Ferrán Barber, "Los egipcios buscan una "solución final" para sacar de las calles a 15 millones de perros", en Público, 23/05/2020
Cortados en rodajas; destrozados a machetazos o a golpes de garrote; envenenados con estricnina o asesinados con cartuchos. Así es la vida de muchos canes en la tierra de los faraones. Una parlamentaria propuso vendérselos como carne a los filipinos. Ni es final, ni es solución.
Una turba de jóvenes destrozó un perro a cuchilladas la víspera de la pasada Nochebuena en el distrito cairota de Al-Matariya. Antes de que el vídeo se retirara de Youtube se convirtió en viral, y su historia se paseó por los tabloides europeos como ejemplo de brutalidad oriental junto a algunas fotos aterradoras del animal literalmente sajado en transversal como un lomo de merluza dentro de un tuk-tuk egipcio, la versión motorizada de un ricksaw. Solo un día después, la policía detuvo y arrestó a los salvajes por torturar y asesinar al perro. Lo mataron de ese modo -argumentaron- porque había acabado con la vida de una cabra. Ojo por ojo, perro por cabra.
No era la primera vez que sucedía un incidente semejante. En 2015, tres hombres de la gobernación de Qaliubeya -Shubra Al-Jaima- fueron condenados a tres años de prisión por atar un perro llamado Alex a una farola y degollarlo. Un tribunal de El Cairo redujo algo después la pena. También la atrocidad fue grabada y difundida por las redes. Semanas antes, una perra a la que alguien arrojó ácido salvó la vida por los pelos y en mayo de ese mismo año, se supo de una hembra y sus cachorros asesinados a golpes de garrote remachado con clavos. Lo que indignó a la gente en un país donde se asesinan millares de perros cada año no fue la muerte de los animales, sino el modo completamente sádico en el que se ensañaron con las criaturas. El hecho de que exhibieran sus actos de barbarie aún los hizo más obscenos.
Con certeza, la policía y los jueces no hubieran intervenido si las muertes de Alex y el perro de la calle Al Jaima no hubieran sido registradas y posteriormente divulgadas, levantando una densa polvareda de ira internacional que apuntaba, en efecto, hacia los bárbaros que habían martirizado a los animales, pero también hacia el Gobierno y la sociedad que toleraban actos semejantes y hacia las instituciones islámicas que les venían dando amparo con indulgentes fatwas que sirven de coartadas para esos actos de crueldad. Con el Islam no se bromea en los países de la Sharia. Una poeta llamada Fatima Naoot fue condenada a tres años de cárcel en 2016 por ofensas a la religión tras criticar en Facebook el asesinato de animales durante el Eid o Festival del sacrificio.
La manera en que cada día se asesinan estos perros sin hogar egipcios es tan atroz que las protectoras de animales se niegan a menudo a divulgar algunas de las fotos con las que los turistas llenan sus buzones de correo. "No todos los egipcios somos unos brutos ignorantes ni actuamos de ese modo", nos dice un funcionario en un salón de té situado junto al Ramses Hilton. Es cierto. A menos de cien metros de nosotros, un par de muchachos dan de comer a unos cachorros acurrucados bajo la carcasa de un viejo automóvil mientras dos bandas rivales de canes se enfrentan por el territorio ante la mirada indolente del resto de los clientes del salón. A los fumadores de narguile les intriga más nuestro interés que la trifulca de los perros y sus intentos por intimidar a sus adversarios. Lo que se halla en disputa es la basura de un mercadillo popular que alguien desparramó entre los escombros.
Su aniquilación masiva ha provocado el retorno de los lobos, las hienas o plagas de víboras
Hay quince millones de perros callejeros en Egipto y resulta de algún modo fascinante ver el modo en que han hallado su nicho en la metrópolis como basureros carroñeros. Están por todas partes, a millares. Hay jaurías pajareando en los aledaños de la esfinge de Gizeh y en los barrios residenciales de las clases más acomodadas, exactamente igual que en esos asentamientos informales de chabolas a los que los egipcios llaman "ashwiyats" y donde viven dos tercios de los parias.
Se podría decir que están por debajo de los humanos en la cabeza trófica, pero por encima de las ratas, cuyas poblaciones mantienen a menudo bajo control. En algunas zonas del desierto, su aniquilación masiva ha provocado el retorno de los lobos, las hienas o verdaderas plagas de víboras cornudas (Cerastes cerastes).
Siempre han estado allí hasta donde alcanza la memoria histórica. Es muy probable que fueran ya domesticados en las eras predinásticas del Antiguo Egipto. Lo que es seguro es que, al igual que los gatos, se hallaban bien considerados en los tiempos de los faraones, mucho antes de que el Ejército de Alá extendiera sus prejuicios por el norte de África. Algunos egipcios de la Antigüedad hacían mención a sus canes en los textos mortuorios, lo que demuestra la intensidad del vínculo con los humanos que se había creado.
