buena inversión de los fondos de los pueblos y dar parte al Gobierno de los abusos que se noten en la administración de las rentas públicas; formar el censo y la estadística de sus respectivas provincias; cuidar de que los establecimientos piadosos y de beneficencia llenen su objeto; velar sobre la conservación de las obras publicas de utilidad, comodidad y ornato: promover la construcción de nuevas obras; la formación de cualquiera establecimiento beneficioso, muy especialmente la navegación interior donde hubiere proporción y, por último, ser una constante centinela para dar parte a las Cortes de las infracciones de Constitución que se noten en la provincia. 

Este es, en pequeño, el cuadro de las principales atribuciones que la ley fundamental y las que de ella emanan señalan a las diputaciones provinciales. ¿Quién podrá, pues, negar a esta institución la importancia e influencia indicadas anteriormente? Casi nadie, señores, porque en el siglo de las luces pocos ignoran ya que, si a la tierna y amable juventud no se le proporciona la felicidad de marchar por la senda de la ilustración y de los sanos principios, es imposible que se formen jamás de ella ciudadanos dignos, ni aun capaces de gozar por mucho tiempo de los incalculables beneficios de un sistema de gobierno liberal: pocos hay que duden que, si las cargas del Estado pesan con injusta desproporción sobre los (2) que han de contribuir con sus haberes a sostenerlas, los manantiales de la riqueza pública se han de agotar precisamente; a pocos se les oculta que, si no se remueven obstáculos, si no se facilitan los medios de caminar a la prosperidad y al fomento de todos los ramos de industria, bien pronto se nota[] la decadencia, la miseria y la despoblación de las naciones; y pocos, por último, desconocen que, si no se consulta al remedio de las desgracias o infortunios de las familias proporcionando establecimientos benéficos donde se ampare la humanidad doliente o desvalida, los gobiernos caracen [sic] del carácter paternal, único que les corresponde, y la sociedad pierde una de sus primeras bases, el primero y el más hermoso de sus atractivos que consiste en el recíproco auxilio, evitándose de este modo los perniciosos efectos, que resultan a la misma del abandono en esta parte. 

Tales y tan arduos son los negocios que van a ser objeto de nuestras tareas: arriesgado seria que nos lisonjeásemos de antemano con la facilidad de su desempeño; pero sí nos es permitido contar desde ahora con que usaremos de todos los arbitrios que estén a nuestro alcance para conseguirlo, siempre en el concepto de que es indispensable no perder de vista que se nos han de presentar a cada paso grandes dificultades que vencer, tanto mayores, cuanto que la circunstancia de ser esta una provincia nueva ha de contribuir con frecuencia a que algunas veces nos veamos en la necesidad de determinar sin tener ni poder adquirir todos los datos y noticias necesarias para la seguridad del acierto, y otras nos hallemos en la precisión de luchar con la escasez de los recursos que exijan nuestras disposiciones; pero estos inconvenientes que el trabajo aminorará, sin duda, y el tiempo hará desaparecer del todo, son aun en la actualidad pequeños si se comparan con los incalculables beneficios que empezarán desde luego a resultar de la ejecución del decreto de las Cortes por el cual nos hallamos en este sitio. 

Es una verdad inegable [sic] que las instituciones humanas por sabios y bien combinados que sean los principios en que se funden, no llegan al fin a que se dirigen ni producen la utilidad que se desea si no está calculada la extensión a que puede alcanzar su influjo: todos hemos observado de cerca que las diputaciones provinciales no podían absolutamente desplegar su carácter protector y paternal, porque, abrumadas con el cúmulo de negocios que les producía un vasto territorio, les era imposible dedicar su atención a todos, ni aun fijarla en algunos con el detenimiento y circunspección competentes. De aquí el atraso en el despacho de los asuntos y su irremediable inexactitud, cuando llegaba a verificarse, sin que el mayor celo ni la mayor actividad pudiesen evitar los perjuicios que habían de seguirse a los pueblos y a los particulares. Es verdad que este mal era común a las demás autoridades provinciales; pero quizás en ninguna se hacia sentir con más trascendencia que en las diputaciones por la calidad de las útiles tareas en que deben ocuparse. Veíamos por consiguiente con sentimiento una hermosa planta careciendo de su natural verdor y lozanía por no podérsela dar todo el cultivo que necesitaba. 

Las Cortes extraordinarias, apoyadas en el artículo II de la Constitución, que prescribe una división más conveniente del territorio español, (3) conociendo la imposibilidad de verificar esta, desde luego definitivamente se propusieron sin embargo allanar el camino por un medio seguro y capaz de conducir a la perfección, que empezase a causar en el momento muchos de los beneficios consiguientes a la misma, y convencidas, por tanto, de que para hacer es indispensable empezar, no las detuvo el sinnúmero de dificultades que ofrecía una empresa tan complicada; no la falta de datos que podrían parecer necesarios; no mil otras circunstancias, bastantes para arredrar al ánimo más resuelto y, fijando sus miras en el tamaño de las ventajas que han de ser resultado preciso de llevar a cabo la operación, partieron con firmeza y venciendo estorbos, superando inconvenientes, reuniendo o adquiriendo noticias, supliendo las que faltaban por medios aproximativos, todo con incesante trabajo y Voluntad decidida llegaron a expedir el decreto del 27 de enero último, (4) cuya ejecución se está verificando bajo los más felices auspicios y con las más fundadas esperanzas de las palpables utilidades que han de sobrevenir de su completa plantificación. 

Pero de nada serviría tanto celo por parte de los Padres de la Patria, inútil sería el gran paso que dieron con este memorable decreto hacia la consolidación del sistema constitucional y hacia la prosperidad de las provincias, si las autoridades de estas, cada una en el círculo que le está señalado no emplease su energía, el patriotismo y las luces todas de sus individuos para segundar las miras laudables de sus legisladores.

Muy lejos está de mí la desconfianza en este punto respecto a los dignos sujetos que han de componer esta corporación, pues desde luego me atrevo a esperar que llenarán todos sus deberes con la ilustración que les distingue y con la actividad que les caracteriza: yo confío que las empresas útiles propias de sus atribuciones llamarán particularmente su atención, dedicando a ellas sus esfuerzos con esmero, y manteniendo siempre la buena armonía y estrecha unión que para conseguir el bien en toda su latitud, deben reinar entre quienes se hallan ligados con los fuertes vínculos de unánimes deseos y sanas intenciones: así y solo así cumplirán como buenos ciudadanos; así y solo así adquirirán justos títulos a la gratitud pública, porque, desengañémonos, señores, tarde o temprano la razón siempre triunfa y jamás da valor sino a los hechos que esencialmente lo tienen; halagando pasiones, siguiendo el espíritu de partido, dejándose arrastrar de circunstancias accidentales y pasajeras, condescendiendo con los errores de la opinión extraviada, no es difícil alucinar a la multitud y obtener sus aplausos; pero, ¡qué momentáneo y aéreo es en realidad este lauro! El tiempo que hace desaparecer todo lo frívolo y superficial de las cosas, las presenta luego bajo su verdadero punto de vista sin ilusiones ni apariencias; si resultan perjudiciales o superfluas el vituperio o el desprecio reciben en pago los que las promovieron; pero, por el contrario, si son útiles, si mejoran la suerte del afanoso labrador, del activo comerciante , del aplicado artista, entonces el hombre benéfico que las produjo coge el fruto de sus fatigas en sinceras bendiciones, o cuando menos ve aproximarse con ánimo tranquilo el término de sus días, seguro de que sobre su sepulcro se han de derramar lágrimas de ternura y reconocimiento por los beneficios que lega a la posteridad como resultado de sus tareas y desvelos. Sean, pues, estos los principios que dirijan a los respetables ciudadanos que me escuchan; a ellos les ha cabido la suerte de ser los primeros que rompan la marcha de la prosperidad de los pueblos de esta provincia; a ellos corresponde marcar las huellas que han de seguir los que les sucedan, y de ellos, en fin, será la gloria de haber sentado las bases del bienestar de sus conciudadanos y de la felicidad de las futuras generaciones en este país afortunado.