Tampoco es la primera vez en que la disparatada densidad de población canina de Egipto les hace colisionar con los primates. En uno de sus libros, Juan Cole explica que las tropas francesas de Napoleón llegaron a sentirse tan exasperadas por los ladridos nocturnos de las jaurías que un comandante en jefe ordenó su ejecución en masa, lo que le tomó a la soldadesca dos noches enteras. La decisión no solo fue cruel, sino absolutamente estúpida, porque la masacre privó a El Cairo de sus más diligentes basureros y llenó de cadáveres en putrefacción las calles de la gran ciudad, lo que las tornó aún más insalubres.
Los asesinatos en masa no han cesado desde entonces y aunque son muchas las ciudades y las gobernaciones que han ensayado diferentes variantes de la solución final canina, la población de perros continúa aumentando. Ni es final, ni es solución. El problema, colosal, no ha dejado de crecer. En Egipto hay un perro callejero por cada siete humanos, lo que a su vez ha provocado -nadie duda acerca de ello- una verdadera crisis que amenaza la salud pública y, eventualmente, la seguridad de las personas.
Que el grueso de los perros no muestren habitualmente conductas agresivas no significa en ningún caso que no puedan actuar de un modo violento, especialmente cuando se les hostiga o sufren alguna clase de trastorno de conducta provocado por la rabia. Al igual que en América Latina, esa variante canina de la encefalitis viral es endémica en Egipto, aunque la verdadera extensión de la enfermedad es exagerada de forma deliberada para reforzar los prejuicios religiosos que estigmatizan a los cánidos. Ni en el Islam ni en el judaísmo rabínico se les tiene en gran estima.
En Egipto hay un perro callejero por cada siete humanos
Estos animales son, de forma simultánea, las víctimas de brutales campañas de exterminio y el origen de un problema singular de superpoblación. En Egipto viven la mitad de perros callejeros que en la India, pero su población humana es de una treceava parte. Uno de cada catorce perros sin hogar del mundo habitan junto al río Nilo. No es, como acostumbra a convenirse, una bomba de relojería, porque el artefacto ya ha estallado.
Un funcionario del Ministerio de Sanidad citado por el Egypt Independent aseguraba hace dos meses que su departamento registró 482.200 casos de mordeduras de animales tan solo en 2018, y 303.000 de ellos se atribuían a los canes. Durante ese mismo año, se produjeron 32 casos de contagio de rabia, frente a los 65 del año precedente. Entre 2014 y 2017, un millón trescientas mil personas fueron mordidas en Egipto, y 231 de ellas fallecieron, como consecuencia de ello.
Son muchos los egipcios que dicen sentirse intimidados o simplemente repelidos por los perros así que las autoridades del país han respondido organizando campañas masivas de exterminio. Los abaten a disparos o, más frecuentemente, mediante el uso de venenos como la citrinina -una micotoxina- o, lo que es peor, mediante estricnina, importada de manera ilegal y sembrada a menudo sin control en el interior de cebos que se arrojan en los parques y otros espacios públicos. Niños, basureros, jardineros han terminado envenenados. Son la víctimas colaterales del canicidio egipcio.
En 2017, la Prensa local informó de que al menos 17.000 perros callejeros fueron fulminados de ese modo en el sur de El Cairo, en respuesta a las denuncias de molestias del vecindario de Beni Sueif. Los vídeos de los funcionarios del gobierno descerrajando cartuchazos de postas a sangre fría a confiados animales o de los canes agonizantes sufriendo convulsiones sobre las aceras y destrozados por el dolor en sus postreros estertores incendiaron las redes europeas. Ese mismo año, la Gobernación del Mar Rojo ofrecía cerca de seis euros por capturar cinco perros callejeros y llevarlos a la autoridad veterinaria para ser exterminados. Los propios funcionarios dieron alas de esta forma a la barbarie.
Un año después, en octubre de 2018, el Ministerio de Agricultura puso en marcha un plan sistemático de exterminio para desembarazarse de los perros con veneno. Las autoridades veterinarias argumentaban que el Estado no podía permitirse los 32 dólares por perro en los que estimaba el coste de implementar un plan basado en un protocolo "más civilizado" de actuación. Esto es, capturar, esterilizar, vacunar y volver a liberar. Envenenar a un animal apenas cuesta algunos céntimos.
Es un problema que se percibe como casi irresoluble en un país paupérrimo y ultracorrupto, regido por una dictadura que, al igual que el Gobierno precedente, es incapaz siquiera de disimular las formas más obscenas de miseria humana. El PIB per capita de un egipcio es de apenas 2.200 euros y se necesitarían al menos 435 millones para aplicar el protocolo de esterilización por el que abogan las protectoras europeas y locales. ¿De dónde va a salir ese dinero? De la manga de políticos corruptos que dirigen el país no parece muy probable y los occidentales son más proclives a indignarse en las redes y a insertar emoticonos que a donar dinero a las organizaciones que trabajan sobre el terreno.
Tras los perros, las serpientes
Así las cosas, tal solo en Albehera, cerca de Alejandría, se asesinaron 18.000 perros, lo que allanó el camino al retorno de las serpientes. Otros 14.000 murieron en los aledaños de la ciudad de Janka. La lista de caídos para "limpiar las calles" es casi tan escabrosamente extensa como indecentes son las fotos que documentaron sus asesinatos. Aquí y allá, la prensa local glosaba las cifras de los animales chapucera y brutalmente aniquilados mediante todos los procedimientos y todos los venenos –legales o no– a su alcance. Sulfatos, estricnina, disparos de cartuchos... Pero la población de canes no ha dejado de crecer.
Una perra acostumbra a traer al mundo dos veces al año una camada de entre seis y diez cachorros. Una y otra vez las protectoras egipcias de animales han tratado sin éxito de persuadir a las autoridades de que asesinar los animales no reduciría la población de perros. El resultado de décadas de planes de exterminio es ninguno. Su número no ha dejado nunca de crecer. El dinero. Ese siempre es el problema. ¿Quién pagaría la factura?
Así que mientras se debatía acerca del procedimiento más viable y apropiado para acabar con la superpoblación de perros, a una diputada egipcia se le ocurrió una idea genial: capturarlos y venderlos como carne a los surcoreanos o los chinos. A la parlamentaria Margaret Azed le cuadraban las cuentas. Le parecía mucho más piadoso concentrarlos en granjas y engordarlos, para después sacrificarlos y vendérselos a los asiáticos a razón de 25 céntimos de euro por perro que dejarlos malvivir entre las basuras de los "ashwiyats" de El Cairo o Alejandría o en las márgenes de las aldeas del desierto.
Además -argumentaba-, el erario público egipcio podría obtener de esta manera una nada desdeñable nueva fuente de divisas. La propuesta hubiera parecido una simple extravagancia. Pero es obvio que la alternativa fue, cuando menos, seriamente considerada y contestada. El Middle East Eye llegó a acusar al Gobierno del país de aprobar una licencia para exportar a Asia 2.400 gatos y 1.700 perros. Un portavoz del Ministerio de Agricultura lo desmintió de manera inmediata el 28 de noviembre de 2018, claro que es complicado, por no decir que imposible, averiguar qué hay de cierto en un país sujeto a una férrea censura donde sus gobernantes acaban siempre encenagados en desmentidos y contradicciones. Azed no fue la única parlamentaria que propuso vender la carne de los perros. Un alto funcionario de la Autoridad Veterinaria, Jaled Fouda, propuso venderlos a los filipinos. Como a las tropas de Napoleón, le irritaban los ladridos nocturnos de las jaurías.
Frente a ese estado de opinión, y frente a la miseria moral de las alternativas que son capaces de parir algunos funcionarios egipcios, se han fortalecido durante los últimos años algunas asociaciones protectoras de animales que abogan por los perros, claro que su importancia y su capacidad para influir en la sociedad es insignificante cuando se las compara, por ejemplo, con la Casa de las Fatuas, un organismo presidido por el gran muftí de Egipto que, siguiendo las órdenes de Dios, se pronuncia acerca de qué es no correcto, con arreglo a la ley islámica.
En 2007, ésta llegó a emitir un pronunciamiento en el que afirmaba que era legítimo matar a los perros cuando dañan a la gente. En su definición de 'daños' se incluía la intimidación mediante ladridos, así que, definitivamente, era un cheque en blanco de Mahoma para empujar el canicidio. Acabar con ellos era, a su juicio, la opción más adecuada, en oposición a quienes alentaban las adopciones o cualquier otra manifestación de la piedad humana. La avalancha de críticas internacionales adquirió tal relevancia que, con el paso de los años, han rebajado el tono, y ahora ponen el acento en la misericordia de Alá. En septiembre del pasado año, una fatua aseguraba que la caridad hacia las criaturas es el principio básico y enviar a los perros a los refugios o adoptarlos, la solución que tendría que ser prioritariamente considerada. Su saliva sigue siendo sucia y contaminante.
Y en Egipto, entre tanto, se continúa matando perros a cañonazos. Se discute, por ejemplo, acerca de un modo de diezmarlos, cuando nadie ha sido capaz hasta la fecha ni siquiera de resolver el problema de la basura que se acumula por las calles, su principal fuente de sustento, y el caldo primordial de los vectores que provocan las enfermedades. El código penal contempla penas de prisión para los maltratadores de animales, pero no define ese maltrato, ni considera las campañas de exterminio dignas de inclusión en el listado de barbaries. Claro que, ¿por qué habría de respetar a los perros callejeros un Gobierno que no respeta ni a los niños?