Mil accidentes favorables auxilian tan noble intento: la índole de estos habitantes, su docilidad y reconocida sumisión a las leyes, su respeto y subordinación a las autoridades, su general adhesión a nuestro sistema de gobierno, su amor al trabajo y otras virtudes que les adornan son circunstancias que facilitan en sumo grado la proporción de hacerles conocer por la experiencia de los beneficios que reciban su dichosa suerte de vivir bajo la sabia y liberal constitución política que nos gloriamos de poseer, que hemos jurado observar y cuya conservación mantendremos a todo trance contra cualquiera clase de enemigos que intenten destruirla. 


Castellón, 16 de Mayo de 1822. 


Diego Medrano


NOTAS

1. [Nota del editor moderno] Preocupaciones, en la lengua de la época, tenía un significado diferente al actual: hoy diríamos "prejuicios".

2. [Nota del editor moderno] En el texto, las, sin duda por anacoluto o errata.

3. [Nota del editor moderno] El artículo II de la Constitución de 1812, reestablecida en 1820 por Rafael del Riego, a que se refiere, debe ser el undécimo, escrito de forma semejante (11):  "Se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional, luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan". Véase la nota siguiente

4. [Nota del editor moderno] Se refiere al decreto de 27 de enero de 1822, con el título de División provisional del territorio español, que desarrollaba el artículo 11.º de la Constitución de 1812. Divide al reino en provincias (incluida algunas tan curiosas y efímeras como las de Calatayud, Chinchilla, Játiva y Pamplona), y crea en este caso la de Castellón, con capital en Castellón de la Plana, asignándole tres diputados y demarcando con precisión sus límites geográficos: Confina por el N. con las de Zaragoza y Tarragona; por el E. con el mar Mediterráneo; por el S. con la de Valencia, y por el O. con la de Teruel. Su límite N., empezando por la parte oriental, es la orilla derecha del rio Cenia, siguiendo el límite antiguo con Cataluña y Aragon hasta el río Bergantes, donde termina el límite septentrional. Continúa el occidental por la misma division con Aragon hasta Olocau, de aquí se dirige á pasar al O. de Cantavieja, y al E. de Fortanete, al O. de Mosqueruela y del Puerto, por los nacimientos de los ríos Mayo y Monleon, siguiendo á encontrar el límite antiguo con Aragon en el río Millares, al O. de la Puebla de Arenoso; y atravesando dicho río sigue como al S. O. hasta estar como cuatro millas al N. O. de Villanueva de la Reina, donde concluye el límite occidental. El meridional empieza en este punto; y tomando por la cordillera que divide las aguas al río Palancia y al Millares, pasa por el N. de Villanueva de la Reina, entre Higueras y Gaibiel, por el Pico de Espadan, y dirigiéndose hacia el S. E. continúa por el de Hain, E. de Choba, O. de Alfandeguillas y Cuart, y por el N. de Benifairó, Faura, SantaColoma y Canet, concluyendo en el mar en la Torre y Cabo Canet. El límite oriental es el mar Mediterráneo desde dicho Cabo Canet hasta el río Cenia.


IV

En Antonio Ferrer del Río, Examen histórico-crítico del reinado de Don Pedro de Castilla, obra premiada por voto unánime de la Real Academia Española en el certamen que abrió en el certamen que abrió la misma en 2 de marzo de 1850. Madrid: Impr. del establecimiento de Mellado, a cargo de J . Bernat, 1863, 3.ª ed. pp. 299-303:

Por último, el señor don Diego Medrano, ministro que fue de la Corona, secretario y vicepresidente del Senado diversas veces, y persona de tanta modestia como gran seso, tuvo la benevolencia de enviarme al Pardo el 3 de febrero de 1853 su grave opinión formulada del modo que sigue: 


Humilde, pero franco juicio de la obra del señor don Antonio Ferrer del Río titulada: Examen histórico del reinado de don Pedro de Castilla. 

Es costumbre antigua del que hace estos ligeros apuntes, siempre que se ha visto en la necesidad de dar su pobre parecer sobre alguna producción literaria de sus amigos, leerla con detenimiento, poniendo al lado un papel para anotar las observaciones que le vayan ocurriendo; y esta misma práctica ha observado en la ocasión presente, con toda la desconfianza que no podía menos de inspirarle la circunstancia esencialísima de tratar de una obra aprobada y premiada por tan distinguida corporación como es la Real Academia Española. Sucedió lo que no podía menos de suceder, que el papel indicado quedó casi en blanco, o mas bien reducido a contener merecidos elogios; dando lugar únicamente la obra a las indicaciones que siguen: 

1.) La introducción es bellísima y oportuna, pues que, en seguida de manifestar a grandes rasgos el aspecto que presentaba la Europa en el siglo XIV y sucesos algo anteriores, hace una ligera, pero atinada reseña de nuestra historia hasta llegar al período cuya ilustración se propone. Este preliminar era tan indispensable, como que nada constituye un error más craso en historia que el intento de calificar los hechos ocurridos sujetándolos a un examen de actualidad, es decir, calificar los sucesos y personajes que en ellos intervinieron, juzgándolos por las ideas y reflexiones que sugiere la civilización adelantada de la época en que se escribe, sin tener en cuenta las costumbres, bárbaras quizás, el atraso, las preocupaciones y los errores del tiempo en que aquellos tuvieron lugar. 

2.) Trata con circunspección en la página 26 del asesinato de doña Leonor de Guzmán. 

3.) Observa la misma parsimonia al calificar en la página 31 los de Garcilaso y otros caballeros de Burgos. 

4.) En las páginas 33 y siguientes, se hace una bella descripción de la sociedad castellana de aquel siglo. 

5.) Las semblanzas o retratos que se forman de don Alonso XI y su esposa doña María, de doña Leonor de Guzmán, de don Juan Alfonso de Alburquerque, de doña María de Padilla, de doña Inés de Castro, de los bastardos de don Alonso y de otros personajes, que figuran, son en general exactos y alguna vez severos; pero siempre imparciales y justos. 

6.) La calificación del personaje, objeto principal de este epítome, después de haber recorrido todos los actos de su vida, aplicándole con preferencia el dictado de Cruel sobre el de Justiciero con que escritores apasionados le apellidan, se justifica hasta la evidencia, y se comprueba del modo mas patente en las eruditas y oportunas notas con que el trabajo concluye.

7.) La narración es fácil y sencilla, el lenguaje correcto y puro, el estilo fluido y grave, cual corresponde a la historia, y no carece de sentencias oportunas, expresiones felices, no pocas observaciones ligeras, pero filosóficas y profundas, que nacen naturalmente de los mismos sucesos que refiere. 

8.) Según se insinuó al principio de estas indicaciones, el trabajo precioso en cuestión no podía merecer más que elogios; pero a fin de que no se diga que lo juzgan la pasión y la amistad, no se quiere omitir el hacer mérito de un pequeñísimo descuido que se ha notado, y tal se cree el de la página 111, línea 12, que dice,  "y del vencedor en la memorable llanura de Las Navas de Tolosa". En la época de este gran suceso era la Sierra Morena, a la cual pertenecen Las Navas, un verdadero desierto sumamente fragoso que, aun después de haber sido descuajado en parte para las nuevas poblaciones que se formaron en el reinado del señor don Carlos III, todavía no puede llamarse en ninguno de sus parajes propiamente llanura; y mucho menos en el sitio en que se supone tuvo lugar aquella tal batalla, que salvó a la Europa de una nueva irrupción. Parece, pues, que habría sido mejor decir "en las memorables quebraduras de Las Navas de Tolosa", o bien "en el fragoso y áspero campo de batalla de Las Navas etc." u otra expresión semejante que significase lo montuoso y quebrado del terreno.